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martes, 1 de junio de 2010

Caudillos de la Revolución Mexicana -3-

A hierro muere.

Mil y una leyendas e interpretaciones corren sobre el asalto de Villa a la población norteamericana de Columbus. Hay quien lo atribuye a maquinaciones alemanas para enfrentar a México con Estados Unidos. En opinión de Friedrich Katz, Villa lanza su ataque porque cree descubrir, fehacientemente, que Carranza convertiría México en un protectorado yanqui. Todo es posible tratándose de Villa, pero atribuirle una racionalidad de Realpoütik internacional es ir quizá demasiado lejos. No. Bajo cualquier pretexto. Villa ataca Columbus movido por una pasión humana, demasiado humana: la venganza. Antes de atacar Agua Prieta, a fines de octubre de 1915, había declarado a un reportero americano:
«Los Estados Unidos reconocieron a Carranza ... pagándome de esta manera la protección que les garanticé a sus ciudadanos ... he concluido con los Estados Unidos y los americanos ... pero, por vida de Dios, no puedo creerlo».
Al saberse perdido vuelve a convertirse, como antes de la Revolución, en una fiera; pero, sin esperanza y con rencor, una fiera traicionada:
«Y él se rebeló», escribe Rafael F. Muñoz, «castigando al que logró tener bajo su garra implacable. En su desengaño se desarrollaron con intensidad espantosa el odio y la ira, la crueldad, el deseo de venganza. Y cuando toca, mata; cuando insulta, derriba; cuando mira, inmoviliza. Su odio tiene la fuerza que antes tuvo su División, sepulta llanuras, hace temblar montañas. A su solo nombre, las ciudades se encogen dentro de sus trincheras».
Desde fines de 1915, la violencia villista se había vuelto más sangrienta. En San Pedro de la Cueva, Villa reunió a todos los varones del pueblo; mandó fusilarlos en masa y mató con su propia pistola al cura del lugar, cuando de rodillas se le abrazaba pidiéndole clemencia; en Santa Isabel fusila a varios mineros norteamericanos. Tiempo después, quemará gente viva y asesinará ancianos. Nunca como ahora desconfía del mundo: desaparece en las noches, se sienta de espaldas a la pared, no prueba bocado sin antes dárselo a un lugarteniente, ordena vigilancias y espionajes. Sus pocos seguidores lo llaman' «el Viejo». No pierden la fe pero sí la identidad: Villa es un proscrito y ellos ¿qué son?, ¿revolucionarios o bandidos?.La madrugada del 9 de marzo de 1916, Villa ataca la pequeña población fronteriza de Columbus. Rafael F. Muñoz pone en su boca estas palabras verosímiles: «Los Estados Unidos quieren tragarse a México, vamos a ver si se les atora en el gaznate». El asalto dura hasta mediodía. Se producen incendios, violaciones, saqueos a bancos y comercios, cuantiosos robos de armas y caballada, y varios muertos entre la población civil. Antes de que los refuerzos lo detengan. Villa galopa satisfecho: ha propinado a los güeros invasores la única invasión de su historia. No piensa en el enorme riesgo en que ha colocado a México. Muñoz describe la reacción de estupor:
«"¡Es el más terrible de los asesinos», dicen los que hace años se aprovecharon de sus triunfos y ahora lo vilipendian, "es la vergüenza de México, el azote del norte, el asco del mundo! ¡Roba, asesina, asalta, destruye, incendia, arrasa! ¡Reta al extranjero, pone al país a¡ borde de la guerra internacional, arruina la patria, y donde pisa, la huella de su pie se llena de sangre!"».
La narración biográfica del doctor Ramón Puente adquiere una acuciosa intensidad al hablar de Villa después de Columbus. Dos contingentes -los carrancistas y la Expedición Punitiva, bajo el mando del general John Pershing- lo buscan con igual denuedo:
«Después del asalto de Columbus, Villa toma la dirección del distrito de Guerrero, en Chihuahua, y en un encuentro con la columna del general Bertam es herido en la pierna derecha casi a la altura de la rodilla. Cae desangrándose bajo el peso de su caballo, pero este incidente no lo advierte siquiera el enemigo. Cuando la noticia se conoce, es demasiado tarde para sacar partido de esa ventaja.
»Por cerca de tres meses Villa se pierde en absoluto. Muchos lo creen muerto. El mismo Carranza, intrigado por esa posibilidad, consiente, indirectamente, que vaya una comisión encabezada por el pintor Gerardo Murillo [doctor Atl] para que localice la tumba del guerrillero, de la cual tiene "datos precisos". Se llega al lugar que señalan los guías, pero sólo se encuentran algunos huesos de animal recientemente sacrificado, »Los americanos llegan hasta el pie de la cueva donde se oculta Villa, que se da cuenta de sus palabras, desentierran algunos pedazos de algodón y vendajes, pero no es posible aclarar el misterio.
»Este misterio muy pocos lo conocen. Cuando alguien se da cuenta de que Villa ha sido herido en el combate de Guerrero, hay una consternación en el grupo. Rápidamente se le pone una bilma y, con unas toscas pinzas, él mismo se extrae el proyectil incrustado en el hueso, pero nadie acierta en la manera de ocultarlo, ni hay ningunos recursos para proseguir la curación. El problema, el propio Villa lo resuelve, ordenando que sus dos primeros, Joaquín Alvarez y Bernabé Sifuentes, lo transporten a la sierra de Santa Ana, en el distrito Benito Juárez, Chihuahua, donde conoce una cueva, más bien una especie de "abra", la cueva del Coscomate.
"Llegar hasta aquel punto es laborioso, ascender hasta el "abra", casi una empresa de romanos. La transportación se hace a lomos de un burro, sufriendo incesantes dolores por la postura y el movimiento de la bestia; la ascensión se lleva a cabo por medio de unas reatas con las que se forma una hondilla para servir de asiento. Después de la instalación del enfermo, se cubre con ramajes la abertura de la roca y nadie podrá imaginarse lo que oculta.
»Pero los medios de curación y de sustento con que cuenta Villa son exiguos: unas cuantas libras de arroz y unas cuantas libras de azúcar. El agua hay que salir a traerla a cuatro leguas de distancia, en unas cantimploras que apenas dan ración para dos días.
"Seis semanas durará aquel retiro, mientras a través de una bilma mal puesta se hace la defectuosa soldadura de los huesos, que quedan cabalgando y que nunca volverán a permitir el uso fácil del miembro, acortado en algunos centímetros, teniendo necesidad de poner varias tapas de suela a su zapato, para igualarlo con el izquierdo.
»La salida de la cueva del Coscomate es todavía en más penosas condiciones, porque sobre el defecto de la herida, hay una torpeza del movimiento y el debilitamiento del organismo por la deficiente alimentación. Para esa época, las fuerzas villistas han desalojado a los carrancistas de la región de Guerrero, y Villa puede, en poco tiempo, ir hasta la ciudad del Parral y "robarse" un médico, el doctor José De Lille, que lo acaba de sanar de sus males».
La Expedición Punitiva, una de las cacerías más costosas jamás concertadas para buscar a un solo hombre, fracasa estrepitosamente.
Día a día el parte es idéntico: «Tengo el honor de informar a usted que Francisco Villa se encuentra en todas partes y en ninguna». Nunca le fue más útil la experiencia de sus diecinueve años de bandidaje.
Conocía el campo como el campo lo conocía a él. Muñoz lo hace decir:
«No hay quien me pueda seguir a caballo ni a pie, ni por el llano ni por la sierra. No me agarrarán vivo ni con trampa, como a los lobos».
Pero la fiera no sólo se defiende. El 16 de septiembre de 1916, al mando de sólo ochocientos hombres, da un zarpazo en Chihuahua y por dos días se apodera de la ciudad. Siguen Torreón, Canutillo, Mineral de Rosario. Meses y años de infructuosas escaramuzas contra tropas de Murguía y más tarde de Diéguez. Nuevos y más crueles asesinatos a mansalva. En diciembre de 1918, después de casi tres años de separación, se reencuentra con Angeles. Muerto Fierro, ¿vencería el ángel? El gobierno central piensa que Angeles ha vuelto para rebelarse. Lo guía un propósito más noble: ha vuelto para desplegar su propio apostolado maderista. No viene como militar: viene como misionero. La Revolución lo atrae como un imán moral, como un destino impostergable. No resiste el destierro y la inactividad. Teme una invasión norteamericana y busca la unión entre los mexicanos. Se acerca a Villa, pero no para aconsejarle fórmulas de artillería, sino para predicarle respeto a la vida, espíritu de «conciliación y amor».
«Yo voy a trabajar», escribe a Manuel Calero, «con gentes ignorantes y salvajes, a quienes tal vez la guerra haya empeorado; voy a tocarles la fibra humanitaria y patriótica.» Por cinco meses Villa y Angeles caminan juntos. En vanos ataques, Angeles logra salvar cientos de prisioneros. Villa, sin embargo, quiere repetir la historia y con lujo de violencia asalta Ciudad Juárez.
Contra los deseos de Villa, Angeles se le separa definitivamente. Sin éxito, intenta llevar su prédica a otros caudillos. Se esconde en una sierra que desconoce y que lo desconoce. Su propio custodio, apellidado Salas, lo acoge sólo para delatarlo. Es hecho prisionero y sometido a un consejo de guerra en el Teatro de los Héroes, en la ciudad de Chihuahua.
El juicio de Felipe Angeles, escribe Puente, «es uno de los procesos más ruidosos de la Revolución; sus jueces son a la vez sus más encarnizados enemigos, movidos más por el celo de partido que por el espíritu de hacer amplia justicia». Angeles toma a su cargo su defensa y pronuncia uno de los discursos más conmovedores de la historia mexicana. Con aplomo, con vehemencia, con claridad expone su credo. Como la de Madero, su prédica no es de odio, «porque el odio sienta mal en su alma», sino de «la pasión contraria, el amor». Esgrime las palabras que Madero no tuvo tiempo de expresar. Y al de tenderse, defiende a Villa:
«Villa es bueno en el fondo; a Villa lo han hecho malo las circunstancias, los hombres, las injusticias».
¿Por qué no iba a acercársele? ¿A quién sino a Villa había que predicarle el bien? «Culpo del estado actual de Villa y los suyos a los gobiernos que no han tenido compasión de los desheredados y los han vuelto fieras.” El discurso es un evangelio democrático, educativo e igualitario: vindica la Constitución del 57, la educación pública y las nuevas comentes socialistas; el público aclamaba a aquel ex soldado de Porfirio Díaz genuinamente identificado con los pobres y oprimidos, aquel extraño Quijote militar y académico por quien sentía afecto hasta el general y zapatista Genovevo de la O. Del pueblo había aprendido Angeles el desdén por «los hombres de Estado que tienen helado el corazón». Su prédica y su persona ya no parecían de este mundo. Ha sido traicionado por sus propios compañeros, pero en su respuesta sólo caben «tres palabras: pureza, amor, esperanza».
El jurado lo condena a muerte. Carranza niega el indulto. Durante el juicio. Angeles hojea la Vida de Jesús de Renán y muere creyendo, una a una, en estas palabras:
«Sé que me van a matar, pero también que mi muerte hará más por la causa democrática que todas las gestiones de mi vida, porque la sangre de los mártires fecundiza las grandes causas».
El hombre que había abrazado a Madero en sus últimos momentos, el que lo había visto beber la última gota de su cáliz, no podía morir de una forma distinta. Ambos se tendieron un nuevo abrazo: el del martirio.
Sin fierros ni ángeles que lo resguardaran o guiaran, Villa decide dar el último golpe espectacular, la última acción de película para hacer sentir su presencia. Atraviesa el Bolsón de Mapimí y asalta Sabinas, en Ceahuila. Entre tanto. Carranza ha muerto y los sonorenses han tomado el poder. Adolfo de la Huerta, presidente provisional, es hombre al que Villa respeta. No ha olvidado que fue De la Huerta quien, junto con Maytorena, le facilitó dinero para su incursión a México en el lejano abril de 1913. El general Eugenio Martínez entabla las pláticas que conducirían al convenio de rendición. Por fin, el 28 de julio de 1920 los últimos 759 villistas deponen las armas. A ellos se les premia con un año de haberes, y a su jefe con la hacienda de Canutillo. El resto de sus antiguos compañeros -Chao. Raúl Madero, Benito García— acuden a abrazarlo en un viaje triunfal hacia la hacienda. Los periodistas lo acosan con preguntas sobre el significado del armisticio. Apoyándose en el hombro de los generales Escobar y Martínez, Villa les responde con la más ambigua y versificante de sus bromas:
«Pueden ustedes decir que ya acabó la guerra; que ahora andamos unidos las gentes honradas y los bandidos».
Por momentos debió de creer que se realizaba su viejo sueño de retirarse -como le había dicho a Reed- a «cultivar maíz y criar ganado hasta que me muera entre mis compañeros, que han sufrido tanto conmigo». Por momentos parece que la paz le sonríe. Organiza la «carga» de trabajo como aquéllas, legendarias, de caballería: compone tractores, recorre barbechos, impulsa la escuela, atiende a su pequeño hijo y, por las noches, hojea El tesoro de la juventud. En un lugar visible de aquel retiro, Villa ha colocado dos imágenes, dos presencias: un busto de Felipe Angeles y un retrato de Madero. Sus mártires.
«Quiere la paz pero esa paz lo rechaza como si no tuviera derecho a ella.» Lo acechan dolores físicos y morales; recrudece su fractura en la pierna; lo asaltan celos terribles sobre sus últimas mujeres (se había casado varias veces, regando Villitas por el mundo); se atreve a criticar a los logreros de la Revolución -aunque él mismo se opone al reparto agrario en su zona- y, en su repliegue, incurre en vicios autolesivos: el tabaco y el anís. Se vuelve casi un dipsómano.
Nada lo atormenta más que el mip^o a una celada, pero comete la imprudencia de entrevistarse con Adolfo de la Huerta y ofrecerle su apoyo en el inminente cisma entre él. Calles y Obregón. El presidente le da seguridades y refacciona al último secretario de Villa, Miguel Trillo, para los gastos de Canutillo. Villa se tranquiliza y emprende un viaje a Río Florido para ser padrino en un bautizo y arreglar en Parral su testamento. Ramón Puente recoge de primera mano la cacería final:
«Trillo se opone a que lleven consigo la escolta, como generalmente era costumbre, y el viaje lo emprenden en un automóvil Dodge, cuya dirección lleva Villa. Todo la compañía son seis o siete soldados de confianza.
»Por ese tiempo se trama resueltamente el asesinato de Villa, en cuya organización no son extraños algunos enemigos personales del guerrillero. Un grupo de individuos, que hace un total como de dieciséis, han alquilado una casa en la calle Gabino Barreda, que cierra la avenida Juárez en Parral, por donde forzosamente tienen que pasar los viajeros o caminantes que entran o salen de la población rumbo del noroeste. «Alrededor de tres meses dura la estancia de los interesados, en espera del momento propicio para sorprender a una víctima que no acierta a pasar en condiciones vulnerables, hasta que, por fin, la ocasión se presenta.
«Villa realiza el viaje a Río Florido, concurre en calidad de padrino al bautizo, y regresa a la ciudad de Parral, donde permanece varios días en el arreglo de sus asuntos privados. Para la mañana del 20 de julio [de 1923], se fija la vuelta a Canutillo, donde ha quedado esperando la esposa, próxima a dar a luz un segundo vastago, no obstante que en la despedida se expresó el vago presentimiento de que sería la última.
»Son las ocho de la mañana cuando abandonan el hotel, hora en que los niños pasan a las escuelas, pero la ciudad tiene un aire extrañamente misterioso; no hay policía de resguardo y los soldados de la guarnición han salido a revista a las afueras de la ciudad, no obstante estar todavía lejos el último del mes, en que ésta se realiza, por reglamento. Pero a pesar de este detalle, nada impresiona a Villa de aquel conjunto de circunstancias. ¿Qué fue de su astucia legendaria y de su desconfianza sempiterna? Ambas cosas desde hacía tiempo estaban embotadas.
»E1 automóvil va repleto de gente; lleva Villa la dirección y a su derecha se sienta Trillo, quien por cuestiones de economía (asistencia para cincuenta gentes y forrajes para cincuenta caballos), no consintió en que fuera toda la escolta.
»La señal de que el ansiado vehículo va a pasar, y de que el mismo Villa es el conductor, está encargado de darla un viejo dulcero, apostado con su pequeña mesa de golosinas a la orilla de una banqueta en la avenida Juárez, desde donde se puede mirar fácilmente la habitación de los asaltantes.
»E1 carro dobla la esquina y en ese instante se escucha una cerrada descarga. Todos los individuos de aquella casa misteriosa, en cuya puerta siempre se ven hacinadas algunas pacas de pastura y un entrar y salir de hombres armados, como si fuera un cuartel, disparan sobre los ocupantes del Dodge, que luego se desvía y va a chocar contra un árbol. Mientras, casi toda la tripulación perece entre murmullos y quejas, que instantáneamente se apagan.
»Sin pérdida de tiempo, uno de los asaltantes sale en el acto a disparar el tiro de gracia sobre Villa, que ha quedado exánime, con el cuerpo completamente doblado hacia la portezuela y la mano derecha en actitud como de sacar la pistola. Tiene las dos manos heridas, el cráneo y la cara perforados, y en la autopsia difícilmente se le reconoce el corazón, por haber quedado como papilla -efecto destructor de las balas expansivas empleadas en el asalto».
Se le sepultó al día siguiente. En muchas partes de México el pueblo lo lloró porque veía en aquella vida una metáfora de la suya propia. La más cornpleja de las metáforas, hecha de ignorancia y aspiración, de coraje y piedad, de violencia y luz. Metáfora justiciera. Tres años después de su muerte, alguien violó la tumba y extrajo el cráneo de Francisco Villa. ¿Era de ángel o de fierro?



IV
Puente entre siglos
Venustiano Carranza






Los pueblos necesitan todavía de gobiernos fuertes, capaces de contener dentro del orden a poblaciones indisciplinadas, dispuestas a cada instante, y con el más fütil pretexto, a desbordarse, cometiendo toda clase de desmanes
Venustiano Carranza




Ser de Coahuila






Libertad y soberanía nunca fueron términos abstractos para los hombres de Coahuila. Durante la era de los Habsburgo, la Nueva Extremadura había dependido, a su pesar, de Nueva Vizcaya y Nueva Galicia. Más tarde, en tiempo de los Borbones, la provincia de Coahuila se sujetó con dificultad a los dictados de la intendencia de San Luis Potosí. Gracias a la Independencia, el nuevo estado de Coahuila y Texas disfrutaba por fin de su condición soberana; pasadas dos décadas sufriría la dolorosa cercenadura de su región septentrional. Con la independencia de Texas en 1836 y su posterior anexión a Estados Unidos, los coahuilenses sufrieron dos agravios: el primero, de la potencia intervencionista que les arrebataba sus territorios; el segundo, del gobierno central, que había sido incapaz de defenderlos. Este doble trauma histórico reforzó seguramente la vieja y recelosa vocación de autonomía de los coahuilenses y fue factor clave de la resistencia que opusieron al acoso de que los hizo víctima el vecino estado de Nuevo León durante la segunda mitad del siglo XIX.
Junto con el sentido de libertad y soberanía, el coahuilense perfiló una identidad de frontera que se manifestaba no sólo en el arrojo físico y la voluntad casi feudal de defensa ante los bárbaros, o en la conquista de tierras, sino también en un rasgo más sutil: el resguardo de la cultura hispánica en formas tan diversas como la tradición vitivinícola o las instituciones municipales. Precisamente por vivir en la frontera, zona amenazada por definición, sentían con mayor urgencia y profundidad los valores del centro.' Uno de esos hombres de frontera fue Jesús Carranza Neira, descendiente de una antigua familia española avecindada en Morelia y Cotija. Era nieto del fundador de la villa de Cuatro Ciénegas, arriero y ganadero de profesión.2 Al estallar la guerra contra el Imperio, Carranza, veterano ya de la lucha contra los indios bárbaros y la guerra de Reforma, apoya activamente la causa republicana. A principios de 1865, cuando «México se refugió en el desierto», Benito Juárez le escribía al general Mariano Escobedo desde la sede de su gobierno en la ciudad de Chihuahua:
«Se me ha asegurado que el señor don Jesús Carranza, vecino de Cuatro Ciénegas, es persona que ha trabajado y trabaja decididamente por nuestra causa haciendo algunos gastos de su bolsillo. Vea usted si él puede ejercer el mando y en [ese] caso ... nombrar al señor Carranza por lo menos [para] la jefatura política del distrito de Monclova».
Escobedo comprobana muy pronto la lealtad de Carranza. El liberal coahuilense lo proveería de armas, parque, monturas y caballos, y en reciprocidad sería nombrado jefe político de Monclova.3 A lo largo de la Intervención, don Jesús fue el conducto principal de información entre Juárez y los generales Escobedo, Treviño y Naranjo.
En aquellos años anteriores a la era del progreso. Carranza había comprado un par de camellos para acortar el tránsito entre Ocampo y Chihuahua, pero, en vista de la guerra, Juárez le encomendaba un esfuerzo mayor:
«Le escribí a usted en días pasados diciéndole que me mandara sus presupuestos para la apertura del camino. Se lo recuerdo porque es de suma importancia que se abra la comunicación con ese estado y el de Chihuahua por el desierto sin dar la vuelta por el Presidio del Norte».4 Además de esos informes, a mediados de 1866 el propio Juárez recibió de Carranza un préstamo personal sin réditos para aliviar un poco la siempre apurada economía de su familia.
Al restaurarse la República, el patriarca Carranza, primer jefe de una familia de 15 hijos, recibe una dotación de tierras que afianza su fortuna. Al proclamarse el Plan de la Noria, permanece fiel a Juárez.
Aunque su actitud frente a la rebelión de Tuxtepec es menos clara, su juarismo es inflexible; en 1878 protege, con grave riesgo de su vida y patrimonio, a Mariano Escobedo, entonces levantado en armas para defender el depuesto régimen de Lerdo.
Pasado el tiempo, todos los hijos de don Jesús conocerían la historia de aquel zapoteca adusto, vestido siempre de levita negra, que llevaba la patria como tabernáculo en su carruaje: Benito Juárez. Pero, entre todos, hubo uno que guardó su ejemplo como tabernáculo en su memoria. Era el undécimo hijo de don Jesús: Venustiano, nacido el 29 de diciembre de 1859.
Se sabe poco de sus primeros años. Estudia en el Ateneo Fuente, afamado colegio liberal de Saltillo, y en 1874 ingresa a la recién fundada Escuela Nacional Preparatoria, dirigida por Gabino Barreda. En la ciudad de México es testigo de sucesos importantes, como la caída del presidente Lerdo, la rebelión de Tuxtepec y la entrada triunfante de los ejércitos de Porfirio Díaz. Frente a San Ildefonso vive José Martí, a cuya hermana corteja. Un grave padecimiento de la vista, que atiende el célebre doctor Carmena y Valle, trunca su carrera de medicina. El joven Carranza opta por regresar a Coahuila y dedicarse a la ganadería. En 1882 se casa con Virginia Salinas, con quien tiene dos hijas, Virginia y Julia. En 1887, a los veintiocho años de edad, ocupa la presidencia municipal de Cuatro Ciénegas: su primera estación política.5 El altivo individualismo liberal —típico de los rancheros del norte, pero exacerbado en Coahuila— y la filiación juarista de los Carranza fueron quizá los factores principales en su resolución de intervenir en el temprano presagio revolucionario que vivió Coahuila ese 1893.
Ante la inminente imposición del gobernador José María Garza Galán, que pretendía reelegirse, trescientos rancheros coahuilenses, entre ellos Emilio y Venustiano Carranza —los varones mayores de don Jesús—, se arman y rebelan. No era la primera vez que los coahuilenses reaccionaban con violencia ante las arbitrariedades del poder federal o estatal. Lo habían hecho en 1873 contra la reelección del general Cepeda, en 1883-1884 al finalizar la gubematura de don Evaristo Madero y en 1891, cuando un grupo de coahuilenses se unió al «movimiento catarinista» de Nuevo León y Tamaulipas que, adelantándose diecinueve años al Plan de San Luis, bandera del maderismo, exigía la plena aplicación de la Constitución del 57. Con todo, ninguna de estas revueltas había preocupado tanto al poder central como la de 1893. El presidente Díaz reaccionó de inmediato encomendando el problema a Bernardo Reyes, su confiable procónsul en los estados de Nuevo León, Tamaulipas y Coahuila. Varias veces le manifestó su sospecha, no del todo injustificada, de que el instigador del movimiento era su antiguo opositor Evaristo Madero, y sus instrumentos, los Carranza.
No obstante sus sospechas, por intermedio de Reyes le concede audiencia a Venustiano, quien le explica con detalle las raíces y justificaciones del movimiento. Con sagacidad, Díaz comprende que ganaría más con la derrota de Garza Galán que con su imposición. Sabe que Coahuila ha sido siempre una entidad inestable y teme que el recién fundado Club Central Juan Antonio de la Fuente expanda su influencia. Su solución no puede ser más salomónica: Garza Galán retira su candidatura pero el candidato de la oposición y de Reyes, Miguel Cárdenas, lo hace también. La elección recae en José María Múzquiz, abogado de prestigio que ocuparía la gubematura por breve tiempo, hasta que en 1894 el propio Reyes impone a Cárdenas.6 La gubematura de Cárdenas apaciguaría los ánimos un par de periodos, hasta que en 1904 su tercera reelección vuelve a lastimar la sensibilidad política de los coahuilenses. Francisco I. Madero funda entonces el Club Democrático Benito Juárez, con el que inicia su espiral de oposición democrática al régimen central, espiral que, cumpliendo finalmente los presagios de Díaz, encendería en el país la guerra civil.
Con el triunfo del movimiento contra Garza Galán, Venustiano Carranza logra una victoria más personal: consolida la amistad de Bernardo Reyes, a cuya política había debido ya, desde 1887, su presidencia municipal en Cuatro Ciénegas. Al doblar el siglo, cuando Reyes, ministro de Guerra, organiza la Segunda Reserva del Ejército, Carranza presenta su examen de ingreso como oficial. Había pasado del juarismo familiar al reyismo personal: dos manifestaciones, si no de oposición, sí de distancia frente a don Porfirio.
Entre 1894 y 1898 Carranza vuelve a ocupar la presidencia municipal de Cuatro Ciénegas. Más tarde es diputado de la legislatura local y diputado federal suplente. En 1901 es senador suplente —de clara filiación reyista— por su estado. En 1904 el gobernador Miguel Cárdenas lo recomienda al presidente Díaz para senador propietario, invocando su «amor al orden» como garantía segura de su adhesión.7 Sólo el reyismo empañaba, en el fondo, la «segura adhesión» del silencioso senador Carranza al presidente Díaz. Aunque hasta 1909 el reyismo no fue sinónimo de antiporfírismo, Carranza pertenecía a una generación recelosa y un tanto frustrada que veía en Reyes el germen de una renovación bloqueada por los «científicos» porfiristas. Pero su relativa distancia de don Porfirio no lo llevaba al extremo de simpatizar con los proyectos libertarios de su paisano Francisco I. Madero, a quien, para colmo, se vinculaba al grupo científico. Con todo, su situación política debió de parecer ambigua. Quizá por eso escribió al presidente Díaz en mayo de 1909:
«Con mi carácter de representante de los intereses del estado de Coahuila en la importante cuestión que ahora se ventila en el Ministerio de Fomento, sobre el reparto de las aguas del río Nazas, y estando vivamente interesado en que este delicado asunto no venga a interponer alguna dificultad entre el gobierno de su digno cargo y los interesados en el reparto de dichas aguas, mayormente encontrándose entre éstos la compañía extranjera de Tlahualillo, he arreglado con el sindicato de ribereños se retire la representación que en él tiene el señor Francisco I. Madero, quien pudiera aprovechar esta circunstancia para agregar un nuevo elemento en la campaña que contra el gobierno de usted tiene emprendida y que se ha hecho pública en su libro titulado La sucesión presidencial.
"Espero que esta labor será de la respetable aprobación de usted, a la vez que servirá de prueba de mi invariable adhesión a la buena marcha de su gobierno, hay criticada por persona de ninguna significación política».
Aquella «invariable adhesión» varió muy pronto. A mediados de 1909 se llevarían a cabo las elecciones para gobernador. Con la venia inicial del presidente. Carranza lanzó su candidatura. Había sido ya, efímeramente, gobernador provisional. A pesar de la deserción de Reyes y la bancarrota del reyismo, contaba con múltiples apoyos que abarcaban todo el espectro político, desde el gobernador Cárdenas hasta el opositor Madero, quien recomendaba vivamente su postulación. Don Evaristo Madero, el magnate mayor del estado, lo consideraba «honrado y enérgico». Casi todos compartían la especial atención de su programa en la libertad municipal y la independencia del poder judicial. Sólo un apoyo le faltó: el del «Gran Elector». Porfirio Díaz, recordando quizá los sucesos de 1893, optó por apoyar al candidato opositor, de filiación científica, el ex jefe político Jesús de Valle. La toma de posesión se efectuó en diciembre de 1909. Entonces, resentido con el presidente. Carranza se acerca a aquella «persona de ninguna significación política»: Francisco I. Madero.8



Lecciones de historia






En enero de 1911 Carranza se reúne con Madero en San Antonio, Texas. En febrero. Madero lo designa gobernador provisional de Coahuila y comandante en jefe de la Revolución en Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas. La celeridad no fue nunca virtud de Carranza, y menos entonces, cuando había cumplido ya los cincuenta años. La insurrección que debería acaudillar se retrasa. Algunos piensan que Carranza permanece fiel a Reyes. Madero se impacienta pero no desconfía. El 3 de mayo de 1911, casi sin acciones militares que lo avalen, Carranza se incorpora a las negociaciones de Ciudad Juárez y ocupa el ramo de Guerra en el Consejo de Estado.
Su primera intervención fue reveladora. Se discutía en una choza en las afueras de Ciudad Juárez, que los revolucionarios llamaban su «palacio nacional». Los delegados porfíristas regateaban la renuncia de Díaz y Corral. De pronto intervino Venustiano Carranza. Siendo estudiante en México, había presenciado la revolución de Tuxtepec. Conocía mejor que ninguno de los presentes la naturaleza de las revoluciones en México. De ahí que adujera, además de sus argumentos, una profecía:
«Nosotros, los exponentes de la voluntad del pueblo mexicano, no podemos aceptar las renuncias de los señores Díaz y Corral porque sería reconocer la legitimidad de su gobierno y falsearíamos la base del Plan de San Luis.
»La Revolución, señores, es de principios, no personalista. Y si sigue al señor Madero, es porque él enarbola la enseña de nuestros derechos, y si mañana ese lábaro santo cayera de sus manos, otras manos robustas se aprestarían a recogerlo. Nosotros no queremos ministros ni gobernadores, sino que se cumpla la soberana voluntad de la nación. Revolución que transa es revolución perdida. Las grandes reformas sociales que exige nuestra patria sólo se llevarán a cabo por medio de victorias decisivas.
»Las revoluciones, para triunfar de un modo definitivo, necesitan ser implacables. ¿Qué ganamos con la retirada de los señores Díaz y Corral? Quedarán sus amigos en el poder; quedará el sistema corrompido que hoy combatimos. El interinato será una prolongación viciosa, anémica y estéril de la dictadura. Al lado de esta rama podrida el elemento sano de la Revolución se contaminaría.
"Sobrevendrán días de luto y de miseria para la República y el pueblo nos maldecirá porque, por un humanitarismo enfermizo, habremos malogrado el fruto de tantos esfuerzos y tantos sacrificios. Lo repito: revolución que transa se suicida».9 La revolución maderista desoyó a Carranza y transó al conceder el interinato, pero las consecuencias tardarían en revelarse. El 3 de junio de 1911, atento y circunspecto, Carranza recibe a Madero en Piedras Negras. Por corto tiempo ocupa la gubernatura provisional de Coahüila, puesto que De la Barra pretendía escatimarle pero que Madero exigió, amagando al presidente interino con la violencia. En agosto de 1911 renuncia para «llevar a la práctica la efectividad del sufragio» y contender por la gubernatura que Díaz le había negado y que la revolución maderista finalmente le reintegró.
La gestión de Carranza duró año y medio. En su breve periodo inició la renovación de la judicatura, los impuestos y los códigos; propuso leyes sobre accidentes en minas, emprendió acciones contra las tiendas de raya, los monopolios comerciales, el alcoholismo, el juego y la prostitución; invirtió 375.0 pesos en nuevas escuelas, abrió nueve escuelas nocturnas, etc. Sus propósitos educativos fueron más exitosos que sus proyectos de regimentación de la propiedad minera y el trabajo. Desde entonces comprendió que los grandes intereses extranjeros requerían contrapesos legales de alcance no municipal, ni siquiera regional, sino nacional.
Carranza acarició, aunque en la práctica no lo impulsó lo necesario, un viejo proyecto de raíz hispánica y de larga tradición en el federalista estado de Coahuila: la libertad municipal. Su larga experiencia en Cuatro Ciénegas lo había convencido de que la redención moral de México sólo podía partir desde abajo, desde esa «escuela de la democracia» que podía ser el municipio libre. Su fe en la bondad de las pequeñas comunidades no era sólo política: frente a las grandes haciendas y propiedades mineras, promovió la pequeña agricultura y la pequeña minería. Tenía ya por entonces un concepto patriarcal de la política. Conquistadas las libertades, había dicho a sus conciudadanos en 1911, «sólo nos resta ilustrar al pueblo, enseñarlo con dedicación, con interés y con amor, a hacer con cordura el uso legal de sus libertades y dirigirlo, hasta hacerlo comprender el problema público».
Carranza tenía ideas claras pero no era un idealista. Sabía que los tiempos no propiciaban la reconstrucción pacífica y leía presagios oscuros en el horizonte. Las fuerzas de seguridad que se empeñó en mantener, realistando a veces a los antiguos rurales contra la voluntad de Madero, resultaron particularmente útiles en la campaña contra el orozquista José Inés Salazar. Al concluir esa rebelión. Carranza insiste en conservar tropas irregulares. «Bien puede usted», escribe a Madero, «no apreciar los servicios que estas fuerzas han prestado a su gobierno ... puedo asegurarle a usted que lo han salvado.» No obstante. Madero piensa que «el viejo se quiere comer el mandado» y no lo apoya.
En septiembre de 1912 el distanciamiento entre ambos era público y notorio. Carranza defendía ante todo la soberanía de su estado. Veía además, con inmensa preocupación, el deterioro de la imagen presidencial, y presentía que aquellas palabras suyas en Ciudad Juárez sobre la «revolución suicida» acabarían muy pronto por cumplirse. Por su parte. Madero consideraba a Carranza, textualmente, «vengativo, rencoroso y autoritario». Es, solía decir, «un viejo pachorrudo que le pide permiso a un pie para adelantar el otro»." Mientras el apóstol se dispone al martirio, el viejo Carranza, nada pachorrudo, lleno de malicia y claridad, establece enlaces con los gobernadores de San Luis Potosí, Aguascalientes y Chihuahua, asegura la lealtad de futuros astros de la Revolución (Cesáreo Castro, Francisco Coss, Pablo González); aconseja a la cantante Fanny Anitúa, de paso por Saltillo, que no regrese a la capital y, por fin, en plena Decena Trágica, envía al joven Francisco J. Múgica a ofrecer a Madero refugio en Coahuila. Nada lo sorprende. Más sabía el viejo por viejo... Había vivido, escuchado y leído mucha historia.'2 Dos testimonios ilustres, entre otros muchos, han señalado la peculiar afición de Carranza por la historia y sus moralejas. Para Luis Cabrera, Carranza era una verdadera «enciclopedia aplicada de historia de México». Su época dorada era la Reforma; su personaje entrañable, Benito Juárez. «Juárez era para él», escribe con cierta exageración José Vasconcelos, «toda la grandeza humana por encima de los genios universales.”. Aunque Carranza apenas había viajado al extranjero, suplía su inmovilidad Hsica con una respetable movilidad libresca. Entre cuadros con la efigie de Juárez, Hidalgo, Jefferson y Napoleón, su biblioteca ostentaba una buena colección de obras históricas.
Destacaban, desde luego, las biografías: las Vidas paralelas de Plutarco, y otras vidas, como las de Francisco de Miranda, Napoleón, Cromwell, Benito Juárez, Porfirio Díaz, las memorias de Maximiliano... De la historia europea, su preferida era la francesa, pero no sólo la política —que conocía en su versión conservadora y clásica— sino la social: Historia de los salones de París y Memorias de la duquesa de Erante.
Su ventana a la historia de Roma era Tito Livio, y su mayor pasión, por supuesto, la historia de México. La frecuentaba en los clásicos como el doctor Mora, en las visiones de Justo Sierra o en el México a través de los siglos, y también en el más prolijo y popular Zamacois.
A fines de febrero de 1913, muerto Madero y consumado el cuartelazo, Carranza creyó reconocer en los acontecimientos un capítulo de la historia mexicana. En un día similar, el 11 de enero de 1858, el moderado presidente Comonfort, incapaz de gobernar con la Constitución de 1857, había caído bajo la presión del grupo conservador.
Mientras Benito Juárez toma posesión de la presidencia provisional y parte hacia el occidente del país, el bando de la reacción designa su propio presidente: Félix Zuloaga. Daba comienzo la guerra de los Tres Años. Juárez encarna la legalidad constitucional. Por año y medio se refugia en Veracruz. Allí expide las Leyes de Reforma, que cambiarían profundamente la vida mexicana: nacionalización de los bienes eclesiásticos, extinción de las órdenes monásticas, secularización de cementerios, establecimiento del registro y el matrimonio civiles y tolerancia de cultos. Luego de tres años exactos, Juárez regresa victorioso a la ciudad de México. Había dado un nuevo sentido histórico a la lucha constitucional encamando no sólo una autoridad que resiste sino una autoridad que legisla. Muy pronto se vería sometido a un desafío mucho mayor, que se prolongaría siete años: el enfrentamiento con España, Inglaterra y Francia, la invasión por esta última y el imperio de Maximiliano. Su lección en esta segunda etapa sería igualmente perdurable: la soberanía nacional como el valor supremo.
Aunque para entonces Carranza no tenía ya vínculos con Reyes, su antiguo líder, si éste hubiese triunfado, la actitud posterior de Carranza habría también variado. Pero tal como los acontecimientos se desarrollaron, para Carranza la moraleja era evidente. Los nuevos reaccionarios, encabezados por Huerta, habían derrocado al presidente constitucional. Se requería un nuevo Juárez investido de poderes legítimos para defender la bandera del constitucionalismo y proponer, en su momento, nuevas Leyes de Reforma. En el río revuelto hacia la otra Reforma, las potencias extranjeras -en especial Estados Unidos, más arrogante que en 1847— buscarían ganancia de pescadores. Como en 1867, habría que luchar por la soberanía, pero esta vez sin aliados: contra Europa y contra Estados Unidos. Una y otro habían dado la espalda al presidente Madero.
De Juárez adoptó el libreto; de Díaz, en cierta medida, el método. No en balde había sido senador tantos años. No podía, por definición, gobernar la Revolución pacificándola, como Díaz había gobernado el país, pero podía conferirle una autoridad visible e indiscutida, cumpliendo aquella sugerencia que Zayas Enriquez propuso a Díaz en 1906: «Cuando la idea revolucionaria es tan avanzada que frisa en un hecho, la única manera de dominarla es encabezarla».
También de Madero había extraído lecciones prácticas, lecciones de todo lo que no debía hacer. Sus propias palabras en Ciudad Juárez le resonaban, proféticas: la Revolución no había sido implacable; el interinato resultó, en efecto, «una prolongación viciosa, anémica y estéril de la dictadura»; un «humanismo enfermizo» había «contaminado» la Revolución, «malogrando su fruto». La revolución maderista había transado y «revolución que transa se suicida».
Por contraste, ahora todo tendría que servir al principio de autoridad. Para ello Carranza contaba no sólo con una peculiar sabiduría histórica, sino con atributos naturales. Ante todo, la edad. En 1913 tenía cincuenta y tres años y era, con mucho, el hombre viejo de una revolución que emprendían hombres a quienes llevaba veinte, treinta y casi cuarenta años. Su estatura y porte lo ayudaban también. Blasco Ibáñez lo describiría, años después, como hombre «majestuosamente grande, membrudo y fuerte a pesar de sus años». John Reed, al conocerlo, le atribuyó, con exageración, dos metros de estatura (medía en realidad un metro noventa) y comparó aquel «cuerpo inmenso e inerte» con «una estatua». Un tercer rasgo lo constituía la barba, que Isidro Fabela -no sin cursilería- llamó «barba florida», pero que al escéptico Martín Luis Guzmán le provocó un respeto instantáneo:
«El modo como se peinaba las barbas con los dedos de la mano izquierda -la cual metía por debajo de la nivea cascada, vuelta la palma hacia afuera y encorvados los dedos, al tiempo que alzaba ligeramente el rostro- acusaba tranquilos hábitos de reflexión ... de los que no podía esperarse -así lo supuse entonces- nada violento, nada cruel».
Carranza trataba de investir su imagen con la fuerza de Díaz y la legitimidad de Juárez, esquivando todo asomo de debilidad maderista. Del primero había aprendido Carranza la importancia de la imagen, pero su gusto por la fotografía lo llevó a los extremos, según explica Martín Luis Guzmán:
«La Historia no determina aún lo que había en el fondo de la afición de don Venustiano a retratarse: si un sentimiento primario o un recurso político de naturaleza oculta y trascendente. ¿Se complacía Carranza en su propia imagen, conocedor tal vez del poder atractivo descubierto en sus rasgos por la oratoria de la "barba florida"? ¡Tierno narcisismo de sesenta años! ¿O sería más bien que el Primer Jefe, molesto de topar a cada paso con los retratos de Madero, aspiraba a sustituirlos por otros? Posiblemente el biógrafo del porvenir se detenga en la tesis intermedia y declare que a don Venustiano le repugnaban los retratos del "presidente mártir" tanto cuanto le deleitaban los suyos. De ser así, se invocará como testimonio, de una parte, la frecuencia con que el Primer Jefe iba a colocarse frente al aparato de los fotógrafos, y de la otra, el sufrimiento que le causaban los entusiasmos maderistas a cuyo son era siempre recibido».
Junto a este empeño casi publicitario de elaborar una imagen que, sin coerción, infundiese obediencia y orden, una imagen de estampa histórica. Carranza recurrió a un vasto repertorio de medios: descubrió, acaso por necesidad, la inmensa utilidad estratégica de los lentes ahumados. (Huerta los había usado, pero no como medio sino como refugio.) Blasco Ibáñez no fue el único azorado interlocutor que vivió esta escena:
«Don Venustiano, cuando recibe una visita, lo primero que hace instintivamente es colocar su sillón de espaldas a la ventana más próxima. Así se queda en la penumbra y su cuerpo no es más que una silueta negra en la que apenas se marca el rostro como una vaga mancha blanca. El, en cambio, puede examinar a su gusto el rostro del visitante, que permanece en plena luz frente a la ventana. Además, si algo atrae su atención poderosamente, mira por encima de sus anteojos azulados».
Decía Jesús Reyes Heroles que «en política la forma es fondo». Pocos políticos mexicanos, y desde luego poquísimos revolucionarios mexicanos, han cuidado ciertas formas como Carranza. Un ejemplo entre miles: al lanzarse a la revolución constitucionalista —segundo capítulo de la epopeya juarista—, cuidó que su nombramiento de «Primer Jefe del ejército constitucionalista» coincidiese con su atuendo. Si su condición era dual —civil y revolucionaria—, Carranza debía serlo y parecerlo. De allí que usara «sombrero estilo norteño de fieltro gris con alas anchas, chaquetín de gabardina sin insignias militares y con botones dorados de general del ejército, pantalón de montar, botas de charol o melazas, calzoneras abiertas de cuero de Saltillo».
Otra característica suya era la lentitud. Había algo naturalmente pausado en Carranza: su voz, sus ademanes y, según Luis Cabrera, hasta su comprensión. Sin embargo,, la lentitud denotaba también un cálculo dilatorio. Carranza carecía quizá del vertiginoso instinto político de Díaz, pero lo suplía dejando respirar a los acontecimientos, filtrando los problemas y las personas. Era casi imposible, por ejemplo, entrevistarse cara a cara con Carranza. A John Reed, Isidro Fabela -uno de los hombres más cercanos al Primer Jefe- le censuró un cuestionario escrito previo a la entrevista. La lentitud, la sabiduría y los años lo habían vuelto obstinado.
Tras aquella «gran máscara de hombre» (según Reed) empeñada en reencarnar la autoridad juarista, se escondía una rústica y paternal inflexibilidad. A diferencia de Juárez o Díaz, Carranza no era un místico del poder. Carecía de los atributos divinos pero tenía en exceso los humanos para encarnar el principio de autoridad en la Revolución. Era sobrio sin ser puritano («cortejaba a las señoras con tacto finísimo, a las señoritas las protegía paternalmente»). Era ecuánime, no inconmovible. Era tenaz, terco, obcecado, trabajador, tozudo, astuto, paciente, estoico. Su tiempo psicológico y vital, distinto del de la Revolución, era el tiempo campirano, el tiempo de los ranchos, hecho de ciclos y fatalidad.
Su pausado tiempo personal, sus recursos y tretas, su sentido de autoridad y su lectura de la Reforma marcaron el fondo y la forma de la Revolución. Quiso repetir a Juárez, imperar como don Porfirio y esquivar los errores de Madero. En cierta medida lo consiguió. Y consiguió también algo distinto: encabezar y encauzar -su palabra favorita- una Revolución de comentes mucho más complejas y poderosas de lo que él mismo sospechaba. Nadie en nuestra historia vivió como Carranza el tránsito entre nuestros siglos xix y xx. Fue el hombre puente. Como los liberales de la Reforma, Madero había querido el imperio puro del derecho. Antes y después de Madero, el militarismo había significado y significaría el imperio casi puro del hecho. Carranza vivió la tensión entre los hechos y las leyes: nuevos y antiguos hechos, nuevas y antiguas leyes. Su biografía es, sin disputa, la más compleja de la Revolución.





La nueva reacción






Cuidando todas las formas del caso, a fines de febrero de 1913 Carranza obtiene de la legislatura de Coahuila el mandato de rebelarse contra la usurpación. El 4 de marzo rompe abiertamente con Huerta, y días después sufre sus primeras derrotas militares. En repliegue hacia Monclova —instalaría ahí el Palacio de Gobierno—, pasa por la hacienda de Guadalupe, en donde el 26 de marzo de 1913, junto con un grupo de jóvenes oficiales, lanza el célebre Plan que a la letra dice:
«Primero. Se desconoce al general Victoriano Huerta como presidente de la República.
"Segundo. Se desconoce también a los poderes legislativo y judicial de la federación.
«Tercero. Se desconoce a los gobiernos de los estados que aún reconozcan a los poderes federales que forman la actual administración ...
"Cuarto. Para la organización del ejército encargado de hacer cumplir nuestros propósitos, nombramos como Primer Jefe del ejército, que se denominará «constitucionalista», al ciudadano Venustiano Carranza, gobernador del estado de Coahuila.
"Quinto. Al ocupar el ejército constitucionalista la ciudad de México, se encargará interinamente del poder ejecutivo el ciudadano Venustiano Carranza, Primer Jefe del ejército, o quien le hubiera sustituido en el mando.
"Sexto. El presidente interino de la República convocará a elecciones generales tan luego como se haya consolidado la paz, entregando el poder al ciudadano que hubiese sido electo ...».
Los firmantes —Francisco J. Múgica, Jacinto B. Treviño, Lucio Blanco, entre otros— esperaban un nuevo Plan de San Luis y la inclusión de medidas sociales revolucionarias. Pero Carranza busca emular a Juárez, no a Madero:
«No, ya es tiempo que haya un hombre que hable con verdad y en quien el país tenga confianza. Esta Revolución debe ser sólo, y debe saberlo todo el mundo, para restaurar el orden constitucional, sin llevar al pueblo, con engaños, a una lucha que ha de costar mucha sangre, para después, si no se cumple, dar lugar a mayores movimientos revolucionarios. Las reformas sociales que exige el país deben hacerse; pero no prometerse en este plan, que sólo debe ofrecer el restablecimiento del orden constitucional y el imperio de la ley; pues de otra manera aparecería con el objeto de hacerlo atractivo y conquistar adeptos, y no se trata de eso. Si triunfamos, ya verán ustedes las reformas que por fuerza tendrá que llevar adelante cualquier gobierno que se establezca en México, pero sin promesas».
A los pocos días, una delegación de Sonora que encabeza Adolfo de la Huerta visita a Carranza en Monclova y se adhiere al Plan de Guadalupe. Desde un principio. Sonora sería el principal bastión contra los federales, un estado remoto y poderoso del que habían surgido varios líderes naturales provenientes de la clase media: Alvaro Obregón. Benjamín HUÍ, Salvador Alvarado, Juan Cabral, Plutarco Elias Calles. Con Sonora, se adhiere Chihuahua.
Pero la lucha empezaba apenas. Siempre fiel al libreto de la historia, Carranza tomaba las primeras medidas de guerra. «Hablarle a don Venustiano de hechos históricos susceptibles de ponerse en práctica, si fueron de satisfactorios resultados», recordaba un allegado, «era la forma más eficaz de convencerlo de la necesidad de implantar alguna medida.» Así, un tal señor González Gante le recordó el establecimiento de comisiones mixtas para las reclamaciones en la guerra de Secesión norteamericana, y Carranza decretó, el 10 de mayo de 1913, el derecho de nacionales y extranjeros a reclamar los «daños que hayan sufrido o sigan sufriendo». Así también, y sin necesidad de consultar a nadie, consideró pertinente poner en vigor la severísima Ley Juárez del 25 de enero de 1862, por la cual serían juzgados Huerta, sus «cómplices en asonadas militares» y los «sostenedores de su llamado gobierno». La ley decretaba la pena de muerte para, entre otros, quienes se hubiesen rebelado contra las instituciones y autoridades legítimas, o atentado contra la vida del supremo jefe de la nación: lo que equivalía a la ejecución de prisioneros de guerra.
La etapa preparatoria de la rebelión duró seis meses: de marzo a agosto de 1913. Además de expedir los decretos sobre reclamaciones y pena de muerte. Carranza dividió la República en siete zonas de operación, de las cuales sólo tres funcionaban de modo efectivo: el noroeste, al mando de Pablo González; el centro, con Panfilo Natera, y el noreste, bajo las órdenes de Alvaro Obregón. En julio, Monclova cae en manos de los federales y los rebeldes intentan, sin éxito, la toma de Torreón. En agosto, el Primer Jefe comprende la fragilidad de su situación y decide viajar al bastión sonorense. De nuevo recuerda las largas marchas de Juárez. Pudiendo abandonar el territorio mexicano y llegar a Sonora por el sur de Estados Unidos, Carranza prefiere emprender una travesía de trescientos kilómetros desde Piedras Negras hasta Hermosillo, pasando por Torreón, Durango, el sur de Chihuahua, la Sierra Madre Occidental y el norte de Sinaloa. Por ningún motivo pisaría suelo norteamericano: cuestión de dignidad... y de formas.
El 14 de septiembre de 1913, en El Fuerte, Sinaloa, conoce a Alvaro Obregón, quien al observarlo comenta: «Es un hombre de detalles». Al llegar a Hermosillo establece su gobierno, con ocho dependencias paralelas a las de Huerta. El 24, pronuncia en el Salón de Cabildos uno de los discursos más importantes de la Revolución. Lo inicia con una dilatada reflexión histórica: había que revertir las tendencias de cuatro siglos, «tres de opresión y uno de luchas intestinas que nos han venido precipitando a un abismo». Durante la dictadura porfiriana, época semejante a la de Augusto y Napoleón III, «en que todo se le atribuía a un solo hombre», los periódicos engañaban al público hablándole de progreso cuando lo que en verdad se robustecía era el sometimiento del alma nacional. Carranza no menciona a Madero por su nombre y minimiza la originalidad del lema maderista. A su juicio, la lucha rebasaba el ideal de «Sufragio efectivo, no reelección», del mismo modo en que rebasaba al Plan de Guadalupe:
«El Plan de Guadalupe no encierra ninguna utopía, ni ninguna cosa irrealizable, ni promesas bastardas con intención de no cumplirlas; el Plan de Guadalupe es un llamado patriótico a todas las clases sin ofertas ni demandas al mejor postor; pero sepa el pueblo de México que, terminada la lucha armada a que convoca el Plan de Guadalupe, tendrá que principiar formidable y majestuosa la lucha social, la lucha de clases, queramos o no queramos nosotros mismos y opónganse las fuerzas que se opongan. Las nuevas ideas sociales tendrán que imponerse en nuestras masas, y no es sólo repartir tierras, no es el "sufragio efectivo", no es abrir más escuelas, no es construir dorados edificios, no es igualar y repartir las riquezas nacionales, es algo más grande y más sagrado: es establecer la justicia, en buscar la igualdad, es la desaparición de los poderosos para establecer el equilibrio de la conciencia nacional».
Carranza no era un revolucionario social. Sólo así se entienden las palabras «queramos o no queramos nosotros mismos». Sin embargo, con un sentido de la necesidad histórica, entreveía ya que «la Revolución es la Revolución», un movimiento casi telúrico que los hombres pueden en el mejor de los casos encauzar, pero no segar. Así hay que leer los propósitos que agregó en aquel discurso, tan personales como sus metáforas de agricultor: «El pueblo ha vivido ficticiamente, famélico y desgraciado con un puñado de leyes que en nada le favorecen; tendremos que removerlo todo, drenarlo y construirlo de verdad».
Para esa inmensa labor rectificadora. Carranza anunció por primera vez el propósito de elaborar una nueva Constitución. Otros pasos no menos decisivos serían la fundación de un Banco del Estado y la promulgación de leyes que favorecieran al campesino y al obrero, elaboradas por ellos mismos. Pero el mensaje fundamental del discurso era el referente a la soberanía, valor número uno para cualquier coahuilense:
«... deben acabarse los exclusivismos y privilegios de las naciones grandes respecto a las pequeñas; deben aprender que un ciudadano de cualquier nacionalidad que radica en una nación extraña debe sujetarse estrictamente a las leyes de esa nación ...».
A los dones personales y políticos que avalaban la legitimidad de su jefatura, Carranza añadió a aquel discurso uno más: el de ideólogo de la Revolución. Los objetivos no podían estar más claros. A la victoria militar seguiría un periodo de reformas sociales, una nueva Constitución, otras leyes e instituciones y una actitud diferente que «sacudiría los prejuicios internacionales y el eterno miedo al coloso del norte».
Carranza permanece en Sonora hasta marzo de 1914. Allí se entera de las primeras, centelleantes victorias de Villa, y de los avances de González y Obregón. Sin salir nunca de territorio nacional, llega a Ciudad Juárez. En el estado de Chihuahua residiría hasta el triunfo completo del constitucionalismo, en julio de 1914.
Durante la revolución constitucionalista, mientras Obregón y González se desplazan hacia el sur y Villa triunfa en Ciudad Juárez, Tierra Blanca, Chihuahua, Ojinaga, Torreón, Paredón y Zacatecas, Carranza juega un doble papel particularmente difícil: además de ocuparse en la administración económica de la guerra, debe conservar la cohesión del ejército constitucionalista bajo su mando y lidiar con las naciones extranjeras, sobre todo con Estados Unidos. En el primer tablero, su contrincante principal fue una fiera: Francisco Villa; en el segundo, un moralista: Woodrow Wiison.
Aunque en un principio sus relaciones fueron casi cordiales. Carranza y Villa nunca se entendieron. El sentido de autoridad que reclamaba para sí el Primer Jefe era incomprensible para el feroz guerrero.
Los problemas causados por Villa a gobiernos extranjeros comenzaban a apilarse: había arreado como ganado a los españoles de Chihuahua, confiscado sus bienes, tolerado el asesinato del inglés Benton y el norteamericano Bauch. En abril de 1914 Villa apresa al gobernador de Chihuahua, Manuel Chao, hombre de Carranza. Es la gota que derrama el vaso del Primer Jefe. Miguel Alessio Robles presenció el enfrentamiento.
«El señor Carranza, al ver a Villa que entraba en esos momentos a la sala principal del Palacio de Gobierno, se levantó de su asiento y le dijo: "Sé que tiene usted preso al gobernador de Chihuahua". Entonces quiso interrumpirle Villa para entrar en explicaciones y decirle los motivos por los cuales lo tenía preso. El señor Carranza le dijo en seguida: "No me interrumpa usted; sé que tiene preso al gobernador de Chihuahua y eso no lo puedo permitir yo, ni mucho menos que en mi presencia se cometa ese desacato. Después de haber asesinado al subdito inglés Benton, hecho que estuvo a punto de hacer fracasar la Revolución, no dejaré que cometa usted otro acto semejante. Una vez que haya usted puesto en libertad al general Chao, entonces oiré todas las explicaciones que usted quiera darme. Pero antes, no".
»El general Villa salió en el acto. y mandó poner en libertad al general Chao.
»El señor Carranza tenía en Chihuahua solamente la escolta del Cuarto Batallón de Sonora. Estaba a merced de las fuerzas de Francisco Villa; y, sin embargo, logró imponerse al tremendo y famoso guerrillero, que contaba en esos momentos con un ejército fuerte y victorioso.» Por momentos, su sentido de la autoridad lo llevaba al autoritarismo. Sin renunciar a la firmeza, con un poco menos de celo y un poco más de simpatía, hubiese logrado quizá plegar a Villa. Pero Carranza no estaba para sutilezas. También Juárez había sido criticado por su celo autoritario. La lección, de nueva cuenta, le parecía clara:
más valía pecar por exceso, como Juárez o Díaz, que por defecto, como Madero.
Mientras los militares hacían lo suyo, Carranza emulaba a Juárez en la batalla diplomática. Sabía que el resguardo absoluto de la soberanía nacional era condición necesaria para el triunfo de la Revolución, y en su defensa empleó toda su sabiduría heredada, innata o aprendida. Para Woodrow Wiison, su homólogo norteamericano. Carranza fue siempre una caja de sorpresas, un incomprensible saco de mañas, un hombre insensible a las buenas intenciones. Pero de aquella larga y compleja relación que, con altas y bajas, se prolongaría siete años, ambos saldrían razonablemente victoriosos.
Por el lado norteamericano, todos los escarceos tuvieron un argumento similar al que había empleado, puertas adentro, Porfirio Díaz:
pan y palo. La táctica del Departamento de Estado era alternar la amenaza, el amago, la violencia con la prédica moral, la conciliación, el apoyo. La táctica de Carranza consistía en desconfiar tanto del pan como del palo y considerarlos imposturas. Su premisa -esta vez más porfiriana que juarista— era muy simple: así ocupe la Casa Blanca un apóstol bíblico, nada bueno puede esperar México de Estados Unidos.
«El peligro está en el yanqui que nos acecha», había dicho don Porfirio en París. ¿Y cómo olvidar el siniestro papel de Henry Lañe Wilson en el martirio de Madero? Al primer representante oficioso de Wiison, que lo visita en noviembre de 1913, Carranza lo hace esperar diez días, lo recibe con fría formalidad, no se conmueve ante sus buenas intenciones de reconocimiento ni acepta transigir con la reacción para crear un gobierno provisional. En febrero del año siguiente, a raíz del asesinato del inglés Benton, rechaza la intermediación norteamericana en favor de su subdito inglés, al tiempo que hace ver al cónsul norteamericano, Simpich, la necesidad de que con él, y no con cualquier otro jefe revolucionario, se ventilaran todas las querellas. En aquellos días caldeados por el caso Benton, John Reed conoce a Carranza. Reed le ofrece la buena voluntad del periódico que representa. Carranza lo agradece y aprovecha la oportunidad para lanzar una catilinaria contra Estados Unidos y la pérfida Albión. Reed recuerda sus palabras:
«¡Les digo que si los Estados Unidos intervienen en México sobre la base de ese nimio pretexto, la intervención no tendrá el efecto que piensa, sino que desatará una guerra que, además de sus propias consecuencias, ahondará un profundo odio entre los Estados Unidos y toda la América Latina, un odio que pondrá en peligro todo el futuro político de los Estados Unidos!».
La intervención no se hizo esperar, aunque por razones distintas.
El 21 de abril de 1914 los marines desembarcan en Veracruz. Con ese «palo», Wiison se propone dar a los constitucionalistas el «pan» de un bloqueo definitivo contra Huerta. Aunque Carranza lo comprende así, no admite las razones del secretario de Estado, Bryan, exige el retiro inmediato de los marines y amaga con una situación de guerra. El 25 de abril Argentina, Brasil y Chile ofrecen sus buenos oficios de mediación, que Carranza acepta en principio pero al final declina, aduciendo que las propuestas de convocar un armisticio beneficiaban a Huerta e implicaban una intervención en los asuntos internos de México.
El siguiente round ocurrió con posterioridad a la salida de Huerta.
El 23 de julio de 1914, Wiison —antiguo profesor de filosofía en Princeton— decide dar una clase de política y moral al rudo ranchero de Coahuila. El constitucionalismo triunfante debía respetar vidas y compromisos financieros, otorgar una amplia amnistía, cuidarse de afectar al clero. Estados Unidos actuaría como representante de otras potencias y su opinión sería decisiva en los reconocimientos diplomáticos.
Por toda respuesta, el encargado de las relaciones internacionales —Fabela, no Carranza— evita mencionar las palabras de Wiison, refrenda el respeto a los derechos y compromisos del país y concluye secamente que los hechos por venir «se decidirán de acuerdo con los mejores criterios de justicia y de nuestro interés nacional». Bryan, siempre más radical que Wiison, amenaza con no reconocer al gobierno que emanase del constitucionalismo. Carranza ni siquiera se molesta en contestar.
El 20 de agosto de 1914, cinco días después de que Obregón firmase los Tratados de Teoloyucan —en los que Carranza no cedió una coma a los últimos representantes del huertismo—, el Primer Jefe entra a la capital. «Carranza», explica Charles Cumberland, el gran historiador del constitucionalismo, «nunca "llegaba" simplemente a una ciudad; siempre hacía entradas a caballo flanqueado por su estado mayor. En esta ocasión inició su marcha desde Tlalnepantia, a unos once kilómetros del Palacio Nacional, lo cual le permitió atravesar una gran parte de la ciudad y recibir la entusiasta bienvenida de cerca de trescientas mil personas.» Debió de recordar a Juárez cuando, después de Calpulalpan, entró a la capital el 11 de enero de 1861.



De acuerdo con el Plan de Guadalupe, el derrocamiento de Victoriano Huerta debía significar el triunfo del constitucionalismo y, al menos en teoría, el fin de la Revolución. En realidad fue sólo el principio.
Venustiano Carranza era el Primer Jefe de la Revolución, pero no el único. Dos caudillos populares se negaban a plegarse a su autoridad: Pancho Villa y Emiliano Zapata. De su difícil conciliación dependía la paz. Vista con perspectiva, la desavenencia entre ellos parece natural. Nada salvo el atributo de su mexicanidad los unía.
En ambos casos Carranza buscó el acercamiento, si bien bajo sus férreas condiciones. A los pocos días de entrar a la capital envió a tres emisarios, de honradez y solvencia fuera de toda sospecha, a conferenciar con Zapata: Luis Cabrera, Juan Sarabia y Antonio Villarreal.
«Con una expresión inequívoca de reconcentrado furor», Zapata apenas habló con ellos. Su condición fue que Carranza renunciase al poder ejecutivo y acatase letra por letra el Plan de Ayala. En el fondo, como ha escrito John Womack, el resultado estaba determinado de antemano:
«El Primer Jefe Carranza no despertaba la menor simpatía entre los agricultores y los trabajadores del campo de Morolos. Senador de los congresos porfirianos, viejo corpulento e imperioso, de tez colorada, anteojos oscuros y barbas a la Boulanger, montado en su caballo como si estuviese en un sillón. Carranza era políticamente obsoleto.
Ahora podía ser revolucionario y rebelde, pero en otro mundo, un mundo establecido y civilizado de manteles limpios, bandejas de desayuno, alta política y cubos para enfriar vino». Por su parte, siempre con la historia en mente. Carranza creía que los zaparistas eran «hordas de bandidos» y Zapata el nuevo Manuel Lozada, aquel temible «Tigre de Alica», el cacique indígena de la siena nayarita que había asolado el occidente de México con sus «hordas de salvajes». Recordando que Madero, con su bonhomía, no había logrado atemperar el radicalismo del líder suriano. Carranza decidió agotar el expediente en unos días. El 5 de septiembre rechazó las condiciones de Zapata.
De Zapata lo separaban abismalmente la clase social, la cultura y hasta la civilización; es el mismo conflicto entre el México antiguo y el México liberal que recorre todo el siglo xix mexicano. Con Villa el problema tenía un tinte más político. «Pleito de enamorados» lo llamó Alvaro Obregón, con evidente exageración, pero refiriéndose a algo verdadero: era más querella de pasiones y personalidades que de creencias o ideologías.
Villa tenía una retahila de quejas contra el Primer Jefe. Después de las disputas en Chihuahua y los ninguneos de Zacatecas, Carranza lo había bloqueado de varias maneras: negándole carbón para sus trenes, negando a la División del Norte la categoría de cuerpo del ejército, negándole a Villa, en lo personal, la gloria de entrar a la ciudad de México y hasta el grado de general de división. Aunque el 8 de julio villistas y carrancistas firman el Pacto de Torreón, en el que ambas partes se reconocen y acuerdan convocar una convención de generales para decidir el futuro político de México, Carranza sabe de antemano que el «pleito de enamorados» terminará en divorcio. Ya en septiembre escribe al gobernador de San Luis Potosí, Eulalio Gutiérrez: «Si somos incapaces de llegar a un acuerdo pacífico y empieza la lucha armada —no porque lo deseemos sino por causa de las circunstancias— queremos estar preparados».
Aquel septiembre de 1914, el futuro político del país se jugaba en la lotería personal de los caudillos. Todo parecía incierto. Si la lucha común contra Huerta no había podido unirlos cabalmente, la victoria lo pudo aún menos. Se vivían sensaciones contradictorias: por un lado una voluntad positiva y desinteresada de pacificación, de acuerdos; por otro, una recelosa urgencia de establecer vínculos y alianzas, una lucha subterránea por el poder. Obregón se acerca a Villa, pero no tanto como para pactar con él, y, sin embargo, uno y otro buscan, en cierto momento, la renuncia del Primer Jefe. Después de estar a punto de fusilar al «compañerito» Obregón, Villa es el primero que explota: el 23 desconoce a Carranza. El 3 de octubre, una convención más o menos carrancista reunida en la ciudad de México ratifica al Primer Jefe en su cargo, pero no unifica el mando nacional. En ese momento, el poder no es de nadie y casi nadie es leal sino a sí mismo.
El 5 de octubre abre sus sesiones la Convención de Aguascalientes. Hasta entonces la querella había sido de personas y personalidades: Carranza contra Villa y, oscilando entre ellos, una colmena de generales más o menos villistas, más o menos carrancistas y más o menos independientes. Una vez instalada la Convención, el conflicto seria, además de político, jurídico y moral: un conflicto de legitimidades.
¿Quién era el depositario legítimo del poder en México? ¿La soberana Convención de Aguascalientes, representada por los 150 generales más connotados de la Revolución -incluidos, al poco tiempo, representantes civiles de Zapata-, o el Primer Jefe del ejército constitucionalista, encargado del poder ejecutivo de acuerdo con el Plan de Guadalupe?.Sin participar directamente en las sesiones de la Convención -no era general más que de sus libros-, José Vasconcelos formuló entonces la defensa jurídica de la Convención de Aguascalientes. La verdadera soberanía popular -escribió Vasconcelos- residía desde febrero de 1913 en los ciudadanos rebeldes a la usurpación, en el ejército constitucionalista, «que es el ejército el pueblo soberano». El artículo 128 de la Constitución vigente se refería al momento en que el pueblo recobrase su libertad venciendo a un gobierno anticonstitucional.
Carranza podía argüir que él, en su carácter de Primer Jefe, encarnaba a la vez la autoridad del ejército y la legalidad, como Juárez en 1858; pero el caso -decía Vasconcelos- era muy distinto: «A don Benito Juárez nunca pudo removerlo una junta de generales, ni una junta de soldados, ni una convención de ciudadanos, porque a don Benito Juárez ... le correspondió sustituir al presidente electo que había desaparecido». Si la Convención -proseguía, con cruel lucidez, Vasconcelos- no podía reclamar en rigor el carácter de soberana, ya que sus miembros no habían sido ungidos con el voto popular, sí cabía considerarla «suprema» y, desde luego, superior a Carranza en jerarquía. Suprema, para erigir un gobierno provisional que restablezca el orden constitucional, para ordenar movilizaciones de ejércitos, para designar un presidente provisional y gobernadores interinos, dictar leyes y reformas sujetas a la ratificación de los congresos locales y convocar elecciones.
Hasta ahí Vasconcelos pensaba haber demostrado la legitimidad constitucional de la Convención. Pero ¿cómo olvidar que se vivían tiempos revolucionarios? ¿Cuál era la legitimidad revolucionaria de la Convención? «... la revolución es antítesis de Constitución. La Constitución condensa las prácticas, las leyes, los convenios establecidos por los hombres para vivir en sociedad. La revolución se dirige a reformar y construir de nuevo todas esas prácticas, convenios y principios; por eso lo primero que hace es desligarse de todas las trabas sociales, puesto que va a crear nuevas formas para el enlace de los individuos.
»... las revoluciones comienzan por la rebelión, se colocan desde luego fuera de la ley, son antilegalistas y por eso mismo soberanas y libres, sin más señor que el ideal, el ideal que encuentran en las filosofías sociales, en las vagas especulaciones de los precursores o en la acción viviente y el corazón generoso de los apóstoles y caudillos, los Hidalgo y Madero, que despiertan la ternura y el entusiasmo, la protesta y el perdón. Se desenvuelven después a través de las peripecias y azares de la lucha y van a parar siempre a una nueva legalidad, a una legalidad que significa un progreso sobre el estado social anterior. Si esto no sucede, la revolución es un fracaso; para evitarlo debe concluir su misión.”.
Era pues misión de la soberana Convención de Aguascalientes -decía Vasconcelos- llevar a buen fin los dos objetivos de la Revolución: el político y el económico. Para el primero había que establecer en toda la República el imperio de la Constitución de 1857, en la inteligencia de que «interesa más salvar los propósitos fundamentales de la revolución actual que obedecer los preceptos del Código del 57». Mas con un gran pero: «Distinguir la necesidad revolucionaria del abuso de los gobiernos»: «No olvide la revolución, si quiere cumplir sus fines, el respeto que debe a la personalidad humana, única entidad que suele estar por encima aun de las mismas revoluciones».
Para alcanzar la finalidad fundamental -la economía-, la Convención debería legislar de modo inmediato aunque provisional. El problema agrario reclamaba atención prioritaria: «Redáctense las resoluciones de la Convención a este respecto, y pónganse en práctica desde luego, a fin de que todas las reformas así producidas lleguen a la categoría de hechos consumados, antes de que los congresos legalmente electos a los gobiernos constitucionales que sucedan a la Convención puedan venir a trabajar en contra de los intereses nacionales».
En suma, dos legitimidades requería la Convención, y para Vasconcelos dos legitimidades poseía, las únicas posibles, las únicas necesarias: «La Convención de Aguascalientes obrará y hablará para bien de todos los mexicanos, y llevará adelante sus resoluciones, soberanamente, por los dos derechos: el de ley y el de la revolución; el de la razón y el de la fuerza».
Frente a este edificio jurídico que, acaso sin conocerlo, compartían instintivamente y sin excepción todos los jefes reunidos en Aguascalientes, ¿cuáles eran las razones de Carranza? En un mensaje que envía a la Convención el 23 de noviembre de 1914, Carranza declina la invitación que se le hace para acudir a Aguascalientes. Aunque se extraña de la premura con que la asamblea reclama su renuncia y declara que su retiro no debe abrir paso a una restauración o a un «régimen de apariencia constitucional», propone tres condiciones para hacerlo efectivo y salir, en caso necesario, del país: 1) establecimiento de un régimen preconstitucional «que se encargue de realizar las reformas sociales y políticas que necesita el país antes de que se restablezca un gobierno plenamente constitucional»; 2) renuncia y, en su caso, exilio de Villa, y 3) renuncia y, en su caso, exilio de Zapata.
Una semana después, las comisiones unidas de Guerra y Gobernación de la Convención (que integran, entre otros, los generales Obregón, Angeles, Aguirre Benavides, Chao, Gutiérrez y Madero) aceptan en principio las condiciones de Carranza, pero en términos que a la postre no convencen al Primer Jefe. El 5 de noviembre, una vez nombrado presidente provisional Eulalio Gutiérrez —aunque sólo por veinte días, hasta su ratificación—, la Convención envía un ultimátum de renuncia a Carranza a través de Antonio I. Villarreal, Obregón, Hay y Aguirre Benavides. Cuatro días más tarde, desde Córdoba, Veracruz (adonde en previsión de un atentado había trasladado su gobierno), Carranza responde con un largo telegrama a los jefes y gobernadores reunidos en Aguascalientes. Su razonamiento no es filosófico y jurídico, como el de Vasconcelos, sino práctico y, en cierta manera, histórico. No aceptará las disposiciones de la Convención, ni renunciará a su investidura, en tanto no se cumplan cabalmente las tres condiciones que había propuesto. A la fecha, sostenía Carranza, Villa seguía ostentando el puesto de jefe de la División del Norte y comenzaba a inmiscuirse en el mando de otras divisiones; Zapata, lejos de ver menguado su poder, era enaltecido por la Convención; en cuanto a su primera condición, sus razones, aunque mas complejas, no eran menos claras. Por más legitimidad revolucionaria que el presidente provisional tuviera ¿qué clase de gobierno podía ejercer, tal y como se le eligió? «No puedo, en efecto, entregar el poder a un gobierno que carezca en absoluto de bases constitutivas y que no tenga lincamientos de ninguna clase ni atribuciones definidas ni facultades determinadas.
Dicho gobierno sería: o enteramente personalista y dictatorial, puesto que el general Gutiérrez tendría que obrar a su entero albedrío, o la Junta tendría que ser realmente la que gobernara, siendo este último el caso que temo más; pues de entregar el poder al general Gutiérrez en las condiciones y tiempo para que fuera nombrado, el resultado final sería que la Convención continuaría funcionando indefinidamente y bien sabemos cuáles son los inconvenientes de que la jefatura de un ejército y poder ejecutivo de una nación queden en manos de una asamblea por ilustrada, idónea y capaz que se le suponga.
»Como cuerpo deliberativo, la Junta de Aguascalientes sería tal vez deficiente y de ello ha dado pruebas; pero como cuerpo administrativo y ejecutivo, sería un instrumento de tiranía desastroso para el país. Como jefe del ejército, como encargado del poder ejecutivo, como caudillo de una revolución que aún no termina, tengo muy serias responsabilidades ante la nación; y la Historia jamás me perdonaría la debilidad de haber entregado el poder ejecutivo en manos de una asamblea que no tiene las condiciones necesarias para realizar la inmensa tarea que pesa sobre el ejército constitucionalista.”.
De sus buenas lecturas de historia francesa -en las que prefería siempre la versión clásica a la romántica- Carranza había aprendido a desconfiar del asambleísmo. La experiencia de la República Restaurada en México confirmaba también, en su opinión, la inhabilidad histórica de los órganos deliberativos. De ahí que Carranza usara la frase «bien sabemos cuáles son los inconvenientes». Es posible, por otra parte, que una lectura desapasionada del texto de Vasconcelos hubiese contado con la aprobación de Carranza. En ambos casos había una tácica admisión de supremacía de la legitimidad revolucionaria sobre la constitucional, y aunque Vasconcelos no lo fraseaba de ese modo, su referencia a la «nueva legalidad» y su insistencia en alcanzar «desde luego» la «finalidad económica» de la lucha «antes de que los gobiernos constitucionales ... [pudiesen] trabajar en contra de los intereses nacionales» confluían, de hecho, en el reformismo preconstitucional por el que pugnaba Carranza. Pero además del escollo político y militar que representaban Villa y Zapata -cuyas actitudes provocaron, no menos que las de Carranza, la escisión definitiva y la guerra civil-, el problema para el Primer Jefe no era tanto de legitimidad abstracta como de responsabilidad y eficacia concreta.
Sólo él, y no la asamblea, podía, a su juicio, encauzar tutelarmente la «formidable y majestuosa lucha social». Este acto de afirmación del «encargado del poder ejecutivo» sobre la asamblea revolucionaria constituye un momento decisivo en la historia mexicana y un presagio de los tiempos por venir. ¿Cuál habría sido la estructura política de México si Carranza se hubiese plegado a la Convención? Quizá más democrática, quizá más frágil. Nunca lo sabremos: el triunfador fue Carranza. «Convencido como estaba», escribe Amaldo Córdova, «de que él encamaba los verdaderos intereses de la nación, se concebía a sí mismo como el principio del Estado en ciernes y actuaba en consecuencia.» En este sentido cabe decir que el Estado nacido de la Revolución es, en parte, obra del Primer Jefe. Parafraseando a Vasconcelos, Carranza hubiese podido decir: «El Primer Jefe obrará y hablará para bien de todos los mexicanos, y llevará adelante sus resoluciones soberanamente por dos derechos; el de su responsabilidad y el de la Revolución; el de su razón y el de la fuerza».
A su juicio, Juárez no había obrado de manera distinta. El argumento de que Juárez era presidente y él sólo Primer Jefe le hacía lo que el viento a Juárez. Urgía continuar el libreto, expedir las nuevas leyes de reforma, instalar el gobierno en Veracruz.

La nueva Reforma






Después de sostener un nuevo round victorioso contra Woodrow Wiison y lograr la retirada incondicional de las fuerzas de ocupación, a fines de noviembre de 1914 Carranza establece, en efecto, su gobierno en Veracruz. En aquel puerto residió hasta octubre de 1915, cuando la situación militar se definiría en su favor. En un principio, el cuadro parecía adverso. Los carrancistas dominaban la salida al Golfo, todo el sureste, buena parte de Tamaulipas y Veracruz, pero la inestable alianza de la Convención, de Zapata y de Villa imperaba en todo el territorio restante. En abril de 1915 Obregón vence a Villa en el Bajío; en mayo, Murguía, Castro y Treviño triunfan en el noroeste, y Pablo González inicia la campaña final contra Zapata; en julio se rinde Francisco Lagos Cházaro, el último presidente de la Convención, y en agosto los constitucionalistas ocupan definitivamente la capital. El reconocimiento diplomático del gobierno de Carranza por parte de Estados Unidos en octubre de 1915 no es más que la aceptación del triunfo militar.
Pero no sólo de acciones militares vivía la Revolución. También de acción política y reforma social. Carranza integró su gabinete con civiles y militares de la clase media profesional. Entre sus colaboradores están los licenciados Luis Cabrera (Hacienda), Rafael Zubarán Capmany (Gobernación) y Félix F. Palavicini (Instrucción Pública); los ingenieros Alberto J. Pañi (Ferrocarriles), Ignacio Bonillas (Comunicaciones) y Pastor Rouaix (Fomento); los generales Alvaro Obregón (jefe del Ejército de Operaciones), Ignacio L. Pesqueira (Guerra y Marina) y Francisco J. Múgica (presidente del Tribunal Superior de Justicia Militar).
A fines de 1914, antes de iniciar la gran reforma. Carranza enfrenta un suceso particularmente doloroso. A su hermano Jesús y su sobrino Abelardo los secuestra el general Alfonso J. Santibáñez en Oaxaca, Carranza ordena una movilización de rescate. Santibáñez busca un arreglo y ordena a Jesús, en repetidas ocasiones, telegrafiar al Primer Jefe pidiéndole que suspenda la orden de ataque y rescate.
Aunque sabe el riesgo que corre su hermano, Carranza no cede.
El 2 de enero, el Primer Jefe pone a Jesús el telegrama definitivo; «Me despido de ti y de las personas que están presas junto contigo, deseando salgan con felicidad del trance en que se encuentran. Tu hermano», Once días después, luego de una ardua caminata por la sierra de la región mixe, en un sitio llamado Xambao, distrito de Villa Alta, Jesús Carranza, su hijo y su secretario eran asesinados.
El 12 de diciembre Carranza había empezado a cumplir la palabra empeñada en Hermosillo. Sus adiciones al Plan de Guadalupe iniciaban la «formidable y majestuosa lucha social» que entonces había vaticinado. Hacia ese fin apuntaba el artículo 2° de las «adiciones» de sus futuras Leyes de Reforma:
«Art. 2.°- El Primer Jefe de la Revolución y encargado del poder ejecutivo expedirá y pondrá en vigor, durante la lucha, todas las leyes, disposiciones y medidas encaminadas a dar satisfacción a las necesidades económicas, sociales y políticas del país, efectuando las reformas que la opinión exige como indispensables para restablecer el régimen que garantice la igualdad de los mexicanos entre sí; leyes agrarias que favorezcan la formación de la pequeña propiedad, disolviendo los latifundios y restituyendo a los pueblos las tierras de que fueron injustamente privados; leyes fiscales encaminadas a obtener un sistema equitativo de impuestos a la propiedad raíz; legislación para mejorar la condición del peón rural, del obrero, del minero y, en general, de las clases proletarias; establecimiento de la libertad municipal como institución constitucional; bases para un nuevo sistema de organización del poder judicial independiente, tanto en la federación como en los estados; revisión de las leyes relativas al matrimonio y al estado civil de las personas; disposiciones que garanticen el estricto cumplimiento de las leyes de reforma; revisión de los códigos civil, penal y de comercio; reformas del procedimiento judicial, con el proposito de hacer expedita y efectiva la administración de justicia; revisión de las leyes relativas a la explotación de minas, petróleo, aguas, bosques y demás recursos naturales del país, y evitar que se formen otros en lo futuro; reformas políticas que garanticen la verdadera aplicación de la Constitución de la República, y en general todas las demás leyes que se estimen necesarias para asegurar a todos los habitantes del país la efectividad y el pleno goce de sus derechos y la igualdad ante la ley».
Cuando a principios de 1915 Carranza exclama: «Hoy comienza la revolución social», se refiere a una revolución social a través de las leyes. Para subrayar la simetría con Juárez, que en Veracruz había dictado la ley sobre el matrimonio civil, Carranza decreta el divorcio legal el día de Navidad de 1914 —fecha simbólica—. La redacción misma de aquel artículo 2.° revelaba cierto anclaje en el liberalismo constitucional. Aunque habla de restitución de tierras y disolución de latifundios, lo hace con un espíritu de justicia, no con el propósito de crear un nuevo régimen de propiedad o abanderar un apostolado social. La insistencia en temas como la libertad municipal, la independencia del poder judicial o la igualdad ante la ley son también signos claros de esa supervivencia liberal. Al calce de los documentos oficiales, junto a la firma de Carranza, aparecía la leyenda «Constitución y reformas». Años después, algunos regímenes usarían el lema «Salud y revolución social». Nadie mejor que Félix F. Palavicini expresó el propósito de Venustiano Carranza en Veracruz: «Constituir la Revolución».
Desde la expedición de las primeras reformas a principios de 1915 hasta la jura de la nueva Constitución en Querétaro el 5 de febrero de 1917, el gobierno preconstitucional de Carranza libraría una batalla múltiple, tan compleja o más que la militar (en la que, por cierto, no dejó de intervenir, dirigiendo sus aspectos políticos, su administración, proveeduría y finanzas). «Tendremos que removerlo todo», había dicho en Hermosillo, «drenarlo y construirlo de verdad.» Y así ocurrió.
La caja de Pandora se abrió en al menos siete vetas profundas de la vida mexicana: el problema agrario, el problema obrero, la soberanía sobre los recursos naturales, la relación entre la Iglesia y el Estado, el papel del Estado en la economía, el problema de la educación y la estructura política. En algunos casos la iniciativa de reforma partió del gobierno, en otros provino de la presión social. Para los dirigentes y para la sociedad, aquellos dos años —1915 y 1916— fueron tiempos de experimentación histórica. De la tensión entre ambos la Revolución delineó su perfil.
Indirecta, simbólicamente, la reforma agraria que se inicia con la Ley del 6 de Enero de 1915 es obra de Zapata. En tiempos porfirianos fue común escuchar que en México no había problema de tierras.
El profundo libro del antiguo juez de pueblo Andrés Molina Enríquez —Los grandes problemas nacionales (1909)— había advertido la gravedad de la cuestión y propuesto remedios; pero durante algunos años fue voz en el desierto. De pronto, en los albores de la revolución maderista, el zapatismo desmentía a los incrédulos: no sólo había problemas de tierras; existía todo un agravio histórico pendiente, la vieja querella de los campesinos contra la era liberal que había negado su cultura, cercado sus tierras, acosado su antiguo modo de ser.
Por un tiempo Carranza pensó también que el problema «se había exagerado», pero poco a poco cedió a las evidencias y a la presión de sus lugartenientes. El 1.° de septiembre de 1913, Lucio Blanco, con ayuda de Francisco J. Múgica, expropia y fracciona la hacienda de Los Borregos en Tamaulipas. Aunque Carranza lo reprende, no logra frenar el impulso: Alberto Carrera Torres y Pastor Rouaix siguen el ejemplo de Blanco. Hacia el mes de septiembre de 1914, varios estados de la República decretan la abolición de la servidumbre y reglamentan jornadas y salarios. Ese mismo mes, al fracasar las pláticas con Zapata, Carranza declara:
«Considero innecesaria la sumisión al Plan de Ayala supuesto que ... estoy dispuesto a que se lleven a cabo y se legalicen las reformas agrarias que pretende el Plan de Ayala, no sólo en el estado de Morelos sino en todos los que necesiten esas medidas».
En Veracruz, Luis Cabrera, lugarteniente intelectual de Carranza, le da los últimos toques a una nueva ley agraria. «El Primer Jefe ...creyó fortalecer su situación militar y política enarbolando la bandera del agrarismo.» Pero más allá de los resortes subjetivos, a partir del 6 de enero de 1915 el Plan de Ayala tuvo un homólogo poderoso en aquella ley redactada por Cabrera e inspirada por Molina Enríquez. La fecha de expedición la escogió Carranza: pretendía dar un nuevo contenido social al día de Reyes.
La Ley del 6 de Enero -explica Cumberland- concebía el ejido como reparación de una injusticia, no como un nuevo sistema de tenencia. Se trataba de restablecer el patrimonio territorial de los pueblos despojados y crear nuevas unidades con terrenos colindantes a los pueblos que se expropiarían para el efecto. En el papel, el mecanismo era sencillo. Los pueblos elevaban su solicitud a la Comisión Agraria Local, que decidía sobre la justicia de la restitución o dotación. En caso afirmativo, tornaba al comité particular ejecutivo la orden de deslinde y entrega provisional. Una Comisión Nacional Agrícola dictaminaría en definitiva sobre cada caso y el poder ejecutivo expediría los títulos respectivos. Las personas afectadas tendrían derecho de apelación.
Si en el papel parecía sencillo, en la práctica el mecanismo resultó limitante, complicado y lento. Los beneficiarios de la ley eran «los pueblos», pero la ley no los definía. El tejido social en el campo mexicano incluía a otros personajes frente a quienes la ley era indiferente; medieros, arrendatarios, peones agrícolas y acasillados. Carranza había deseado la pacífica sumisión de la realidad a la ley, pero la violenta realidad, en muchas partes, la rebasaba. Hubo invasiones, talas, conflictos, confiscaciones. El 11 de junio de 1915 Carranza se sintió obligado a expedir un «Manifiesto a la nación»:
«En el arreglo del problema agrario no habrá confiscaciones. Dicho problema se resolverá por la distribución equitativa de tierras que aún conserva el gobierno; por la reivindicación de aquellos lotes de que hayan sido ilegalmente despojados individuos o comunidades; por la compra y expropiación de grandes lotes si fuera necesario; por los demás medios de adquisición que autoricen las leyes del país. La Constitución de México prohibe los privilegios ... Toda propiedad que se haya adquirido legítimamente de individuos o gobiernos legales, y que no constituya privilegio o monopolio, será respetada».
La Comisión Nacional Agrícola tardó más de un año en instalarse, y cuando lo hizo, el 8 de marzo de 1916, trabajó con la velocidad de una tortuga. Mientras Carranza, sobre la marcha, expide decretos que afinan o limitan aspectos de la ley original, en el Palacio de Minería de la capital la comisión estudia cientos de expedientes. El 19 de septiembre de 1916, para desesperación de varios radicales y de muchos pueblos despojados o necesitados de tierra. Carranza suspende las posesiones provisionales. Un mes después, con fundamento en títulos exhibidos por el pueblo de Iztapalapa que databan de 1801, la comisión expide su primera restitución definitiva. Antes de la promulgación de la nueva Constitución, expediría únicamente dos más: en Xalostoc y Xochimilco. Magra cosecha.
Con el problema obrero, la trayectoria de acercamiento y distancia, de iniciativa legal y freno práctico fue similar aunque más abrupta. Carranza recordaba las reformas a la legislación laboral que iniciara su admirado Bernardo Reyes en pleno porfiriato, y se proponía mejorarlas. El mismo había introducido una ley sobre accidentes de trabajo durante su periodo como gobernador. Una de sus primeras decisiones en Veracruz fue modificarla Constitución de 1857 para que su gobierno pudiese legislar sobre el trabajo. Al mismo tiempo integró una Comisión de Legislación Social con cuatro abogados: José Natividad Macías, Luis Manuel Rojas, Félix F. Palavicini y Alfonso Cravioto. La encomienda era estudiar las distintas legislaciones internacionales sobre el trabajo y aclimatarlas en México. Para cumplirla, Macías viaja a Estados Unidos y Europa. A su regreso redactaría un anteproyecto con varias disposiciones modernas: jomada de ocho horas, salario mínimo, establecimiento de juntas de conciliación y arbitraje, confirmación de derechos sindicales, accidentes de trabajo, etc. Aunque el proyecto no alcanza el rango de decreto, servirá de molde inicial del artículo 123 en la nueva Constitución.
Carranza y sus lugartenientes habían pretendido atraer al campesinado con las sirenas de la Ley del 6 de Enero. Con los obreros, emplearon una táctica más directa: establecer un pacto político. La idea, en realidad, partió de Obregón, que una vez más revelaba su genio, no sólo militar sino político. Secundado por la oratoria de Gerardo Munllo —el «doctor Atl»— y la astucia no menos persuasiva de Alberto J. Pañi, Obregón se acercó a la Casa del Obrero Mundial. Como prenda, le había cedido ya, para instalar sus locales, el convento de Santa Brígida y el Colegio Josefino. A pesar de su raigambre anarcosindicalista, opuesta a toda relación con el poder, el 17 de febrero de 1915 la Casa firma en la ciudad de Veracruz un pacto trascendental con el ejército constitucionalista. A cambio de un futuro apoyo a las demandas de la clase obrera, la Casa se comprometía a «tomar las armas, ya para guarnecer las poblaciones que están en poder del gobierno constitucionalista, ya para combatir a la reacción», es decir, a los villistas y zapatistas. Inmediatamente se integraron seis batallones obreros denominados «rojos». En sus filas había más artesanos que obreros industriales: carpinteros, tipógrafos, albañiles, sastres, canteros... Cerca de tres mil hombres iniciaron su movilización hacia el cuartel general de Orizaba. Entre ellos iba el pintor José Clemente Orozco. Días más tarde los Batallones Rojos entrarían en acción.
Aún antes de decidirse la contienda militar en favor de los constitucionalistas, los gobernadores de Veracruz y Yucatán —Cándido Aguilar y Salvador Alvarado— expidieron decretos avanzados en materia obrera. Al ocupar definitivamente la capital en agosto de 1915, Pablo González cede a los obreros la Casa de los Azulejos, símbolo del porfiriato, antigua sede del Jockey Club. Pero aquella luna de miel era engañosa. Cuando a fines de 1915 los obreros intentan ejercer, en vanas instancias, el derecho de huelga, el gobierno de Carranza reacciona con dureza creciente.
El 20 de enero de 1916, en represalia por una huelga ferrocarrilera de solidaridad con los obreros textiles de Orizaba, Carranza militariza a los trabajadores del riel. A principios de 1916, bajo la presidencia del electricista Luis N. Morones, se integra la Federación de Sindicatos Obreros del Distrito Federal (FSODF), cuyo objetivo es volver a la tradición anarcosindicalista. El 13 de enero se expide la orden de concentrar en la ciudad de México a los Batallones Rojos para disolverlos. Días después. Carranza ordena a los gobernadores impedir concentraciones obreras, recoger credenciales y aprehender a los delegados cuya «labor tienda a trastornar el orden público».
Los enormes problemas económicos del gobierno preconstitucional, el deterioro de la moneda y el aumento constante de los precios trajeron consigo una ola de huelgas en varias ciudades de la República. En mayo de 1916 estalla en la capital una huelga que apoyan electricistas, tranviarios y telefonistas. Benjamín Hill, entonces comandante militar, amenaza con «severos castigos» a los huelguistas de la FSODF, pero retrasa el enfrentamiento mediante el pago en una moneda nueva: «el infalsificabie». Muy pronto, el infalsificabie comienza a devaluarse. Los obreros pretenden cobrar en oro y se oponen a los despidos, que empezaban a volverse habituales. El diario El Pueblo, voz del gobierno constitucionalista, da la versión oficial de los hechos:
«Cuando las clases trabajadoras asumen actitudes exclusivistas, como hace el capitalismo, entonces resulta que se borra toda diferencia entre el monopolio y la huelga. Entonces resulta ser la huelga el monopolio del trabajo ... La Confederación de Sindicatos está en el deber de marchar en sus procedimientos, en perfecto acuerdo con la Revolución hecha gobierno, porque la Revolución, en conjunto, tiene sobre los derechos del trabajo la supremacía del sacrificio y el valor incotizable, por inmenso, de la sangre derramada ... Debe tener presente los delicadísimos momentos actuales de nuestra política internacional y la necesidad que el mismo gobierno tiene ... de la cooperación de todos los ciudadanos ... La revolución constitucionalista abarca todos los intereses del pueblo mexicano; no ha sido una revolución hecha exclusivamente para el obrero ...».
Agosto de 1916 sería el mes crucial. En el salón Star de la ciudad de México, sede del Sindicato Mexicano de Electricistas, una concentración masiva ha llamado a la huelga general. El 1.° de agosto Venusliano Carranza toma una durísima decisión contra la «desagradecida clase trabajadora»: vuelve a resucitar la ley del 25 de enero de 1862, que castiga con la pena de muerte a los «trastornadores del orden público».
Al día siguiente la Casa del Obrero Mundial dejó de existir. Carranza seguiría pensando -como había dicho en Veracruz- que los obreros «negaban el reconocimiento sagrado de la patria ... el principio de autoridad ... todo régimen de gobierno». Las organizaciones obreras, por su parte, extraerían del enfrentamiento una lección de sabiduría: esperar el arribo de un presidente con la sensibilidad política y social para institucionalizar el pacto.
La legislación más entrañable para Carranza era la que se proponía defender o reivindicar los recursos naturales del país. En este empeño no dio ni pidió cuartel. «A conservar ante todo la integridad de la nación y su independencia», dijo a principios de 1916, «es a lo que aspira muy principalmente la Revolución actual, aparte de buscar el bienestar social ...”. Pero ni la integridad ni la independencia serían plenas si no se revertía la inclinación porfiriana de manga ancha con las inversiones extranjeras, sobre todo en materia de petróleo y minas.
La disputa se libró en varios frentes: contra las compañías petroleras, las empresas mineras y los gobiernos que las defendían, sobre todo el norteamericano. El frente más arduo fue el del petróleo. La legislación porfiriana otorgaba al dueño de la superficie la propiedad de los depósitos combustibles y bituminosos del subsuelo. Gracias a ello y a un régimen fiscal casi inexistente, dos empresas rivales habían acumulado propiedades inmensas o inmensamente productivas: El Águila, la compañía inglesa de Lord Cowdray, y la Mexican Petroleum, del magnate norteamericano Edward Doheny. La primera operaba en la zona de Poza Rica y Papantia, la segunda en la de Tampico. La inversión total llegaba a los trescientos millones de dólares.
El presidente Madero había dado los primeros pasos para limitar por la vía fiscal los privilegios de los petroleros: en 1914 Cándido Aguilar decreta que las futuras perforaciones requerirán permiso oficial. El 19 de septiembre de 1914, desde la ciudad de México, Carranza instaura en todos los distritos fiscales un comité de análisis de bienes raíces. El decreto impuso a las compañías un dilema: si admitían el valor real, se incrementarían los impuestos; si declaraban el fiscal, corrían el riesgo de sufrir expropiación.
Ya en Veracruz, montado sobre el caballo de su nueva reforma, Carranza emite, el 7 de enero de 1915, un decreto que suspende los trabajos de construcción y explotación de petróleo hasta la emisión de una ley del petróleo. En ella trabaja el ingeniero Pastor Rouaix, quien al poco tiempo dictamina sobre la justicia de «restituir a la nación lo que es suyo, la riqueza del subsuelo, el carbón de piedra, el petróleo».
En mayo de 1915 Carranza envía al propio Rouaix a observar el funcionamiento de las refinerías, campos y laboratorios norteamericanos con la idea precursora de crear una empresa petrolera mexicana.
El gozo nacionalista se iría al pozo petrolero por algún tiempo.
Desde fines de 1914 hasta 1920, el general Manuel Peláez, dueño del feudo de las Huastecas, cobra quince mil dólares mensuales por proteger a las compañías petroleras de toda interferencia del poder central. Al gobierno de Carranza no le quedó otra salida que incrementar los impuestos de exportación (Peláez no controlaba los puertos) e insistir en otras vías de reivindicación: restringir la explotación por medio de permisos provisionales y registros; introducir —como había advertido desde su discurso en Hermosillo— la famosa «cláusula Calvo», que iguala frente a la ley a nacionales y extranjeros y, en fin, alertar a la opinión pública sobre la justicia del verdadero objetivo: recobrar para la nación el control del subsuelo.
Con las compañías mineras (el 80 por ciento de las cuales estaba en manos norteamericanas) el problema era distinto, pero no menos grave. En materia de minas, la legislación porfiriana no había sido tan generosa como en la de petróleo. Continuando la tradición virreinal, negó al superficiario la posesión de los minerales. Esta circunstancia favorable ayudó un poco a Carranza. Al primer aumento impositivo, decretado el 1.° de marzo de 1915, las compañías y Washington aducen inconstitucionalidad y exigen su derogación. Dos meses después, Carranza otorga concesiones a la pequeña minería y reglamenta impuestos y plazos de caducidad que afectan a las grandes compañías.
El secretario de Estado, Lansing, insiste en la derogación de los decretos, pero sólo consigue ampliaciones de plazo. Carranza mantiene firme el arma de la caducidad porque provenía de la legislación porfiriana. El 15 de agosto de 1915 Carranza da otra vuelta a la tuerca con la inclusión legal, ya mencionada, de la cláusula Calvo. A partir de ese instante, los extranjeros no podían emplear la vía diplomática para defender sus derechos, sino únicamente los tribunales nacionales.
Lansing truena una vez más: «disiente enfáticamente» del nuevo decreto e insiste en la validez de la vía diplomática; se trata, a su juicio, de impuestos confiscatorios. Carranza pone oídos sordos: sólo cede en algunos plazos y recargos, y no vuelve sobre sus pasos: nunca derogó un decreto nacionalista.
Hubo un antiguo proceso histórico sobre el que Carranza no hubiese querido actuar, una cuestión que no tocó en su discurso de Hermosillo y que él, como muchos, creía superada: la relación entre la Iglesia y el Estado. Casi cuarenta años de conciliación porfiriana parecían haber logrado el milagro de limar las aristas mochas y jacobinas. De pronto, en 1914 comienzan a asomar los primeros síntomas de anticlericalismo. Buena parte de la violencia de los ejércitos carrancistas se dirige contra la Iglesia: sus hombres, sus encubiertas o abiertas propiedades, sus símbolos.
La República entera sirve de escenario a una extraña representación. En contraste con la devoción guadalupana de los zapatistas, que ostentaban imágenes, escapularios, estandartes con la imagen de la Virgen; a diferencia, también, de los villistas, que guardaban cierta circunspección frente a la vida religiosa, los carrancistas despliegan actos de premeditado y gozoso sacrilegio: beben en cálices, desfilan con ornamentos, hacen hogueras con confesionarios, fusilan imágenes, ejecutan santos, convierten las iglesias en cuarteles. En Monterrey se saqueó el obispado y se destruyó la biblioteca de monseñor Planearte.
En el estado de México se prohibieron los sermones, ayunos, bautizos, misas, confesiones y hasta besos en la mano de los curas.
Quienes azuzaban la piqueta anticlerical eran, en cierta medida, los carrancistas del norte, en especial los de Sonora. Obregón marcó la pauta. En una de sus ocupaciones de la capital, impuso un préstamo de quinientos mil a «Don Clero», se jactó de su enemistad con la clencalla, humilló y finalmente deportó a varios ministros, en su mayoría extranjeros. Algunos gobernadores prohibieron los colegios confesionales, otros abrieron escuelas en antiguos palacios episcopales, suprimieron cofradías, rebautizaron tiendas de nombres religiosos. En Sonora, el gobernador Plutarco Elias Calles llegó a los extremos: expulsó a todos los sacerdotes católicos, sin excepción.
Frente a los anticlericales. Carranza no se rasgaba las vestiduras, pero tampoco permaneció inmóvil. Sabía de la responsabilidad del clero político en buena parte de las desventuras mexicanas, pero él no era partidario de extremismos ni desbordamientos. El 22 de agosto de 1916 pone freno a la avalancha de confiscaciones de propiedades eclesiásticas mediante un decreto que centraliza en la Secretaría de Hacienda el uso, la conservación y el mantenimiento de esas propiedades. En cuestiones religiosas, como en todas las demás. Carranza demostró otra vez su preferencia por los cambios paulatinos, concertados y legales. Reprobándola, alzaba los hombros ante la fiesta anticlerical, pero ponía límites al negocio anticlerical. Sin embargo, el propio Francisco Villa lo acusó de «haber destruido la libertad de conciencia».
El volcán estaba lejos de haberse extinguido. Cuando los verdaderos anticlericales tomaron el poder en la década de los veinte, el país sufriría no una escenificación sino una guerra: la Cristiada. Si en la cuestión religiosa Carranza hubiese querido conciliar, y así continuar a don Porfirio, en la cuestión económica hubiese querido no sólo continuarlo sino rebasarlo. Entre 1915 y 1916 hizo varios intentos de reconstrucción que a la postre resultaron infructuosos. Su política bancaria, por ejemplo. En 1913, en su discurso de Hermosillo, había anunciado la futura creación de un banco único de emisión, «propugnándose, de ser preciso, por la desaparición de toda institución bancaria que no sea controlada por el gobierno». Entre octubre de 1915 y mayo de 1916 la Comisión Reguladora e Inspectora de Instituciones de Crédito revisa las concesiones con vistas a un ajuste gradual del sistema bancario a la ley vigente de 1897. De pronto, el desplome del último papel moneda carrancista —el infalsificabie— dejó al gobierno, según Cabrera, con una sola alternativa; la incautación bancaria.
La devaluación monetaria fue otro inmenso dolor de cabeza. Desde un principio. Carranza había optado por financiar la revolución constitucionalista como lo habían hecho la Revolución francesa y la guerra de Secesión: emitiendo papel. Más de doscientos cincuenta millones de pesos —entre ellos los llamados bilimbiques— se habían emitido ya entre julio de 1913 y junio de 1916. Se vivía un verdadero caos circulatorio, al grado de que era difícil decidir sobre la falsedad o veracidad de las emisiones. En junio de 1916 entran al mercado quinientos millones de pesos en billetes «infalsificabies». Pero todo es inútil. Entre junio y diciembre, la paridad frente al dólar se desploma de 9. a 0 Después de sesenta años de acostumbrarse gradualmente a vivir en un régimen de billete bancario, México volvía al metalismo.
En aquellas circunstancias, la reconstrucción económica resultaba imposible: Carranza no cejó en enviar comisiones de estudio al extranjero —para temas de desarrollo agrícola, por ejemplo—, pero se vivía aún la guerra con sus tribulaciones y exigencias. Todo el desigual edificio del progreso porfiriano se había venido abajo: se segaron los cultivos, se destruyeron instalaciones ferroviarias, se exportaron reses para comprar municiones, se cerraron minas e industrias, quebraron bancos, volaron o se escondieron capitales. En la ciudad de México faltaron agua, carbón, alimentos. Cundieron el tifo y otras plagas, no sólo biológicas, sino también morales; el tráfico con el hambre, la falsificación de moneda, la exacción, la amenaza, el robo. Sin paz, sin crédito, sin reservas, el país tendría que esperar algunos años para reanudar su crecimiento económico. Pero ahora sabía la Condición: crecer con justicia, crecer con igualdad. Tampoco en el rubro de la educación pudo avanzar mucho el carrancismo preconstitucional, mas no por falta de interés, sino por su peculiar concepción del problema. José Vasconcelos, el efímero ministro de Educación del gobierno convencionista, había anunciado la federalización de la tarea educacional. Su homólogo carrancista, Félix F. Palavicini, propuso, de acuerdo con Venustiano Carranza, un sistema opuesto: la descentralización educacional; la enseñanza —escribió— sólo corresponde al municipio. En febrero de 1916 Carranza le da el espaldarazo: decreta la autonomía de los ayuntamientos en materia de enseñanza.
Se trataba, en el fondo, de un conflicto entre dos ideas sobre la educación. Esta, para Palavicini y Carranza, era más bien enseñanza, instrucción. Su modelo son las escuelas norteamericanas inspiradas en el protestantismo. El gobierno carrancista envió más de cien profesores a Estados Unidos para estudiar sistemas pedagógicos y visitar escuelas industriales y granjas modelo. En marzo de 1915 se organizó un congreso pedagógico en Veracruz. En él se concluyó que la secundaria debería ser mixta, y la preparatoria, exclusiva para varones; también se recomendó establecer escuelas de enseñanza agrícola, mercantil e industrial, «a fin de evitar el auge del proletariado en las carreras literarias». El ideal carrancista era crear «Robinsones».
Vasconcelos, en cambio, buscaba precisamente promover «el auge del proletariado en las carteras literarias». Su proyecto, inspirado en los misioneros católicos del siglo xvi, concebía la labor educativa como un apostolado de cultura universal. El ideal vasconcelista era más religioso: crear «Odiseos».
Las «adiciones» al Plan de Guadalupe preveían la independencia del municipio y la libertad del poder judicial. Carranza avanzó más en lo primero: en la Navidad de 1914 decretó la reforma municipal; en septiembre de 1916 suprimió a los jefes políticos y estableció el municipio autónomo. Ese mismo mes —siempre pródigo en estallidos mexicanos— Carranza da el campanazo político de la década y de muchas décadas: convoca, como había anunciado en Hermosillo, un nuevo congreso constituyente. ¿Con qué fin? En esencia, para modificar la configuración política de la Constitución de 1857:
«A pesar de la bondad indiscutible de los principios en que descansa ... [la Constitución] continuará siendo inadecuada para la satisfacción de las necesidades públicas y muy propicia para volver a entronizar otra tiranía igual o parecida a las que con demasiada frecuencia ha tenido el país, con la completa absorción de todos los poderes por parte del ejecutivo; o que los otros, con especialidad el legislativo, se conviertan en una remora constante para la marcha regular y ordenada de la administración».
Incorporar las reformas sociales a la Constitución era algo que no pasaba por su mente; podían ser expedidas y puestas en práctica inmediatamente, como lo fueron las Leyes de Reforma, las cuales «no vinieron a ser aprobadas e incorporadas a la Constitución sino después de varios años de estar en plena observancia». El objetivo de Carranza se reducía a una palabra: legitimidad.
«El único medio de alcanzar los fines indicados es un congreso constituyente por cuyo conducto la nación entera exprese de manera indubitable su soberana voluntad, pues de este modo, a la vez que se discutirán y resolverán en la forma y vía más adecuadas todas las cuestiones que hace tiempo están reclamando solución que satisfaga ampliamente las necesidades públicas, se obtendrá que el régimen legal se implante sobre bases sólidas en tiempo relativamente breve, y en términos de tal manera legítimos que nadie se atreverá a impugnarlos.” Carranza recordaba la continuidad de las anteriores constituciones, las de 1824 y 1857, y preveía ese mismo espíritu en la futura Constitución: «Se respetará escrupulosamente el espíritu liberal de dicha Constitución, a la que sólo se quiere purgar de los defectos que tiene ya por la contradicción y obscuridad de algunos de sus preceptos, ya por los huecos que hay en ella o por las reformas que con el deliberado propósito de desnaturalizar su espíritu original y democrático se le hicieron durante las dictaduras pasadas».
Del congreso constituyente que Carranza imaginaba, debería salir un Estado fuerte, legítimo, equilibrado; un poder ejecutivo mucho más poderoso y expedito que el de la Carta de 1857, pero sin posibilidad, a su juicio, de incurrir en la tentación dictatorial; un poder legislativo menos prepotente que el de la Constitución liberal; un poder judicial cuya independencia se garantizaría con la inamovilidad de los jueces. En el otro extremo de la vida pública, don Venustiano Carranza soñaba con establecer, de una vez y para siempre, el municipio libre.
De todas las cajas de Pandora que don Venustiano abrió, fue ésta la más personal, la más cercana a su sensibilidad histórica, la que reservó las mayores sorpresas. Carranza confiaba en que la nueva Constitución avalaría su concepto de autoridad y respetaría su tiempo psicológico. Acertó en lo primero, se equivocó en lo segundo. Creyó que las discusiones se centrarían en «purgar los defectos» políticos de la Constitución de 1857, sin pretender incorporar a la futura carta las nuevas reformas que deberían seguir, como las de Juárez, su curso histórico, su proceso de maduración. Los diputados, en efecto, aprobarían las reformas de Carranza a la estructura de los poderes públicos pero, para su sorpresa, acelerarían el tempo histórico introduciendo las nuevas reformas sociales en el texto constitucional.
Carranza pensó que en Querétaro se escenificaría el capítulo final de la época de Reforma, pero se equivocó. Fue, en cierta forma, el capítulo inicial de la revolución social.





La nueva Constitución





En octubre de 1915, a raíz de su triunfo, Venustiano Carranza había iniciado un largo, anacrónico, pausado y no muy útil viaje triunfal por casi todos los rincones de la República. A principios de 1916 llegó a la ciudad de Querétaro, donde instaló la capital provisional de su gobierno. El 2 de enero de ese mismo año pronunció un discurso revelador. Venustiano Carranza solamente conocía una brújula: la brújula de la historia:
«Al partir de Veracruz tenía yo fija la mirada en Querétaro, adonde acabamos de llegar. La tenía también durante la campaña, cuando inició su avance al norte el general Obregón, como el punto de donde tuviera que decidirse la suerte de nuestra lucha. La profecía se realizó: los campos de Celaya se cubrieron de sangre y de gloria, el ejército constitucionalista, desde ese día, quedó seguro del triunfo sobre la reacción.
»Por esto ha sido un motivo de satisfacción para mí haber venido a fijar aquí la residencia accidental del gobierno, para continuar la obra que hemos emprendido; y el haberme fijado en Querétaro es porque en esta ciudad histórica, en donde casi se iniciara la Independencia, tomando parte activa un matrimonio feliz, el del Corregidor y la Corregidora, fue más tarde donde viniera a albergarse el gobierno de la República para llevar a efecto los tratados que, si nos quitaban una parte del territorio, salvarían cuando menos la dignidad de la nación; y fue también donde cuatro lustros después se desarrollaran los últimos acontecimientos de un efímero Imperio, al decidirse la suerte de la República triunfante después de una larga lucha. Por eso es para nosotros muy grata la llegada a esta ciudad, viniendo a inspirar todos nuestros actos, todos nuestros deseos y todos nuestros esfuerzos para el mejoramiento de la República, en los recuerdos de los acontecimientos históricos que aquí tuvieron lugar».
No podía ser más clara su actitud, su psicología histórica. Llegaba a Querétaro, la ciudad decisiva del siglo XIX, para anunciar que allí se escribiría la última palabra -la palabra correctiva- de aquel tormentoso siglo:
«En Querétaro, indudablemente que continuaremos y concluiremos lo empezado en Veracruz. Aquí, señores, se expedirán probablemente las últimas leyes, se darán los últimos decretos y tal vez hasta la última Constitución que México necesita para que pueda encauzarse, para que pueda mantener su independencia».
Meses después, en abril de 1916, Carranza establecía definitivamente su gobierno en la ciudad de México. Durante año y medio de «preconstitucionalidad», había logrado un triunfo casi completo sobre sus opositores militares, pero en la múltiple batalla de la nueva Reforma su destino, como se vio, era incierto. ¿Lo comprendía? Sí y no.
Es indudable que Carranza reconocía la existencia de un problema social y nacional. En las cuestiones agraria y obrera, y en la defensa de los recursos naturales, buscó deliberada, conscientemente, encauzar -palabra clave, recuérdese- la Revolución mediante leyes y decretos. En los tres casos logró su propósito, mas no de la manera ordenada que hubiese querido, sino abriendo el cauce turbulento a nuevos procesos históricos de larga duración. No podía ser de otra manera. Nunca antes un gobierno mexicano había perseguido como objetivos prioritarios el bienestar social y la reivindicación de los recursos nacionales. Apenas algunos diputados liberales, como Ponciano Arriaga, habían tenido ojos para la pobreza. Y aunque don Porfirio había defendido celosamente la integridad nacional, el nacionalismo económico representó una nota tardía en su gobierno. Los nuevos procesos históricos rebasaron a Carranza sin que éste pudiese entender cabalmente por qué: confiscaciones agrarias, huelgas obreras, rebeldía de compañías extranjeras, erupción del volcán antireligioso, caos económico, etc. Para cerrar la caja de Pandora, para apaciguar los espíritus que él mismo había contribuido a convocar, Carranza tenía una sola fórmula, en principio: fortalecer orgánica y legalmente los poderes públicos para que de ellos emanasen los cambios. Era natural que lo intentase así. En 1917 tenía cincuenta y ocho años. Pertenecía a una generación que confiaba en la ley y el orden. Ante sus ojos, de pronto, la realidad se desbordaba en exigencias que no necesariamente compartía. Su mérito histórico, en este caso, fue reconocerlas y darles cauce desde la autoridad.
El 18 de noviembre de 1916, «con gran sentido del drama y de la historia», escribe Cumberland, «Carranza salió del Palacio Nacional de la ciudad de México a las 8 a.m. en una cabalgata de cincuenta hombres para hacer a caballo la larga jornada a Querétaro. Siguiendo la senda utilizada por Maximiliano en su retirada de la ciudad de México hacia Querétaro antes de su captura final y su ejecución en 1867 el Primer Jefe llegó a la sede del Constituyente poco antes del medio^ día del 24 de noviembre ... Estando todo dispuesto, la tarde del 1 ° de diciembre Carranza apareció en la sala de las sesiones, debidamente escoltado». Un auditorio joven en el que había obreros, profesionales liberales, pequeños comerciantes, periodistas, maestros, escucho su discurso con respeto pero sin sumisión. Carranza les hablaba desde otro siglo. Ellos eran impacientes y románticos, y sólo confiaban en la ley como palanca inmediata del cambio revolucionario No representaban a la Reforma. Representaban a la Revolución.
En varios casos la pauta fue la misma. Los diputados cercanos a Carranza, pertenecientes al llamado bloque renovador, presentaban un proyecto que modificaba levemente la Constitución de 1857. El sector opuesto lo reprobaba y proponía otro más radical. Así ocurrió con el articulo 27. En el proyecto carrancista se argumentaba que el texto original de la Constitución del 57 bastaba para el propósito de adquirir tierras y repartirlas, fundando así la pequeña propiedad. De ese modo reducía el problema a un proceso administrativo." Y aunque sus disposiciones no se contradecían, la Ley del 6 de Enero tampoco se incorporaba a la nueva Carta. De inmediato. Pastor Rouaix formó una comisión voluntaria o «núcleo fundador» para estudiar y modificar el proyecto. En ella colaboró Andrés Molina Enríquez. La filosofía social de Los grandes problemas nacionales guió el espíritu de la nueva ley hacia rumbos muy distintos de los que proponía Carranza. La solución no radicaba -sostenía el antiguo juez- en respetar con leves retoques la Constitución liberal, sino en volver al espíritu de la legislación colonial:
«La nación, como antiguamente el rey, tiene derecho pleno sobre tierras y aguas; sólo reconoce u otorga a particulares el dominio directo y en las mismas condiciones que en la época colonial. El derecho de propiedad así concluido le permite a la nación retener bajo su dominio todo lo necesario para su desarrollo social, así como regular el estado total de la propiedad, y al gobierno resolver el problema agrario.» A partir de la Independencia se adoptó una legislación civil incompleta que sólo se refería a la propiedad plena y perfecta, como en algunos países europeos, dejando sin amparo ni protección a los indígenas. El mal se agravó con la Reforma y culminó durante el porfiriato, ignorando la existencia de las comunidades ...».
En su párrafo primero, el nuevo artículo 27 daba a la nación, como antaño la colonia al rey, la propiedad de las tierras y aguas: «La nación ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellas a los particulares, constituyendo la propiedad privada». Otros puntos, no menos revolucionarios, eran los siguientes:
—Las expropiaciones sólo pueden hacerse por causa de utilidad pública y mediante indemnización.
—La nación impondrá a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público.
—Los pueblos, rancherías o comunidades que carezcan de tierras y aguas, o no las tengan en cantidad suficiente para las necesidades de su población, tendrán derecho a que se les dote de ellas, tomándolas de las propiedades inmediatas y respetando siempre la pequeña propiedad.
—Los condueñazgos, rancherías, pueblos, congregaciones, tribus, y demás corporaciones de población que de hecho o por derecho guarden el estado comunal tendrán capacidad para disfrutar en común de las tierras, bosques y aguas que les pertenezcan o que se les hayan restituido o restituyeren conforme a la Ley de 6 de Enero de 1915.
«El nuevo artículo 27», escribe Cumberland, «ponía las bases para los más fundamentales cambios económicos y sociales y preparaba el camino para las decisiones gubernamentales que engendrarían duras luchas dentro y fuera de México. Era agraviar todo un modo de vida en México y los conceptos internacionales aceptados en materia tanto de propiedad en general como de derechos extranjeros. No sólo era el más largo de todos los artículos constitucionales; también era el más nacionalista y el más belicoso.» Legalmente, a partir de ese momento la era de los latifundios y las haciendas llegaba a su fin. No la había concluido la llegada del siglo xx, sino un siglo XX sensible al pasado colonial.
Un proceso similar llevó a la redacción del artículo 123. El 1.° de diciembre de 1916 el Primer Jefe se había referido al problema obrero con un sentido —de nuevo— más liberal que revolucionario:
«Se implantarán todas las instituciones del progreso social en favor de ... todos los trabajadores ... [se limitará el] número de horas de trabajo, de manera que el operario no agote sus energías y sí tenga tiempo para el descanso y el solaz, y para ... que pueda frecuentar el trato de sus vecinos, el que engendra simpatías y determina hábitos de cooperación para el logro de la obra común. [Se establecerán] las responsabilidades de los empresarios para los casos de accidentes ... seguros ... de enfermedad y de vejez. [Se fijará un] salario mínimo bastante para subvenir las necesidades primordiales del individuo y de la familia y para asegurar y mejorar su situación ... Con todas estas reformas ... espera fundadamente el gobierno de mi cargo que las instituciones políticas del país responderán satisfactoriamente a las necesidades sociales, y que esto, unido a las garantías ... de la libertad individual, será un hecho efectivo y no meras promesas irrealizables ...».
Con todo, explica Berma Ulloa, «el artículo 5.° del proyecto de Carranza era muy similar al de la Constitución de 1857 reformado el 10 de junio de 1898». Sólo incluía leves cambios, relativos más bien a los derechos individuales de los trabajadores que a su carácter de clase social. No hablaba, por ejemplo, del derecho de huelga.
Los jóvenes revolucionarios no tardan en reaccionar. Froyián Manjarrez propone incluir las disposiciones sobre el trabajo en un nuevo artículo. Francisco J. Múgica pide a la asamblea «darle al pueblo obrero la única, la verdadera solución al problema». Una comisión en la que participa Rouaix se reúne en la antigua Capilla del Obispado para «conseguir que los principios del cristianismo ... tantas veces ensalzado aquí, tuvieran su realización en la práctica».
De aquellos debates nació el artículo 123 constitucional. El texto traía ecos evidentes del proyecto de José Natividad Macías y ecos secretos, acaso inadvertidamente, del catolicismo social que propugnaba el papa León XIII en su encíclica Rerum Novarum. Entre sus puntos sobresalientes estaban la jornada de ocho horas, la prohibición del trabajo infantil, la reglamentación del trabajo de jóvenes y mujeres, el descanso obligatorio, el salario remunerador y en efectivo, la participación de utilidades, el establecimiento de juntas de conciliación, la indemnización en el despido, etc.
Entre los constituyentes se encontraba un sobreviviente de la huelga de Cananea: Esteban Baca Calderón. Al levantar su brazo, debió de pensar que el sacrificio no había sido en vano.M La faceta más delicada del artículo 27, la más preñada de futuros conflictos, fue la relativa a los recursos del subsuelo. En su intervención inicial, Carranza había tocado el tema pero sin proponer medidas cuyo radicalismo sobrepasase la cláusula Calvo, que establecía que todo extranjero, al adquirir bienes raíces en el país, debía renunciar expresamente a su nacionalidad con relación a dichos bienes y someterse, en cuanto a ellos, a las leyes mexicanas. En la exposición de motivos redactada por Andrés Molina Enríquez se iba adelante... partiendo de atrás:
«Nuestra proposición ... anuda nuestra legislación futura con la colonial; ... por virtud de existir ... el derecho de propiedad absoluta del rey ... ese derecho ha pasado con el mismo carácter a la nación. En tal concepto, la nación viene a tener el derecho pleno sobre las tierras y aguas ... y sólo reconoce u otorga a los particulares el dominio directo, en las mismas condiciones en que se tuvo ... en la época colonial ... y que la República después lo ha reconocido u otorgado. El derecho de propiedad así concebido... permite a la nación retener bajo su dominio todo cuanto sea necesario para el desarrollo social, como las minas, el petróleo, etc., no concediendo a los particulares más que los aprovechamientos que autoricen las leyes respectivas».
La iniciativa, elaborada por una comisión en la que también interviene Pastor Rouaix, se aprobó casi intacta. Entre sus puntos fundamentales, además de lo que Frank Tannenbaum llamó nueva «teoría de la propiedad» (la nación sustituye al rey), destacaban:
«—La nación se reserva el dominio directo de todos los minerales o sustancias del subsuelo incluyendo el petróleo.
"—Sólo los mexicanos por nacimiento o por naturalización y las sociedades mexicanas tiene derecho para adquirir el dominio de las tierras, aguas y sus accesiones (en la República mexicana) o para obtener concesiones de explotación de minas, aguas o combustibles minerales en la República mexicana. El Estado podrá conceder el mismo derecho a los extranjeros siempre que convengan ante la Secretaría de Relaciones en considerarse como nacionales respecto de dichos bienes y en no invocar, por lo mismo, la protección de sus gobiernos por lo que se refiere a aquéllos; bajo pena, en caso de faltar al convenio, de perder en beneficio de la nación los bienes que hubieren adquirido en virtud del mismo.
»—Las sociedades civiles o comerciales de títulos al portador, no podrán adquirir, poseer o administrar fincas rústicas.
»—En una faja de cien metros a lo largo de las fronteras y de cincuenta en las playas, por ningún motivo podrán los extranjeros adquirir el dominio directo sobre tierras y aguas».
Dentro del esquema liberal, respetuoso de la propiedad individual como un fin en sí mismo, la postura negociadora del gobierno mexicano había sido endeble. Siempre cabía, contra sus actos, el argumento de retroactividad. Con la nueva redacción del artículo 27 -anterior y posterior al esquema liberal— los jóvenes radicales afianzaban la posición del país frente a las compañías extranjeras: no cabía hablar de retroactividad porque la nación había sido siempre la propietaria del suelo y el subsuelo. En punto a nacionalismo, los jóvenes habían resultado más carrancistas que Carranza. La razón era sencilla: los inspiraba otro patriarca de barbas venerables, cuya sabiduría histórica y concepto de nación eran más amplios. No partía del siglo xix ni se detenía en él, sino que anudaba el presente a la época colonial: Andrés Molina Enríquez.
«El clero es el más funesto, el más perverso enemigo de la patria», exclamó Francisco J. Múgica —expulsado alguna vez del seminario de Zamora— en una sesión en que se discutía el más explosivo de los problemas de la patria: la relación entre la Iglesia y el Estado. Para estos nuevos y más iracundos jacobinos, la Iglesia era una cueva de ladrones, forajidos, estafadores... Hidra que devoraba al mexicano (y sobre todo a la mexicana) por la vía auricular: el confesionario.
Recordando el pequeño dato de que todos los mexicanos -con poquísimas excepciones— eran católicos, los liberales cercanos a Carranza aconsejan prudencia y realismo. Alfonso Cravioto —que de joven proclamó, como «el Nigromante», la inexistencia de Dios— había cambiado un poco de opinión: «El clericalismo, he aquí al enemigo.
Pero el jacobinismo, he aquí también otro enemigo». El propio Carranza pronunció palabras tolerantes:
«Las costumbres de los pueblos no se cambian de la noche a la mañana; para que un pueblo deje de ser católico, no basta que triunfe la Revolución; el pueblo mexicano seguirá tan ignorante, supersticioso y apegado a sus antiguas costumbres si no se le educa».
De nueva cuenta, en los artículos concernientes a la religión (3.° y 130), los carrancistas saldrían derrotados. La Constitución de 1917 rebasa el espíritu anticlerical de la Carta de 1857 en varios sentidos:

—Desconoce toda personalidad a la Iglesia.
—Niega a los sacerdotes derechos comunes y políticos y los sujeta a registro público.
—Prescribe la enseñanza laica. Las escuelas primarias particulares quedan sujetas a la vigilancia oficial, no pueden ser dirigidas por corporaciones religiosas o por sacerdotes.
—Prohibe el culto público fuera de los templos.
—Todos los templos pasan al dominio de la nación.
En este caso, al igual que en el artículo 27, la crítica a la Constitución liberal partía hasta cierto punto de esquemas y raíces coloniales. «La Iglesia se encontró de hecho», explica Bertha Ulloa, «en la situación que había tenido antes de la Independencia, ya que el Estado logró recobrar en provecho propio el Real Patronato que ejercían los reyes de España, no dejando libre a la Iglesia más que el dominio de la doctrina y la devoción privada. Este nuevo Patronato iba a ser aplicado por un Estado que no era cristiano, sino agresivamente antirreligioso, y cuyas decisiones eran sin apelación, ya que no tenía relación alguna con Roma.”.
Lejos de cerrarse o de esparcir sus sorpresas de manera concertada, aquella caja de Pandora abierta por don Venustiano con sus «adiciones al Plan de Guadalupe» había deparado, como gran sorpresa, la redacción de cuatro artículos en verdad revolucionarios: 3.°, 27, 123 y 130. Las nuevas leyes de reforma se habían incorporado, acrecentadas, a la nueva Carta, haciendo de ésta un cuerpo legal y doctrinal muy distinto, y aun opuesto, a la Constitución de 1857. Los diputados carrancistas, por su parte, introducirían su propia corrección política a la Carta liberal, las reformas anunciadas por el Primer Jefe a la estructura de los poderes públicos:
—Fortalecimiento del poder ejecutivo.
—Límites al poder legislativo.
—Inamovilidad de los magistrados del poder judicial para asegurar su independencia.
—Supresión de la vicepresidencia.
—Autonomía municipal.
El grupo carrancista introdujo también la disposición para el establecimiento de un banco de emisión único. El espíritu liberal, celoso ante todo de los derechos humanos e individuales frente al poder, se conservó respetando varios artículos de la Constitución de 1857 e incorporando el lema maderista que había iniciado el movimiento revolucionario: «Sufragio efectivo, no reelección».
El 5 de febrero de 1917, después de dos meses de apasionado debate, se proclamó la Constitución. No era, como había esperado Carranza, la última palabra de la etapa liberal, sino la primera de la época revolucionaria.

El nuevo Estado






¿Cuál fue el enlace profundo entre la lucha y las leyes, el vínculo entre Revolución y Constitución? Como todos los hechos humanos, la Revolución tiene una anatomía compleja. Desde el punto de vista del pueblo que luchó, triunfó y murió, la Revolución fue un crisol misterioso de actitudes y sentimientos: reivindicación económica y social, expectativas, justicia, venganza, búsqueda, afirmación, relajo, descubrimiento, coraje, azoro, tragedia, luz. No sólo los catrines, muchas gentes humildes la vivieron como un descenso a los infiernos. Quizá nadie expresó mejor que José Clemente Orozco, en sus murales y en su Autobiografía, el aspecto dantesco de la Revolución mexicana:
«... la tragedia desganaba todo a nuestro alrededor. Tropas iban por las vías férreas al matadero. Los trenes eran volados ... Se acostumbraba la gente a la matanza, al egoísmo más despiadado, al hartazgo de los sentidos, a la animalidad pura y sin tapujos. Las poblaciones pequeñas eran asaltadas y se cometía toda clase de excesos. Los trenes que venían de los campos de batalla vaciaban en la estación de Orizaba su cargamento de heridos y de tropas cansadas, agotadas, hechas pedazos, sudorosas, deshilachadas.
»En lo político, otra guerra sin cuartel, otra lucha por el poder y la riqueza. Subdivisión al infinito de las facciones, deseos incontenibles de venganza. Intrigas subterráneas entre los amigos de hoy, enemigos mañana, dispuestos a exterminarse mutuamente llegada la hora.
«Saínete, drama y barbarie. Bufones y enanos siguiendo a señores de horca y cuchillo en conferencia con sonrientes celestinas. Comandantes insolentes enardecidos por el alcohol, exigiéndolo todo pistola en mano.
"Tiroteos en calles oscuras, por la noche, seguidos de alaridos, de blasfemias y de insultos imperdonables. Quebrazón de vidrieras, golpes secos, ayes de dolor, más balazos.
»Un desfile de camillas con heridos envueltos en trapos sanguinolentos y de pronto el repicar salvaje de campanas y tronar de balazos. Tambores y cometas tocando una diana ahogada por el griterío de la multitud dando vivas a Obregón. ¡Muera Villa! ¡Viva Carranza! "La cucaracha" coreada a balazos. Se celebraban escandalosamente los triunfos de Trinidad y de Celaya, mientras los desgraciados peones zapatistas caídos prisioneros eran abatidos por el pelotón carrancista en el atrio de la parroquia».
Para otros, en cambio, la Revolución tuvo el carácter profundo de una vuelta religiosa al origen. Octavio Paz lo expresó en otro párrafo memorable:
«Por la Revolución el pueblo mexicano se adentra en sí mismo, en su sustancia, para extraer de su intimidad, de su entraña, su filiación ... es una súbita inmersión de México en su propio ser ... Vuelta a la tradición, reanudación de los lazos con el pasado, rotos por la Reforma y la dictadura, la Revolución es una búsqueda de nosotros mismos y un regreso a la madre. Y por eso también es una fiesta ... un llegar a extremos, un estallido de alegría y desamparo, un gesto de orfandad y júbilo, de suicidio y de vida, todo mezclado ... La Revolución apenas si tiene ideas. Es un estallido de la realidad: una revuelta y una comunión, un trasegar viejas sustancias dormidas, un salir al aire muchas ferocidades, muchas ternuras y muchas finuras ocultas por el miedo a ser. ¿Y con quién comulga México en esta sangrienta fiesta? Consigo mismo, con su propio ser. México se atreve a ser. La explosión revolucionaria es una portentosa fiesta en la que el mexicano, borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano».
Aquella fiesta de redención y dolor, aquel «hombrearse con la muerte», aquel multicolor desfile, enjambre, teatro;59 aquel interminable fuego de artificio y fusilería, fue un acto inmenso y trágico de expresión popular, pero también una lectura de ese acto por las clases medias.
De la lectura pasaron a una interpretación, a una teoría. Por oportunismo político, a veces por convicción, ciertos hombres de clase media buscaron ajustar la lucha a un esquema racional. No podían conceder gratuidad a la destrucción y la muerte. Debía haber una finalidad en los hechos. Muchos terminaron por admitir que Zapata tenía razón y razones. Había que recoger sus banderas junto con otras distintas y más amplias. Las nuevas leyes de reforma de Venustiano Carranza -sus decretos de 1915 y 1916- y la nueva Constitución de 1917 representan la transmutación de la guerra civil en filosofía social.
Sin esa lectura racional de los acontecimientos, la Revolución hubiese sido más bien una revuelta. Frank Tannenbaum, estudioso y amigo de México, lo expresó con claridad:
«La Constitución de 1917 proveyó a la Revolución con un programa que podía ponerse en juego para justificar la política oficial y su realización en detalle. Desde ese punto de vista, la Revolución es el producto del congreso constituyente. La revolución social que desde entonces ha venido desarrollándose recibió por adelantado la sanción de la ley».
En 1917 no había una sino varias lecturas de la realidad. Quienes las representaban no tuvieron, en muchos casos, cabida directa en el congreso constituyente: los liberales que hubiesen querido no tocar la Carta del 57, los intelectuales idealistas que pugnaban por un nacionalismo cultural y una educación apostólica, los futuros técnicos de la reconstrucción económica, los anarquistas disidentes de la Casa del Obrero Mundial que rodeaban a Zapata o habían naufragado con la Convención, los católicos, los porfiristas y los huertistas. Pero entre las lecturas de la realidad que sí tuvieron cabida sobresalieron dos: la radical y la carrancista.
Radical es la palabra perfecta para designar a los artífices de los artículos 3.°, 27, 123 y 130. Radical viene de raíz; aquellos constituyentes eran radicales en doble sentido: querían partir desde la raíz de los problemas y arrancar su raíz, si era necesario.
A los mejores de ellos los impulsaba un profundo humanitarismo, el deseo de «anteponer la condición y el mejoramiento de los más al de los menos, y la creencia de que no se conseguiría ese fin sin la iniciativa y el sostén activo de la Revolución hecha ya gobierno». Desconfiaban de las leyes liberales porque, a su juicio, habían servido casi siempre para disimular privilegios y opresión.
Para hacer justicia, para justificar el derramamiento de tanta sangre, para asegurar que el siguiente congreso no revirtiera los nuevos postulados, había que partir de la raíz. ¿Pero de cuál raíz? Entonces se oyó la voz de Andrés Molina Enríquez, eterno predicador de una vuelta al verdadero molde de la vida mexicana: la época colonial. A partir de ese origen, la Constitución de 1917 desplazó a la era liberal:
una nueva teoría de la propiedad confería a la nación el antiguo domimo del rey sobre suelos y subsuelos; y una nueva legislación otorgaba al Estado, frente a la religión católica, los poderes casi omnímodos del Real Patronato. Los latifundios, los privilegios extranjeros en materia de subsuelo, el clero y sus derivaciones económicas, políticas y educativas, eran los males que la nueva legislación arrancaba de raíz.
Para el artículo 123 no se partió de la raíz sino de los vientos de justicia social que soplaban desde hacía décadas en Occidente. Lo más notable fue que en febrero de 1917 no había tenido lugar aún el primer gran cambio institucional e irreversible nacido de la ideología socialista: la Revolución rusa. Así, quizá sin advertirlo, los constituyentes radicales del 17 se habían adelantado en el asalto del siglo XX al bastión liberal del siglo xix. Así como «radical» es la palabra perfecta para describir la actitud de muchos jóvenes constituyentes, «liberal» es un término insuficiente y, en cierto modo, equívoco para describir la ideología de los diputados carrancistas. Ningún concepto único expresa su actitud. Si los radicales atesoraban como valores supremos la justicia social y la igualdad material, los carrancistas buscaban fines distintos y no siempre compatibles con aquéllos: la plena independencia nacional, el fortalecimiento orgánico de los poderes públicos, la autonomía municipal y las libertades individuales.
El ideólogo principal del nacionalismo y la independencia fue el i propio Carranza. Aquel emotivo discurso de 1916 en Querétaro, enraizado a su vez en la sensibilidad coahuilense, «sensibilidad de frontera», había sido casi una confesión: «... las naciones débiles han tenido y tienen el derecho de ser res- i petadas. Tenemos que probar que ... sabremos conservar nuestra independencia aun cuando nuestra nación sea débil ... debemos demostrar que tenemos el poder suficiente para restablecer solos la paz en nuestra República ... A conservar ante todo la integridad de la nación y su independencia ... aspira la Revolución actual ...».
La autonomía municipal constituye otro aporte de Carranza a la | Constitución, aporte tan personal como su afirmación nacionalista o I más. La vieja tradición de los municipios españoles sobrevivía aún en Coahuila. El mismo y su familia la habían ejercido puntualmente en I años menos turbulentos. Ningún otro presidente mexicano defendería J el municipio como Carranza. El Pueblo, órgano oficial, se hacía eco de ¡ sus creencias: «El ayuntamiento libre será el camino al municipio libre, y el municipio libre se convertirá en el almacigo de ciudadanos, de una gran patria libre, fuerte y culta».
El tercer aporte constitucional del grupo carrancista se inspiró en un distinguido intelectual porfiriano: Emilio Rabasa. En La Constitución y la dictadura (1912), Rabasa había dictaminado una relación causal entre el utopismo liberal de la Constitución de 1857 y la dictadura porfiriana. Para Rabasa, muchos de los males de México provenían de haber querido adoptar un código de democracia pura en un país sin cultura democrática. Carranza lo creía a pie juntillas: «Las costumbres de gobierno», afirmaba, «no se imponen de la noche a la mañana; para ser libre no basta quererlo, sino que es necesario también saberlo ser».
Para Carranza, los pueblos latinoamericanos necesitaban «todavía de gobiernos fuertes, capaces de contener dentro del orden a poblaciones indisciplinadas, dispuestas a cada instante, y con el más fútil pretexto, a desmanes». No bastaba, a su juicio, que el gobierno respetase la ley. Madero había probado hasta el martirio que no sólo de derecho vivía el hombre:
«Si, por una parte, el gobierno debe ser respetuoso de la ley y de las instituciones, por la otra debe ser inexorable con los trastornadores del orden. El poder legislativo, que por naturaleza propia de sus funciones tiende siempre a intervenir en las de los otros, estaba dotado en la Constitución de 1857 de facultades que le permitían estorbar o hacer embarazosa y difícil la marcha del poder ejecutivo, o bien sujetarlo a la voluntad caprichosa de una mayoría fácil de formar en las épocas de agitación, en que regularmente predominan las malas pasiones y los intereses bastardos».
De ahí también su actitud frente al zapatismo. Para Carranza, escribe Womack, «los zapatistas no eran sino forajidos del campo, peones advenedizos que nada sabían de cómo gobernar». Ningún cambio desde abajo era admisible:
«Las facciones que después de la derrota del huertismo han combatido al gobierno constitucionalista», decía Carranza, «se han distinguido, a la vez, por su falta de orden, o lo que es lo mismo, por la ausencia completa de la ley, por la carencia de toda clase de respeto al derecho ajeno", La referencia a Juárez no acercaba mayormente a Carranza en ese momento al pensamiento liberal. Su concepto de democracia era muy distinto al del liberalismo constitucional clásico. «En México», escribe Arnaldo Córdova, «la democracia significaba conciliación, de ningún modo -como en Europa- discordia por el poder; no era una conquista que había que arrancar al Estado, sino objetivo que sólo a través del Estado podía realizarse.» Carranza describió mejor que nadie esta curiosa acepción mexicana de democracia:
«La democracia, la única que puede establecer la concordia en todas las clases sociales, por la armonía de todos los intereses, sobre la base de la independencia de todos los hombres y especialmente de los miembros de un mismo cuerpo político y de la perfecta igualdad entre ellos, no es, no puede ser otra cosa, en esencia y en verdad, que el gobierno de la razón alta, profunda y serena, que palpando las pulsaciones de la vida de la nación y observando atentamente su historia y sus necesidades y tendencias, busca fórmulas adecuadas para establecer y conservar el equilibrio en sus fuerzas vitales, medidas salvadoras para remediar males que amenazan su existencia o la hacen difícil y desgraciada, y reformas útiles para levantar su espíritu y ennoblecer su voluntad, despertando y fortificando sentimientos de piedad para los desvalidos, de liberación para los que sufren por las injusticias sociales y de fraternidad y simpatía para todos. Por esta razón, la democracia sincera y rectamente vista y honradamente practicada no debe buscar la mayoría en compromisos de partidarismo, cualquiera que sea su origen y el nombre con que se le ampare, sino en la representación de todas las clases y de todos los intereses legítimos».
Sin ser radicales, Carranza y su grupo habían partido también, en cierta medida, de la raíz colonial. Salvo la independencia nacional -ideal de los insurgentes que recorre los siglos xix y xx de la historia de México sin solución de continuidad-, los conceptos carrancistas de municipio autónomo y Estado poderoso, patriarcal y benefactor, provenían de la cultura política ibérica.
De la conjunción del pensamiento radical y el carrancista nació el nuevo Estado mexicano: enraizado en la tradición pero abierto a la modernidad. Ninguno de los dos grupos tenía dudas sobre la legitimidad: «La voluntad popular», escribe Córdova, «se había fijado en la Constitución y de ésta había pasado al Estado, de manera que la voluntad del Estado era al mismo tiempo la voluntad del pueblo». Situado por encima de los grupos sociales, dueño de un poder no soñado siquiera por don Porfirio, el nuevo Estado asumía frente a sí, por vocación propia, una inmensa encomienda histórica: guiar a la nación por la ruta de un progreso justo, igualitario e independiente.
En Querétaro se habían consumado las bodas del siglo xx con el pasado colonial. La nueva Constitución auspiciada por Carranza había tendido el puente entre aquellos siglos. Pero ¿dónde había quedado el siglo XIX?

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