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sábado, 28 de mayo de 2011

La idea terrible de ser individuo

La Idea Terrible de ser Individuo.

Indudablemente, sólo a mi terquedad hay que achacar el que desdeñe el enfoque corriente del tema que va a ocuparnos. Es la naturaleza, responsabilidades y horizontes del individuo. Corrientemente, el estudio de este tema empieza anunciando que el individuo está en grave apuro. Ha sido desarraigado por - la sociedad moderna y corrompido por la moderna cultura; lo ha ablandado el estado moderno, y la moderna industria lo ha convertido en autómata; la democracia moderna le ha '* cargado de responsabilidades' que no puede soportar; y, como si esto fuera poco, va a ser víctima de una conspiración internacional.

Después de animar así a todo el mundo, el enfoque corriente del tema pasa a señalar quién tiene la culpa de este estado de cosas. Sin miedo ni adulación, levanta el dedo contra el culpable. Es el individuo. Conformista, pero al mismo tiempo centrado en sí mismo, desarraigado pero al mismo tiempo absorto y embebido en sus propósitos materialistas, el individuo, según dicen, se cruza de brazos, negándose a aceptar su responsabilidad por la condición en que está el mundo. Luego, indicada la enfermedad y descubierta la causa, el enfoque corriente pasa con toda serenidad a las conclusiones. ¿Cuál es el objeto de nuestra sangre, sudor y lágrimas? ¿Cuál es la razón de ser de nuestro sistema económico, de nuestra política exterior, de nuestras bombas de hidrógeno? Es la defensa del individuo, esta criatura cuya eficiencia e inteligencia, cuya vida feliz, simpatía y valor ha venido celebrando tan persuasivamente el enfoque ordinario.

Espero que se interprete bondadosamente mi decisión de no seguir este enfoque al hablar del individuo y de sus horizontes. No es que se me escapen sus aspectos atractivos. El enfoque corriente del tema me permitiría demostrar que no soy un contentadizo, que busco curas radicales para trastornos radicales, y que, una vez echada la suerte, jamás me detendré por respeto a la lógica de definirme y expresar mi opinión. Y sin embargo, estoy decidido a dejar de lado estas ventajas para discutir al asenderado problema del individuo en el mundo moderno, de forma más constructiva, según creo. No enterremos al individuo, ni lo alabemos tampoco. Vamos a preguntar quién es y por qué, unas veces, se le compadece como víctima de la vida moderna, otras se le condena por ser la fuente de nuestros males, y otras se le glorifica como la cumbre de la creación.

Estimo que nos ayudará a enfocar desde un ángulo nuevo el tema, comenzar por advertir algunas de las amaneras en.que utilizamos el concepto de individualidad.

Quizás la forma primera y más sencilla sea la de interpretar al "individuó" en el sentido estrictamente numérico de la palabra. Esta cerilla, y esta otra son cerillas cada una y esta otra de ellas, individualmente, porque pueden contarse por separado y cada una aporta a la suma total el número 1. Y, sencillamente, una de las características de nuestra experiencia ordinaria es que hay cosas distintas de las otras, y que por tanto pueden contarse separadamente; pero, en cambio, hay otras que no son así.

Por eso, si se le dice a uno que cuente las estrellas del cielo, sabrá qué significa eso, aunque comprenda que son demasiadas las estrellas que hay por contar. Pero si se le indica que cuente el cielo, se quedará uno extrañado. Pueden contarse las gotas de agua que caen de una jeringa en un vaso, pero no el agua que hay en el vaso. Pueden contarse los granos de arena del desierto pero no el calor que se siente, aunque es palpable y mensurable. Y, de la misma manera, pueden contarse los seres humanos, lo cual hace más a nuestro caso. Ocupan cuerpos físicos distintos. Ya supongo que ésta es noticia fresca para ustedes. Pero, si nuestro mundo no concibiese individuos humanos en este sentido elemental de la palabra, seguramente no nos preocuparía tanto el ideal moral y político de la individualidad.

Pero, claro está, éste no es sino el origen escueto de lo que significamos con la palabra "individuo". No es de la individualidad numérica de la que hablamos cuando alabamos o condenamos "al individuo" o nos inquieta el futuro del individualismo. Los negreros contaban indudablemente sus esclavos uno por uno; pero esto no quiere decir que los reconociesen como individuos. Además, significamos otra cosa con el vocablo "individuo". Lo llamaré significado comparativo del término.

Tomemos dos individuos cualesquiera; uno será rubio y el otro pelirrojo, uno flaco y el otro gordo. Esto es corriente: es un hecho común de la vida que los individuos diferentes numéricamente, lo son también cualitativamente. Comparados, cada uno de ellos es singular, no porque sea uno aparte, sino porque es distinto. Ésta es la segunda acepción ordinaria de la palabra "individuo". La empleamos para indicar que un hombre tiene características especiales, comparado con otro, o con otros miembros del grupo, o con el que se considera tipo promedio.

Pero pasemos a los aspectos de la idea del individuo, en que se contiene mucho más de lo que ve el ojo a primera vista. Porque, cuando comparamos a un ser con otro y decidimos, en consecuencia, que tenemos delante a un individuo, establecemos la comparación entre cosas que nos parecen tener además semejanzas de alguna importancia entre sí. Si comparamos a un hombre con un perro, y llamamos al hombre individuo porque no ladró al ver un hueso, esto llamará la atención a nuestra singularidad, no a la suya. Por el contrario, cuando comparamos dos hombres y uno de ellos ladra al ver los huesos, ha mostrado una característica notablemente individual. En una palabra, la idea de individuo está, en general, relacionada implícitamente con la idea de un tipo o de una clase.

Más aún, nuestro reconocimiento de los individuos se relaciona además con nuestras nociones de los valores, de las diferencias desde el punto de vista de nuestras ideas prácticas, morales o intelectuales.

Después de todo, tomando dos cosas, las que fueren, siempre puede demostrarse que hay algo en que se parecen y algo en que se distinguen. Las coles y los reyes tienen sistema circulatorio; este nene rubio de ojos azules es quince minutos más joven que su gemelo idéntico de ojos azules y rubio también. El problema está en lo que consideramos diferencia de importancia. Este muchacho corriente, que repite a la perfección las opiniones de todos los muchachos corrientes, y copia a la perfección, su manera de vestir y su estilo, es sin duda alguna, al mismo tiempo, un eco más pequeño, una copia fotográfica más perfecta.

Por tanto, es indiscutiblemente un individuo en el sentido numérico y, como en nuestros días, el individuo tiene alto prestigio en los círculos mejores, puede pretender también ser un individuo en términos comparativos, basándose en el hecho de que tiene una mujer llamada Isolda, peculiaridad que no comparte con ningún otro fulano corriente. Sin embargo dudo mucho que ninguno de nosotros respetásemos su aspiración a ser considerado como individuo por este motivo únicamente.

En suma, al hablar de individuos, mucho suele depender del sistema particular de clasificación y del esquema de valores que se empleen. Lo cual nos lleva al empleo verdadero de la palabra "individuo", a lo que se expresa con la palabra "el indidividuo" y el individualismo. Quizás éste sea el uso sistemático del vocablo. Si queremos saber qué significa "individuo" en algo más que su sentido numérico y comparativo, debemos atender no sólo a los hechos físicos sencillos y observables, sino a algo menos simple y un poco más complejo. Tenemos que atender a un sistema de definiciones y principios indicadores. Porque, lógicamente, lo que es individual se opone a lo que es general o universal. La especificación de individualidad, si es algo más que individualidad numérica, siempre se relaciona con algún sistema particular de ideas generales.

No insisto en esto sólo por su interés intrínseco. Hay también en ello una moraleja. Hablase mucho en estos días, y discútese mucho sobre la "creatividad" y "conformidad", sobre los méritos de la "autoexpresión" y de la "disciplina", sobre el conflicto entre las exigencias de la igualdad y los derechos de la individualidad. Mucho de estas polémicas, lo mismo de un lado que de otro, me sale por una friolera. Porque hablar del "individuo" invacuo no conduce a nada, no aporta dato alguno, como no sea un sentimiento de conmiseración. Decir de un hombre que es un individuo equivale, en algunos aspectos, a afirmar que no se ajusta a las normas corrientes. Pero esto nos dice muy poco de él, si ignoramos a qué normas no se acomoda; y con eso, no sabemos nada de su individualidad, ni si debemos aplaudirlo o condenarlo, a menos que tengamos una idea de tales normas.

Por eso, prescindiendo de buena parte del sen¬timentalismo que inspira el tema, "disentir" no constituye una virtud sin tacha. El disentimiento es una fase útil y necesaria de la investigación, de la reforma social y del descubrimiento de la propia individualidad. Indudablemente, cuando de una creencia no puede decirse sino que es creída en general, y de la costumbre de hacer algo sólo puede decirse que así lo hace la gente, hay motivos fundados, a juzgar por la experiencia de nuestra especie humana, para sospechar que dicha creencia es falsa y dicha práctica reprobable. Y, sin embargo, no debe recomendarse el disentimiento sistemático. Lo deseable es asentir, no disentir, cuando las ideas propuestas a la mente son verdaderas, o los principios morales estudiados son buenos. Todo depende, en una palabra de qué es de lo que se disiente.

Así pueSt llegamos al centro de la cuestión. Suponiendo que no seamos capaces de entender lo que quiere decir "individuo" en el sentido sistemático de la palabra a menos que conozcamos las normas y valores a que se refiere la idea, ¿cuáles son las normas y valores que dan significado al concepto especial del "individuo", que ha caracterizado a la sociedad y moralidad occidental —o que dicen haberlas caracterizado— en el mundo moderno? Porque, cuando hablamos hoy del individuo, no nos referimos a un individuo antiguo, sino a un tipo especial de hombre y a un ideal peculiar de vida; y no todos los individuos pertenecen a este tipo, y son menos todavía los que responden al ideal.

El concepto de individuo, como lo conocemos y utilizamos actualmente, es producto de un gigantesco proceso histórico de desmembración social. En este proceso, que ha durado muchos siglos y todavía dura —en realidad, sólo ha empezado en muchas partes del mundo— llegó a negarse que pudiera determinarse la identidad de hombre alguno, ni adjudicársele sus derechos y responsabilidades, simplemente en función de su afiliación a un grupo social o a un conjunto de grupos sociales. La familia, llegó a creerse, la aldea, el oficio, la clase, la iglesia y el sexo dijo a los hombres algo sobre quiénes eran las personas y cuáles debían ser sus derechos y oportunidades; pero estas clasificaciones no eran todo. Ya no se concebía que los seres humanos encontrasen completamente su razón de ser como partes de la gama social, ni simplemente como eslabones de la gran cadena de servicios y compromisos mutuos. La doctrina del individualismo insistió, por el contrario, en que podía determinarse mejor su identidad por una tarjeta que por un sistema de clasificación. Y el objeto del individualismo como movimiento social era liberar a los hombres de la servidumbre inevitable a grupo alguno, y darles un poco de opción en sus asociaciones y obligaciones.

El concepto del individuo, tal como ha surgido en el mundo moderno, negaba por tanto los principios del gobierno de los hombres, aceptados desde hacía mucho tiempo. Expresaba una serie de renunciaciones radicales. Se rechazaron para las cuestiones intelectuales, las pruebas de la aprobación pastoral y de la autoridad antigua; se declaró sin valor el convencionalismo establecido para las artes; ya el privilegio del nacimiento o de la herencia no debía ser refrendado inmediatamente en la sociedad; los imperativos impuestos desde fuera, los mandamientos exteriores, llegaron a ser considerados como fundamentos muy débiles de la moralidad. Y, claro está, dentro de estos repudios y negativas, había una idea positiva y un ideal. Era el concepto del individuo libre y socialmente móvil, que podía trasladarse de un lugar a otro subir y bajar en la sociedad según las oportunidades que se le diesen, y conservar como único hilo continuo de identidad personal a través de todos estos cambios y opciones, su mente juzgadora, su corazón sensible, su conciencia personal, es decir, la mente juzgadora de Descartes, el corazón sensible de Rousseau y la conciencia personal de Kant.

Es el ideal del individuo para quien la experiencia fundamental y continuada de la vida es la de la elección, la responsabilidad personal de las propias decisiones. El individualismo, como ideal, en realidad no promete nada particularmente halagüeño como el placer o la felicidad, cuando se le entiende a fondo. No garantiza ni el placer ni la aventura como premio a ser un individuo. Sólo promete para bien, y frecuentemente para mal, una conciencia elevada de la propia existencia y del propio carácter, una intensificación de la experiencia, cualquiera que sea.

Así pues, el concepto del individuo no se refiere únicamente a los individuos numéricos, sino a los liberados de un lugar o categoría previamente ordenada, que llevan consigo garantías fundamentales de libertad y seguridad estén donde estén y traten con quien traten. Y la jerarquía de valores en torno a la cual gira este concepto, es radicalmente nueva a medida que se desarrolla la historia de la humanidad. Porque las palabras que acompañan a la idea del individuo son por el estilo de "duda", "decisión", y "elección". Y, sobre todo, elección. Los hombres descubren sus individualidades cuando rompen con lo que se les ha dicho, cuando deciden marchar por su cuenta, a pesar del grupo. Y, si las palabras "duda", "decisión" y "elección" nos traen ecos de una condición miserable de la vida, tanto peor para nosotros. Porque no tiene vuelta de hoja que la idea de ser individuo es verdaderamente estremecedora y terrible, cuando se comprende en toda su fuerza.

¿Qué horizontes tiene este ideal del individuo? ¿Qué perspectivas hay para conservar y producir gente a quien más bien guste la idea terrible de ser individuos? No tengo ninguna bola de cristal. El porvenir del individuo depende de muchos factores distintos. Pero yo diría que, entre ellos, hay tres que me parecen particularmente decisivos. El primero es la debida valoración del significado de las tendencias contemporáneas a introducir cambios en la industria, el gobierno, la ciencia y la administración. El segundo, es el desarrollo de una moralidad ajustada a los medios especiales que se han creado en nuestra sociedad para la conducta individual. Y la tercera, es el grado en que seamos capaces de reconciliarnos con la idea de la individualidad y calibrar bien las responsabilidades que la acompañan.

En cuanto a la importancia de los cambios contemporáneos, se cree muy comúnmente que el crecimiento de nuestra sociedad, la organización del trabajo según líneas de ensamblaje y con una burocracia interior, la aparición de los grandes medios informativos, y los efectos niveladores, como se les llama, de las instituciones democráticas y del Estado del Bienestar, han condenado al individuo a una muerte relativamente rápida, aunque no del todo sin dolor. Respecto a estas tendencias, yo no diría, como el insecto pequeñito de Pogo que se presentó a las elecciones de Presidente, que todo está perfecto. Pero no están justificados los puntos de vista apocalípticos sobre las consecuencias inevitables de estas tendencias. La especialización, los centros urbanos, la multiplicación de talentos, los más altos niveles de educación que se necesitan en las sociedades modernas, la ampliación de oportunidades y, no se olvide, la sustitución del trabajo de rutina por máquinas brindan condiciones para la mayor realización de la individualidad, si queremos usarlas a este fin. No hay garantía de ello, pero quienes se lamentan de la muerte inevitable del individuo, se quejan muchas veces únicamente, según creo, de que son muy pesadas las cargas que supone ser individuo, es decir, las dudas, las opciones, el trabajo, la necesidad de imaginación. Esto es verdad, pero jamás se han hecho los individuos sino asumiendo estas cargas.

Debe tenerse presente, sin embargo, que la disposición a asumirlas depende naturalmente del concepto que se tenga de ellas. Y la verdad es que el campo de acción para los individuos ha cambiado grandemente en nuestros días. Cada vez es mayor el número de hombres que pueden hacer algo en el mundo, pero a través de grandes organizaciones burocráticamente estructuradas. En estas organizaciones, cuesta trabajo a veces reconocer cuál es la contribución de uno; y es enormemente difícil cambiarlas, alterarlas contra la corriente tremenda de su inercia. Y, lo que es más difícil y molesto, cuando un hombre trabaja en alguna gran organización, está obligado a seguir dos directrices. Tiene que acatar la disciplina burocrática, respetar las normas de la organización o las razones de la sociedad para tenerlo en la posición que ocupa; pero debe también mirar más allá de su puesto, sopesar lo que está haciendo, y pensar y juzgar por sí mismo. El equilibrio de esta doble responsabilidad que pesa sobre el individuo es el problema moral que se repite todos los días, y quizás el más característico de nuestros tiempos.

Pero, al enfrentarse con este problema, bueno es reconocer que, casi con toda seguridad, no hay fórmula para resolverlo en su totalidad. Caer en la cuenta de que existe, comprender el individuo que forma parte de una gran organización, que hay dos aspectos en sus obligaciones, contribuirá notablemente a su solución. Además, el problema es esencialmente, según creo, parte de un proceso difícil de educación, a que vienen dedicándose los occidentales desde hace algunos siglos. Está en relación con el problema de transformar el carácter de la reflexión e imaginación moral, que hemos tenido desde que surgió el ideal del individuo libre y sócialmente móvil.

El individualismo registra el hecho de que las relaciones entre las personas se han hecho más variables y sujetas a cambio. Registra el hecho de que las lealtades y obligaciones de los seres humanos, por ser hoy más laxos sus vínculos de parentesco, vecindad y asociación personal, tienden a hacerse más impersonales, más abstractos. Y, en consecuencia, en lugar de las afinidades y compromisos personales que constituyen la moralidad de las sociedades antiguas, implanta otra moralidad crítica y reflexiva, que apela a principios abstractos, como la conciencia, a normas generales como la utilidad pública, a sentimientos desinteresados y universales como el de humanidad. Parte y producto de estos hechos, es el problema de la moralidad burocrática, que debe resolverse en función de ello. Y, como, en general, los problemas morales de orden social individualista son de este tipo abstracto, imponen responsabilidades tan pesadas a nuestras capacidades educativas y de comunicación. Los hombres no tienden a hacerse cargo inmediata o intuitivamente de sus responsabilidades en un mundo como el nuestro. Hace falta exponérselas gráfica y. sensiblemente a la mayor parte de los hombres de conciencia, y tienen que ser analizadas y ponderadas para poder tocar las fibras de la conciencia.

¿Pero cuáles son estas responsabilidades, las responsabilidades inherentes a la individualidad? Como se comprenderá, no se ha hecho una lista oficial y fija de ellas. Pro hay algunas que parecen fundamentales y sirven de base a las demás. Una de ellas, prerrequisito de todas, es la de respetar los derechos de la individualidad, de los demás. Otra, es reconocer, como hemos venido reconociendo cada día más durante la última generación, que hay una gran diferencia entre el derecho abstracto a ser libre e individual y el poder efectivo de ejercer ese derecho. Una cosa es tener derecho legal a trabajar, pensar y vivir como uno quiera, y otra poseer los recursos, la información, las asociaciones y la instrucción necesaria para hacerlo.

Un respeto activo a los derechos de los demás, el interés porque se usen y disfruten esos derechos, supone un deseo de crear condiciones en que los demás tengan la oportunidad de ser como son y de elegir su modo de vida. En una palabra, el individualismo necesita una organización y una ayuda social consciente, es decir, educación, creación de oportunidades heterogéneas y provisión de seguridades económicas elementales para que el individuo logre la realización de sus fines en la vida. De hecho, es una equi¬vocación creer que el individualismo clásico negaba la dependencia del hombre libre de los grupos so¬ciales; simplemente se oponía a su incorporación irrevocable a un grupo. Dependemos unos de otros, siempre ha sido así, seamos individuos o no.

No cabe duda que el individualismo siempre ha ido asociado con el ideal de la igualdad de oportunidades. ¿Oportunidades para qué? En fin de cuentas, sólo hay una oportunidad fundamental que interese, a mi entender; las demás no son sino condiciones para ella. Es la oportunidad de vivir el tipo de vida que uno quiera. Pero esta oportunidad no es algo que se conceda a gran parte de los hombres. Tiene que ser creada para ello. Después, pueden aprovecharla mal o desdeñarla. Allá ellos. Pero las dudas sobre el valor del individualismo como ideal moral, las dudas de que la mayor parte de los hombres no van a saber qué hacer con ella, ni si realmente la quieren, son prematuras, por no decir otra cosa. La mayor parte de los hombres no han tenido todavía oportunidad de probar el individualismo en circunstancias que constituyan un verdadero experimento.


Fuente, Charles Frankel

jueves, 26 de mayo de 2011

Amor a la ansiedad

El Amor a la Ansiedad.

Las expresiones con que se describe a si misma una época no son siempre los indicios mejores de su verdadero carácter. En cambio, si lo son de lo que esa edad desea o teme. Entre todos los títulos que se han aplicado al momento presente de la historia, ninguno, a mi entender, ha tenido mayor aceptación que el de "Época de la Ansiedad". Y no cabe duda de que tenemos hoy motivos fundamentados para estar "ansiosos", o inquietos. Tenemos los motivos antiguos de la gente de todos los tiempos, aunque no tantos como nuestros antepasados. Pero, al igual que ellos, vivimos seguros de que vamos a conocer el dolor, el desengaño y la muerte, aunque con la incertidumbre de cuando y como nos van a afligir estas plagas que nos recuerdan nuestra mortalidad.

Además de estos motivos, tenemos otros especiales para sentirnos victimas de la ansiedad. Es incierto el futuro de la raza, no solo la índole de ese futuro, sino si va a haber porvenir alguno. Y aunque no fuese así, seguiríamos sintiendo que la tierra temblaba bajo nuestros pies y las estrellas ya no estaban fijas en el firmamento. La generación de edad madura puede recordar una depresión devastadora, un depravado culto politico que se ,„, apodero de una nation educada como una obsesion, los desenganos y crueldades doctrinarias a que nos ha llevado la Utopia politica, y una guerra pavorosa que termino en una paz fria y precaria. Y, despues de la guerra, esa generation y otra nueva han vivido en un mundo en que los continentes parecen flotar a la deriva. Se ha destruido el antiguo y tranquilizador equilibrio del poder entre Oriente y Occidente. El Africa y la America Latina, a las que Occidente sumiera hace cuatro siglos en un estado de postracion que ha durado hasta hace muy poco, están ahora penetrando en la corriente caudalosa de la politica y cultura occidentales, y trastornando, a su vez, los fundamentos tradicionales de su seguridad. Y mientras esto sucedia, se ha estado desarrollando una voraz revolución tecnológica, cuyas consecuencias de vastos alcances se manifestaron en la Revolucion Agrícola o en la Revolución Industrial. 

Ya ha cambiado nuestros hogares, ciudades, trabajos, juegos y gobiernos, asi como nuestras ideas sobre los beneficios de la luna; y nos consta que apenas ha comenzado a hacer sentir sus efectos. Y lo que es mas importante todavia: ha acelerado enormemente el ritmo del cambio. No puede uno casi sustraerse al sentimiento de que, aunque pudiesemos encontrar las ideas que necesitamos para vivir en este mundo y dominarlo, estarían pasadas de moda cuando diesemos con ellas. El que estime que la ansiedad es buena para el alma humana, estara sumamente satisfeeho con nuestro mundo, tal como es ahora.

Pero hay otro tipo de angustia que estamos padeciendo muchos. Es una inquietud sin fundamento, que nosotros mismos fomentamos; es indicio de nuestro amor positivo a la ansiedad. Y este culto de la ansiedad constituye la expresión de un fenómeno moral mayor que cuantos he mencionado. Es el sentimiento —particularmente en boga entre quienes se han iniciado en las tradiciones de las artes liberales, de las ciencias y de las profesiones— de que en nuestro mundo, tal como es y probablemente sea más adelante, los ideales de la cultura liberal, de la humanidad y de la libertad no ocupan un lugar importante. Es una sensación de separación general, de no pertenecer a nada, de no tener un asidero; un convencimiento cansino y desengañado de que, aunque pudieran arbitrarse solucio¬nes a nuestros problemas, serían desmañadas e inhumanas, porque tendrían que conciliarse con un mundo inhumano y desmayado.

Al otear las perspectivas futuras de la civilización occidental, Max Weber, al que debemos tantas ideas sobre la sociedad moderna, expresó este sentimiento de expatriación moral con bastante exactitud. O tienen que surgir "profetas totalmente nuevos", o se producirá "un renacimiento ,poderoso de las viejas ideas y de los ideales antiguos", escribió. De otra manera, estamos perdidos; sólo podremos esperar una "petrificación mecanizada", un mundo de "especialistas sin espíritu ni visión, y hedonistas sin corazón". 

Los imperativos fundamentales, según se cree en muchos sectores, de la existencia humana en una sociedad moderna, organizada tecnológicamente, son tales que el entendimiento, la imaginación, la personalidad individual, las intimidades de la experiencia humana, no constituyen más que molestias, y como tales habrá que tratarlas. Nuestras ciudades están hechas de frío acero y cristal; y, dentro de estos estuches transparentes, los hombres oprimen los botones de sus máquinas y esperan a que éstas les resuelvan todo.

Sencillamente, la marcha irreversible de los hechos está contra nosotros.
Quisiera advertir que esta forma vaga, pero general, de ansiedad se basa en razones equivocadas, y se orienta hacia asuntos equivocados. Es una ansiedad artificial, que expresa la tendencia a rehuir enfrentarnos con las preocupaciones de nombre y localización determinada que tenemos, porque nos resulta difícil y peligroso hacerlo, y nos es más fácil consolarnos con la idea de que el que tiene la culpa en fin de cuentas, es el cosmos sin corazón. Tras el fenómeno de la separación intelectual —estudiada—, hay, según creo, sistemáticas razones intelectuales —doctrinas aceptadas a medias, ideologías explícitas, convicciones e incredulidades arraigadas— que nos plantean dilemas insolubles, y nos dejan en un estado de ansiedad, producto de nuestro propio pensamiento. Estas ideas, gozan de gran prestigio y autoridad. Se dan por supuestas calladamente en grandes sectores del mundo intelectual, y son compartidas, en forma más o menos desvaída, por muchísima gente que vive de fórmulas en esta era de fáciles comunicaciones, de la misma manera que nuestros abuelos aceptaban la sabiduría popular. Son amalgamas de convicciones sobre hechos, juicios respecto a la historia, principios morales y suposiciones filosóficas. Orientan nuestra mente en determinadas direcciones, impulsándonos, según creo, a formular preguntas sobre nosotros mismos y sobre nuestra situación, a las que sólo pueden darse determinado tipo de contestaciones, desesperanzadas y angustiadas, por cierto. Sin embargo, tengo para mí que la mayor parte de estas ideas no pueden resistir la luz del día.

Evidentemente, es imposible estudiar siquiera sea someramente todas las ideas que palpitan tras el culto contemporáneo a la ansiedad. Pero parécerne que hay dos o tres particularmente decisivas y sintomáticas de las demás. Son ideas relativas a las características fundamentales de nuestra civilización. La primera se refiere a la tecnología.

He aquí lo que dice C. P. Snow sobre la Revolución Industrial en su conferencia, de la que tanto se ha hablado, titulada Las Dos Culturas y la Revolución Científica:

Casi en ninguna parte. comprendieron los intelectuales lo que estaba pasando. Por lo menos, los escritores no. Muchos rehuyeron el bulto, como si el curso debido de los sentimientos humanos fuese desentenderse de las cosas; algunos, como Ruskin, William Morris,- Thoreau, Emerson y Lawrence, arbitraron distintas clases de fantasías, que de, hecho no eran sino gritos de horror. Apenas se encuentra un escritor de categoría, que, encalas de su comprensión imaginativa, apreciase al mismo tiempo las horribles callejuelas traseras, las chimeneas humeantes, el precio interno, y además los horizontes de vida que se abrían para los pobres, las exigencias, hasta entonces desconocidas de todos, menos de los afortunados, que iban a poder satisfacer el  por ciento restante de los hombres, sus hermanos... Porque, claro está, hay algo indiscutible: la industrialización es la única esperanza de los pobres.

Naturalmente, en términos muy generales, Snow tiene razón. Siempre que reconozcamos los distintos niveles que hay de industrialización y sus diferentes maneras de entenderla, y que la adoptada en Inglaterra, Estados Unidos o Rusia no tiene por qué ser la misma que la que se aplique en Perú o Birmania, y reconociendo, además, que hay condiciones políticas, educativas, sicológicas y antropológicas a las que debe atenderse antes de que eche raíces la industrialización —y ya van siendo muchas salvedades— la industrialización ha constituido, y constituye, la única esperanza de los pobres. Es un proceso doloroso, traumático; pero, en general, ha sido la solución de un problema desesperado, no su origen. Muchas de las protestas que se elevaron en el siglo XIX contra el proceso de la industrialización, y muchas de las que hoy se hacen todavía, cometen por ejemplo la equivocación de no distinguir entre la miseria y la desorentación producida por la introducción de las fábricas, y la que se debe a la súbita elevación demográfica en el siglo XVIII. El problema era parecido a los actuales de Asia, África y América Latina. En todo caso, había éxodo hacia las ciudades; la solución de los pobres —y ya es algo que tengan donde escoger— fue entonces, y es ahora, entrar a trabajar en las fábricas o pedir limosna en la calle.

Pero Snow no toma en cuenta muchas cosas además. Describe la entrada en la fábrica como una decisión sin dificultades de los pobres. ''Con singular unanimidad", dice, "en cualquier país donde los pobres han tenido oportunidad de hacerlo, han abandonado la tierra y se han metido en las fábricas en la proporción en que éstas los admitían". Pero la verdad es que los pobres han abandonado las tierras, en grandes números, porque se los ha echado de ellas, porque eran muchos, porque sus pequeños agros no les daban para vivir. En todo el mundo de nuestros días, hay numerosos campesinos, sobre todo los más jóvenes, que llegan a las ciudades, sin duda alguna, atraídos por las muchedumbres, las luces, la diversión o el pecado. Pero hay muchísimos, como los negros procedentes del Sur, o los puertorriqueños de su isla, que no vienen por amor a 4a ciudad ni a las fábricas, sino simplemente, por desesperación.

Y Snow describe con colores pálidos lo que se encontraron los pobres de la primitiva Inglaterra industrial cuando llegaron a las ciudades fabriles. Habla de "las horribles callejuelas traseras, las chimeneas humeantes, el precio interno". Éstos son eufemismos para expresar el excremento humano en los barrios bajos, la tuberculosis, las bandas salvajes de niños perdidos, el régimen militar de las fábricas, las mujeres haciendo trabajos de hombre, los hombres sin trabajo, sin respeto a sí mismos, sin sus posiciones clásicas de autoridad. Fue John Stuart Mili, el economista y el lógico, no Ruskin ni William Morris con sus ideales nostálgicos sobre la artesanía, el que escribió, pese a toda su simpatía por la ciencia y la industria, que la Revolución Industrial no había mejorado la condición de la masa de la humanidad, sino que la había empeorado. Snow califica a los intelectuales de "luditas naturales", sólo que los "luditas" originales que destruían las máquinas, no eran escritores, sino pobres. Y muchos murieron por lo que hicieron.

Ésta es, sin duda alguna, la consideración más importante que se le escapa a Snow. La industrialización era para los luditas, y para los escritores que exhalaban gritos de horror, una decisión humana. No se trataba sólo de que las fábricas fuesen feas, o el aire del etéreo, o que la industrialización, que era, según Snow, la única esperanza de tantos seres, humanos, los hubiese destruido y despojado de toda esperanza. Lo que ocurría, era que todo esto se hacía en nombre de una doctrina, según la cual, no debían tomarse en cuenta los costos, porque eran inevitables, y que lo único que interesaba era la aceleración de la industrialización, única manera de mejorar la razaí. Los escritores e intelectuales se oponían a un evangelio —al evangelio de la anarquía más un representante de la justicia, como lo definió Carlyle— no sólo a un proceso histórico. 

Se pronunciaban contra la que podemos llamar doctrina del Aislamiento Moral de la Tecnología, según la cual, no deben criticarse las innovaciones industriales, ni realizarse esfuerzo alguno por reducir los costos o distribuirlos equitativamente.

Nos estremecemos de horror, y con razón, ante la ideología de hierro que han utilizado los líderes rusos y chinos en este siglo para justificar las calamidades que la industrialización ha acarreado a su pueblo. Pero los hombres que fueron a la cabeza de la industrialización en Inglaterra y los Estados Unidos —que fueron quienes más se aprovecharon de ella— profesaban ideologías de hierro muy afines. Y acaso estuviesen en lo cierto; la victoria sobre la escasez y la penuria es la fundamental y acaso no haya otra manera de lograrla que despojar a los pobres de su haraganería y supersticiones. Pero precisamente lo que no preguntaron era si las cosas estaban así, o sea, la cuestión que la doctrina del Aislamiento Moral de la Tecnología decía que no podía formularse. La posibilidad de alternativas, no para la tecnología sino para los métodos existentes de introducirla y administrarla, no se tenía presente.

Por eso, los críticos tenían razón a su manera, y Snow no les hace justicia. Pero hoy, tenemos que atender también a los críticos. Porque lo que muchos de ellos hicieron en realidad, fue propugnar, desde su punto de vista, la misma doctrina del Aislamiento Moral de la Tecnología. Y así lo hacen hoy muchos de sus críticos. F. R. Leavis, en su airada réplica a Snow, ha insistido en que no debemos considerar inevitables las "consecuencias culturales de la tecnología, ni "Conformarnos con que sean aceptadas mecánica e inconscientemente". He aquí lo que dice de Snow: "Si se insiste en la necesidad de otro tipo de preocupaciones, previsiones prudentes, acción y realización respecto al futuro humano —de otro tipo de recelo— que el que habla en términos de productividad, niveles materiales de vida, progreso higiénico y técnico, se es para [Snow] un ludita".2 Pero, prescindiendo de si Snow siente otro tipo de preocupación (y creo que sí, a juzgar por los indicios), ¿qué otra clase de preocupación es la que cree Leavis que deberíamos tener? Es una preocupación, no por la civilización externa sino por la vida interior del individuo, por su calidad de conciencia, por la profundidad y delicadeza de sus sentimientos. Creemos entenderlo y aceptarlo. Pero después termina Leavis preguntando: "¿Quién puede asegurar que el miembro corriente de una sociedad moderna es más humano, o tiene más vida que un bosquimano, un campesino hindú, o un miembro de uno de esos pueblos primitivos que todavía se las arreglan para sobrevivir, con sus artes maravillosas, sus talentos y su inteligencia vital?" Y de nuevo nos encontramos con el Aislamiento Moral de la Tecnología.

Porque, sólo contra el fondo de la tecnología, se ha planteado la cuestión de la humanidad y la calidad de conciencia del miembro corriente de una sociedad, como cuestión seria y práctica sobre el mundo actual. 

Sólo en el mundo industrializado, nos inquieta esta cuestión, sólo en este mundo se ha formulado en general y con insistencia. Aristóteles pensaba que algunos hombres son esclavos por naturaleza; ésta ha sido la actitud práctica fundamental que ha regulado la marcha de la mayor parte de las sociedades en lo referente al destino de sus miembros en este mundo. Esta actitud que han aceptado muchos campesinos hindúes, y que aún siguen aceptando. Y ésta es la actitudjgue cambia la tecnología. Triunfa sobre la pobreza extrema, así lo promete; excita la envidia y ambiciones del pobre; provoca temores y remordimientos a los ricos; tiende a sustituir las antiguas relaciones entre las clases sociales y la vieja ética de deferencia a los superiores y benevolencia con las inferiores, por relaciones nuevas basadas en negaciones y contratos, y por una ética nueva que proclama la igualdad y la aplicación equitativa de reglas impersonales a todos los hombres.

Y no debe olvidarse que la tecnología separa a los hombres de sus costumbres y los somete a nuevos arreglos, que son evidentemente instrumentos humanos; por tanto, los invita a verse distintos de la red de circunstancias que los rodea, a apartarse de los arreglos que regulan su vida y a pensar en otras soluciones. En una palabra, estimula a los hombres a distinguir entre costumbre y razón, entre hábitos y moralidad. En este sentido, constituye una iniciación en la vida de la reflexión, y produce actitudes que incitan naturalmente a preguntarse si hay animación y vigor en la vida de la gente corriente.

Leavis habla del "movimiento acelerado de la civilización externa... que está determinado por los progresos de la tecnología". Pero ésta no es sólo un fenómeno externo, para el cual tenemos que buscar una vestidura de moralidad y sensibilidad, sino que constituye un fenómeno interior, un fenómeno de la historia de la moralidad y sensibilidad. Y sus consecuencias no consisten únicamente en la subversión de la moralidad y de la sensibilidad, sino que tienen muchas facetas, como las de cualquier episodio de la historia moral de nuestra raza.

Si damos por supuesto que la tecnología es sólo "externa", y que la "humanidad" es interior, podemos negar con toda razón que seamos luditas o que queramos destruir las máquinas; pero lo que decimos en realidad, es que no nos cabe hacer otra cosa respecto a la tecnología, sino resistir y protestar, que ambas pertenecen a mundos totalmente distintos y que no tienen mucho que ver entre sí. En el terreno de la práctica, el criterio del humanista iracundo se concilia perfectamente con el del ingeniero amable. Éste dice que a él no le concierne la moralidad; el humanista, dice que a él no le concierne la tecnología. Esto deja a uno y a otro con el sentimiento angustioso de que se ha pasado por alto algo importante que debería hacer. Por otra parte, también deja en libertad a los dos para seguir su camino. La ansiedad es un precio exiguo para pagar esta venturosa solución.

Pero no es mi propósito, al llegar a este punto, pasar revista a nuestros juicios sobre tiempos anteriores y criticarlos. El hecho es que todavía está vigente entre nosotros la doctrina del Aislamento Moral de la Tecnología. Con gran repugnancia y después de luchas encarnizadas, nos hemos habituado a ideas como la de que debería haber límites para las horas de trabajo, o comprobaciones y saldos en la economía, como los que representan las negociaciones colectivas. También reconocemos que debe haber defensas contra los riesgos de la tecnología para la vida y la salud, aunque la neblina de Londres, las estadísticas de los accidentes en carretera, y el hedor de los vapores de combustión de todas las ciudades indican lo lento y esporádico de este reconocimiento. Pero, en general, seguimos considerando las innovaciones técnicas como un fenómeno natural por el estilo de la lluvia. Se presentan, y el cuerno de la abundancia rebosa; y si da la casualidad de que esta, prosperidad le perjudica a usted, no le cabe hacer otra cosa más que no estorbar. Es usted sencillamente un tipo raro que está echando a perder la fiesta."

La reducción de empleos y producción, y el paro cada día mayor por la automatización son síntomas de que no hay preocupación sistemática por los costos de la innovación tecnológica —costos en orgullo humano, en el envejecimiento y desaprovechamiento forzoso de las capacidades humanas, en el trastorno de hogares y vecindades—, con que cargan algunos miembros de la comunidad mientras otros se aprovechan. Al faltar una previsión organizada respecto a las consecuencias sociales y morales de la innovación técnica, al no haber procedimientos establecidos para distribuir equitativamente los costos de dicha innovación, los perjudicados no tienen más que medidas defensivas, hostilidad y resistencia obstinada, y a apelar en nuestros tiempos a criterios luditas.

Esta falta de previsión, este interés exclusivo por las consecuencias de lá tecnología en el campo de la mera productitvidad, es resultado de la hipótesis implícita de que la innovación tecnológica es un bien sin mezcla de mal. No discuto que sea un bien en general, pero tiene mezcla. Creo que podemos considerar las consecuencias de las innovaciones a la luz de una gama más amplia de valores que la que actualmente empleamos, e incluir a los más inmediatamente afectados por ellas entre los que piensan y planean primero las condiciones en que va a introducirse las innovaciones. La falta de tales medidas es una razón fundada y de peso de la ansiedad que experimenta el individuo y su sentimiento de separación.

Pero sólo estoy afirmando que esas medidas son posibles. No aseguro que sean fáciles. Hay que enfrentarse con las constelaciones del dinero, del poder y de los intereses; y lo mismo por parte de la gerencia como por parte del obrero, añadiría yo. Y, para establecer estas medidas, iba a hacer falta algo más que buena voluntad, trabajo tenaz y decisión para aguantar algunos golpes duros. Si estamos preparados para apoderarnos de nuestra tecnología desbocada y ponerle coto, habrá que volver a estudiar y rectificar las posiciones intelectuales y morales tan enérgicamente defendidas. Porque si a los ingenieros les da por considerar que no les concierne las perturbaciones sociales y morales producidas por la técnica, debe decirse que pocos humanistas han emprendido la tarea de desarrollar los conceptos positivos de la vida buena, que pueden aplicarse en la edad industrial y democrática. Celan sus valores humanísticos como si' fuesen a agotarse al ser usados. Lo cual nos lleva a otra doctrina compañera de la del Aislamiento Moral de la Tecnología: la Separación de las Ciencias y las humanidades.

Preguntaron una vez a un hombre si creía en el bautismo de los niños. "¿Qué si creo en él?" replicó. "¡Si lo he visto!" Que existe en todo colegio y universidad, y hasta en la sociedad, separación entre ciencias y humanidades es un hecho tan obvio como el bautismo de los niños. Más aún, ha venido existiendo desde hace muchos siglos; y no se trata únicamente de la separación que haya entre un geólogo y un físico, o un estudiante de la literatura inglesa y un especialista en los volúmenes del Mar Muerto. O sea, no se trata de una simple diferencia entre individuos de especialidades distintas, quienes en consecuencia, se ven al principio en dificultades para entenderse recíprocamente. Hablamos de una separación marcada y caracterizada por la desconfianza y el antagonismo; y es bastante intensa. No sé si tiene razón Sir Charles Snow al hablar de "dos culturas"; pero hay un conflicto, que se parece mucho al de los dos bloques mundiales de poder. Penetra en nuestra educación y en nuestro concepto del mundo, con el convencimiento de que existe un abismo infranqueable entre el saber y el poder que estamos acumulando más y más cada día, y los valores más amados y respetados por nosotros. La consecuencia natural es la ansiedad.

Pero, 'aunque este conflicto es verdadero, rara vez se contesta con claridad a algunas preguntas bastante elementales sobre él. ¿Qué diferencias hay entre ciencias y humanidades? ¿A qué se debe el que se dé tan generalmente por descontado que la división entre estos dos dominios de la mente no tenga remedio?

Quizás la respuesta más corriente es que las ciencias estudian fenómenos no humanos, y las humanidades se ocupan de los humanos. Pero esto no es verdad. La sicología, la sociología y la arqueología tienen motivos suficientes para ser consideradas como ciencias, Y, si se dijere que no son ciencias muy exactas, ¿qué diremos de la meteorología? La teoría de la evolución formulada por Darwin, pese a su grandeza y a que hizo época en la historia de la ciencia, no es una teoría altamente elaborada y precisa; y, por otra parte, hay estudios en la lingüística y en el derecho que se aproximan a las matemáticas en su exactitud.

Se ha dicho repetidas veces, es verdad, que la diferencia entre fenómenos físicos y conducta humana es tan radical que hay que aplicar una lógica completamente distinta en cada uno de estos dominios, y que, por tanto, es imposible que el estudio de las cosas humanas pueda ser ciencia jamás. No es éste, lugar a propósito para estudiar los pros y los contras de esta difícil y compleja cuestión. Pero, si por "ciencia se entiende el esfuerzo realizado para probar una opinión con hechos, sistemáticamente recogidos y valorados, y de carácter público; y, si no es igual un estudio documentado, por ejemplo, de la fuente de las imágenes de un poeta (como John Livingston Lowes, autor de The Road to Xanadu), que una elocubración arbitraria sobre dichas fuentes, no hay motivo claro para asegurar que la "ciencia" no cabe en el estudio de los asuntos humanos.

Así pues, ¿consiste la diferencia entre ciencias y humanidades, en que las primeras son neutrales en cuanto a los valores y las segundas no? Esta distinción también se desvanece cuando se hace hincapié en ella. No puede aplicarse a grandes áreas de ninguno de los dos campos. Es verdad que las exposiciones científicas son, en general, de carácter descriptivo, y que la verdadera esencia de las tareas del científico consiste en prescindir de sus preferencias cuando se trata de hechos. Pero esto no quiere decir que tales explicaciones no tengan que ver con lo que se considera generalmente como .valores. Al contrario, las exposiciones científicas han minado las creencias religiosas, han revelado las supersticiones en que se fundamentan los sistemas económicos y los programas políticos, y han echado por tierra las ideas en que se basan algunos de nuestros códigos morales celosamente guardados. Éste es uno de los motivos por los que la ciencia despierta frecuentemente tantas antipatías. Y, por otra parte, si hay partes de la química o de la zoología que parecen no tener relación clara con los valores humanos, otro tanto cabe decir de porciones sumamente vastas de las humanidades: por ejemplo, de la música o de la pintura de Mondrian. 

Naturalmente, podrá decirse, y con razón, que estas cosas son valores por sí mismas, o que aumentan nuestra capacidad de discriminación y apreciación. Pero cabalmente puede decirse otro tanto de las satisfacciones que produce el estudio de la ciencia. Y, sin embargo, estas distinciones acusan indudablemente algunas diferencias genuinas e importantes entre ciencias y humanidades. Consideramos que un científico está fuera de su terreno si se dedica a moralizar y creemos que un humanista es pedante cuando se niega a criticar la vida. Esperamos y deseamos que los científicos expongan abstracciones, y las admiramos más todavía cuando, son muy amplias y abarcan gran campo; y al contrario, queremos y esperamos que los profesores de literatura nos retrotraigan a los principios sólidos de las cosas y hechos concretos y tangibles.

Más aún, podemos considerar interesantes las opiniones de un científico, pero no le tendremos en concepto muy alto si lo único que nos expone son sus opiniones; y, por el contrario, acaso aplaudamos al humanista que se esfuerza en corroborar sus opiniones con consideraciones que no son cuestión de opinión, pero no lo juzgaremos muy humanista si no manifiesta un positivo gusto personal, ni preferencias que lo distingan de los demás y lo revelen en su especialidad. Y estimo que estas diferencias entre ciencias y humanidades se sintetizan en dos puntos. El primero es que las ciencias, incluso las humanas, nos proporcionan conocimientos, en tanto que las humanidades, cuyo primer ejemplo es la literatura, no exponen juicios, entre otras cosas. El segundo punto es que las ideas de autoridad intelectual en ambos campos son distintas.

Éstas son las razones principales, me permito insinuar, de las sospechas que hay entre los dos dominios. 

Claro está, hay además otros motivos. Los científicos e ingenieros tienden a aprender más, poseen hoy más influencia social, se internan en áreas como el planeamiento educativo o la moralidad política, donde antes sólo intervenían los humanistas. Pero estos conflictos reflejan los aspectos que he mencionado, cuando adoptan forma intelectual. Y el primero es el que existe entre conocimiento y juicio. Los humanistas dudan que la gente preparada exclusivamente en el campo científico, cuyas ideas están llenas de abstracciones y estadísticas, tengan capacidad para estudiar situaciones ambiguas, altamente emotivas e individuales, que es el terreno en que tratan los hombres entre sí. Dudan —y creo que con razón— de que quienes nunca han sentido o experimentado las diversas posibilidades de la vida, ni la ambición de Macbeth o el crimen de Raskolikov, aunque sólo sea someramente, puedan tener el sentido adecuado de las dimensiones de lo humano para conocerse a sí mismos y a los demás, y ser conscientes de las decisiones que adoptan por sí mismos o por los demás.

El juicio no es conocimiento. No es la capacidad de formular proposiciones abstractas y dar razones objetivas de su veracidad, sino la capacidad de elegir y obrar: de distinguir lo importante de lo que no lo es, de diferenciar los valores y calibrarlos, de acomodar los propios hábitos e ideas a los casos concretos. Juicio es lo que esperamos de un juez, un jugador, un novelista, un compañero agradable. El conocimiento abstracto de los postulados, o de los principios de probabilidad, o de las leyes del yo y de la realidad, o de la forma de conquistar amigos e influir en la gente, son sustitutos muy deficientes. En realidad, probablemente produzcan errores doctrinarios, si no se usan con criterio sensato. El juicio es, sin duda alguna, el ingrediente generalmente responsable de la labor científica importante, el factor que distingue las estrategias desplegadas por el intelecto científico de primera categoría, de las actividades rutinarias del técnico.

Pues bien, la literatura, el derecho y la historia son depositarios de este tipo de juicios sobre la escena humana. Un estudio humanísticamente orientado de las ciencias —que las considerase como realizaciones humanas en un tiempo y lugar concreto— revelaría igualmente que eran depositarías de juicios humanos sobre la forma de llevar a cabo investigaciones fecundas. Pero esto sería porque las ciencias eran tratadas como humanidades. El estudio de éstas, no garantiza que se tenga buen juicio. Después de todo, las humanidades pueden estudiarse también pedante e inhumanamente. Sin embargo, la adopción de un programa de formación científica y técnica sin que sus estudiantes se preparasen en disciplinas humanísticas, sólo .contribuiría, según creo, a producir mentes arrogantes y simplistas. Los humanistas tienen perfecto derecho a pensar que nuestras vidas estarían truncadas y mal reguladas, si interrumpimos nuestra relación con las tradiciones de las humanidades.

Sin embargo, el juicio solo no basta. Tiene limitaciones muy importantes. Únicamente gracias al desarrollo de instituciones científicas, ha podido la raza crear defensas continuas contra los peligros del buen juicio exclusivo. Porque el juicio, que no es ciencia, se refiere a algo actual y presente; se basa en opiniones no sistematizadas, cuyas fronteras son imprecisas, y en juicios de valores que representan experiencias al azar. 

Los instrumentos con que se han elaborado, son analogías precipitadas, imágenes, ejemplos, antecedentes; sólo valen en tanto en cuanto una situación nueva, con sus características peculiares y todo, no difiera demasiado de otras anteriores en que se ha empleado el juicio. Por eso es por lo que un hombre de criterio en cuestiones pictóricas, puede pensar como un niño en política o educación; y por lo que individuos de buen juicio respecto a negocios o asuntos de gobierno en un país, pueden ser lamentablemente despistados cuándo se trata de los negocios o go¬bierno de otros países.

Además, gran parte del buen criterio —y del malo también— se impone, no porque dé buen resultado en la práctica, sino porque exterioriza y prueba la verdad de opiniones aceptadas convencionalmente, por lo menos se cree así. O sea, porque otros piensan de esta manera y obran en consecuencia. También se da muchas veces el caso contrario. El buen criterio produce resultados, pero no por las verdades que se quiere ilustrar con él. La perogrullada que se deja soltar a plomo nada tiene que ver lógicamente con las acciones que en su nombre se emprenden. Pero el éxito de la acción corrobora la autoridad de la perogrullada. Ahí tenemos, por ejemplo, la economía norteamericana y el alto grado de intervención gubernamental que hay en ella; examínense los panegíricos repetidos que hacen de la libre empresa, hombres cuyo juicio es tenido por bueno. "No hay dificultad en fallar un caso", dijo Lord Mansfield al gobernador recién nombrado de una colonia, que no entendía de derecho. "Sólo hay que oír pacientemente a las dos partes, luego considerar lo que usted crea que sea de justicia, y decidir en consecuencia; pero nunca exponga sus razones, porque probablemente su juicio sea certero, pero lo más seguro es que no lo sean sus razones".

Quizás lo peor de todo, es que el juicio puede desarrollar su "provincialismo" en propia defensa. El hombre de criterio sospecha frecuentemente en principio de las ideas o abstracciones amplias, y del pensamiento sistemático y del planeamiento a largo plazo. Prefiere pasar de una situación a otra, resolviendo tada una en su propio medio, impulsado por la intuición, por el sentido cpmún, por su olfato en cada caso; sospecha de las ideas demasiado simples y escuetas al enfrentarse con lo complejo de la situación concreta. ¿Pero cuánto es lo que escapa a su criterio sobre el caso? ¿Estudia sus problemas uno por uno, sin caer en la cuenta de su carácter epidémico? De hecho, esta misma idea de que haya problemas epidémicos escapó a los hombres de buen juicio durante muchos siglos. Es que no tiene otra manera de comprobar sus juicios, que su propio juicio. Y esto sólo da resultados en tanto en cuanto el terreno en que emplea su criterio no cambie demasiado rápidamente, o se llene demasiado aprisa de factores desconocidos. Porque, si el campo en cuestión cambia desconcertan-temente, ceñirse a cada caso concreto según va surgiendo, vendrá a ser como tañer brava y noblemente la cítara mientras arde Roma.

En una palabra, el buen juicio no es un sustituto para orientar las ideas o el saber exacto. Por tanto, tiene que someterse a la crítica de la ciencia, lo cual no es una reacción simple a la experiencia, sino un esfuerzo por controlarla para que encauce las ideas, y las acciones por las cuales puedan afinarse y corregirse. Por eso existe, según creo, hostilidad entre ciencias y humanidades. No es que las primeras sean más abstractas, ni sólo que muchas de ellas sean más inaccesibles porque utilizan palabras e instrumentos intelectuales que la gente ordinaria no comprende. Estas nuevas palabras fijan diferencias que no se han establecido en virtud del sentido común; la maquinaria intelectual pone las ideas en orden más severo y permite sacar de ellas conclusiones que no capta el sentido común. Desde hace algunos siglos, la cienca ha venido cambiando al mundo, de tal manera que ya no tienen aplicación los juicios antiguos; más aún, ha estado invadiendo campos en que antaño prevalecieran los juicios fundados de las humanidades, y poniendo sobre el tapete de la autoridad de estos juicios. Considérese, por ejemplo, la influencia de los conocimientos científicos sobre la moralidad sexual, o la invasión de la política por los métodos de las encuestas. Esto trastorna la paz intelectual y moral; y porque la ciencia perturba la paz, es por lo que inspira tantas antipatías, y por lo que hoy, en un mundo en que la ciencia es algo tan sumamente distinto de antes, padecemos un sentimiento crónico e insidioso de ansiedad. Para despojarnos de él, opino que volvemos a la idea de qué, no sólo son distintas las humanidades de las ciencias, sino que tienen que serlo sin remedio.

Esta perturbación de nuestra seguridad intelectual plantea también interrogantes sobre nuestros conceptos de la autoridad intelectual. Éste es el punto segundo en que chocan las ciencias y las humanidades Las primeras se proponen fundamentar las ideas en datos de carácter público. Al formular ideas susceptibles de pasar por esa prueba factual, deben dejarse de lado las preferencias, se despojan las palabras del énfasis y de las asociaciones que tanto nos gustan, y se formulan preguntas más precisas que las corrientes y burdas que normalmente estimulan la actividad mental. Por eso, el estilo de la ciencia choca con muchos hábitos mentales, arraigados desde hace largo tiempo en el campo de las humanidades.

Para expresarlo de la manera más sencilla: la ciencia exige pruebas de opiniones que nadie pensara antes en someter a crítica. Representa una actitud nueva respecto a la autoridad recibida, y hasta respecto á todo tipo de autoridad: implícitamente sostiene que ninguna idea o institución debe tener autoridad si no es capaz de resistir a la investigación continuada. No hay manera de resolver el conflicto entre este principio normativo y la idea de que el descubrimiento y transmisión de nuestro patrimonio moral pertenece exclusivamente a las humanidades; ni puede conciliar se este principio, que es de disciplina intelectual general y no sólo de la ciencia, con el concepto de que las verdades formuladas por las humanidades tienen una autoridad infalible, que las inmuniza contra las pruebas de la investigación científica. Porque tiene que haber forzosamente malentendidos y fricciones entre los que buscan pruebas de las opiniones que quieren impartir a los demás, y quienes no se preocupan por ellas, o se las arreglan para elaborar definiciones de pruebas que no afectan para nada a sus ideas queridas. Entre los primeros, los hay humanistas profesionales; y entre los segundos, los hay científicos. Pero seguirá en pie el conflicto entre ciencias y humanidades hasta que se acepte la ética del argumento impersonal y del dato público, en la formación de las opiniones humanas.

Así pues, vuelvo al amor de la ansiedad, después de una vuelta que parecerá de muchos rodeos. Tenemos motivos importantes para sentirnos angustiados. Pero muchos de estos problemas auténticos quedan sin resolver, porque los envolvemos en un manto de ansiedad más amplia y comprensiva: ansiedad porque, sencillamente, tenemos el santo de espalda, porque el universo es de tal naturaleza que, fatalmente, de un lado estarán nuestro saber y nuestras capacidades y por el otro, nuestras esperanzas e ideales. Es la ansiedad de nuestra "edad de la ansiedad", la que muchos parecen considerar descubrimiento característico de nuestros tiempos, y que muchos, sin duda alguna, parecen cultivar y amar en nuestros días. Porque, aparentemente, a muchísima gente la desconcierta menos creer que nuestra civilización está rajada por la mitad —o sea, que la tecnología y la ciencia van en un coche y los valores humanos en otro—, que la idea de explorar y tratar de resolver las cuestiones planteadas por la ciencia a nuestros juicios tradicionales y a nuestras nocidnes predilectas sobre la autoridad intelectual. No quiero decir, naturalmente, que pueda eliminarse definitivamente la tensión entré ciencia y opinión. No creo que sería bueno. Una cosa es generalizar, y otra proceder en circunstancias concretas. No estimo que todos nuestros problemas intelectuales puedan resolverse, acudiendo a la "ciencia" como a la gran panacea universal. Estos problemas son filosóficos, lógicos y morales. La ciencia puede contribuir a resolverlos, pero con carácter auxiliar. Lo importante, en realidad, es procurar que, de tener solución, no exijan una Gran Solución Única. 

Hay que resolverlos allí donde se produzcan conflictos concretos. Pero, para eso, hace falta una disposición general a inquirir y analizar, y hay que rechazar el principio de que nuestra vida moral e intelectual está dividida por la mitad, cayendo de un lado la ciencia y el laboratorio, y de otro la humanidad y la vida buena.

Naturalmente, esta disposición general para inquirir y analizar provocará también sus ansiedades. Sin duda alguna, los hombres se aventuran a peligros interiores y exteriores cuando se niegan a reconocer que haya creencias o prácticas humanas —entre ellas, las suyas propias—;, cuyo campo esté a seguro de la investigación racional. Esta negativa ha producido, y siempre producirá, una ansiedad considerable. Pero se corre un peligro tan grande, por lo menos, cuando no se tiene esta disposición a inquirir y analizar, y mayores riesgos todavía cuando se aferra uno equivocadamente a la idea de que algunas de sus convicciones y valores más queridos estén por encima de la investigación y de la prueba. La disposición de seguir el raciocinio hasta donde nos lleve produce un tipo de ansiedad más concreta, más tratable y más pro¬ductiva que la ansiedad cósmica. En todo caso, es el tipo de ansiedad que prefiere deliberadamente un entendimiento civilizado.

Fuente, Charles Frankel.

domingo, 10 de octubre de 2010

Medicina y psicología perspectiva histórica

Punto de vista médico en el año 1962.
Por Allan Greg y Franz Alexander.

PERSPECTIVA HISTÓRICA
El paciente, como ser humano, con sus preocupaciones, miedos, esperanzas y desesperanzas, como un todo indivisible y no solamente como un portador de órganos —de un hígado o un estómago enfermos— constituye una vez más el legítimo objeto del interés médico. En las dos últimas décadas se ha prestado una atención creciente al papel causal de los factores emocionales en las enfermedades, y los médicos demuestran una orientación psicológica cada vez mayor. Algunos conocidos clínicos de tendencia conservadora consideran esta orientación como una amenaza para las bases científicas de la medicina, tan arduamente obtenida, y voces autorizadas previenen a la profesión en contra del nuevo "psicologismo", declarándolo incompatible con la medicina como ciencia natural. Ellos preferirían que la medicina psicológica quedara restringida al campo del arte médico, al tacto y a la intuición en el trato con los pacientes, bien diferenciada de los procedimientos científicos de la terapéutica propiamente dicha, basada en la física, la química, la anatomía y la fisiología.
Sin embargo, encarándola desde una perspectiva histórica, la orientación psicológica no es más que la reactualización de antiguos enfoques precientí fieos bajo una forma nueva y científica. No siempre el cuidado del hombre doliente estuvo compartido entre el sacerdote y el médico. En otras épocas, las funciones curativas, fueran mentales o físicas, estaban concentradas en una sola mano. Sea cual fuere la explicación del poder del hechicero o del evangelista o del agua bendita de Lourdes, no hay la más mínima duda de que a menudo tuvieron espectaculares efectos curativos sobre los enfermos, efectos aún más fundamentales en ciertos aspectos que muchas de nuestras drogas, pasibles de ser analizadas químicamente y cuya acción farmacológica conocemos con gran precisión. Estaparte psicológica de la medicina sobrevivió sólo en forma rudimentaria, como arte médico, y se traduce en la conducta seguida a la cabecera del enfermo; permanece cuidadosamente separada del aspecto científico de la terapéutica, y es considerada esencialmente como la influencia sugestiva y restauradora del médico sobre el paciente.
La moderna psicología médica científica no es más que una tentativa de colocar el arte médico —el influjo psicológico del médico sobre el paciente —sobre bases científicas, haciéndolo formar parte integral de la terapéutica. No hay duda de que buena parte de los éxitos del arte de curar, tanto del hechicero y del sacerdote, como del moderno profesional, se debe a esa indefinida simpatía emocional establecida entre médico y paciente. Sin embargo esta función psicológica del médico fue descuidada, y tal vez más que nunca, en la ultima centuria, en la que la medicina se convirtió en germina ciencia natural basada en la aplicación de los principios de la física y la química sobre el organismo vivo. El postulado filosófico fundamental de la medicina moderna es que el cuerpo y sus funciones pueden ser entendidos en términos físico-químicos, que los seres vivientes son máquinas fisicoquímicas, y que el ideal del médico es el de llegar a ser un ingeniero del organismo. El reconocimiento de fuerzas psicológicas, un enfoque psicológico de los problemas de la vida y de las enfermedades aparece como un volver a caer en la ignorancia de la edad antigua, en la que la enfermedad era considerada como producto de la actividad de un espíritu maligno y su terapéutica era el exorcismo para expulsar al demonio del cuerpo enfermo. Nada más natural que el hecho de que la nueva medicina, basada en la experimentación de laboratorio, defendiese celosamente su halo científico, recientemente adquirido, contra anticuados conceptos místicos tales como los de la psicología. La medicina, recién incorporada a las" ciencias naturales, asumió en muchos aspectos la típica actitud del advenedizo que quiere hacerse olvidar a sí mismo su bajo origen mediante una actitud más intolerante, exclusivista y conservadora aún que la de los genuinos aristócratas. La medicina llegó al máximo de intolerancia contra todo aquello que pudiera hacerle recordar su pasado espiritualista y místico en una época en la que su hermana mayor, la aristócrata de las ciencias naturales, la física, estaba sufriendo la más profunda revolución en sus conceptos fundamentales, cuestionando hasta lo incuestionable, la validez general del determinismo científico*
Estas observaciones, sin embargo, no tienen la intención de minimizar los éxitos del período de laboratorio experimental de la medicina, que representa la fase más brillante de su historia. La orientación fisicoquímica caracterizada por el estudio preciso de sutiles detalles es sin duda responsable del gran progreso alcanzado por la moderna bacteriología, la cirugía, la quimioterapia y la farmacología en general. Una de las paradojas del desarrollo histórico es el hecho de que cuanto mayores son los méritos de un método o principio científico, mayor es su influencia retardadora en un período posterior, más avanzado, de desarrollo. La inercia cíe la mente humana hace que ésta se aferré a ideas y métodos que han probado ser de gran valor en el pasado, aun cuando ya hayan cumplido su ciclo de validez. El desarrollo de la más exacta de las ciencias, la física, está preñado de tales ejemplos. El progreso requiere, en todos los campos, reorientaciones continuas y la introducción de nuevos principios. Estos nuevos principios, aunque realmente no están siempre en contradicción con los antiguos, son sin embargo frecuentemente rechazados, y deben luchar para ser reconocidos. En lo que a esto respecta, el científico es tan estrecho de miras como el hombre común. La misma orientación fisico-química de la etapa de laboratorio, a la que la medicina debe sus más grandes triunfos, se ha transformado, por su misma unilateralidad, en un obstáculo para su posterior desarrollo. Esa nueva era científica de laboratorio de la medicina, hállase caracterizada por su actitud analítica. Es típico de ese período un interés concentrado en mecanismos detallados, en la comprensión de procesos parciales. El descubrimiento de métodos de observación más perfeccionados, especialmente del microscopio, reveló un nuevo microcosmos, al proporcionar una posibilidad de penetración sin precedentes en las partículas mínimas del cuerpo. Consecuentemente, en etiología —o sea el estudio de las causas de las enfermedades—, la localización exacta del proceso morboso se convirtió en el objetivo principal. La medicina antigua estaba gobernada por la teoría humoral, de acuerdo con la cual los fluidos del cuerpo eran considerados los portadores del mal. El desarrollo progresivo de los métodos de autopsia, acaecido durante el Renacimiento, permitió un estudio preciso de las particularidades del organismo humano, lo que condujo a conceptos etiológicos más realistas, aunque simultáneamente más restringidos y localistas. Morgagni, a fines del siglo xvm, afirmó que los órganos en particular —como el corazón, los ríñones o el hígado— eran el asiento de las enfermedades. Con la aparición del microscopio, la localización de la enfermedad se limitó aún más: la célula pasó a ser el asiento de la misma. El principal responsable de esta concepción particularista de la medicina es Virchow, a quien la patología debe más que a ningún otro; él afirmó que no había enfermedades generales, sino solamente enfermedades de órganos y de células. Sus importantes aportes en el campo de la patología, y su gran ascendiente, hicieron de la patología celular un dogma que todavía hoy influye en el pensamiento médico. El peso de la figura de Virchow sobre la concepción etiológica es un ejemplo ya clásico de la paradoja histórica mencionada más arriba. La mayor contribución del pasado se transformó en el mayor obstáculo para una evolución posterior. El descubrimiento, con ayuda del microscopio, de los cambios histoló¬gicos en los órganos enfermos, se convirtió en norma universal para la etiología. La búsqueda de las causas de las enfermedades se limitó, durante un largo período, a meras tentativas de descubrir cambios patológicos locales en los tejidos. El concepto dé que tales cambios locales son tan solo una causa inmediata, que a su vez, pueden resultar de trastornos más generalizados producidos como consecuencia de fallas funcionales, de sobreesfuerzos o hasta de factores emocionales hubo de ser descubierto posteriormente. La teoría humoral, menos particularista —desacreditada Cuando Virchow derrotó con éxito a su último representante, Rokitansky —, tuvo que aguardar, para su rehabilitación, el surgimiento de su expresión moderna, la endocrinología.
Pocos han comprendido la esencia de esta fase del desarrollo de la mejor medicina que Stefan Zweig6, un lego. En su libro Die Heüung durch den Geist, dice:
Enfermedad ya no significó lo que ocurría con todo el organismo, sino lo que ocurría con sus órganos... Y así la misión natural y original del médico, el enfoque de la enfermedad como un todo, pasa a ser la tarea menor de localizar la molestia, identificarla y adscribirla a un grupo preestablecido dé enfermedades... Durante el siglo xrx esta inevitable objetivación y tecnificación de la terapéutica llegó a extremos excesivos porque interpuso entre paciente y médico un tercer elemento, completamente mecánico, el instrumento de observación. La visión penetrante, orientadora y sintetizadora del médico nato se hizo cada vez menos necesaria para la tarea de diagnosis...
No menos contundente es la declaración del doctor Alan Gregg, un hombre que observa el pasado y el futuro de la medicina con una amplia perspectiva.
El todo que es el ser humano ha sido dividido para su estudio en partes y sistemas; si bien no es posible desacreditar ese método, tampoco es obligatorio el quedar satisfecho únicamente con sus conclusiones. ¿Qué es lo que impulsa y mantiene a nuestros órganos y sus muchas funciones en armonía y cooperación? ¿Y qué tiene que decir la medicina acerca de la cómoda separación entre "mente" y "cuerpo"? ¿Qué es lo que hace del individuo lo que la palabra no dividido implica? La necesidad de un mayor conocimiento en este campo es obvia. Pero más que una mera necesidad, hay un presentimiento de cambios futuros. La psiquiatría está en marcha, la neurofisiología en pleno desarrollo, la neurocirugía en su apogeo, y una estrella pendiendo aún sobre la cuna de la endocrinología... Habrá que buscar el aporte de otros campos, de la psicología, de la antropología cultural, de la sociología y la filosofía, así como de la química, la física y la medicina interna para resolver esa dicotomía mente-cuerpo que nos legara Descartes.












sábado, 9 de octubre de 2010

Que poseen en común la medicina y la psicologia

Punto de vista médico en el año 1962.
Por Allan Gregg y Franz Alexander.

QUÉ POSEEN EN COMÚN LA MEDICINA Y LA PSICOLOGÍA

Y ahora, habiendo destacado lo que la medicina y la psicología pueden ofrecerse recíprocamente, veamos; lo que tienen en común.
Como varias ramas de la medicina que comenzaron como ciencias meramente descriptivas, para luego interesarse por la etiología y los problemas de las causas, dirigiéndose por fin a lo que yo llamaría la síntesis —la utilización de todos sus conocimientos tanto para conservar la salud en sí como para prevenir o aliviar la enfermedad—, las diferentes ramas de la psicología están en ese camino, en lo que me parece un curso similar de su desarrollo. Haciendo efectivas las recomendaciones tendientes a la realización del año de práctica clínica, o internado, la psicología compartirá con la medicina el extraordinario estímulo de la experiencia de hospital. Por el volumen de trabajo, por su variedad, revelada en senpillas y constantes comparaciones, y por la multiplicidad de los problemas planteados, el hospital ha influido tremendamente en la enseñanza y el desarrollo de la medicina y ha contribuido a su apoyo popular. Yo pronosticaría un resultado similar para el año de internado en la profesión de psicólogo e, inclusive, el misino apoyo y popularidad. No se puede afirmar que todo lo que tengamos en común sea satisfactorio. También compartimos ciertos defectos. Tanto la medicina como la psicología descuidan la genética; es decir, parecen pen¬sar que la herencia es el estudio de los inasibles antepasados, cuando en realidad es uno de los pocos campos que ofrecen un control digno de crédito sobre la descendencia. Nuestra falta de comprensión de los acontecimientos de Europa se debe, en parte,. al hecho de que pocos en nuestro país parecen entender que las mayores pérdidas de las dos últimas guerras son genéticas. Tales pérdidas no afectan al pasado. Afectan al presente y al futuro. ¿Cuándo se prestará la atención debida a los aspectos de la conducta determinados por la genética? En mi opinión menospreciamos groseramente la importancia de los factores hereditarios tanto en la conducta humana como en la medicina humana. Y con toda humildad debemos admitir una falla común y general. La medicina y la psicología deberían aceptar su parte en ese pecado de la mente científica, tan criticado, consistente en creer que la ecuación que se formula para representar la realidad contiene todos los factores inherentes. Pienso que la ecuación A más B — C debería ser escrita A (más x ó menos y) más B (más a menos r) = C (más q ó menos x)r. O, én términos más literarios y familiares: "Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, que lo que tú has soñado con tu filosofía". En resumen, desde hoy en adelante debemos mantenernos siempre alerta contra los factores ocultos que puedan existir en nuestras ecuaciones. Necesitamos tener la noción de contexto.
Por último, tanto la psicología como la medicina deben percatarse de esta secuencia inevitable: el estudio hace aflorar el conocimiento, el conocimiento trae el poder, el poder entraña responsabilidad, y la responsabilidad debe estar preparada para sobrevivir al halago o al reproche, a la dependencia o al ataque apasionado. Se puede ver esta secuencia en la historia de la física, desde Arquímedes hasta la bomba atómica: estudio, conocimiento, poder, responsabilidad. Si ésta es la secuencia obligada en nuestro conocimiento del mundo físico, ¿debemos esperar que la historia de la psicología siga un curso diferente? Pienso que no. Puede ser una historia trágica o magnífica. Mas, cualquiera sea su futuro, tarde o temprano la psicología enfrentará la responsabilidad que proviene del poder.

jueves, 7 de octubre de 2010

Psicología y medicina

Psicología y medicina




Punto de vista médico en el año 1962.
Por Allan Gregg y Franz Alexander.


INTRODUCCIÓN

Consciente del hecho de que los honores son conferidos a menudo con más generosidad y buena voluntad que discernimiento y justificación, debo limitar más bien mi agradecimiento al honor que supone hablaros sobre la psicología vista por un doctor en medicina,* declarando que no tengo el mandato de mis colegas para hacerlo en su nombre y que mis opiniones no deben ser tomadas como las de la mayoría de los médicos. Puede que lo sean pero no tengo base para atribuírselas. Creo, que fue Osear Wilde quien observó que toda crítica es una forma de autobiografía. Quizás la única experiencia que de alguna manera o medida ^pueda calificarme para hablar sobre psicología desde el punto de vista médico sea haber participado en la preparación del informe a la Comisión de Harvard sobre El lugar de la psicología en una universidad ideal. Era una comisión en la cual los doctores en medicina estaban sobrepasados en una proporción de 9 contra 3, y por lo tanto se puede sospechar que acumulasen algunas de esas que los franceses llaman pensées d'escalier: aquellas cosas sobre las que se desea haber tenido la agilidad mental suficiente como para haberlas pensado en el momento oportuno, en lugar de que acudan a la mente solo cuando se descienden las escaleras, después de terminado el asunto.
No perdamos más tiempo, empero, en rodeos y pasemos a hablar de un tema de máximo interés: vuestra propia profesión. Dado que existen muy pocos o ningún indicio de que mi actividad o la vuestra tienden a absorberse mutuamente, cualquier estudio sobre las relaciones entre la medicina y la psicología lleva naturalmente a considerar qué es lo que tiene en común, qué es privativo de cada una y qué puede ser provechoso e importar de una a otra.
La psicología, como profesión, es joven. Ahora bien, es sabido cuan difícil resulta enseñar a la juventud los encantos de ser joven. Por ello, la medicina puede muy bien envidiar a la psicología su presente" libertad para trazarse su camino, hacer sus promesas y elegir sus amigos. "No olvidéis nunca —escribía Wordsworth a lady Beaumont— que todo escritor grande y original debe crear él mismo, en proporción con su grandeza y originalidad, el gusto por el cual se saborean sus obras *". Como psicólogos estáis en la envidiable posición de gozar de una libertad similar para crear el gusto que harán que vuestro trabajo sea apreciado; para crear deliberadamente la demanda por aquello que sabéis hacer, después de haber aprendido a hacerlo. La medicina ha tenido que seguir muy a menudo otro curso. Rodeados desde un principio por quienes sufrían y pedían alivio para su dolor o enferme dad, e inclusive con la muerte misma, aferrándose a nuestro brazo, tuvimos los médicos que aprender a enfrentar una demanda ya existente. El psicólogo no trabaja, por lo general, en esa atmósfera de crisis —nacimiento, aterrador desamparo o miedo a la muerte—. Mas la ausencia de tales tensiones acaso lo prive de una cierta disciplina severa y saludable. Protegidos como estáis de esa contagiosa ansiedad de enfermos a vuestro cuidado, ¿experimentáis alguna gratitud por esta dispensa? ¿Y qué forma debe adoptar esa gratitud? ¿Es razonable preguntaros cómo disponéis de esa magnífica franquicia?
La medicina puede envidiar lógicamente otra consecuencia de la relativa juventud de la psicología, aunque quizás tal situación no dure mucho. En medicina los hechos establecidos y los métodos utilizables han llegado a ser pasmosamente numerosos; la enseñanza de la medicina se halla abrumada por la tarea de impartir los muchos e importantes conocimientos que se poseen y que se consideran de valor. Por ejemplo, la morfología tiene un papel relativamente más importante que el que, supongo, tiene en psicología, y no veo en esta última algo equivalente a la avidez que muestra la medicina por conocer ciertos parásitos y otros microorganismos invasores. Vuestras energías, como las de los fisiólogos, pueden encauzarse —y lo hacen con admirable profundidad— hacia la formulación de las teorías que explican las funciones. Por supuesto, no creo que vuestra tarea sea la más fácil: en realidad, por lo mismo que sois jóvenes, tenéis más ocasiones de lograr la sabiduría, dado que vuestro porvenir está todavía en vuestras manos.

Y pasando de la envidia a la admiración, digamos que el médico más reflexivo encuentra el horizonte del psicólogo alentadoramente vasto al adentrarse en las relaciones^.sociales del hombre y ocuparse de su conducta en la comunidad. Solo recientemente un interés semejante por la medicina social ha logrado apoyo académico explícito: la cátedra de Medicina Social en Oxford. Vosotros tenéis por delante un campo maravillosamente amplio en psicología social. En grado admirable, la psicología ha insistido en que los árboles no oscurecerán ni su selva ni su horizonte.


EN QUÉ CONTRIBUYE LA PATOLOGÍA A LA MEDICINA

No ha sido menos admirable el ejemplo que han dado los psicólogos frente a uno de los problemas generales de la ciencia: el problema del observador. Si en algún caso lo complicado pudiera ser encomiable, la complicada actitud del psicólogo, que se detiene a considerar el tiempo de reacción del observador individual, sus descuidos, sus distracciones como testigo y sus fallas de memoria, constituye un tipo de" complicación digna de encomio que bien merece un ulterior perfeccionamiento y una decidida insistencia. La medicina tiene mucho que aprender de vuestros aportes al problema del observador,
Dado que la psicología coloca a la experiencia lo mismo que a la conducta y al pensamiento, dentro de su campo de acción, da gran importancia tanto a la exposición histórica como a la descriptiva. Posiblemente la actual abundancia de pruebas de laboratorio haya alejado demasiado a los médicos de la forma narrativa. Por cierto, en la actualidad la mayoría de ellos saben más acerca de qué pruebas pueden pedirse al laboratorio que sobre la forma realmente adecuada de obtener las historias de sus pacientes.

La medicina podría aprender de la psicología que el análisis estadístico ofrece la única manera científica de corregir las conclusiones erróneas derivadas de la ingenua sugestionabilidad de un observador lleno de prejuicios. Los fenómenos varían con una especie de movimiento browniano, y solamente las críticas estadísticas evitarán un movimiento similar de esas limitadas y volubles explicaciones que se dan acerca de los fenómenos variables. Vosotros sois diestros no sólo en la tarea creadora de sacar conclusiones de los experimentos. La medicina^ y particularmente la psiquiatría, bien podrían imitar de la psicología la habilidad para idear experimentos concluyentes, e igualar vuestra insistencia sobre la importancia de la metodología clara y predeterminada del trabajo experimental. Yo no creo que la verificación experimental sea el único sello de garantía de las hipótesis científicas seguras. ¿Qué sería de la geología y la astronomía sin la comprobación indirecta dé sus hipótesis, la convalidación que proviene del cumplimiento de las predicciones exactas? Pero creo que los psicólogos tienen la oportunidad de enseñar a los médicos, por medio del ejemplo y del método, cómo formular y probar hipótesis relativas a los fenómenos de conducta humana.
El malogrado Douglas Singer sugirió que, en el curso de fisiología para ^estudiantes de medicina de la Universidad de Illinois, después de haberse enseñado la fisiología de los diversos órganos y de los sistemas de órganos, deberían dictarse por lo menos seis clases de la fisiología del organismo considerado en conjunto.
Estas clases podrían comenzar con los tropismos, pasar a ciertas formas de conducta instintiva y terminar quizá con la consideración del papel integrativo de las emociones, el aprendizaje y la memoria. La modesta misan d'étre de tales clases era la suposición de que, además de la fisiología de los diversos órganos, existe verdaderamente una fisiología de nuestro viejo amigo, el organismo considerado como totalidad. Para la mayoría de los fisiólogos, la verdadera novedad de esta proposición radicaba en la probabilidad de que la medicina pudiera aprovechar más el enfoque integrador que vosotros, psicólogos, habéis adoptado desde hace mucho. En verdad, vuestra visión ha sido tan amplia que habéis aceptado la conducta irracional como parte de la realidad significativa. En esto habéis proporcionado a la medicina un ejemplo espléndido y una nueva región para explorar, digo "nueva" porque si a muchos médicos se les diera a traducir el dicho nihil humanum cdienum mihi puto, estarían dispuestos a interpretarlo como "nada que pertenezca al alienista lo considero como humano" s. Me gustaría ver a todos los médicos que crean comprender el significado del esclarecedor título The integrative actktn of the nervous system (La acción integradora del sistema nervioso) de Sherrington, reflexionar durante, digamos, cinco minutos, sobre el efecto integrador del conocimiento de la psicología moderna.
Pero la medicina no sólo ha de aprender de la psicología; en la actualidad depende también de los psicólogos y confía en que vosotros podréis extender y perfeccionar esta ayuda. MíT refiero, por supuesto, a la tarea de seleccionar los estudiantes de medicina y al examen psicológico de los- pacientes. Si una escuela médica de Estados Unidos, de tipo comente, debe seleccionar 72 estudiantes de primer ano entre 1.205 aspirantes —situación que me describieron recientemente— podéis comprender que la medicina dará la bienvenida a cualquier ayuda que pueda recibir para la selección de sus futuros profesionales, investigadores y maestros. Los psiquiatras mismos, sea cual fuere su capacidad, comprenden que vuestro auxilio en la apreciación de sus pacientes es ya indispensable. Y pienso que vosotros podéis también, entender con vuestra sutileza que la colaboración de un psicólogo bien preparado ayuda a atemperar y equilibrar el juicio del psiquiatra, protegiéndolo así del posible abuso de su poder tan altamente concentrado sobre las vidas de los demás.
Otra contribución más de la psicología a la medicina merece especial- mención: la educación médica es una forma de educación, no un mero aprendizaje inicial. Así como estoy convencido de que la contribución de la psicología a la educación será uno de los mayores beneficios que pueda conferir, así también estoy convencido de que, aparte de la psicología clínica, la medicina aprovechará los cambios que la psicología pueda imprimir en la educación médica, esa extraordinaria interrelación de adquirir conocimientos tanto por la experiencia como por la palabra escrita y hablada. Es por demás escaso lo que sabemos acerca de las formas más sabias de enseñar medicina, ¿Podríais vosotros ayudarnos?

EN QUÉ CONTRIBUYE LA MEDICINA A LA PSICOLOGÍA

Sin duda alguna, en las relaciones interprofesionales es evidentemente más grato ser acusado de dadivoso que disponerse a recibir lo que la otra profesión puede ofrecer. Y la tarea de describir aquello con que la medicina podría contribuir a la psicología. se hace más delicada cuando reflexiono sobre qué difícil es hacer partícipes de lo mejor que ella puede ofrecer aún a nuestros estudiantes y a nuestros pacientes, y en qué pequeña medida poseemos adelantos tales que merezcan ser ofrecidos.
Sin duda la profesión médica puede proporcionar, como tal, una prolongada experiencia. Otro tanto ocurre con la mayoría de las religiones importantes. Claro que en ningún caso la mera edad es una garantía de excelencia, pero sugiere vitalidad. Por lo demás, la prolongada experiencia es de menor importancia en una sociedad acomodaticia y veleidosa que lo que sería en una sociedad gobernada por la tradición y no turbada por el cambio. Probablemente, a medida que las aplicaciones de la psicología aumenten en alcance y efectividad, los psicotécnicos, los psicólogos clínicos y cuantos aplican la psicología a las distintas actividades humanas crecerán en número y en posición social. Por cierto, los problemas del aprendizaje y del título ya os apremian. Pero vosotros tendréis probablemente otros problemas en lo referente a organización profesional, códigos éticos, conducta profesional, autogobierno profesional, depuraciones, reclutamiento, certificaciones y administración institucional y sobre vuestra situación en la sociedad en general. En tales asuntos os sugeriría que efectuarais un estudio comparativo de las asociaciones profesionales médicas, legales, educativas y religiosas, y de sus métodos de resolver determinados problemas; estudio que sería de considerable valor para vuestra tan rápidamente creciente profesión. El crecimiento veloz no siempre va acompañado de una maduración rápida y sin esfuerzo.
Una generación atrás, el doctor Abraham Flexner propuso ciertas normas para juzgar si una ocupación había alcanzado el status profesional o no. De acuerdo con su interpretación, las profesiones: 1) implican esencialmente operaciones intelectuales acompañadas por una gran responsabilidad individual; 2) hacen su aprendizaje en el medio natural, y sus miembros recurren constantemente al laboratorio y al seminario en busca de nuevos fenómenos; 3) no son, sin embargo, meramente académicas y teóricas, sino definidamente prácticas en sus objetivos; 4) poseen una técnica que puede transmitirse por medio de una disciplina educativa altamente especializada; 5) cuentan con una organización interna basada en actividades, deberes y responsabilidades que comprometen completamente a sus participantes y desarrollan su conciencia de grupo; y, finalmente, 6) responden al interés público mejor que los individuos desorganizados y aislados, y tienden cada vez más a interesarse por el logro de los fines sociales *.
Cierto aspecto de la experiencia diaria del profesional médico, estoy casi seguro que merece ser comentado. En la constante obligación de emitir tanto un pronóstico como un diagnóstico, la medicina puede ofrecer un grado de experiencia cuyas repercusiones escapan, demasiado a menudo, de la atención que merecen. De ningún otro profesional, como del médico, pareciera esperarse tan absoluta y firmemente, que deba enunciarla marcha de los próximos acontecimientos. Esta obligación tiene un efecto especial sobre quienes la asumen. Pienso que sería particularmente valioso para la práctica de esas ramas de la psicología que no emplean exclusivamente el método experimental, insistir en el uso mucho más frecuente y cuidadoso de la facultad de efectuar pronósticos. Por cierto, puedo aseguraros que esta práctica tiene un efecto atemperador y clarificador en las vidas de los médicos. Nada excita más el interés en la posterior evolución de una enfermedad y alerta la atención sobre los factores que afectan a cada caso en particular, como la obligación de pronosticar su curso futuro. Desde el lado de la medicina, quisiera llamar especialmente la atención de los psicólogos sociales acerca del valor heurístico del acto pronóstico. Como las apuestas, el pronóstico no controla el acontecimiento, pero incrementa el interés por todo lo que forma parte del resultado final.
Sin embargo, más importante que la obligación del clínico de efectuar un pronóstico es su tarea característica de descubrir, reunir y sopesar la evidencia heterogénea. Probablemente estáis familiarizados con la observación de que ejecutar un experimento es interrogar a la naturaleza, pero la actividad clínica de mayor importancia consiste en entreoír lo que la naturaleza se murmura a sí misma. Ninguna persona de experiencia puede ignorar cuántas inapreciables sorpresas puede depararnos esa escucha casual, cuántas insinuaciones, sugestiones -y pistas, tan nuevas y espléndidas que difícilmente caben en la imaginación de investigador alguno. Indudablemente, descubrir, actuando como oyente, requiere una sensibilidad exquisita y una apreciable libertad de imaginación. Pero es tan evidente que lo que uno sabe o piensa oscurece y limita lo que puede observar, que os ruego consideréis la asombrosa receptividad del clínico, aun en las circunstancias más propicias. Y si solicito esto es porque creo que la mayor desventaja para el estudio del ser humano radica en las nociones o preconceptos inconscientes. Muchas veces una hipótesis hállase impregnada de nociones preconcebidas y esto puede entorpecer nuestra percepción general y cegarnos al interpretar el contexto y las circunstancias del fenómeno observado. Y si lo comento con vosotros es porque pecáis —con noble intención—. de exceso de preocupación por las hipótesis. Vosotros probablemente estaréis afectados de tal preocupación, contra la cual esa sensibilidad aparentemente desorganizada del clínico ante todas las circunstancias, o ante lo inesperado, es la única salvaguardia. Las ciencias jóvenes sufren a causa de dicha preocupación, mientras que las ciencias viejas se benefician con la observación de los hechos incontrovertibles, por desconcertantes, inesperados y desordenados que sean.
La experiencia y la responsabilidad clínica determinaron una singular e imborrable impronta que merece vuestra atención. Al médico reciente le bastan unos pocos meses para formarse una nueva imagen de sí mismo. Se da cuenta, simultáneamente, de que se lo considera responsable y de que es responsable de la conducta humana y de la vida de sus pacientes. Es la más inolvidable de las experiencias. En ocasiones he deseado saber si los psicólogos experimentan alguna vez una sensación tan seria cuando se preparan a tratar a seres humanos. Más tarde o más temprano, con mejores o peores razones, el médico joven se enfrenta con la responsabilidad de una muerte, o de una vida de invalidez, que no era necesario que ocurriesen. Los griegos, sabían que sólo dos clases de gente podían matar a los seres humanos con impunidad: los médicos y los jueces.
Tan grave y en ocasiones paralizante es el peso de la responsabilidad médica que desearía que los psicólogos clínicos, para su tranquilidad y libertad de espíritu, no tuvieran nunca que enfrentarla. Con todo poseen, en forma similar, su parte de responsabilidad por la felicidad y salud de los pacientes. Dejémosles comprender desde temprano que la investigación obsesiva de las causas de un síntoma no siempre es suficiente, y que es más discreto —como dice Whitehorn— hallar el significado del síntoma que sus causas.
La experiencia médica puede proporcionar otra enseñanza del trato con los pacientes. Quizás no sea demasiado común en medicina, y acaso se observe con mayor frecuencia en psicología de Jo que ' me fue dable apreciar. Me refiero a la oportunidad, durante el tratamiento, de hacer surgir en los pacientes potencialidades insólitas y no descubiertas hasta entonces. Por cierto, esto caracteriza buena parte del trabajo de los psicólogos que se ocupan dé orientación y consejo. Esta liberación de las energías y entusiasmos de los demás por medio del conocimiento psicológico puede lograrse tanto fuera como dentro del consultorio o de la sala de hospital y, en consecuencia, las aplicaciones de la psicología pueden verse envueltas por ese halo de optimismo que brindan la higiene y el crecimiento saludable. En medicina son los pediatras quienes tienen,-por excelencia, la alentadora satisfacción de atestiguar la vis mediatrix naturae. Deseo que los psicólogos puedan gozar en medida cada vez mayor del deleite de descubrir cómo se exalta la alegría de vivir. Quizás vosotros estéis aún más calificados que el resto de nosotros para aprender y enseñar aquello que hace la vida sana y plena.



* Ver "Is social work a profession". Proceedings of the National Conference of Charities and Co-rrection, 1915, 578-81. '


* La frase latina, modificada de otra perteneciente a una comedia de Terencio que dice textualmente, "Humani nihil a me alienum puto", significa: "Nada de los humanos juzgo ajeno a mí mismo". El autor se permite humorísticamente un juego de palabras. (N. del T.)


* WILLIAM -KNIGHT DOUGLAS (ed.). Memorials óf Coleorton (Edimburgo, 1937), II, 17.


* Conferencia especial dada por invitación de la American Psychological Association, en Boston, el 8 de septiembre de 1948.,


Fuente: Alan Gregg y Franz Alexander