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martes, 1 de junio de 2010

Caudillos de la Revolución Mexicana -5-

Convocación a la muerte.


Igual que en 1917, al terminar su periodo presidencial Obregón regresó a Náinari —su propiedad en la región del Yaqui—, y como entonces, volvió a sus afanes agrícolas con ímpetus mayores. Ahora no se trataba de construir un emporio sino un imperio. Con la ayuda no muy soneto, del novísimo Banco Nacional de Crédito Agrícola, compró buena parte de las tierras de la compañía Richardson y amplió sus negocios hasta abarcar los siguientes giros, además de su habitual cosecha de garbanzo y algodón: irrigación del valle del Yaqui, molino de arroz en Cajeme, empacadora de mariscos, fábrica de jabón, venta de materiales de construcción y equipo agrícola, oficina comercial de exportación e importación, granja, plantíos de tomate, importación de henequén, estación agrícola experimental, mejoras al puerto de Yávaros en el río Mayo, distribuidora de autos, fábrica de bolsas de yute...
Lo cierto, sin embargo, es que Obregón fue mejor vendedor y productor que administrador. Era caudillo de los negocios, no frugal empresario. Buena parte de ese crecimiento lo habían financiado préstamos califomianos y nacionales. Fue su última etapa de bromas y felicidad, de tregua al lado de su esposa, sus hijos pequeños y grandes, en la quietud de una vida familiar que sinceramente apreciaba como valor sin mancha.
Quizá por eso cuando un embajador que lo visitaba le preguntó, al verlo vestido de agricultor, si estaba disfrazado, Obregón le respondió así: «No, embajador. Allá, en la presidencia, fue donde anduve disfrazado».
La respuesta, claro, era también un disfraz. Tenía tan buena vista que desde el Náinari vigilaba la silla presidencial. Pero quería y no quería volver a ocuparla. A un amigo le confió: «Antes me llamaron para carne de cañón, ahora me llaman para carne de crisis». La frase expresa el arco completo de la vida de Obregón tal como él lo concebía. Su ascenso había sido siempre vertiginoso: en sus primeros pasos como mecánico inventor, en su invicta carrera militar, en su empono agrícola y hasta en su carrera presidencial, que ya presagiaba los pasos de don Porfirio. Pero ¿había elegido su destino?, y si lo había elegido, ¿dejaba por eso de ser un destino de fatuidad, marcado en cada cuestión, desde la niñez hasta la última batalla, por la mueca de la muerte? La silla presidencial le atraía, mas no por el poder, y menos aún por los programas de reconstrucción económica y social que podía emprender desde ella, sino por el aura de deber y sacrificio que la rodeaba.
En abril de 1926 a nadie se le ocultaban las intenciones del gran «Manco de Celaya». Pasa temporadas cada vez más largas en la capital y frecuentemente se aloja en el Castillo de Chapultepec. «No es Calles el problema», escribe el viejo liberal Antonio Villarreal a José Vasconcelos, «es Obregón: usted no se imagina la ambición que hay en ese hombre. Ríase de don Porfirio.» No será hasta octubre de 1926, luego de varias sesiones tormentosas, cuando la cámara de Diputados y la de Senadores aprueben la reelección de Obregón.
Pero esta vez las ambiciones presidenciales del sonorense toparían con una' impopularidad generalizada y dos candidaturas contrarias:
primero la del general Arnulfo R. Gómez, y tiempo después, la de su «dedo chiquito», Pancho Serrano.
De octubre de 1926 a abril de 1927 Obregón prueba una vez más el viejo sabor de la guerra. Al mando de quince mil hombres, cierra el último capítulo de un conflicto centenario: la guerra del Yaqui. Se trataba, según sus propias palabras, de «una brillante oportunidad para acabar con una vergüenza para Sonora».
En mayo de 1927 inicia su campaña presidencial, apoyado por buena parte del ejército y el Partido Nacional Agrarista, pero con el repudio de la poderosa CROM y de un sector de la opinión pública Finalmente doblegaría a la CROM y pasaría sobre la opinión, pero antes necesitaba deshacerse de sus contrincantes. Su estrategia 'la advertía Gómez, quien por esas fechas comentó al diplomático francés Lagarde que Obregón tenía «un desequilibrio mental» cercano a la «megalomanía» y trataría de precipitar los hechos: «Es una pelea a muerte en la cual uno de los dos tendrá que morir».
El primero en morir no sería Gómez ni Obregón, sino Serrano. Junto con el viejo general Eugenio Martínez, Gómez y Serrano habían planeado aprehender a Obregón, Amaro y Calles el 1.° de octubre en Balbuena. Martínez delata los planes. Serrano sale de la capital hacia Cuernavaca, donde Antonio Villarreal le avisa que en unos momentos será capturado. Serrano duda, se confía y cae preso. En compañía de un grupo de sus simpatizadores, el general Fox lo acribilla a mansalva en Huitzilac. Al poco tiempo, en Veracruz, Arnulfo Gómez correría la misma suerte. De aquellos sucesos Martín Luis Guzmán extrajo el tema de La sombra del caudillo. Manuel Gómez Morín, en Londres por aquellos días, escribió a un amigo mexicano estas líneas dolorosas:
«A tres columnas, en primera plana de hoy, el Times da la cruel noticia. La gente comenta con repugnancia ... Desde acá México es algo oscuro y sangriento. Pienso en aquellas noches terribles del Bajío en agosto. La tierra y el cielo se juntaban en una densa oscuridad que los relámpagos mismos no podían atravesar. El alma se ensombrecía también y no quedaba un solo punto de luz. Noches enteras en que se perdía la esperanza de la aurora. Mi México, mi pobre México».
La guerra civil de la dinastía sonorense parecía no tener fin. En el baño de sangre muy pocos hablaban ya de los ideales de la Revolución. La violencia política parecía mucho más desnuda, dolorosa, cruel y arbitraria que la violencia social de 1910 a 1920. En la Revolución había existido un propósito, una interpretación y hasta cierta poesía.
En cambio la violencia por el poder no tenía más que un nombre: asesinato. Obregón no fue insensible a esta degradación. La vivió, estrictamente, como una caída. El sangriento escenario comenzó a pintarse de negro y Obregón volvió a convocar a los espíritus de su propia muerte, a atraerlos como en las grandes batallas.
Quizá entonces recordara el destino terrible de tantos compañeros de armas, amigos, enemigos, amigos convertidos en enemigos. Quizá entonces, al ver su muñón desnudo, metáfora de su propia grey decapitada, recordó a su entrañable lugarteniente Jesús M. Garza, el hombre que le había salvado la vida cuando él mismo se la quería quitar.
Un nuevo vértigo debió de recorrerlo al pensar en la tragedia de aquel hombre vital que había sido Garza, en su gran amor por la mujer con quien finalmente se casó pero con la cual no pudo vivir en la paz porque la guerra y el alcohol habían desgarrado su alma. Garza, que lo salvó del suicidio, se había suicidado. ¿Qué mayor señal de que el círculo de tiza de la muerte lo encerraba también a él? En noviembre de 1927 un ingeniero católico apellidado Segura Vilchis atenta contra la vida de Obregón arrojando una bomba a su auto. El general no se inmuta y, sonriendo, acude horas después a su diversión favorita: una corrida de toros. (Días más tarde Segura Vilchis morirá fusilado junto con los hermanos Pro, uno de ellos sacerdote, que supuestamente habían atrapado en el complot.) En enero de 1928 Lagarde, el diplomático francés, acota en un informe, precavidamente: «Esto sucederá, si es que Obregón llega con vida a la presidencia». La gente en la calle usa frases similares. En Orizaba, bastión cromista, ocurre un nuevo atentado que vuelve a dejarlo impávido.
Una noche, en la casa de su antiguo secretario Fernando Torreblanca, Obregón escucha disparos y comenta a su hijo Humberto: «No eran para mí». Charlaba poco, ya no bromeaba ni exhibía su antigua locuacidad. Aunque tenía cuarenta y ocho años de edad, parecía notablemente más viejo. El horizonte vital se cerraba y él, de alguna manera, lo sabía, lo esperaba. Quizá hasta oscuramente, desde hacía tiempo, lo deseaba como un alivio al vértigo sangriento, insoportable y fatuo de la victoria. «Viviré hasta que haya alguien que cambie su vida por la mía ...”.
Héctor Aguilar Camín, el excelente historiador de los sonorenses, recobró una de las últimas imágenes de Obregón, hacia mayo de 1928, en el Náinari:
«En el calor abrasante de mayo el general invicto -manco, entrecano y ya presidente reelecto- hace cuentas y expide mensajes desde el pequeño despacho adornado por el orgullo agrícola de una gran mazorca de maíz cosechada en sus tierras. Afuera ladran y aullan, tan obsesiva como inusitadamente, sus perros de campo. Obregón pide al chofer que los calle y el chofer sale a callarlos, pero los perros siguen ladrando. Ordena que se les dé de comer y les dan, sin que cesen los ladridos. "¡Denles carne fresca!", grita por la ventana el general, pero la carne fresca tampoco los calma. Enervado y ansioso, al cabo de una hora de ladridos, el último caudillo de la Revolución mexicana cree ver en la tenacidad de la jauría un augurio formal de su destino. "Sé lo que quieren esos perros", dice sombríamente a su chofer: "Quieren mi sangre"».
El 17 de julio de 1928 su taquígrafo personal escribe con tinta roja una nota de alerta en su agenda. Obregón no la percibe o no quiere percibirla. Toda su vida ha sido una alerta. En el restaurante La Bombilla un grupo de simpatizantes le ofrece un banquete. Alguien comenta: «Mira al general, ¿en qué estará pensando? Parece que ve hacia el infinito». Su asesino se acerca para enseñarle un boceto de retrato y Obregón accede a que le haga uno. Instantes después, mientras los cancioneros entonaban la inocente canción del «Limoncito», José de León Toral decide cambiar su vida por la del invicto triunfador de la Revolución.
Al poco tiempo se juzgó y ejecutó a Toral. Era muy distinto a su víctima: delgado, oscuro y tembloroso. Casi una sombra. Sobre aquel intercambio mortal, Obregón tenía escrito, desde 1909, su epitafio:

... y aunque distintos sus linajes sean ...
en las noches obscuras los fuegos fatuos juntos se pasean.

VI
Reformar desde el origen
Plutarco Elias Calles






Su nacimiento fue irregular, de ahí que amara apasionadamente el orden, lo inviolable, lo que debe y no debe hacerse.
Thomas Mann, Los diez mandamientos de Moisés




Linaje perdido






«Elias» no era sólo un apellido en el estado de Sonora: era la divisa de una gran dinastía terrateniente que en sus múltiples ramas llegaría a poseer 250.0 hectáreas y a fundar otros troncos, no menos ilustres y poderosos: los Pesqueira y los Salido. El padre fundador, Francisco Elias González de Zayas, oriundo de La Rioja, España, había llegado a fines del siglo xvm y se había dedicado con gran éxito a la minería en Alamos y Arizpe. Su único hijo, José Francisco, recibió en herencia el amplio valle de San Pedro Palominas, que permaneció en abandono durante la primera mitad del siglo XIX, hasta que pasó a manos de su bisnieto, el coronel liberal José Juan Elias Pérez. Los tiempos, sin embargo, no eran propicios para hacer fructificar aquellas treinta mil hectáreas y otras haciendas menores propiedad de la familia. El coronel Elias, que en 1857 se había destacado en la batalla contra el filibustero norteamericano Henry A. Crabb, muere en 1865 tras un combate contra las fuerzas imperialistas de Maximiliano. Su esposa, Bernardina Lucero, quedaría a cargo de ocho hijos pequeños.' A partir de la muerte del coronel, la familia Elias Lucero enfrenta épocas difíciles. Plutarco, el hijo mayor, entonces de apenas dieciséis años, estudia leyes y hace una modesta carrera política, primero, en 1872, como diputado al congreso local por el distrito de Ures, y dos años después como prefecto de Guaymas. Pero su verdadera ocupación, abrumadora, es la de albacea de una herencia familiar mermada día con día por la desatención, los ataques apaches y el abigeato. En 1882, luego de desprenderse del rancho San Rafael del Valle, la familia Elias Lucero poseía aún 34.0 hectáreas en San Pedro Palominas y otras 39.0 divididas en varias haciendas, pero la Ley de Baldíos del año siguiente vuelve a mermar su patrimonio: sólo entre 1883 y 1884 pierde más de veinte mil hectáreas por inactividad. Al terminar el siglo, la Cananea Copper Co., la enorme empresa del coronel Greene, completa el desmembramiento comprando buena parte de San Pedro Palominas.
Sólo dos de los hijos del coronel Elias no pudieron abrirse un camino de reconstrucción familiar. Del pequeño Abundio, raptado por los apaches, no volvió a saberse. Plutarco, el mayor, inicia desde muy joven una honda caída en el agobio y el desánimo. Nunca se casó. En 1872, en Ures, procrea un hijo con Lydia Malvido: Arturo. Cuatro años más tarde, en Guaymas, se une temporalmente con María de Jesús Campuzano y tiene dos hijos: Plutarco, nacido el 25 de septiembre de 1877, y María Dolores. No tardaría en abandonar Guaymas y establecerse en San Pedro Palominas, dejando a sus hijos a la buena de Dios (en el que no creía). La economía familiar se le había venido encima como avalancha que nunca pudo detener. Desde joven encontró el mejor refugio en el alcohol.2 En cambio, tres de sus hermanos, Rafael, Alejandro y Manuel (nacidos en 1853, 1861 y 1862 respectivamente), levantarían cabeza. Alejandro llegaría a ser excelente administrador en Guaymas. En ausencia de Plutarco, él bautizó al pequeño Plutarco más de un año después del nacimiento de éste. Por su parte, Manuel regresa desde muy joven a San Pedro Palominas y se dedica a criar ganado, a plantar frutales y a vender vino y abarrotes. En 1893 adquiere extensos terrenos en el municipio de Fronteras. En 1894 se une con Francisca Pesqueira, con quien tiene un hijo y tres hijas, para los que construye en 1902 una espléndida casa en su hacienda de Fresnos. A principios de siglo, además de sus labores agrícolas, Manuel criaba ganado en grande, poseía una agencia aduanal en Douglas, Arizona, y comercios en Fronteras.
Era la imagen misma de la estable prosperidad. El otro hermano de Plutarco, Rafael, tuvo una vida casi legendaria, digna de una película de John Ford. En vez de regresar a San Pedro Palominas, cruza de muy chico la frontera hacia California. Pasa un tiempo en San Francisco; trabaja en una mina de plata en Baja California; en Pinos Altos, Chihuahua, lo contrata un minero inglés primo de la reina Victoria. En 1880, con un buen bagaje de aventuras y experiencias, regresa a San Pedro y se dedica a exportar leña a Bisbee, Arizona. Conoce tiempos de cosecha y tiempos de sequía. En 1885 se acerca al célebre indio Gerónimo y presencia mutilaciones de apaches y cristianos. En 1895 se casa con Celsa Pesqueira y procrea tres hijos y una hija. Como el de su hermano Manuel, su ascenso económico es vertical: en lugar de vender su porción de San Pedro Palominas, permuta una parte por un rancho estupendo. San Rafael. Con el tiempo seguiría dando pruebas de su inmensa vitalidad: morirá en 1953, a los cien años.
El pequeño hijo de Plutarco Elias Lucero, nacido en Guaymas, no que imparte en 1888 el profesor Benigno López y Serra en la Academia de Profesores. Observa de cerca el conflicto educacional entre la Iglesia y el gobierno. Es, por convicción, festivamente ateo. («De niño, cuando fui monaguillo», recordaría decenios más tarde, «me robaba la limosna para comprar dulces.») La profesión que escoge, la de maestro, es una de las más prestigiadas en aquella sociedad remota y poco poblada. Sin contacto real con el humanismo europeo o la Ilustración, muy lejos de las verdaderas corrientes literarias y espirituales del siglo, la pedagogía parecía en Sonora el principio y el fin del saber humano; suerte de religión laica —clara, disciplinaria, racional y metódica— en la que se vindicaba un cientismo abstracto y casi literario, ajeno a la práctica experimental, pero no exento de cierto rigor formatívo.5 Uno de los primeros productos de la nueva pedagogía sonorense es Plutarco Calles, inspector, en 1893, de las Juntas de Instrucción Pública en Hermosillo, profesor en la Escuela n.°l para Varones y ayudante de párvulos en el Colegio de Sonora un año después. En esa institución y en ese año conoce a Adolfo de la Huerta, originario de Guaymas, como él, y con quien sostiene este diálogo revelador:
«—Me dicen. Plutarco, que usted es de Guaymas.
»—SÍ, soy de Guaymas.
»—¿De qué familia?.
»—De la mía» En 1897, a los veinte años de edad, regresa precisamente a Guaymas, donde un año después imparte clases en el quinto año de la Escuela n.° 1, edita la Revista Escolar y dirige la escuela de la Sociedad de Artesanos «El Porvenin>. Ha vuelto a ver a su fantasmal padre y ha adoptado ya su verdadero apellido, pero sin renunciar al «Calles». Ese año, el padre lo saca de Guaymas —«porque el cabrón anda muy enamorisqueado»— y lo lleva a Arizpe. Al poco tiempo se regresa a Guaymas, desorientado y ya un poco alcohólico, como su padre. De entonces data un poema suyo, prescindible para la historia de la literatura guaymense pero revelador de un profundo conflicto de identidad. Su título es «Duda», y en alguna de sus estrofas se lee:

... las claridades.
de mi alma y mi conciencia.
en noche has convertido.
espectro aterrador.

Y dejas mi cerebro.
en caos convertido.
y dejas a mi alma.
en medio del dolor.

El caos y el dolor tenían doble origen: la ilegitimidad y el desorden, ambos causados por su padre. Plutarco Elias Calles era ilegítimo para la sociedad en la medida en que su padre jamás se casó, sin embargo lo era más aún ante la religión; de ahí, quizá, que su manera de disolver la ilegitimidad fuese negar la potestad religiosa.7 El otro factor, el desorden paterno, se había traducido en un permanente abandono, pero de sus consecuencias profundas el joven Elias Calles apenas comenzaba a percatarse.
En 1899 el caos empieza a disolverse. Plutarco toma un camino distinto del de su padre: se casa, por lo civil únicamente, con Natalia Chacón, y un año después comienza a procrear una extensa familia.
Por cerca de dos años se desempeña, sin fortuna, en varios empleos:
además de maestro es tesorero municipal del puerto de Guaymas (que deja de ser por un supuesto fallante), inspector general de educación (que deja de ser por otro supuesto fallante) y administrador del hotel México, propiedad de su medio hermano Arturo Malvido Elias (puesto que abandona al incendiarse el hotel). En 1902 decide hacerse labriego.
«Más tiene el rico cuando empobrece...», y a su padre le quedaban todavía unas nueve mil hectáreas en Santa Rosa, cerca de Fronteras.
En 1903, la Secretaría de Fomento le otorga los documentos de adjudicación correspondientes. Plutarco Elias Calles planta trigo, papa y maíz, buscando remolcar, a destiempo, la economía paterna y viendo, con afecto pero con una secreta envidia, la próspera estabilidad de sus tíos y primos.
La suerte no le sonrió. El labriego Calles —recuerda Jesús Cota Mazón, que lo conoció entonces— se encontraba muy pobre «por no saber sembrar y todos los años perdía». La maquinaria agrícola que empleaba «para el servicio del negocio tampoco servía». En 1906 le escribe a su cuñada:
«Tantas noches de no dormir bien no es para estar del todo contento, sin embargo soy muy testarudo y yo nunca paro de golpear hasta no salir con la mía. Este año tengo una siembra que si la logro, me repongo del todo, y si no, jamás le daremos de nuevo».
En la agricultura, jamás le dio de nuevo. En 1906 solicita, sin éxito, una concesión minera. Ese año lo visita en Santa Rosa su amigo Santiago Smithers y lo persuade de encargarse de la gerencia del molino harinero Excéisior que había adquirido en Fronteras. Calles acepta. Cuatro años más tarde, en 1910, el Banco de Sonora embarga el molino. Calles tiene la oportunidad de sembrar un «ejido» de once mil hectáreas vecino a Fronteras que el gobierno le había concedido un año antes, pero prefiere iniciar en Guaymas un nuevo negocio con Smithers: Elias, Smithers y Compañía, compra-venta de pasturas, semillas y harinas. En el almacén de aquel negocio se llevaron a cabo algunas reuniones del maderismo guaymense, con el que Calles simpatizaba. Tampoco faltaron allí las sesiones espiritistas a las que varios sonorenses eran aficionados. En abril de 1911 el negocio cierra. Por un momento, Elias Calles desfallece y vuelve al alcohol, pero «no deja de golpear hasta no salir con la suya». No tenía, en efecto, otra salida.
Para 1911 habían nacido ya sus hijos Rodolfo, Plutarco, Natalia, Hortensia y Ernestina. Sin embargo, algo más urgente lo llamaba: construir, con disciplina pedagógica, una vida opuesta a la de su padre.




El general fijo






En septiembre de 1911, en Agua Prieta, sin abandonar su nuevo comercio -pequeño almacén en el que había de todo: maquinaria, abarrotes, vinos-, el maestro Calles estrena profesión: el gobernador, José María Maytorena, lo nombra comisario.9 A su ya acumulada aunque no muy fructífera experiencia de empresario, maestro y labriego, se aunaba ahora un trabajo de control político y hasta policiaco, parecido al de los famosos sherijfs de Arizona. La responsabilidad principal del «Viejo», como sus amigos le decían, era mantener el orden y administrar la justicia y la aduana. Muy pronto comienza su labor de limpia: reorganiza la cárcel y la sede de la comisaría, crea un salón escolar y mantiene a raya a algunos rebeldes. Los cónsules del gobierno maderista en Douglas y Laredo lo acusan ante Maytorena de conspirar contra el régimen; pero Maytorena, que lo sabe enérgico, disciplinado y de una pieza, lo apoya. Su comportamiento durante la rebelión orozquista le da la razón.
Al sobrevenir la Decena Trágica, Calles no vacila. La indecisión nunca ha sido rasgo suyo. Después de poner un telegrama al gobernador Maytorena en el que lo llama a rebelarse, instala a su familia en Nogales y coordina cuanto antes el reclutamiento de volúntanos en Douglas. Tan temprano como el 5 de marzo de 1913, y al mando de un pequeño regimiento que le reconoce «su calidad de intelectual mejor preparado para organizar las fuerzas y dirigirlos a todos». Calles entra al país y proclama: «Son preferibles las tempestades que provoca la rebelión popular a las consecuencias de una paz sostenida por los fusiles de una dictadura militap>.
El mando general del ejército sonorense estaba a cargo de Alvaro Obregón. En el norte, el jefe de operaciones era Juan Cabral; en el centro, Salvador Alvarado, el buen amigo de Calles; en el sur. Benjamín Hill. Ya con el grado de teniente coronel, Calles ocupa Agua Prieta, y el 16 de marzo emprende su primera acción de guerra: la toma de Naco. Obregón había desautorizado la maniobra, pero su telegrama llegó tarde. La acción fracasa. Calles permanece en Nogales organizando el abastecimiento de armas mientras Obregón comenta«Calles no se acerca al peligro, va a pedirle chinche a Arnulfo Gómez para que lo ayude».
En agosto de 1913 el gobernador Maytorena regresa de su licencia y reclama el mando. Los jefes del movimiento que habían reaccionado de inmediato contra Huerta reprobaron desde el principio aquel exilio para el que Maytorena invocaba razones de salud, pero que ellos atribuían a la indecisión y aun a la cobardía. Con la llegada de Maytorena, Calles está a un paso de dejar el mando, pero lo salvan su tenacidad y la llegada de Venustiano Carranza a Sonora. En octubre apunta ya el distanciamiento entre Carranza y Maytorena y se ahonda más cuando el Primer Jefe nombra secretario de Guerra a Ignacio Pesqueira, gobernador interino. El 1.° de diciembre Calles recibe su ascenso a coronel. Se le ve muy cerca de Carranza. Entre ambos fluye una comente de simpatía mutua. No es casual: los dos son tenaces. reconcentrados, reflexivos, disciplinados, enérgicos " Mientras Maytorena se inclinaba cada vez más a aliarse con su compadre Pancho Villa y defender así la soberanía de su estado en marzo de 1914 el coronel Plutarco Elias Calles es designado comandante militar de la plaza de Hermosillo y jefe de las fuerzas fijas de Sonora. Todas las semillas de la guerra civil, o cuando menos las de la anarquía, estaban plantadas y ni uno ni otro lo ignoraban. Calles no pierde instante en minar el poder del rival: le cierra un diario le quita su guardia personal y escribe a Carranza: «Tenga usted confianza en mis actos y en mi adhesión». Maytorena, sin embargo no se cruza de brazos. Con apoyo de sus jefes yaquis -proletariado militar de la zona- hostiliza a Calles hasta provocar su repliegue al norte del estado.
En junio de 1914 Villa y Obregón, cada quien en su corredor se apuntan grandes victorias. Carranza sabe que el rompimiento con Villa -y seguramente con Maytorena- llegará tarde o temprano. De ahí que reciba con particular agrado las continuas muestras de adhesión ÍTS^' y atlenda la '•"gerencia q"e le hace Alvarado sobre la necesidad de mantenerlo fijo en el bastión sonorense. En el efímero acuerdo al que Maytorena y Obregón llegan en agosto de 1914 en presencia de Villa, Obregón accede a incorporar a sus fuerzas las de Calles y a trasladar a Chihuahua las de Maytorena. Al cabo de un mes Villa y Maytorena rompen definitivamente con Carranza, lo que vuelve a fortalecer a Calles, que de modo incidental visita al Primer Jete en la ciudad de México durante las fiestas patrias A fines de septiembre de 1914, Calles regresa a Sonora y pasa por Agua Prieta. De lejos, ve a su padre: sentado en una poltrona y entre tragos de mezcal, platica con un muchacho. Este, muchos años después, recordaba las palabras del viejo Plutarco:
«—... aquél es Plutarco... Se cree gran cosa porque es coronel. Chiflaron a don Porfirio y ahora creen que van a ganar la Revolución...
pero no van a ganar nada, les van a pegar —continuó después de echarse un pistito.
«Recuerdo que el coronel Calles iba muy apresurado. Pasó, vio a su padre sentado y lo saludó de lejos alzando el brazo derecho. Don Plutarco le correspondió y se fue levantando de su asiento lentamente, mirándolo alejarse. Noté que se emocionó... casi le rodaban las lágrimas al viejito mientras se sentaba de nuevo en su poltrona y volvía al pisto».
El viejo murió tres años después, en Agua Prieta. Había terminado viviendo entre un hotel y el hospital. Las enfermeras le sacaban las botellas de licor escondidas bajo las almohadas.
El 1.° de octubre se inicia en Naco el enfrentamiento definitivo entre callistas y maytorenistas. Estos, diez mil hombres y los imprescindibles yaquis, ponen cerco a Naco por el larguísimo lapso de 107 días. Calles y Benjamín Hill, con sólo ochocientos hombres, organizan ejemplarmente la resistencia. Hacen instalar todos los servicios bajo tierra, construyen alambrado y trincheras, prevén todos los detalles: provisiones, transportes, armas, teléfono, alumbrado, agua, etc. La ciudad queda inexpugnable por sur, este y oeste. Por el norte lindaba con la frontera norteamericana.
Después de resistir victoriosamente en Naco, el general brigadier Elias Calles permanece en Agua Prieta adiestrando brigadas y viendo acción intermitente contra fuerzas maytorenistas, durante el año 1915, en Fronteras, Moctezuma, Gallardo, Anivácachi y Paredes. El 4 de agosto de 1915 Carranza lo designa gobernador interino y comandante militar del estado de Sonora. Aunque de inmediato pone manos -e ideas- a la obra de gobierno, que es, ahora lo sabe, su auténtica vocación, todavía debe enfrentar un último problema, mucho más temible que los yaquis de Maytorena.
En 1.° de noviembre de 1915 un reportero norteamericano se acerca a Pancho Villa:
«—General Villa, ¿atacará usted Agua Prieta?.
»-Sí, y los Estados Unidos si es necesario ... Pancho Villa peleando, sí, peleando duro, tal vez más duro que nunca.
»—¿Y cuándo?.
»—Eso es cosa mía.
>'—¿Cuántos cañones trae?.
"—Cuéntelos cuando estén rugiendo» El parte oficial que Calles rinde el día 4 para informar a la superioridad de su victoria es un ejemplo de orden y claridad intelectual:
ideas generales, condiciones del enemigo, detalles topográficos, análisis de las condiciones propias, alternativas, ejecución del plan, órdenes mapas y resultados. En esencia, los dieciocho mil Dorados de Villa se habían estrellado contra el cuidadoso emplazamiento de minas, alambrados, fosas y atrincheramientos dispuestos por Calles, que resistió con menos de la cuarta parte de hombres; 223 villistas quedaron muertos en las afueras. Calles escribió a Obregón: «El jefe de las fuerzas asaltantes no llevó a la práctica sus altisonantes promesas de la víspera». Días después, en el pequeño pueblo de San José de la Cueva, Villa asesinaba a mansalva a todos los varones, incluido el cura'. Entre ellos había varios de apellido Calles. Aunque el sonorense no olvidó el agravio, para él lo de Agua Prieta se había sellado completamente. Para Calles era el fin de la Revolución armada y el comienzo de su revolución personal, de su dictadura pedagógica.





El maestro dicta






El mismísimo día en que tomó posesión de la gubernatura de Sonora, Calles dio a conocer su amplio programa de gobierno, prueba de que había aprovechado todos los resquicios de inactividad para pensar en la «revolución de ideales y las reformas hacia el progreso» que ahora presentaba al pueblo. Después de asegurar que respetaría las garantías individuales y las libertades políticas —guiño al Primer Jefe—, adelantaba sus proyectos. Como el buen profesor que en el fondo seguía siendo, reformaría antes que nada la instrucción publica, abriendo escuelas en todos los lugares de más de 500 habitantes, obligando a las compañías mineras o industriales a instalar escuelas e instaurando, por su parte, un sistema de becas, bibliotecas, gabinetes, escuelas normales y de adultos, etc. Como buen comisario que había sido, reformaría la justicia, promoviendo una nueva legislatura civil y penal.
Como no tan buen labriego que había sido, pero que sentimentalmente seguía siendo, reformaría la agricultura, principal elemento de riqueza nacional por «la abundancia de ríos y la bondad de las tierras»; promovería mejores sueldos, así como la subdivisión de las grandes propiedades, y crearía un banco agrícola oficial del estado de Sonora. Y su proyecto no quedaba allí: abriría caminos nuevos, conservaría los antiguos, favorecería la competencia comercial en beneficio del consumidor, propondría un nuevo régimen fiscal, crearía instituciones de beneficencia, inculcaría hábitos de aseo mediante conferencias públicas y además impulsaría el mutualismo entre los obreros Cuatro días después de tomar posesión, suelta la primera bomba:
un decreto que, de haberse cumplido al pie de la letra, hubiese llevado a su padre a la tumba dos años antes de tiempo. El decreto prohibía la importación, venta y fabricación de «cualquier cantidad» de bebidas embriagantes. La pena era de cinco años, pero a fin de demostrar que iba en serio, el gobernador Calles ordenó el fusilamiento de un infeliz borrachín en Cananea. En el alud de decretos, pronto se mezclaron otros de clara intención moralizante: suprime el usurario contrato de retroventa, prohibe los juegos en que medien apuestas y autoriza a la policía a aprehender no sólo a los tahúres sino a los mirones; concede amnistía a los seguidores del «felón Villa» y clausura las «planchas» (sitios de tortura) en las penitenciarias La moralización tenía que llegar a la política y la historia. En 1916, Calles priva de la ciudadanía a las «tribus errantes y las de los ríos Yaqui y Mayo entretanto conserven la organización anómala que hoy tienen sus rancherías y sus pueblos». En otro decreto, hace pasar al dominio público todos los bienes de quienes hubieran prestado apoyo moral o material a Orozco, a Huerta o al gobierno de la Convención. Para depurar el servicio público, en mayo de 1916 distribuye entre los empleados públicos un cuestionario con preguntas como ésta:
«¿Cuál fue la injerencia que usted tomó en la lucha política sostenida por el general Plutarco Elias Calles contra José María Maytorena cuando dicho militar estuvo en la capital del estado procurando combatir la traición maytorenista?» Todas las promesas de su programa de gobierno se tradujeron, casi de inmediato, en decretos. Se ordenaba una vasta creación de escuelas, se establecía el catastro, se publicaba una completísima Ley Orgánica de los Tribunales del Estado, se fijaba el sueldo mínimo para jornaleros y peones y, como gran novedad compulsiva, se declaraba de utilidad pública la explotación de todas las fuentes productivas del estado (minas, industrias, terrenos) que permaneciesen inactivas. Una cuidadosísima Ley de Ingresos para el año 1916 apareció el 31 de diciembre del año anterior. El rubro más atendido seria el de Instrucción Pública (el 22 por ciento). Cuando, en mayo de 1916, ocupa por unos meses la Jefatura de Operaciones Militares del estado, y Adolfo de la Huerta se convierte en gobernador interino. Calles tiene en su haber 56 decretos: había emitido casi seis por mes. Un año más tarde, el 25 de junio de 1917, toma posesión como gobernador constitucional, puesto que ocupa casi de modo permanente (con un breve paréntesis en 1918, cuando deja el poder a Cesáreo G. Soriano) hasta mayo de 1919, fecha en que Carranza lo designa secretario de Industria, Comercio y Trabajo. (En enero de 1920 renunciaría al cargo para incorporarse a la campaña política de Alvaro Obregón.) Si hubo quien dijera que del decreto al hecho había mucho trecho, muy pronto se tragó sus palabras. No sólo promulgó en su periodo cinco grandes leyes reglamentarias (la de Juntas de Conciliación y Arbitraje, la de Indemnizaciones, la de Administración Interior del Estado, la de Trabajo y Previsión Social, y la Ley Agraria), sino que sus hechos fueron tan firmes como sus dichos. Basten algunos ejemplos. Habiendo promulgado una Ley Obrera, combate férreamente toda agitación: expulsa del estado a varios simpatizantes de la organización anarquista IWW (International Workers of the Worid) y ordena el fusilamiento de un viejo luchador social: Lázaro Gutiérrez de Lara. A los yaquis, «remora fatal para el adelanto del estado», los combate sin tregua, pero lo mismo a las compañías norteamericanas Wheeler y Richardson, que acaparaban tierras inactivas. Una de sus medidas más radicales, de hecho sin precedentes en todo el país, fue expulsar de Sonora a todos los sacerdotes católicos, sin excepción.
Pero su obra más personal no es destructiva sino pedagógica: inaugura la Escuela Normal para Profesores (enero de 1916), organiza un congreso sobre pedagogía (junio de 1916), abre 127 escuelas primarias y, en el mismo periodo preconstitucional, concibe un proyecto que le es entrañable: las escuelas Cruz Gálvez de Artes y Oficios para los huérfanos de la Revolución. Hacia agosto de 1917 circuló en Sonora un manifiesto, «Por la redención de la raza», firmado por el general Calles, en el que explicaba el sentido de esa obra y solicitaba cooperación para ampliar su labor: se trataba de construir dos grandes edificios —uno para señoritas, otro para varones— por medio de suscripción pública:
«Hace menos de dos años, en 1915, fundé la Escuela de Artes y Oficios para Huérfanos, que hoy lleva el nombre de "Cruz Gálvez", impulsándome a ello las repetidas observaciones que al recorrer los distintos puntos del estado pude recoger en cuanto al número verdaderamente crecido de niños huérfanos o abandonados que encontré en casi todos los lugares. Todos esos niños, privados de todos los auxilios tanto morales como materiales, y entregados a una vida miserable y dolorosa, estaban necesariamente destinados a sufrir las eventualidades y vicisitudes consiguientes a su miseria y falta de educación, y probablemente también destinados, en gran parte, a engrosar el contingente ya demasiado numeroso proporcionado al crimen por el alcohol y tantos otros factores antisociales.
"Vivamente sentí desde luego la necesidad de contrarrestar tan grave peligro, no sólo como un sentimiento elemental de piedad, sino como un acto de defensa colectiva y como un deber sagrado de reparación de la misma sociedad, cuya imperfecta organización no en poca parte contribuye a producir semejantes males. Concebí así la idea de crear un asilo que, además de arrebatar a la indigencia y sin duda a la corrupción a aquellos seres infelices e inocentes, pudiera convertirlos en elementos de orden y de progreso devolviéndolos más tarde a la misma sociedad ya hombres, aptos para el trabajo y moralmente fuertes y sanos».
La raíz personal es evidente: funda las escuelas Cruz Gálvez —llamadas así en honor de un lugarteniente suyo, caído en campañapara prevenir y reparar en la sociedad el abandono que él mismo había sufrido. De ahí que en el decreto número 12, que anunciaba la creación de las escuelas, advirtiese que en ellas se protegería «a todos los huérfanos en general» y sin distinción de partidos políticos.
Hacia 1920, aquellas dos escuelas contaban ya con sendos edificios. El de varones albergaba a 468 alumnos, todos internos. El de señoritas, a 396 alumnas, entre ellas las propias hijas de Calles. Se cursaban seis años de primaria y enseñanza industrial. Los hombres aprendían oficios como la carpintería, la agricultura o la mecanografía.
En la primera se formó una banda de música; en la segunda, una orquesta. Al referirse al gobernador, todos, ellos y ellas, le decían «Papá Calles» Por su parte, «Papá Calles» —a diferencia siempre de su pobre padre que, aunque alcohólico y desobligado, había sido, según recuerda Hortensia Calles, simpático e inteligente— nunca desatendió a sus niños, empezando por los propios, incluido Manuelito Elias Calles Ruiz, nacido, como él, fuera de matrimonio a mediados de 1920. Repitiendo la historia del padre, la corregía. En cuanto a los huérfanos de las Cruz Gálvez, la prueba de su devoción está en una carta del 7 de noviembre de 1919, enviada desde la ciudad de México al director de sus escuelas:

«Muy estimado amigo y compañero:
»No puede usted imaginar el placer que me ha proporcionado con su apreciable de fecha 17 del próximo pasado de octubre, en la que me informa del triunfo obtenido por la orquesta de niñas de la escuela Cruz Gálvez, en la velada que tuvo verificativo en el teatro Noriega, la noche del 12 del mismo mes, con motivo de la celebración de la Fiesta de la Raza.
»Los éxitos y los fracasos que tengan en las escuelas Cruz Gálvez los considero como míos, y gozaré con los primeros y sufriré con los segundos; así es que su carta ha venido a proporcionarme un momentó de satisfacción en esta vida de lucha, y más he apreciado su noticia por ser la primera que me viene de Sonora, y que se relaciona con los trabajos de la escuela que tanto quiero.
"Tiene usted razón en asegurar que nuestra orquesta sinfónica es la primera en la República, pues no hay otra igual y ojalá llegue a ser la primera de la América, para orgullo de Sonora.
»Yo soy profano en materia de música, y tal vez por esto, o por el cariño que siento para mi escuela, la orquesta de la ópera me parece menos dulce, menos impresionante a la formada por nuestras niñas. Aplaudo sus entusiasmos; la obra de usted es meritoria, pues la música es un factor valiosísimo para formar almas buenas. Siga usted adelante sin desmayar; yo tengo la firme creencia que encontrará usted apoyo en el actual gobernador, nuestro amigo el señor De la Huerta. No hay día en que no esté mi pensamiento con ustedes, y me complace en tener sus noticias; así es que espero no se olvidarán de mí y estaré dispuesto a ayudarlos en todo lo que me sea posible ...
»Con recuerdos cariñosos para todas las niñas, quedo su amigo y compañero que lo aprecia.
"General Plutarco Elias Calles».

Se ha dicho, y con razón, que el gobierno de Calles en Sonora fue un laboratorio político que anticipaba su actitud como presidente.
Se ha dicho también, con menos razón, que el motivo profundo de Calles al emitir ese alud de leyes y decretos, y al forzar su cumplimiento, fue fundar otra vez la historia, como si el mundo recomenzara. Calles, es cierto, funda escuelas; pero su acción no tiene, como tendrá la de Vasconcelos, una raigambre apostólica. Calles no busca convertir ni salvar en el sentido trascendente de ambos términos. Es el maestro en el poder que, aprovechando toda la experiencia práctica acumulada —su ilegitimidad, su abandono, su vida de maestro, empresario, labriego, administrador, comerciante y comisario- busca re-formar, desde el origen, a la sociedad. Calles no funda de nuevo el mundo; no clausura su pasado, sino que lo integra racionalmente y lo devuelve, purificado e imperioso, a la sociedad.

Turco, severo y mental






Plutarco Elias Calles fue secretario de Gobernación durante casi todo el periodo presidencial de Alvaro Obregón. Su temperamento era casi el opuesto al de su jefe. Este es xpansivo, jovial, intuitivo, nervioso, sanguíneo, contradictorio; aquél, por el contrario, introvertido, seno, reflexivo, aplomado, racional, congruente. Su gruesa voz inspira respeto. Es y parece fuerte, ecuánime e inflexible. A veces sonríe, pero casi nunca ríe. Su cara, como la razón, es simétrica. Hasta el furibundo Bulnes se pliega ante su catadura: «El general Calles tiene buen físico de dictador ... su carácter es de dominador de fieras y pisoteador de sapos ...». El encargado de la legación francesa en México escribe: «Es realista y frío, de espíritu claro y voluntad firme». Por momentos su ceño adopta un aire casi siniestro. Uno de sus contemporáneos hace esta descripción:
«Es hombre corpulento, ancho de hombros y de actitud sombría.
Bien podría uno decir: he ahí un bloque de granito humano. Su cara es dura, ajada, de rasgos agresivos; máscara de bronce que raramente se relaja. Sus ojos son pequeños, hundidos y sin expresión. Su pelo negro ya tiene toques de gris y su bigote recortado parece fuera de lugar en una cara tan severa».
Una de sus mayores cualidades como político es el silencio, que dio origen a una conseja popular: «En el hablar es parco/Plutarco». El silencio y la mirada. Calles no ve: taladra. «Con una mirada», decía Indalecio Prieto, «le hace a uno su biografía.”.
En circunstancias distintas de las que el país vivió entre 1920 y 1928, Calles y Obregón hubiesen chocado. Pero la historia y la política, más que la simpatía o la amistad, los unieron. De nuevo Ramón Puente, el espléndido biógrafo de la Revolución, describe mejor que nadie la extraña dualidad:
«No hay manera de quebrantar esa dualidad. Calles comprende a fondo el espíritu de Obregón. Todo su instinto de psicólogo y toda su práctica pedagógica parece haberlos dedicado a sondear ese espíritu. Lo entiende y lo sobrelleva como a un niño; lo penetra y lo domina como a un hombre. Y todo ese conocimiento, oculto tras del más completo hermetismo; y todo ese poder, disimulado bajo la discreción más perfecta.
"Obregón no llega nunca a conocer a Calles. No es su especialidad sondear almas. Es astuto, desconfiado, memorista para no olvidar ningún detalle, de viva percepción y de acción decisiva, pero no es profundo. A veces se pone la máscara de un actor para conseguir despistar, pero no tiene máscara auténtica: es indiscreto con las pupilas y la boca. Por mucho que escudriña no traspasa el hermetismo de Calles. Toda su desconfianza se queda ante el dintel de un misterio, o ante la vacilación de una duda».
En el fondo, Obregón desprecia a Calles porque la vara con que mide a los hombres es puramente militar. Calles es para él «el general menos general entre los generales». En el fondo también, Calles tiene en menos a Obregón porque la vara con que mide a los hombres es ante todo mental. No se hubiese atrevido a emitir un juicio sobre Obregón, pero debió de pensar que carecía de programa. Con todo, siempre se necesitaron mutuamente y guardaron las formas y la cordialidad. En una sola cosa se parecían mucho: ambos eran devotos de la vida familiar.
A mediados de 1923 Calles se retira una temporada a la hacienda de Soledad de la Mota, en Nuevo León, propiedad de su hijo Plutarco. Allí se solaza inaugurando una escuela y dando la primera lección. Se sabe ya el elegido para suceder a Obregón y se aparta para reflexionar sobre lo que será su gobierno. (Esos repliegues pensativos serían una constante en años posteriores.) A pesar de las adhesiones que logró, su origen irregular sigue dándole —¡a sus cuarenta y seis años!— dolores de cabeza. Algunas personas le atribuyen origen musulmán, otras corren el rumor de que tiene sangre siria. Por eso en Sonora le llaman «el Turco». Para los mexicanos, todos los de levante son turcos. Sea cierto o no el rumor, Calles exhibe rasgos orientales. El rumor llegó a la difamación. Calles aparecía como «descendiente vergonzante de un camellero turco». ¿Por qué no respondió a los ataques con una declaración tajante y sobria? Quizá por no darle más importancia o por no caer en la provocación.
O porque no tenía él mismo una idea clara de su linaje más allá de su abuelo liberal. O, lo más probable, por negarse a revelar, a esas alturas, la ilegitimidad e irregularidad religiosa y social de su origen.
Antes de asumir la presidencia de la República, entre agosto y octubre de 1924 Calles viaja por Europa con parte de su familia. Uno de sus propósitos es internarse en el sanatorio Grunewaid para tratarse de los agudos dolores de una pierna heredados del largo sitio de Naco. Ya en 1921 había visitado las clínicas Mayo, en Rochester, para curar una «ataraxia locomotriz». Pero su objetivo político no es menos importante: estudiar la organización política, económica y social de Europa; en particular, de la Alemania socialdemócrata regida por Fnedrich Ebert. Hasta entonces se consideraba a sí mismo socialista. Había sido el gran apoyo y consejero del gobernador socialista de Yucatán, Felipe Carrillo Puerto. Su viaje a Europa lo volvería más ingeniero social que socialista.
En Alemania se acercó a industrias y cooperativas y pidió copia de cada instrumento de trabajo. Al poco tiempo, en su escritorio hojeaba, debidamente traducidos, documentos como éstos: «El reajuste de fincas rústicas en Prusia para su mejor explotación», «Carreras domésticas para las campesinas de Prusia», «Cooperativas agrícolas y crédito rural en Europa», «La organización Raiffeisen» (cajas de ahorro).
Sobre trabajo y organización industrial pidió estatutos, libretas de trabajo, talonarios y vales de toda índole, además de obras de interés general. Leyó Los consejos obreros en las industrias, y estudios sobre sociedades de consumo. En Hamburgo, Calles aprovechó también su pedagógica visita para declarar que México abriría los brazos a los inmigrantes europeos, incluidos expresamente los judíos. Su mensaje traspasó las fronteras de Alemania y llegó hasta algunas pequeñas ciudades polacas.
De Alemania se dirigió a Francia, donde Edouard Herriot, primer ministro radical socialista, lo recibió con honores. Quizá hubiese querido viajar a la Inglaterra de J. Ramsay McDonaId, pero se conformó con enterarse detenidamente del movimiento laborista. Simpatizaría a tal grado con éste que, años más tarde, en ocasión de una gran huelga, les enviaría doscientos mil dólares a los mineros del carbón, por cuenta del gobierno mexicano. Hubiera querido visitar también la Italia de Mussolini; no lo hizo, pero tomó buena nota del ascenso político de las masas. Así explica José C. Valadés su empeño en tomar posesión en el Estadio Nacional.
De Europa pasó a Estados Unidos, donde visitó al presidente Coolidge y asistió a un banquete en su honor organizado por la AFL (American Federation of Labour), en el que habló el famoso líder Samuel Gompers. Seguramente en Estados Unidos adquirió una obra que devoró: Las utilidades de la religión, del autor norteamericano Upton Smclair. Sus primeras líneas eran elocuentes: «Este libro es un estudio del culto de lo sobrenatural, desde un nuevo punto de vista como una fuente de ingresos y un escudo para el privilegio».
«El Turco» tomó posesión el 1.° de diciembre de 1924. Guiado por su larga y difícil experiencia vital, y después de observar con detenimiento la organización social europea, estaba seguro de conocer su lección. Ahora buscaría aplicarla.

Fase constructiva






«A mi juicio, y lo digo con toda buena fe», explicó Calles días después de tomar posesión, «el movimiento revolucionario ha entrado en su fase constructiva.» En los dos primeros años de su gobierno (1925-1926) ése fue, en efecto, su rasgo característico: repetir en el ámbito nacional, pero ahora ampliada y enriquecida, la labor de su anterior gubematura sonorense. Uno de los primeros «frentes» de acción fue el bancario y fiscal. Lo comandaba el ministro de Hacienda, Alberto J. Pañi, con quien colaboraba muy de cerca un joven brillante que había sido ya, durante el gobierno de Obregón, subsecretario de Hacienda y agente financiero del gobierno mexicano en Nueva York:
Manuel Gómez Morín. El 7 de enero de 1925 se apuntan un primer logro: la nueva Ley General de Instituciones de Crédito, que reforma la antigua ley limantouriana de 1897. Cinco días más tarde, se funda la Comisión Nacional Ranearía. En agosto se reúne la primera Convención Nacional Fiscal. En ella, Gómez Morín explica la filosofía económica del régimen.
«Después de tantos años de depresión económica, después de haber sufrido las consecuencias de una economía manejada sin concierto, la República empieza a ver claro su porvenir económico. La estabilización de un régimen político, la posibilidad de que este régimen organice una economía que en siete meses es. ya más importante que la que el otro régimen organizara en treinta años, la eficacia con que esa economía se empleará en unos cuantos días más para fundar el crédito público en México, las indiscutibles ventajas que se seguirán en el desarrollo del mercado de los productos nacionales con el hecho de que haya una institución que organice y controle el crédito, todo esto nos autoriza para pensar que México está en una nueva era de prosperidad económica.» Y en efecto, días después, el 1.° de septiembre, se realiza uno de los viejos sueños acariciados por todos los gobiernos mexicanos desde ei de Porfirio Díaz: el banco único de emisión, el Banco de México.
Gómez Morín, coautor principal de su ley y organización, escribía arrobado a su escéptico amigo José Vasconcelos:
«El Banco ha sido un éxito completo y entró, como dicen, con el pie derecho. El consejo es absolutamente independiente ... ¿No le parece admirable que haya sido posible fundar el Banco con sólo diez meses de ahorro?».
A Vasconcelos, por supuesto, no le parecía admirable, pero el tiempo le daría la razón a Gómez Morín. El Banco de México comenzó a operar en medio de la suspicacia general, con muy pocos bancos asociados, acosado por el recelo de la mayoría de las instituciones bancarias de la República y por la plaga de los generales que acudían a sus oficinas a pedir préstamos directos. Gómez Morín, presidente del Consejo de Administración, sabía que los primeros años serían cruciales, y optó conscientemente por una política conservadora: emitió cantidades muy reducidas de billetes, admitió que el Banco operase por un tiempo como un banco comercial más, fortaleciendo su crédito y persuadiendo poco a poco a los otros bancos de las ventajas de la asociación; concedió algunos créditos personales y sobrepasó el límite de sus préstamos al gobierno, pero junto a estas desviaciones avanzó profundamente en su consolidación. En su informe anual de marzo de 1928, Gómez Morín le profetizaba, con razón, una existencia larga y fructífera.
El 1.° de febrero de 1926, el gobierno de Calles dio otro paso en el frente de reconstrucción crediticia: fundó el Banco Nacional de Crédito Agrícola. Su creador, Gómez Morín, consideraba el nuevo establecimiento «una de las cosas más grandes que se han hecho en toda la Revolución». En él, Calles veía reflejadas las ideas que había traído de Alemania sobre sociedades cooperativas y cajas de ahorro RaifFeisen. La institución debía funcionar, de hecho, como un banco que refaccionara a las sociedades regionales y locales de agricultores y promoviera una gran descentralización agrícola.
En 1927 se habían formado ya 378 sociedades locales que contaban con diecisiete mil miembros. El Banco Nacional de Crédito Agrícola funcionaba con dinamismo pero acosado por la misma plaga del Banco de México: los generales. Para su desgracia, no se defendió como aquél: abundaron los llamados «préstamos de favor» a varios generales, y a uno sobre todo: Alvaro Obregón. Años después, al reflexionar sobre el destino irregular de la institución que fundó, Gómez Morín seguía pensando que el régimen tutelar por el que había optado era el correcto, y que la falla había sido otra muy diferente:
«Fue demasiada confianza en los hombres y un olvido completo del servilismo, de la cobardía o de la simple fuerza de las circunstancias que obligan en México a la gente a callarse cuando debieran rebelarse, o decir sí cuando debieran decir no».
En otros frentes de la vida material, el régimen callista avanzó con igual celeridad: Pañi racionalizó los presupuestos, introdujo una enmienda al servicio de la deuda extema y mantuvo las inversiones productivas (bancos, irrigación, caminos) y sociales (educación, salubridad) en el nivel más alto que podía. Era una pena, sin duda, y Calles y Pañi lo entendían así, que el ejército se llevase el 33 por ciento del pastel cada año. Pero los tiempos parecían exigirlo.
Los transportes eran un frente decisivo. Se dividían en dos partes: los ferrocarriles heredados del pasado y las carreteras que había que heredar al futuro. Para resolver de un plumazo el complejo problema de los ferrocarriles, abrumados por una deuda inmensa. Pañi discurrió su devolución a manos privadas, con lo que restaba la deuda ferrocarrilera —cerca de cuatrocientos millones de dólares— a la deuda nacional. El problema, por desgracia, tenía otras ramificaciones. En el papel, la empresa había visto crecer desde 1910 su volumen de carga, sus ingresos y el número de pasajeros, pero estaba muy lejos de alcanzar el 65 por ciento con que —en el mismo periodo— se había incrementado su planta de obreros y el 225 por ciento de aumentos salariales.
El problema financiero consistía en el exceso de personal, pero cualquier intento por resolverlo supondría pérdidas no de dinero sino de vidas. La operación, tal como se planteó al principio, tuvo que cancelarse. Y sin embargo, en otro ámbito, el gobierno de Calles se apuntó un gran logro: la terminación del Ferrocarril Sudpacífico, que unía Nogales, Hermosillo, Guaymas, Mazatlán, Tepic y Guadalajara.
En el proyecto carretero casi todo fue miel sobre hojuelas. Al principio de su régimen. Calles convoca a una junta de gobernadores en la que se decide la construcción de diez mil kilómetros de carreteras en apenas cuatro años. En septiembre de 1925 se crea la Comisión Nacional de Caminos, que trabaja con eficacia. El 19 de septiembre del año siguiente se inaugura la carretera México-Puebla, de 135 kilómetros, que debía seguir hasta Veracruz. Ese mismo año se abre la de Pachuca, que en el futuro entroncaría con la Carretera Panamericana, cuyo punto de partida sería Nuevo Laredo. El 11 de noviembre de 1927 el turista capitalino puede ya ir a Acapulco recorriendo 462 kilómetros. La fiebre carretera se contagió a otros lugares.
En Veracruz, por ejemplo, se concluyó el camino de San Andrés Tuxtla a Catemaco. Al final de su periodo. Calles podía estar satisfecho. Aunque la meta de diez mil kilómetros había resultado más que utópica, se completaron cerca de setecientos kilómetros de carreteras varias y sin mucho costo para el erario: el impuesto sobre la gasolina autofinanciaba, en buena medida, los proyectos.
Otro de los frentes principales de reconstrucción fue la irrigación. En enero de 1926 Calles expide la Ley Federal de Irrigación; pretende, por supuesto, aumentar la superficie irrigada, pero con ella bus^a también favorecer la pequeña propiedad y la colonización. Se creó la Comisión Nacional de Irrigación y se invitó expresamente a colonos de Hungría, Italia y Polonia. Los colonos recibirían dirección y consejo de expertos encargados de las granjas experimentales que se establecerían en cada caso. Hacia 1928 el gobierno de Calles había invertido veintiocho millones de pesos en varias presas. No en todas tuvo éxito, pero nadie podía negarle, al menos, el mérito de ser el iniciador. Junto a los bancos, las carreteras y las presas, que deberían impulsar el campo hacia la modernidad. Calles promovió un cuarto elemento, entrañable para él: la escuela. La labor educativa tenía varios niveles. En el primero estaba la escuela rural, y el nuevo apóstol de ellas era Moisés Sáenz, pastor protestante educado primero en Jalapa y más tarde en la Universidad de Columbia, que soñaba con hacer de la escuela el motor vital de la comunidad. Los libros clásicos y las Bellas Artes, instrumentos educativos del proyecto de Vasconcelos, cedían paso a un concepto más práctico y útil: higiene, deportes,' oficios. Calles resumía así el nuevo espíritu de las cuatro mil escuelas rurales que estaban en operación:
«Para el plan de trabajo dictado para las escuelas rurales se ha querido conseguir que la escuela rural llegue a ser el centro y origen de actividades sociales benéficas a la comunidad, siempre del todo alejadas de la política electoral o personalista, y que los conocimientos que los alumnos adquieran ... les abran nuevos horizontes de una vida mqor para la adquisición de habilidades manuales y espirituales que se traduzcan en aumento de su capacidad económica».
Los resultados efectivos de las escuelas rurales no fueron tan satisfactorios como esperaban sus inspiradores. Faltaba quizá espíritu apostólico en los maestros, pero sobre todo faltaba pertinencia en la labor educativa. Era absurdo, por ejemplo, enseñar a bordar grecas a campesinos que por siglos habían practicado el arte multicolor del bordado. La modernización, por lo demás, parecía encontrar barreras casi infranqueables. El propio Sáenz lo admitía con honestidad: «La vida cuaja en moldes viejos. El débil reflejo de la escuela se pierde en la penumbra del subconsciente».
En la ciudad de México, el régimen callista introdujo varias novedades educacionales: se abrieron las primeras escuelas secundarias, se consolidó un Departamento de Enseñanza Técnica e Industrial, y, por primera vez, se difundieron por radio clases prácticas de toda índole.
En la capital se instituyó también la Casa del Estudiante Indígena, para lo que, en principio, se trasladaron a aquélla doscientos indígenas monolingües. «Lo que yo propongo», explicaba Calles, «es ofrecer al indio la oportunidad de que se convierta en hombre verdadero.» De aquellos estudiantes se esperaba que regresaran a su tierra para transmitir todo lo «verdadero» que aprendieran en la ciudad: español, geografía, historia, deportes, higiene... Para decepción del régimen, al terminar los cursos ninguno volvió al terruño, y la Casa cerró sus puertas en 1932 sin percatarse de que, monolingües o no, aquellos estudiantes habían sido siempre «hombres verdaderos».
Entre todos los proyectos educacionales. Calles tenía una «niña de sus ojos»: las escuelas centrales agrícolas. No era el único que fincaba en ellas una gran esperanza. El joven Daniel Cosío Villegas, estudiante de agronomía en Cornell, pensaba que de ellas habría que «esperar la salvación de la patria». Su creador era un ingeniero agrónomo costarricense avecindado en México desde tiempos de la Revolución:
Gonzalo Robles. Además de tener notable preparación teórica. Robles había viajado por el mundo entero —con excepción de África— tomando notas sobre el desarrollo agrícola: Carranza lo había mandado a observar ranchos al sur de Estados Unidos, y Obregón a tierras más lejanas: Europa, Asia y América Latina. En Bélgica estudió la integración de sistemas comunicantes entre escuelas, bancos y cooperativas agrícolas. En Argentina observó el funcionamiento de empresas agrícolas e industriales. Era natural que Calles le otorgara, a su regreso, «derecho de picaporte».
El 16 de marzo de 1926 se expide la Ley de Escuelas Centrales Agrícolas y Bancos Ejidales. Aunque la politización terminaría por mermar sus beneficios y desvirtuar su sentido original, en 1927 se habían abierto ya en Durango, Hidalgo, Guanajuato y Michoacán escuelas dotadas de edificios, quinientas hectáreas con huertas y viñedos, establos y radio. Ese mismo año había 675 alumnos inscritos. Los bancos asociados contaban ya con 19.8 miembros y se habían formado 276 cooperativas.
En cierta ocasión, al inaugurar una de estas escuelas centrales, el presidente Calles y un periodista norteamericano miraban bailar a una pareja de jóvenes. «He ahí la materia prima de la cual estamos modelando el nuevo México», le explicó, y señalando a unos peones que se escondían a lo lejos agregó: «Esa pareja representa la evolución de aquellos tipos primitivos que ves allá». Más tarde, al clavar los ojos en la guardia de honor formada por estudiantes vestidos de caqui, emocionado, el ex labriego y ex maestro terminó por resumir su filosofía agrícola-educacional:
«Esto es lo mejor que se puede contemplar en México, pues esos muchachos son hijos de peones que viven en chozas de paja duermen en el suelo y andan descalzos todo el año. Las nuevas instituciones agrícolas permitirán a la nueva generación que se libere de esa esclavitud. Los colegios agrícolas constituyen, pues, el frente en mi guerra contra el arado de madera y todo lo que representa».
La fase constructiva tuvo otros frentes: modernización del ejército, elaboración de los primeros contratos-ley en la industria textil, leyes y campañas de salud pública, proyectos de vivienda, exaltación del deporte, guerra al alcoholismo, depuración de la estadística nacional y de nuevo, como en Sonora, un alud de leyes como la petrolera, la forestal, la postal y las de extranjería, comunicaciones, colonización pensiones civiles, migración, etc. El cuerpo de leyes más importante para Calles se elaboró en su periodo, pero entraría en vigor tiempo después _Se trataba de un nuevo código civil, al que llegaría a nombrársele Código Calles. Su propósito, explicaba el presidente, consistía en; «Socializar en cuanto fuese posible el derecho civil preparando el camino para que se convierta en un derecho privado social ... extender la esfera del derecho del rico al pobre, del propietario al trabajador, del industrial al asalariado, del hombre a la mujer ... [derogar] todo cuanto favorece exclusivamente el interés particular con perjuicio de la colectividad ...».
En una de sus cláusulas, el código borraba definitivamente la diferencia entre hijos legítimos y naturales: reformaba desde el origen.
La gran novedad del periodo de Calles fue la ampliación del papel económico del Estado. El régimen profiriano había intervenido ya en la economía, pero no con un sentido social. «¿Quiénes podían tender la mano a la pobre gente?», preguntó Calles a aquel reportero, y él mismo contestó: «una sola agencia: el gobierno.» El más serio historiador del periodo callista, Jean Meyer, escribe:
«Principal instrumento de capitalización de los recursos financieros, poder regulador, principal interlocutor con los grupos internacionales, el Estado con Calles se presenta inevitablemente como único intérprete del interés público, y empieza a definirse en esos años como una institución sui generis, con responsabilidades económicas directas y muy amplias ...». A falta de una clase social que remolcara el país hacia el progreso material, el Estado tenía que tomar la iniciativa creando bancos, presas, caminos, escuelas, leyes e instituciones para la sociedad. En la práctica, el conflicto de fondo estaría en esa pequeña preposición: para.
La biografía de Calles no determinó estas tendencias, pero sí les dio un perfil peculiar. La fase constructiva de la acción estatal callista tuvo fe en la escuela práctica y el trabajo agrícola como motores del progreso, de la «evolución». Eran los mismos motores que, a juicio de Calles, habían impulsado su personal evolución. Cincuenta años después, al reflexionar sobre esa etapa, Gonzalo Robles decía:
«Todas aquellas iniciativas parecen un fracaso si se les ve con microscopio. Pero si alejamos la vista podemos ver que han dejado un sedimento que fructifica. El progreso avanza por aluviones».
En el frente extemo, sobre todo en la relación con Estados Unidos, Calles dio la espalda a los Tratados de Bucareli e intentó volver a las posiciones de Carranza, que no eran otras que el apego a la Constitución. En la Cámara se discuten varios proyectos reglamentarios sobre petróleo. El más radical se debe a Morones, zar de la CROM e influyentísimo ministro de Industria, Comercio y Trabajo; el más suave lo patrocinan Pañí, ministro de Hacienda, y Aarón Sáenz, secretario de Relaciones. Las compañías petroleras se oponen a cualquiera de ellos, pero temen que se expida el primero. El embajador norteamericano, un halcón apellidado Sheffield, se muestra aún más pesimista: cree que México será, o es ya, el segundo país bolchevique de la Tierra: Soviet México.
El 12 de junio de 1925, el secretario de Estado, Kellogg, lanza la primera amenaza del periodo:
«Este gobierno continuará apoyando al de México solamente mientras proteja las vidas y los intereses americanos y cumpla con sus compromisos y obligaciones internacionales. El gobierno de México está ahora a prueba ante el mundo» Un año después, rotas las relaciones entré el gobierno y las empresas, se expide el reglamento petrolero. De haber contado sólo la opinión de los petroleros, los colonos norteamericanos o Sheffield, Estados Unidos hubiese invadido México. Pero otras fuerzas presionaban en Washington, junto a los intelectuales, la prensa y los demócratas del Congreso: el comercio y los banqueros, que sin ser hermanas de la candad, favorecían un arreglo pacífico.
El 10 de noviembre de 1926 The New York Times anuncia que el momento de romper con México ha llegado. A la querella petrolera se agrega ahora un choque internacional: México y Estados Unidos apoyan fuerzas políticas opuestas en Nicaragua. Estados Unidos prefiere a Díaz, México se inclina por el liberal Sacasa, y no sólo con palabras, como recuerda el general mexicano Escamilla Garza:
«El general Calles mandó dos expediciones a Nicaragua, una por el Pacífico y otra por el Atlántico. Yo iba al mando de tres barcos, el Foam, La Carmelita y el Johnson. Nos fuimos costeando para eludir a los barcos gringos. Luego de Puerto Cabeza acabalé quinientos hombres, la mayoría mexicanos. La otra expedición la encabezaba el general Irías. Después de 56 combates y escaramuzas, llegamos a los arreglos de Tipitapa con los americanos cuando ya casi tenían sitiada a Managua. Eran mis segundos los alemanes Federico Messer y Adolfo Miller» Para colmar el plato de quienes temían el avance del «Soviet México», llega Alejandra Kolontai, primera embajadora soviética en México. Sus primeras palabras debieron de causar un síncope a Sheffield:
«No hay en todo el mundo dos países con más afinidad que el México moderno y la nueva Rusia» En enero de 1927 el gobierno cancela los permisos a las compañías petroleras remisas a cumplir con el nuevo reglamento. El presidente Coolidge sostiene que al Soviet México -sentado desde antes en «el banquillo de los acusados»- le puede suceder lo mismo que a Nicaragua. El editorial del New York Times comenta las palabras «acto poco amistoso», con las que el Departamento de Estado se ha referido a la actitud mexicana frente a Nicaragua:
«Estas son unas de las palabras más graves del vocabulario diplomático. Jamás se usan oficialmente si no es como fórmula de la más extrema advertencia oficial y generalmente como preludio de un ultimátum, un rompimiento de relaciones o la guerra misma» La diplomacia mexicana no reacciona con bravatas sino con malicia: propone el arbitraje internacional de La Haya y cosecha simpatías en el Congreso norteamericano, donde cuenta la opinión favorable a México de los senadores Borah y La Folíete.
Arturo M. Elias, el medio hermano del presidente y activísimo cónsul general en Nueva York, informa que, por consejo de los escritores amigos de México, Carlos y Ernesto (Carleton Beals y Ernest Gruening), México debería emitir una declaración en defensa del derecho que asiste a ambos países de favorecer en Nicaragua el gobierno que cada uno considere democrático. La declaración funciona. Sólo un norteamericano de cada 40 —comenta The Washington News— quiere la guerra con México. Kellogg deja de usar el término bolchevique para referirse a México. A mediados de enero de 1927, en sus telegramas a Calles, el cónsul Elias emplea una palabra prematura: triunfo. En marzo de ese mismo año, el embajador mexicano Manuel Téllez viaja alarmado de Washington a México; pero precisamente cuando la situación se creía perdida y Calles contraamenazaba con un «incendio que ilumine hasta Nueva Orleáns», la tensión se desvanece, gracias, en parte, a un estupenda maniobra de contraespionaje. Los hombres de Morones interceptan en la embajada norteamericana documentos en los que se menciona una futura intervención. A los pocos días, sometido en el interior a ruegos cruzados, el secretario Kellogg admite en público el robo de esos trecientos documentos y baja el tono. Las compañías siguen solas su desafio a Calles, que no duda en cerrar los pozos. Sheffield deja la embajada. Parecía el triunfo de México. Lo era, pero sólo parcialmente Calles comprendió que no podía, en esas circunstancias, aplicar estrictamente la Ley Petrolera: no habría retroactividad. La Corte concede amparo a varias compañías. Coolidge instruye al próximo embajador, Dwight Morrow: «Manténganos alejados de una guerra con México». El 29 de septiembre de 1927 Calles y Coolidge inauguran una línea telefónica directa. A fines de octubre llega Morrow. Sabe bien, porque su amigo el famoso periodista Walter Lippmann se lo ha advertido, que en México no hay bolchevismo. Sus ideas, su táctica y, sobre todo, su actitud serían opuestas a las de Sheffield. Conciliar racional y cortésmente, evitar la prepotencia e identificarse un poco con las gentes y la cultura del país. Astucia y respeto De golpe y porrazo, Morrow, miembro de la casa J.P. Morgan, se colocó en el centro de la vida económica y política de México. Trabajó cerca del nuevo ministro de Hacienda, Luis Montes de Oca. Estudió los presupuestos y concertó una total reestructuración de la deuda externa, a fin de que México pudiese capitalizarse y crecer. En el conflicto petrolero, medió con Calles para que los fallos favorables a las compañías sentasen jurisprudencia y para reformar los artículos más delicados de la Ley Petrolera. Y como gesto de buena voluntad, logró que visitara México Charles Lindbergh, el famoso piloto que, en su Spirit of Saint Louis, había cruzado por vez primera el Atlántico. Lindy, el «Embajador del Aire», llegó a la ciudad de México entre vítores y develó en el Parque México de la colonia Hipódromo una placa alusiva que aún se conserva.
¿Había perdido Calles la partida? Sí, si se le juzga anacrónicamente, desde la perspectiva, muy distinta, de 1938. No, si se advierte la dificultad de sus circunstancias. En 1927 México sufría la caída vertical de los precios internacionales de sus principales productos (petróleo, metales industriales, plata) y una gravísima crisis interna: el conflicto religioso. Calles debió de considerar que México corría el riesgo de perder territorio. Su contrincante no era un hombre con sentido social como lo sería Rooseveit, sino Coolidge, quien proclama que «el negocio de Norteamérica son los negocios». Sería distinto tratar con un gobierno posterior a la crisis del 29; el de ese momento estaba en el ápice de la prepotencia y la fuerza.
Pero Calles ganó acciones más importantes, quizá, que la batalla del petróleo. Hizo que frente a México, al menos. Estados Unidos retirara la amenazada de invasión; disolvió el espantajo del «Soviet México»; redujo la dureza y la histeria de la diplomacia norteamericana.
Ganó hasta donde podía ganar.





México bronco






No fue 1925 un año de paz en el frente religioso, que cumplía más de una década en continua agitación. El 21 de febrero, con el auspicio de la CROM, se crea la Iglesia Católica Apostólica Mexicana; la encabeza «el Patriarca» Pérez, quien por un tiempo oficia en el templo de la Soledad. No era nuevo el propósito de crear una Iglesia mexicana al margen de Roma. Ya Ocampo lo había pensado. Lo nuevo era intentarlo en ese momento, cuando los poderes de la Iglesia y el Estado se enfrentaban con tirantez sin precedentes en todos los ámbitos abiertos por la Constitución del 17. Había campesinos que rechazaban las tierras que se les repartían y agraristas que exigían la apostasía para entregar una parcela. El auge del sindicalismo católico choca violentamente con la CROM. Pero el mayor conflicto sigue residiendo, por supuesto, en los artículos 3.° y 130. La Iglesia no los admite ni olvida los actos que en contra suya y de sus símbolos se habían perpetrado durante la Revolución. El gobierno callista, por su parte, se propone reglamentar e imponer el cumplimiento estricto de la Constitución. En 1925 la tensión entre los dos poderes crece en muchos estados. En mayo, una mujer apellidada Jáuregui, a quien se atribuye fanatismo desequilibrado, atenta contra la vida del presidente. Con todo, pese a la creación de la Liga Nacional de Defensa Religiosa, nadie entrevé con claridad lo que vendría.
Es 1926 el año del rompimiento. Durante todo 1925 Calles había esperado que los gobernadores se apegasen al texto constitucional, pero la discrecionalidad que observó terminó por decidirlo a tomar medidas más severas. En enero, pide al Congreso poderes extraordinarios para reformar el código penal, e introduce en él disposiciones sobre el culto. El 4 de febrero aparecen en El Universal declaraciones del arzobispo Mora y del Río contrarias a los artículos 3.°, 50, 27 y 130 de la Constitución. La Liga lo aplaude, pero el presidente no: «¡Es un reto al gobierno y a la Revolución!», le comenta a Roberto Cruz.
«No estoy dispuesto a tolerarlo. Ya que los curas se ponen en ese plan, hay que aplicar la ley como está.» Aunque Mora y del Río desmiente al reportero de El Universal y sostiene que aquellas declaraciones habían sido anacrónicas, Calles no cede: ordena a todos los gobernadores la inmediata reglamentación del artículo 130, lo que provoca clausura de escuelas, expulsión de sacerdotes extranjeros, motines, manifestaciones, choques... Se llega otra vez a extremos patéticos: el general Eulogio Ortiz fusila a un soldado por descubrirle en el cuello un escapulario Lagarde, el representante diplomático francés, observa los hechos de cerca y comienza a informar a su gobierno:
«De febrero a mayo el presidente, sobreexcitado por la actitud antipatriótica que atribuye al clero y que relaciona con la política amenazadora de Washington, actúa con extremado rigor ... perdiendo toda moderación, no ve en la resistencia opuesta a la ley otra cosa que la obra de viejas beatas, de curas sediciosos ...» Mientras el Vaticano aconseja moderación, los obispos dividen sus opiniones entre la dureza y la pasividad. En una carta pastoral solicitan que el gobierno de Calles siga los pasos del de Carranza y se avenga a reformar los artículos 3.° y 130. Calles responde a Mora y del Rio: «Quiero que entienda usted, de una vez por todas, que la agitación que provocan no será capaz de variar el firme propósito del gobierno federal ... No hay otro camino ... que someterse a ... la ley» El 2 de julio, el Diario Oficial publica la Ley Calles que reforma el código penal e incluye en él delitos relativos a la enseñanza confesional y cultos. El artículo 19, el más delicado, volvía obligatoria la inscripción oficial de los sacerdotes para que pudieran ejercer su ministerio.
La respuesta es inmediata. La Liga organiza con eficacia un boicot económico en varios estados. Por su parte, los obispos emiten una pastoral colectiva que anuncia la suspensión de cultos a partir del momento en que la Ley Calles entre en vigor. El halcón Sheffield, alarmado, informa a Kellogg:
«El presidente se ha vuelto tan violento sobre la cuestión religiosa que ha perdido el dominio de sí mismo. Cuando se ha tratado el asunto en su presencia, su rostro se ha encendido y ha golpeado la mesa para expresar su odio y hostilidad profunda a la práctica religiosa» El conflicto iba en escalada. Calles declara que, «naturalmente», no piensa suavizar siquiera las reformas y adiciones al código penal. Confiaba —según le dijo entonces a Lagarde— en que «cada semana sin ejercicios religiosos haría perder a la religión católica el dos por ciento de sus fieles» «Creo», declaró por esos días, «que estamos en el momento en que los campos van a quedar deslindados para siempre; la hora se aproxima en la cual se va a librar la batalla definitiva; vamos a saber si la Revolución ha vencido a la reacción o si el triunfo de la Revolución ha sido efímero.”..
Lo creía de verdad. Para Lagarde, Calles abordaba «la cuestión religiosa con un espíritu apocalíptico y místico ... [como] una lucha entre la idea religiosa y la idea laica, entre la reacción y el progreso». El 31 de julio los fieles se arremolinan en las iglesias en toda la República. Era el último día de cultos.
El 21 de agosto. Calles sostiene una larga entrevista con Leopoldo Ruiz, obispo de Michoacán, y Pascual Díaz, obispo de Tabasco y secretario general del Episcopado mexicano. En ese momento, los obispos muestran una actitud de conciliación y aun de cierta humildad.
Calles es lacerante, áspero; sus breves respuestas son siempre imperativas. Su visión del papel del clero en la historia de México es absolutamente negra, sin resquicios, de ahí que no conceda un solo punto a los obispos ni les lance, como le pedían, «una tabla para salvarnos».
La entrevista se inició tocando, desde luego, el problema: la reglamentación de los artículos 3.° y 130, y en particular el espinoso tema del registro oficial de sacerdotes:
«CALLES: El gobierno de México por ningún motivo faltará al cumplimiento de las leyes y esas presiones que están buscando en nada nos importan ... estamos resueltos a mantener la dignidad nacional a costa de lo que venga ... ¿Qué menos puede exigir el representante legítimo del pueblo, como es el gobierno, que saber quiénes están administrando sus bienes? ... Irremisiblemente tendrán que sujetarse.
»RUIZ: Contra los dictados de nuestra conciencia.
»CALLES: Sobre los dictados de la conciencia está la ley.
»DIAZ: Yo entiendo por conciencia lo que nos dicta nuestro sentimiento y entiendo por ley un ordenamiento de la razón. Por consiguíente, cuando mi conciencia me dice que una ley está contra la razón tengo el derecho de seguir el dictado de mi conciencia y no sujetarme a esa ley.
"CALLES: Leyes son las que están consignadas en los códigos y tienen que ser respetadas, tienen que ser obedecidas ...
»DIAZ: La ley ... puede reformarse ... con su apoyo ...
»CALLES: No soy yo quien va a resolver el asunto; es de la competencia de las Cámaras y con toda sinceridad les digo que yo estoy perfectamente de acuerdo con lo que marca esa ley que ustedes tratan de reformar, puesto que satisface mis convicciones políticas y filosóficas» La dura conversación tomó otros derroteros. Calles dijo que, «con toda franqueza», creía que el clero mexicano había evidenciado estar siempre del lado del opresor, que los misioneros católicos, en siglos, no habían hecho nada por auxiliar a los pobres. Los obispos sostenían razonamientos contrarios que Calles desechaba en primera instancia. Aunque indicó que «los actos de conciencia se juzgan en el curato», su argumento para no conceder una suspensión temporal en la aplicación de la ley era un argumento de conciencia: «No está de acuerdo con mi carácter decir algo que yo no siento. No puedo engañar al pueblo». Pero su verdadera convicción era política:
«No se hagan ilusiones; les repito que están perdiendo a los campesinos. Todas las agrupaciones de campesinos de la Revolución han protestado su adhesión a mi gobierno con motivo del último conflicto religioso y considerado a los sacerdotes como sus enemigos».
Los obispos buscan que Calles disimule, a la manera porfiriana, la operación de la ley. Había presidentes municipales que se sentían ya con el derecho de nombrar o remover sacerdotes. «¿De dónde viene el poder del sacerdote?», preguntó Díaz, a lo que Calles respondió:
«Para el gobierno no tiene importancia el poder a que usted alude ni lo reconoce». Si las leyes iban contra la jerarquía de la Iglesia y los obispos pedían tolerancia. Calles «debía advertirles» que la ley no reconocía ninguna jerarquía y él «no podía tolerar nada». Sus palabras finales fueron un reto:
«Yo les voy a demostrar que no hay problema, pues el único que podrían crear es lanzarse a la rebelión y en este caso el gobierno está perfectamente preparado para vencerlos. Ya les he dicho a ustedes que no tienen más que dos caminos: sujetarse a la ley ... o lanzarse a la lucha armada y tratar de derrocar en esta forma al actual gobierno».
Al despedirse, los obispos declararon que no fomentaban ninguna rebelión. Pero no necesitaban fomentarla. Días después los cristeros contradirían las ilusiones de Calles.
Calles, según Lagarde, sentía un odio personal hacia el clero y la religión. Odio, en todo caso, que no comparte la familia Elias. Por esas fechas, su tío Alejandro le escribe para preguntarle si no juzga inconveniente que los restos de su padre Plutarco se depositen en unas «gavetas» que ha hecho el tío Rafael en su rancho San Rafael. En realidad, las gavetas estaban dentro de un altar construido por el tío para albergar los restos de la familia. La sacristía tenía ornamentos de oro y un Cristo de madera labrada que el coronel José Juan Elias -abuelo del presidente- le había regalado a su mujer. Bernardina Lucero.
La Iglesia había agotado las instancias, pero faltaba ver la reacción popular. Calles espera suprimir el «fanatismo» del pueblo cortándolo de raíz; sin embargo, un sector del pueblo campesino en el occidente de México se levanta en armas. La «causa», como ellos mismos decían, era clara: luchaban por la apertura de cultos, luchaban -como ha demostrado magistralmente Jean Meyer- por defender la religión.
La guerra de los cristeros se prolongaría por casi tres años, durante los cuales el ejército federal, modernizado por el general Amaro, descubre tardíamente la importancia de una buena caballería en un país sin carreteras y donde regiones enteras resultaban inaccesibles a la infantería. Sin organización central hasta que la Liga envía al general Enrique Gorostieta, los cristeros practican una guerra de guerrillas similar a la zapatista y no menos efectiva. En el momento de los arreglos con Roma en junio de 1929 -en los que también interviene Morrow— habría cerca de cincuenta mil cristeros alzados en armas. Otros veinticinco mil habían muerto en combate. Aquella guerra no sólo costaría a México, en total, setenta mil vidas; sobrevendría, además, una caída fulminante de la producción agrícola (el 38 por ciento entre 1926 y 1930) y la emigración de doscientas mil personas. «Fue», en palabras de Luis González, «una guerra sangrienta como pocas, el mayor sacrificio humano colectivo en toda la historia de México.» En marzo de 1927 Calles empieza a ceder. Sigue creyendo que el movimiento cristero es minoritario, pero no puede cerrar los ojos a los costos de la guerra. Obregón intercede y busca una solución que haga posible la paz sin desprestigiar al régimen. En cierto momento Calles baja la guardia: es junio de 1927. A cambio de atenuar la legislación petrolera ha logrado ya que Estados Unidos modifique su actitud Ahora había que ceder en el frente religioso. Calles libera a varios militares y tolera el culto en casas particulares. Quizá había sido demasiado optimista al pensar que la Iglesia perdería el dos por ciento de fieles cada semana. Su salud flaquea una vez más al grado de confiar su alivio al curandero más esotérico: «el Niño» Fidencio. Para colmo de males en esa fecha lo embarga una gran sombra: la muerte de su mujer.
En octubre llega Morrow y se forma una imagen de la situación; «El país se halla completamente trastornado. Los pobres no tienen casi otra cosa que el consuelo de la Iglesia y no habrá paz verdadera ni progreso de no llegarse a un arreglo». De inmediato se hace cargo de la situación. Redacta él mismo las cartas de avenimiento entre Calles y el padre Burke -un norteamericano católico con plenos poderes de negociación- y propicia la entrevista de ambos en San Juan de ülúa al cabo de la cual Calles expresa a Burke: «Ojalá su visita marque una nueva era para la vida y el pueblo de México».6' La fecha: marzo de 1928.
Aunque la firma de los arreglos se retrasa hasta junio de 1929" las condiciones estaban dadas un año antes. El asesinato de Obregón a manos de un militante católico demora la solución. Roma, mientras tanto, mega que el Papa hubiese impartido la bendición a los cristeros. Pero, con Roma o sin ella, éstos continúan librando su guerra- la «causa» seguía viva, los cultos permanecían cerrados.
¿En qué medida incidió la psicología del presidente Calles en el conflicto con la Iglesia? El conflicto estaba allí. El no lo había inventado^ Y estaba allí, latente, no sólo en la historia mexicana a partir de los Borbones, sino en la historia europea desde la Edad Media En Francia, la querella más notable ocurrió con Felipe el Hermoso; en Inglaterra, con Enrique VIII. Era la disputa centenaria entre el poder espiritual y el secular. «La Iglesia y el Estado», escribe Jean Meyer «exigen el monopolio del carisma ... la guerra tenía que ser total porque ambos pretenden el dominio universal.» Calles, en efecto, no inventa un conflicto que se hunde en la historia; pero es, sin duda, su catalizador principal. Toda su biografía apunta hacia el rompimiento. Acaso por borrar de una vez y para siempre el cuerpo de doctrina que lo había condenado a la ilegitimidad, buscó una solución tan radical como la que había impuesto en Sonora al expulsar a todos los sacerdotes. Se ha dicho que Calles al no lograr la súbita reconstrucción del país, canalizó su decepción abriendo el frente religioso. Esta actitud fortuitamente vengativa no concuerda con su naturaleza. Calles aborda el problema religioso por una frustración personal que lo lleva al convencimiento de que la religión católica es la fuente principal de atraso en el pueblo mexicano.
Para avalar su fe, en su archivo guardaba unas cartas de amor escritas desde Aguascalientes en abril de 1913 por el obispo Ignacio Valdespino -radicado anteriormente en Hermosillo- a una dama sonorense, y otros documentos que involucraban a sacerdotes del Seminario Conciliar en cuitas amorosas. Para Calles, como para muchos otros revolucionarios, estas actitudes constituían la prueba definitiva del envilecimiento histórico del clero.
Quiso, en efecto, «extirpar» la fe católica de México. No es un nuevo Savonarola que buscara un cristianismo más puro, más cercano a los orígenes. Tampoco un romántico del ateísmo que, como Ignacio Ramírez, declarase que Dios no existía. Calles no disfruta la blasfemia ni inventa contraliturgias. Es un profesor sonorense que no entiende ni respeta ni justifica al «México viejo», donde los hombres no son «verdaderos hombres». Sin saberlo. Calles es sólo un sacerdote de una fe como cualquier otra: la del progreso y la «evolución». Un reformador imperioso y racional al que, muy en el fondo, mueve una pasión absolutamente ciega, irracional: la de negar el pecado de origen...
de su origen.
El complejísimo periodo presidencial de Calles tuvo muchos protagonistas políticos: los generales, los cromistas, los agraristas, los gabinetes. ¡Había ocho mil partidos políticos en la República! Las luchas políticas tejieron una madeja casi inextricable en todos los niveles: nacional, estatal y local. Pactos, rompimientos, amenazas, enfrentamientos, campañas, peculados, escamoteos, bravatas, balaceras, motines. La vida política de México rebasaba violentamente los ámbitos formales del Parlamento, las reuniones de gabinete o la prensa, y se colaba a las cantinas, los burdeles y los casinos. Martín Luis Guzmán recobró fielmente apenas una parte y un momento de aquel mundo que anda todavía en busca de su escritor.
¿Qué decir de los generales? Quizá la mayoría apoye a Obregón antes que a Calles, pero optará por ambos en el caso de una aventura que pretenda destronarlos. Almazán, Cárdenas y, sobre todo. Amaro son los divisionarios más creativos entre los fieles al régimen. Otros, no menos fieles, tienen un matiz macabro: Claudio Fox, Roberto Cruz, Eulogio Ortiz. Otros más dominan feudos: Urbalejo (Sonora), Caraveo (Chihuahua), Cedillo (San Luis Potosí), Ferreira ([alisco). Los más cercanos a Obregón y Calles desde la época revolucionaria son, respectivamente, Panchito Serrano y Arnulfo R. Gómez. De ahí que el aborto de su rebelión los envenenara a todos.
Morones es otro personaje en busca de biógrafo. Sus francachelas en una casona de Tlalpan, sus enormes anillos de brillantes, las mujeres enjoyadas y los suntuosos Packard negros son sólo parte de la historia. El resto corresponde a sus batallas contra la CGT, la Iglesia, los agraristas de Soto y Gama, los ferrocarrileros afiliados al Partido Comunista y la prensa. Su pecado mayor pudo ser —como piensa Fidel Velázquez— haber pretendido la presidencia de la República sin conformarse con la presidencia de los obreros, pero también hay que reconocer que, sin el antecedente piramidal de la CROM moronista, no se entiende la CTM.
Con palabras, acciones o pistolas, todos alimentaban el México bronco. Era quizá la estela natural de la Revolución, pero su razón de fondo es otra: a falta de instituciones políticas que, democráticamente o no, resolviesen el problema de la sucesión presidencial de modo pacífico y legítimo, el país estaba condenado a una violencia bianual. Si cada periodo presidencial duraba cuatro años, el ciclo se repetiría como con Obregón y ahora con Calles: dos años de trabajo y dos de violencia. Para colmo, en 1926 todo presagiaba la vuelta de Obregón y el sacrificio del lema maderista que había iniciado la Revolución.
La extraña muerte del general Ángel Flores en abril de 1926 inicia el rosario. A raíz de la frustrada rebelión, seguirían Serrano, Gómez... En total, 25 generales y 150 personas fusiladas sin juicio previo. Según el general Roberto Cruz, jefe de la Inspección de Policía del Distrito Federal (algo así como el zar del México bronco), «es posible que Calles haya estado influenciado por Obregón» al consentir esos hechos de violencia; de no mediar Obregón, quizá hubiese exiliado a los rebeldes. (Es un hecho que Serrano, antes de morir, pidió hablar con él.) En cambio no cabe duda del papel que jugó Calles en la muerte de los hermanos Pro —uno de ellos sacerdote—, implicados en el atentado del ingeniero Segura Vilchis contra Obregón. El testimonio, inobjetable, es de Roberto Cruz:
«—Esos individuos son implacables en sus procedimientos. Ahora fue el general Obregón, mañana seré y®, después usted. Así es que dé las órdenes correspondientes y proceda a fusilarlos a todos.
»0tro silencio en el despacho presidencial. Largo, intenso. Nuevamente los ojos del general Calles en los míos. inquisitivos e imperantes al mismo tiempo.
»Le dije yo entonces, con todo el respeto debido, que si no le parecía más conveniente que los consignáramos a las autoridades judiciales, a un tribunal.

»—iNo! —respondió.
»Ahí quedó esa palabra, vibrante, única, momentáneamente absoluta.
»-Hay que cortar el mal a tiempo, general Cruz. Ejecútelos, y en cuanto esté cumplida la orden, venga a darme cuenta de ella».
«Qué carácter de hierro el de Calles», recordaba Cruz en 1961; «no había en el gobierno, no digamos alguien que se negara a obedecerlo o que sólo se enfrentara con él por una cuestión de principio, sino ni tan sólo uno que se resistiera a una de sus decisiones. Era absoluto y resolvía en todo definitivamente.”. A juicio de Martín Luis Guzmán, Calles «no era sanguinario en la medida en que no le gustaba matar, pero al mismo tiempo no le inquietaba y disponía con una indiferencia suprema de la vida de los demás»

La gran reforma política






Cualquier cosa podía suceder después del asesinato de Obregón, el 17 de julio de 1928; la más obvia, quizá, un golpe de Estado con el pretexto de una supuesta complicidad del régimen callista con el magnicida. Aunque la muerte de Obregón flotaba en el ambiente antes de ocurrir, la reacción pública ante ella fue de sorpresa, desconcierto y, por momentos, de histeria. El país no estaba más pacificado. En el occidente, los cristeros seguían su revolución. ¿Qué iría a ocurrir? Calles conservó la cabeza fría. Nunca como entonces brillaron sus prendas específicas: la severidad, la reflexión, la entereza de carácter.
Cada paso que dio, o que permitió, tuvo un toque de sabiduría. Por principio de cuentas dejó que fluyera el coraje de los obregonistas, esquivándolo en lo personal y derivándolo hacia dos presas naturales:
Morones, el jerarca de la CROM. a quien muchos atribuían la factura intelectual y política del asesinato; y Toral, cuya investigación quedó en manos de los amigos de su víctima. Por otra parte, en el mismo mes de julio. Calles reunió a los 30 generales más connotados para solicitar su unidad y proponer que el presidente interino fuese un civil. Aunque ya desde entonces algunos divisionarios tramaban rebelarse, la celeridad con que actuó Calles y su ascendiente difirieron, cuando menos, el golpe.
«Alas y plomo»», decía Antonio Caso, son las prendas de todo hombre cabal. «Alas y plomo» caracterizaron a Calles en ese momento delicadísimo del país, porque además de maniobrar con autoridad y destreza, discurrió que era el momento adecuado para introducir una gran reforma política. Para presentarla a la nación, escogió su informe final del 1.° de septiembre y lo revistió -en sus propias palabras— de una particular gravedad y solemnidad.
Su discurso fluyó claro y contundente, con esa voz ronca que lo caracterizaba. Con Obregón se había ido el último caudillo: «No hay personalidad de indiscutible relieve, con el suficiente arraigo en la opinión pública y con la fuerza personal y política bastante para merecer por su solo nombre y su prestigio la confianza general». Era una desgracia, pero también, en cierta forma, una bendición.
«No necesito recordar cómo estorbaron los caudillos, no de modo deliberado quizas, a veces, pero sí de manera lógica y natural siempre, la aparición y la formación y el desarrollo de otros prestigios nacionales de fuerza, a los que pudiera ocurrir el país en sus crisis internas o extenores, y cómo imposibilitaron o retrasaron, aun contra la vohmtad propia de los caudillos, en ocasiones, pero siempre del mismo modo natural y lógico, el desarrollo pacífico evolutivo de México como país institucional, en el que los hombres no fueran, como no debemos ser, sino meros accidentes sin importancia real, al lado de la serenidad perpetua y augusta de las instituciones y las leyes.”.
El propio Calles no se ve a sí mismo como un caudillo, pero más adelante advierte que «habría podido -de no prohibírselo su conciencia- envolver en aspiración de utilidad pública una resolución de continuismo». No lo ha hecho y, «a riesgo de hacer inútilmente cníatica esta declaración solemne», manifiesta; «Nunca, y por ninguna consideración y en ninguna circunstancia, volverá el actual presidente de la República mexicana a ocupar esa posición» En esta condena absoluta del reeleccionismo -en el que se sella, en definitiva el ideal maderista- Calles finca su nuevo proyecto- M¿ xi_co tiene, de pronto, una «oportunidad quizás única en muchos anos», oportunidad que «debe permitirnos, va a permitirnos, orientar definitivamente la Droacupo Ta    PT por rumbos de una verdadera vida i^tudonal, procurando pasar de una vez por todas de la condición histórica del país de un hombre» a la de «nación de instituciones y de leyes»».
La segunda parte del discurso, poco recordada por los historiadores, no es menos reveladora. Calles propone, con todas sus letras, la apertura política a las derechas; habla de invitar a «la reacción política y cencal» a Parlamento, para entablar allí «la lucha de ideas» sin la cual la familia revolucionaria corría el riesgo de perder vitalidad y degteennedrar.en un;  ?3 defacciones- La reac^ P°d" significar una tendencia moderadora». Su «presencia en las Cámaras», concluía Cañes «no poma en peligro el predominio de una Revolución que había triunfado ya en las conciencias y que por eso mismo podía abrirse a una lucha de la cual la beneficiaría final sería la nación”..
La opinión pública quedó aún más sorprendida. Calles renunciaba al caudillaje y al hacerlo restaba toda legitimidad a cualquier otro intento de vindicarlo. Frank Tahnenbaum expresó con claridad el mérito histórico de Calles:
«Supo utilizar ese momento de tensión, de porfía, para tender un puente entre la tradición del caudillaje y la democracia política. El momento tenía toda la tensión de la tragedia implícita, porque la lógica de la tradición política no admitía otra salida que la tiranía o la convulsión.
Que no ocurriera ni una ni otra cosa constituye un positivo mérito de Calles, y debe reconocerse como el principio del cambio en la atmósfera política que, desde entonces, ha traído al país una paz relativa».
Su siguiente acierto paralelo fue el favorecer la elección de Emilio Portes Gil como presidente interino. Portes Gil, abogado tamaulipeco, era un político joven pero experimentado, con base propia de poder (el Partido Socialista Fronterizo), con prestigio de hombre radical, sin ligas con el callisroo, aunque tampoco obregonista puro. Hombre, en suma, inobjetable, que a los ojos del obregonismo -la fuerza política del momento- tenía una ventaja adicional: era enemigo acérrimo de Morones, Su periodo cubriría del 1.° de diciembre de 1928 al 5 de febrero de 1930 Una vez solucionado el problema del interinato y amortiguada la reacción al magnicidio. Calles puso alas a su gran proyecto institucional: la creación del Partido Nacional Revolucionario, Como presidente del comité organizador, desde fines de noviembre, lo secundaban, en este caso, el propio presidente Portes Gil, el «obrecallista» Luis L. León, los callistas Manuel Pérez Treviño y Melchor Ortega y el obregonista Aarón Sáenz, entre otros. En diciembre, a los pocos días de la toma de posesión, Morones rompe lanzas contra Portes Gil, En un teatro de la ciudad, Roberto «el Panzón» Soto presenta la obra El desmoronamiento. Calles no hace por censurarla ni mete las manos para evitar el desmoronamiento no teatral sino político de su antiguo aliado, que parecía no entender las nuevas reglas del juego. Desde ese instante hasta la llegada de Cárdenas al poder en 1934, el movimiento obrero pasaría por un vaivén de desintegración moronistaintegración lorobardista, ajustando sus cuentas internamente, casi sin ligas o influencias en la esfera del poder.
Muy pronto, Calles percibe que su sitio no está en el trabajo político directo sino en una especie de silla arbitral. El 8 de diciembre de 1928 deja la presidencia del comité organizador del PNR:
«Tal vez no sea yo el indicado para cumplir esa obra ... para facilitarla debo retirarme absolutamente de la vida política y volver   a la condición del más obscuro ciudadano, que ya no intente ser, ni lo sera nunca, factor político ...».
Durante los tres meses que median entre la renuncia de Calles y la primera convención del Partido Nacional Revolucionario en Querétaro, donde se nominaría al candidato presidencial, el partido une fuerzas, se identifica con la nación, diseña estatutos centralistas y elabora una ideología no clasista y abierta en la que caben «la acción radicalista, la organización centralista y aun la evolución moderada». Para competir con el obregonista Aarón Sáenz, quien durante todo el trayecto piensa que tiene la victoria en la bolsa. Calles se saca de la manga a un «viejo revolucionario», el ingeniero michoacano Pascual Ortiz Rubio, a la sazón embajador de México en Brasil. Aunque Ortiz Rubio, coetáneo de Calles, había sido, en efecto, maderista, constitucíonalista y constituyente, gobernador de Michoacán (1917) y secretario de Obras Públicas al principio del régimen de Obregón, había permanecido fuera del país por años largos y decisivos, y carecía de toda base política propia. Así y todo, la competencia se entabla en el seno del PNR y a última hora Calles la decide a favor de Ortiz Rubio .
El obregonismo civil estaba casi vencido, pero el verdadero triunfador no era Ortiz Rubio sino el PNR, que por primera vez dirimía la sucesión. Con todo, los sucesos no iban a desarrollarse muy felizmente. En esos mismos días estalla la última rebelión de generales encabezada por Gonzalo Escobar y a la que secundan, entre otros los divisionarios Manzo, Topete, Aguirre, Cruz, Iturbe, Yocupicio, Fox Urbalejo y Caraveo. El plan de la rebelión. Plan de Hermosillo, lo redacta un civil, Gilberto Valenzuela.
Para Calles es la primera prueba militar de trascendencia nacional sin la sombra protectora de Obregón. Portes Gil lo designa secretario de Guerra y Marina. Cuenta con los agraristas armados de Adalberto Tejeda en Veracruz y de Saturnino Cedillo en San Luis Potosí Amaro, convaleciente de una herida accidental que le costaría un ojo no participa, pero sí Almazán y Cárdenas. Calles tiene una ventaja adicional, fruto de su política externa: el apoyo absoluto del gobierno norteamericano, que embarga todo tipo de armamento para los rebeldes, se niega a recibir a sus enviados y vende al gobierno de Portes Gil millones de cartuchos, armas de todo tipo y hasta aviones, por un valor cercano a los quinientos mil dólares. Al cabo de unas semanas las fuerzas federales sofocan la rebelión. El saldo para los rebeldes es desastroso: mil muertos, dos mil heridos, dos mil desertores y 47 generales muertos o depuestos. Para Calles y su proyecto de institucionalización supuso una victoria notable: no sólo triunfaba por la razón, sino además por la fuerza. En su mensaje del 1.° de septiembre de 1928 se había constituido en «fiador de la conducta notable y desinteresada del ejército» y había advertido a los generales contra el acto «inexcusable y criminal» de pretender el poder por medios distintos de «los que la Constitución señala». Al sobrevenir el acto «antipatriótico y desleal», contra el que había predicado, el fiador cobra su parte. Es, como nunca antes, el «hombre fuerte de México» En junio de 1929 Calles pronuncia otro discurso en el que, con todas sus letras también, se refiere al «fracaso político de la Revolución». A su juicio, la Revolución había triunfado ya en el ámbito económico y social, pero «en el campo meramente político, en el terreno democrático, en el respeto al voto, en la pureza de origen de personas o de grupos electivos, ha fracasado la Revolución».
Al partido, y no al Ejecutivo, le corresponde «reparar los errores que la Revolución haya cometido en materia política». Pero no sólo al partido: también a la oposición. La Revolución debería pasar a las Cámaras y abrirlas, como preveía su mensaje septembrino, a «la reacción», respetando, en particular, el voto y «todo triunfo legítimo de contrarios en política»:
«Sólo entonces, cuando el Partido Nacional Revolucionario se resuelva a no permitir que se escojan arbitrariamente o que se autoseñalen sus hombres, y busque en el pueblo mismo la real opinión revolucionaria que respalde a elementos de fuerza popular, y cuando ese Partido Revolucionario no sólo no acepte servir como medio o vehículo de imposición, sino luche y proteste contra las oposiciones de las camarillas dentro de su seno, y cuando por esta conducta la conciencia revolucionaria del país esté también satisfecha en el terreno político, como lo está ahora en el campo de la reforma social, sólo entonces podremos decir que hemos hecho triunfar integralmente, en las conciencias de la familia revolucionaria, a la Revolución mexicana».
El único candidato de la oposición era José Vasconcelos, que ya entonces desplegaba por todo el país una de las más notables y generosas campañas democráticas de la historia mexicana. Con sus «batallones» de estudiantes universitarios y con la simpatía de las clases medias, los intelectuales y aun los obreros del noreste del país, Vasconcelos intentaba volver a las raíces maderistas de la Revolución y abrir el paso a una democracia pura. En su discurso de 1928, Calles había invitado a la oposición a la lucha de ideas en el Parlamento, pero también había insinuado que el poder seguiría siendo de la Revolución. Manuel Gómez Morín, aquel joven que había participado en la reconstrucción económica de Calles y lo conocía de cerca, entendió que se abría la oportunidad de fundar un partido alternativo al PNR que, desde el inicio, entablara con él la «lucha de ideas». La avenida política que abría Calles no conducía al poder sino a una competencia —desigual, pero competencia al fin— con el poder. El 3 de noviembre de 1928, días antes de que Vasconcelos iniciase su campaña, Gómez Morín le escribe:
«No creo en grupos de carácter académico; pero tampoco creo en clubes de suicidas. Y no porque niegue la eficiencia del acto heroico de un hombre que se sacrifica por una idea, sino porque creo que el sacrificio que realizaría un grupo o un hombre, por definición selectos, metidos precipitadamente a la política electoral y sacrificados en ella, no sería el sacrificio por una idea, sino el sacrificio de la posibilidad misma de que la idea se realice en algún tiempo.
"Cierto que públicamente y del modo más oficial posible se ha hecho un llamado ahora para iniciar una nueva vida democrática, legal, luminosa y todo lo demás. Pero ese llamado no es la cosa misma y todavía pasará algún tiempo antes de que esa cosa se convierta en realidad. Justamente, para que esa realidad llegue, será necesario que la buena intención o la sinceridad del llamado se apoyen en organizaciones selectas, capaces de adquirir o de desarrollar fuerza bastante para imponer los nuevos principios en un medio que está absolutamente corrompido. Y si el llamado hecho no es sincero ni de buena fe, con más razón se necesita para hacer una vida democrática en México la organización durable y el trabajo permanente de grupos que pueden adquirir fuerza bastante para imponerse al medio corrompido y a I» deslealtad del llamado mismo.
»En los dos casos, pues, es indispensable, sobre todas las cosas, que se procure la formación de grupos políticos bien orientados y capaces de perdurar» Para desgracia de su vida política y la del país —aunque para fortuna de la literatura mexicana—, Vasconcelos desoyó a Gómez Morín.
En su campaña apostaría el todo por el todo. Su temperamento y hasta cierto misticismo —oaxaqueño al fin— lo apartaban de las soluciones fragmentarias. Gómez Morín esperaría diez años para fundar una organización política que, de haber nacido en 1929 y bajo el caudillaje moral de Vasconcelos, hubiese sido distinta de la que finalmente fue.
A mediados de 1929, Calles declara creer que «el porvenir de México está garantizado» y se va por casi cinco meses a Europa. Mientras tanto, en el preciso instante en que los cristeros iban a vincularse con el vasconcelismo. Portes Gil firma arreglos con la Iglesia que ponen fin a la guerra. (Roberto Cruz resumiría los arreglos con humor:
«Que violen la Constitución, pero poquito. Y que nosotros nos hagamos tontos, poquito también ...».)74 La autonomía universitaria, el incremento del reparto agrario, la instalación de la comisión obreropatronal que comenzaría a redactar —por fin— la Ley Federal del Trabajo, fueron otros importantes campanazos del presidente interino.
La lucha política se concentraba en las campañas de Ortiz Rubio y Vasconcelos. En ellas el PNR hizo sus pinitos en tecnología electoral, ciencia en la que a partir de allí se ha especializado. Por un lado expande a todo el país su maquinaria, ya desde entonces ligada al gobierno; por el otro, deja caer sobre los vasconcelistas los primeros golpes represivos: El Nacional Revolucionario, órgano del partido, proclama que «no se gobierna un país con enseñanza literaria ... el PNR no distribuye La Iliada ... sino treinta y cinco millones de hectáreas»; llovieron insultos contra «el pedante» Vasconcelos y «los intelectuales, homosexuales, burgueses, estudiantes, feministas y fanáticos» que lo acompañaban. Pronto los hechos reemplazaron a las palabras: boicots, disolución de mítines por la fuerza, atentados y, finalmente, asesinatos. El joven vasconcelista Germán del Campo murió acribillado en la calle, y meses después de las elecciones, en marzo de 1930, tuvo lugar la sangrienta matanza de vasconcelistas en Topilejo. En noviembre de 1929 Pascual Ortiz Rubio había sido declarado triunfador en unas elecciones que, de haber sido limpias, con toda probabilidad hubiese perdido. Por su parte, Vasconcelos, decepcionado de un pueblo que no había defendido su voto como en 1910 y convencido de que su derrota se debía a la alianza antinacional del «Procónsul» Morrow y «la Plutarca» Calles, salió al más largo, doloroso y fructífero de sus exilios.
Despejado el campo electoral, quedaba el botín político de las Cámaras y, a partir de él, de todas las ramificaciones del poder. Desde mayo de 1929, dos campos se deslindaban claramente: los «blancos», partidarios de Ortiz Rubio, y los «rojos», de Portes Gil. Entre los primeros estaban Fernando Medrano, Ignacio de la Mora y Arturo Campillo Seyde. Entre los segundos había desde gente de macabra celebridad, como Gonzalo N. Santos, hasta callistas puros, como Melchor Ortega. Aunque no faltaron todas las variedades de la violencia física o política, comparada con el palenque parlamentario de 1920 a 1928, la nueva efervescencia era ordenada. No había varias tendencias centrífugas, sino sólo dos: la roja y la blanca. Pero la gran novedad era que sobre ellas existía un instituto político con vida y autoridad propias que difería con su sola existencia todo rompimiento y tiraba de las riendas si los ánimos se desbocaban. Y no menos novedoso era que sobre ese instituto y sus mediadores (Luis L. León, Manlio Fabio Altamirano, Manuel Pérez Treviño) imperaba un arbitro supremo: Calles. De pronto, en unos meses, la política mexicana había construido un andamiaje de instancias.
En diciembre de 1929, después de mil maromas, albazos y negociaciones, los blancos ortizrubistas ganaban electoralmente el primer round, que debía darles mayoría en la Comisión Permanente de la Cámara y en la Constitución Instaladora del Congreso que sesionaría del 1.° de enero al 31 de agosto de 1930. Pero entonces llega Calles. El Nocional Revolucionario lo recibe con estas palabras:
«El general Calles es ahora el centro de la mirada de todos los partidos, es el apoyo más serio del nuevo presidente, es la cohesión de todos los grupos revolucionarios, es, en una palabra, la garantía de que la Revolución no será dividida en muchas piezas y no será presa fácil de los enemigos de ella ... Calles está en un lugar en que puede salvar a la Revolución amenazada de dividirse, en que puede señalar orientaciones firmes, en que puede contener el desorden y prevenir la anarquía».
Calles calibra la situación e inclina la balanza hacia el lado de los perdedores. El PNR utiliza contra los blancos un arma mortal- la expulsión. Cuando el 5 de febrero de 1930 Ortiz Rubio toma posesión de la presidencia, todo el mundo entiende que el bloque dominante en el Congreso será rojo, que los bloques no desaparecerán pero se someterán para siempre, estatutariamente, al Comité Ejecutivo Nacional del PNR y que éste, a su vez, acatará las órdenes o las «orientaciones» de Calles. El editorialista del PNR describía la situación tal como era: «La Revolución ha sentido instintivamente la necesidad de escogerlo como su jefe, mientras cuajan las instituciones todavía tiernas de la época constructiva de la Revolución».
En el instante en que aborda su automóvil para salir del Estadio, donde ha prestado juramento, el presidente Ortiz Rubio sufre un atentado. Este anticlímax inicial sería presagio de su régimen. Toda clase de chistes circularían sobre la debilidad del hombre a quien se apodaba «el Nopalito» (por ser, supuestamente, un baboso). Desde la casa de la colonia Anzures, donde vivía el «oscuro ciudadano» Calles, se veía el Castillo de Chapultepec y la gente comenzó a maliciar. «Allí vive el presidente, pero el que manda vive enfrente.» Esta vez la conseja popular era injusta: el que mandaba vivía enfrente, pero Ortiz Rubio no se dejaría mandar. No fue «un pelele». Según Tzvi Medin —autor de El minimato presidencial, excelente historia política del maximato—, el esquema del maximato establecía un doble tren de mando. Por un lado, político: jefe máximo - PNR - bloques en la Cámara - presidente; por el otro, administrativo: jefe máximo - gabinete - presidente. Ortiz Rubio no discutía la preeminencia del jefe máximo, pero en ambos trenes intentaría —sin éxito— colocar a la institución presidencial en el sitio inmediato posterior a Calles.
En el primer caso su pelea duró seis meses. Por indicación suya, Basilio Vadillo ocupa la presidencia del PNR. Meses después lo sustituye Portes Gil, que de abril a octubre ve subir su estrella política. La pugna entre blancos y rojos, constante en todo el periodo, parece resuelta definitivamente a favor de los rojos. En ese instante el oráculo vuelve a hablar, pide la unión y «quema» a Portes Gil bloqueándole la llegada a la gubernatura de Tamaulipas y enviándolo de embajador a Francia. Dos días después de la renuncia de Portes Gil, el 10 de octubre de 1930, el gobernador de Michoacán, Lázaro Cárdenas, el joven lugarteniente de Calles en Agua Prieta a quien tanto quería el Jefe Máximo, le escribe a éste:
«... la agitación política del momento convencerá a usted de lo indispensable que es aún su intervención y la inconveniencia de su alejamiento del país, porque no está aún cuajada otra personalidad que tenga ascendiente sobre políticos y militares. Los enemigos de la Revolución y otros malos elementos hacen labor de zapa y sólo usted puede serenar la situación y evitar un nuevo desastre en el país. Afortunadamente esdi usted en condiciones de imponer el orden y hacer que todos nos dediquemos a desarrollar una labor constructiva agrupándonos con usted alrededor del señor presidente de la República para fortalecer su investidura y hacer triunfar de la intriga la obra de la Revolución, obra de usted puesta en manos del Primer Magistrado de la nación» Cárdenas permanece al mando del PNR hasta agosto de 1931.
Como Almazán y Amaro, ministros del gabinete de Ortiz Rubio, se propone modificar en un término la fórmula del maximato, fortaleciendo al presidente sobre los políticos profesionales del PNR (Pérez Treviño, Santos, Carlos Riva Palacio, etc.) y las Cámaras, pero la correlación general de fuerzas y la inestabilidad en el otro tren de mando se lo impiden. En agosto de 1931 Cárdenas sale a ocupar la Secretaría de Gobernación, y Manuel Pérez Treviño la presidencia del PNR. El ciclo se completaba: de Vadillo (propuesto por Ortiz Rubio) a Pérez Treviño (brazo incondicional de Calles). El PNR quedaba firmemente en manos del Jefe Máximo. El presidente perdía su primera pelea.
Aunque Ortiz Rubio llevaría a cabo varias obras importantes (la Ley Federal del Trabajo, la Doctrina Estrada, por ejemplo, y, como dato curioso, el Zoológico de Chapultepec), su valiente resistencia a plegarse al segundo tren de mando (jefe máximo - gabinete - presidente) absorbió mucho de su tiempo. Desde un principio había cedido a la imposición callista varias carteras, sobre todo la de Portes Gil en Gobernación. En sus Memorias, Ortiz Rubio explica las circunstancias:
«... tenía que proceder de acuerdo con Calles, defacto dueño de la situación, como he explicado antes, o me resolvía a romper con él abiertamente, entrando en una lucha cuyas graves consecuencias finales no eran fáciles de prever. Comprendo que los dos caminos eran malos, pero el que menos provocaría agitaciones armadas, tan perjudiciales para el país, era el primero, y me decidí a seguirlo ...» Pero una cosa era seguirlo y otra, muy distinta, permitir que Calles gobernara a sus anchas al gabinete. La fiesta se desarrolló en cierta paz por algún tiempo. Aunque Ortiz Rubio se deshizo del callista Carlos Riva Palacio, Calles se cobró con el mayor de todos los ortizrubistas: Hernández Chazare. El panorama mejoró con la salida de Portes Gil del PNR y la presencia conciliadora de Cárdenas Con todo, en el transcurso de 1931 Calles empezó a temer, quizá con fundamento, una posible alianza entre Ortiz Rubio y Amaro, y decidió impedirla. Su maniobra fue punto menos que maquiavélica: amagar con una crisis en el PNR «por las inconsecuencias del presidente», y provocar una renuncia masiva en el gabinete que acarrease la de Amaro. A los pocos días renuncian los generales Almazán (regresa a Nuevo León), Cárdenas (va de nuevo a Michoacán), Cedillo (vuelve a San Luis Potosí), Amaro (se refugia desde entonces en el Colegio Militar) y tras ellos, meses después, Aarón Sáenz, Genaro Estrada y Luis Montes de Oca.
Ortiz Rubio —son sus propias palabras— «había dejado al general Calles la total responsabilidad de sus actos y lo facultaba para que procediera en la forma que lo considerase conveniente». ¿Había triunfado Calles? Medin da la respuesta:
«En la crisis de octubre de 1931 quedó de manifiesto que el Jefe Máximo había triunfado, pero que el mecanismo político del maximato había fracasado. Las constantes crisis, y la necesidad de prescindir de los cauces del mecanismo político del maximato e imponer directamente la presencia del mismo Jefe Máximo en el gabinete a cargo de la Secretaría de Guerra y Marina, fueron prueba patente de que el maximato, en tanto intento por dar respuesta a la necesidad de formalizar un mecanismo político, había fracasado a pesar de que el Jefe Máximo había triunfado».
Sin espacio de maniobra, el 2 de septiembre Ortiz Rubio renuncia: «Salgo con las manos limpias de sangre y dinero, y prefiero irme y no quedarme aquí sostenido por las bayonetas del ejército mexicano».
Es natural que en sus Memorias Ortiz Rubio se refiriese con amargura a la «dictadura poco disimulada» de Calles. Pero por debajo de la inestable y, en apariencia, caótica superficie de la política, el país había avanzado hacia la vida institucional. La no reelección se había establecido en forma definitiva, y aunque «vivía enfrente» el que mandaba, no lo hacía de modo directo, como tirano. Ni siquiera como dictador «a la Porfirio Díaz». Gobernaba en un marco de gran tolerancia ideológica, a través de una no tan «tierna» institución, el PNR, que en menos de cuatro años de vida había logrado su consolidación y su predominio sobre la vida parlamentaria, electoral y, en general, política del país. No era la democracia, pero estaba menos alejada de ella que todos los regímenes anteriores desde el de Porfirio Díaz, con excepción del de Madero; y con la ventaja sobre éste de una estabilidad a prueba de cañonazos, reales o de cincuenta mil pesos.
Según Rafael Segovia —uno de los principales estudiosos de este periodo—, el PNR cumplió ante todo con la máxima de Bertrand de Jouvenel: «Las revoluciones o sirven para centralizar y concentrar el poder, o no sirven para nada». Por su parte, don Daniel Cosío Villegas —crítico severo de la política mexicana— sostenía que las tres «importantísimas funciones» del PNR en 1929 habían sido las de «contener el desgajamiento del grupo revolucionario» (cosa que no habían logrado los liberales en 1867, los constitucionalistas en 1914 ni los propios sonorenses en 1923), «instaurar un sistema civilizado de dirimir las luchas por el poder y dar alcance nacional a la acción politicoadministrativa para lograr las metas de la Revolución mexicana». Su conclusión era sencilla y definitiva: «La creación de un partido político nacional, revolucionario y aun "oficial" o semioficial, correspondió a genuinas y grandes necesidades generales».
La institución aglutinadora estaba allí para quedarse. Ahora sólo hacía falta que cuajase -como le decía Cárdenas a Calles en octubre de 1930- una «personalidad que tenga ascendiente sobre políticos y militares», un presidente que removiese civilizadamente al Jefe Máximo de sus dos trenes de mando (jefe máximo - PNR - Cámaras presidente, y jefe máximo - gabinete - presidente), para colocarse en su lugar. Pero Calles no iba a regalar graciosamente su jefatura. En la esencia política de su idea estaba el precio, contenido en una sola palabra: legitimidad.

Jefe Máximo






Mientras cuajaba el futuro. Jorge Cuesta —el ensayista político más lúcido de los años treinta— escribía: «Calles no está ya en el poder, pero el poder sigue estando en Calles». El nuevo presidente no fue un presidente sino un administrador. Subalterno de Plutarco Elias Calles en aquellos tiempos revolucionarios de Sonora, y, al igual que Calles, oriundo de Guaymas, Abelardo Rodríguez había hecho breve carrera militar hasta que la suerte le deparó una lotería: la segunda zona militar en Baja California Norte. Aprovechando la era de la prohibición en Estados Unidos, Abelardo había amasado una buena fortuna.
En octubre de 1931, Calles, secretario de Guerra, lo llama para nombrarlo subsecretario. Al renunciar Ortiz Rubio, Abelardo ocupa la presidencia interina.
En su Autobiografía, Abelardo Rodríguez explica el sentido de su desempeño:
«Insisto en que nunca fui político y en que si acepté el cargo de presidente sustituto de la República fue porque tenía la seguridad de nivelar el presupuesto y poner en orden la administración del gobierno. Para lograrlo, me propuse permanecer al margen de la dirección política, dejando esa actividad en manos de políticos».
Su gestión probó ambas cosas: era buen administrador y dejaba «la política en manos de los políticos». A veces esta división del trabajo imponía un precio a la dignidad personal y presidencial, pero Rodríguez estuvo casi siempre dispuesto a pagarlo.
En el periodo de Abelardo Rodríguez hubo varios hechos importantes: la creación del Departamento Autónomo de Trabajo, la promulgación del salario mínimo federal, la fundación de Nacional Financiera, la compañía Petromex (antecedente de Pemex), el Banco Nacional Hipotecario y de Obras Públicas, etc. En el ámbito político hubo algunos movimientos de gabinete pero ninguno que condujese ni por asomo a una crisis. El secreto, claro, era la falta de tensión entre el Jefe Máximo y el presidente. Una de las tácticas más socorridas de Calles o, mejor dicho, una de las expresiones del maximato fue la distancia física que solía tomar respecto del Poder... para resaltar su poden No sólo viajó en dos ocasiones, por largos periodos, a Europa; además se retiraba por temporadas a sus diversas fincas y negocios. A Soledad de la Mota y al ingenio azucarero de El Mante ya no iba tanto; desde su segundo matrimonio, en 1930, con Leonor Llórente, su lugar preferido era la quinta Las Palomas, en Cuernavaca. Pero no abandonaba su rancho Santa Bárbara, donde tenía un gran establo, una espléndida granja avícola y una escuela, fundada por él, a la que acudía un estudiante por cada estado de la República. Si lo que necesitaba era distancia, había dónde escoger: El Sauzal, rancho que pertenecía a Abelardo Rodríguez, o El Tambor, junto al mar, propiedad de su hija Alicia. Cuando buscaba aguas medicinales, su lugar favorito era Tehuacán.
Entre 1930 y 1935, los políticos mexicanos de relieve practicaron dos deportes: la caminata a las fincas del Jefe Máximo para pedir su «orientación y consejo», y el golf, al que el general Calles se había aficionado en Cuernavaca.
Desde aquellos retiros Calles movía las piezas del tablero nadonal. Calles tiene voz y voto en todos los ámbitos del gobierno. «Si examinamos los sucesos políticos desde que Calles abandona la presidencia», escribía por entonces Cuesta, «vemos aparecer a Calles frecuentemente al frente de tal organismo administrativo, de tal programa económico, o de tal manifestación política del país; a cada paso [Calles] reclama su autoridad.» Así ocurría, de hecho, desde 1929. En el periodo de Portes Gil, Calles había sido presidente de la Junta Reorganizadora de los Ferrocarriles nacionales. Allí había propuesto y llevado a cabo medidas tan severas como la baja de sueldos y el despido de diez mil obreros. En julio de 1931 Calles persuade a Ortiz Rubio de nombrar a Calles director del Banco de México; en su brevísima gestión. Calles da curso a la promulgación de tres reformas bancarias que incluyen una nueva Ley General de Instituciones de Crédito, mediante la cual el Banco de México se convierte, por primera vez, en un verdadero banco central. De septiembre de 1933 a enero de 1934 ocupa por última ocasión un ministerio: el de Hacienda.
Pero más importantes que sus gestiones fueron sus opiniones sobre los grandes problemas nacionales. Acerca del movimiento obrero no tuvo que extemar muchas. Mientras se completaba el desmoronamiento de Morones y la CROM, y se afianzaba la Confederación General de Obreros y Campesinos Mexicanos (fundada en octubre de 1933, y del líder marxista que sucedería a Morones en popularidad e influencia, Vicente Lombardo Toledano), el movimiento obrero había perdido peso político. Quizá por eso, en aquel periodo Calles se limitó a emitir algunas críticas, como la de julio de 1933 a los ferrocarrileros, que —a su juicio— no entendían los problemas de la empresa. Cuando en 1934, con vistas a la sucesión presidencial, la presión sindical y obrera aumenta de modo acelerado, Calles reprueba lo que llama «la agitación». Sus condenas tienen sin cuidado al nuevo liderazgo obrero. Calles gobierna el aparato político, pero descuida a los cuadros sindicales, y más todavía a sus bases. Se lo cobrarían muy pronto y muy caro.
Sobre el problema de la tierra tuvo varias intervenciones decisivas. De su segundo viaje a Europa, a fines de 1929, regresa con la convicción de que en la política agraria nacida del artículo 27 hay serios inconvenientes. En marzo critica el reparto «que tanto mal está causando a la economía nacional». En junio de 1933, luego de un tercer viaje a Europa, se convence de que el ejido lleva al país a la ruina.
En su opinión había que acabar con el reparto ejidal y buscar no sólo la certidumbre jurídica en el campo, sino la eventual promoción del ejidatario a ranchero.
Las opiniones de Calles son órdenes... pero no siempre. En su momento, Ortiz Rubio había detenido, en efecto, el reparto en varios estados, y algunos lo dan por terminado; sin embargo, las demandas campesinas y la presión agrarista —de los líderes y de sus bases— no desaparecen por ensalmo, ni siquiera del Jefe Máximo. Según datos fidedignos de Lorenzo Meyer, para 1934 la reforma agraria había beneficiado, con la entrega de once millones de hectáreas, a la cuarta parte de la fuerza de trabajo campesina —un millón de personas—; pero fuera del estado de Morelos, la hacienda, que legalmente había desaparecido a raíz de la Constitución de 1917, permanecía prácticamente intacta. En 1930, el 78 por ciento de la superficie agrícola privada correspondía a cerca de tres mil quinientas explotaciones mayores de 4.0 hectáreas, es decir, a las haciendas. Tres años más tarde, a pesar de sus propias convicciones y las de Calles sobre el problema, Abelardo Rodríguez siente la presión política e intensifica la entrega.
Aunque el agrarismo radical de Adalberto Tejeda decae, el agrarismo moderado cuenta con muchos adeptos dentro del régimen o en sus márgenes: sobre todo con Lázaro Cárdenas. Por más que «el pie veterano» insistió —con Calles— en el fracaso económico, la improductividad, la sangría presupuestal, el patemalismo y otros inconvenientes del reparto ejidal, el problema existía. Y también existían las haciendas para resolverlo.
Sobre el progreso político. Calles siguió lanzando ideas e impulsando reformas. Después de la renuncia de Ortiz Rubio pensó, con acierto, que la política de «carro completo» (ganar a como dé lugar todas las elecciones) había enrarecido la atmósfera e impedía la promoción de jóvenes políticos: «Falta material humano», dijo; y, contra la opinión de quienes viajaban en el carro, introdujo en marzo de 1933 la «no reelección» en la vida parlamentaria nacional. Un año después el PNR había extendido alrededor de un millón trescientas mil credenciales.
Además de beber más de la cuenta y jugar fanáticamente póquer hasta el amanecer, Calles mueve piezas en todos los tableros políticos.
Las relaciones con Estados Unidos no le quitan el sueño: entre 1928 y 1934 cosecha los frutos de su acuerdo con Morrow. El problema petrolero persiste, ahora bajo la forma de una baja de producción, pero no provoca una crisis diplomática ni remotamente cercana a la de 1927. Pese a que hay graves problemas de desempleo debido a la repatriación masiva de mexicanos, a raíz del crack del 29, la presión social no adopta formas violentas.
Entre 1924 y 1928 la política social había sido elemento central de su gobierno. Durante el maximato. Calles se involucra poco en ello. Su obsesión es la reforma política. Por lo demás, a sus cincuenta y siete años de edad, se siente agotado. Sus achaques de hígado y columna lo ponen en cama por largos días. En noviembre de 1932, su segunda esposa había muerto de un penoso cáncer, dejándole dos hijos y la melancólica certeza de que su vida no volvería a ser completa. Así, en plena gloria, se abría paso en él la idea de una hora cumplida: la suya y la de la Revolución. Simbólicamente, se crea entonces una comisión que recabaría fondos para convertir la inacabada estructura del viejo palacio legislativo de don Porfirio en el Monumento a la Revolución Un frente interno permanece abierto en Calles: la cuestión religiosa. Por esos días estrechó sus ligas con el más fanático de los antifanáticos: el gobernador de Tabasco, Tomás Garrido Canabal, quien solía saludar a sus guardias con las palabras «Dios no existe». No podía forzar de nueva cuenta la inscripción de sacerdotes o el cumplimiento riguroso del artículo 130, pero quedaba el artículo 3.°, relativo a la educación. Otros proyectos habían avanzado hacia su reforma en un sentido distinto al que imaginaba Calles. Desde principios de 1931, por ejemplo, un sector de la izquierda sindical, representado por Lombardo Toledano y varios grupos académicos y oficiales, proponían la adopción de una «educación socialista». El 20 de julio de 1934, en la piadosa capital de Jalisco, da su famoso «Grito de Guadalajara»:
«La Revolución no ha terminado ... Es necesario que entremos en un nuevo periodo, que yo llamaría periodo revolucionario psicológico: debemos entrar y apoderamos de las conciencias de la niñez, de las conciencias de la juventud, porque son y deben pertenecer a la Revolución ... porque el niño y el joven pertenecen a la comunidad ... [y la Revolución debe] desterrar los prejuicios y formar la nueva alma nacional» Surgía, de nuevo, su voz interior de maestro que intentaba, por última vez, la reforma desde el origen: desde el alma nacional, desde la psicología, desde los niños.
De inmediato lo secundan los gobernadores jacobinos y los partidarios de la reforma socialista al artículo 3.°. Finalmente en octubre de 1934, días antes de la toma de posesión del nuevo presidente, Lázaro Cárdenas, se reforma el artículo 3.°:
«La educación que imparta el Estado será socialista y, además de excluir toda doctrina religiosa, combatirá el fanatismo y los prejuicios, para lo cual la escuela organizará sus enseñanzas y actividades en forma que permitan crear en la juventud un concepto racional y exacto del universo y de la vida social» La nueva redacción contenía un leve tinte de laicismo callista pero, contradictoriamente, su carga mayor era dogmática y religiosa. Se trataba, decía Cuesta, de encomendar a la escuela una misión que corresponda en forma íntegra a la ley Si Calles buscaba incitar nuevamente al clero, lo consiguió. Un dignatario eclesiástico criticó el intento «bolchevique» de penetrar en «el santuario de la conciencia». Y entre los campesinos de occidente, las declaraciones desatan una contienda, mucho más grave para el gobierno: la segunda Cristiada.
En cuanto al aspecto propiamente educacional de la reforma al artículo 3.°, ¿estaba Calles de acuerdo con ella, con su formulación, con su objetivo de ganar «las conciencias» de la niñez para el socialismo? Según Cuesta, que veía en Calles la encamación de la Revolución mexicana, la nueva redacción no sólo no coincidía con el pensamiento de Calles sino que lo contradecía:
«... lo que se pretende es que, con el laicismo, desaparezca el objeto natural de la escuela para convertirla otra vez en culto de lo sobrenatural a la sombra de un socialismo astral y tenebroso; y que "el socialismo de la Revolución mexicana" consiste exactamente en un deseo de que los revolucionarios mexicanos no se priven de las prácticas y las creencias religiosas; pero es absolutamente seguro que no podrá buscarse un apoyo en el pensamiento del general Calles para este socialismo tan extraordinario».
Por la misma razón. Cuesta pensaba que el Plan Sexenal, ideado en principio por Calles pero modificado en un sentido socialista por una nueva generación de ideólogos radicales, era un «Plan contra Calles»: un intento de sustituir una vida revolucionaria «liberadora de la realidad» por una camisa de fuerza ideológica, por un ideal burocrático. A juicio de Cuesta, el Plan oponía una serie de nuevos dogmas al significado práctico de la Revolución: «La Revolución no es un conjunto de creencias individuales, no es un canon eclesiástico, no es una doctrina infalible y sagrada, sino la experiencia revolucionaria de la sociedad como libre y radicalmente se produce en su seno».
Las reflexiones de Cuesta tocaban el meollo del conflicto histórico que, muy pronto, retiraría a Calles de la vida nacional. En el ámbito obrero, agrario, intelectual y dentro del propio gobierno, se abría paso una nueva actitud ante la política, cuyo rasgo más notorio era justamente el dogmatismo socialista al que se había referido Cuesta. No era sólo una tendencia mexicana, sino un signo de la época. Después de la Depresión de 1929 y el ascenso de Hitler al poder. Occidente buscaba nuevas creencias que explicasen y justificasen la crisis del capitalismo y fueran, al mismo tiempo, un bastión contra el nazismo. El socialismo y muchas veces el comunismo colmaron el hambre de fe en el advenimiento de una sociedad sin clases.
«Dentro de los gobiernos de la Revolución», escribía en octubre de 1933 Lombardo Toledano, «ha habido y hay hombres que creen en que la Revolución no se ha hecho todavía y en que debe hacerse.» Calles tenía un concepto distinto de la Revolución. Convenía en que sus fines de mejoramiento social y económico, político y moral, estaban lejos de haberse colmado, pero dudaba de las recetas ideológicas.
A pesar de su radicalismo. Calles era un reformista severo y violento, no un revolucionario en el sentido marxista del término. Para él la política era riesgo, vicisitud, contingencia y, por lo tanto, responsabilidad. La política pertenecía más al reino del carácter que al de las ideas. Y más al de las ideas que al de las ideologías. Los nuevos hombres que tocaban a la puerta del poder no pensaban así: eran nuevos clérigos del socialismo.


El suave parricidio






El ambiente electoral comenzó a alborotarse a principios de 1933. Siguiendo el efectivo método de 1929, Calles dejó que la lucha se polarizara en dos bandos: el de los «cardenistas» y el de los «pereztreviñistas». A mediados de 1933 los contendientes dejan sus puestos: Cárdenas, la Secretaría de Guerra; Pérez Treviño, la presidencia del PNR. Al primero lo apoyan nutridos grupos en las Cámaras y la recientemente creada Confederación Campesina Mexicana. Al segundo, la vieja guardia callista. A siete largos meses de la convención del PNR en Querétaro, parecía que la contienda depararía muchas sorpresas. De pronto, el 7 de junio, el oráculo Calles habló en favor de Cárdenas. Pérez Treviño no tuvo más remedio que retirar su candidatura.
¿Cómo explicar la decisión de Calles? Con Pérez Treviño hubiese asegurado, de antemano, el maximato institucional. ¿Por qué esquivó esa vía? Los historiadores han aportado todo tipo de explicaciones, desde la puramente personal, que atribuye la decisión a la influencia de Rodolfo Elias Calles sobre su padre, hasta la puramente impersonal, en la que el «ascenso de las masas» tuerce el brazo del Jefe Máximo. La realidad participó de ambas. En la decisión de Calles debió de contar tanto su antiguo vínculo, casi paternal, con Cárdenas, al que consideraba «su hechura», como el reconocimiento de los grupos sociales y políticos —sobre todo los del agrarismo moderado— que Cárdenas representaba. Pero quizá incidió también un factor más digno que la conseja familiar o el cálculo de poder: la responsabilidad.
Aunque Calles sabía que Cárdenas podía no serle incondicional, sabía también que era el más «cuajado» del elenco revolucionario. A pesar de su juventud -en 1933 contaba apenas treinta y siete años-, Cárdenas tenía en su haber una larga carrera militar contra las fuerzas de Zapata, Villa, Peláez, los yaquis. Carranza y De la Huerta. Tenía, además, una respetable carrera política: gobernador de Michoacán, presidente del PNR, secretario de Gobernación y secretario de Guerra y Marina. Es imposible que «el Viejo» (Calles) pasara por alto su actitud de moderada independencia durante el gobierno de Ortiz Rubio; y sin embargo, a sabiendas de los riesgos, optó por una sucesión dinámica.
Prefería el riesgo y la apertura al sometimiento y la inmovilidad. Además, «el Viejo», sin estarlo tanto, se sentía como tal. Había vivido en la cresta de la ola por más de veinte años, y en una perpetua tensión desde la infancia. Al revés que a Porfirio Díaz, el paso del tiempo y el gusto por el poder no lo rejuvenecían. Estaba cansado Al tomar posesión de la presidencia, en diciembre de 1934, Cárdenas había limitado, de entrada, los dos «trenes de mando»; el jefe máximo tenía un dominio más simbólico que real; el gabinete era mixto (callista y cardenista); el PNR y las Cámaras parecían callistas, sin embargo un presidente decidido a serlo podía cambiarlas a su favor con sólo colocarse en la posición del jefe máximo. El trabajo, sabía Cárdenas, no era imposible pero llevaría tiempo. Había que reestructurar el aparato militar y ponerlo a su favor, asegurar el apoyo de las organizaciones de masas y desvincularse cada vez más claramente, con hechos y palabras, de la tutela innecesaria del Jefe Máximo.
Un factor más ayudó en el proceso: la mala salud de Calles. El 11 de diciembre de 1934 vuela a Los Angeles para someterse a una intervención quirúrgica de la vesícula. Sufría dolores intensos. Convaleciente y debilitado, declara que México está «satisfecho con la administración del presidente Cárdenas». De regreso a México no vuelve a la capital, sino a El Tambor, donde permanece varios meses. Hasta allá llegan los peregrinos políticos con noticias frescas. Algunas, como el renovado enfrentamiento religioso, le complacen; no así las demás:
reprobaba la ola de huelgas y las declaraciones de algunos miembros del gabinete según las cuales México se encaminaba hacia la dictadura del proletariado. Cárdenas lo trata con respeto, le pide consejos en materia hacendaría e insiste en que su presencia en la capital es necesaria. Pero la agitación laboral alarma a Calles tanto como los pronunciamientos públicos del presidente: «Debemos combatir al capitalismo». decía Cárdenas, «a la escuela liberal capitalista, que ignora la dignidad humana de los trabajadores».
Por fin, en mayo de 1935, «el Viejo» regresa a la ciudad de México. Su primera declaración es de abierto apoyo a Cárdenas: «Tengo un completo optimismo en lo que se refiere a la situación general del país, y una confianza absoluta en que el gobierno de la República resolverá debidamente los problemas que se le presenten».
Entre todos los problemas del gobierno cardenista, el más urgente era desmontar las últimas trincheras del maximato. La oportunidad se presentó a los pocos días, cuando Calles concedió al senador Ezequiel Padilla una de sus habituales entrevistas. El 12 de junio de 1935, los capitalinos leyeron en primera plana:
«Este debe ser un momento de cordura. Hace seis meses que la nación está sacudida por huelgas constantes, muchas de ellas enteramente injustificadas. Las organizaciones obreras están ofreciendo en muchos casos ejemplos de ingratitud. Las huelgas dañan mucho menos al capital que al gobierno porque le cierran las puertas de la prosperidad. De esta manera las buenas intenciones y la labor incansable del señor presidente están constantemente obstruidas, y lejos de aprovechamos de los momentos actuales, tan favorables para México, vamos para atrás, para atrás, retrocediendo siempre; y es injusto que los obreros causen este daño a un gobierno que tiene al frente a un ciudadano honesto y amigo sincero de los trabajadores, como el general Cárdenas» Aquello fue el detonante de la crisis. Cárdenas pidió la renuncia de su gabinete -compuesto hasta entonces, parcialmente, por adictos a Calles- y atribuyó la agitación política a los grupos despechados que buscaban la división y el medro.
Sobre los problemas de trabajo y los movimientos huelguísticos, Cárdenas estimaba, a diferencia de Calles, que eran consecuencia natural de una lucha legítima de intereses y que «resueltos razonablemente, dentro de un espíritu de equidad y justicia social», contribuirían a hacer más sólida la economía nacional. En el fondo, Cárdenas los azuzaba. El ataque final del presidente contra el ya casi ex Jefe Máximo no se hizo esperar:
«Creo tener derecho a que la nación tenga plena confianza en mí y a que el grupo revolucionario se revista de la necesaria serenidad y continúe colaborando con el Ejecutivo en la difícil tarea que se ha impuesto. A tal fin, exhorto a todos los hombres de la Revolución para que mediten honda y sinceramente cuál es el camino del deber».
Era el rompimiento. El 16 de junio Calles lamenta que a sus palabras, pronunciadas con «sello de la mejor buena fe, en bien del país y del gobierno, se les haya dado una interpretación torcida». Y finalmente proclama: «Me retiro definitivamente de la política». Sus allegados le reprochan -con suavidad- que no dé pelea al presidente, pero Calles insiste en que «el único responsable de la marcha política y social de la nación es el presidente». En el Zócalo de la capital, los contingentes obreros apoyan ruidosamente a Cárdenas. En las Cámaras se produce un cambio vertiginoso de chaquetas: los callistas de ayer se vuelven cardenistas de hoy. Mientras tanto, en su hacienda de Santa Bárbara, «el Viejo» hace maletas, no para conspirar sino para ir a Hawai.
La querella se había decidido mucho antes. La verdad es que, con alguna ambigüedad, el propio Calles había contribuido de mil maneras a decidirla en favor del presidente; pero en la secuencia del incruento drama faltaba un episodio. A fines de 1935, Calles regresa a la ciudad de México para defender públicamente a su régimen, acosado por una campaña de críticas. Era, en sus propias palabras, un acto de dignidad. La tensión entre callistas y cardenistas se prolongó, con cierta violencia, por cerca de cuatro meses, hasta que Cárdenas tomó la decisión histórica de romper radicalmente con Calles sin atentar contra su vida.
Calles fue desterrado por Cárdenas el 9 de abril de 1936. Días antes, el periodista José C. Valadés había visitado al solitario Jefe Máximo en su hacienda de Santa Bárbara. Lo encontró en cama. Calles se declaró enemigo jurado del comunismo, criticó a la República española y expuso su visión de Marx:
«Para Marx no existe el individuo y, por lo tanto, no existe la libertad. Y ¿puede existir algún hombre, algún pueblo, que no ame la libertad? Marx hace del individuo una pieza de una gran máquina que se llama Estado. El Estado rige, el Estado manda, el Estado domina; para el Estado, el hombre no es nada» José C. Valadés le recordó su pasado socialista, a lo cual Calles respondió:
«El Estado socialista de que he hablado no es el Estado maraista.
Siempre he creído en la necesidad de que el Estado sea el protector de las clases débiles. Más todavía; considero que es deber del Estado desempeñar esa labor de protección. Mi punto de vista puede ser más claro si digo que la plusvalía debe ser repartida equitativamente; pero entre la intervención del Estado en el reparto equitativo de la plusvalía y el de la intromisión del Estado en todos los aspectos de la vida moral y material del hombre y de la sociedad hay una gran diferencia. Por otra parte, el Estado socialista de que hablo no es el Estado que va a negar la libertad. El fin de la libertad es el fin de la iniciativa individual; y ésta significa progreso del hombre y de los pueblos.
El Estado socialista de que hablo no es el que acabará con la propiedad privada. Yo diría que ese Estado ha sido idealizado por nuestro país exclusivamente para nuestro país, que por sus condiciones geográficas, étnicas y morales, solamente necesita un progreso en su economía, pero un gran respeto a sus libertades» Para su desgracia. Calles no podía erigirse legítimamente en defensor de las libertades. Había sido un gran reformador, pero no un libertador. De ahí que para enfrentar el ascenso ideológico del marxismo no tuviese más remedio que deslizarse suavemente al precipicio contrario: el de las simpatías fascistas.
«Nuestros políticos», le había dicho Calles a Valadés, «carecen-de principios; abandonan a sus jefes y amigos ... ¡Son tan pocos los hombres leales!... La política, amigo, es una cloaca; siempre lo ha sido.» Con esa convicción y «el espíritu templado contra la ingratitud y la mezquindad». Plutarco Elias Calles vivió alrededor de cinco años en San Diego, California. Su hija Hortensia hace recuerdos, de los que entresaca éstos:
«Todo tenía la casa; tenía batería de cocina, lavadora, aparatos para la limpieza, cortinas, ropas de baño y recámara, una vajilla fina y otra para el diario. Era de dos pisos y tenía un balconcito enfrente. La dirección de la casa es la calle Upas con número 1212. Es una callecita corta frente al parque. Pues nosotros nos cambiamos así como si hubiéramos llegado a una suite de hotel, ahí vivimos todo el tiempo, pero en los veranos, como a mi papá le gustaba nadar, rentamos una casa en Del Mar en seguida de un lugar que se llama La Jolla y nos pasábamos tres meses del año ahí y así lo hicimos todos los años que estuvimos en San Diego. A mi papá le fascinaba el mar, se bañaba dos veces diarias. Se levantaba, desayunaba muy ligero y como a las once ya estábamos en la playa. Comíamos y dormíamos una siesta y como a las cinco de la tarde volvíamos a la playa» Aunque hubiese preferido disfrutarla en Cuemavaca, por fin le había llegado la legítima jubilación. El exilio acentuó aún más sus rasgos de gravedad, melancolía y estoicismo, pero el entorno califomiano lo animaba. Allá volvió a sus viejas aficiones campiranas: visitó con frecuencia granjas, ranchos y cultivos, paseó por huertas y jardines, se admiró ante el self-savice y pensó que todo ello podría introducirse en México con provecho. De México sabía lo necesario, pero guardó una distancia ya no sólo física sino, además, moral: la responsabilidad del país, que por cerca de diez años había recaído sobre sus espaldas, era ahora del único Jefe Máximo posible: el presidente. Como símbolo perfecto de su retiro, tuvo en San Diego varias reuniones con José Vasconcelos. No sólo la edad y la lejanía los vinculaba, también la desilusión de la política y hasta las convicciones ideológicas. Después de acudir al sepelio de Calles, en octubre de 1945, Vasconcelos recordaba:
«... reanudamos nuestra amistad en el destierro. Calles me dijo:
"Usted es el hombre que más ataques me ha lanzado, haciendo burla hasta de mi nombre al llamarme 'la Plutarca'; pero si usted hubiera estado en mi lugar, en el gobierno, hubiera tenido que hacer lo que yo hice; no se podía hacer otra cosa para gobernar por encima de ese grupo de militares viles, ambiciosos, venales y cobardes". Y tal vez Calles tenía razón».
En marzo de 1941, durante la segunda guerra mundial, el presidente Avila Camacho pensó que era el momento de la unidad nacional e invitó a Calles a regresar a México. Calles accedió. Días después apareció en el balcón del Palacio Nacional flanqueando a Avila Camacho junto con todos los otros ex presidentes.
Sus últimos cuatro años los pasó, como el Cándido de Voltaire, cultivando el jardín de su quinta Las Palmas en Cuernavaca. Allí fue el labriego exitoso que en su juventud no pudo llegar a ser. Plantó flores y árboles frutales. De cuando en cuando jugaba golf, muchas veces solo. Seguía hablando con tonos e inflexiones de maestro, pero, paradójicamente, no confió a nadie sus últimos pensamientos. ¿En qué cavilaba durante sus largas y melancólicas caminatas mañaneras? Es difícil saberlo con certeza. Sobre sus noches, en cambio, el archivo de Calles —amorosamente custodiado y ordenado por su hija Hortensia— atesora un material sorprendente: el testimonio del espiritismo que Calles abrazó en sus últimos años A partir de mediados de 1941, hasta su muerte, en octubre de 1945, Calles acude religiosamente, una vez por semana, al Círculo de Investigaciones Metapsíquicas de México. A las sesiones espiritistas asistían con regularidad personalidades políticas como Luis Morones, Juan Andrew Almazán, Ezequiel Padilla y el futuro presidente Miguel Alemán. En el libro de protocolos de la institución y en el archivo personal de Calles, se conservan decenas de minutas de las sesiones en las que el general Calles era asediado por los espíritus del círculo, que no dejaban de transmitirle mensajes de paz, flores, perfumes, palmadas, poemas y señales de toda índole.
El 26 de diciembre de 1943, el espíritu guía del círculo se apareció y dijo:
«El general Plutarco Elias Calles fue y sigue siendo un patriota.
Nunca ha estado tan preparado como ahora. Más comprensivo a los problemas del país y de la humanidad. Día a día se acerca la hora en que nuestra pobre y desafortunada patria ocurra a su experiencia y sabiduría. Nadie mejor que este hombre recio de carácter y perfeccionado por los años podrá ayudar a la patria sin egoísmo y vanidades» Meses antes de morir, el propio Calles testimoniaba su devoción por «el Ser Supremo». Durante sus últimos días fue intervenido quirúrgicamente. Sus compañeros del círculo —vivos y espirituales— admiraban que la «firmeza de sus convicciones en el momento de mayor peligro ... había puesto una enorme montaña de fe en su corazón».
Calles murió el 19 de octubre de 1945. Días después, su hijo Rodolfo afirmaba haber recibido mensajes directos de su padre. Su vida en esos momentos se concretaba a «conocer los diferentes planos del espíritu», a viajar y platicar con almas conocidas, como la de don Venustiano Carranza, que «aún no podía olvidar sus amarguras» a pesar de las amplias conversaciones que el «pobre viejo» sostenía con el propio Calles y con Obregón (es decir, con sus espíritus). Pero su mayor alegría era confirmar a Rodolfo en las sagradas doctrinas a las que se había acogido al final de su vida:
«Si alguna vez he sentido deseos de que los míos se formen una fe en nuestro mundo es hoy que puedo informarles que la continuación de la vida es una realidad».
Cabe conjeturar que, en su vejez, el rostro simétrico y adusto de Calles se suavizó muchas veces y sonrió con indulgencia y piedad al considerar las paradojas de su existencia. Había querido reformar desde el origen su historia y la del país extirpando en ambas lo impuro y lo irregular, imponiendo «el orden, lo inviolable, lo que debe y no debe hacerse».
Había querido desterrar la fe y entronizar la razón. Al final del camino entrevio que había sido sólo un creyente más, un creyente en la razón, y entrevio también que la razón no lo colmaba. Quizá comprendió que no está en el hombre la posibilidad de reformar desde el origen. Y entonces, ante una mesa en las tinieblas, tomado de otras manos devotas e inquisitivas, descubrió la fe en la fe




VII
General misionero
Lázaro Cárdenas






El buen rey no excluye de su palacio al pobre ni al desamparado; presta atento oído a las quejas de todos, no domina a sus subditos como esclavos, les gobierna como hijos, Padre Juan de Mariana (siglo xvil)




Del regazo a la Revolución






Jiquilpan, Michoacán, 1908. Un grupo de parroquianos juega billar haciendo honor al nombre del establecimiento que los acoge:
Reunión de Amigos. Es una tienda de abarrotes que vende algo más valioso que abarrotes y semillas: esparcimiento para las penas del alma y hierbas milagrosas para las del cuerpo. Su propietario, don Dámaso Cárdenas Pinedo, vivía entre la bohemia y la bonhomía. Como su padre, el mulato Francisco Cárdenas, y como muchas familias jiquilpenses, había intentado dedicarse a la rebocería. Alguna vez fue también mesonero y comerciante en pequeño. Pero en 1906 decide instalar, en uno de los recintos de su casa, esta suerte de refugio donde no falta la farmacopea. De ella extrae don Dámaso las recetas que suministra a la gente humilde que lo visita y venera con devoción casi religiosa En la espaciosa casa familiar, dotada del habitual huerto rodeado de arcadas, oficia otra persona: su mujer, doña Felicitas del Río Amezcua. Originaria del aledaño pueblo de Guarachita -siempre receloso y en pleito con la inmensa hacienda de Guaracha—, doña Felícitas proviene de una familia de mayor lustre y recursos que la de don Dámaso. Con sus ojos dulces y profundos, ayudada por su cuñada Angela, que ha quedado muda desde hace algún tiempo, y por la nana Pachita, doña Felicitas vigila con piedad cristiana los pasos de su numerosa prole: Margarita, Angelina, Lázaro, Josefina, Alberto, Francisco, Dámaso y José Raymundo. Mientras las mujeres dan la mano en el hogar y los más pequeños crecen, el hijo mayor. Lázaro de apenas trece años, ha abandonado en el cuarto grado la escuela oficial que dirige don Hilario de Jesús Fajardo. Allí ha aprendido que «el árbol es el mejor amigo de los niños, los cobija con su sombra, da salud y frutos y enriquece a los países», pero su aprendizaje en materias librescas ha dejado que desear. Habrá que buscarle un trabajo de provecho. No será difícil. Ha heredado los mejores rasgos de sus figuras tutelares: la bonhomía del padre, la piedad de la madre, el silencio expectante, como de esfinge indígena, de la madrina Angela.
Un año después: 1909. El joven Lázaro Cárdenas ingresa como «meritorio» en la mesa segunda de la Oficina de Rentas de Jiquilpan. De oficio en oficio perfecciona la hermosa caligrafía «izquierdilla» que usará toda la vida. Su seriedad en el trabajo no es ajena por completo a cierta ambición material: ha visto y envidiado los caballos de lucir de algunos amigos. Muy pronto complementa sus modestos ingresos con la paga de aprendiz en la imprenta La Económica que ha instalado don Donaciano Carreón en el mismo edificio en que se encuentra la Administración de Rentas. Allí aprende a lavar formas, limpiar máquinas y «parar» textos lo mismo para folletos oficiales que para devocionarios. Injustos reveses de fortuna lo separan de la Oficina de Rentas pero, al poco tiempo, la misma fortuna le depara un suceso inverso: se vuelve socio de la imprenta.
El administrador de La Económica recordaría muchos años más tarde «al muchachito aquel por quien no daba ni cuartilla ... siempre callado, serio, atento». Don Donaciano Carreen lo había visto en muchas ocasiones con «el mentón sobre la mano y los codos sobre la mesa, reflexionando con. ... mutismo». Alguna vez que una pequeña compañía de teatro se presentó en Jiquilpan, el pequeño Lázaro había intervenido como actor sólo para ganarse el apodo de «el Mudo». No es casual que aquel talante reservado hallase expresión muy temprana en un diario personal al que podía confiar sus vagas sospechas de una futura grandeza. «Mire usted, Florentinita», reveló Lázaro años después a la mujer de Carreen, «yo de chico me soñaba militar entrando a una población después de haberla tomado por las armas, montando un caballo retinto.» Las primeras notas del Diario son de mediados de 1911. Al año. Lázaro confiesa: «Creo que para algo nací ... Vivo siempre fijo en la idea de que he de conquistar fama. ¿De qué modo? No lo sé».
A la premonición sigue un sueño: «una noche borrascosa por las montañas», se ve a la cabeza de una tropa numerosa «liberando a la patria del yugo que la oprimía», y se pregunta: «¿Acaso se realizará este sueño? ... ¿De qué pues lograré esta fama con que tanto sueño? Tan sólo de libertador de la patria. El tiempo lo dirá» Para entonces la Reunión de Amigos se ha disuelto. Víctima de un mal de la vista para el que su farmacopea no indica el remedio, don Dámaso ha clausurado desde 1910 negocio y tertulia. Un año después, a los cincuenta y ocho años de edad, muere, dejando a la familia en una situación que dista mucho de desahogada. La parentela de doña Felicitas y algunos buenos amigos, como el señor Múgica, de Zamora, se prestan a auxiliarla. Las circunstancias la obligan a «coser ajeno» y recrudecen sus accesos de «paroxismo». Para colmo, Dámaso, su hijo, se fuga temporalmente de la casa, pero en todo momento su apoyo mayor será el adusto Lázaro, a quien los hermanos menores verán desde entonces como un padre. De hecho, José Raymundo, el benjamín, le dirá «papá».
En junio de 1913 la Revolución entra en Jiquilpan. Pedro Lemus, lugarteniente de José Rentería Luviano, ocupa la ciudad y encarga a la imprenta La Económica la publicación de un manifiesto. Lázaro y sus socios lo acatan. Días más tarde una columna de rurales repele a Lemus y recupera Jiquilpan. Los huertistas acuden a la imprenta, vuelcan las cajas, confiscan los impresos y queman el archivo.3 A mediados de aquel mes, obedeciendo los deseos de la madre (que temía, quizá con razón, por su vida), el joven Cárdenas sale de la ciudad «a pie», según recuerda en su Diario, para refugiarse en la hacienda de La Concha, en Apatzingán, de donde era administrador su tío materno.
No sería pequeña la sorpresa de doña Felicitas al enterarse, al poco tiempo, de que su amado Lázaro había terminado por refugiarse no con el tío sino con la Revolución Un buen día de julio de 1913 Lázaro Cárdenas exhibió su hermosa letra izquierdilla ante García Aragón y relató seguramente su experiencia como impresor, oficinista y escribiente, todo lo cual le valió la incorporación al estado mayor del jefe como capitán segundo encargado de la correspondencia.5 «En esta columna», escribiría con el tiempo en su Diario, «[era] más palpable el sentido agrarista de la lucha armada.» Dos meses después Lázaro sufre su primera paliza a manos del general huertista Rodrigo Paliza. El joven capitán segundo —a quien desde entonces acompañaría la buena suerte— escapa en las ancas del caballo de Ernesto Prado, futuro cacique que reclamaba la devolución de la tierra usurpada a las comunidades indígenas de la cañada de Chilchota. Junto al puntual aprendizaje de las formas militares bajo el mando disciplinado, exigente, pero comedido, de García Aragón, el silencioso Lázaro presencia actos que revelan, en la guerra, un sentido más allá de la guerra, como aquella indeleble entrevista de García Aragón con Casimiro López Leco, caudillo de los indígenas de Cherán levantado contra la compañía extranjera que explotaba los bosques de la comunidad gracias a un concesión leonina.6 La guerra, con sus palizas y enseñanzas, tomaría nuevo curso para Lázaro en octubre de ese año. Mientras García Aragón optaba por internarse en Guerrero para unir sus fuerzas a las de Ambrosio Figueroa (el acérrimo enemigo de su compadre Zapata), el joven escribiente Cárdenas se integra a la columna de Martín Castrejón, con quien los sustos están a la orden del día: combates, balaceras, corretizas. Desde Apatzingán le llegan las primeras insinuaciones del indulto, que rehusa.
Hacia noviembre de 1913 las endebles fuerzas de los «fronterizos» situados en Michoacán vuelven a dispersarse. Esta vez el joven Lázaro deja cananas y carrilleras y decide volver con su madre a Jiquilpan. El encuentro es breve porque el ex escribiente está fichado. A los pocos días parte rumbo a Guadalajara, donde vive cinco meses en el anonimato. Ha podido más la preocupación materna que las incipientes aspiraciones de revolucionario. En marzo de 1914 Lázaro trabaja de acomodador de botellas en la cervecería La Perla, de Guadalajara. En mayo, la nostalgia por la madre lo lleva de nuevo a Jiquilpan. «Mi madre me esperaba en la puerta», escribe en sus Apuntes, «tenía un rosario en la mano, "bien, madrecita», y me abrazó.» Por desgracia, la consigna en su contra en la Prefectura no ha desaparecido. Se esconde, primero en su casa y luego en la huerta de unos amigos. Es aprehendido y escapa gracias a la ayuda de los muchachos Medina, que le cubren las espaldas. Las peripecias, que tienen a doña Felicitas «con el Jesús en la boca», no terminan sino hasta finales de junio de 1914, cuando los revolucionarios triunfantes toman plena posesión de la zona.
Un año después del incidente de la imprenta, en que la Revolución había tocado literalmente a su puerta, Lázaro podía presentir que aquellos sueños vertidos en su Diario empezaban a configurarse vagamente: por devoción a la madre, por responsabilidad de jefe de familia, por carecer del temple guerrero -nunca por cobardía- había intentado esquivar la Revolución. Era inútil. Como un nuevo llamado del destino, el 23 de junio sirve de enlace entre las fuerzas de los jefes revolucionarios Morales y Zúñiga, este último antiguo lugarteniente de García Aragón. Por fin se pliega a un destino casi explícito:
en vísperas de las intensas y decisivas batallas del ejército constitucionalista contra los federales en la región taparía, decide integrarse definitivamente a la Revolución. Ante los desplantes violentos de Zúñiga (estuvo a punto de fusilar a un sacerdote «por bonito y por cabrón»), doña Felicitas le ruega con «lágrimas en los ojos ... no hagas eso tú»' No lo disuade de su decisión, pero graba en él un mensaje perma^ nente contra los excesos sanguinarios de la guerra El 8 de julio de 1914 Lázaro Cárdenas comanda el tercer escuadrón del 22.° Regimiento de la división de caballería, incorporada -bajo el mando de Lucio Blanco- al cuerpo del Ejército del Noroeste. Aquel escuadrón es el primero en entablar combate en Atequiza. Jalisco, con las fuerzas del general José María Mier. La invicta división de Alvaro Obregón continúa su marcha hacia la ciudad de México. Uno de los anónimos testigos de la firma de los Tratados de Teoloyucan es el capitán Cárdenas. Momentos después, también es uno de los primeros soldados en ocupar la capital. El 19 de septiembre le llega un merecido ascenso a mayor. A los dos meses, cuando en el horizonte apunta claramente la guerra civil entre Carranza y la Convención, el mayor Cárdenas, aún bajo las órdenes de Lucio Blanco, marcha hacia Real del Oro, Acámbaro y Aguascalientes, con destino final en Sonora.
Después de llevarlo como testigo y actor por los escenarios y momentos decisivos de la Revolución, el azar deposita al jiquilpense, con su 22.° Regimiento de caballería, en territorio del general Plutarco Elias Calles, cuyas fuerzas tenían asiento en Agua Prieta, Sonora. Allí, en la mañana del 28 de marzo de 1915, el duro, estricto y lúcido ex profesor de Guaymas estrecha por primera vez la mano cordial del joven de apenas diecinueve años que, ya con el grado de teniente coronel, comandaba el regimiento «michoacanojalisciense». Una comente de mutua simpatía recorrió los dos semblantes: el maestro Calles andaba siempre en busca de discípulos, el joven Cárdenas -desde la muerte del bueno de don Dámaso y de todos sus jefes revolucionarios— era un militar en busca de padre.
A partir de mayo la guerra adquiere una presencia más viva y cotidiana: exploraciones, acosos, nobles encuentros con el enemigo. El 17 de julio en Anivácachi, al mando de sólo quinientos hombres, Cárdenas logra evitar que lleguen refuerzos para un enemigo cuatro veces más numeroso. Dos días más tarde toma Naco en forma casi incruenta y hace desaparecer, por orden de Calles, todo el alcohol.
A mediados de septiembre al joven teniente coronel le tienden una emboscada en Santa Bárbara. Resiste el ataque de ochocientos hombres de infantería -incluyendo efectivos yaquis- por más de tres días sin tregua y sin víveres. En esa batalla muere Cruz Gálvez, el lugarteniente a cuya memoria dedicará Calles las escuelas que fundaría poco después como gobernador de Sonora Ante tal despliegue de valor. Cárdenas recibió el grado de coronel.
Quizá supo también que, en el informe que rindió al general Obregón, Calles se refería a él como un «bravo jefe». El 1.° de noviembre Cárdenas -a quien el jefe Calles comenzó a llamar «Chamaco»- tiene a su cargo el primer sector en la defensa de Agua Prieta. Las fuerzas villistas se estrellan irremisiblemente contra la población pertrechada.
El día 5. en Gallardo, encuentra un buen cañoncito y trescientos caballos semimuertos...: los restos del villismo derrotado. Al día siguiente conoce al general Obregón. A fines de aquel año, reducida ya en Sonora la fuerza enemiga, hojea con orgullo filial la Revista Ilustrada, cuya página central narra «la admirable defensa de Agua Prieta» Tres fotografías ilustraban el reportaje: la de Obregón, la de Calles y la suya. ¿Recordaría entonces sus sueños de 1912? Quizá, pero sus preocupaciones eran muy distintas. En la primera oportunidad que se presenta tras la derrota villista, el coronel Cárdenas regresa a Jiquilpan.
Unos días le bastan para disponer cambios radicales en la vida familiar: la madre enferma se mudaría a Guadalajara. Los hermanos mayores -Dámaso, Alberto y Francisco- se incorporarían a su estado mayor; José Raymundo estudiaría en California. En marzo de 1916 regresa a Sonora, donde interviene en algunas escaramuzas contra los yaquis y se admira del dinamismo reformador de su general-maestropadre Calles. No tarda en solicitar su baja para atender «asuntos de familia que le urgen», aduciendo que «gustoso volverá a estos campos a luchar contra el invasor». Calles concede el permiso, pero lo retira casi de inmediato. Hay un enemigo de mayor cuidado que el invasor y cuya eliminación es más urgente que cualquier asunto de familia: Pancho Villa en su madriguera de Chihuahua.
A principios de 1917. el 22.° Regimiento de Lázaro Cárdenas, bajo el mando del general Guillermo Chávez, entabla varios combates con las bandas de Villa. En San Francisco, Durango, la lucha se libra contra el mismísimo Villa, convertido nuevamente en temible bandolero Casi todo aquel año se agota en la búsqueda infructuosa del guerra llero. En San Fermín, el 28 de octubre, la columna de Cárdenas se emplea en una acción desigual, con resultados desastrosos. Comenzaba a quedar claro que la prenda mayor de Cárdenas como militar no era la astucia sino el arrojo.
Al cabo de un mes, el joven coronel parte hacia Michoacán. Ha solicitado y se le ha concedido el permiso de combatir a los feroces bandidos que asuelan su estado natal. En el trayecto se detiene en Guadalajara, sólo para encontrar moribunda a doña Felicitas. «Tuvo aliento de esperar mi llegada», escribiría en su Diario. Antes de su muerte, que ocurrió el 21 de junio de 1916, ella tuvo aliento también para encargarle que cuidara a la pequeña Alicia, la hija que Cárdenas acaba de procrear con una mujer norteña.
La pérdida de su madre, «mujer idolatrada» -como decía la letra de una de sus canciones preferidas-, debió de inyectarle rabia en su combate con los tres azotes de Michoacán: Jesús Cíntora, que operaba en la región de Balsas y Tierra Caliente; José Altamirano, merodeador de las ciudades del centro, y el más sanguinario de todos, Inés Chávez García, que asesinaba a cuchillo a sus prisioneros y se solazaba contemplando las violaciones que perpetraba su chusma. Por desgracia para Cárdenas, tampoco aquí la rabia y el valor se tradujeron en victorias y sí estuvieron, en cambio, a punto de costarle la vida.
El 24 de julio de 1918 enfrenta a Altamirano en una comarca muy peligrosa, propicia para las emboscadas. Ha medido mal el terreno y sus efectivos. Su tropa queda destrozada, los sobrevivientes se desbandan y él mismo debe huir buscando la vía del ferrocarril. Con todo, hacia fines de 1918 Chávez y Altamirano habían muerto Del inicio de 1919 hasta mediados de 1920, fiel a su constante movilidad. Cárdenas muda de escenario. Los combates son ahora en las Huastecas, donde, a las órdenes de un general muy cercano a Calles, Arnulfo R. Gómez, asume el mando del sector de Tuxpan. Los enemigos son menos temibles que los pelones federales, los zapatistas, Villa, los yaquis o los bandoleros de Michoacán: el general Blanquet, que cae al poco tiempo, y el general Peláez, consentido y consentidor de las compañías petroleras. El tiempo transcurre, en relativa calma hasta que, en abril de 1920, el coronel Cárdenas secunda el movimiento de Agua Prieta, encabezado por sus antiguos jefes sonorenses, contra la «imposición carrancista». Según otros biógrafos no menos rendidos, Cárdenas emite en Gutiérrez Zamora un manifiesto en que desconoce a Carranza e impone préstamos forzosos a los ricos de Papantia para ayudar a la causa.
A mediados de mayo, Cárdenas se entera de que la maltrecha columna del presidente Carranza se interna en la zona que comanda. El 20 de mayo, un día antes de cumplir los veinticinco años y ya con el grado de general brigadier, marcha hacia la Sierra de Puebla para interceptar la columna. Su cometido es capturar al presidente, pero el caudal del río El Espinal le impide el paso. Cuando al fin la creciente cede, llega a Coyutia, ignorante de los sucesos de Tlaxcalantongo. El 23 de mayo las fuerzas del general Herrero —que días antes había recibido comunicaciones de Cárdenas instándolo a la sublevación— ven destacarse al frente de la comitiva que los acoge a «un apuesto joven de veinticuatro a veinticinco años, que demostraba ser un magnífico jinete». El 25 de mayo Cárdenas y Herrero entran festivamente a Papantla. Un día después, el general Calles, ministro de Guerra en el gabinete provisional de Adolfo de la Huerta, encomienda a su fiel «Chamaco» acompañar a Herrero hasta la ciudad de México para rendir testimonio de los sucesos de Tlaxcalantongo. Camino a México, pensó quizá en las mil peripecias que el destino le había deparado; en .
los diversos enemigos, escenarios, situaciones; en sus sueños de adolescente que poco a poco se perfilaban. Sin embargo, a pesar de los riesgos en que por su arrojo imprudente había incurrido y de la suerte de haberlos superado, Cárdenas no valoraba aún su prenda más valiosa y extraña: su buena estrella. Si El Espinal hubiera acarreado un caudal menor, ¿cómo hubiese enfrentado el joven brigadier al anciano presidente?


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