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martes, 1 de junio de 2010

Caudillos de la Revolución Mexicana -2-

Desgarramiento, traición y leyenda.

La estrepitosa derrota del villismo a manos de Obregón cerró un paréntesis histórico. Ahora los esfuerzos carrancistas podían concentrarse en reducir por entero el zapatismo. En agosto de 1915 se inicia «la ruina de la revolución zapatista» que, en la frase perfecta de John Womack, no fue un derrumbe, «sino un confuso, amargo y desgarrador ir cediendo». Este «ir cediendo» tuvo muchas facetas, casi todas dolorosas. En primer término, la terrible violencia de los ejércitos federales. Luego de la expedición de una ley de amnistía que no dejó de mermar a las filas zapatistas, González pretende acabar con los zapatistas «en sus mismas madrigueras». En Jonacatepec hace prisioneros a 225 civiles y los fusila en masa. En junio de 1916 toma el cuartel general de Tlaltizapán y da muerte a 283 personas. Los zapatistas trasladan su cuartel a Tochimilco, en las faldas del Popocatépetl. En noviembre, González justifica su introducción de una ley marcial en términos racistas: «... como los enemigos no comprendieron el honor que les hizo el Constitucionalismo al concederles un plazo para que solicitaran el indulto, al que contestaron con inaudita barbarie como el indio». El siguiente paso de su ejército de treinta mil hombres sería multiplicar y afirmar los métodos de Juvencio Robles: incendios, saqueos, asesinatos en masa, deportación de poblaciones enteras y una novedad: la festiva destrucción de la propiedad.
«Las fuerzas carrancistas», escribió Porfirio Palacios, «destruyeron no sólo los ingenios para vender la maquinaria por fierro viejo, sino todo cuanto consideraban poder aprovechar; pues se llevaban las puertas, las bancas de los jardines públicos, hasta artefactos de otro uso, inclusive las cañerías de plomo, todo lo que más tarde era vendido por la soldadesca inconsciente en la ciudad de México, en los "puestos" de la plazuela de las Vizcaínas o en los del "ex Volador".» Ante aquella embestida. Zapata se repliega y reanuda la guerra de guerrillas. En octubre de 1916 decide pasar a una ofensiva espectacular; comienzan entonces los ataques aislados pero efectivos a bombas de agua y estaciones tranviarias cercanas a la ciudad de México:
Xochimilco, Xoco. La impresión que causa en la opinión pública es tremenda. A fines de noviembre, González emprende la retirada. A principios de 1917 los zapatistas recuperan su estado'. Al ocupar Cuernavaca, Zapata escribe a su representante en San Antonio:
«Debo hacer notar a usted los innumerables abusos, atropellos, crímenes y actos de vandálica destrucción llevados a cabo por el carrancismo durante su permanencia en estas regiones: pues aquél, en su rabia impotente, ha asolado las poblaciones, quemado casas, destruyendo sementeras, saqueando en las casas hasta las más humildes prendas de vestir, y cometiendo en las iglesias sus acostumbrados desmanes. A Cuernavaca la han dejado inconocible; las casas están sin puertas, las calles y las plazas convertidas en estercoleros, los templos abiertos, las imágenes destrozadas y despojadas de sus vestiduras y la ciudad abandonada, pues se llevaron a todos los pacíficos a viva fuerza, al grado que los nuestros, al tomar posesión de la plaza, sólo encontraron tres familias ocultas, que escaparon a la leva de pacíficos».
Uno de los hechos históricos más notables de aquel nuevo capítulo de violencia que duró desde los últimos meses de 1915 hasta fines de 1916 fue que lo acompañara una gran creatividad legislativa por parte de cinco miembros de la junta intelectual del zapatismo:
Luis Zubiría y Campa, Manuel Palafox, Otilio Montano, Miguel Mendoza López Schwertfregert y Jenaro Amezcua. Se diría que, al expedir febrilmente ley tras ley, respondían a Carranza y delineaban el país ideal que hubiesen podido gobernar.
En octubre de 1915 expiden la Ley sobre Accidentes de Trabajo y la Ley Agraria, esta última un antecedente fundamental del artículo 27 de la Constitución, si bien no reivindica para la nación la totalidad del suelo y el subsuelo. Entre sus preceptos principales destaca el reconocimiento de la personalidad jurídica de los pueblos, rancherías y comunidades; determinación de las superficies máximas de propiedad según el clima y tipo de tierra; la expropiación de bosques y montes; la pérdida de las tierras al cabo de dos años de inactividad, etc. En noviembre los juristas de Zapata emiten la Ley General sobre Funcionarios y Empleados Públicos, que prevé la declaración de nuevos bienes al cesar en funciones aquéllos; la Ley General del Trabajo, que decreta el descanso dominical, la jornada de ocho horas y el salario remunerador; una ley que suprime el ejército permanente y lo sustituye por una guardia nacional; un proyecto que suprime los impuestos sobre artículos de primera necesidad, una ley sobre asistencia pública y otra sobre la generalización de la enseñanza. En diciembre el ritmo no disminuye: Ley General sobre Administración de Justicia, que convierte las cárceles en «establecimientos de regeneración», limita drásticamente la latitud de los embargos y decreta la abolición de la pena de muerte; Ley sobre la Fundación de Escuelas Normales en los Estados, y un proyecto de ley sobre el matrimonio. El año 1916 se inicia con una Ley de Imprenta que prohibe la censura, y otra, realmente notable, sobre la sujeción de la ley al plebiscito, entre cuyos «considerandos» se incluían ideas puramente democráticas:
«... El derecho de votar no alivia el hambre del votante, han dicho con amargura los desilusionados de la política; pero olvidan al hablar así que los derechos políticos y los civiles se apoyan mutuamente y que en la historia de las naciones jamás ha faltado un traidor a la causa del pueblo que, al ver a éste olvidar la práctica de sus derechos políticos, se los arrebata y, junto con ellos, también los civiles».
La democracia por la que optaban los ideólogos zapatistas era directa y plebiscitaria. Ninguna autoridad podía invalidar o desconocer su mandato. El pueblo se reservaba el derecho de rebelión contra los mandatarios infieles.
El impulso alcanzó todavía para expedir una ley de colonización y otra de enseñanza primaria. Meses más tarde, el 15 de septiembre se expide otro documento notable, la Ley Municipal:
«La libertad municipal es la primera y más importante de las instituciones democráticas, toda vez que nada hay más natural y respetable que el derecho que tienen los vecinos de un centro cualquiera de población para arreglar por sí mismos los asuntos de la vida común y para resolver lo que mejor convenga a los intereses y necesidades de la localidad».
A fines de 1916, ante el nuevo repliegue de González, Zapata establece en Tlaltizapán -ayudado muy de cerca por Soto y Gama- el Centro de Consulta para la Propaganda y la Unificación Revolucionaria. Su cometido era orientar a los pueblos sobre sus relaciones con las tropas revolucionarias, hacer lecturas públicas y explicaciones de manifiestos y decretos y, en definitiva, tender puentes de comunicación entre la Revolución y los pacíficos. A partir de marzo de 1917 se promulgaron tres disposiciones que fortalecieron aún más a los pueblos; un decreto sobre derechos mutuos de los pueblos, otro sobre el «municipio autónomo como unidad nuclear de gobierno» y una ley orgánica para los ayuntamientos de los estados. El sentido interno de este despliegue era el mismo que Zapata se había propuesto desde diciembre de 1911 al lanzar el Plan de Ayala: «respetar y auxiliar a las autoridades civiles» de los pueblos, no suplantarlas. Por desgracia -concluye Womack-, en la práctica, el gobierno zapatista de Morelos fue una serie de actos burdos y desarticulados.
Pero quizá más dolorosa aún que la guerra feroz o las leyes congeladas fuera la quiebra interna del zapatismo. No resultaba sencillo justificar ante los pueblos «pacíficos» su lucha, porque ya no gobernaban los porfiristas sino revolucionarios capaces de emitir una ley agraria como la del 6 de Enero de 1915. Era fatal que comenzasen a aflorar rencillas, dimisiones e infortunios entre los jefes zapatistas. Era la desventaja de la dispersión original. En agosto de 1916 Emiliano Zapata fustigó a «... los cobardes o los egoístas que ... se han retirado a vivir en las poblaciones o en los campamentos, extorsionando a los pueblos o disfrutando de los caudales de que se han apoderado en la sombra de la Revolución ... [y han dado] ascensos o nombramientos en favor de personas que no lo merecen».
El primero en sufrir la deshonra de un confinamiento fue Lorenzo Vázquez, compañero de Zapata desde 1911 que, según el Jefe, había mostrado cobardía en su defensa de Jojutia a mediados del año de 1916. La discordia había empezado mucho antes, con el imperio creciente de la ley del talión entre los propios jefes zapatistas. Una de las secuelas malignas despuntó el 24 de enero de 1914, día en que Antonio Barona mató a Felipe Neri sólo por haber mandado desarmar a diez hombres de su escolta. Otra víctima de Barona fue el general Francisco Estrada, pero cuando «quebró» a Antonio Silva, el jefe de éste, Genovevo de la O, lo «quebró» de vuelta: «Todavía malherido, las gentes de De la O sacaron a Barona de la carretela en que viajaba y lo arrastraron a cabeza de silla por las calles de Cuernavaca».
«... lo que ese día quedó de manifiesto», escribió Marte R. Gómez, «fue que el zapatismo, como grupo militar organizado y como organización civil de gobierno, se desintegraba ya. Comenzaban a faltar los cartabones que servían para establecer las jerarquías; cada quien se consideraba libre para actuar conforme a su capricho o, cuando menos, en caso de duda, se juzgaba autorizado para obrar por cuenta propia, a reserva de buscar refugio en el bando enemigo.”.
El siguiente jefe importante que cayó en manos de De la O fue el poderosísimo Francisco V. Pacheco, aquel indígena de crueldad mítica que había llegado hasta la Secretaría de Guerra de la Convención y «dominaba casi todo el norte del estado de México, desde los pueblos cercanos a Toluca por el oriente y el sur, hasta los límites con Morelos y el Distrito Federal; la mayor parte del sur de éste, desde Huitzilac hasta Tizapán y las goteras de Tlalpan». Alguna vez su consensia le había impulsado a presentarse en la comisaría de Toluca, en la que un testigo grabaría esta escena:
«Pacheco ... inquiere por la gente que hay en los calabozos. Total:
diez prisioneros. Cinco (posiblemente los que le simpatizaron) fueron puestos en libertad. El resto fue sujeto a un interrogatorio brevísimo, en el que el señor comisario dio su informe respectivo.
"-Estos tres viejitos armaron un "borlote" con un peluquero y causaron escándalo entre los vecinos.
»A lo que Pacheco respondió secamente:.
"—Apártenlos.
"-Este amigo -un infeliz borrachín de pulquería- golpeó a su vieja nomás porque le dieron ganas.
"—Apártenlo.
»-Y este "ixcuintle" -un muchacho que a lo más contaría catorce años- le levantó la mano a su tío dizque porque querían cogerlo a palos.
"—Apártenlo.
»Lo demás fue breve. Había un pelotón dispuesto en la plaza de armas. Los cinco prisioneros fueron sacados y se les fusiló sin más trámites para que aprendieran a guardar "el orden público"».
En 1916 su consensia le había dictado acogerse a la amnistía carrancista, lo cual significó para los zapatistas, y sobre todo para De la O, en la vecina Santa María, un descalabro mayor: quedaba franca la entrada a Morelos. En escarmiento, un subalterno de De la O alcanza a Pacheco en Miscatlán, lo sorprende de noche, escondido debajo de su cama, y sin consultar mucho a su consensia lo fusila a quemarropa.
La muerte fortuita de Amador Salazar por una bala perdida fue un golpe para Zapata. Lo mandó sepultar, vestido de charro, en la pirámide truncada que había hecho construir en Tlaltizapán para alojar los restos de sus compañeros de armas. Pero acaso el desgarramiento mayor ocurriría en mayo de 1917, cuando un consejo de guerra, integrado por Ángel Barrios, Soto y Gama, Palafox y Serafín Robles, condenó a muerte al compadre de Zapata, coautor del Plan de Ayala, aquel robusto maestro de Villa de Ayala y Yautepec que en 1909 le había ayudado a estudiar los documentos de Anenecuilco: Otilio Montano.
Se le acusó de ser el autor intelectual de un complot contra Zapata en Buenavista de Cuéllar. Se decía que había sido visto en aquel pueblo, que existían unas cartas condenatorias, que no era la primera vez que su vocación revolucionaria flaqueaba, que el propio Zapata lo había sentido merodeando su casa. Los jueces no exhiben pruebas en contra suya ni acceden a abrir el juicio al público. Zapata se ausenta de Tlaltizapán. Antes de morir. Montano dicta un testamento en el que afirma: «Voy a morir, no cabe duda, pero ahí donde se hace la justicia, ahí los espero tarde o temprano». A Montano, antes que nada un espíritu religioso, se le niega la extremaunción. Se resiste a morir de espaldas pero lo fuerzan. Abre los brazos y declara, «en nombre de Dios», que «muere inocente». Horas después, alguien lleva el cadáver a Huatecalco y sobre el camino real de Jojutia lo cuelgan de un cazahuate, con una tabla en -el pecho que advierte: «Este es el destino que encuentran los traidores a su patria». Días más tarde, el cadáver desaparece.
Desde hacía tiempo, desde siempre. Zapata había tenido cierto delirio de persecución. Lo obsesionaban los traidores. Una y otra vez repetía su frase predilecta: «Perdono al que roba y al que mata, pero al traidor no lo perdono». A Soto y Gama le impondría la obligación de redactar un «decreto contra los traidores ... raza maldita que había que extirpar sin contemplaciones. De los traidores no hay que dejar ni la semilla». Soto y Gama, diligentemente, lo redactó.8" Un mes después de la muerte de Montano, como si la providencia ejerciera esta vez la ley del talión, murió en forma trágica Eufemio, el hermano mayor de Zapata. El doctor Víctor Manuel Guerrero, que sirvió al zapatismo, recordaba veintiún años después la 'escena:
«Eufemio era el terror de los paisanos, pero con especialidad de los borrachitos, pues se le había metido en la cabeza reformar a los sureños, quitándoles la afición por la "caña".
"Apenas se sabía que Eufemio se acercaba a Yautepec, y todas las cantinas cerraban sus puertas. Infeliz del borracho a quien hallaba en la cal e. porque con una vara de membrillo lo azotaba hasta que creía haberle bajado los humos del alcohol.
»Esa costumbre suya fue la causa de su muerte. Cuando se convenció que en Yautepec no hallaría borrachos, se puso a perseguir a los de Cuautla. Cierto día halló a un anciano dentro de una cantina y, sin consideración a sus canas, se puso a flagelarlo con su inseparable vara de membrillo.
"-¿No le da vergüenza, a su edad, seguir bebiendo hasta caerse? ifcso le quitará el vicio! »Y mientras le soltaba frases por este estilo, lo estuvo golpeando en forma tan bárbara que el ancianito cayó privado del sentido.
^»E1 hijo de aquel anciano, a quien conocían por "el Loco Sidromo al saber lo ocurrido, fue a buscar a Eufemio y sin darle tiempo a defenderse, le disparó la carabina, dejándolo moribundo. Después a cabeza de silla, lo arrastró hasta el "Guatecal", abandonándolo sobre un hormiguero.
"-Aquí aprenderás a respetar las canas de los viejos -dicen que exclamó, y caracoleando su caballo se alejó del lugar "Ustedes no saben lo que son esas hormigas. Sus picaduras son dolorosisimas, ihay que imaginar cómo debieron ser los últimos momentos del caudillo!».
En agosto de 1917, en Tlaltizapán, Zapata se dio el gusto de recibir la cabeza de Domingo Arenas, el caudillo indígena y agrarista de llaxcala, cuya brigada Xicoténcatl se le había sumado en el remoto noviembre de 1914. Había defeccionado del carrancismo y coqueteado un par de veces con reintegrarse al redil que por convicción e identidad le pertenecía. Ahora «el traidor» había recibido el justo castigo. (Quién seguiría? Los subalternos temblaban: «.. se le observaba mas histérico..., todo le encolerizaba..., muchos jefes temían acercársele... Al Jefe no se le engaña..., el Jefe adivina lo que trae uno dentro».
El horizonte se cerraba. González y su lugarteniente principal Jesús Guajardo, remician la campaña con sus métodos habituales El panorama es desolador: «... campos talados, poblaciones en ruinas ganado y semillas robadas, mujeres escarnecidas a su furor, venganzas latrocinios y atropellos de todo género". Para colmo, hasta la natura^ leza comienza a mostrarse adversa: en esos meses azotan el tifo, el paludismo, la disentería.
Con todo, las ágiles «liebres blancas» del zapatismo no se rinden.
No obstante la presencia federal en el estado, durante buena parte de 1918 conservan su cuartel general en Tlaltizapán. En aquel año cede la influencia de Palafox —quien de hecho deserta— y asciende la estrella del último intelectual de Zapata: el prudente joven zamorano Gildardo Magaña, el «Gordito» sabio y mediador que solía recitarle la «Sinfonía de combate».
Ante la percepción clara de su asfixia, una sola obsesión se apodera ahora de Zapata: concertar alianzas. No hay jefe revolucionario o aun contrarrevolucionario con el que no intente de algún modo, por conducto de Magaña, pactar: Lucio Blanco (a quien había desdeñado en agosto de 1914, pese a la insistencia del «doctor Atl»), los hermanos Vázquez Gómez, Félix Díaz, Manuel Peláez, Francisco Villa, Cesáreo Castro, Felipe Angeles, Alvaro Obregón y, en un acto supremo de desesperación, el mismísimo Carranza. En ningún caso logra verdadero éxito, ni siquiera en su intento de atraer con nobles manifiestos en náhuatl a las huestes indígenas del difunto Domingo Arenas. El desaliento llega al extremo en abril de 1918: en un «Manifiesto a la nación», ejemplo —explica Womack— de «frente popular», no se menciona ya el Plan de Ayala.
Meses antes, un excéntrico periodista norteamericano, William Gates, había persuadido a Zapata de la inminencia de una invasión yanqui una vez liquidada la guerra europea. Zapata le cree a pie juntillas.
A fines de noviembre, Zapata pide a Felipe Angeles que interponga su influencia con el mariscal Foch, pues «paréceme que una vez solucionada la cuestión europeo-americana, los Estados Unidos de Norteamérica se echarán sobre nuestra nacionalidad». De pronto, aquel celoso aislamiento explotó hasta convertirse en lo contrario: un vértigo de espacios abiertos. Había que defender no lo minúsculo, lo propio, lo particular, sino lo mayúsculo, lo propio de todos: «el decoro nacional». Fue entonces cuando Zapata sintió a México vagamente. Quizá por primera vez.
El frío profesionalismo de Pablo González y «la obra pacificadora de la influenza española», según voceaba la prensa, cercan aún más a los guerrilleros zapatistas, que no pasan ya de unos cuantos miles. En agosto de 1918 pierden Tlaltizapán y se refugian en Tochimilco, que no obstante su virtual inaccesibilidad, a veces debe ser evacuado hacia el pequeño Tochimizolco." En aquel instante de supremo acoso, a principios de 1919 llega de pronto a manos de Zapata una serie de artículos publicados en Estados Unidos, y reproducidos profusamente en México, en los que Gates vindicaba el sentido original del zapatismo. El Jefe no disimuló su satisfacción. ¿Hacía cuánto que no recibía una señal positiva del exterior? «Ahora sí puedo morir», comentó, por fin «se nos ha hecho justicia.» Algo interno lo llama a rebelarse de nuevo, a romper el cerco, el aislamiento, el silencio. Sin descartar nunca la búsqueda de alianzas, en marzo de 1919 publica una carta abierta a Carranza, compendio crítico que hubieran querido firmar los más radicales y sinceros anticarrancistas:
«... los antiguos latifundios de la alta burguesía reemplazados, en no pocos casos, por modernos terratenientes que gastan charreteras, kepí y pistola al cinto ... [mientras] los pueblos [son] burlados en sus esperanzas».
No importa que la prosa fuese de Magaña. El ánimo, el nuevo ánimo, era de Zapata.
No lo esperaba la victoria sino el desenlace. Zapata, que temió siempre, y siempre repudió, la traición, murió víctima de una traición cuidadosamente maquinada por el coronel Jesús Guajardo y su jefe, Pablo González. Hasta el campamento de Zapata habían llegado rumores -no del todo infundados- de una desavenencia entre los dos oficiales. Zapata, en su renovado optimismo, escribe a Guajardo invitándolo a cambiarse al bando rebelde. González intercepta la carta, que le sirve como acicate y chantaje con Guajardo, quien, por su parte, ve la oportunidad de reivindicarse y mostrar su lealtad. Contesta afirmativamente la carta de Zapata. Siempre desconfiado, Zapata le pide fusilar a la gente de Victoriano Barcena, antiguo subordinado suyo que se había amnistiado. Guajardo sacrifica, en prenda, a Barcena y sus hombres.
Satisfecho con la prenda -prenda contra la traición-, Zapata se acerca a Guajardo, quien le regala un alazán al que llamaban As de Oros. El paso siguiente debía ser la entrega a Zapata de doce mil cartuchos en la hacienda de Chinameca, la misma que Zapata, en sus años de arriero, había ayudado a construir, el escenario de su primera batalla contra los voluntarios del administrador español.M Durante la mañana del 10 de abril de 1919 Zapata ronda la hacienda pero no muerde el cebo: aún desconfia. Adentro, su lugarteniente Palacios conferenciaba con Guajardo, quien invita repetidamente a comer a Zapata. Por fin, hacia la una y cuarenta y cinco minutos de la tarde, Zapata accede a entrar. El mayor Reyes Aviles, testigo presencial, narra la escena:
«[Zapata ordenó:] "Vamos a ver al coronel y que vengan nada más diez hombres conmigo". Y montando su caballo, se dirigió a la puerta de la casa de la hacienda. Lo seguimos diez, tal como él lo ordenara, quedando el resto de la gente muy confiada, sombreándose debajo de los árboles y con las carabinas enfundadas. La guardia formada parecía preparada a hacerle los honores. El clarín tocó tres veces llamada de honor, y al apagarse la última nota, al llegar el general en jefe al dintel de la puerta, de la manera más alevosa, más cobarde, más villana, a quemarropa, sin dar tiempo para empuñar las pistolas, los soldados que presentaban armas descargaron dos veces sus fusiles y nuestro inolvidable general Zapata cayó para no levantarse más».
Como ha ocurrido siempre en la historia de los héroes populares, corrieron los rumores más extraños: el cadáver que exhibieron en Cuautia no tenía una pequeña verruga en la cara, o la manita en el pecho, y por ello no era el de Zapata; o tenía el dedo chico completo, por lo que tampoco era; unos juraban que por las noches aparecía montado en As de Oros; otros, mucho tiempo después, dijeron haber visto a un anciano tras la puerta tapiada de una casa en Anenecuilco:
debía de ser Zapata. Hubo quien, diecinueve años después, afirmara:
«Yo vi su cadáver. A ese que mataron no era don Emiliano, sino su compadre Jesús Delgado. ¡Dígame a mí si no iba a conocerlo, yo que "melité" a sus órdenes y gané aquellas estrellas!».
A los ochenta años de edad, un veterano zapatista daba otra versión más:
«No fue Zapata quien murió en Chinameca, sino su compadre, porque un día antes recibió un telegrama de su compadre el árabe.
Ahora ya murió Zapata, pero murió en Arabia, se embarcó en Acapulco rumbo a Arabia».
En el verano de 1926, el excelente antropólogo norteamericano Robert Redfield recogió, de labios de un cantor del sur, este corrido:
Han publicado, los cantadores.
una mentira fenomenal.
y todos dicen que ya Zapata.
descansa en paz en la eternidad.
Pero si ustedes me dan permiso.
y depositan confianza en mí.
voy a cantarles lo más preciso.
para informarles tal como vi.
Como Zapata es tan veterano.
sagaz y listo para pensar.
ya había pensado de antemano.
mandar otro hombre en su lugar.
«Debo decirle», confesó alguna vez Zapata a su buen «Robledo», «que no veré terminar esta revolución, porque las grandes causas no las ve terminar quien las inicia, prueba de ello es el señor cura Hidalgo.”.
¿Qué hubiese pensado de la forma en que los regímenes posteriores a su muerte adoptaron, modificaron y muchas veces traicionaron su idea original? Una cosa es clara: sin Zapata la reforma agraria resulta incomprensible. Pero sólo una parte de ella, un momento de ella, fue en lo esencial zapatista. El resto fue más un fruto de la ciudad que del campo, del progreso que de la autarquía, del poder que de la libertad, de las «banquetas» más que de la tierra. Zapata hubiese simpatizado con Cárdenas, pero no con todos los agraristas ni los agrónomos y menos aún con la tutela estatal sobre el ejido. Lo más seguro es que, anarquista natural, hubiese seguido haciendo su revolución.
Como el de todas las revoluciones campesinas en el siglo XX, el destino del movimiento zapatista y de su propio caudillo tenía que ser esencialmente trágico. Pero si su tierra se perdió en un enjambre de traiciones, ambiciones y banquetas, la propia tierra nos devuelve, una y otra vez, su símbolo, inaprehensible para la historia pero cercano a la religión.
Octavio Paz, cuyo padre vivió trágicamente el zapatismo como una poesía, extrajo de su memoria familiar —tierra de recuerdos— la poesía del zapatismo:
«No es un azar que Zapata, figura que posee la hermosa y plástica poesía de las imágenes populares, haya servido de modelo una y otra vez a los pintores mexicanos. Con Morelos y Cuauhtémoc es uno de nuestros héroes legendarios. Realismo y mito se alian en esta melancólica, ardiente y esperanzada figura, que murió como había vivido:
abrazado a la tierra. Como ella, está hecho de paciencia y fecundidad, de silencio y esperanza, de muerte y resurrección».






III
Entre el ángel y el fierro
Francisco Villa






Dice don Francisco Villa:
«De nuevo voy a atacar, me han matado mucha gente, su sangre voy a vengar».
Corrido de la batalla de Celaya





De bandido a redentor






De todas las provincias del septentrión novohispano, ninguna sufrió tanto como la Nueva Vizcaya la prolongada guerra contra los «indios bárbaros». Los tobosos y los tarahumaras se rebelaron contra la cruz y la espada durante buena parte del siglo xvil. Más tarde surgió en el horizonte la pesadilla que sobrevivió al régimen colonial y asoló el norte de México hasta finales del siglo xix: los apaches. Entre aquellos centauros nómadas y sus contrincantes mexicanos no sólo se entabló una guerra a muerte sino una escalada macabra de métodos de muerte. Este escenario desalmado y feroz, «siempre volante», como explican las crónicas, fue la escuela vital del hombre cuya epopeya encarna una zona profunda del alma mexicana, su más oscuro y vengativo coraje, su más inocente aspiración de luz: Francisco Villa.
Verosímilmente, Villa nació hacia 1878 en el municipio de San Juan del Río, Durango. Su padre, el mediero Agustín Arango, hijo ilegítimo de Jesús Villa, muere joven y deja sin amparo a su mujer y a cinco hijos. Doroteo, el mayor, quien nunca acudirá a la escuela, es el sostén de la familia y trabaja en el rancho El Gorgojito, propiedad de la familia López Negrete. Verosímilmente también, el patrón —o el hijo del patrón, o el mayordomo— intenta ejercer el derecho de pernada con Martina Arango. Su hermano Francisco la defiende a balazos y emprende la fuga hacia cañadas de «nombres pavorosos»: Cañón del Diablo, Cañón de las Brujas, Cañón del Infierno. Muy pronto lo apresan y encarcelan, pero evita la «ley fuga» hiriendo a su carcelero con una mano de metate. Hacia 1891 se convierte en bandido.' Según el doctor Ramón Puente -quien por un tiempo fue su secretario y años después escribió sobre él una excelente biografía—, Villa alternó los periodos de bandidaje con largos periodos de vida civilizada, como si el sentido de su rebeldía hubiese sido siempre el empezar de nuevo a salvarse. Concede Puente que aprendió a robar y matar con los bandidos Antonio Parra y Refugio Alvarado («el Jorobado»), pero no admite que su cambio de nombre por el de Francisco Villa haya sido un homenaje a un bandido homónimo, sino una búsqueda de filiación, la vuelta al apellido legítimo, el del abuelo. Mientras la conseja popular lo imagina en las minas de Arizona o los ferrocarriles de Colorado, Puente lo describe instalando una carnicería en Hidalgo del Parral. Se ha casado con Petra Espinosa (después de raptarla) y goza de buen crédito. Hacia 1910 radica ya en la ciudad de Chihuahua, ocupado, según Puente, en el mismo ramo comercial.
Vive en paz, pero resiente un agravio de la sociedad, el gobierno y las leyes que oprimen al pobre y lo orillan a delinquir.2 La versión antivillista omite los periodos de tregua civilizada y niega valor o veracidad al episodio de la hermana violada. Para sus malquerientes de entonces y ahora. Villa no es más que un asesino.3 Quizá nunca lleguemos a conocer los hechos esenciales en la vida prerrevolucionaria de Villa, pero hay un testimonio que ayuda a aclarar su sentido interno: los primeros reportajes de John Reed, datos y conjeturas que el propio Reed omitió en México insurgente.
Al llegar a México en 1913, Reed se entrevistó con varios testigos de las correrías de Villa entre 1900 y 1910: el secretario del ayuntamiento de Parral y el jefe de policía de Chihuahua, entre otros. Completó su información revisando cuidadosamente antiguos periódicos de la zona. En 1916, caído Villa y en el momento de la Expedición Punitiva, Reed restó objetividad a sus hallazgos, pero su naturaleza y magnitud son convincentes: «Sus fechorías», escribió Reed, «no tienen parangón con las de ningún otro personaje encumbrado en el mundo».
Entre 1901 y 1909 Villa cometió cuando menos cuatro homicidios, uno de ellos por la espalda. Participó fehacientemente en diez incendios premeditados, innumerables robos y varios secuestros en ranchos y haciendas ganaderas. En 1909, cuando, según Puente, Villa es un honrado carnicero, el verdadero Villa y su banda queman'la casa del ayuntamiento y el archivo de Rosario, en el distrito de Hidalgo. En esa acción. Villa salva el sello que luego utiliza para amparar su propiedad de ganado. En mayo de 1910 se presenta en el rancho San Isidro haciéndose pasar por «H. Castañeda, comprador de ganado». Tras saquear el rancho, su banda mata al dueño y a su pequeño hijo. Todavía en octubre de 1910, Villa y sus hombres -el compadre Urbina, entre ellos- roban en el rancho Talamantes, del distrito de Jiménez, en Chihuahua. Desde principios de ese año crucial, Villa había establecido contactos con Abraham González, jefe del antirreeleccionismo chihuahuense. En julio, uno de sus compadres, Claro Reza, lo delata a las autoridades. Al enterarse, según Reed, Villa lo acuchilla en el corazón. Versiones distintas sitúan la escena frente a la cantina Las Quince Letras: sin bajarse del caballo Villa saca su pistola, clarea a Claro y sale tranquilamente de la ciudad. Otros recuerdan que el crimen ocurrió en el paseo Bolívar: Reza camina con su novia, Villa lo espera tomando un helado, lo encara y lo balacea, saliendo de la escena por su propio pie y sin que nadie se atreva a seguirlo.4 Todo esto parece una película del Lejano Oeste: el torvo forajido y su banda asolando polvosos ranchos; briosos jinetes, reses nerviosas, pistolas rapidísimas y persecuciones interminables. Pero no olvidemos que se trata, en todo caso, de una película mexicana. Las viejas colonias militares establecidas desde el siglo XVIII en el norte mexicano para combatir a los apaches -acrecentadas por el presidente Juárez en 1868— languidecían después de la derrota de los indios en 1886, sin saber hacia dónde derivar la inercia de muerte acumulada en siglos.
Por otro lado, según explica Friedrich Katz -el distinguido historiador del villismo—, durante el porfiriato aparece en el horizonte un nuevo depredador que arrebata tierra y ganado a las colonias: la hacienda. Cuando, para beneficio de la hacienda, se regula la venta de ganado, cunde el abigeato. Resultado: una verdadera cultura de la violencia.
La ley del revólver imperaba en ambos lados de la frontera, pero se trata de una violencia de distinto signo. Norteamérica se construía agregando ambiciones individuales como en una carrera de diligencias. No cabía la ambigüedad: había rancheros y abigeos, galanes y villanos. En México, en cambio, la tradición española podía anteponer cierto sentido social a los hechos individuales. La propiedad privada, sobre todo la ganadera, no tenía un perfil definitivamente claro y generalizado. En el norte, por ejemplo, algunos sectores populares y de clase media rural resentían la expansión territorial y ganadera de la hacienda como una injusticia global. ¿Quiénes eran los bandidos: el gobierno y la hacienda, que promovían una especie de «cercado ganadero», o los rancheros, que desde tiempos coloniales habían dispuesto con libertad del ganado?5 En Estados Unidos, los héroes fueron cazadores de indios, como Buffalo Bill o el general Custer, o sheriffs legendarios, como Wyatt Earp, terror de los abigeos. Guardianes todos de la propiedad privada... del hombre blanco. En México, los héroes roban a los ricos para dar a los pobres: es el caso de Chucho «el Roto», Heraclio Bernal -«el Rayo» de Sinaloa- y Pancho Villa. El propio Reed pudo verificar la vertiente magnánima del bandido cuyas «leyendas cantan los pastores en sus hogueras, por las noches, en las montañas, repitiendo versos aprendidos de sus padres o improvisando otros nuevos».6 En aquellos artículos Reed llamó a Villa «el Robin Hood mexicano».7 Nunca negó Villa su vida de bandidaje, pero es probable que antes de la Revolución la haya ejercido con un propósito distinto -o complementario, si se quiere- al del provecho individual. Si hubiera sido un poeta, habría escrito, como Heraclio Bernal: «Nocivo sin conocerla / he sido a la sociedad. / Pero yo siempre he querido / pertenecerle en verdad. / Pero no lo he conseguido».8 Fue un bandido de película, pero de una película inimaginable en Estados Unidos: un bandido justiciero. El adjetivo no atenúa ni omite la ferocidad del sustantivo, pero le confiere un matiz social y, en su momento, revolucionario.
El momento llegó poco antes de la muerte de Reza. En el hotel Palacio de Chihuahua, Francisco Villa conoce a Francisco Madero.
Entre lágrimas le cuenta sus andanzas, le da razones, se confiesa. Madero le otorga una confianza absoluta, justifica su pasado y lo absuelve. Villa, escribe Puente, «ha pensado en la Revolución como algo que lo va a redimir, que va a redimir a su clase», a su «pobre raza».
Aquellos diecinueve años de bandidaje le daban un inmejorable conocimiento del terreno y le habían enseñado «más de una treta».
Ahora podía usar «esos conocimientos para la causa del pueblo».
La revolución maderista comienza a revelar su genio. En Las Escobas, Villa engaña a las tropas del general Navarro poniendo sombreros sobre estacas para simular un contingente mayor. Con poca gente, pero propia y equipada, se distingue en San Andrés, en Santa Rosalía y en la toma de Ciudad Juárez. Orozco lo considera un «buen pelado». Juntos presionan a Madero para que fusile al general Navarro. Según El Paso Morning News, Villa amenaza a Madero y lo encañona, a lo que Madero responde: «Soy su jefe, atrévase a matarme, tire». Aunque Villa llora y pide perdón, en el fondo piensa que Msdero debería «ahorcar a esos curritos», es decir, a los españoles. Por lo que pronto pone el ejemplo y mata a quemarropa a José Félix Mestas, ex funcionario de Díaz, de sesenta años de edad. A pesar de estos y otros incidentes violentos, cuando triunfa la Revolución Madero lo indemniza con quince mil pesos, dinero que le servirá para abrir una carnicería." La bondad de aquel hombre que le había perdonado todo, hasta el amago contra su vida, lo marcó para siempre. Orozco lo incita a rebelarse, pero sólo logra incorporarlo de nueva cuenta a las filas maderistas, en ese momento federales. Al mando de una brigada de cuatrocientes jinetes se pone a las órdenes del general Victoriano Huerta, quien le respeta la investidura de brigadier honorario. Rápidamente aprende las artes de la guerra, las formaciones, los simulacros. Huerta se admira de sus durísimas cargas y comienza a temerle. En Jiménez aprovecha un pretexto baladí para atribuirle insubordinación y formarle un consejo de guerra. Villa es condenado a muerte. Ante el pelotón de fusilamiento que ya prepara sus armas, Villa se arroja al suelo, llora, implora. Milagrosamente Raúl Madero llega a tiempo para salvarlo. Un telegrama del presidente conmuta definitivamente la pena de muerte por cárcel: una nueva deuda de Villa con su redentor.
En la Penitenciaría conoce a Gildardo Magaña. El joven zapatista le enseña a leer y escribir y lo pone al tanto del Plan de Ayala. En junio de 1912 ingresa a la prisión de Santiago Tlatelolco, donde el general Bernardo Reyes le da rudimentos de instrucción cívica e historia patria. En diciembre de 1912 convence al joven escribiente Carlos Jáuregui de colaborar en su fuga. Una pequeña lima y una gran sagacidad hacen el trabajo. Villa y Jáuregui emprenden un largo trayecto que en enero de 1913 los lleva a El Paso, Texas.
Al consumarse el asesinato de Madero y Pino Suárez, Villa se acerca en Tucson a los sonorenses José María Maytorena y Adolfo de la Huerta. Ambos lo proveen modestamente para la rebelión. En abril de 1913, con nueve hombres, unas cuantas muías de carga, dos libras de azúcar, un poco de sal y café, entra a México para vengar la muerte de su redentor. Toda su furia es justificada. «Los soldados», recuerda Puente, «parece que lo esperan por legiones.»





El Centauro fílmico






A mediados de 1913 nada presagiaba el triunfo de los ejércitos constitucionalistas al mando del «Primer Jefe» Venustiano Carranza.
Pablo González y Lucio Blanco actuaban alrededor de Monclova y Matamoros; Alvaro Obregón, con mayores frutos, avanzaba en Sonora. Aunque en Chihuahua el jefe designado por Carranza es Manuel Chao, Villa unifica el mando: en meses su contingente ha crecido de ocho hombres a nueve mil. A fines de septiembre de 1913, cuando después de un acoso inútil a Torreón -corazón del sistema ferroviario- Carranza peregrina hacia Sonora, Villa integra definitivamente su División del Norte. En pocos días toma por primera vez la ciudad de Torreón y se hace de los trenes que permitirán la rápida y racional circulación de sus tropas. A mediados de noviembre intenta sin éxito tomar Chihuahua, pero sobre la marcha concibe su primera acción deslumbrante: la toma de Ciudad Juárez. Es su entrada no sólo a una aduana de Estados Unidos sino a un escenario mayor: la historia mexicana y, por momentos, la celebridad mundial.
Acción de película. Mientras una parte de los efectivos distrae al enemigo en las afueras de Chihuahua, la otra, bajo el mando de Villa, intercepta y descarga dos trenes de carbón en la estación Terrazas. Sus hombres abordan los vagones y la caballada los sigue por fuera, rumbo a Ciudad Juárez. En cada estación a partir de Terrazas, Villa apresa al telegrafista y pide instrucciones a la base de Ciudad Juárez, fingiéndose el oficial federal a cargo de los convoyes. Una y otra vez aduce imposibilidad de seguir su trayecto hacia el sur, y una y otra vez se le ordena el repliegue al norte. La noche del 15 de noviembre de 1913, mientras los federales dormían a pierna suelta o se solazaban en las ca' sas de juego, una señal luminosa anuncia el asalto. En un santiamén las tropas villistas toman el cuartel, la jefatura de armas, los puentes internacionales, el hipódromo y las casas de juego. Los periódicos norteamericanos y la opinión pública se sorprenden ante la increíble acción.
En Fort Bliss, el general Scott la compara con la guerra de Troya." Pero no sólo Troya estaba en el repertorio instintivo de Villa:
también Cartago. «Me gustan aquellos llanos para una gran batalla», había comentado a su fiel amigo Juan Dozal días antes del combate de Tierra Blanca, librado del 23 al 25 de noviembre. Cinco mil soldados federales de las tres armas detienen sus trenes en plena llanura, rodeados de arenas blandas. Seis mil villistas los vigilan desde los montes. Villa ha asegurado el suministro de agua, pan, pastura, municiones y ametralladoras manteniendo fluida su comunicación ferroviaria con Ciudad Juárez. Un carro-hospital atendería a los heridos.
Reed describe el momento: «Villa abrió fuego desde la mesa con sus grandes cañones. Sus salvajes y endurecidos voluntarios se lanzaron contra los soldados bien entrenados». Villa mismo encabeza la carga general de caballería. Los federales bajan infructuosamente su artillería. Villa les corta la retirada y los federales quedan varados a merced de los revolucionarios. Aquellos blandos arenales fueron el escenario de una carnicería: mil muertos y un botín inmenso. Al poco tiempo, en las plazas de Chihuahua se escuchó la «Marcha de Tierra Blanca».
En Estados Unidos es noticia de ocho columnas: «PANCHO VILLA RIDES TO VICTORY».
Los federales de Chihuahua evacúan la plaza rumbo a Ojmaga.
Hay terror y saqueos. Villa entra a Chihuahua. El 8 de diciembre asume la gubernatura del estado, puesto en el que permanecería un mes. El 10 de enero reduce el último bastión federal del estado de Ojinaga.
El 17 de enero sostiene una conversación telegráfica con carranza en la que predomina la cordialidad. «Después de saludar» a su «estimado jefe» con «el respeto y cariño de siempre», le da una muestra palpable de lealtad:
«Como usted sabe, soy hombre que obedece sus órdenes. La carta que usted me mandó referente a que se quedará el general Chao como gobernador, aunque era una carta iniciativa [sicj, comprendí que era una orden de usted».
Pero no quedaban ahí las pruebas: «no sólo cientos sino millones de cartuchos» tenía en su poder junto con 38 cañones, todo a disposición del jefe. «De faltarnos usted», agregaba humildemente, «yo no sé qué haríamos.» Por su parte. Carranza contestó con amabilidad anunciándole que en la próxima campaña del sur Villa sería uno de sus «principales colaboradores».
Por esos días ocurrió un hecho previsible: aquella figura de película atrajo la atención de los productores de películas. El 3 de enero de 1914 «el Robin Hood mexicano», el fiero jinete tan parecido a los del Lejano Oeste, el «futuro pacificador de México» siempre respetuoso de las propiedades norteamericanas, firma con la Mutual Film Corporation un contrato de exclusividad por 25.0 dólares para filmar las gestas de la División del Norte. Villa se comprometía a desplegar sus batallas durante el día, prohibir la entrada a camarógrafos ajenos a la Mutual y, en su caso, simular combates. Por su parte, la Mutual proveería vituallas y uniformes. Así se rodaron miles de pies e incluso varias películas de ficción. Raoul Waish, que actuó como el Villa joven en la película The life ofgeneral Villa, recordaba en 1967:
«Pagamos a Villa quinientos dólares en oro para filmar sus ejecuciones y batallas. Día tras día intentamos filmar a Villa cabalgando hacia la cámara, pero golpeaba a su caballo con el fuete y las espuelas con una fuerza tal que pasaba a noventa millas por hora. No sé cuántas veces le repetimos: "Señor, despacio por favor, despacio". En las mañanas logramos que pospusiera las ejecuciones de las cinco a las siete para que hubiese buena luz».
El 9 de mayo de 1914 se exhibió en el Lyric Theater de Nueva York La vida del general Villa, en la que Villa, en carne y hueso, aparecía en algunas escenas. El libreto debió de conmoverlo: dos tenientes abusan de su hermana; él mata a uno pero el otro escapa; Villa declara la guerra a la humanidad; en el norte estalla la Revolución, Villa captura ciudad tras ciudad, llega a la capital, encuentra al teniente, lo estrangula. Y -final feliz- llega a la presidencia. Su leyenda recorre el mundo: Pancho Villa superstar.^ Su carrera militar fue aún más exitosa que su carrera filmica. En marzo de 1914 emprende su marcha hacia el sur. Cuenta con un ejército impresionante: un tren-hospital para mil cuatrocientos heridos y dieciséis mil hombres perfectamente equipados. Para su inmensa fortuna, además de sus fieles -Eugenio Aguirre Benavides, Toribio Ortega, Orestes Pereyra, José Rodríguez- se le ha incorporado un hombre por el que llegaría a sentir veneración: Felipe Angeles, el brillantísimo general y maestro, experto en matemáticas y en balística pero sobre todo en comprensión humana. A principios de abril, en una de las batallas más intensas de la Revolución, el ejército villista toma Torreón a sangre y fuego. La toma no es un ejemplo de precisión sino de empuje. Reed escribe:
«Villa es la Revolución. Si muriera, estoy seguro de que los constitucionalistas no avanzarían más allá de Torreón en todo un año».
En abril cae San Pedro de las Colonias. En mayo se libra la batalla de Paredón. Vito Alessio Robles la describe con asombro:
«Un huracán de caballos pasa raudo por nuestros flancos. Es un espectáculo grandioso. Seis mil caballos envueltos en una nube de polvo y sol ... el combate ha terminado sin que nuestra artillería hubiera tenido ocasión de quemar un solo cartucho».
En Paredón, Angeles intercede ante Villa y salva la vida de dos mil prisioneros; lo haría muchas veces más.
Para el Army and Navy Journal, «Villa es un genio militar ... tiene una admirable personalidad que atrae al soldado mexicano. Indudablemente bravo, es un tigre cuando se exalta [pero sabe también ser] ordenado..., en caso de guerra con Estados Unidos será el comandante en jefe ... Se cree que se convertirá en el dictador del país entero». Los norteamericanos tomaban sus precauciones, pero Villa no los atacaría, a pesar de la invasión a Veracruz en abril de 1914.
El fervor villista alcanza -según Reed- niveles de idolatría. Rafael F. Muñoz describió lo que debió de ser el sentimiento general en la División del Norte:
«Rodeaban las ciudades por más grandes que fueran, inundaban las ciudades por más extensas [que fueran éstas]. Se movía arrojando entre los borbotones de sangre gritos de entusiasmo. Se caía viendo a los otros avanzar. Antes de nublarse para siempre, los ojos quedaban deslumhrados por la victoria».
Entonces sobrevienen las primeras fricciones serias entre Villa y Carranza. Su entrevista personal en Chihuahua fue desastrosa. Había ocurrido ya el asesinato de William Benton, ranchero inglés con quien Villa había tenido varios enfrentamientos antes de que Rodolfo Fierro, su pistolero favorito, lo ultimara a mansalva. Factores de toda índole los separaban. Carranza no soportaba la arbitrariedad de Villa.
Lo consideraba inmanejable. Villa resentía la ambiciosa frialdad del Primer Jefe, su mirada oblicua detrás de sus antiparras. ¡Qué diferencia con Madero!, debió de pensar. Carranza no era un amigo: era un rival.
Pero el verdadero distanciamiento ocurre en vísperas de una batalia decisiva: la de Zacatecas. Carranza ordena que las fuerzas de Natera y los Arriera ataquen la plaza. Villa lo desobedece: «Nomás era meter gente al matadero», le informa telegráficamente. La división estaba acostumbrada a vencer junta. Carranza califica a Villa de indisciplinado y éste estalla: «¿Quién le manda a usted meterse en terreno barrido?».
Aunque Villa renuncia, «para no dar sospechas de ambición», y Carranza acepta su renuncia «con sentimiento», es Villa quien se impone. Angeles redacta una renuncia masiva. Todos los generales la apoyan. Carranza los ha cercado y al cercarlos los libera. Sin autorización abierta de Carranza, confirman a Villa como el comandante en jefe y marchan, más unidos que nunca, hacia Zacatecas. El 23 de junio, luego de once días de una batalla por nota, Felipe Angeles escribe:
«Y volví a ver la batalla condensada en un ataque de frente de las dos armas en concierto armónico, la salida del sur tapada y la reserva al este, para dar el golpe de maza al enemigo en derrota. Y sobre esa concepción teórica que resumía en grandes lincamientos la batalla, veía yo acumularse los episodios que más gratamente me impresionaron: la precisión de las fases; el ímpetu del ataque; el huracán de acero y plomo; las detonaciones de las armas multiplicadas al infinito por el eco que simulaba un cataclismo; el esfuerzo heroico de las almas débiles para marchar encorvadas contra la tempestad de la muerte; las muertes súbitas y trágicas tras las explosiones de las granadas; los heridos heroicos que, como Rodolfo Fierro, andaban chorreando en sangre, olvidados de su persona, para seguir colaborando eficazmente en el combate; o los heridos que de golpe quedaban inhabilitados para continuar la lucha y que se alejaban tristemente del combate, como el intrépido Trinidad Rodríguez, a quien la muerte sorprendió cuando la vida le decía enamorada: "No te vayas, no es tiempo todavía". Y tantas y tantas cosas hermosas. Y, finalmente, la serena caída de la tarde, con la plena seguridad de la victoria que viene sonriente y cariñosa a acariciar la frente de Francisco Villa, el glorioso y bravo soldado del pueblo».
Ni sus más enconados detractores han podido negar un hecho: sin el empuje de Villa y su División del Norte, resulta impensable la derrota de Victoriano Huerta tal como ocurrió. Era, en verdad, el «brazo armado de la Revolución».
¿Puede hablarse de una utopía en Villa? La respuesta es ambigua.
No, si se piensa en su falta de un plan orgánico como el de Ayala.
Sí, si se atiende a su efímera gubernatura en el estado de Chihuahua.
Sobre la marcha, Villa descubrió el perfil de su paraíso terrenal y lo puso en práctica con la rapidez y decisión de una carga de caballería.
Toma entonces su primera medida: confiscar los bienes de los potentados chihuahuenses enemigos de la Revolución. Los Terrazas, Creel y Falomir debían «rendir cuentas ante la vindicta pública». Mediante denuncias, amenazas y torturas, los villistas acaparan tesoros visibles y desentierran invisibles. Pero Villa no utiliza los fondos en su provecho personal: confisca los bienes «para garantizar pensiones a viudas y huérfanos, defensores de la causa de la justicia desde 1910». Los fondos se emplean también para crear el Banco del Estado de Chihuahua. Su capital inicial de diez millones de pesos garantiza las emisiones de papel moneda, cuya circulación es forzosa. Durante todo el año de 1914, por lo menos, el dinero villista se cotiza con regularidad. Su mayor soporte no es el metálico en las arcas del banco sino la palabra y la fuerza de Villa.
«El socialismo... ¿es una cosa?», preguntó alguna vez Villa a Reed.
Aunque ignorara esa «cosa», su utopía tenía leves rasgos socialistas. El propio Reed calificó aquel gobierno como el «socialismo de un dictador»:
«Su palabra puede ser la vida o la muerte. No hay derecho de babeas corpus. En la medida en que conserve su gobierno y se abstenga él mismo de robar, sus planes socialistas tendrán que ser útiles al pueblo».
Y lo fueron, en cierta medida. Secundado por su hábil secretario, Silvestre Terrazas, Villa se reveló como un férreo administrador. Logró abaratar los productos de primera necesidad, organizó su racionamiento y distribución, castigó con la muerte abusos y exacciones y puso a todo su ejército a trabajar en la planta eléctrica, los tranvías, los teléfonos, los servicios de agua potable y el matadero de reses.
Una de las facetas más personales de su socialismo se manifestaba con los niños: amaba a los propios y los ajenos; recogía, por centenares, a los desamparados y costeaba su educación. Durante su breve gobierno contrató maestros jaliscienses y abrió varias escuelas, a las que solía acudir —como un niño más— en tiempos de fiesta o en certámenes. Sus planes educativos incluían una universidad militar para cerca de cinco mil alumnos y una escuela elemental en cada hacienda.
Villa había descubierto una utopía personal, la proyección candorosa de su universo mental y moral. Reed recogió en aquel momento palabras que equivalen a una revelación:
«Quiero establecer colonias militares por toda la República para que ahí vivan quienes han peleado tan bien y tanto tiempo por la libertad. El Estado les dará tierras cultivables ... trabajarán tres días a la semana y lo harán duramente, porque el trabajo es más importante que pelear y sólo el trabajo honrado produce buenos ciudadanos. Los tres días restantes recibirán instrucción militar que luego impartirán a todo el pueblo para enseñarlo a pelear. Así, si la patria es invadida, sólo tendríamos que llamar por teléfono a la ciudad de México y en medio día todo el pueblo de México se levantaría para defender a sus hijos y sus hogares. Cualquiera que en la República lo desee tendrá un pedazo de tierra suyo. Deben desaparecer para siempre las grandes haciendas. Habrá escuelas para cada niño mexicano. Primero deben existir los medios para que nuestro pueblo viva, pero las escuelas son lo que está más cerca de mi corazón.
»Para mí mismo, mi única ambición es retirarme a una de las colonias militares y ahí cultivar maíz y criar ganado hasta que me muera entre mis compañeros, que han sufrido tanto conmigo».
Su principal preocupación son sus «muchachitos», los niños y su «pobre raza». Su utopía habla vagamente de la tierra, pero no con el sentido religioso de los zapatistas, sino de un patrimonio o una empresa individual. En la Arcadia de su imaginación, la vida transcurría en el campo, rodeado de pupitres y fusiles. México sería una inmensa y fértil academia militar.






Dualidad






A fines de 1913 John Reed lo ve por primera vez: «Es el ser humano más natural que he conocido, natural en el sentido de estar más cerca de un animal salvaje. Casi no dice nada y parece callado... desconfiado... Si no sonríe da la impresión de amabilidad en todo menos en sus ojos, inteligentes como el infierno e igualmente inmisericordes.
Los movimientos de sus piernas son torpes —siempre anduvo a caballo— pero los de sus manos y brazos son sencillos, graciosos y directos... Es un hombre aterrador».
La palabra «fiera» o «felino» se encuentra en muchas descripciones de quienes lo conocieron. Martín Luis Guzmán: «... su alma, más que de hombre, era de jaguar»; Mariano Azuela: «... cabeza de pelo crespo como la de un león»; Vasconcelos: «fiera que en vez de garras tuviese ametralladoras, cañones». De aquella fiera lo más perturbador eran los ojos. Vasconcelos y Puente los recuerdan «sanguinolentos»; para Rafael F. Muñoz, «desnudaban almas»; Mariano Azuela los vio «brillar como brasas». Pero es Martín Luis Guzmán quien ve mejor esa mirada:
«... sus ojos siempre inquietos, móviles siempre, como si los sobrecogiera el terror... constantemente en zozobra... [Villa es una] fiera en su cubil, pero fiera que se defiende, no que ataca».
Esta caracterización del Villa defensivo concuerda con su vida de bandido a salto de mata, perseguido, acorralado, durmiendo a deshoras donde le viene en suerte, caminando de noche, reposando de día, incontinente sexual, diestro, agazapado, en espera siempre de dar el zarpazo, el albazo. Fiera acosada por su propia desconfianza:
«Lo he visto», recuerda Reed, «fusil en mano, echarse una manta sobre los hombros y perderse en la oscuridad para dormir solo bajo las estrellas. Invariablemente, en las mañanas reaparece viniendo de una dirección distinta, y durante la noche se desliza silenciosamente de centinela en centinela, siempre alerta... si descubría un centinela dormido, lo mataba inmediatamente con su revólver».
Dos prótesis vitales armaban su naturaleza: el caballo y la pistola.
Imposible «navegar», como solía decir, sin el caballo, imposible imaginar un Villa sedentario o a pie. El caballo permitía la persecución o la huida, era el capítulo anterior o posterior a la muerte. Y la muerte era la pistola. Martín Luis Guzmán equiparó la pistola a su mirada:
«La boca del cañón estaba a medio metro de mi cara. Veía yo brillar por sobre la mira los resplandores felinos del ojo de Villa. Su iris era como de venturina: con infinitos puntos de fuego microscópicos.
Las estrias doradas partían de la pupila, se transformaban en el borde de lo blanco en finísimas rayas sanguinolentas e iban desapareciendo bajo los párpados. La evocación de la muerte salía más de aquel ojo que del circulito obscuro en que terminaba el cañón. Y ni el uno ni el otro se movían en lo mínimo: estaban fijos; eran de una pieza.
¿Apuntaba el cañón para que disparara el ojo? ¿Apuntaba el ojo para que el cañón disparase?».
No era el ojo el que apuntaba, sino el ser completo de Villa:
«Este hombre no existiría si no existiese la pistola ... La pistola no es sólo su útil de acción. Es su instrumento fundamental; el centro de su obra y su juego; la expresión constante de su personalidad íntima; su alma hecha forma. Entre la concavidad carnosa de que es capaz su índice y la concavidad dirigida del gatillo hay una relación que establece el contacto de ser a ser. Al hacer fuego no ha de ser su pistola quien dispara, sino él mismo: de sus propias entrañas ha de venir la bala cuando abandona el cañón siniestro. El y su pistola son una sola cosa. Quien cuente con lo uno contará con lo otro y viceversa.
De su pistola han nacido y nacerán sus amigos y sus enemigos».
Pero aquella fiera era también un ser humano sentimental y plañidero, piadoso con el débil, tierno con los niños, alegre, cantador, bailarín, abstemio absoluto, imaginativo, hablantín. Aquella fiera no era siempre una fiera. Era, en el sentido estricto, centauro. Según Puente, su biógrafo fiel, Villa padecía una enfermedad: la epilepsia.
Rehuía, en todo caso, una definición unívoca:
«Si me pidiese una definición de Pancho Villa», escribió el cónsul inglés Patrick 0'Hea, un hombre muy crítico de Villa, «mi respuesta sería: ¿cuál de todos? Porque el hombre mudaba al ritmo de sus éxitos o fracasos. Multipliqúense éstos por su fiera reacción ante cualquier obstáculo; sus reprimendas salvajes contra los enemigos; la vileza indecible de sus lugartenientes al lado de la excelente calidad de algunos de sus consejeros civiles y militares; su magnanimidad con los pobres, su eterna desconfianza, su candor ocasional ... y de ese modo, quizá, podrá descubrirse al hombre como nunca pude yo».
0'Hea vio multiplicidad donde había una forma de «dualidad».
«La "dualidad" de Villa», explica Silvestre Terrazas, «se patentizaba plenamente, quizá por su agitación belicosa, en un instinto destructor, como iconoclasta de vidas y haciendas ... pero a la vez, en sus treguas, mostraba un espíritu reconstructor moral y material que lo obsesionaba. [Tenía] una sed insaciable en pro de la instrucción popular.» También Martín Luis Guzmán ve el elemento casi mítico que fue la clave profunda de su inmenso arraigo popular, la dualidad del héroe que encarna, a un tiempo, venganza y esperanza, destrucción y piedad, violencia y luz:
«... formidable impulso primitivo capaz de los extremos peores, aunque justiciero y grande, y sólo iluminado por el tenue rayo de luz que se colaba en el alma a través de un resquicio moral difícilmente perceptible».
Villa era impulsivo, cruel, iracundo, salvaje, implacable, incapaz de «detener la mano que ha tocado la cacha de la pistola». Pero también podía ser generoso, pródigo, suave, piadoso. Su voz, al contrario que su imagen, era delgada. Puente lo vio «estremecerse en presencia de los libros como si fuera algo sagrado»,36 dar una orden injusta, desdecirse, arrepentirse, dudar, llorar: sentir el desamparo propio de la ignorancia.
Esa dualidad, sobre la que se han escrito cientos de páginas y podrían escribirse más, se plasmaba en su actitud ante la mujer. Según Soledad Seáñez, una de sus últimas y más bellas esposas, «Francisco era terrible cuando estaba enojado pero tiemísimo cuando andaba de buenas». En muchos casos Villa respetó las formas del amor, desde la conquista hasta la separación, de un modo casi gallardo, caballeroso y paternal. Sus raptos no eran enteramente animales: quería que lo quisieran, cortejaba con imaginación, y consintió decenas de veces en casarse, aunque consumada la unión rompía los libros de actas.
En muchos otros casos, se comportó de modo atroz. Alguna vez que interceptó una carta quejumbrosa en la que su joven amada Juana Torres lo llamaba bandido y otros calificativos semejantes, hizo que ella la leyera en su presencia, castigándola, en cada epíteto, con un escupitajo en la cara. Por lo menos dos de sus esposas terminaron sus días prematuramente en el destierro.
Pero la prueba biográfica decisiva con respecto a su dualidad está en los dos hombres más cercanos a Villa, prolongaciones equidistantes y extremas de su naturaleza: Rodolfo Fierro y Felipe Angeles.
En el reverso de una postal enviada a su mujer en 1912, momentos antes de lanzarse a «la bola», Rodolfo Fierro -o Fíenos, como quizá se apellidaba- escribe las pragmáticas razones de su decisión:
«Recibe ésta como un recuerdo de quien se lanza al peligro únicamente para buscar recursos y poder algún día evitar tus sufrimientos».
Fierro era una fiera sin más. Todos coinciden en hablar de su «hermosura siniestra» (era más alto que Villa). La tropa lo llamaba «el Carnicero». Reed describe así al «hermoso animal»:
«En las dos semanas que estuve en Chihuahua dio muerte a sangre fría a quince ciudadanos indefensos. Sin embargo existía una curiosa relación entre Villa y él. Fierro era su mejor amigo; y Villa lo quería como a un hijo y siempre lo perdonaba».
Martín Luis Guzmán dejó una aterradora estampa de Fierro en La fiesta de las balase 0'Hea recuerda el placer con que mataba a indefensos, a supuestos espías o críticos del villismo. Fue Fierro quien mató a Benton por creer que el inglés intentaba sacar su pistola, cuando en realidad quería sacar el pañuelo para secarse el sudor de la frente: una «pura mala inteligencia», comentó Fierro.
Silvestre Terrazas objetó siempre la confianza ciega de Villa en Fierro y su nombramiento de superintendente general de los Ferrocarriles. A la salida de una fiesta en honor de Fierro, Terrazas presenció esta escena:
«... en una de esas fiestas, el general Fierro bebió más de lo regular, despidiéndose a altas horas de la noche, y a pocos pasos se encontró con uno de los más conocidos empleados del ferrocarril, que se dirigía a la reunión, a una cuadra del Templo del Santo Niño, en plena obscuridad. Fierro, posiblemente por la falta de luz y por el estado de ebriedad en que iba, ni siquiera supo de quién se trataba, pero sin cruzarse una sola palabra, sacó su pistola y disparó tan certeramente que la víctima pasó instantáneamente a mejor vida, quedando tirada en plena calle, abandonada hasta que otros compañeros que salieron al aclarar, pudieron distinguir el cuerpo yerto de aquél, al que muchos apreciaban por su intachable conducta, por sus aptitudes y su cumplimiento en el trabajo».
Esta «bestia hermosa, de maneras y gestos civilizados, de timbre suave que rehuye tonos altisonantes», este asesino fisiológicamente puro era una de las facetas de Villa, su instinto de muerte. «Yo sólo sé», escribió 0'Hea, «que este hombre, con su mirada errante y su mano fría, es el mal.”.
Pero Patrick 0'Hea admitió también otra vertiente en Villa: la que atraía a hombres puros, a la que hombres puros atraían. La lista es larga: Díaz Lombardo, Iglesias Calderón, Bonilla, Federico y Roque González Garza, Lagos Chazare, Luis Aguirre Benavides, Raúl y Emiho Madero, Martín Luis Guzmán. Y tres médicos: Silva, Palacios, Puente. ¿Cómo explicar aquel recíproco magnetismo? Cada facción revolucionaria atrajo a un tipo distinto de intelectual. Los intelectuales vinculados al zapatismo tenían raíces anarquistas o una vena de misticismo cristiano. Antonio Díaz Soto y Gama, por ejemplo, abrevaba de ambas vertientes. Al carrancismo se afilió un espectro muy amplio, que iba desde los liberales puros, como José Natividad Macías, Luis Manuel Rojas o Alfonso Cravioto, hasta un nuevo tipo de intelectual político que intentaba articular ideología y praxis revolucionarias con un nuevo cuerpo legal e institucional- Luis Cabrera. Alberto J. Pañi, Isidro Fabela, Félix F. Palavicini. Al villismo, en cambio, se acercan los demócratas idealistas.
Como Villa, los idealistas detestan a los metidos en «políticas», a los «ambiciosos», a los «carranclanes». Son más realistas que los místicos del zapatismo pero menos pragmáticos que los carrancistas Casi todos fueron fieles a Madero y veían en el villismo encabezado por ellos el germen de continuidad con un liberalismo ilustrado. Más que el reparto agrario o el problema obrero, los idealistas se preocupan por la educación -otra coincidencia con Villa- y por la democracia.
Se acercan a Villa con la misma actitud de aquel médico ilustrado del siglo xviii frente al enfant sauvage: para enseñarle lo que desde el principio de los tiempos debe y no debe hacerse. Reed entendió esa tentación: «Toda la compleja estructura de la civilización era nueva para él. Para explicarle algo había que ser filósofo». Por su parte. Villa buscaba su apoyo, se aprendía de memoria pasajes de la Constitución, y no perdía oportunidad de pregonar con tristeza, con humildad, su indefensión intelectual: «Sería malo para México que un hombre sin educación fuera su presidente».
Aunque Villa nunca se plegó por entero a los dictados de sus preceptores, y los tildó a veces de «engordadores di oquis», en cada uno de ellos debió de ver un Madero potencial. Pero, muerto Madero, necesitaba creer en un hombre que aunara la pureza y la autoridad. Lo encontró en la contraparte de Rodolfo Fierro: Felipe Angeles.
A los ojos de Villa, Felipe Angeles era un hombre pleno y cabal:
militar y académico. Según Martín Luis Guzmán, Villa sentía por Angeles una «admiración supersticiosa». Sabía de los terribles momentos que Angeles había vivido junto a Madero y Pino Suárez; conocía la benevolencia de su trato con los zapatistas; admiraba su amor por la música y los libros, su honradez, su sensibilidad a las causas populares, su piedad. ¿Cuántas veces escucharía la prédica de Felipe Angeles?:
«... la Revolución se hizo para libramos de los amos, para que vuelva el gobierno a manos del mismo pueblo y para que éste elija en cada región a los hombres honrados, justos, sensatos y buenos que conozca personalmente y los obligue a fungir como sirvientes de su voluntad expresada en las leyes, y no como sus señores».
Era la misma voz de Madero, pero en un hombre distinto: supremo artillero y técnico de la guerra. Ángel armado, llevaba en una mano la espada y en la otra la balanza. Villa lo estimaba tanto que -según Valadés— fue el padrino de bautizo de un hijo de Angeles para así «tener la confianza de llamarlo compadre». No es casual que Angeles fuese el candidato presidencial que Villa propondría, meses después, a la Convención de Aguascalientes. Este Madero fuerte, este Madero militar fue la otra posibilidad de Villa, su tregua luminosa.
Dualidad sugiere esquizofrenia. Sería inexacto atribuirla a Francisco Villa. Aunque sus dos facetas se alternaban, su rasgo íntimo no era la división sino la tensión. Su instinto predominante lo llevaba a obedecer a sus impulsos, obedecerlos instantáneamente y salvajemente. Pero por momentos algo lo impulsaba a domarlos, a trascenderlos. Dualidad vertical. No eran dos hombres: era uno solo buscando elevarse hacia una síntesis.
Una palabra bastó para alcanzar esa síntesis: la palabra justicia. Villa «quiere una justicia tan clara como la luz, una justicia que hasta el más ignorante pueda aplicar». Una justicia convincente como la palabra de Madero. «Está inconforme con el presente», escribe Reed, «con las leyes y costumbres, con la repartición de la riqueza ... [con el] sistema.» «Sobre casi todos quisiera ejercer su justicia tremenda, justicia de exterminio, de venganza implacable.» Esta noción de justicia justifica a la fiera. Como los jinetes del Apocalipsis, Villa no imparte justicia: la impone. No es el justo sino el justiciero: vínculo efímero del fierro y el ángel.






Derrotas psicológicas






Victoriano Huerta salió del país en julio de 1914. El constitucionalismo triunfante tenía frente a sí una difícil prioridad: reconciliar a Villa con Carranza. Desde Zacatecas, Villa hubiese querido seguir hasta la capital, pero los planes de Carranza eran distintos: bloqueó el envío de carbón para los trenes villistas y cedió la entrada triunfal al Ejército del Noroeste. El 15 de agosto de 1914, luego de firmar los tratados de Teoloyucan, Alvaro Obregón y sus tropas entran a la ciudad de México.
Un mes antes se había concertado en Torreón un pacto, a la postre infructuoso, entre representantes de Carranza y Villa. En agosto se recrudece una vieja pugna entre el gobernador de Sonora, José María Maytorena -compadre de Villa-, y el comandante militar carrancista:
Plutarco Elias Calles. Con el propósito de conciliar a los rijosos e intentar la avenencia entre Villa y Carranza, Obregón visita Chihuahua.
Los dos caudillos están frente a frente.
Villa sólo conoce dos opciones: pelear o creer:
«Mira, compañerito: si hubieras venido con tropa, nos hubiéramos dado muchos balazos; pero como vienes solo no tienes por qué desconfiar; Francisco Villa no será un traidor. Los destinos de la patria están en tus manos y las mías; unidos los dos, en menos que la minuta [sk] domaremos al país, y como yo soy un hombre oscuro, tú serás el presidente».
Obregón sabe que el idioma universal de la política tiene más opciones. Esquiva con prudencia a Villa, y lo escucha y observa en silencio: «Es un hombre que controla muy poco sus nervios». Juntos viajan a Nogales y logran un acuerdo con Maytorena. Juntos envían a Carranza un pliego de proposiciones para encauzar la vida política del país. Carranza lo admite en parte, pero considera de tal importancia su contenido que sólo una convención nacional con todos los generales revolucionarios sería, a su juicio, la indicada para dictaminar.
Un movimiento de Benjamín Hill, general carrancista, reaviva la crisis de Sonora. Nuevo viaje de Obregón a Chihuahua. Más fierro que ángel, esta vez Villa lo recibe con recelo. El 16 de septiembre de 1914, desde el balcón principal del Palacio de Gobierno, ambos presencian el desfile militar. Obregón sabe que el despliegue busca impresionarlo. Y lo impresiona: ha contado 5.0 hombres, 43 cañones y decenas de miles de «mauseritos». Sabe también que si Villa sospechara de él, lo «borraría del catálogo de los vivos». Cualquier pretexto sería bueno. Y este pretexto tan ansiado por fin llega.
«El general Hill», exclama Villa a Obregón, «está creyendo que conmigo van a jugar ... es usted un traidor a quien voy a pasar por las armas en este momento.» Obregón no accede, con claridad, a ordenar el retiro de Hill. Villa solicita una escolta para fusilarlo. Es entonces cuando Obregón le inflige su primera derrota: una derrota psicológica. Ante la excitación de Villa, responde con un aplomo que lo desarma y con argumentos que lo confunden. No lo enfrenta, sino que lo desarma con su propio impulso:
«Desde que puse mi vida al servicio de la Revolución he considerado que sería una fortuna para mí perderla... [fusilándome], personalmente, me hace un bien, porque con esa muerte me van a dar una personalidad que no tengo, y el único perjudicado en este caso será usted».
Villa duda. Una hora después retira la escolta. Más ángel que fierro, rompe a llorar. El palpito moral, no el cálculo político, lo mueve a decir:
«Francisco Villa no es un traidor; Francisco Villa no mata hombres indefensos, y menos a ti, compañerito, que por ahora eres huésped mío».
Obregón respira pero no se conmueve. En circunstancias similares, ¿hubiera perdonado a Villa? No sin temor permanece unas horas en Chihuahua, de donde sale escoltado por los villistas José Isabel Robles y Eugenio Aguirre Benavides, con quienes intima. El tren se detiene en la estación Ceballos. En respuesta a actos de Carranza que considera hostiles, Villa ha ordenado su regreso. Obregón da nuevas muestras de sangre fría. Regresa a Chihuahua donde, de nueva cuenta, Villa está a punto de fusilarlo. Por fin le permite viajar hacia Torreón, con el propósito de detenerlo en la estación Corralitos y pasarlo por las armas. La suerte y la intervención de Robles y Aguirre Benavides evitan el desaguisado. Obregón llega sano y salvo a Torreón, y más tarde a Aguascalientes, donde el 10 de octubre la Convención inicia sus trabajos.
Días antes Villa publica un manifiesto en el que desconoce al Primer Jefe y lo acusa de prácticas antidemocráticas. Argumento paradójico, en opinión del historiador Charles Cumberland. ¿Qué autoridad democrática podría reclamar el hombre cuyos poderes en Chihuahua habían sido casi dictatoriales? ¿Acaso había pensado alguna vez en convocar elecciones? ¿Podía invocar las leyes el hombre que hacía gala de su despego a la ley? La segunda victoria psicológica de Obregón sobre Villa ocurre durante la Convención de Aguascalientes. Mientras Villa amenaza con sus tropas fuera de la ciudad, y sólo acude para sellar los acuerdos con su sangre sobre la bandera, Obregón participa en los debates y gana muchos aliados, tanto en el campo villista como en el zapatista.
Cuando la Convención desconoce a Carranza y designa presidente provisional, por veinte días, a Eulalio Gutiérrez, Obregón —astutamente— no se inclina por Carranza. Cabalga por encima de las corrientes, da tiempo al tiempo. El callejón no tiene salida: Pancho Villa no se decide a renunciar hasta no ver caído al «árbol don Venus».
Carranza condiciona su renuncia a la integración de un gobierno firme que pueda encauzar las demandas sociales de la Revolución.
Eulalio Gutiérrez es quien se ve forzado a romper el equilibrio y convierte la situación de difícil en imposible: nombra a Villa general en jefe del ejército de la Convención. Varios militares —Pablo González y Lucio Blanco, entre otros— intentan la conciliación que hubiera salvado centenares de millares de vidas. En cierto momento. Villa propone una salida increíble: su suicidio y el de Carranza. Las fuerzas se reacomodan en los dos bandos. Obregón se compromete en forma definitiva con Carranza. En el horizonte apunta una guerra civil. Un diario citadino publica una caricatura alusiva: la aterrada madre —Revolución— ha parido cuates: uno con cara de Venustiano, otro con cara de Pancho. Desde la puerta del cuarto de hospital, el pobre padre-pueblo exclama lleno de horror:

Si ya con uno no puedo.
¿dónde voy a dar con dos?.

La guerra entre los cuates de la Revolución tarda algunos meses en estallar. El gobierno de la Convención marcha a la ciudad de México. Aunque Carranza tiene, entre otros, el apoyo de Francisco Coss (en Puebla), Cándido Aguilar (en Veracruz), Francisco Munguía (en el estado de México) y de Pablo González y Alvaro Obregón, la Convención cuenta con Zapata, Villa y varios otros generales dueños del centro, el norte y el occidente de México. En este momento cumbre, en Xochimilco se encuentran los dos caudillos populares de la Revolución: Villa y Zapata. Aunque la versión taquigráfica de su conversación es conocida, hay en ella muchos elementos reveladores. Zapata expresa con claridad su anarquismo natural y su amor a la tierra. Villa, hablantín, refleja por entero su actitud ante el poder y la guerra.
En aquel pacto de Xochimilco, Zapata y Villa buscaron cimentar su triunfo, pero el tema vehemente de su conversación es otro, el opuesto: su derrota.
«Con estos hombres», dice Villa refiriéndose a los carrancistas, «no hubiéramos tenido progreso ni bienestar ni reparto de tierras, sino una tiranía en el país. Porque, usted sabe, cuando hay inteligencia, y se llega a una tiranía, y si es inteligente la tiranía, pues tiene que gobernar. Pero la tiranía de estos hombres era una tiranía taruga y eso sería la muerte para el país.” Con todas sus letras, Villa declara que el poder es para los otros. El renuncia por falta de méritos:
«Yo no necesito puestos públicos porque no los sé "lidiar" ... Yo muy bien comprendo que la guerra la hacemos nosotros, los hombres ignorantes, y la tienen que aprovechar los gabinetes».
Su función y la de Zapata se limitaría a «buscar gentes» para «aprovechar» esos puestos, pero con la condición de que «ya no nos den quehacer»: «Este rancho está muy grande para nosotros». Villa quería retirarse después de encarrilar «al pueblo a la felicidad». Habla de su futuro y pacífico «ranchito», de sus «jacalitos», pero confiesa que en el norte tiene todavía «mucho quehacer». No le interesan demasiado los del gabinete. A sus ojos su misión consistía en «pelear muy duro». La palabra «pelear» aparece nueve veces en la conversación.
«... yo creo que les gano. Yo les aseguro que me encargo de la campaña del norte, y yo creo que a cada plaza que lleguen también se las tomo, va a parar el asunto de que, para los toros de tepehuanes, los caballos de allá mismo.”.
Concluida la conversación, se pasó al comedor, donde se sirvió un banquete al estilo mexicano. Al final Villa pronunció unas palabras de «hombre inculto»:
«Cuando yo mire los destinos de mi país bien, seré el primero en retirarme, para que se vea que somos honrados, que hemos trabajado como hombres de veras del pueblo, que somos hombres de principios».
Aquellas palabras, pronunciadas en la cúspide de su poder, son más que una revelación: son un presagio, su tercera derrota psicológica. De antemano admite supeditarse a «los gabinetes» si «no le dan quehacer», de antemano renuncia a ejercer, en términos políticos, el poder. No lo mueve, como a Zapata, un «anarquismo natural», sino la autodescalificación, la ignorancia. La política es para los deshonestos, los ambiciosos, los hombres sin principios. De esta visión se sigue su destino: pelear, pelear ciegamente o hasta el advenimiento de un nuevo Madero en el que pudiese creer. Una vez más la vida entre extremos: el ángel o el fierro. Pero, frente a Alvaro Obregón, renunciar al terreno intermedio del ejercicio político significaba renunciar a ganar en cualquier ámbito que no fuese la guerra.
Dos días después del Pacto de Xochimilco, las tropas de Zapata y Villa entran a la capital. Bertha Ulloa describe la escena:
«La ciudad se engalanó jubilosa el 6 de diciembre de 1914 para presenciar el desfile victorioso del ejército convencionista. Algo más de cincuenta mil hombres de las tres armas se concentraron en Chapultepec, y a las once de la mañana empezaron a avanzar por el paseo de la Reforma. A la vanguardia iba un pelotón de caballería compuesto por fuerzas de la División del Norte y el Ejército Libertador del Sur, en seguida venían a caballo Villa y Zapata, el primero "con flamante uniforme azul oscuro y gorra bordada" y el segundo "de charro". Al llegar a Palacio Nacional subieron al balcón central y se colocaron a los lados de Eulalio Gutiérrez para presenciar el desfile.
En primer término pasaron los jefes norteños, después, la infantería y la caballería zapatistas con algunas secciones de ametralladoras, luego las tropas del norte encabezadas por Felipe Angeles y su estado mayor, dos divisiones de infantería y diez baterías de cañones. Las tropas del norte llevaban uniformes en color caqui pardo y sombreros de fieltro; en contraste, las del sur vestían "algodón blanco y gran sombrero de palma", pero todas marchaban bien disciplinadas, y la población las estuvo aclamando hasta después de las cinco de la tarde, hora en que concluyó el desfile. Entre los numerosos invitados que acudieron gustosos a Palacio estuvieron los diplomáticos encabezados por su decano, el ministro de Guatemala, Juan Ortega».
La ciudad, el Palacio Nacional, la política, es lo otro, el mal. Ambos se sienten extraños en el corazón político de México. Zapata siente un terror místico frente a la silla presidencial. Entre carcajadas, Villa juega la broma de su vida: se sienta en ella. Todos ríen porque todos saben que la escena es «di oquis», para los fotógrafos, para ver cómo se ve, para ver cómo se siente. ¿Es posible imaginar en Obregón o Carranza un desplante similar? Sin importarle la suerte de «los gabinetes de la Convención» —deleznable cuestión de «política»—, Villa pasa festivamente sus días en la capital: asiste a banquetes, enamora a cajeras, flirtea con María Conesa, ordena a Fierro el asesinato del joven David Berlanga porque se atrevió a criticarlo, envía niños menesterosos de la capital para que estudien en Chihuahua, llora a mares frente a la tumba de Madero y pone, ya por último, el nombre de su redentor a la antigua calle de Plateros.
Mientras sus Dorados entonan «La cucaracha» y «Jesusita en Chihuahua», Villa planea la campaña final contra el carrancismo. Ignora -ignorará siempre— el grado en que sus derrotas psicológicas prepararon el terreno para las otras, definitivas.






Derrotas militares






Cuando Villa expresaba su recelo hacia los «gabinetes» y las «políticas», no se refería, por supuesto, sólo a los «gabinetes y políticas» carrancistas, sino a sus propios «gabinetes» surgidos de la Convención de Aguascalientes. Nunca los dejó gobernar ni desperdició oportunidad para humillarlos. A su propia incompatibilidad con el ejercicio político se aunaba su diferencia con Zapata. El guerrero Villa quería ver más agresivo militarmente al guerrillero Zapata. Pero Zapata no peleaba fuera de su territorio morelense por pelear, sino por el Plan de Ayala. Estas incompatibilidades se hicieron evidentes en todos los ámbitos políticos opuestos al carrancismo: en los sucesivos e inestables gabinetes de la Convención, en los debates de la Convención durante el año 1915, en los programas revolucionarios. Finalmente no pudieron conciliarse. Política e ideológicamente, la Convención se escindió en tres —y hasta cuatro— sectores, a veces opuestos, siempre independientes: el zapatismo, el villismo militar y cívico, y el convencionismo de Eulalio Gutiérrez. El zapatismo siguió fiel a su universo cerrado: el estado de Morelos y la doctrina, para ellos infalible, del Plan de Ayala. Don Eulalio y sus intelectuales idealistas, como su ministro de Educación, José Vasconcelos, peregrinaban hacia San Luis Potosí llevando consigo un proyecto creativo para la Revolución: la redención educativa y la democracia pura, maderista. Los Dorados del villismo militar preparaban sus músculos para las grandes batallas del Bajío en marzo de 1915. Por último, un grupo extraído también de las filas maderistas gobernaba en nombre del villismo el territorio casi soberano de Chihuahua.
Un juicio equilibrado sobre el villismo no puede dejar a un lado el desempeño de aquel gobierno chihuahuense. El «rancho» del país era demasiado grande para Villa, pero en lo que respecta al rancho chihuahuense, sus Dorados civiles —Díaz Lombardo, Bonilla, Terrazas— lo gobernaron con algunos aciertos y no pocos errores.
Aquélla fue una curiosa mezcla de maderismo y villismo. En contraste con lo que ocurría en los territorios carrancistas, en la patria de Villa había una libertad de cultos casi total. Fue Villa quien decretó el 23 de febrero día de luto nacional. Siguiendo las pautas del gobernador maderista Abraham González, se desplegó una política agraria activa cuyo propósito final sería distribuir la tierra creando pequeñas unidades familiares provistas de agua, crédito y técnica. Aunque la reforma no culminó debidamente y Villa repartió muchas haciendas como botín de guerra entre sus lugartenientes, aquel gobierno estaba en vías de realizar una reforma agraria limitada, no muy distinta a la que, en su momento, realizarían Calles y Obregón.
La vertiente villista del experimento chihuahuense tuvo dos aspectos positivos —el fomento económico y la política de caridad— y dos negativos —corrupción y nepotismo—. Financiado, es verdad, por un déficit excesivo e inflacionario. Silvestre Terrazas promovió fábricas de lana y uniformes, una empacadora de carnes, una constructora de casas populares, caminos, obras hidráulicas... En sus afanes, no olvidaba que los niños y los desamparados eran la verdadera preocupación de su general. De ahí la creación de la Escuela de Artes y Oficios de Chihuahua, otras escuelas primarias, rurales y la Casa de Asilo y Corrección para huérfanos en la Misión de Chinarras. Pero no todo fue miel sobre hojuelas: varios lugartenientes y burócratas se enriquecieron, entre ellos Félix Summerfeid, Lázaro de la Garza, el propio Silvestre Terrazas, según varias fuentes y, señaladamente, el hermanito de Villa: Hipólito. John Kenneth Tumer -el gran critico del porfirismo, autor de México bárbaro— escribió desilusionado: «Hipólito montó su empacadora de carnes. Se vanagloria de que jamás ha pagado un dólar por materia prima, ni un solo peso a los ferrocarriles por concepto de fletes. Hipólito es también juez especial en las aduanas de Ciudad Juárez ... las murmuraciones en las casas de juego le atribuyen depósitos por cuatro millones de dólares en bancos norteamericanos ...viste como el duque de Venecia ... se llama "emperador de Juárez"».
En abril de 1915, Turner emitía este juicio terrible: «Mi conclusión es que Francisco Villa... es aún Doroteo Arango...alias Pancho Villa el bandido... Villa no ha adquirido ni ideas sociales ni una conciencia social. Su sistema es el mismo de Díaz elevado a la potencia: robo, terror... La teoría de Villa es que el Estado existe para él y sus amigos».
Personalmente, al parecer. Villa no robó ni tuvo tiempo o voluntad para atender de cerca el gobierno de su inmenso territorio. A principios de 1915 cada uno de los 14 estados villistas tenía sus propios problemas. Con todo. Pancho Villa se reservó el manejo de dos riendas: la relación con los norteamericanos y la guerra contra el carrancismo.
En vísperas de las grandes batallas del Bajío, Villa contaba con la abierta simpatía del gobierno norteamericano. Wiison lo consideraba «el mexicano más grande de su generación»; Villa, por su parte, no desperdiciaba oportunidad para agradecer al «sabio» presidente Wiison su buena voluntad y su decisión de evitar la guerra. Cualquiera que fuese la desavenencia. Villa accedió casi siempre a las solicitudes del enviado de Washington, George Carothers. Muy pocas veces afectó intereses norteamericanos, y siempre mantuvo una amistad continua y funcional con el general Hugh Scott, comandante en la frontera. No obstante, la cuestión crucial del reconocimiento no se dirimiría en los suaves gabinetes de la diplomacia sino en los campos del Bajío. No con «políticas», diría Villa, sino «echando balazos» contra el «compañerito» Obregón.
Varios factores ajenos a la psicología de Villa determinaron su derrota militar. Uno fue la falta de colaboración de Zapata. Otro, la dispersión de sus fuerzas. Los villistas combatían en tres frentes: una amplia faja del occidente y el noroeste (desde Jalisco hasta Baja California); la zona norte y noroeste (desde Coahuila hasta Tamaulipas) y la región huasteca de San Luis Potosí hasta Tampico. A principios de 1915 la mitad del país era teatro de una guerra civil que se hubiese prolongado de no mediar las batallas del Bajío, en las que Obregón derrotó definitivamente a Villa: las dos batallas de Celaya y los difíciles encuentros de Trinidad, Resplandor, Ñapóles, Silao, Santa Ana (donde Obregón pierde su brazo) y León.
En Celaya, Villa quiere emplear las mismas tácticas de agresividad abierta que tanto éxito habían tenido en Tierra Blanca, Paredón o Torreón. Felipe Angeles desaconseja la táctica, sobre todo por la topografía. Rodeada de acequias que permitirían al enemigo atrincherarse, Celaya no era un escenario adecuado para las cargas anibalianas de Villa; nada más remoto a aquellas blandas dunas de Tierra Blanca. A juicio de Angeles, si la oportunidad de atacar Veracruz se había perdido, había que marchar al norte. Pero Villa se impacienta y lo desoye.
El 6 de abril lanza sus primeras cargas contra Celaya. Obregón corre grandes riesgos. La situación parece perdida para los carrancistas.
«Asaltos de enemigo son rudísimos», telegrafía Obregón a Carranza, «mientras quede un soldado y un cartucho sabré cumplir con mi deber.» A la una de la tarde del día siguiente, Villa había dado más de treinta cargas de caballería, todas infructuosas. En un doble movimiento, Obregón ordena el ataque de las fuerzas de caballería que mantenía en reserva. «Los villistas», reporta Obregón, «han dejado el campo regado de cadáveres ... hanse encontrado más de mil muertos.» Una semana después, Villa vuelve —literalmente— a la carga. «Conociendo el carácter rudo e impulsivismos [sic] de Villa», Obregón despliega «dispositivos de combate en una zona más amplia que la anterior» y con el mismo esquema: resistir la andanada desde las trincheras, fingir abatimiento y, en el momento justo, sorprender con el movimiento de las reservas. El saldo fue impresionante: cuatro mil muertos, seis mil prisioneros y un inmenso botín de 32 cañones, cinco mil armas y mil caballos ensillados. Villa se repone efímeramente, pero en León sigue el rosario de derrotas. Aunque Felipe Angeles desaconseja de nueva cuenta el enclave. Villa insiste. Benjamín Hill le causa dolorosas bajas. El último encuentro entre Obregón y Villa tiene lugar en Aguascalientes. Diezmado y aturdido. Villa emprende su marcha al norte con la idea de regresar por el occidente.
Atribuye sus derrotas a la falta de parque y refuerzos. La verdad es distinta. Obregón lo había vencido militarmente con la misma táctica de aquellas batallas psicológicas de Chihuahua: no enfrentar impulso con impulso, carga con carga, no provocar tampoco; dejarlo venir, dejarlo caer en la lógica de su propio impulso, para luego, en el momento justo, dar el golpe de gracia. Táctica de judo.
La suerte militar de Villa se selló en esas batallas. El dinero villista se desmorona vertiginosamente: de 50 centavos de dólar en 1914, pasa a cinco centavos después de Celaya. En unos meses, las «dos caritas» y las sábanas villistas serían billetes de colección. La escasez de alimentos y la inflación azotan los territorios de Villa. En agosto de 1915 Carothers informa a su gobierno: «Villa está en bancarrota y se apoderará de todo .„ para reunir fondos». Todas las simpatías de los norteamericanos por Villa y toda su diplomática condescendencia con ellos no ocultan su derrota militar y financiera.
Más dolorosa que la derrota y la bancarrota debió de ser la deserción. Hacía tiempo que los Herrera se habían pasado al carrancismo y que José Isabel Robles y Eugenio y Luis Aguirre Benavides lo habían abandonado. Seguirían Chao, Bueina, Cabral, Rosalío Hernández, Raúl Madero. Angeles o fierros, uno a uno caen, desertan, O traicionan. El compadre Urbina, su viejo compañero de fechorías, amenaza con rebelarse. Urbina es tan carnicero como Fierro, pero de una maldad más amplia e inteligente. Posee un verdadero imperio económico: en su hacienda de Las Nieves, escribe Reed, «todo le pertenece: la gente, las casas, los animales y las almas inmortales ... él sólo, y únicamente él, administra la justicia alta y baja. La única tienda del pueblo está en su casa». Villa lo asalta por sorpresa y, no sin vacilar, lo entrega a Fierro «para que disponga de él a su voluntad». Angeles se le separa el 11 de septiembre. Por fin, el 14 de octubre de 1915, marchando hacia Sonora, Rodolfo Fierro encuentra una muerte digna de su vida: montado en su caballo y abrazado por un pesado chaleco de monedas de oro, se ahoga lentamente en el fango de la Laguna de Casas Grandes.M El 19 de octubre de 1915, «desilusionado totalmente» de Villa, el gobierno norteamericano reconoce al gobierno carrancista. Villa debió de sentir ésta como la mayor de las traiciones. Había puesto todo su empeño durante casi cinco años en respetar a Estados Unidos, había cedido muchas veces a las peticiones de Scott, a los consejos de Carothers, a las iniciativas de Wiison o del Departamento de Estado. A diferencia de Carranza, había dicho casi siempre que sí. Pero ahora le retribuían con una puñalada. Su respuesta fue brutal y amenazante:
«Yo declaro enfáticamente que me queda mucho que agradecer a Mister Wiison, porque me releva de la obligación de dar garantías alos extranjeros y especialmente a los que alguna vez han sido ciudadanos libres y hoy son vasallos de un evangelista profesor de filosofía, que atrepella la independencia permitiendo que su suelo sea cruzado por las tropas constitucionalistas. [A pesar de todo], por ningún motivo deseo conflictos entre mi patria y los Estados Unidos. Por lo tanto ... declino toda responsabilidad en los sucesos del futuro».
La última campaña guerrera de Villa fue el ataque a Sonora a fines de 1915. Quizá por el carácter súbito de su repentina exaltación y caída, aún no se sentía vencido. En Agua Prieta, del 1.° al 3 de noviembre, sus cargas de caballería se estrellan contra las alambradas y los cañones del general Plutarco Elias Calles. El 21 de noviembre, diez mil villistas cargan inútilmente sobre la ciudad de Hermosillo, defendida y fortificada por el general Manuel Diéguez. Maytorena le ha retirado todo su apoyo. Desertan Urbalejo y sus yaquis. Pereyra es ejecutado. Sólo quedan tres mil hombres en la División del Norte.
Obregón toma en sus manos, directamente, la ejecución de la puntilla: reduce los últimos bastiones villistas en Sonora. Se rinden Ciudad Juárez y Chihuahua. A principios de 1916, el guerrero se convierte en guerrillero.

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