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martes, 1 de junio de 2010

Caudillos de la Revolución Mexicana -6-

Humanismo militar.

A mediados de junio de 1920 Cárdenas vuelve a su terruño como flamante jefe de operaciones militares y, por unos días, como gobernador sustituto. El resto del año se le va en mediar en los conflictos electorales de su estado. Contienden para la gubematura varios candidatos: Manuel Ortiz, Porfirio García de León -a quien apoya la legislatura de Morelia- y el artífice ideológico de la Constitución del 17, antiguo amigo de la familia Cárdenas: el general Francisco J. Múgica. El tiempo alcanza apenas a Cárdenas para promulgar una ley de salario mínimo y encarrilar a su amigo en la gubematura.
A fines de 1921 se designa a Cárdenas jefe de operaciones militares en el Istmo. La región vivía días inciertos y el gobierno requería tropas leales y eficientes. En Tehuantepec, Cárdenas acentúa gustoso el rasgo que su amigo Múgica llamaría «anarquía amorosa». Además de ganarse la voluntad de las lindas tehuanas con su buen trato, se acerca a los comerciantes, vecinos y empleados de la zona, desde Oaxaca a Puerto México, quienes motu propio solicitan el ascenso de Cárdenas por su «labor pacificadora». En esos días inicia la construcción de un hospital militar y escribe al general Calles pidiéndole el puesto de comandante del Resguardo de Salina Cruz para una persona de su absoluta confianza: su hermano Francisco. Y Calles, como era su costumbre tratándose del «Chamaco», da curso a la recomendación.
En 1922 sigue la eterna mudanza. Ahora Cárdenas vuelve a Michoacán. Su amigo Múgica ha entrado en conflicto directo con el poder central. Sus medidas radicales, entre las que descuellan un incipiente reparto de tierras, un anticlericalismo fiero y una avanzadísima Ley del Trabajo, atizan el fuego hasta hacerlo lindar con la guerra civil. El ministro De la Huerta sugiere «la resurrección de Lázaro» como única vía para solucionar el problema, pero el presidente Obregón tiene otras ideas. A mediados de 1923 Cárdenas pasa de la jefatura militar del Bajío a la de Michoacán. Meses después recibe instrucciones de custodiar a Múgica hasta la ciudad de México. En el trayecto lo sorprende un telegrama de Obregón: «Suyo de hoy, enterado que el general Francisco J. Múgica fue muerto al pretender ser libertado por sus captores». Imposible acatar la orden: Cárdenas no se da por enterado y propicia la escapatoria de su amigo.
A fines de 1923 estalla la rebelión delahuertista. Obregón manda a Cárdenas hostilizar la retaguardia de uno de los generales más brillantes de la Revolución: Rafael Bueina, «el Granito de Oro», que actuaba a las órdenes del general Enrique Estrada. El 12 de diciembre Cárdenas sigue con sus dos mil jinetes las huellas de Bueina que, más avanzado, prepara un movimiento de atracción. Las instrucciones de Obregón han sido claras: hostilizar, no atacar. Pero en Huejotitlán Cárdenas cae en la trampa, y es derrotado y herido.
Al recibir la noticia de que Cárdenas estaba herido, Bueina envió al general Arnáiz en su busca. Los biógrafos Nathaniel y Silvia Weyt narran la escena:
«El general derrotado estaba tendido en un pequeño catre de campaña, tras de una cerca de piedra, demudado, cubierto de sangre. Sin lanzar queja alguna, se apretaba el vientre, donde tenía terrible herida, »-¿Con quién tengo el gusto de hablar? -interrogó Cárdenas, interrumpiendo a Arnáiz.
»—Con el general Amáiz —contestó éste.
"-Perdone, compañero, que me encuentre en esta situación, pero creo que estoy bien... -dijo Cárdenas, haciendo un visible esfuerzo por incorporarse.
»-Es cosa que todos lamentamos, mi general -agregó Arnáiz.
»-Gracias, quisiera hablar con Bueina antes de morir. Quiero que como soldado y como caballero me prometa que mi gente será respetada. Todos no han hecho otra cosa que cumplir con su deber y con mis órdenes. Yo soy el único responsable; y adviértale que dispone de mi vida».
Los designios de Bueina y de su jefe Estrada eran otros. El primero dispuso que Cárdenas fuese transportado cuidadosamente desde la cumbre del cerro donde se hallaba hasta el cuartel general, donde recibiría atención médica, para luego trasladarlo a la capital de Jalisco.
Al llegar a Guadalajara, Cárdenas fue internado en el hospital del doctor Carlos Barriere, donde recibió el cuidado del doctor Alberto Onofre Ortega. Este médico, masón (como ya lo eran el propio Cárdenas y su contrincante Bueina), atribuía la salvación de Cárdenas justamente a los sentimientos de solidaridad masónica. Lo más probable es que en la actitud de Estrada y Bueina hayan influido motivaciones más llanamente humanitarias. Conocían la nobleza de Cárdenas, su repulsión hacia los excesos sangrientos, su limpia trayectoria, su juventud. ¿Quién no lo quería? No sólo el general Calles le envía «un saludo cariñoso lleno de satisfacción por saber que se encuentra bien»:
en la convalescencia se entera de que las señoras devotas de Jiquilpan, creyéndolo muerto, habían «organizado rogativas públicas para que resucitase».'4 A poco tiempo la suerte cambia de pronto los papeles y Cárdenas puede disponer en Colima de la vida de Estrada. No lo hace, desde luego, sino que paga la deuda franqueándole la salida al exilio. Igual hubiese hecho con el malogrado Bueina de haber estado en sus manos. ¿Conoció Obregón los actos nobles de aquel subordinado, a quien consideraba «cumplido pero incompetente»?.
Jiquilpan lo recibió de plácemes y Cárdenas correspondió —en su carácter de jefe de operaciones en Jalisco— con la creación de una escuela y el hermoseamiento de la plaza. El 24 de marzo había ascendido a general de brigada.
El 1.° de marzo de 1925, a sabiendas de que la inminente Ley del Petróleo provocaría reacciones imprevisibles de las compañías petroleras, el presidente Calles designa a su fiel «Chamaco» jefe de operaciones militares en las Huastecas y el Istmo, con cuartel general en Villa Cuauhtémoc, Veracruz. Allí permanecería tres años. Al poco tiempo recibe una noticia que lo entusiasma: su viejo amigo el general Mu:
gica, separado por un tiempo del ejército, se ha asociado con Luis Cabrera para explotar una pequeña concesión petrolera en la zona.
Llegaría a Tuxpan a mediados de 1926.
Calles había sido el maestro militar y político de Cárdenas, que admiraba en aquél su fortaleza, su claridad de propósitos pero, sobre todo, su reformismo radical en la gubematura de Sonora. Lo había visto discurrir y poner en vigor un alud de decretos: agrarios, laborales, fiscales, anticlericales, jurídicos, antialcohólicos, educativos, nacionalistas, socialistas. Sin embargo, ocupado con el trajín de la guerra, Cárdenas había carec.do de maestro ideológico. Lo encontró en Múgica: nuevo regalo de la Providencia.
Once años mayor que Cárdenas y nativo de Tingüindín, Múgica era un hombre de pequeña estatura, ágil, nervioso y fuerte. Tenía algo de ardilla en la expresión. Había llegado hasta el nivel de teología en sus estudios como alumno externo en el seminario diocesano de Zamora, pero «causas justificadas» obligaron al rector Leonardo Castellanos a expulsarlo. Después de asimilar hasta el tuétano el ideario social cristiano, gracias a la prédica del padre Galván, Múgica había decidido en algún momento cambiar el credo cristiano por el socialista.
La Revolución le cae de perlas: es firmante del Plan de Guadalupe, participa en el primer reparto de tierras (que ejecutó Lucio Blanco, en la hacienda de Los Borregos), se integra al gobierno de Carranza en Veracruz, ensaya medidas radicales en Tabasco y —en su hora cumbre— es, junto con Andrés Molina Enríquez, el alma ideológica de los artículos radicales de la Constitución de 1917. Su radicalismo anticlerical hacía palidecer al de los sonorenses —que ya era decir— y llegó, como se ha visto, a malquistarlo con Obregón.
Este hombre singular, no desprovisto de talento literario, era, según se recordará, viejo conocido de la familia Cárdenas. Al reencontrar a su joven amigo, y en los muchos viajes que emprenden juntos por el Panuco hasta Tampico, por San Luis, Tuxpan, El Tajín o Tierra Blanca, Múgica tiene oportunidad de devolverle los varios favores que había recibido de él en aquella azarosa gubematura michoacana.
Lo hace sometiéndolo a un aleccionamiento convincente: «el socialismo como doctrina adecuada para resolver los conflictos de México». Múgica no comparte con Cárdenas su pasión por Baudelaire o su pasmo luego de visitar a la viuda del poeta Othón. Quizá tampoco lee en voz alta las páginas más literarias de su Diario, las espléndidas acotaciones sobre la Huasteca de naturaleza africana: insectos, plantas, huapangos, santuarios, costumbres. Aplaude, eso sí, la «anarquía amorosa» de Cárdenas; como él, se enamora de bellezas «esbeltas, blancas, cimbradoras»; y cada vez que puede señala a su pupilo los estragos de la religión.
Hacia 1926, y gracias a Múgica, Cárdenas leía a Gustave Le Bon y a un autor un tanto más conocido: Kari Marx.'8 También su jefe de Estado Mayor, Manuel Avila Camacho, le proporcionaba lecturas de la Revolución francesa. Pero ningún libro se equiparaba al privilegio de tener a la mano al primer ideólogo de la Revolución.
Con todo, su aprendizaje mayor en la región no vino sólo de la lectura de textos ideológicos ni de la prédica de Múgica, sino de la observación directa del comportamiento de las compañías petroleras que hacían alarde de contar «con apoyos poderosos», sintiéndose en «tierras de conquista». Defraudaban al fisco haciendo uso de instalaciones subterráneas conectadas al puerto. Nada bueno habían dejado en los lugares de explotación: ni una escuela, ni un teatro, ni un hospital.
Sólo yermos.'9 A los pocos días de la llegada de Cárdenas a la zona, habían tratado inútilmente de sobornarlo con cincuenta mil dólares y un lujoso Packard a la puerta. De todo ello y más hablaban Cárdenas y Múgica en sus recorridos por la zona. Múgica se dolía de la suerte de Cerro Azul: «Maravilla de la tierra mexicana que enriquece a otras tierras». Cárdenas le relataba el conflicto que había tenido que sortear días después de su arribo a Villa Cuauhtémoc.
El incidente había ocurrido en mayo de 1925. Dos sindicatos se disputaban el contrato de la Huasteca Petroleum Co.: el Sindicato Único, patrocinado por la empresa, y el del Petróleo, de origen y dirección independientes. En una riña intergremial había perdido la vida un miembro del sindicato libre. A instancias de la empresa, el presidente Calles manda al general Cárdenas dar a ésta toda clase de garantías. El sindicato agraviado declara un paro. Días después, en conferencia con el presidente. Cárdenas sostiene que «el mayor número de agremiados los tiene el Sindicato Petrolero» y que sus «directores», aunque «incompetentes para dirigir la cuestión social ... han obrado de buena fe». En cambio, en los del Sindicato Único «se respalda a la compañía para contrarrestar las peticiones de los del Petróleo». Para zanjar la pugna, Calles propone volver al statu quo anterior, el arbitraje federal y la posible fusión de los dos sindicatos, pero Mister Green, director de la compañía, se opone a los tres puntos. Su oferta es indemnizar, de acuerdo con la ley, a los obreros huelguistas que considere necesario. El presidente contrapropone en términos suaves, que incluyen alguna sanción a los rijosos del Sindicato Único, previo arbitraje del general Cárdenas. El conflicto termina por resolverse parcialmente tiempo después, sin la satisfacción de ninguna de-sus partes ni la intervención federal.
Cárdenas acariciará desde entonces la idea de expulsar a las compañías petroleras del suelo mexicano y abolir la existencia de aquel «Estado dentro del Estado».

Michoacán: ensayo de un gobierno






La distinción de Octavio Paz entre revuelta, rebelión y revolución tuvo en México una confirmación geográfica y cultural: el Morelos zapatista aportó la revuelta, el reclamo violento del subsuelo indígena la voz del pasado. El norte aportó la rebelión, la imposición igual^ mente violenta de un proyecto moderno, la voz del futuro. Pero fue Michoacán, asiento del México viejo, el estado que convirtió la lucha en «un cambio brusco y definitivo de los asuntos públicos». «Ungida por la luz de la idea», escribe Paz, «la Revolución es filosofía en acción, crítica convertida en acto, violencia lúcida.» Dos michoacanos típicos, un ideólogo y un político, transformaron revuelta y rebelión en revolución: Francisco J. Múgica y Lázaro Cárdenas. Del primero fue la idea, la crítica, la filosofía, la luz y la lucidez. Del segundo, los actos plenos e irreversibles.
Michoacán no había sido teatro siquiera secundario de la lucha militar, pero desde principios del siglo xvm y durante todo el siglo XIX había sido escenario mayor de otra querella: la de las ideas y las conciencias. «Morelia la doble», escribía en 1927 Múgica, «heroica en tu plebe, reaccionaria en tu élite.» No sólo en Morelia sino en todo Michoacán la gente creía y asumía la dualidad. «Católicos de Pedro el Ermitaño y jacobinos de época terciaria» se odiaban los unos a los otros, pero no con buena fe. Ambos igualmente celosos, anverso y reverso de la misma moneda, disputaban, con odio teológico, sobre cuestiones de este mundo.
En cuestiones de ideología social, los católicos habían tomado la iniciativa desde principios del siglo xx. La encíclica Rerum Novarum de León XIII prescribía salarios justos, asociaciones mutualistas, cajas de ahorro y subdivisión de la propiedad agraria. En 1906, en la piadosísima ciudad de Zamora tiene lugar un congreso sobre agricultura en que sacerdotes y terratenientes deliberan sobre estos temas. Siete años mas tarde se celebra la Gran Dieta de la Confederación de Círculos Obreros de México, organización fundada en 1912 que a la sazón contaba ya con 50 agrupaciones y 15.9 miembros. Allí se oyeron discursos y reivindicaciones del obrero junto con anatemas al individualismo liberal y al socialismo. «La hartura de democracia tiene embriagado al pueblo mexicano», manifestó un prelado, pero sus efectos nocivos no podían compararse a los del «monstruo que clava sus garras en el corazón de la Patria ... el terrible azote... el cáncer: el socialismo.» «Los socialistas», decía la prédica, «con astucia infernal pretenden pervertir el entendimiento del pueblo con funestos errores y corromper su corazón con el odio de clases ... [lo representan] maestros con pretensiones de redimir a la humanidad.”. En los años veinte, los obispos michoacanos pasarían de modo aún más vigoroso a la acción: organizan reuniones sobre temas agrarios, fundan sindicatos, revitalizan su sistema escolar.
El lado opuesto, el del «monstruo», no es menos activo, proselitista e intolerante. Muchos de los militantes en el gobierno radical de Múgica habían vivido en Veracruz hacia 1915. Uno de ellos recuerda su experiencia:
«Pronto hicimos contacto con demagogos y agitadores del puerto. Herón Proal, un sastre remendón que, andando el tiempo, llegó a ser famoso líder local ... nos relacionó con ellos y con toda una serie abigarrada de extranjeros que llegaban al país de contrabando. En su taller, que frecuentemente visitábamos, conocimos toda una colección de tipos terribles: anarquistas, nihilinistas, ateos, etcétera, procedentes de Italia, Cuba, Cataluña y principalmente de Rusia».
Con su pequeño ejército de jóvenes radicales, pero sin una base social que lo sustentara, en su breve gestión como gobernador del estado Múgica había intentado el reparto de tierras y la emisión de una avanzada Ley del Trabajo. Los fervorosos vecinos de la zona se enteraron de que una labor «desfanatizadora» estaba siendo activada oficialmente por el gobierno de Múgica. Por si fuera poco, en diciembre de 1922 un líder vinculado al Partido Comunista, Primo Tapia, funda la Liga de Comunidades y Sindicatos Agrarios de la Región de Michoacán. Su objetivo es un agrarismo radical. Aunque Tapia caería asesinado en abril de 1926, la agitación —del campo y la ciudad, agraria y sindical—, azuzada muchas veces por maestros y líderes mugiquistas, siguió hasta confundirse con una efervescencia mucho más grave y generalizada: la de la Cristiada. En Michoacán, en suma, la querella entre la Iglesia y el Estado no era sólo cuestión de ideas sino de bases sociales que las apoyaran. La Iglesia hablaba de grey; el Estado, de masas En este escenario de la más antigua e intensa guerra ideológica, con el águila de general de división en el quepis y con escasos treinta y dos años, Lázaro Cárdenas inicia su gira como candidato único a la gubematura. El primero en enterarse de sus impresiones fue el mentor ideológico, don Francisco J. Múgica:
«Aquí me tiene ya con la capa en la mano esperando la embestida del mejor Miura ... El teatro estaba lleno y parece pude hacer una exposición de las tendencias de mi candidatura; creo que al estar hablando bailaba la pierna que descansaba pero me dio valor recordar a Mirabeau».
¡Hasta citas de la Revolución francesa! El mentor no podía estar más satisfecho del pupilo. No habían perdido el tiempo en «Tuxpan de ideales»; de ideales socialistas, constitucionalistas, radicales y anticlericales, por supuesto.
En su manifiesto al pueblo de Michoacán, emitido desde Villa Cuauhtémoc, en Veracruz, Cárdenas había declarado: «resolver el problema de la tierra es una necesidad nacional y un impulso al desarrollo agrícola». Desde entonces prometía acometer esta labor «sin vacilaciones». Impulsaría además, «vigorosamente», la instrucción pública; y desarrollaría «una acción muy activa para lograr el exterminio de los rebeldes fanáticos». La palabra «exterminio» era una concesión al furibundo Múgica. Para alcanzar en la práctica los ideales de Tuxpan que, desde luego, no objetaba, había que proceder positivamente y crear «una organización campesina ... un solo frente ... que responda ... en la lucha social». ¿Era Cárdenas plenamente consciente de la polarización ideológica en su estado? Quizá no, pero no tenía que serlo para actuar al respecto. Los odios teológicos le eran ajenos porque su talante no conocía el odio —aunque sí la envidia y el resentimiento— y porque carecía de sensibilidad y gusto por las ideas de cualquier índole, no se diga las teológicas. Su lugar específico de nacimiento lo liberó también, inadvertidamente, de aquellos extremos: Jiquilpan había sido hasta cierto punto, en palabras de Luis González, «la oveja descarriada de la diócesis de Zamora», la oveja burocrática, liberal, urbana, política de un entorno profundamente católico. Y aunque suene paradójico, las herejías anticatólicas no partían de Jiquilpan. Para ser fanáticamente radical, tenía que haber sido fanáticamente fanático, y ese privilegio estaba reservado a los oriundos de Zamora, Cotija, Sahuayo o Tingüindín..., como el ex seminarista Múgica. El celo de Cárdenas era otro, complementario: traducir en política concreta -de grey, de masas— la doctrina de Múgica.
La fuente mayor de su experiencia política no fue derivada sino directa. Aun sin formularlo, presentía que su trayectoria sintetizaba a la Revolución. La Revolución así, sin más; la expresada en los artículos 3°, 27, 123 y 130. Había en aquel Cárdenas candidato a gobernador un doble sentido -filial y paternal- con respecto a esos ideales; era el legítimo heredero de Calles, de Múgica, de la generación iniciadora de la Revolución. Pero era también el responsable del cumplimiento de sus postulados: había luchado por ellos casi desde la adolescencia.
A la conciencia de encarnar una síntesis se aunaba en Cárdenas un sentido de mando legítimo y casi ilimitado. ¿Cómo no iba a tenerlo si había combatido, en sincronía, a federales, pelones, huertistas, zapatistas, villistas, yaquis, bandidos, alzados; si había sido testigo de Teoloyucan y de la recuperación de la capital por el constitucionalismo; si por un capricho de la fortuna se había librado de ser el apresor de Carranza; si había caído gravemente herido en Huejotitlán sólo para ser salvado, con nobleza y reconocimiento, por sus adversarios? Sin embargo, aquel sentido casi ilimitado y providencial de mando no se traduciría, en su caso, en actitudes personales de violencia radical. Cárdenas lamenta la «fanatización» del pueblo. Su estilo es otro; la bonhomía de su padre herbolario, la suavidad de su madre, la paciencia indígena de su tía Angela. También su visión de los problemas sociales llega a ser un tanto diferente de la de su mentor: menos profunda, pero más serena, equilibrada, amplia. No hay en Cárdenas un ex seminarista, azote de las sotanas: hay un reformador firme y marcial como Calles, un convencido de sus ideales como Múgica, un implacable manipulador de masas, todo ello enmarcado por un temple humanitario y hasta dulce: el político perfecto.
El 18 de enero de 1929 el general Múgica. director de la Colonia Penal de las Islas Marías, recibe una invitación girada por instrucciones del gobernador Cárdenas para asistir al Congreso de Unificación Obrera y Campesina que tendría lugar a fines de ese mes en Pátzcuaro. Múgica se había enterado ya de la activísima labor de pacificación desplegada por su discípulo y amigo en la zona cristera desde el mes de septiembre de 1928, en que Cárdenas ocupa la gubematura.
Ahora veía con agrado -y quizá con nostalgia- que Cárdenas había experimentado en cabeza ajena: la suya. No se repetirán los errores tácticos del mugiquismo en 1921. Esta vez el gobernador revolucionario crearía desde el principio su brazo político. Jóvenes maestros que eran a su vez viejos mugiquistas, varios miembros del Partido Comunista y de la desbandada liga de Primo Tapia auxiliarían en la integración política e ideológica de la nueva organización: Gabino Vázquez, Ernesto Soto Reyes, Alberto Coria, Antonio Mayes Navarro.
Bajo el lema de «Unión, tierra, trabajo», y con el gobernador Cárdenas como presidente honorario, nacía la poderosa CRMDT, Confederación Revolucionaria Michoacana del Trabajo.
Su programa agrario y obrero iba apenas adelante de lo dispuesto ya en la Constitución y en la Ley del Trabajo aprobada en tiempos de Múgica: resolución amplia del problema de tierras, mayor agilidad en los trámites, establecimiento de bancos de refacción, jomada laboral de ocho horas, salario mínimo de 1. pesos, asistencia médica y escuelas obligatorias en las haciendas. En caso de reajustes, la confederación formaría consejos para trabajar y administrar por su cuenta los centros paralizados. La conclusión sí rebasaba los límites constitucionales: «Sólo una transformación del sistema capitalista existente proporcionará al obrero su emancipación de la condición de pana».
La grey social de la CRMDT la formaban empleados más que obreros: vendedores de lotería, choferes, boleros, mozos y meseros.
Los maestros, agrupados en el Bloque Estatal de Maestros Socialistas de Michoacán, tuvieron desde el principio un papel dirigente. Las mujeres y los jóvenes estaban representados también por sus respectivos bloques, pero el núcleo central de la CRMDT lo constituyeron los agraristas. Cuatro años después de su fundación, la poderosa organización contaba con cuatro mil comités agrarios y cien mil miembros.
Era, en la historia del país, la primera organización de masas inducida por el gobierno y ligada verticalmente a él. La CRMDT fue, desde su inicio, un apéndice del gobierno. Este la financiaba con partidas que no se registraban en los libros oficiales. Una de las formas innovadoras de ayuda estatal consistió -además de ponerle casa— en «proporcionar el transporte, regularmente por tren de hasta 14 vagones, para el traslado de todas las delegaciones estatales». Los ayuntamientos proporcionaban el hospedaje. Hacia 1930, un año después de su fundación, la conseja oficial excluía de hecho a cualquier otra organización representativa de los obreros y campesinos: la CRMDT era la «única institución que respondía a los anhelos de los trabajadores michoacanos». Al frente de los comisariados ejidales no había más ley que los confederados. «El fortalecimiento de la CRMDT», escribe Maldonado, «la llevó a ocupar el 95 por ciento de los puestos de elección popular, desde presidentes municipales, encargados del orden, diputados federales y locales, hasta jueces menores de instancia.» En 1931, el gobierno estatal dio un paso más, definitivo en el fortalecimiento de su brazo político: «Dentro de comunidades agrarias no podrá legalmente constituirse sindicato, ya que éste tiene por objeto la defensa económica y social de los trabajadores contra el capitalista. Los ejidatarios [en cambio] trabajan y administran por sí mismos los ejidos». En reciprocidad con este inmenso apoyo oficial, la CRMDT trabajaba activamente en la fundación de sindicatos y la «organización y transformación ideológica del campesino para que solicitaran tierras ... apoyando las medidas legislativas del general Cárdenas».
El poder público tenía otro vértice: el gobernador. En Michoacán, Cárdenas comenzó a labrar para sí un prestigio mesiánico. Allí donde su brazo político -la CRMDT- agitaba, manipulaba, removía, Cárdenas acudía con el bálsamo de su presencia. Victoriano Anguiano, joven abogado ex vasconcelista, hijo de un rico cacique indígena de San Juan Parangaricutiro muerto en 1928 por los cristeros, solía acompañarlo en sus giras por los pueblos indígenas, arengando a éstos en su lengua nativa: el purépecha. Todos los pueblos de Michoacán fueron testigos de su peregrinaje. Era campechano, cordial, afectuoso, atractivo, sedoso, y, sobre todo, activísimo. Estampa típica: en Turicato hay fiesta por la visita del gobernador. Sones de la tierra, corridos, orquesta típica lugareña, ricas corundas, saboreo de chorupos, plática con los maestros, saludos a los adultos, caricias a los niños. La simpatía del gobernador no desciende nunca a lo chocarrero. Tienen un sentido estricto, casi litúrgico, de la solemnidad, como lo prueba su atuendo: no se disfraza de campesino, lleva siempre traje oscuro. Era hombre serio y que infundía respeto. Su principal virtud -herencia de la muda y santa madrina Angela— es saber escuchar:
«Este es mi deber y tengo que cumplirlo. Defraudaría las esperanzas de toda esa gente que ha venido desde tan lejos a plantearme sus problemas, si yo turnara sus asuntos a un ayudante. Aunque no siempre pueda darles satisfacción, sé que se sentirán contentos con haberme hablado personalmente».
¿De dónde ha sacado Cárdenas el sentido paternal y misericordioso del poder? Luis González (oriundo de la misma zona y profundo conocedor así de la mentalidad michoacana como de la vida del general Cárdenas) piensa que el origen está en su trato desde tiempos infantiles con los sacerdotes de pueblo. Su figura no se diferencia mucho de la del minucioso padre Othón, fundador de San José de Gracia, que lo mismo construyó «el curato, la escuela y el templo» que «trajo maestros, acarreó artesanos, usó la representación teatral y otros medios para consolidar la doctrina cristiana en la feligresía; visitó a la gente, vapuleó a los borrachos y jugadores; trató y contrató con los campesinos sobre tierras y ganados». Tampoco se distingue la figura de Cárdenas de la de otro cura de San José: Federico González, que igualmente fracciona tierras y atiende la escuela como introduce en el pueblo variedades mejoradas de maíz, fruticultura, agua, árboles de ornato y diversiones charras. El sacerdote como gestor no sólo de la salvación espiritual sino del bienestar material de la comunidad.
Algo tenía Cárdenas también de la constante movilidad que el famoso obispo Cázeres había impuesto a los sacerdotes de su jurisdicción. Aquellos curas recordaban en cierta manera a los misioneros del siglo xvi, pero su carácter era menos evangélico, más práctico. Fue entonces, seguramente, cuando los indígenas tarascos, de vida intacta desde tiempos de Vasco de Quiroga, pusieron al gobernador el sobrenombre perfecto: «Tata Lázaro».
El poder paternalista tenía, por desgracia, otra vertiente: la del sentido absoluto. Cárdenas se mostraba casi impermeable a la crítica. Lo caracterizaba un orgullo exacerbado. «Era muy difícil que reconociera sus equivocaciones, aun cuando pasado algún tiempo las aceptara»:
«Cárdenas intervenía», recuerda Anguiano, «en todos los ámbitos de la administración pública, mezclándose en las atribuciones de los poderes judicial y legislativo. En su afán de escuchar y atender a todo ser humilde que se acercaba a plantearle sus querellas o sus problemas, se enteraba de las cuestiones judiciales y ofrecía que había pronto y eficaz remedio a la queja que se le alzaba, y daba o mandaba instrucciones a las autoridades judiciales. A los componentes de la cámara local de diputados los trataba como simples empleados, aniquilando toda iniciativa que pudieran tener. Se limitaban a votar sin discusiones los decretos o leyes que les mandaba» En el campo político-electoral se reflejaba este mismo criterio. Los miembros de la CRMDT, sus fundadores, dirigentes o personas completamente identificadas con ella tenían preferencia para los puestos de elección popular. Excepto cuando el gobernador quería proteger a alguna gente con una curui, pues entonces, aunque no fuera de los jerarcas de la Confederación, se le aceptaba, habilitándosele las ideas revolucionarias de que podía carecer.
Durante los cuatro años del gobierno del general Cárdenas, la cámara local de diputados la integraron casi los mismos individuos. Es decir, como los diputados duraban dos años en el ejercicio de sus funciones, los que entraron con él en septiembre de 1928 se reeligieren en 1930. En la primera legislatura figuró su hermano Dámaso, quien fue designado gobernador interino en 1929, cuando el general Cárdenas fue nombrado jefe de la columna del noroeste para combatir la rebelión escobarista, Por lo que respecta a los diputados locales y federales, tenían también preferencia como candidatos los protegidos y amigos del gobernador y los líderes de la Confederación, sin tomar en cuenta a los otros sectores sociales que constituyen el pueblo en su totalidad. A algunas personas que ni siquiera eran de los distritos (o, siéndolo, nunca hablan radicado en ellos, y desconocían por completo sus problemas y necesidades) les tocaba la gracia de una diputación federal.
Por lo que respecta a los municipios, se cubría la fórmula de que las organizaciones intervinieran de alguna manera en la elección de regidores. Pero los líderes mayores y menores, y sus incondicionales, eran realmente los que tomaban las decisiones; la verdadera mayoría o masa de trabajadores no estaba en condiciones de deliberar para hacer selecciones y consentían a los municipales que salían indicados.
Debido a la división reinante en la mayoría de los municipios, a las pugnas intergremiales o a la necesidad de que una persona «revolucionaria» y con energía ayudara a realizar las ideas centrales del gobierno, se acudió a la medida de mandar presidentes municipales de nombramiento, que muchas veces no sólo no eran del municipio, sino ni siquiera del estado.
Se registraba así el fenómeno de que las divisiones y luchas entre los grupos imponían, como garantía o remedio a las graves consecuencias que generaban, la solución de mandar una persona extraña y ajena a los bandos en contienda para que ejerciera el gobierno municipal.
¿Conocía Cárdenas los excesos de prepotencia y arbitrariedad que cometían los líderes confederados? Seguramente, pero debió de considerarlos un mal menor. Antes que velar por la libertad electoral o la división de poderes en cualquier nivel, el Estado tenía una misión revolucionaria y tutelar. Cárdenas mismo lo resumió así en su último informe de gobierno:
«No es posible que el Estado, como organización de los servicios públicos, permanezca inerte y frío, en posición estática frente al fenómeno social que se desarrolla en su escenario. Es preciso que asuma una actitud dinámica y consciente, proveyendo lo necesario para el justo encauzamiento de las masas proletarias, señalando trayectorias para que el desarrollo de la lucha de clases sea firme y progresista» Se trataba formalmente del Estado previsto en la Constitución de 1917, aunque muy distinto en la práctica del que había previsto Carranza o del que construían los sonorenses Calles y Obregón. En su lógica política —que no en sus fines— se acercaba más al paternalismo integral de Porfirio Díaz, pero los tintes radicales y las estructuras integristas con que los dotó Cárdenas sólo eran imaginables en una región de raíces y tensiones religiosas tan profundas como Michoacán. La Iglesia llevaba siglos congregando -integrando- a su grey en todo el país: en la vida material y la espiritual, en el ámbito local y el regional, en el campo y el círculo obrero. Pero en el corazón del México viejo, su presencia era más viva y global que en otras regiones. Debido a esa cercanía con la Iglesia, el nuevo edificio político que construía Cárdenas tenía por fuerza que subrayar los elementos de conflicto y competencia con aquel otro Estado. Y, lo que es más notable, aun de modo inconsciente tenía que imitarlo. El Estado como Contraiglesia.
Estrechamente ligado a los dos vértices —el frente único de trabajadores y el poder ejecutivo—, un tercer vértice completaba el esquema, el brazo sacerdotal: los maestros. Así como la Iglesia daba enorme importancia a sus escuelas y seminarios, a sus plegarias y homilías, el nuevo Estado se empeñaría vigorosamente en una educación social que permitiera a «los niños convertirse en verdaderos seres humanos, en hombres de empresa y de acción». «El gobierno», decía Cárdenas, «considera como asunto de inaplazable solución orientar, precisa y uniformemente, la educación pública en consonancia con las necesidades colectivas y los deberes de solidaridad humana y ... de clase que se impone en la etapa actual.» Había que «socializar la escuela» bajo normas cooperativas y sindicales, imbuir en niños y adultos sentimientos de fraternidad y solidaridad, dejar a un lado —en palabras de Cárdenas— «los conocimientos inútiles y quintaesenciados transmitidos dogmática y cruelmente». El brazo político, la CRMDT, declaraba: «Sólo el suministro de una educación adecuada logrará liberarlos de la acción de los curas y sustraerse del yugo capitalista». Los maestros, en suma, debían convertirse en agentes del cambio social, en portadores de «la nueva ideología revolucionaria» El gobierno de Cárdenas dedicó casi la mitad de su no muy abultado presupuesto a fomentar la educación y, con la promulgación de la ley reglamentaria, en breve tiempo logró que varias decenas de negociaciones y haciendas abrieran escuelas. Entre 1928 y 1932 se crearon, en conjunto, 472 escuelas. Para «modificar la actitud espiritual de los individuos, para que se desplace de una vez por todas el fanatismo». Cárdenas concentró sus esfuerzos a partir de 1929 en la antigua zona cristera: Coalcomán, Apatzingán, Tierra Caliente.
Las misiones culturales -calcadas de los maestros «saltimbanquis» inventados por Vasconcelos- no se preocupaban ya por distribuir La Iliada o los Diálogos de Platón. Su cometido principal era «desfanatizar» y «desalcoholizar». Lo intentaban como los curas, mediante pequeñas representaciones teatrales. Esta obra se complementaba con clases de jabonería, conservación de frutas y fomento deportivo.
En recuerdo quizá de su mentor político -el presidente Calles-, que en Sonora había creado las escuelas prácticas Cruz Gálvez para varones y señoritas, Cárdenas fundó en Morelia la Escuela Técnica Industrial Alvaro Obregón y la Josefa Ortiz de Domínguez; como en sus homologas sonorenses, en las michoacanas se enseñaba toda suerte de oficios: talabartería, forja, zapatería, carpintería... En la zona cristera de Coalcomán y en el pueblo indígena de Paracho el gobierno intentó también, con regular éxito, la apertura de este tipo de centros.
La capacitación ideológica de los maestros era un punto clave para el buen resultado de la cruzada. Desde el inicio de su gestión. Cárdenas había separado a la Normal de Maestros de la Universidad Nicolaíta, subordinando aquélla al poder ejecutivo. En excelentes pupitres elaborados por los reos de las Islas Marías, los maestros leían autores de «reconocido prestigio e ideología revolucionaria». La Escuela Normal se hizo mixta -para horror de los mojigatos- y de ella comenzaron a salir los bien remunerados cuadros para la CRMDT.
Además de maestros, los maestros eran sobre todo agentes de cambio revolucionario, expertos en asuntos sindicales y cooperativistas. «Dábamos», recuerda uno de ellos, «cátedra de civismo avanzado ... así empezábamos a organizar, a aconsejar mejor dicho, a los peones a que se organizaran y pidieran tierras y se iban creando ejidos.» Los centros de enseñanza eran «focos de fermentación ideológica» donde se distribuían las grandes ediciones de propaganda socialista financiadas por el gobierno. A menudo, los maestros tenían que acudir armados a las haciendas porque los hacendados y sus guardias no se cruzaban de brazos a escuchar sus prédicas.
Los esfuerzos positivos de alfabetización y enseñanza técnica dieron mejores frutos que los empeños por desfanatizar y desalcoholizar.
El caso de Zurumútaro, donde el profesor Múgica Martínez participó con la comunidad en la quema de santos, fue sin duda excepcional.
Más generalizada fue la experiencia del profesor Corona Núñez, que trabajó en la escuela de Apatzingán en 1930: terminó por admitir los pobres resultados de la campaña contra la embriaguez. «La gente», escribió, «era muy dada al alcohol, además la mayoría estaba siempre amancebada y había gran cantidad de adulterios, siempre se encontraban borrachos y con la mujer de otro.”..
No sólo el alcohol, el fanatismo y los hacendados dificultaban la labor de los maestros revolucionarios; también los maestros no revolucionarios: «Cárdenas encontró», escribe Weyí, «que una gran proporción de los maestros se conducían en forma absolutamente neutral con respecto a la religión en los salones de clase y se negaban a adoctrinar a los educandos con teorías revolucionarias». Ante esa situación, la CRMDT decidió llevar a cabo una depuración ideológica dentro del ámbito normalista para excluir a todos los maestros que carecían de una «ideología avanzada». Así llegó a crearse una «comisión depuradora» encargada de investigar la posición ideológica de todos los maestros. En su último informe de gobierno. Cárdenas dirigió a los equivocados un suave anatema por no haber alcanzado «ni la influencia ni la consideración que debe a su ministerio», y defendió al maestro como «guiador social»:
«... el encauzador que defienda los intereses y aspiraciones del niño proletario en el calor de la lucha social, porque tanto como saber modelar en forma integral las aptitudes y funciones espirituales del niño, interesa el encarrilamiento legal de poderes en la conquista cada vez más firme y dignificante de los derechos del trabajador».
Frente a la Universidad Nicolaíta, el gobernador mostró inicialmente recelo. Pensaba, sin duda, que era encarnación de los «conocimientos inútiles y quintaesenciados», prueba viva de la «mezquindad y egoísmo de las clases cultas». Múgica le había aconsejado socializar las profesiones, pero por lo pronto Cárdenas decidió socializar con los alumnos. La idea surtió efecto.
En su último informe de gobierno, Cárdenas también se refirió a la alianza del poder político con el estudiantil.
«Ni engreídos con el poder, ni egoístas, los hombres de la Revolución tienden fraternalmente la mano a los universitarios para mostrarles cuál ha sido el camino que ya se recorrió y cuáles los campos que debe seguir cultivando la humanidad en constante lucha por su mejoramiento.
Entre esos campos estaba el problema agrario. Cárdenas propició la creación de un instituto de investigaciones sociales y económicas con el fin de mejorar científicamente los procedimientos del reparto agrario. Había que incrementar la producción agrícola, pero limitar la «plétora» inútil de profesionistas. Por eso Cárdenas destruyó la autonomía de la educación superior, aunque, según Weyí, le dio un giro científico para contribuir a la reconstrucción técnica del país.
También el arte debía servir a los propósitos pedagógicos. En Jiquilpan se levantó, al poco tiempo, la estatua de don Hilario de Jesús Fajardo, aquel maestro merced a quien el gobernador había adquirido la devoción por los árboles. El pintor Fermín Revueltas recibía la encomienda de pintar dos murales en el Palacio de Gobierno; Encuentro de Hidalgo y Afórelos en Charo e Indaparapeo y Celebración del Primer Congreso Constituyente en Apatzingán. Y desde la hermosa finca Eréndira que poseía en Pátzcuaro, Cárdenas podría contemplar la inmensa figura de Morelos que se erigía ya en la isla de Janitzio. Nuevas greyes, nuevos sacerdotes, nuevos seminarios, nuevo Evangelio, nuevos santos, nuevos símbolos sobre una misma mentalidad.
No contento con la casi absoluta pacificación de la zona cristera a partir de los arreglos de 1929 y la reapertura de las iglesias, Múgica incitaba en enero de 1930 a su querido «cabecilla» para que exterminara cualquier presencia del clero: «... mientras estos individuos queden en sus puestos en donde agitaron y revolucionaron, serán ellos los vencedores y no nosotros».
Desde los últimos meses de la guerra cristera -los primeros de su gubernatura-, la táctica de Cárdenas había sido la opuesta. En vez de colgar cristeros, procuraba convencerlos, amnistiarlos, presionarlos. Así había logrado la rendición del líder Simón Cortés, en diciembre de 1928. En Aguililla, Cárdenas había convencido al padre Ríos de treparse en un avión y gestionar la rendición de las tropas alzadas. Un hermoso testimonio popular recuerda los afanes de Cárdenas y su carácter, muy claro, de guardián sacerdotal:
«Cárdenas entregó el templo del Sagrado Corazón. Era teatro, allí estaba Hidalgo, Morelos y Benito Juárez en bulto. Y como el padre Ceja era amigo de Cárdenas ...
»E1 general le dijo al padre Ceja »—Cejita, te voy a entregar tu templo. Pero ¿cómo le vamos a hacer para los héroes que tenemos ahí de la patria?.
"Entonces el padre se aflige y luego el que venía de asistente o compañero del general dijo:
»—Yo me encargo, yo le prometo que no sufren un desperfecto».
Fomentó ampliamente la masonería, creando «el Gran Rito Nacional, logia herética que habría de manejar con fines políticos». Quería «emancipar a los obreros y sus familias para que, sin las tenazas del fanatismo confesional, puedan adentrarse en los planos de sus luchas clasistas con plena libertad espiritual». A su cercano lugarteniente Ernesto Soto Reyes le confesó alguna vez: la desfanatización «no interesa, lo que me preocupa es la cuestión social». Con todo, a mediados de 1932 Cárdenas introduce la ley reglamentaria del artículo 130 constitucional y limita a tres el número de ministros «de cualquier culto» en cada uno de los 11 distritos. ¿Por qué lo hace? Desde las Islas Marías, Múgica brinca de satisfacción: «incontrastable esfuerzo su gobierno para colocar entidad michoacana a la altura de estados más cultos y revolucionarios». Pero las razones de Cárdenas han sido otras: sus medidas agrarias... con la Iglesia habían topado. El sólo reaccionaba en represalia.
Ante su propio decreto, la actitud personal del gobernador era de tolerancia. Por desgracia, el gobernador no tenía el don de la ubicuidad. Los maestros del brazo político —la CRMDT— actuaban también, pero de modo agresivo. A ellos sí les importaba, ante todo, la desfanatización, y Cárdenas los dejaba hacer. En varias ocasiones la sangre llegó al río. En el pueblo indígena de Cherán, una Semana Santa, el choque entre fanáticos desfanatizadores y fanáticos produjo más de treinta muertos e incontables heridos Uno de los maestros radicales de la CRMDT, Salvador Sotelo, recordaba muchos años después: «Teníamos que representar un radicalismo, pues estaba muy metida la fama de los que se creyeran comunistas». En su desempeño como maestro en Ario hacia 1930, Sotelo tañía las campanas para desfanatizar y suministrar «sacramentos socialistas»; «Recibe la miel que la laboriosa abeja, símbolo del obrero, extrae el néctar de las flores, para que tu vida sea placentera». Diez años más tarde, desaparecida —por orden del presidente Cárdenas— la CRMDT, el profesor Sotelo se sentiría abandonado, traicionado: «Antes la fama de comunista ... pero no es posible ... Ahora yo he sacado en consecuencia que la ideología del pueblo es de ser muy adherida a la religión católica».
Entre 1917 y 1928 los gobiernos de la Revolución habían entregado en Michoacán 131.3 hectáreas a 124 pueblos. En sus cuatro años de gobierno, de septiembre de 1928 a septiembre de 1932, Cárdenas rebasó esas cifras: repartiría 141.3 hectáreas ociosas. Durante su gestión expidió una ley de tierras ociosas destinada «a aliviar la presión de solicitudes», otra de expropiación por causa de utilidad pública y una más sobre contratos de arrendamiento en las comunidades indígenas Mientras el Jefe Máximo declaraba en México que el ejido había fracasado. Cárdenas afirmaba: «No hay fracaso ejidal; lo que falta es que los campesinos cuenten con mayores elementos para cultivar la tierra ... el ejido ... será la base de la prosperidad del país» Los primeros en oponerse a la política agraria del gobernador fueron, por supuesto, los hacendados. A la mayoría no le asistía la razón, pero le sobraban los recursos: salvaguarda de tierras fértiles, buenos abogados, guardias blancas, sindicatos blancos, fraccionamientos simulados o preventivos, etc. Cuando la Cámara de Comercio, Agrícola e Industrial le pide en 1930 el cese del reparto, Cárdenas responde -siempre firme pero comedido- que faltaba aún mucho por dotarse y conmina «a los propietarios de dar facilidades al gobierno ...
convencidos de que no existe otra solución al problema agrario en Michoacán y en la República entera».
Tan enérgica o más que la de los hacendados fue la oposición generalizada de los sacerdotes. Un caso extremo: el padre Trinidad Barragán, de Sahuayo, imploró en público a Dios que «la tierra se tragara a los agraristas». Con todo, había otros sacerdotes contrarios al reparto ejidal -no al fraccionamiento- por razones menos viscerales, En San José de Gracia, por ejemplo, desde 1926 el padre Federico González había realizado por su cuenta el fraccionamiento en parcelas de la hacienda El Sabino:
«El padre Federico», escribe Luis González, «no considera herejes ni impíos ni malvados a los agraristas; no juzga al agrarismo desde un punto de vista religioso; lo condena apoyado en razones de índole económica y social. Basado en la corta experiencia de la vida ejidal en su pueblo y en los lugares próximos a él y en las opiniones adversas a la reforma agraria que propala la prensa periódica, no cree en la eficacia del ejido; lo considera causa de tres males mayores: la disminución de la productividad en las pequeñas propiedades; el mal uso de la tierra por parte de los ejidatarios y la división social que acompaña y sigue al reparto ... Se erige, pues, en apóstol de la pequeña propiedad. Congrega a su alrededor y unifica a cuatrocientos propietarios con el fin de contener el avance del agrarismo en la región de San José. Su lucha es contra el agrarismo, no contra los agraristas; en favor del parvifündio, no de la hacienda. Si presta su apoyo a los medianos propietarios es porque sabe que sus hijos serán pequeños propietarios» Lo más extraño de todo, a los ojos de Cárdenas, debió de ser la oposición de los propios peones acasillados al reparto. «La acción política del gobernado?», escribe un estudioso del periodo, «aunque beneficiaba a las masas campesinas, no tuvo eco en todas ellas.» En Sahuayo, población de ocho mil habitantes, había 15 agraristas. En Jacona, el agrarista Martín Rodríguez tuvo que traer gente fuereña para que aceptase las tierras. En Zacán, un testigo recordaba el día en que «los del gobierno» se habían apersonado para el reparto:
«Nosotros no habíamos pedido eso del ejido, ni sabíamos qué era eso. Por eso cuando llegaron los del gobierno pensamos que otra vez andaban buscando cristeros y no les creíamos nada y no queríamos aceptar lo del ejido ... Pero ellos ahí estuvieron hable y hable, cantándola finito, que si el gobierno era esto, que si el gobierno era esto otro ... Hasta dos o tres días se quedaron y nos dejaron los papeles» Pero el caso tal vez más dramático para Cárdenas fue el de la enorme hacienda de Guaracha, contra la que habían litigado sus propios antepasados maternos del pueblo de Guarachita. Las primeras solicitudes de tierra en Guaracha las hace un grupo de «norteños» llegados a la zona a raíz de la crisis del 29. Aunque los peones de Guaracha piden en masa que se castigue a los fuereños solicitantes, el 23 de julio de 1931 se publica en el periódico oficial la solicitud de dotación de ejidos a los vecinos de Guaracha. Por esos días se aparece en la hacienda el mismísimo gobernador. Heriberto Moreno,39 autor de un estudio ejemplar sobre la hacienda de Guaracha, recogería muchos años después los testimonios de primera mano:
«Vino a un convivio y les habló que qué era lo que querían; pero como aquí todos éramos católicos, rehusaron a ese reparto de tierras, sin saber si serían beneficiados o no ... La gente lo trató bien pues en realidad la gente no sentía odio ... el pueblo aclamó mucho a don Lázaro ... nomás se trataba de don Lázaro y la gente estaba quieta ...
Frente a él no se vido fsicj ninguna manifestación mala ... [aunque era natural que] toda la gente que trabajaba a gusto tenía que estar disconforme con la proposición, con lo que venía a ofrecer él».
«Alguien recordaba», apunta Moreno, «que don Lázaro no quiso probar alimento.» Mientras él les hablaba sobre la conveniencia del reparto -advirtiéndoles que, de no aceptarlo, tendrían que trabajar como jornaleros para los peones de los alrededores que ya estaban solicitando tierra-, la multitud en los pórticos gritaba: «Nosotros no queremos tierra sino culto». Corre la leyenda de que la vida de Cárdenas pendió de un hilo. No hay duda de que salió contrariado, pero no derrotado. La demanda de tierras firmada por el puñado de agraristas siguió su curso.
Antes de que, por el censo oficial, se comprobara que la abrumadora mayoría de los habitantes de Guaracha se oponía al reparto, la Comisión Agraria había recibido 27 pliegos con mil firmas censurando al zapatero Abel Prado -líder de tos agraristas- y a sus 16 amigos:
«Los agraristas no son ni seis y se dedican a otras cosas que no son la agncultura ... los que aparecen como agraristas son comerciantes, arrieros, zapateros ... ¿no tenemos derecho a ser escuchados y atendidos? ¿No es la voz del pueblo ... a quien se debe escuchar?».
Era la voz del pueblo pero, a juicio de la autoridad, la voz estaba equivocada o, peor aún, manipulada por el capellán y el hacendado.
¿Se oponían al reparto por miedo o por convicción? Lo cierto es que se oponían. El caso se prolongó hasta que en 1935 Cárdenas visitó, ya como presidente, el pueblo vecino de Totolán. Hasta allí llegaron los agraristas:
«Ya fuimos a Totolán, Isaac Canela, Antonio Andrade y otros.
Pensamos presentarnos primero a don Dámaso, que acompañaba a su hermano... Toda la gente de Totolán parecía que nos quería comer con los ojos... No nos dejaban pasar las mujeres... Entramos... Iba yo hasta temblando... Ya le hablamos al general. Estuve a ofrecerles toda la tierra para no agarrarles ni un metro y no quisieron...
»Y uno gritó:
»—Sí, general; y hasta lo querían matar.
"Entonces ya me animé y dije:
"-Esas gentes, como su ejército a usted, general, le son fieles a su patrón... Como el combate que tuvo usted con Bueina acá para el lado de Colima, que murieron al lado de usted todos los oficiales...
Así considere esa gente que son muy ignorantes y no saben.
"Entonces le habló don Dámaso... Mandó llamar a un ingeniero.
"—Dale ejido a Guaracha... ¿Cuántos habitantes son? "—Cerca de ochocientos padres de familia.
"—Dales para trescientos cuarenta o trescientos cincuenta... ¡Vete; ya hay ejido!.
»No hubo censo, no hubo política, no hubo nada; nada más una palabra de don Lázaro».
Todavía —agrega Moreno— cuando, el día 21 de octubre de 1935, se presentó «una nueva solicitud de dotación de tierras, bajo el nombre de "Tenencia Emiliano Zapata", fue difícil completar el número sugerido por "el General" en Totolán. Aún para esa fecha los "acasillados" se hallaban bajo el imperio de la duda y el temor de las amenazas...
¿Nunca habrían deseado ni llegarían nunca a desear una tierra que siempre fue del amo? El caso es que ninguno de sus antepasados había perdido el mínimo pedazo de tierra frente a la hacienda. Nadie jamás había transmitido, con la protesta por el despojo sufrido, el coraje por el rescate. No podían poseer una tierra que había pasado a ser, en su inmensidad, la medida de su mundo laboral, social, religioso y, para algunos, hasta físico. iQué difícil hubiera sido que aspiraran a poseedores estos poseídos por la tierra!".
La actitud de algunos se explica quizá con otra pregunta: ¿poseer una parcela ejidal era, en verdad, poseer la tierra?.
Las tierras que finalmente tocaron a la gente de Guaracha no fueron las mejores. Algunos prosperarían, otros no. Con los «tiempos nuevos» vendrían nuevos males: el abuso del crédito y el endeudamiento, la desigualdad entre ejidatarios como consecuencia del acaparamiento de parcelas, el cierre del molino de la hacienda, el desaliento, la emigración. Cuando crecía la Laguna de Chápala, la gente dejaba que el agua inundara las tierras de la ex hacienda. En los «tiempos viejos», recordaban los ancianos, la reacción había sido distinta: la gente ponía diques y costales. Con todo, el ejido crecería.
Pronto estarían las escuelas, los transportes, las clínicas y el ajetreo para probarlo.
A fines de 1913, en una de sus primeras correrías revolucionarias, Cárdenas había asistido a una entrevista de su jefe, el ex zapatista Guillermo García Aragón, con el cacique indígena de la zona de Cherán, Casimiro López Leco. Tuvo entonces la primera noticia de los contratos leoninos celebrados por las comunidades propietarias de los montes con el norteamericano Santiago Slade. Bajo presión y amenaza de los prefectos porfiristas, los representantes indígenas habían cedido su inmensa riqueza forestal por 99 años a precios ridículos. Veinticinco años después, al llegar al poder. Cárdenas rescató de manos extranjeras esa riqueza y la devolvió a sus dueños.
Sentía amor auténtico por los indígenas. Según su propio testimonio, nacía del cariño por su madrina, Angela, cuya madurez realzaba de modo dramático sus rasgos indígenas. Como gobernador no escatimaba tiempo para escucharlos, aconsejarlos y tratar de dirimir sus diferencias. Ya para finalizar su gestión, escribe a Múgica desde Paracho:
«Siento no poder permanecer mayor tiempo aquí. Pasaría con gusto un año. Ojalá y el gobernante entrante tuviera en su programa dedicar todo el segundo o tercer año de su gobierno estableciéndose en Paracho. Sería de enorme beneficio para la clase indígena, que tiene serios problemas como es la falta de enseñanza agrícola y su desarrollo industrial. Voy a dejar iniciada esta obra y la recomendaré con todo calor».
Por esas fechas la Estación de Cultura en Carapan había sido atacada con piedras y armas de fuego por indígenas que temían el atropello a sus costumbres. Al llegar Cárdenas, la plaza enmarcaba un espectáculo extraordinario:
«... se destacaban los colores intensos de los rebozos azules, morados o de otros tonos chillantes que enmarcaban los rostros morenos con los vientos albísimos de las guares [señoras] y yuritzquiris [doncellas]; y de las fajas bordadas de estambres que ciñen sobre la cintura de las mujeres, los rollos de paño de lana auténtica, plisada, que llevan como enaguas ... Los hombres estoicos y reservados parecían estar rememorando las gloriosas épocas del esplendor del Tiriácuri en el Imperio purépecha. Me encargó el señor gobernador les explicara que habían sido engañados por quienes les dijeron que aquellos misioneros de la cultura iban a quitarles la religión católica. Y les hiciera ver las enseñanzas que iban a impartirles a niños y adultos, para que vivieran mejor y con menos insalubridad y miseria. Comencé mi arenga en español, pero bien pronto me di cuenta que echaba agua al mar.
Entonces comencé a explicarles en nuestro dulce y armonioso idioma purepecha y el efecto fue mágico. Los rostros se transformaron en gestos de confianza, miradas de comprensión y sonrisas de reconocimiento   Y claro que entendieron y aceptaron mis explicaciones; y la reserva, la duda y la desconfianza, con que ven siempre las gentes que descienden de las culturas pre-colombinas a los mestizos, los blancos y sus acciones, se convirtieron en alegría ingenua y confianza plena».
Anguiano se engañaba un tanto: no era sólo el dulce idioma purepecha lo que disolvía la reserva, la duda, la desconfianza, sino la mirada sincera del hombre a su lado: «Tata Lázaro».
Como buen discípulo del presidente Calles, el gobernador Cárdenas media el progreso en metros lineales, cuadrados y cúbicos. Ejemplo de lo pnmero fue la extensa red de carreteras y caminos que inauguró e inicio. Su orgullo, claro, lo constituía la ruta México-Guadalajara que tocaría también Zitácuaro. Ciudad Hidalgo, Zinapécuaro, Pátzcuaro Zamora, Jiquilpan. En su periodo se abrieron las rutas de Morelia a Huetamo, Quiroga a La Huacana y Uruapan a Coalcomán. con brecha hacia Balsas. Se proyectó además el tren Umapan-Zihuatanejo y se terminaron campos de aterrizaje en varias ciudades.
Desde las Islas Marías, Múgica redactaba -con regular ortografiasu felicitación al ex discípulo:
«Incisto [sic] en serle fiel a mi divagado cabecilla y no obstante su silencio ya largo e escribo en momentos en que seguramente se encuentra lleno de legítima satisfacción viendo que sus distritos del estado se comunican mediante la carretera de su iniciativa y tesón Créame que yo estoy gosando [sic] interiormente tanto como usted' pues comprendo el emporio de riquesa [sic] y más que todo el boquete que abrimos a nuestras doctrinas y tendencias estableciendo fácil comunicación con gentes que hasta ahora contaban con sólo la aparente abnegación del cura que sentaba sus reales en la misma naturalesa [sic] bravia, aislada e inclemente de ellos».
¡Asfalto contra los curas! En su carta, Múgica no mencionaba los grandes avances de Cárdenas en metros cuadrados y cúbicos: desecación de aguas pantanosas, bordos en Chápala, calzada sobre Cuitzeo encauzamiento del Duero. De haberse enterado les habría encontrado:
sin duda, una utilidad doctrinal.
El 9 de abril de 1932 «el cabecilla» escribía al exiliado:
«Mi propósito [es] dedicarme, al terminar mi periodo de gobierno, [a] ayudar a la Confederación de Trabajadores de Michoacán a su desarrollo económico a base de un mejor sistema de trabajo elegido ya conseguir la mejoría del salario. Me propongo quedar con la Confederación un año inmediatamente después del próximo septiembre. Y sobre este plan de carácter económico hablaré a usted próximamente para oír su opinión autorizada. Porque estimo que los organismos deben tener por objeto no únicamente contenerse con lo exiguo que hoy tienen, sino realizar una acción de mejoramiento práctico, aplicando una acción uniforme de todos los miembros confederados para que en esta forma vean prosperidad en los ejidos y mejoría en los salarios. Y la organización de trabajadores de Michoacán, que ha reunido en su seno una mayoría, necesita orientación y un plan de trabajo en el que obtengan resultados satisfactorios y no negativos».
Esta vez don Juan Gene Mu (seudónimo de Múgica) emitió una opinión enteramente práctica, nada doctrinal. Sentía «el placer de ver idealizar» a su ex discípulo, y le diría por qué:
«... cada día que pasa me confirma más en la idea de que el mando es una necesidad ingente en nuestro medio político y social, sin esta condición nadie vale nada en México, así sean claros los antecedentes y halagadoras las circunstancias, pero la verdad brutal, tajante, incontrovertible es que sin el mando todo valimiento vale pelos -y perdóneme la frase tan vulgar en esta carta tan sena.
»Si usted tiene pues, que de hecho sé que lo tiene, empeño en salvaguardar los ideales de la Revolución y de conservar por lo menos algunas de las organizaciones de manifestación que han logrado crearse, llenas de dificultades y restricciones, conserve usted el mando militar».
Cárdenas siguió al pie de la letra el excelente consejo. Daba en el blanco, además, porque entre todos los problemas que tenía ante si sobresalía entonces el de la sucesión. El candidato natural a sucederlo, el hombre que aseguraba la continuidad de su programa, era Ernesto Soto Reyes, personaje central en la CRMDT y presidente del comité estatal del PNR (Partido Nacional Revolucionario). Lo apoyaba Múgica, quien desde principios de año también se apoyaba discretamente a sí'mismo (¿debía escribir una carta abierta a los amigos que lo proponed, pregunta a Cárdenas). En todo caso, su recomendación al amigo es evitar la imposición y acudir al plebiscito interno.
«Pero el gobernador», escribe Anguiano, «tenía otros designios. En lugar de escoger como sucesor uno de sus incondicionales o adictos que seguramente hubieran contado con el formal asentimiento de la CRMDT para dar la impresión de que la voluntad de la mayoría de obreros y campesinos lo escogían, determinó que lo sucediera en el poder un hombre completamente alejado del movimiento social extremista y sectario que él había prohijado y desarrollado; que por su situación personal y su grado en el ejército, era de sentido común advertir que no sería un sujeto pasivo y sumiso a los deseos e intereses directos o indirectos del gobernador y del organismo que había creado y que consideraba su obra maestra y muy amada. Fue así como se saco de su tranquila y severa vida militar al general de división don Benigno Serrato.”..
«La sucesión de usted», escribe contrariado Múgica al enterarse «será funestísima para todo lo que significa impulso popular societario y económico.» ¿Qué hilos extraños habían movido a «la Esfinge de Jiquilpan"? ¿Respeto al principio de no reelección, así fuera a trasmano; deseo de resaltar su obra, imposición del Jefe Máximo, marcha atrás? Ninguna conjetura extirpaba el desconcierto.
Cabe una más. En los meses del «destape» michoacano. Cárdenas no se encontraba en su mejor momento político. Su gubernatura se había interrumpido varias veces: a principios de 1929, para combatir en Sonora la rebellón escobarista; de noviembre de 1930 a agosto de 1931, para ocupar la presidencia del PNR; de agosto a noviembre del mismo ano, para cubrir la cartera de Gobernación. Aunque de todas esas encomiendas había salido airoso y en buena relación con tirios y troyanos, a mediados de 1932, con el «destape» presidencial a unos meses de distancia, su situación era incierta. Todo parecía indicar que los políticos callistas -no necesariamente Calles- dudaban de su lealtad.
En agosto de 1932 Cárdenas se cura en salud: envía a Calles copia de una nota anónima en que se le inculpa de entregar armas a los campesinos y preparar un levantamiento general. El 30 de agosto Calles lo tranquiliza... un poco: «Repítale una vez más que [el] concepto [que] tengo de usted es muy elevado, estando seguro siempre sera usted mi mejor amigo».
El breve periodo de ostracismo que Cárdenas sufrirá al dejar la gubernatura -los dos últimos meses de 1932- confirmaría un tanto sus sospechas: se le envía a la zona militar de Puebla porque alguien quizá Melchor Ortega, le «calentaba la cabeza» al Jefe Máximo. Su único consuelo de aquellos días —no pequeño, por cierto— sería el amor de Amalia Solórzano, la guapa joven de Tacámbaro con quien se casa en septiembre de 1932.
En tales circunstancias, su lectura política fue sensata y su margen de maniobra reducido. Serrato no sería su incondicional, pero como antiguo compañero de armas desde 1913, lo sabía pundoroso, honrado y sincero. A sus ojos tenía, además, la prenda mayor: era militar.
Y si no podía imponer a un cardenista, podía en cambio tratar de imponer al cardenismo: Victoriano Anguiano sería secretario general de Gobierno y la amada CRMDT seguía más fuerte que nunca.
«A Cárdenas no le gustó mucho no ser el Jefe Máximo», comentaba decenios después Manuel Moreno Sánchez. Aunque Cárdenas había recomendado a Anguiano que se fuera con Serrato «y no le hiciera caso ni a él ni a sus amigos», la amputación de su brazo político -la CRMDT— y la consecuente declinación de su línea política no estaba en sus planes. Quizá ocurrió —como sospechaba Gonzalo N.
Santos— que Melchor Ortega, el archienemigo de Cárdenas, hombre poderoso en La Piedad, «le volteó a Serrato». En todo caso, las fricciones entre el brazo político de Cárdenas y el gobierno de Serrato comenzaron al día siguiente de la toma de posesión. Según la versión cardenista. Serrato fue un lacayo múltiple: de Calles, de los hacendados, del clero; un reaccionario que desató la cacería de brujas contra los líderes sindicales de la CRMDT, el esquirolaje, las detenciones, la represión, los asesinatos de líderes (hubo 40 en su periodo). La versión serratista —que compartirían con Anguiano los jóvenes ex vasconcelistas refugiados en Morelia: Manuel Moreno Sánchez, Salvador Azuela, Rubén Salazar Mallén, Carlos González Herrejón, Ernesto Carpí Manzano— tiene siempre a Serrato por un hombre moderado, «sin goznes», que creía en la necesidad de «una nueva etapa de organización y aprovechamiento, según leyes económicas y sociológicas, de los jalones revolucionarios marcados por Cárdenas». ¿Cuál de las dos versiones se acerca a la verdad? El predominio, aún vigente, de las visiones históricas intracardenistas dificulta el deslinde. Los estudios sobre el tema siguen adoleciendo de una múltiple carencia de principio: la CRMDT, aunque antidemocrática, fue un avance de la Revolución; el sector del pueblo que la rechazó estaba equivocado, manipulado, amenazado, fanatizado; el gobernador Serrato «se pasó de ingenuo» por querer «gobernar con todas las de la ley», es decir, por creerse gobernador. Ante estos razonamientos, conviene dar voz a la versión opuesta. Quizá el sector del pueblo que rechazaba los métodos y las ideas de la CRMDT no estaba tan equivocado o, estándolo (cuestión de valores), era la mayoría (cuestión de democracia). Quizá el gobernador Serrato entendió que en la acción magisterial, sindical, agrarista y desfanatizadora del régimen que lo había precedido existía una buena dosis de violencia contra el pueblo que, con los mejores propósitos, se buscaba proteger y ayudar. En este sentido apunta el testimonio insospechable de Manuel Moreno Sánchez:
«Como magistrado del Tribunal Superior de Michoacán constaté casos de líderes que cobijados bajo el paraguas de la CRMDT cometían asesinatos. Recibí presiones para su absolución. Duró mucho tiempo la impunidad de aquellos líderes... ¡El ideal zapatista en esas manos!».
La más grave carencia de principio ha sido creer que la vocación equivale a la realidad, que el Estado existe para procurar el bien de la sociedad y no para promoverse a sí mismo; más aún si en su cúspide gobierna un hombre bueno. Pero una lectura desapasionada del ensayo michoacano de Cárdenas sugiere conclusiones distintas: Cárdenas, que perseguía sus propios fines, se apoyó en los líderes de la CRMDT. Estos, a su vez, repitieron con el pueblo. La prueba está en la disolución de la CRMDT en 1938: Cárdenas la parió porque como gobernador la necesitaba. Cárdenas la mató porque estorbaba a su gobernador Gildardo Magaña. La CRMDT, en suma. fue ante todo un instrumento político. ¿Quién hizo el papel de villano: Serrato, que la combatió, o el padre, que la mató? El comportamiento de los dos líderes a lo largo de su querella fue mucho más claro y digno que el de sus seguidores. Cárdenas buscó, cuando menos en dos ocasiones, pactar con Serrato. Siendo ya ministro de Guerra (marzo de 1933) y por lo tanto reivindicado plenamente en su poder, propuso que la CRMDT fuese serratista y cardenista: mitad y mitad. Serrato no aceptó, quizá porque confiaba en el triunfo de los suyos en elecciones abiertas. En una visita a Morelia a fines de 1933 (Cárdenas era ya el candidato oficial a la presidencia de la República), los líderes de la CRMDT humillaron públicamente a Serrato. Cárdenas los dejó hacer... hasta un punto. Conocía a su enemigo.
A la hora buena. Serrato prueba su valentía caminando solo por las calles de Morelia entre la muchedumbre hostil. También a la hora buena. Cárdenas prueba su bonhomía, ajustada a las circunstancias:
ambos militares llegan a un acuerdo sobre la composición de las cámaras locales y federales.
Meses más tarde, ya en plena gira presidencial. Cárdenas invitó a Serrato a Yucatán. Moreno Sánchez viajó con él. Los vio caminar juntos y solos por tres cuartos de hora. Los vio despedirse con marcado afecto. «¿No quiere usted saber lo que hablamos?», inquirió Serrato a su joven amigo. «Pues parece que nuestros problemas han terminado. Seré presidente del PNR.» El 1.° de diciembre de 1934, durante el «besamanos» en Palacio Nacional que siguió a la toma de posesión, Anguiano vivió una escena esperanzadora: el abrazo entre Cárdenas y Serrato.
El sábado 2 de diciembre Serrato salió del aeropuerto de Balbuena hacia Ario de Rosales, en Michoacán, en un avión semejante al Spirit of Saint Louis, la famosa nave de Lindbergh. El experto piloto que la manejaba tenía siete mil horas de vuelo. Llegaron sin novedad a su destino. El lunes siguiente a las ocho de la mañana Anguiano estaba ya en Balbuena para recibir de nueva cuenta a Serrato, que visitaría a Calles en Cuernavaca. Pero Serrato nunca llegó: el avión sufrió un oportuno accidente al salir de Ario.
Un ex secretario del general Miguel Henríquez Guzmán asegura haber oído a su jefe quejarse de la ingratitud de Cárdenas cuando en 1952 no apoyó su candidatura a la presidencia. Le «debía» la desaparición de Serrato. El presidente Adolfo Ruiz Cortines comentó también alguna vez que el último asesinato político en la historia contemporánea de México había sido el de Serrato. Aunque las versiones fuesen correctas, la trayectoria moral de Cárdenas, antes y después de los hechos, disuelve toda sospecha. Pero una cosa fue Cárdenas y otra, muy distinta, los cardenistas.

Zorro con sayal






Para calibrar el extraordinario aprendizaje político de Lázaro Cárdenas entre 1928 y 1932 basta recordar que alternó su intensísima gestión en Michoacán con altos puestos federales. Aprendió a navegar en todas las aguas hasta convertirse en un piloto supremo. El testimonio de Gonzalo N. Santos -que como político «a la mexicana» no cantaba mal las rancheras— viene al caso:
«Los cardenistas profesionales pintan a Cárdenas como un san Francisco de Asís, pero eso es lo que menos tenía; no he conocido ningún político que sepa disimular mejor sus intenciones y sentimientos como el general Cárdenas ... era un zorro» Ante las quejas lastimeras de Cárdenas por las intrigas que padecía en «esta urbe de chismografía y egoísmos», Múgica adoptaba, una vez más, el tono sereno del maestro:
«La intriga acaba por envenenar el ambiente de las personalidades y la calumnia siempre deja algo. Estas dos miserias son generalmente hijas de la envidia y no hay que olvidar que esta vil pasión es capaz de llevar muy lejos a quien las alimenta con un señuelo vislumbrado y aparentemente tangible. ¿Consecuencia? Desconfiar un poquito ver con mayor cuidado y cautela todas las cosas y, si es preciso, repeler la agresión sin olvidar que la mejor defensa estriba en estudiar al enemigo para combatirlo en su propio terreno; pues tampoco creo justo dejar un campo que, aunque no se disputa ni se desea, es el campo del justo quilate y valor acrisolado».
Noble prédica, pero ¿la necesitaba Cárdenas? Probablemente, a esas alturas -octubre de 1929-, fuera ya más zorro que Múgica.
En el fondo. Cárdenas detesta a los políticos profesionales -como Gonzalo N. Santos-; sin embargo, nunca se malquista con ellos. Por el contrario: todos parecen quererlo. Cuando Calles comenta con Santos la posible designación de Cárdenas para la presidencia del recién fundado PNR, el potosino responde que le parace una gran medida, dada la popularidad que gozaba el personaje entre diputados y jefes políticos.
Cárdenas ocupó la presidencia del PNR de noviembre de 1930 a agosto de 1931. Desde el primer momento empieza a trabajar: reorganiza El Nacional, diario del partido; crea la Confederación Deportiva Mexicana, inaugura el desfile deportivo del 20 de noviembre, inicia una campaña antialcohólica, acude personalmente a socorrer a las víctimas de un fuerte terremoto en Oaxaca, entabla una polémica con Luis Cabrera en la que invita a «los grupos conservadores o aquellos que son francamente reaccionarios a organizarse políticamente y medir sus fuerzas a todo lo largo del curso de nuestra vida nacional, con la organización política de la Revolución». El sentido de su gestión es «dar al PNR un carácter más señalado de organización populap>.
En el conflicto entre el Jefe Máximo y el presidente Ortiz Rubio, Cárdenas se inclinó —como siempre, con firmeza y comedimiento— por el respeto a la investidura presidencial. Su salida del PNR estuvo, cuando menos formalmente, relacionada con aquel problema. Ortiz Rubio había decidido que el mensaje presidencial de septiembre de 1931 tuviese lugar en el Estadio Nacional. Los diputados del bloque a que pertenece Santos se sienten «ninguneados» e impugnan al presidente. Cárdenas lo apoya y —siempre con la venia del Jefe Máximo— renuncia.
Su nuevo puesto, casi inmediato, es la Secretaría de Gobernación.
Duraría en ella menos de dos meses (28 de agosto - 15 de octubre de 1931). Puso su mayor empeño en reconciliar al Jefe y al presidente.
Empeño inútil. «Lo que ocurría en realidad», apuntaría en su Diario, «fue que el propio general Calles no logró disciplinar las ambiciones del grupo que se consideraba presidenciable y hacían política debilitando al gobierno del presidente.» La querella se resuelve temporalmente con la renuncia en bloque de los militares del gabinete. La medida, propuesta por Cárdenas, inmoviliza para siempre al aliado mayor de Ortiz Rubio, el poderoso Joaquín Amaro, y refrenda el poder de Calles. A mediados de octubre de 1931 Cárdenas regresa a su patria chica guardándose sus impresiones sobre el maximato. En septiembre de 1932 Ortiz Rubio renuncia finalmente a la Primera Magistratura. La versión final que de él dio Cárdenas le fue, como es natural, favorable.
Del 1.° de noviembre al 31 de diciembre de 1932, Cárdenas mora en el purgatorio político: desde las cumbres de su gubematura y los elevados puestos en el partido y el gabinete, ha descendido a la comandancia militar de Puebla.
Ese limbo político debió de serle tan molesto como las fiebres palúdicas que lo tiraron en cama unas semanas. No obstante, tuvo tiempo para favorecer el reparto ejidal en Atencingo, la gran propiedad del autoplagiado norteamericano William Jenkins.
El 1.° de enero se le abrió el cielo: fue nombrado secretario de Guerra y Marina en el gabinete del presidente Rodríguez. Como hechos positivos estableció la soberanía mexicana sobre las Islas Revillagigedo, encargó 15 navios para la armada a la República española, soñó con «un instituto nacional en el que se inculque la obligación del servicio colectivo y se forme el carácter que sirva para encauzar a la población mexicana por senderos más humanos».
Al aproximarse el momento del «destape», el 30 de mayo de 1933 el presidente Rodríguez envió a su Jefe Máximo un memorándum revelador. Había visitado Michoacán y «logrado que desaparecieran» las diferencias entre Cárdenas y Serrato. En seguida anotaba los puntos claves:
«II. Quise aprovechar los días que estuve con el general Cárdenas para observarlo íntimamente y conocer su manera de pensar, y he llegado al convencimiento de que no tiene un temperamento radical y que su actuación en el gobierno de Michoacán fue precisa y necesaria, tomando en cuenta que a ese estado no había llegado propiamente la Revolución en uno de sus aspectos principales y que era necesario por todos conceptos implantar ahí la reforma agraria. Las condiciones especiales en que se desarrolló la actuación del general Cárdenas en Michoacán, principalmente por la causa apuntada, hicieron que tolerara ciertas actividades, pero estoy seguro de que es un hombre respetuoso de la ley, animado de buena fe y deseoso de realizar una obra nacionalizada y constructiva.
»III. Considero, por otra parte, que el general Cárdenas no tiene ambiciones personales, pues en reiteradas ocasiones me ha manifestado que no tiene aspiraciones a llegar a la presidencia de la República y que se encuentra perfectamente satisfecho colaborando conmigo en el puesto de secretario de Guerra y Marina y que es, y asi lo creo yo, un elemento disciplinado no solamente dentro de la Revolución sino dentro de su organismo político que es el PNR.
»IV. Además de las cualidades a que me he referido, tengo la convicción de que el general Cárdenas es un hombre honrado, pero al mismo tiempo reconozco dos graves defectos: primero que se deja adular por personas interesadas, y segundo que es afecto a dar oído a los chismes».
Nunca tuvo Cárdenas mejor abogado. (Santos —siempre venenoso— explica que Rodríguez detestaba a Pérez Treviño, el contrincante de Cárdenas, por haber sido novio de su esposa.) Según testimonio de Múgica, el presidente Rodríguez sugirió primero que nadie al general Calles la idea de que Cárdenas fuera el candidato. El 3 de junio de 1933 Calles contestaba el memorándum de su «querido Abelardo», expresando su acuerdo y respaldo a la candidatura.
Más allá de todas las especulaciones sobre la influencia de las estructuras políticas, sociales, económicas o astrales de la decisión de Calles, los protagonistas cercanos se explicarían el «destape» en términos de simple y llano afecto, de confianza simple y llana. Según Santos, fue Rodolfo Elias Calles quien sacó el sí a su padre. Para Múgica, «un hijo de Calles actuó en el seno de la cámara de Diputados ... y un grupo de diputados lanzó la candidatura». Pascual Ortiz Rubio había oído alguna vez estas palabras en boca del Jefe Máximo: «quiero a Cárdenas como a un hijo». Fue, por lo visto, un cónclave de hijos, reales y simbólicos. Calles no eligió a Cárdenas: le heredó.
Entre junio de 1933 («el destape») y diciembre (la protesta en Querétaro como candidato del PNR), Cárdenas comparte largos días con Calles en El Sauzal, El Tambor y Tehuacán. Su actitud denota aquiescencia. Pero algunas minucias inquietan al Jefe Máximo: Cárdenas no lo secunda en sus pasatiempos, ni en la bebida, ni en tertulia. ¿Lo secundaría a la larga en las ideas y los actos? ¿Se apegaría al Plan Sexenal que oficialmente se preparaba?.
La amplitud de la gira política de Cárdenas sólo es comparable a la que Madero emprendió antes de la Revolución. La inicia el 1.° de enero en Michoacán. Allí declara, con todas sus letras, que como presidente hará «lo que hice al recibir el gobierno de Michoacán»: crear «un frente único de trabajadores». En Veracruz alienta los planes proletarios porque le recuerdan los de Michoacán. En Chiapas escribe en sus Apuntes: «Iniciaré el desarrollo del sureste llevando el ferrocarril que unirá el Istmo con Campeche y aprovechando la energía eléctrica de los ríos». Campeche lo enamora, pero su anhelo es «que las clases trabajadoras tengan abiertas francamente las puertas del poder». En Yucatán advierte al buen entendedor: «... el postulado agrario se cumplirá muy pronto en este estado ... Las tierras deben dárseles para que ustedes mismos [los campesinos] sigan cultivando el henequén». En Tabasco se arroba ante la obra de Garrido Canabal:
«... un verdadero laboratorio de la Revolución mexicana, en el que el espíritu y las costumbres del pueblo tabasqueño, subyugado ayer por el fanatismo y el vicio del alcohol, se han transformado hoy en dignidad personal, felicidad doméstica, en conciencia colectiva libre de mitos y mentiras».
En Veracruz predica de nueva cuenta uno de sus dos ideales claves: «La división de los trabajadores de Veracruz es muy notoria ...unirlos igual que a todos los del país será mi más empeñosa tarea». En Oaxaca visita la zona mixe, que deja en él una impresión imborrable: «Jaquila Mixes, 1.0 m de altura. Tiene caídas de agua para dotárseles de una instalación hidráulica para luz, molino, sierra, etc. No lo olvidaré. Es de justicia que estos pueblos indígenas tengan mayor atención, trayéndoles beneficios que no son costosos y sí de gran importancia para su educación y desarrollo económico». Tenía razón Gonzalo N. Santos: Cárdenas era un zorro, pero un zorro con sayal franciscano.
El 1.° de mayo. Día del Trabajo, insiste por la radio en su proyecto unificador:
«No se trata aquí de pseudocooperativismo burgués ... sino de un cooperativismo genuino que acabará con la explotación del hombre por el hombre, y la esclavitud del maquinismo sustituyéndolas por la idea de la explotación de la tierra y de la fábrica por el campesino y el obrero».
Ese mismo día, como un buen augurio para su proyecto, nace su hijo Cuauhtémoc.
En junio inicia su gira por los estados del norte. Curiosamente, allí sus labios y su pluma casi enmudecen. Cárdenas se siente ajeno al paisaje físico y humano. Hidalgo, San Luis Potosí, Zacatecas, Tamaulipas. Nuevo León, Coahuila, Chihuahua, Durango, le merecen sólo pequeñas notas: una mención al abandono en que están los tarahumaras, otra a los braceros. Mientras el general Eulogio Ortiz le muestra el bonito latifundio con que la Revolución le había hecho justicia, Lázaro Cárdenas apunta, desde el fondo mismo de su ser colectivo, gregario, antindividualista: «Nuestro pueblo presenta un mosaico de criterios. Trataremos de fundirlo en un solo» En octubre respira nuevamente: está en Jiquilpan. Piensa regresar a México pasando a caballo por la Mixteca oaxaqueña que tanto lo ha impresionado: «Tengo interés de saludar a los pueblos en la parte montañosa de esa zona».
«La campaña electoral de Cárdenas», escribe Luis González, «fue un viento incesante.» Los números impresionaban: en siete meses, 27.9 kilómetros (11.7 en avión, 7.4 en ferrocarril, 7.0 en automóvil, 735 en barco, 475 a caballo). Pero más impresionante aún que este inmenso despliegue de energía fue la simplicidad, la sinceridad de su mensaje explícito: «Crear el frente único de trabajo» y «activar las dotaciones a que tienen derecho los pueblos». En suma: extender a México, por sobre un Plan Sexenal que no lo limitaba, su ensayo michoacano.

Aquí manda el presidente






Como presagio simbólico de que los tiempos cambiarían, el presidente Lázaro Cárdenas tomó varias pequeñas decisiones iniciales:
dispuso la instalación de un hilo telegráfico directo para que el pueblo presentara sus quejas al Ejecutivo, abrió las puertas de Palacio Nacional a todas las caravanas de campesinos e indígenas que quisieran verlo, mudó la residencia oficial del suntuoso Castillo de Chapultepec a la modesta residencia de Los Pinos47 -bautizada así por su esposa Amalia- y soltó este comentario a Luis L. León, director de El Nacional: «Mira, Luis, es muy conveniente que desde hoy, cada vez que en El Nacional se mencione el nombre de mi general Plutarco Elias Calles, procuren quitarle el título de Jefe Máximo de la Revolución».
En el gabinete compartían puestos los callistas de hueso colorado con los fieles cardenistas. Con otros puestos menores o en cumies de la Cámara, Cárdenas premiaría la lealtad de muchos michoacanos que alguna vez lo ayudaron: Ernesto Prado, el líder de la Cañada de los Once Pueblos, y Donaciano Camón, su jefe en la imprenta de Jiquilpan, fueron diputados; Francisco Vázquez del Mercado, jefe de Obras Públicas de su gobierno en Michoacán, dirigiría la Comisión Nacional de Irrigación; Gabino Vázquez, su gobernador interino, pasaría al Departamento Agrario; Soto Reyes, Mora Tovar y Mayes Navarro, puntales de la CRMDT, entrarían a las Cámaras, etc. El pequeño ejército de los puestos subalternos, tan importante como el gabinete, fue cardenista desde un principio.
Pero si se querían emprender cambios menos simbólicos era de todo punto indispensable asegurar la lealtad del ejército. Hasta hace unos años se pensó que Cárdenas había desplazado a Calles solamente por un acto personal de convicción y valor. Sin negar estos ingredientes subjetivos, la excelente investigadora Alicia Hernández ha sacado a la luz los movimientos subterráneos que permitieron tal cambio.
En la fase final de La mecánica cardemsta -titulo de la investigación- Cárdenas abre un vasto proceso de incorporación de fuerzas resentidas, relegadas, doblegadas por la dinastía sonorense: el «grupo Veracruz» de carrancistas (Cándido Aguilar, Heriberto Jara, Soto Lara); ex villistas, como Panfilo Natera; ex zapatistas, como Gildardo Magaña, y, desde luego, el gran exiliado en su tierra: don Juan Gene Mu.
Después de la atroz poda de generales sonorenses ejecutada durante la década de los veinte por ellos mismos, quedaban, por supuesto, muchos generales, pero sólo tres de auténtica consideración:
Joaquín Amaro, Saturnino Cedillo y Juan Andrew Almazán. El primero no se recupera —ni se recuperará— de la caída política de 1932, que lo relega al puesto casi académico de director del Colegio Militar.
Al segundo, gran cacique de San Luis Potosí, Cárdenas lo haría secretario de Agricultura en la primera oportunidad. El tercero, resentido con los sonorenses, se entretiene en la zona militar de Nuevo León haciendo espléndidos negocios de la construcción de caminos.
A los pocos meses Cárdenas coloca «en disponibilidad» al ministro de Guerra y lo sustituye con el fiel general Algueroa, quien muere pronto. El puesto queda vacante. Cárdenas deja como subsecretario encargado del despacho al más incondicional y antiguo de sus lugartenientes: Manuel Avila Camacho. El cargo clave de inspector general del ejército lo ocupa Heriberto Jara. La prensa apenas anota otro pequeño cambio: todas las compras del ejército deberán hacerse por conducto de la Intendencia General. Con esto se daba un golpe mortal a la autonomía económica de las jefaturas. Porque es ahí, en las jefaturas, donde se requiere el manejo más fino. Cárdenas no pierde tiempo. En la delicadísima Sonora cambia de inmediato al callista Medinaveytia y lo acerca a la Primera Zona; mete a Eulogio Ortiz como pieza transitoria, y en mayo de 1935, al sobrevenir la ruptura de Calles, termina por colocar a ambos «en disponibilidad». En Jalisco instala al anticallista Guerrero; en Guanajuato, al zapatista Castrejón; en Durango saca a Carlos Real Félix y pone al carrancista Jesús Agustín Castro; en Coahuila, feudo de su opositor Pérez Treviño, coloca a Andrés Figueroa, y más tarde a un amigo de Múgica: Alejo González. ¿Resultado? Cuando el Jefe Máximo volvió en sí, el mapa militar del país era cardenista. La desmilitarización no paró allí: entre 1935 y 1938 -explica Alicia Hernández-, además de los generales expulsados o los que gozaban de una «licencia forzosa», 91 de los 350 generales se hallaban «en disponibilidad» El segundo, tercer y cuarto poderes resintieron también, muy pronto, la acción del Ejecutivo. En diciembre de 1934 Cárdenas presentó personalmente al Congreso de la Unión la iniciativa para reformar por segunda vez la organización del poder judicial, acabando con la independencia de origen y suprimiendo la inamovilidad. En vez de la duración indefinida de los magistrados de la Corte, el presidente estatuyó que éstos duraran en su cargo seis años: los mismos de su gobierno. El legislativo, por su parte, no sufrió más que un golpe, eso si, contundente: el desafuero de diputados y senadores callistas por «incitación a la rebeldía y maniobras sediciosas». La prensa disfrutó una gran libertad a todo lo largo del periodo cardenista; pero en los inicios de su gobierno. Cárdenas propició cambios que, al menos potencialmente, la limitaban. Un reportero estrella de la época, Federico Barrera Fuentes, los narra:
«Muy sutilmente deja que desde su gobierno se vayan materializando las restricciones que para la libertad de prensa había anunciado Juan de Dios Bojórquez, secretario de Gobernación. El 17 de febrero se modifica la Ley General de Vías de Comunicación en sus artículos 530, 541 y 543 y aunque oficialmente se aclara que en nada se afecta la libertad de expresión consagrada en el artículo 7.° de la Constitución, quedará prohibido el transporte de aquellas publicaciones "que denigren a la nación o al gobierno" ... Bassols empleó a las fábricas de papel de San Rafael para cometer el atraco sobre La Prensa y ordenó que el Banco de México pagara un adeudo de dicho periódico quedándose, como era natural, con las facturas. Se promovió la demanda judicial continuando San Rafael sirviendo como marioneta ...
De ese lío surgió -a propuesta de don Agustín Arroyo Ch- la idea de organizar la PIPSA, que empezó a funcionar en octubre del mismo año».
Otra innovación: el propio Arroyo Ch. sería el director del nuevo Departamento Autónomo de Prensa y Publicidad. Pero la palanca fundamental de cambio fue todo menos subterránea: la agitación obrera. Al franco ascenso de la CGOCM (Confederación General de Obreros y Campesinos de México), capitaneada por el intelectual Vicente Lombardo Toledano, se sumaba el fortalecimiento aún más sólido de la Federación de Trabajadores del Distrito Federal, a cuya cabeza actuaban los famosos «Cinco Lobitos»- los ex lecheros Fidel Velázquez y Alfonso Sánchez Madariaga, y tres ex choferes: Fernando Amilpa, Jesús Yurén y Luis Quintero. Estas organizaciones, junto a los ferrocarrileros, los petroleros y mineros, los electricistas, telefonistas, telegrafistas, transportistas, etc., iniciaron, apoyaron o, en algunos casos, amagaron con una actividad huelguística sin precedente. Hubo más de quinientas huelgas en el país entre diciembre de 1934 y mayo de 1935. El secretario de Educación Pública, Ignacio García Téllez, llegó a afirmar que México se encaminaba «hacia la dictadura del proletariado».
El presidente, por su parte, tenía objetivos distintos: matar tres pájaros de un tiro. Con su franca aprobación de la ola huelguística, pastoreaba a las masas obreras hacia la unificación que tan claramente había previsto en la campaña; la agitación, por otro lado, daría pie a un cambio en las reglas del juego entre patrones y obreros en favor de los más débiles y con la protección estatal; con el tiempo, en fin, la gran movilización obrera podía ser la base inexpugnable del Ejecutivo para desembarazarse del Jefe Máximo. Que Cárdenas conocía y sabía manejar a las masas y los líderes era cosa clara para cualquiera que se hubiese asomado a su gestión michoacana. Cualquiera, menos los despistados sonorenses y sus paniaguados. Hacia principios de abril de 1935 Aarón Sáenz escribe a Calles:
«A mi regreso platiqué muy ampliamente con el señor presidente y puedo decirle que lo encuentro muy bien: sereno, oyendo con interés lo que le conversé y con profunda atención respecto a sus consejos. Creo que usted tiene razón en esperar que sus cualidades morales son valiosas y que será muy fácil lograr buen resultado y camino conveniente. Le preocupa su opinión sobre los aspectos sociales y creo que está lejos de él una solución distinta de la que la Revolución debe dar a los problemas. Se muestra deseoso de que usted regrese en mayo, pues desea tener oportunidad de conversar, y lo encuentro animado del propósito de buscar aquel camino que realice el programa de la Revolución dentro de las directrices del Plan Sexenal y conforme a la voz autorizada de la experiencia. Sin duda sigue el señor presidente pensando en que la Revolución debe seguir su obra en beneficio de las clases laborantes; pero está consciente de que es el gobierno quien debe señalar rumbos y está prevenido respecto a los que pudieran presentarse como logreros en la agitación, procurando la satisfacción de sus apetitos y el predominio de sus intereses personales».
«La situación calmada», agregaba Sáenz, «todo será útil y fructuoso.» Lo que no veía Sáenz era para quién.
El presidente Cárdenas, por su parte, quería atraer a Calles hacia la capital. El 17 de abril le pide que regrese. Había problemas monetarios que requerían su consejo: «¿Para cuándo lo tendremos a usted por acá? No vaya a esperar llegue la temporada de los moscos ni a exponerse a quedar varado por las lluvias, como nos sucedió el año pasado en el camino del Tambor a Navolato».
Por fin, el 2 de mayo Calles y Cárdenas se abrazan en Balbuena. Por un tiempo, todo es cordialidad. El 8 de junio se reúnen a comer. «En ese lapso», recuerda Barrera Fuentes, «sí hablaron de política y Cárdenas le dijo que ante la actitud que habían tomado los obreros y la división en las Cámaras haría luego una declaración para meter a todos en cintura. Calles le sugirió: "Señor presidente: durante su campaña electoral la bandera que enarboló fue la obrerista y no conviene que haga usted esas declaraciones. Permita usted que yo las haga haciendo un llamado a todos para cancelar la agitación y la división en el Congreso".»5.
Cárdenas lo permitió de mil amores. El martes 11 de junio se publican las declaraciones que Calles hizo a un grupo de senadores y que había recogido también Ezequiel Padilla; habla de las divisiones, la agitación, la necesidad de tranquilidad que tiene el país, de la ingratitud de las organizaciones obreras: «vamos para atrás». El presidente le había pedido a Luis L. León no publicarlas en El Nacional, pero los otros periódicos las difundieron. Uno de ellos anunció en el cintillo: «Patrióticas declaraciones del general Plutarco Elias Calles».
Cárdenas se toma largos días para contestar. Es seguro que observa las reacciones de simpatía hacia Calles. En el instante justo, rompe: acerca de él no se deslizaría el chiste sobre Ortiz Rubio: «Aquí vive el presidente, pero el que manda vive enfrente»:
«Cumplo con un deber al hacer del dominio público que, consciente de mi responsabilidad como jefe del poder ejecutivo de la nación, jamás he aconsejado divisiones -que no se me oculta serían de funestas consecuencias- y que, por el contrario, todos mis amigos y correligionarios han escuchado siempre de mis labios palabras de serenidad, a pesar de que determinados elementos del mismo grupo revolucionario (dolidos, seguramente, porque no obtuvieron las posiciones que deseaban en el nuevo gobierno) se han dedicado con toda saña y sin ocultar sus perversas intenciones, desde que se inició la actual administración, a oponerle toda clase de dificultades, no sólo usando de la murmuración, que siempre alarma, sino aun recurriendo a procedimientos reprobables de deslealtad y traición. En este sentido, mi conciencia no me reprocha nada que pudiera significar, de parte mía, la menor provocación para agitar o dividir al grupo revolucionario. Refiriéndome a los problemas de trabajo que se han planteado en los últimos meses y que se han traducido en movimientos huelguísticos, estimo que son la consecuencia de intereses representados por los dos factores de la producción y que, si causan algún malestar y aun lesionan momentáneamente la economía del país, resueltos razonablemente y dentro de un espíritu de equidad y de justicia social, contribuirán con el tiempo a hacer más sólida la situación económica, ya que su correcta solución traerá como consecuencia un mayor bienestar para los trabajadores, obtenido de acuerdo con las posibilidades económicas del sector capitalista».
En un santiamén, las masas obreras salen a la calle pidiendo la cabeza de Calles. De inmediato, también Cárdenas pidió la renuncia de su gabinete. Con la aquiescencia de Cárdenas, los renunciantes fueron en grupo a Cuernavaca a visitar al ex Jefe Máximo. Los recibió en pantuflas. Juan de Dios Bojórquez le dijo que las cosas tenían compostura, pero Calles lo interrumpió. Raúl Castellano vivió la escena:
«No, Juan de Dios, esto no tiene remedio, porque situaciones como la que tenemos no se prenden con alfileres. Desgraciadamente el presidente Cárdenas me ha interpretado mal y como ya tomó él sus decisiones, no está en mis manos cambiar nada de lo que él ha dispuesto».
Los dimitentes salieron despacio y calladamente. El capítulo se cerraba. El presidente integró su nuevo gabinete: Eduardo Suárez ocuparía Hacienda; Silvano Barba González, Gobernación; Andrés Figueroa, Guerra; Rafael Sánchez Tapia, Economía; Francisco J. Múgica, Comunicaciones; Vázquez Vela, Educación; Saturnino Cedillo, Agricultura. De golpe y porrazo se había desembarazado de Calles y de todos los callistas, incluyendo a su propio candidato a la presidencia, el peligrosísimo Tomás Garrido Canabal y sus «Camisas Rojas». Tratando de reavivar los tiempos de la violenta desfanatización, Garrido había propiciado masacres de católicos y estudiantes. Con la salida del tabasqueño a Costa Rica como representante oficial. Cárdenas daba el primer carpetazo a la política anticlerical que, muy en el fondo, sobre todo después de los fracasos desfanatizadores en Michoacán, no era la suya.
Faltaba una poda: la de los gobernadores. Entre 1935 y 1936 se declaran desaparecidos los poderes, se nulifican las elecciones o se conceden licencias forzosas en 14 estados. Según Pablo González Casanova, fue Lázaro Cárdenas quien utilizó con mayor frecuencia la facultad extraordinaria de la desaparición de poderes. En tres estados los cambios resultan espectaculares: Coahuila, coto de Pérez TreviñoNuevo León, donde se declara nulo el triunfo de Plutarco Elias Calles hijo, y Guanajuato, feudo de Melchor Ortega. La operación estaba pues, casi concluida.
El 22 de diciembre de 1935 Cárdenas confía a su querido Diario (te lo digo Diario para que te enteres Historia):
«No debe expatriarse al general Calles y menos en el actual momento ya que el propio general Calles y su grupo no son problema para el gobierno ni para las organizaciones de trabajadores; deben permanecer dentro del territorio nacional para que aquí mismo sientan el peso de su responsabilidad histórica.
»E1 distanciamiento definitivo con el general Calles me ha deprimido; pero su actitud inconsecuente frente a mi responsabilidad me obliga a cumplir con mis deberes de representante de la nación Durante el tiempo que milité a sus órdenes me empeñé siempre por seguir sus orientaciones revolucionarias; cumplí con entusiasmo el servicio ya en campaña o actuando en puestos civiles. De su parte recibí con frecuencia expresiones de estímulo. Recuerdo que en 1918 durante la marcha que hacíamos con la columna mixta expedicionaria de Sonora, destinada a la campaña en Michoacán, en contra de Inés Chavez García, reunidos Paulino Navarro, Rodrigo M. Talamantes Dizan R. Gaytán, Salvador Calderón, Manuel Ortega, José María Ta^ pía y yo -reunidos, decía-, alrededor del catre en que descansaba el general Calles (que venía acompañándonos desde Sonora para seguir da la ciudad de México), le decíamos al escuchar sus ideas sociales:
Mi general, usted está llamado a ser una de las figuras principales en los destinos de la nación», y nos contestó: «No, muchachos, yo seré siempre un leal soldado de la Revolución y un amigo y compañero de ustedes. En la vida, el hombre persigue la vanidad, la riqueza o la satisfacción de haber cumplido honrada y lealmente con su deber- sigan ustedes este último camino".
»iQué sarcasmo tiene la vida! ¡Cómo hace cambiar la adulación el .pensamiento sano de los hombres! Veremos al terminar mi jomada político-social qué camino seguí, de los que nos señalaba en 1918 el general Calles. Señalando con el ejemplo la ruta a seguir se llegará fácilmente hasta el fin.
»Ha tenido la Revolución hombres que no resistieron ante la tentación de la riqueza; explotaron su posición en el poder; se volvieron mistificadores de la idea; perdieron la vergüenza y se hicieron cínicos. Sin embargo para sus adeptos siguen siendo redentores de las masas».
En 1936 Cárdenas cambia de opinión. El 9 de abril envía a Calles al exilio. El acto recibió un apoyo entusiasta. Con su magistral operación quirúrgica —y con la ayuda de un Calles enfermo, cansado y debilitado políticamente— Cárdenas había depuesto para siempre al poder tras la Silla. Lo había hecho, además, no a la manera sonorense -por y con sus pistolas—, sino a la suave manera michoacana: nada contra la vida, algo, eso sí, contra la libertad de residencia, que es un poco distinto.
El cambio propició otros muchos cambios: fin de la hegemonía militar, fin de las querellas de bloques en las Cámaras, centralización política en manos del Ejecutivo, domesticación de los otros poderes, ascenso de la política de masas y de un Estado corporativo que ya se apuntaba en la gestión de Cárdenas en Michoacán. Ese gigantesco relevo histórico significó también un relevo de generaciones: entró al escenario público la generación constructora que había vivido sólo como testigo de la Revolución. Pasó a retiro la generación propiamente revolucionaria. El epígono de la primera tenía la virtud de haber participado activamente en la lucha. México cambió en 1935. Cárdenas era un hombre sensible a los símbolos. Al sentirse firme en la Silla, apuntó en su Diario:
«8 de febrero de 1936.
»Hoy expedí la Ley de Indulto para todos los procesados políticos, civiles y militares, cuyo número pasa de diez mil personas, que han tomado parte en rebeliones o motines en administraciones pasadas. El espíritu de esta ley es liquidar las divisiones entre los mexicanos y a la vez dar mayor confianza al país, que facilite el desarrollo de nuevas fuentes de trabajo» Llegaron a México Porfirio Díaz hijo, Adolfo de la Huerta, Enrique Estrada, Juan Sánchez Azcona..., centenares de exiliados de la Revolución. Uno de ellos, Rafael Zubarán Capmany, comentó: «Cárdenas tienen el corazón de Madero y el carácter de Carranza. He hablado largamente con él. Es un hombre».
Al asumir el gobierno de Michoacán, su táctica y programa habían sido lo mismo: fortalecerse políticamente para impulsar después sus reformas sociales. En Michoacán, sin embargo, no había tenido que desplazar a algún pequeño Calles. Ya como presidente, la maniobra le había tomado un año, la sexta parte de su periodo. A partir de 1936 podía dedicar sus energías a apoyar paralelamente sus dos ideales: el frente único del trabajo y el reparto de la tierra.
Para dejar claro que su propósito principal era concentrarse en los artículos 27 y 123, no tanto en el 3.° y menos en el 130, declaró en febrero de 1936: «El gobierno no incurrirá en el error, cometido por administraciones anteriores, de considerar la cuestión religiosa como problema preeminente ... No compete al gobierno promover campañas antirreligiosas ...».
Los profesores, que en Michoacán habían sido la punta de lanza desfanatizadora, recibieron una consigna distinta: «De aquí en adelante no deberán concentrarse sobre la gran causa de la reforma social únicamente».
El 30 de marzo de 1936 los feligreses de San Felipe Torresmochas agreden con armas y piedras a la misión cultural. Un maestro cae asesinado. Interviene la fuerza pública. Al enterarse Cárdenas, llega al pueblo en un santiamén. Entra al pueblo y los sacerdotes «condenan el acto criminal». En privado comenta: «Me cansé de cerrar iglesias y de encontrar templos siempre llenos ... el consuelo está en abrir escuelas». El episodio lo convence de una vez para siempre: había que dar marcha atrás en la política anticlerical. Así se aplacaría también al poderoso cabildeo católico en Washington. La persecución no desapareció por ensalmo, pero amainó drásticamente." Como signo de los nuevos tiempos, el cielo dispone la muerte de Pascual Díaz —el arzobispo que protagonizó la Cristiada— y el Vaticano cubre la vacante con Luis María Martínez, el conciliador michoacano amigo de Cárdenas.
Junto a la desfanatización —que ahora, en el ámbito nacional, tocaba a retiro— el gobernador Cárdenas había impulsado decididamente la educación. Como presidente, actuó en consecuencia pero en un tono menor. Durante todo su periodo la querella en torno a la educación socialista estuvo a la orden del día, muy ligada a la oratoria de la época: congresos, debates, polémicas, textos doctrinales, agitación universitaria, discursos de Lombardo Toledano, amenazas, homenajes a Lenin, el aniversario de la Revolución rusa elevado a fiesta nacional en el calendario de la Secretaría de Educación; confusión en los programas, los maestros, los padres y los niños; dudas sobre cuál sería el sentido «racional y exacto del universo» al que crípticamente se refería el nuevo artículo 3.°, mítines, fundación de la Universidad Obrera, obreros vestidos de universitarios, universitarios vestidos de obreros, nuevos discursos de Lombardo Toledano..., kilómetros de tinta y bla-bla-bla. Desde el punto de vista de una posible sociología del conocimiento, no es casual que naciera una estrella: Cantinflas. En su espléndido libro sobre Los días del presidente Cárdenas, Luis González transcribe uno de los discursos del cómico:
«A nadie pudo haber escogido Lombardo mejor que a mí para solucionar la solución del problema... Como dije, naturalmente, si él no puede arreglar nada y dice mucho, a mí me pasa lo mismo... lY ahora voy a hablar claro! ¡Camaradas! Hay momentos en la vida que son verdaderamente momentáneos... Y no es que uno diga, sino que hay que ver. ¿Qué vemos? Lo que hay que ver... No digamos... pero sí hay que comprender la psicología de la vida para analizar la síntesis de la humanidad, ¿verdad? Yo creo, compañeros, que si esto llega...
porque puede llegar y es muy feo devolverlo... Hay que mostrarse como dice el dicho... Debemos estar todos unidos para la unificación de la ideología emancipada que lucha... ¡Obrero!, proletario por la causa del trabajo que cuesta encauzar la misma causa... Y ahora, ihay que ver la causa por la que estamos así! ¿Por qué han subido los víveres? Porque todo ser viviente tiene que vivir, o sea el principio de la gravitación, que viene a ser lo más grave del asunto...».
En Palacio, por contraste, vivía el hombre a quien ya se apodaba «la Esfinge de Jiquilpan». Podía detener la persecución religiosa pero no el bla-bla-bla ni la educación socialista. En el fondo, veía a ésta^ como un objetivo menor. La Revolución consistía en cambiar la realidad, no en cambiar la conciencia sobre la realidad. Los frentazos en el ensayo de Michoacán no habían pasado inadvertidos.
Junto al nuevo rumbo, el nuevo estilo. Una amplia entrevista de primera plana publicada con lujo de fotos el 8 de septiembre de 1935, presentaba a Cárdenas tal como quería aparecer y casi tal como era:
«ni el juego, ni la vida nocturna ... seducen a nuestro actual presidente». No va a fiestas, no le gusta el protocolo, «jamás la aurora lo encontró dormido», es incansable, vital, andarín, no tiene guardias. Ha cerrado casinos y prohibido el jai-alai, pero le gustan los «deportes» campiranos.
Su alimentación es frugal:
«Su plato favorito, al menos cuando estaba en Michoacán así era, es la "morisqueta", un arroz desflemado que preparan los arrieros para su urgente apetito, al borde del camino, en un pequeño socavón calentado con leña, en el que ponen una bolsa de lienzo, llena con el arroz mojado y sazonado con sal».
Le gustan los caballos, tiene varios y muy buenos. Le gustan los ranchos, tiene algunos y muy buenos. Le gustan las mujeres, y las malas lenguas le atribuyen amoríos. Desde niño ha sido fiel a un amor:
«Durante más de una hora», recordaba García Tellez, «juntamos tierra y apagamos el fuego. Amaba tanto al árbol como odiaba la tala.
Amaba la sombra, todo lo que es un árbol, hasta un ataúd».
Nunca, ni siquiera en su toma de posesión, usó esmoquin. Casi siempre vestía de traje oscuro. Era cortés en extremo: «Señor licenciado, yo le suplico... ¿podría usted tomarse la molestia...?». Despachaba en Palacio Nacional por dar dignidad a los asuntos de Estado.
«Su mirada era dulce y muy humana», recuerda Raúl Castellano, su fiel y caballeroso secretario particular; «auxiliaba a las gentes con una gran delicadeza. Siempre se le vio tranquilo y nada nervioso.» La única crítica personal que se le hacía desde entonces, de modo persistente, era el nepotismo: protegía con cierta exageración a sus hermanitos que también se apellidaban Cárdenas pero no eran Cárdenas.

El reparto de la tierra






Su doble proyecto avanzaba. En febrero de 1936 se crea el frente único del trabajo que tanto había pregonado, una especie —sólo una especie— de CRMDT nacional: la CTM. Al consolidar la nueva organización, Cárdenas la utilizó en algunos casos como brazo político y sindical en la promoción de su siguiente objetivo: la reforma agraria integral.
Para los «revolucionarios de entonces», el ejido había sido un expediente limitado. En su informe del I." de septiembre de 1935 Lázaro Cárdenas caracterizó el sentido original de la reforma diciendo que se trataba de dar al campesino «algo así como un écuaro o pegujal complementario del salario». Cárdenas, el «revolucionario de ahora», piensa distinto:
«Por el hecho de solicitar ejidos, el campesino rompe su liga económica con el patrón, y en estas condiciones, el papel del ejido no es el de producir el complemento económico de un salario ... sino que el ejido, por su extensión, calidad y sistema de explotación debe bastar para la liberación económica absoluta del trabajador, creando un nuevo sistema económico-agrícola, en un todo diferente al régimen anterior ... [Serviría] para sustituir el régimen de los asalariados del campo y liquidar el capitalismo agrario de la República» Así, al concepto de justicia —«remediar en lo posible las desigualdades»— se aunaba el concepto económico y productivo. Había también un objetivo político más oculto: la reforma agraria quiso, ante todo, destruir la hacienda y el poder político de los hacendados. Muchos de ellos eran «revolucionarios» convertidos en latifundistas. El proyecto de reforma agraria de Cárdenas se resume en una palabra:
amplitud. De ámbito: no sólo afectaría la zona cerealera sino literalmente todo el país; de método: aparte de la dotación y la restitución, se recurriría a la colonización interior, el fraccionamiento y la apertura de nuevos centros de producción agrícola (de hecho estos tres últimos procedimientos se aplicarían en una gran porción de los 18.2.5 de hectáreas que, entre 1.0.4 campesinos, Cárdenas reparte en su periodo); amplitud jurídica: reconocimiento de los peones acasillados como sujetos de reparto, facilidad de ampliaciones, extensión de radios a los que afectaría, nueva Ley de Expropiación por Causa de Utilidad Pública; de recursos: creación del Banco de Crédito Ejidal, aumento de recursos al Departamento Agrario; pero, sobre todo, amplitud de concepto: el Estado ofrecería planes, organización, crédito, investigación, enseñanza, comunicaciones, servicios, deportes, administración honrada, riego.
Entre octubre de 1936 y diciembre de 1937 -como bien señala Luis González- Cárdenas se concentró en sus «jornadas agraristas».
Arreglados los asuntos políticos en la «urbe de chismografía, egoísmo y corrupción», podía salir al campo, donde «todo era puro», «vivir», en sus palabras, «junto a las necesidades y angustias del pueblo para encontrar con facilidad el camino para remediarlas». Ver las cosas en concreto, una por una, no andarse por las ramas o tras escritorios o entre papeles u oyendo a los «sopas de letras». El intelectual Daniel Cosío Villegas recordaba un «espectáculo común y corriente de la época»; «[Un] ejido solicitaba del Banco Ejidal un préstamo, el consejo de administración estudiaba los antecedentes y lo concedía. Entonces mi general Cárdenas se trepaba en el avión con el director del Banco de Crédito Ejidal, que era un ingeniero de tipo muy indígena, muy pintoresco, y metían las bolsas de dinero en un avión chiquito, que era lo único que podían usar, descompensando el peso del avión, sin averiguar siquiera si el avión podía sostener el peso, en fin, poniendo la vida en peligro. Pero era la única concepción que Cárdenas tenía: llegar al pueblo que había solicitado y decir: "Ustedes mandaron este papel, aquí están los pesos". Este acto de sacar las bolsas de dinero y decir: "A ver, ¿dónde están los jefes de familia?" y repartir los pesos ... yo tuve la impresión, cuando veía hacer estas cosas a Cárdenas, de que estaba haciendo demagogia, porque ciertamente nada le puede convencer [más] a un indio mexicano que resolverle sus problemas de ese modo tan material, tan visible. ¡Nada de papeles, ni de cheques, ni bancos, aquí está el negocio! Y, sin embargo, [eso representaba]' con el tiempo ... la negación de todo lo que es una organización».
Así fue como Cárdenas había llegado a la meca misma del agransmo mexicano: Anenecuilco. Francisco Franco —heredero de la confianza de Zapata y de los documentos antiquísimos del lugar— había enviado al presidente una carta en que relataba los atropellos e injusticias de que era víctima el pueblo por parte de un grupo de generales a los que la Revolución «había hecho justicia»:56.
«El 29 de junio de 1935», relata Mario Gil, «el presidente Cárdenas se presentó en el pueblo, y en un acto público y solemne expropió a los generales y entregó a sus dueños, los indios de Anenecuilco, las tierras de Zacuaco tal como se hallaban en esos momentos [en vísperas de cosecha], así como toda la maquinaria agrícola de la cooperativa. Dijo Cárdenas en esa ocasión que devolvía esas tierras como un homenaje histórico al pueblo iniciador de la revolución agraria. El gobierno indemnizó a los generales y les entregó otra hacienda en Tamaulipas».
En octubre de 1936 Cárdenas dio el primer gran paso: el reparto de La Laguna. Nadie hasta entonces se había atrevido a tocar, o siquiera a pensar en tocar, las regiones agrícolas verdaderamente modernas del país. El emporio algodonero de La Laguna sería el botón de muestra: las 220.0 hectáreas de riego pertenecían a un grupo no muy numeroso de grandes y medianos latifundistas, entre los cuales estaban los generales «revolucionarios» Pablo Quiroga, Eulogio Ortiz, Carlos Real y Miguel Acosta. Tres grandes empresas extranjeras controlaban en buena medida el movimiento económico de la zona: Lavín (española), Purcell (inglesa) y Tlahualillo (francesa). En diecisiete años de explotación los hacendados habían ganado 217 millones de pesos y reinvertido sólo una parte mínima. La clave del negocio lagunero estaba en las inciertas avenidas del Nazas. Únicamente los fuertes capitales podían arriesgarse a plantar sin recoger, de ahí que los latifundistas viesen siempre con recelo el proyecto oficial de construir la presa El Palomito. Temían, con razón, que al regular y tener seguro el suministro de agua, el gobierno los expropiaría.
Un buen día de otoño llegó a la comarca Lagunera el famoso Tren Olivo del presidente. El ingeniero Vázquez del Mercado (director de la Comisión Nacional de Irrigación), el doctor Parres y el joven ingeniero Adolfo Orive Alba (jefe del Departamento de Ingeniería de la Comisión) habían estudiado los últimos detalles de la presa, cuya construcción se habían comprometido a apoyar financieramente los latifundistas a cambio de evitar cualquier reparto. Los hacendados, plenos de confianza, disponen para el presidente una gran comilona.
Mientras las nubes se apilan presagiando un chubasco, el presidente los hace esperar. Al Tren Olivo sólo suben y bajan filas de campesinos. Pasan las horas. Los veinte o treinta potentados sacan sus paraguas y ven partir el tren sin haber podido hablar con el presidente. El acuerdo firmado por los latifundistas con Vázquez del Mercado carecía de valor: el ingeniero se había extralimitado.
La CTM y el Partido Comunista habían trabajado sindical y políticamente la región. Cuando Cárdenas llegó, el terreno estaba abonado para el reparto. Permaneció en la zona cerca de dos meses vigilando en persona la dotación. Cuando le tocó su tumo, el general Eulogio Ortiz alzó los hombros y pronunció una frase célebre: «La Revolución me dio la tierra y la Revolución me la quita». Cárdenas apunta: «Debería haber expresado: "Durante la Revolución la adquirí y hoy la devuelvo al pueblo"» La entrega tuvo muchos instantes emotivos. El 10 de noviembre Cárdenas exclama: «Todo aquel que haya trabajado la tierra en base a salario ... venga a contar con su sirio en el ejido». Diez días después, en el aniversario de la Revolución, un ex villista le entrega su vieja carabina 30/30 a cambio de un arado de hierro. Cárdenas, conmovido, le dice: «Que estos actos sirvan para la felicidad del pueblo mexicano y para mantener la paz en la nación».
«En toda esa campaña cívica del presidente agitador», recuerda Hernán Laborde, «se destacó su interés por los problemas del hogar y la familia, su ayuda a las mujeres y los niños. Con él iba el molino de nixtamal, la máquina de coser, el brasero, el lavadero. Y la escuela rural y los servicios médicos, de salubridad e higiene. Y la cooperativa de consumo. Las madres de familias se acercaron confiadas. Se reunió con ellas en Santa Lucía, en Las Vegas, en Gilita, en La Luz... Las estimuló a organizarse en ligas femeniles. Porque —diría en su mensaje del 30 de noviembre— "la mujer lagunera es una esperanza para el México del porvenir". Y en una extraordinaria fotografía de entonces aparece Cárdenas de pie, la mano izquierda en el bolsillo del pantalón, la derecha cruzándole el pecho, confeti en la cabeza y en la cara una sonrisa de muchacho feliz, mientras un grupo de campesinas lo rodea y un chiquillo casi se le recuesta en un brazo.» El 28 de noviembre se había dotado ya a 28.3 campesinos con 243.1 hectáreas. Las cifras finales serian 37.3 ejidos, 447.6 hectáreas. En diciembre de 1936 Cárdenas apuntaba:
«Si se cuida la organización del ejido como ahora se ha planeado, es posible que los ejidatarios logren absorber toda la tierra que hoy queda bajo su jurisdicción. Lo ideal habría sido dejar en La Laguna un solo sistema de tenencia: el ejidal; pero no hubo posibilidades para llevar de otras zonas campesinos para aumentar la extensión de las tierras ejidales. Por hoy se da el impulso mayor que ha sido posible en favor del campesino y de la economía del país. Sigo sosteniendo que el ejido hará que se cultiven más tierras y con mayor éxito».
El novedoso sistema al que se refería Cárdenas era el ejido colectivo. La idea de su introducción fue seguramente de Lombardo Toledano. Muchos años después, en 1961, Cárdenas admitiría: «Tierras como La Laguna y otras zonas se dieron aun sin el deseo de los dirigentes de los propios campesinos, que preferían seguir la lucha manteniendo el sindicato en las haciendas agrícolas». Pero la idea de Cárdenas era liberar al campesino, no favorecer a los sindicatos.
A los cinco años del experimento colectivo, visitó la zona Marte R. Gómez, nuevo ministro de Agricultura. Halló varios problemas:
el rendimiento del sector privado superaba en mucho al del ejidal; el Banco Ejidal no recobraba sus créditos: había franca animosidad entre los ejidatarios y los burócratas del banco; «se hicieron», apuntó Gómez, «negocios sucios, corrompiendo inclusive a socios, delegados y jefes designados por campesinos»; el banco había dispuesto una compra inútil de semillas y animales; el reparto se había hecho con excesiva premura, dando lugar a un auténtico «rompecabezas territorial».
Con todo, el panorama no era tan desolador. En los primeros años del experimento se habían puesto las bases de un desarrollo más firme. Había un alto grado de mecanización, un aumento general de prestaciones a expensas del Estado -medicina, agua, servicios, higiene-, reparto modesto de utilidades, incremento en la superficie regada por los ejidatarios, nuevas sociedades, nuevos créditos, nueva y mayor población. Aunque al poco tiempo se abandonaba el sistema colectivo, las conclusiones de Marte R. Gómez eran sensatas:
«Esta situación se ha venido transformando a medida que el campesino adquiere una conciencia más clara de la situación y comienza a sentirse verdadero propietario de su tierra. Ya se piden créditos para construir habitaciones, para perforar norias destinadas al abastecimiento de agua potable de los núcleos organizados, para la construcción de bodegas, etc. Los "limos" humanos que el Nazas arrastró principian a sedimentarse.
»La nación, en resumidas cuentas, puede confiar en que la obra de La Laguna no camina hacia un despeñadero. La región se reorganiza, su prosperidad se establece y su optimismo renace. No se trata de un optimismo ilusorio que alimenta la ceguera de un fanatismo de reformador social. Es una prosperidad que se finca en las riquezas de la tierra, en la laboriosidad y en el espíritu de empresa de los hombres de La Laguna».
A su regreso de La Laguna, con la emoción de haber dado el primer paso, el decisivo. Cárdenas se dispone a resolver el problema agrario de Yucatán.
Hacia 1935. le había solicitado a Daniel Cosío Villegas un estudio de la zona. Las conclusiones del economista fueron desalentadoras:
poco podía hacerse para elevar siquiera en lo mínimo el nivel de vida de los campesinos yucatecos, atados al cultivo de una fibra sin presente ni futuro. Cárdenas, por supuesto, desechó esas conclusiones. A su juicio la solución estaba en repartir la tierra y crear modalidades pertinentes en los sistemas de producción, Yucatán era, en verdad, una zona trágica de México. El recuerdo de la pasada y efímera bonanza, y hasta las sombras del luminoso pretérito maya, volvían aún más tenebroso el horizonte. Los hacendados de la casta divina llevaban aftos infringiendo las disposiciones agrarias. La defensa de los hacendados asumía formas múltiples. Mientras organizaban asesinatos y choques sangrientos, azuzaban a los peones contra los ejidatarios.
«Hacían cortes excesivos en los planteles, abandonaban las diferentes operaciones del cultivo, no sembraban para reponer los planteles en vías de agotamiento, rehusaban alquilar sus equipos de desfibre y, en muchos casos, los desmantelaban. En su mayor parte, los patrones se acogieron al amparo contra la ley de arrendamiento forzoso de los equipos.» En el primer año de la administración cardenista, el gobernador López Cárdenas —enemigo declarado de la hacienda— reparte las primeras 2,041 hectáreas sembradas de henequén, amplía el reparto de ejidos y ocupa máquinas desfibradoras. Entre tanto, en México, Cárdenas encarga a otro economista —menos empírico y aguafiestas que Cosío Villegas- la elaboración de un nuevo estudio sobre la región.
Su propósito era dar de golpe toda la tierra a los campesinos, abriendo una nueva etapa de prosperidad con justicia. Enrique González Aparicio ajusta sus conclusiones a esa convicción, que también es la suya.
El gobernador López Cárdenas tenía un proyecto distinto: a su juicio, la pequeña propiedad debía extenderse a 300 hectáreas (no a 150, como dispondría Cárdenas); por otra parte sugería que el Banco Agrícola y la Comisión Agraria se abstuvieran de desplegar actitudes patronales. Los propios yucatecos podían resolver el problema, con paso firme y gradual, si el gobierno central los escuchaba. Extrañamente, a pesar de la animosidad abierta entre López Cárdenas y los hacendados, el presidente Cárdenas no se entendió con él. En su libro Revolución contra la Revolución, López Cárdenas escribiría:
«... habiendo expuesto mis puntos de vista al presidente y a las demás personas que por parte del gobierno federal iban a intervenir en las juntas, me hice sospechoso de estar al servicio de los latifundistas.
Recuerdo algunas de las palabras del presidente de la República en este sentido: "Ya basta de decir 'estamos viendo', 'estamos observando', 'estamos estudiando'; ya me cansé de que todo se arregle por los henequeneros con cheques para los gobernadores"».
Todo el mundo en Yucatán, empezando por el líder nato de los henequeneros, Rogelio Chalé, sabía que López Cárdenas era incapaz de transar con los hacendados. La única explicación de la actitud de Cárdenas es la impaciencia: le urgía entregar toda la tierra, y pronto.
Las minucias de la voluntad local le tenían sin cuidado. López Cárdenas renunció a mediados de 1936.
El 1.° de agosto de 1937 Cárdenas llega a Mérida por ferrocarril.
El día 3, acompañado por el nuevo gobernador. Palomo, desde un balcón del Instituto Literario de Mérida habla ante la multitud congregada.
Miles de peones mayas, con banderas tricolores y rojas y mantas alusivas, lo escuchaban con ardor. A los hacendados, el presidente les hizo saber que su decisión de entregar la tierra era irrevocable. Más adelante, en el mismo discurso, los exhortó a que «tomando ejemplo en el estoicismo de nuestra raza maya, que pacientemente ha resistido largos años la miseria y el abandono ... antes que sentirse deprimidos, se dediquen a nuevas actividades seguros de que el gobierno les prestará su más franco apoyo, ya que el gobierno reconoce de su deber aprovechar las capacidades de todo el pueblo para el mayor desarrollo de la economía nacional» El «proyecto Yucatán» incluía, para el futuro cercano, la fundación de un instituto agrícola henequenero, estudios de laboratorio, de comunicaciones, de salubridad. El Banco Ejidal prestaría dinero sin interés por el tiempo que fuera necesario. Por lo pronto había ya treinta y cinco millones de pesos disponibles. «Cuando los ejidatarios de Yucatán digan que no es necesaria la presencia del Banco», explicaba Cárdenas, «podremos cantar victoria, pues ello será un signo del triunfo absoluto de ustedes. Y la posibilidad de trasladar los elementos económicos del banco a otras zonas.» Los hacendados, por supuesto, no dormían. La Asociación Defensora de la Industria Henequenera, eficazmente secundada por el Diario de Yucatán, forcejeaba. En una entrevista de última hora, cinco de sus afiliados —entre ellos un Molina, un Casares, un Cámara, los apellidos inevitables— intentaron conmover a Cárdenas. El presidente escuchó tranquilo el alegato y repuso, según la versión de El Nacional:
«"Han hablado ustedes de que les son insuficientes 150 hectáreas para sus negocios; en este caso, tomando en cuenta su propia afirmación, ¿qué cantidad vamos a admitir que necesite un campesino cuya familia tiene de ocho a diez miembros? Los campesinos, al igual que ustedes, son mexicanos y padres de familia." Y concluyó: "Queremos ver a todos los campesinos de Yucatán con mejores vestidos, alimentación, habitaciones, diversiones y medicinas; no macilentos como ahora ..."».
Buen deseo de Cárdenas, no realizado todavía. Pero el 20 de agosto, una ley del gobierno del estado declaraba de utilidad pública la inmovilización de todo el equipo industrial de las fincas, con sus máquinas, sus implementos, sus útiles, sus animales, sus vías y plataformas. Había que asegurar los equipos para la ejecución del acuerdo del día 8. Y el 22, ante la mesa de peones del municipio de Abala, Cárdenas y Palomo iniciaban en la finca Temozón —tierra de Mena y Sosa— la ejecución del acuerdo. Con los hombres, las mujeres —descalzas, de temo blanco y rebozo— y los niños acuclillados, a la clásica manera india. Las banderas y las mantas: «Comisariado Ejidal de Temozón», «Frente Único Pro Derechos de la Mujer», «Molino de Nixtamal», «Liga Femenil Mena y Sosa»... Entonces, el jefe del Departamento Agrario tomó la palabra: «El señor presidente de la República y el gobernador del estado... dan posesión de ejidos a esta zona de Abala, que entre sus poblados tienen incluido a Temozón».
En ese instante se daban en Abala, en Tixkobob, en Muña, en Ekmul, en Dzidzantún, en Seyé, en Tekantó, etc., 23.0 hectáreas de henequén y 66.0 de tierras incultas, para 8.8 jefes de familia pertenecientes a 70 núcleos de población ejidal. Y del 22 de agosto al 16 de septiembre se despacharon noventa y tantos expedientes con dotaciones para más de 330 núcleos de población, que se agruparían finalmente en 272 ejidos. En total, 360.0 hectáreas -90.0 de ellas con henequén- para 34.0 ejidatarios. Quedaba en poder de los trabajadores del 60 al 65 por ciento del henequén yucateco... Todo ello en veintitrés días.
En México, Luis Cabrera publica un trabajo sobre «el ensayo comunista» de Cárdenas en Yucatán. Los «revolucionarios de entonces» lo aplauden. Los de ahora no. Hasta el escéptico Cosío Villegas escribía, esperanzado:
«Esta obra necesita de una planeación inteligente, un esfuerzo constante y enérgico, un entusiasmo fervoroso y desinteresado ... una total desvinculación de la política, esa acción disolvente que establece la división entre las gentes, pugnas entre los poblados y odios entre los administradores del ejido».
Por desgracia, en el Gran Ejido yucateco faltarían uno a uno esos ingredientes. El gobernador Canto Echeverría procuró disminuir la influencia del nuevo patrón -el Banco Ejidal-, cuyo comportamiento era tan rígido e impersonal como el de los hacendados (aunque mucho más corrupto). En abril de 1938 se crea la empresa centralizadora Henequeneros en Yucatán, se expide una Ley de Expropiación de Equipo de Desfibre y Empaque, y un Código de Defensa Social que sanciona todo acto contra los plantíos. Un año después, explica Laborde, a Cárdenas le echan en cara la «miseria, hambre, inquietud y descontento» que priva en la zona. Los campesinos protestan de forma airada, exigen más anticipos sobre las cosechas, truenan contra la Comisión Agraria y contra el gobernador, preguntan dónde se han quedado los treinta y cinco millones prometidos. Gabino Vázquez sugiere a Cárdenas olvidarse del ejido colectivo. El presidente lamenta: «¿Qué nos ha pedido Yucatán que no le hayamos dado?».
A juicio de Laborde, la falla era de planeación: de los 272 ejidos, sólo diez recibieron dotaciones correctas. Todos los demás grupos ejidales —262— carecían de condiciones suficientes para el buen cultivo, y la explotación del henequén les resultaba difícil y antieconómica.
Marte R. Gómez visita la zona en 1941. Sus impresiones son muy distintas a las de La Laguna. En declaraciones a la prensa afirma que «... las medidas agrarias con las que se pensó encontrar solución para los males del campesino yucateco no han dado todavía ningún fruto consistente ... el ejidatario yucateco sigue viviendo ... como en tiempos de los hacendados y en varias regiones percibe un ingreso inferior al que podía obtener bajo el régimen de la explotación privada del henequén ...».
Debido a la forma de organización y administración de Henequeneros de Yucatán, el ejidatario «ni siquiera se siente un productor independiente; en su fuero interno se considera el asalariado de un gran latifundio, al que ni siquiera es justo llamar gran ejido henequenero».
Años después, el mismísimo ex gobernador Palomo escribía que el reparto había sido «antieconómico» por razón de su patemalismo. «A los ejidatarios se les ha considerado menores de edad. Esta minoría ciudadana debe eliminarse y dar derecho a que vendan y compren parcelas sin que se les autorice a sobrepasar los límites de la propiedad privada.» Un dirigente de izquierda, un agrónomo oficial y un ex gobernador coincidían en admitir a f/osteriori el fracaso. Quienes acertaron a tiempo fueron los anarquistas de la antigua CGT. Se habían opuesto originalmente al reparto porque «convertía al campesino en apoyo corporativo del Estado, verdadero promotor y beneficiario de la reforma».
«La Esfinge de Jiquilpan» se guardó de confiar sus impresiones ni siquiera a su Diario. Seguía pensando, al parecer, que el sistema de reparto había sido correcto y justo, que la falla residía en el poco espíritu revolucionario de los representantes oficiales encargados de ponerlo en práctica.
En su primer viaje a Yucatán, yendo en auto con el gobernador Palomo se le había visto tender un billete a un pedigüeño que saltó al estribo: «Tome la mitad y déle el resto a otro tan necesitado como usted». En su segunda y última visita como presidente, sus actos de caridad fueron más frecuentes. Cuando menos, «eso podía dar».
Los críticos atribuían por entero a Cárdenas el fracaso del «experimento realizado en la carne viva de un pueblo, a impulso tal vez de sentimientos generosos, pero con ligereza e imprevisión culpables».
Olvidaban quizá que las condiciones anteriores al experimento eran igualmente desesperadas. No advertían que desde tiempo inmemorial siglos antes de que Cárdenas existiera, lo que había estado experimentando en la carne viva de un pueblo era una conjunción cruel de la historia y la naturaleza, invisible para los economistas, pero evidente para un poeta.
Octavio Paz vivió durante algunos meses de 1937 en Yucatán. Impresionado por la miseria de los campesinos mayas, atados al cultivo y las vicisitudes del henequén, escribió:
«El gobierno», recuerda Paz, «había repartido la tierra entre los trabajadores pero la condición de éstos no había mejorado: por una parte, eran (y son) las víctimas de la burocracia gremial y gubernamental que ha sustituido a los antiguos latifundistas; por la otra seguían dependiendo de las oscilaciones del mercado internacional.
Quise mostrar la relación que, como un verdadero nudo estrangulador, ataba la vida concreta de los campesinos a la estructura impersonal, abstracta, de la economía capitalista. Una comunidad de hombres y mujeres dedicada a la satisfacción de necesidades materiales básicas y al cumplimiento de ritos y preceptos tradicionales, sometida a un remoto mecanismo. Ese mecanismo los trituraba pero ellos ignoraban no sólo su funcionamiento sino su existencia misma», El reparto del valle de Mexicali, en cambio, resultó un éxito Tres compañías norteamericanas habían creado un circuito económico cerrado: la Colorado River Land Co. rentaba la tierra, la Imperial Irri.
gation Distnct proporcionaba el agua, y la Anderson Clayton financiaba a los agricultores. Era urgente destruir tal circuito, no sólo por tratarse de empresas extranjeras, sino por el peligro de que en un futuro no lejano Estados Unidos retuviera el agua en su valle Imperial desecando la zona mexicana. Con la posesión plena del valle. México podna -según propuesta de Adolfo Orive Alba- negociar un canje de aguas.
Por brechas de Sonora y Baja California, sudoroso y extenuado llego Cárdenas a Mexicali. Antes de entrar se cambió de atuendo como hacía siempre, en respeto al lugar que visita y a su propia, solemne, investidura. «Cárdenas ofreció las tierras», recuerda Orive Alba «pero nadie quería recibirlas. La gente lo trataba con frialdad. Tuvo que recurrir a peluqueros, mozos y croupiers.» Dos años después, quienesquiera que hubieran sido los beneficiarios, Orive Alba los vio recibir a Cárdenas como un «ídolo popular». Los ejidatarios habían pe.
dido la división de sus ejidos en parcelas individuales y el gobierno se lo concedió. «Míralo, tócalo», decían las madres a sus niños: «Es el que nos dio la tierra.» En el valle del Yaqui el reparto corrió una suerte ambigua. La margen izquierda del rio se entregó a ejidatarios blancos y mestizos que muy pronto alcanzaron cosechas sin precedente. Se dio el caso de que una sola cosecha de arroz sobre 10.0 hectáreas produjera 1.0.0 pesos a los 2.0 ejidatarios. La historia en la margen derecha fue distinta. Las 17.0 hectáreas de riego, y las 400 sin él, que Cárdenas dio —devolvió— a los indios yaquis no elevaron un ápice su antigua y recelosa condición de postergados. Cárdenas les promete canales, implementos, pies de ganado, pero sus primeros y buenos deseos, por limitaciones económicas o burocráticas, no se cumplen.
En varios de sus continuos viajes por el campo se hacía acompañar de dos escritores norteamericanos que querían y defendían a México: Waldo Frank y Frank Tannenbaum. El primero rúe con Cárdenas hasta la recién descubierta tumba de Monte Albán y escuchó las explicaciones del arqueólogo Alfonso Caso. El segundo, que prefería los viajes más propiamente campiranos, a lomo de muía o a pie, escribió: «Uno siempre se imagina a Cárdenas rodeado del pueblo.
Adondequiera que iba las multitudes se le acercaban y se apretaban junto a él tratando de permanecer a su lado, de tocarlo ... Atraía al pueblo como un imán». La misma estampa mesiánica de Michoacán se extendió a lo largo y ancho del país. Eran idénticos el afecto, la compasión, el trato personal, la suave cordialidad, el modo de apelar a las emociones, el gusto por los hechos concretos, la solemnidad y, sobre todo, la capacidad de escuchar: «al menos paciencia tengo para darles». Una hermosa palabra resume su actitud: misericordia.
Pero aquella misericordia no era desesperada. La movía una fe casi terca en la bondad de su obra. Meses antes del reparto de Atencingo, había apuntado en su Diario una nota reveladora de esa fe. Cárdenas veía lo que quería ver:
«Comprobamos una vez más la diferencia social que existe entre un poblado ejidal y una hacienda. Mientras que en el primero los campesinos paseaban alegres con sus familias y otros se divertían en el deporte, en la hacienda de Atencingo presentaban los campesinos un estado deprimente; grupos alcoholizados nos revelaron que la acción moralizadora no puede entrar en la hacienda ... urge convertir en ejido este latifundio».
En 1938 el presidente escribe una carta a sus viejos conocidos, los señores Cusí, dueños de dos haciendas en muchos sentidos ejemplares: Lombardía y Nueva Italia. Reconoce que han sido «buenos hacendados», pero les advierte la inminencia del reparto. En noviembre los campesinos reciben las haciendas completas: tierra, edificios, maquinaria, ganado, plantíos de limones. Esta vez no se podía fallar: era la hacienda sin hacendado. En pocos experimentos puso Cárdenas una mayor fe personal.
En un excelente estudio basado, sobre todo, en entrevistas de los años sesenta, la antropóloga Susana Glantz narró la suerte de Nueva Italia, muy distinta de la que había soñado Cárdenas.
Con objeto de no desmembrar la unidad productiva, se integró a los 1.5 campesinos, dueños por vía ejidal de las 32.6 hectáreas, en cinco núcleos y una sociedad colectiva de crédito ejidal. Muy pronto los vecinos de uno de esos núcleos exponen: «Nosotros deseamos ser dueños de nuestro éxito o de nuestro fracaso. Pues de ninguna manera nos hemos convencido de que estando dentro de la sociedad podamos prosperar» Cárdenas deniega la petición. Por un tiempo —el que dura el primer ciclo— los ejidatarios están de plácemes. En el momento del reparto los campos estaban sembrados: los buenos resultados y el poco esfuerzo los engañan. Poco después se distribuyen utilidades inexistentes; crecen en forma vertical los créditos, que no se pagarán (Cárdenas los condona en 1944); aparece la corrupción en las sociedades y el banco. Un testigo recordaba:
«Era un relajo, como que nadie sabía muy bien para dónde jalar...
de la noche a la mañana querían que uno supiera de todo: que sembrar, que limpiar canales, que ver el ganado y cuánto hay. En la hacienda un peón salía a sembrar o echar agua, espantar patos o cargar, pero no hacía de todo. Antes uno sabía a qué atenerse, no [como] después, [que] se volvió un embrollo».
Las utilidades —reales o ficticias— de los primeros años se gastaron del modo más extravagante: un estadio, o una piscina que tiempo después quedaría vacía. En 1941 los cinco núcleos se separaron para ser dueños de «su éxito o fracaso». La historia no terminaría allí. Cárdenas seguiría en contacto con la región hasta bien entrados los años sesenta: nunca se conformó con que la niña de sus ojos fuese distinta de la de sus sueños.
Dos anécdotas indigenistas: en Tajimaroa, los indios se comieron el semental de raza fina que les había regalado «Tata Presidente». En Tetelcingo, «el general les dio un par de puercas de cría para que las rifaran entre el vecindario. El ganador de una de las marranas no la quiso por grande. La segunda murió entre chillidos pocos días después y la gente fue invitada a la fiesta». Todo fue un poco así.
La misma realidad aguafiestas deforma el limpio proyecto de Cárdenas para los indígenas. Sin desarraigarlos ni modificar sus tradiciones, Cárdenas intenta ofrecer vías de mejoramiento que los alejen de la abulia, la enfermedad, la miseria, el alcohol y el fatalismo secular.
Funda en diciembre de 1935 el Departamento de Asuntos Indígenas.
Idea una cruzada de salud, educación y pan: casi siempre en el papel, se integran brigadas de maestros, agrónomos, médicos, artistas y trabajadores sociales, se construyen escuelas e internados, palancas de progreso que finalmente no llegan, llegan con cuentagotas, cuando llegan nada cambian, o cambian, muchas veces, para mal.
En junio de 1939 visita a los indios yaquis. Les ofrece crear almacenes, construir puentes y casas, mediar para que los ocho pueblos establezcan sus jurisdicciones. Sólo se niega a edificarles los templos que también le piden.
En un informe del Banco Agrícola publicado en 1943 se afirmaba que de las cuatrocientas mil hectáreas en su poder, los yaquis cultivan sólo dos mil.
«No es exacto», pensaba Cárdenas, «que el indígena sea refractario a su mejoramiento ni indiferente al progreso. Si frecuentemente no exterioriza ni alegría ni pena, ocultando como una esfinge el secreto de sus emociones, es que está acostumbrado al olvido.» Cárdenas los visitó, los exaltó y honró, puso a su disposición una limitada oferta estatal con escasos resultados. A fin de cuentas se conformó con dar lo único que dependía directamente de él: su atención, su oído, su persona.
Desde el punto de vista económico —nacional, regional, local, ejidal, individual— la gigantesca operación del reparto agrario estuvo lejos de colmar las aspiraciones del presidente Cárdenas. El súbito incremento en el gasto público, el déficit continuado de 1937 y el sobregiro de 87.0.0 pesos contra el Banco de México alimentaron el alza de precios a la que, por otra parte, contribuía también una pronunciada caída de la producción y la productividad agrícolas. En febrero de 1938 Miguel Palacios Macedo, consejero del Banco de México, sometió a las autoridades respectivas un memorándum en donde señalaba el núcleo del problema:
«Importa sobre todo suprimir los fenómenos de economía deficitaria que vienen produciéndose y agravándose con frecuencia e intensidad alarmantes y que en síntesis consisten en que el país parece empeñado en llevar un "tren de vida" que no guarda relación con la economía nacional y con la necesidad de formar los capitales requeridos por su desarrollo económico».
En términos políticos, en cambio, la reforma había tenido un éxito redondo. La clase hacendada desapareció del mapa y la palabra hacienda pasó a los manuales de historia. Los logreros de la Revolución, que desde los años de lucha «se» habían impartido justicia adjudicándose bonitos latifundios, tuvieron que ganarse la vida por medios diferentes. Por otra parte, la reforma agraria cardenista fortificó políticamente al Estado. Había desaparecido el «amo» o el «patrón», pero lo sustituía una inmensa red burocrática que iba desde el comisario ejidal hasta las oficinas del Departamento Agrario. Obviamente, Cárdenas no había previsto ni deseado tal desenlace. Su ideal, como escribe Tannenbaum, era otro:
«... una nación mexicana basada en el gobierno autónomo e independiente de los pueblos, en la cual se asegurara a cada individuo su propio ejido, quedara libre de la explotación y participara activamente en los problemas de su comunidad».
En el esquema de Cárdenas había un supuesto que fallaba: la transparencia de las autoridades. El ejido vinculaba al campesino con el Estado más que con la tierra. El patemalismo se tradujo muchas veces en sujeción. En vez de hombre libre, con frecuencia el campesino se tornó capital político.
Pero quedaba un objetivo más: la simple y llana justicia. Cárdenas quiso, y en su medida lo consiguió, dignificar a los humildes. Nadie mejor que Luis González ha descrito el sentido original y profundo de aquella obra:
«Se trataba de librar a los pobres del campo de los malos modos, de la conducta errática, de la reacción imprevisible de muchos patrones, dándoles tierras y haciendo ejidos que las autoridades les ayudarían a cultivar y administrar sin el fin ulterior, por parte del gobierno de entonces, de convertirlos en sirvientes del Estado. Aquélla fue una ejidización puramente humanitaria».
La confrontación de los frutos y los sueños no avivó la sensibilidad autocrítica del presidente. A su juicio, la reforma agraria era un proceso largo y lento, con «desajustes» inevitables. «Seguiremos adelante», declaraba en diciembre de 1938, «hasta que todas las necesidades del pueblo estén satisfechas ... sea como fuere, la producción agrícola actual es muy superior a la de 1910.» Al menos en esta aseveración, se equivocaba.
El reparto de la tierra fue uno de los pilares permanentes en el credo de Cárdenas. Al final de su periodo pareció admitir fisuras, no meros «desajustes», en su política agraria. Luis González recuerda una anécdota que así lo sugiere. El presidente visita San José de Gracia donde lo recibe con todos los honores el padre Federico González, el mismo que había combatido del lado de los cristeros y contra el agrarismo en los tiempos en que Cárdenas era gobernador. Hablan largamente, solos. El padre le muestra los buenos resultados que había dado en San José el fraccionamiento de la hacienda El Sabino en 300 parcelas individuales: la gente mejoraba sus terrenos, poseía animales, producía leche. Nadie olvidaría las palabras de Cárdenas al padre:
«Si hubiera visto lo que ahora veo, se hubieran hecho las cosas distinto. Esto es lo que hubiera querido hacer en todo México. No se puede hacer todo lo que se quiere. Los ingenieros no eran gentes de campo, no estaban enterados de cómo se podían hacer las cosas. Si en cada lugar hubiese alguien como usted...».
La anécdota es reveladora en dos sentidos. Cárdenas admitía que «las cosas» podían haber sido hechas de modo distinto y con mejores resultados. Esto explica la desaceleración del reparto a partir de 1938, la invención de los certificados de inafectabilidad, su respeto creciente por la auténtica pequeña propiedad (él mismo poseía un puñado de ellas). Por eso cuando un vecino de San José le demuestra que se ha invadido su pequeña propiedad, ahí mismo, sobre un papel, Cárdenas ordena la restitución. Pero hay un sentido más que se desprende de sus palabras: a su juicio, el pueblo, cualquier pueblo, necesita al padre que diga y haga lo que en verdad conviene. Así, un acto en favor del pueblo efectuado con la más pura convicción de justicia, pero sin consultarlo, es no sólo antidemocrático, sino injusto en principio y, muy probablemente, en sus resultados.

Cuerpos políticos






La CTM no es la CRMDT. En Michoacán apenas existía la clase obrera. En el México de 1936 la clase obrera nacional no necesita que el mandatario la invente. Los 350.0 agremiados de la nueva organización tienen cuando menos dos décadas de fogueo en la lucha sindical. La relación entre la CTM y el gobierno será mucho más equitativa que la de sus homólogos en el periodo de Michoacán.
El beneficio inmediato que los obreros obtienen de su vínculo con el Estado es un nuevo y perdurable modus Qperandi con la clase patronal. Cuando en febrero de 1936 Cárdenas acude personalmente a Monterrey, no pretende -aunque así parece- que las fábricas pasen a manos de los obreros. Su gobierno no era comunista -como los patrones voceaban-, ni lo movía el oro ruso. Cierto, alentaba las huelgas políticas de «solidaridad», pero todo el despliegue no tenía más sentido que el de establecer las reglas del juego entre «los factores de la producción» y entre éstos y el gobierno, tal como quedaron expresadas en los famosos 14 puntos publicados por El Nacional el 12 de febrero de aquel año. Se destacan los primeros nueve:
«I. Necesidad de que se establezca la cooperación entre el gobierno y los factores que intervienen en la producción para resolver permanentemente los problemas que son propios de las relaciones obrero-patronales dentro de nuestro régimen económico de derecho, »2. Conveniencia nacional de proveer lo necesario para crear la Central Única de Trabajadores Industriales que dé fin a las pugnas intergremiales. nocivas por igual a obreros, patrones y al mismo gobierno.
»3. El gobierno es el arbitro y el regulador de la vida social.
»4. Seguridad de que las demandas de los trabajadores serán siempre consideradas dentro del margen que ofrezcan las posibilidades económicas de las empresas, »5. Confirmación de su propósito, expresado anteriormente a los representantes obreros, de no acordar ayuda preferente a una determinada organización proletaria, sino al conjunto del movimiento obrero representado por la Central Unitaria.
»6. Negación rotunda de toda facultad a la clase patronal para intervenir en las organizaciones de los obreros, pues no asiste a los empresarios derecho alguno para invadir el campo de acción social proletario.
»7. Las clases patronales tienen el mismo derecho que los obreros para vincular sus organizaciones en una estructura nacional.
»8. El gobierno está interesado en no agotar las industrias del país, sino en acrecentarlas, pues aun para su sostenimiento material, la administración pública reposa en el rendimiento de los impuestos.
»9. La causa de las agitaciones sociales no radica en la existencia de núcleos comunistas. Estos forman minorías sin influencia determinada en los destinos del país. Las agitaciones provienen de la existencia de aspiraciones y necesidades justas de las masas trabajadoras, que no se satisfacen, y de la falta de cumplimiento de las leyes del trabajo, que da material de agitación».
La CTM sufrió altibajos los primeros años. Los comunistas se doblegan ante la fuerza de Fidel Velázquez y sus compañeros Lobitos.
En junio de 1936 se retiran de la organización los mineros y metalurgistas, un año después los electricistas. Para 1937, según datos del Partido Comunista, sólo quedan en la CTM el 44,3 por ciento de los agremiados originales.
En agosto de ese año. Cárdenas —es decir, el Estado— comienza a pasar la cuenta: «... pedimos a las organizaciones obreras ... por conducto de sus centrales, cooperación consistente en que antes de ir nuevos movimientos a huelgas, busquen arreglos ...».
Había que dar «preferencia» al problema de Yucatán y solidarizarse con los campesinos. Poco a poco regresan todas las agrupaciones desertoras. Los comunistas reciben la visita del líder internacional Eari Browder que, ante el ascenso fascista en Europa, ordena la «unidad a toda costa». Es el momento cumbre de la política de frente popular.
Cárdenas no sólo cree en ella y la estimula: la encarna, y la capitaliza para el Estado.
Para el Estado, no para la CTM. En una decisión fundamental, desde febrero de 1936 Cárdenas bloquea la sindicalización campesina bajo la CTM aduciendo que «incubaría gérmenes de disolución». En agosto de 1938, dirigida por el honrado Graciano Sánchez, crea una organización ad hoc: la Confederación Nacional Campesina. (Con idéntico espíritu corporativo, alienta la integración oficial de las Cámaras de Comercio e Industria.) Todavía más: para no dejar todos los huevos sólo en la canasta cetemista, mantiene con vida a la CGT y la CROM. El equilibrio llega al extremo con el generoso asilo a León Trotsky. Diego Rivera se lo había solicitado en La Laguna, a fines de 1936. Trotsky llega a Tampico en enero de 1937. Los comunistas y la CTM trinan. Los primeros no cejan, los segundos se pliegan. Así, con una suprema política de «divide y vencerás», el Estado cardenista se consolidaba como el protagonista de la vida nacional.
En 1936 las huelgas no habían sido desacertadas ni antipatrióticas.
Para 1939, sí. El sentido de fondo es idéntico: el Estado vela por la nación, es tutor y arbitro, es el supremo juez.
La aparente «línea dura» con los obreros desde 1938 tiene como origen la tabla de prioridades nacionales a cargo del Estado. Pero quizá otro factor influyó también: el fracaso de la administración obrera de los ferrocarriles. Los años treinta fueron en todo el Occidente una era de experimentación. El New Deal, en particular, tuvo ese sentido. Rooseveit solía decir: «Escoja un método y pruébelo. Si falla, admita su error francamente y trate con uno nuevo. Pero sobre todo: pruebe siempre». El New Deal cardenista tuvo también ese carácter de continua experimentación. Luis Cabrera dio con la palabra clave: ensayo. Cárdenas ensaya la entrega de la administración ferrocarrilera a los obreros. Su triunfo, explica Arturo Anguiano, habría dado «un jalón hacia el socialismo». Su fracaso obligaría al repliegue y a la búsqueda franca de una nueva vía: el capitalismo industrial bajo la tutela, regulación y arbitraje del Estado.
En febrero de 1937 el ingeniero Antonio Madrazo, presidente ejecutivo de los Ferrocarriles Nacionales, había emitido un memorándum aterrador. Las continuas peticiones sindicales paralizaban a la empresa; de cada peso que ingresaba, 55 centavos se dedicaban a sueldos; la productividad decrecía; con frecuencia se amenazaba a los buenos operarios con la cláusula de exclusión. En junio. Cárdenas expropia la empresa y crea el Departamento Autónomo de los Ferrocarriles Nacionales, constituido en un patrimonio nacional sin propósito de lucro. Menos de un año después, en abril de 1938, entrega la administración y explotación de la empresa al Sindicato de Ferrocarrileros. Nace así la administración obrera de los Ferrocarriles Nacionales de México.
Entre agosto de 1938 y marzo de 1940 tienen lugar seis graves choques de trenes de pasajeros y centenares de accidentes menores. El 3 de julio de 1939, el licenciado Agustín Leñero, secretario particular de Cárdenas, dirige al presidente un telegrama en tomo a las causas de los accidentes, donde le dice que la casi totalidad de éstos son atribuibles al relajamiento de la disciplina laboral y al caos organizativo imperante en el sindicato.
Al poco tiempo, atendiendo a las sensatas sugerencias de su ministro de Hacienda, Eduardo Suárez, Cárdenas se dispone a aceptar el repliegue del ensayo sindicalista.
«No debe extrañar que el régimen facilite la unión de las clases trabajadoras, así manuales como intelectuales, alrededor del Partido. La administración actual, que es consecuencia del movimiento revolucionario, reconoce su obligación de reunir a los grupos dispersos para que no actúen anárquicamente.» En la médula del nuevo proyecto estaba el credo colectivista de Cárdenas y su desdén por el «individualismo anárquico»: «El colectivismo», sostenía, «no está reñido con la democracia. No sólo eso, sino que en la propia organización colectivista se practican las reglas de la democracia».
El credo colectivista de Cárdenas, como cualquier otro credo, era impermeable a los datos incómodos de la realidad. «Lo que hasta el presente se ha hecho», comenta a Regino Hernández Llergo, «está bien hecho, y no hay de que arrepentirse. Nada hay que rectificar.» El joven crítico Rubén Salazar Mallén escribió a principios de 1939 que el país vivía, en lo político, «un nuevo porfirismo»:
«Aquí el ejercicio de la democracia es una triste mascarada ... un embuste peor que la usurpación mendaz del nombre del pueblo ...
¿Qué líder representa al pueblo, a una fracción del pueblo siquiera? La carne de sindicato es carne esclava».
«Los malos líderes», respondería Cárdenas, «son golondrinas que no hacen verano.» Pero tal vez Salazar Mallén tenía razón. Treinta años después del inicio de la Revolución un nuevo padre integral había vuelto a la vieja receta de Alamán, Molina Enríquez y Porfirio Díaz: México como un edificio corporativo. La Revolución sólo había dado una composición social al diseño. «Los mexicanos», escribe Arnaldo Córdova, «fueron incapaces de percibir el gigantesco proceso de corporativización que el cardenismo estaba llevando a término.»

Por un sano nacionalismo tecnocrático






Cárdenas no había olvidado su experiencia en la Huasteca veracruzana, en «Tuxpan de ideales». El trance de aquella remota huelga lo había marcado: la prepotencia de las compañías petroleras, sus evasiones fiscales, la pobreza de la zona, la división entre los obreros, la final aquiescencia del presidente Calles. Los petroleros constituían un Estado dentro del Estado mexicano.
Desde principios de su gestión, el presidente da indicios de endurecimiento frente a las compañías petroleras. El 1.° de septiembre de 1935 declara:
«La aplicación de la Ley del Petróleo de 1925, en lo que a concesiones ordinarias se refiere, ha demostrado no responder al principio fundamental del artículo 27 constitucional. En efecto, permite la incorporación de enormes extensiones de terreno sin trabajar».
Los hechos se suceden en un continuo crescendo. En 1936 se publica la Ley de Expropiación por Causa de Utilidad Pública, pero el embajador Josephus Daniels recibe seguridades por parte del presidente de que no se aplicará en los casos del petróleo y las minas. A mediados de año, los dieciocho mil obreros del Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República mexicana emplazan con éxito a las compañías a la firma del primer contrato colectivo de trabajo. A principios de 1937 el secretario de Comunicaciones, Múgica, elabora un proyecto en donde se vuelve a estipular lo que él mismo había impulsado veinte años antes en Querétaro: los yacimientos pertenecen a la nación. Según Lorenzo Meyer -autor de un libro clásico sobre el conflicto petrolero-. Cárdenas niega que se pretenda afectar derechos adquiridos y congela el proyecto de su mentor. Con todo, crea k Administración Nacional de Petróleo.
A mediados de 1937 surge, de nueva cuenta, un problema laboral. El presidente y los ministros Múgica y Suárez niegan repetidamente que el gobierno abrigue el propósito de nacionalizar. Con el reparto agrario en su punto culminante, la necesidad, por el contrario, era de recursos. Cárdenas, no obstante, escribe para sí en junio de 1937:
«Toda la industria del petróleo debe venir a manos también del Estado para que la nación aproveche la riqueza del subsuelo que hoy se llevan las compañías extranjeras. Para ello seguiremos otro procedimiento».
La Junta de Conciliación y Arbitraje declara que entre las empresas y el sindicato existe un conflicto económico, por lo que, de acuerdo con el derecho laboral, se designa una junta de peritos dictaminadores. Bajo la dirección del Efraín Buenrostro, Mariano Moctezuma y Jesús Silva Herzog, los peritos emiten finalmente un documento de 2.0 cuartillas con 40 conclusiones desfavorables a las compañías. Uno de los peritos que intervino en el estudio, el contador Alejandro Hernández de la Portilla, recuerda que las compañías abundaban en recursos de adulteración de cuentas: el ocultamiento de utilidades por medio de gastos y sueldos inflados era sólo uno de ellos. El veredicto no dejaba dudas: podían pagar los veintiséis millones de pesos que los obreros exigían, no sólo los doce que estaban ofreciendo.
Las compañías —explica Meyer— no se enfrentaban ya al sindicato o a la CTM, sino al gobierno. Cárdenas expuso a Daniels que en adelante la fijación de impuestos y salarios se haría con intervención oficial. Era el desenlace natural de aquel peritaje. Por su parte, las compañías buscan refutar el informe elevando al mismo tiempo su oferta a veinte millones.
Entre agosto y octubre de 1937 se celebran varias entrevistas entre el presidente y los petroleros. Estos optan por su consabida línea dura.
«La reacción del presidente no fue clara: escuchó, ofreció mediar. En cambio, la respuesta de la Standard Oil en noviembre fue del todo clara: "No podemos pagar y no pagaremos".» Su cálculo era simple:
el gobierno no se atrevería a ir más lejos; carecía de personal para manejar la industria, de mercados para colocar los productos y de recursos para financiarse. Para sorpresa general, en esos días el gobierno toma una medida sin precedente: cancela una concesión de 1909 a la Standard Oil, con lo cual rasgaba el tabú de no tocar las concesiones confirmatorias.
La siguiente jugada de ajedrez consiste en buscar la división. El gobierno concede a El Águila —compañía angioholandesa— una concesión en Poza Rica a cambio de la aceptación en sus términos del artículo 27 y una participación de entre el 15 y el 35 por ciento de la producción. A fin del año. Castillo Nájera -el embajador de México ante Washington- busca un acuerdo general de sociedad con las empresas norteamericanas, aduciendo la expansión de El Águila. Finalmente, la maniobra se frustra con ambas.
El 18 de diciembre, la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje emite su fallo: las compañías deberían pagar 26.2.2 pesos a los obreros y dar trabajo a 1.0 empleados de confianza. Las compañías reclaman denegación de justicia. Para ellas, se trata del contrato «más extremista que jamás se hubiera dado a trabajadores en cualquier industria de cualquier país». El 29 solicitan el amparo a la Suprema Corte de Justicia. Las reservas del Banco de México se desploman.
«La esencia misma del poder», apunta Meyer, «estaba en juego.» El 1.° de marzo de 1938 la Corte falla contra las compañías: la fecha límite para el pago de los veintiséis millones sería el 7 de marzo. A todo esto, el gobierno de Washington ha reaccionado con desusada prudencia. Es cierto que Morgenthau -secretario del Tesoro- se niega a convenir con México un arreglo de compra de plata a largo plazo, pero en el otro lado de la balanza está el embajador Daniels. «No es un amigo de las compañías», explica Meyer, «sino un auténtico exponente de la política del "buen vecino".» Cárdenas había tenido una junta con Armstrong, el representante de las compañías. En ella había rehusado bajar la cifra, pero abría la puerta a otro tipo de concesiones. El 8 de marzo, en una nueva y candente reunión con el presidente, la oferta oficial es aún mejor: con el pago de los veintiséis millones, el gobierno se comprometía a la reglamentación del laudo para evitar posteriores dificultades. Silva Herzog escuchó el diálogo que siguió a esta idea:
«-¿Y quién nos garantiza que el aumento será sólo de veintiséis millones? »—Yo lo garantizo.
»—¿Usted? (Sonrisas.) »—(De pie.) Hemos terminado».
En verdad habían terminado. El día 9 Cárdenas apunta:
«Soy optimista sobre la actitud que asumirá la nación en caso de que el gobierno se vea obligado a obrar radicalmente. Considero que cualquier sacrificio que haya que hacer en el presente conflicto lo hará con agrado el pueblo.
"México tiene hoy la gran oportunidad de liberarse de la presión política y económica que han ejercido en el país las empresas petroleras que explotan, para su provecho, una de nuestras mayores riquezas, como es el petróleo, y cuyas empresas han estorbado la realización del programa social señalado en la Constitución Política, como también han causado daños las empresas que mantienen en su poder grandes latifundios a lo largo de nuestra frontera y en el corazón del territorio nacional, y que han ocasionado indebidos reclamos de los gobiernos de sus países de origen.
«Varias administraciones del régimen de la Revolución han intentado intervenir en las concesiones del subsuelo, concedidas a empresas extranjeras, y las circunstancias no han sido propicias, por la presión internacional y por problemas internos. Pero hoy que las condiciones son diferentes, que el país no registra luchas armadas y que está en puerta una nueva guerra mundial, y que Inglaterra y Estados Unidos hablan frecuentemente en favor de las democracias y de respeto a la soberanía de los países, es oportuno ver si los gobiernos que así se manifiestan cumplen al hacer México uso de sus derechos de soberanía.
»E1 gobierno que presido, contando con el respaldo del pueblo, cumplirá con la responsabilidad de esta hora».
Todo se precipita. El día 15 la Junta Federal apremia a las compañías el cumplimiento. El 16 las declara en rebeldía. (Armstrong comenta: «No se atreverán a expropiamos».) Todavía el 18 de marzo hay una junta con el presidente en la que las compañías aceptan el pago de veintiséis millones, pero objetan otras prestaciones. Demasiado tarde. Al día siguiente, a las once de la noche, en Los Pinos, Cárdenas apunta los acontecimientos memorables:
«A las 22 horas de ayer, 18 de marzo, dirigí en Palacio Nacional un mensaje a la nación, participándole el paso trascendental que da el gobierno de México, reivindicando la riqueza petrolera que explotaban empresas extranjeras.
»He hablado al pueblo pidiendo su respaldo, no sólo por la reivindicación de la riqueza petrolera, sino por la dignidad de México que pretenden burlar extranjeros que han obtenido grandes beneficios de nuestros recursos naturales, y que abusan considerándose ajenos a los problemas del país.
»Con voluntad y un poco de sacrificio del pueblo para resistir los ataques de los intereses afectados, México logrará salir airoso; y para ello confío en la comprensión y patriotismo de todos los mexicanos.
»Hoy podrá la nación fincar buena parte de su crédito en la industria del petróleo y desarrollar con amplitud su economía».
El 20 de marzo era domingo. Una comitiva de amigos cercanos acompañó al presidente a una excursión al Nevado de Toluca. Nadó solo en el agua helada de una de las lagunas. Nadar en el volcán...
Raúl Castellano pensó que el acto era una metáfora puntual de los acontecimientos que el presidente había vivido.
Doscientas mil personas aclamaron al presidente en el Zócalo. Serían legendarias las colas de gente de todas las clases sociales que en Bellas Artes contribuyeron al pago de la deuda con lo poco o mucho que tenían: joyas o guajolotes. Veinte mil estudiantes de la recelosa UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) lo vitorearon. El rector, Luis Chico Goerne, exclamó: «Presidente de mi patria: he aquí el alma y la carne joven de México. Están contigo porque tú estás con el honor». El presidente tomó la bandera de la universidad y la ondeó con emoción varios minutos.
Las compañías petroleras concertarían un amplio y efectivo boicot comercial contra México, que se vio obligado a vender su petróleo a los países del Eje o a idear difíciles operaciones de trueque. No faltaron desde luego los embargos, ni la escasez de refacciones incluso en industrias que nada tenían que ver con el petróleo, ni las campañas de desprestigio, ni los escritores a sueldo que llevaban por el mundo la visión de un «México que robaba lo que se pusiese al alcance de la mano». Por su parte, el gobierno inglés puso al mexicano una nota denigrante que provocó la suspensión de relaciones. Con el gobierno de Estados Unidos no dejó de haber tensión, pero para Washington los riesgos de un enfrentamiento eran mayores que los posibles beneficios. La entrada de Estados Unidos en la guerra finiquitó, de hecho, el conflicto. La actitud de ambos presidentes -Rooseveit y Cárdenas—, tanto como el cuadro internacional, había contribuido al arreglo:
«Es típico de Cárdenas», notó Frank Tannenbaum, «el que, a través de todas aquellas conmociones, haya sabido conservar la cabeza.
No profirió ninguna maldición contra el pueblo americano; no denunció todos los días al gobierno americano; no insultó al secretario de Estado; no ridiculizó al presidente de Estados Unidos. Muy al contrario, siguió siendo amigo de Josephus Daniels y una vez hizo notar: "Tuve mucha suerte en ser presidente de México cuando Rooseveit era presidente de los Estados Unidos"».
El articulo 27 de la Constitución se cumplía por fin en letra y espíritu. México fue más México a partir de ese momento.
Los observadores cuidadosos notaban un cambio en el Cárdenas postenor a la expropiación petrolera con respecto al de los primeros anos «Su reserva inicial», escribe el corresponsal del New York Times «se ha convertido en una actitud de holgada confianza. Ha ido desa^ rrollando gradualmente una brillante personalidad que contrasta de modo radical con su anterior retraimiento.» Luis González advierte otra faceta de cambio: Cárdenas se volvió un poco tecnócrata. Parecía que la afirmación personal y nacional de la expropiación hubiese cegado en el todas las fuentes íntimas de carencia, desigualdad o resentimiento. La clave ahora era construir.
Una expresión de esa nueva actitud fue su impulso a la asistencia publica y la salud. Meses antes había creado ya la Escuela Normal de Educación Física, la Secretaría de Asistencia Pública, el Departamento de Asistencia Infantil, el Hospital de Huipulco y el servicio médico obligatorio. En 1939 funda la Liga Mexicana contra el Cáncer Como se ha vuelto un espléndido nadador, contrae una marcada fe en el deporte, que le vale las más desternillantes críticas de los escritores mojigatos:
«Tal ha sido el fanatismo sectario del general Cárdenas que no ha desaprovechado ocasión para combatir el catolicismo. Ha difundido los deportes, no tanto por lo que favorecen el desarrollo físico, cuanto por alejar a los que los practican del cumplimiento de los deberes religiosos del domingo y para que las mujeres pierdan el pudor».
Con la salud, la técnica. En tiempos de Cárdenas se funda el Instituto Politécnico Nacional. Sus aulas debían albergar a un nuevo tipo de universitario, como aquellos que había previsto en los cafés de la Universidad Nicolaíta: técnicos identificados con la realidad económica y social mexicana. En octubre de 1939 esta identificación comienza a adquirir formas concretas. Cárdenas echa a andar el proyecto de industrialización nacional. En unos cuantos días abate los gravámenes a la exportación de utilidades, los impuestos a las importaciones, la renta y el timbre. Se fomentaría con decisión a las industrias nuevas.
La cronología de las instituciones que creó y de las leyes que promulgo indica también un tránsito de lo campirano a lo urbano de la impartición de justicia a la creación de riqueza. De 1935 datan el Deparlamento de Caza y Pesca, el Forestal, el de Asuntos Indígenas. De 1936, los Almacenes Nacionales de Depósito. En 1937 nacen el Banco Nacional de Comercio Exterior, el Banco Nacional Obrero de Fomento Industrial y la Nueva Ley de Seguros. En 1938 se crean los Talleres Gráficos de la Nación y la Comisión Federal de Electricidad. Se expide el Estatuto de los Trabajadores del Estado y la muy importante —y poco respetada— Ley de Responsabilidades de Funcionarios Públicos. En 1939, año en que se pone en marcha el fomento de la industria, se crea también la Comisión Nacional de la Habitación. Un rasgo más del mismo tránsito es el incremento de la inversión en la infraestructura. Cárdenas gasta doce veces más que su antecesor en carteleras y aumenta en treinta millones de pesos al año la partida dedicada al riego.
Si se piensa en términos de la Constitución, para 1940 el cuadro de actitudes presidenciales era aproximadamente el siguiente: respeto absoluto de los artículos sobre libertades; vista gorda con el 130; menos socialismo y más técnica con el 3.°; plena vigencia del 123, siempre bajo la vigilante tutela del Estado, que entonces prescribía una era de industrialización para el país y de unidad entre los factores de la producción. Finalmente, cumplimiento estricto del artículo 27, primero —de 1936 a 1937— en sus postulados agrarios, pero cada vez con mayor hincapié en su aspecto nacionalista.
Una carta de Cárdenas a Efraín Buenrostro, secretario de Economía Nacional hacia marzo de 1940, expresa esta faceta de reivindicador nacionalista. Su credo desde los tiempos michoacanos había tenido dos pilares: el reparto ejidal de la tierra y la organización de las clases trabajadoras en un frente único bajo el manto corporativo del Estado. Ahora tenía un pilar más:
«Para el desarrollo de la costa de Michoacán, sigo pensando en la explotación de los yacimientos de fierro de Las Truchas, que desde luego podía iniciar el gobierno en una forma modesta con objeto de ir llamando la atención sobre la importancia de esa zona, que hoy se encuentra sin ninguna comunicación carretera y de población por falta de actividad.
»Al fecto, considero que bastará, por lo pronto, con un modesto taller de fundición que cuente con un pequeño horno para lingotes que los habitantes de la región de La Mira están dispuestos a manejar con tal de contribuir al desenvolvimiento de aquella importante región».

Puerto de libertad







En uno de los pasajes de su libro Homage to Catalonia, George Orwell se refiere a los buenos cartuchos mexicanos que el escritor solía dejar en reserva para cuando llegase el momento de la lucha. Leyéndolo, es imposible no conmoverse ante la actitud solidaria del gobierno mexicano con la República española.
El 15 de septiembre de 1936, Cárdenas da el grito en el Zócalo y agrega: «Viva la República española». No eran simples palabras: el deseo cristalizaría en ayuda. El 7 de junio de 1937 llega a México un grupo de niños huérfanos de la guerra. Cárdenas apunta:
«La traída a México de los niños españoles huérfanos no fue iniciativa del suscrito. A orgullo lo tendría si hubiera partido del Ejecutivo esta noble idea.
»Fue de un grupo de damas mexicanas que entienden cómo debe hacerse patria y que consideraron que el esfuerzo que debería hacer México para aliviar la situación de millares de huérfanos no debía detenerse ante las dificultades que se presentasen».
Dos años más tarde desembarcan treinta mil republicanos. Algunos círculos profascistas hablaban de la temible inmigración «comunista». Lo cierto es que esa corriente significó una inmensa capitalización cultural y económica. Gracias al apoyo de Cárdenas a una propuesta de Daniel Cosío Villegas, México abrió sus puertas a la crema y nata de la élite intelectual y científica de España, que trajo desde su llegada beneficios extraordinarios al país. En 1939 —para mencionar una sola institución de las que se formaron con el concurso español- se crea la Casa de España en México, que al poco tiempo se convertiría en El Colegio de México. Todo el que recuerde las desesperadas muchedumbres republicanas en los muelles españoles con la vista fija en el mar, temiendo el ataque de los franquistas en cualquier momento, debe sentirse orgulloso de que México se convirtiera en su puerto de salvación. Hecho tan significativo como el asilo a Trotsky, el profeta desterrado a quien ningún país quería acoger.
México fue -o, más bien, ha seguido siendo- sinónimo de refugio para los perseguidos de otras tierras.
Cárdenas lo expresó mejor que nadie: «No hay antipatía o prejuicio en nuestro país contra ningún país o raza del mundo».
Cada paso de la política exterior cardenista rúe congruente con esta actitud moral: su condena de la invasión fascista italiana a Etiopía; la censura al Japón en el conflicto sinojaponés; la orden a la Delegación Permanente de México en la Sociedad de Naciones para asumir en Ginebra la defensa de los judíos perseguidos por los nazis; la protesta, en fin, contra la invasión alemana de Checoslovaquia, Bélgica, Holanda, y la soviética de Finlandia.
El sentido de libertad que Cárdenas proyectaba a su política exterior tuvo traducciones concretas y palpables en la vida política interior. José Alvarado -el fino periodista- escribió: «Durante los seis años que estuvo en el Palacio Nacional, su obra fue discutida libremente en toda la República y su régimen fue objeto de ataques rudos y violentos». Nunca hubo represalias.
Quiso que su sexenio fuese muy distinto al de los sonorenses, manchados de sangre. Lo consiguió. La muerte de Saturnino Cedillo -el último rebelde militar en la historia del México contemporáneono puede achacarse al presidente. Había ido personalmente a San Luis Potosí para procurar disuadirlo. Su lugarteniente Pedro Figueroa recuerda sus instrucciones:
«El general no quiere que matemos a nadie. Desea que no haya derramamientos de sangre. Este movimiento rebelde podía haberse terminado en una hora; pero se ha prolongado algunos días debido a que el general Cárdenas ha dado órdenes expresas de dejar en libertad a los prisioneros, y no sólo eso: darles dinero para que regresen a sus casas y a su trabajo».
Nada lo encolerizó tanto en su sexenio -escribió su hagiógrafo Townsend- como la muerte violenta de Cedillo en enero de 1939.
Al generoso derecho de asilo, que confirmaba al país como un coto de libertad, y a la irrestricta independencia de la crítica se aunó el respeto a la libertad de creencia. Los empañó, es verdad, el dogma de la educación socialista impuesto a los niños en contra del auténtico laicismo. Con todo. Cárdenas tenía razón. Luego de los desfanatizadores años veinte, «no había problema religioso en México»:
«Naturalmente, en todos los países existen varias tendencias en pro y en contra de las creencias y prácticas religiosas, pero por lo que concierne a las leyes y al gobierno mexicanos, existe completa libertad religiosa en nuestro país».
Una de las mayores paradojas de aquel sexenio fue la convivencia de un Estado corporativo con las más amplias libertades cívicas. Esta sería, desde entonces, una de las paradojas centrales y, en cierta forma, afortunadas de la vida mexicana. En un político paternal como Cárdenas, la convivencia se explica: el padre domina pero tolera y aun alienta la libertad natural de los hijos.


Paradojas y sucesión






Negar que Cárdenas terminó su periodo presidencial en medio de una notoria, que no generalizada, impopularidad, sería querer tapar el sol con un dedo. Más temprano de lo que hubiera querido, en 1939 se desató la carrera de la sucesión y con ella un alud de críticas.
Muchas de ellas eran risibles. Había que frotarse los ojos, por ejemplo, después de leer las opiniones de Carlos Pereyra: «El Estado Mayor bolchevique, compuesto de mexicanos enviados a Rusia ... la colectivización de la tierra. Rusia en todo». La iracundia de los círculos clericales los llevaba a creer que Cárdenas había sido tan perseguidor como Calles. Hasta hombres sensatos como Manuel Gómez Morín criticaban «la conducta absurda» de México en Ginebra... y la que siguió en el problema de los refugiados «permitiendo que los funcionarios mexicanos se convirtieran en agentes... de facciones que nos son extrañas». Las clases altas lo llamaban «el Trompudo» y recitaban estos versos:

Un presidente obcecado.
de proletaria manía.
es peor que un chivo enjaulado.
en una cristalería.
Paloma viajera.
as de peregrinos.
que vas recorriendo.
todos los caminos.
comes en cuclillas.
duermes en el suelo.
aunque los rancheros.
te tomen el pelo.
Ya no nos des patria.
ya no nos redimas.
ya no nos prometas.
cosechas opimas.
Y si has de hacer algo en.
nuestro favor.
córtale las uñas.
a tu ilustre hermano.
De Lombardo y Dámaso.
líbranos. Señor.

Con la fundación, en 1939, del Partido de Acción Nacional, Manuel Gómez Morín echó su cuarto a espadas. Sus discursos críticos fueron, por lo general, inteligentes y matizados. Admitía la «rectitud de intención en casos como la colectivización agraria y el sindicalismo burocrático», confrontaba las intenciones con los resultados y hallaba a éstos «lamentables o, en el mejor de los casos, nulos». A su juicio, la acción agraria estaba inspirada en «un falso y artificioso concepto de lucha» contrario a «las condiciones humanas de vida, la libre organización y los medios técnicos que se habían introducido en la agricultura moderna en todo el mundo, menos en México». Contra la opinión de Cárdenas, que defendía la colectivización agraria porque a ella tendían las condiciones climáticas de cada región y porque había que evitar el «individualismo anárquico», Gómez Morín pensaba:
«¿Por ventura en los demás países donde existen unidades de irrigación, de clima o de cultivo -y existen en todo el mundo- ha sido necesario imponer las formas de colectivización? ¿Se ha comprobado en alguna parte que la libertad responsable de trabajo y de asociación produzcan un individualismo anárquico, pugna entre los trabajadores, desperdicio de energías y abatimiento en la producción? No. Eso existe precisamente donde las formas naturales y debidas de la propiedad, del trabajo libre y responsable, de la asociación autónoma y de fin técnico, se reemplazan por la coacción, el favoritismo, la burocracia y el propósito político, como sucede precisamente cuando se quiere introducir la colectivización».
De la sindicalización burocrática no tenía mejor opinión: a las organizaciones obreras se las había «envenenado de política y de fines, tácticas y objetivos que no [eran] suyos». Del PRM escribió: «... es una patraña de partido que no tiene un solo miembro voluntario». El mayor pecado del régimen, concluía Gómez Morín, era su «confusión mental y moral». Años después resumiría sus ideas: «En Cárdenas, en su gobierno, había una mezcla de mesianismo, de sentido de justicia para los desvalidos y creo que de sincero deseo de progreso de México, con una ideología socialistoide, un gran apetito de poder y una fuerte dosis de desprecio a la comunidad».
La tenue franja de los intelectuales democráticos y liberales apenas salió a la palestra porque, de tan tenue, era casi inexistente. En el clima de tensión ideológica que prevaleció durante toda la década de los treinta, era muy raro el que navegaba con éxito entre Escila y Caribdis, entre fascismo y comunismo. Uno de esos extraños equilibristas fue Cosío Villegas. Se cuidó de publicar sus equilibradas opiniones, pero no de formularlas.
«El equipo de gobierno de Cárdenas es el peor que ha tenido cualquier presidente revolucionario: un grupo de abogadiles de provincia, sin ideas. Cárdenas no tuvo un consejero inteligente, exceptuando Suárez, el secretario de Hacienda; todos los demás eran gentes atropelladas, muchas veces deshonestas, simplemente demagogos, etc.
Esta es una cosa incuestionable ... Cárdenas fue un hombre realmente notable pero incapaz de tener nociones generales sobre las cosas. De allí ese afán de ver las cosas con sus propios ojos, esa perpetua movilidad en que se encontrara ... Es incuestionable que Cárdenas era un hombre singular en el sentido de que era una persona poco cultivada, no inteligente, incapaz de treparse a lo que es una concepción de un problema. Daba un tratamiento casuístico a los problemas: caso por caso aislado, y a una serie de problemas inconexos, que no están empotrados en un plan, en una idea general. Eso era muy de Cárdenas.
Cárdenas era un hombre que quería que se hicieran las cosas, que tenía una repugnancia particular a ver los antecedentes. Yo tenía una gran admiración por el sentido populista de Cárdenas... Es incuestionable que el gobierno de Cárdenas fue desgobernado, pero de grandes impulsos generosos, todos ellos con finalidades de carácter incuestionablemente popular, de favorecer a la gente pobre ...» Otro observador mesurado e inteligente fue Manuel Moreno Sánchez. Ya dijimos que había vivido en Michoacán durante el conflicto entre Serrato y Cárdenas. Llevaba dos años rumiando sus impresiones. Su conclusión muestra el desconcierto que le causaron las paradojas de Cárdenas. Tres paradojas, cuando menos:
«En Cárdenas hay a la vez la semblanza de un presidente tolerante y equitativo y la sombra de un cacique que lo quiere resolver todo sin pensar en la estructura constitucional, sin división de poderes, sin legislativo ni judicial... Estuvo siempre con los pobres y él mismo no ha sido pobre, ni sus parientes y amigos... Ciertamente es un destructor, porque todo revolucionario ha nacido para derribar; pero si no pudo hacer obras para el desarrollo material, nadie puede negarle su obra principal: haber acentuado el cambio moral del pueblo humilde. Con Cárdenas muchos parias han sabido que eran hombres». Pocos críticos exploraron la mayor paradoja de todas: el modo en que la terca realidad distorsionó los empeños celestiales del «General Misionero» o, peor aún, el modo en que empeños celestiales infligieron dolor en la terca realidad. Paradoja para teólogos, no para intelectuales.
Al acercarse las elecciones de julio de 1940 apareció en un diario de la capital un corrido del pueblo al presidente Cárdenas:

Tú que eres un hombre bueno, líder de las democracias,
evítale a tu país nuevas y grandes desgracias.
Nadie se habrá de acordar del petróleo
y algodón si deshaces el pastel que ya hornea la imposición.
El pueblo te ha ovacionado y por doquier te ha seguido:
correspóndele a ese pueblo quitando tanto bandido.
La gloria de ser un hombre puro y sincero
en la historia la tienes hoy en las manos; haz bendita tu memoria.
Arroja el lastre que sobra; mete en cintura a Graciano,
despierta al dormido Jara y enmudece a Toledano.
Y si tal conducta sigues y a tu nación obedeces,
la Historia, que no es ingrata, te lo pagará con creces.
Oye la voz de tu pueblo, y escucha bien lo que dice,
y si tal haces verás ¡cómo el pueblo te bendice!

Cárdenas ofreció elecciones limpias y pacíficas. La carrera se había iniciado con un tumulto de presidenciables: Adalberto Tejeda, Amaro, Sánchez Tapia, Magaña, Castillo Nájera, Múgica, Avila Camacho, Almazán. La elección lógica de Cárdenas era Múgica. «Nadie sabe lo que pesa el saco sino el que lo lleva», comentaba Cárdenas años después. ¿Qué tanto pesaba Múgica? En opinión de Raúl Castellano, Cárdenas descarta a Múgica por considerarlo «excesivamente radical...
sé que no se detiene y desgraciadamente va a fracasar y echar a perder lo poco que se ha logrado». Silvano Barba González escuchó del presidente una frase similar: «Múgica pierde el control de sí mismo con frecuencia. Usted puede imaginar lo que haría siendo presidente» De nuevo, como en 1932, Cárdenas opta por un militar moderado, aunque esta vez incondicional. Frente a la «reacción fascista», que según Lombardo provocaría Múgica, se decide por su antiguo y fiel lugarteniente: Manuel Avila Camacho. Al renunciar a su precandidatura, Múgica critica a los políticos parásitos que bloquean la expresión genuma del pueblo. Por su parte, Avila Camacho se apresura a proyectar una imagen apacible, y lanza un mensaje de unidad nacional en días de guerra mundial: «El Partido de la Revolución Mexicana promete a la nación entera que a la conclusión de la lucha electoral no habrá ganadores ni perdedores, sino mexicanos, todos de la misma familia». El periodista José C. Valadés recoge de Avila Camacho tres palabras que se recordarán todo el sexenio: «Yo soy creyente».
En el lado opuesto sólo queda un gallo, pero de espolones; Almazán. En sus discursos agota todo el arsenal verbal de la «Revolución de entonces». Condena a los líderes, la colectivización, la educación socialista, el ejido, «nueva encomienda». Pugna por las pequeñas granjas individuales y la autonomía municipal. En todo momento invoca a su remoto líder, el general Zapata. Es partidario de los aliados y las libertades. Tiene el apoyo de varios veteranos —«cartuchos quemados»— y otros grupos menos inocuos: obreros petroleros en Tampico y Veracruz, ferrocarrileros despechados. En cambio, los fuertes núcleos del sinarquismo campesino —unión católica nacida en 1937 que rechazaba por entero la Revolución mexicana— no intervienen en su favor. Entre los «cartuchos quemados» está Diego Rivera. A su juicio, el 80 por ciento del electorado votará por Almazán y no por los dirigentes del PRM, que representan «el fascismo bajo una máscara socialista».
«Oiga, mire eso», exclama un personaje de Azuela frente a la manifestación almazanista en la capital, «ni siquiera cuando triunfó Madero hubo cosa igual, hay doscientas cincuenta mil gentes.» La popularidad de Almazán era evidente, pero la flamante maquinaria del PRM no iba a perder sus primeras elecciones. La CTM y el ejército colaboraron con diligencia en la manipulación de las urnas. «Del campo», escribe Luis González, «en donde por otra parte no tenía arraigo Almazán, vino un millón de votos hechos por unas diez mil personas [en favor del candidato oficial].» Cárdenas había prometido elecciones limpias y pacíficas. Fueron sucias y sangrientas. El Colegio Electoral tuvo la «desfachatez» de publicar estas cifras: 15,101 por Almazán, 2,476.,641 por Avila Camacho.
El 1.° de diciembre de 1940 Cárdenas apunta; «Me esforcé por servir a mi país y con mayor empeño al pueblo necesitado. Cancelé muchos privilegios y distribuí en buena parte la riqueza que estaba en pocas manos».
Palabra por palabra, decía la verdad.

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