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miércoles, 30 de junio de 2010

Cristianismo en la cultura occidental -0-

EL LEGADO DEL CRISTIANISMO EN LA CULTURA OCCIDENTAL.
Fuente: CÉSAR VIDAL
Prólogo

En la primavera del año 30 d. C, a mediados del mes judío de Nisán, en la lejana provincia de Judea, se produjo un acontecimiento que, sin lugar a dudas, puede ser calificado de curioso y cuyas consecuencias últimas no pudieron, con seguridad, ser adelantadas por sus principales protagonistas.
El cuerpo de un judío que había sido ejecutado en la cruz por orden directa del gobernador romano, Poncio Pilato, desapareció del sepulcro en que había sido depositado. El reo se llamaba Yeshua ha-Notsrí, Jesús de Nazaret   en   traducción   al   castellano,   y   aquel   episodio   tuvo   unas repercusiones    de    extraordinaria  relevancia    entre    sus    seguidores.
Amedrentados tan solo unos días antes, se lanzaron a partir de ese momento a predicar la creencia en que su maestro no solo era el mesías profetizado durante siglos en los escritos del Antiguo Testamento, sino que también había resucitado. Flavio Josefo, escribiendo algo más de medio siglo después, señalaba cómo el grupo de seguidores de Jesús aún existía y continuaba proclamando que este se les había aparecido después de muerto .
Las autoridades judías que habían intervenido, de manera más o menos directa, en el prendimiento y la condena de Jesús quizá habrían deseado poder mostrar el cadáver y acabar con aquella predicación que, por cierto, las dejaba en muy mal lugar (¿quién podría quedar en buen lugar después de participar en la ejecución de un mesías que luego había resucitado?) (Hechos 4, 1 y sigs.). Sin embargo, les resultó imposible y debieron conformarse con acusar a los discípulos de haber robado el cuerpo (Mateo 27, 62 y sigs., y 28, 11 y sigs.). No pasaba de ser un recurso dialéctico que no demostró tener mucho éxito pero, al menos, fue una respuesta.
Por lo que se refiere al ocupante romano, optó, primero, por la abstención frente a cuestiones religiosas —esa, a fin de cuentas, había sido su inteligente política con todos los pueblos conquistados— y algunos años después por tomar medidas legislativas que impidieran la repetición de acontecimientos similares. Poco más de una década después, se promulgó el denominado decreto de Nazaret  para lograr ese objetivo.
Esta fuente epigráfica —una pieza inscrita de mármol que ha estado en el Cabinet des Médailles de París desde 1879 formando parte de la colección Froehner y que fue publicada en 1930 por F. Cumont— decretaba la prohibición de robar cadáveres de las tumbas con ánimo de engañar. El denominado decreto de Nazaret afirma en su texto griego: «Es mi deseo que los sepulcros y las tumbas que han
sido erigidos como memorial solemne de antepasados o hijos o parientes, permanezcan perpetuamente sin ser molestadas. Quede de manifiesto que, en relación con cualquiera que las haya destruido o que haya sacado de alguna forma los cuerpos que allí estaban enterrados o los haya llevado con ánimo de engañar a otro lugar, cometiendo así un crimen contra los enterrados allí, o haya quitado las losas u otras piedras, ordeno que, contra la tal persona, sea ejecutada la misma pena en relación con los solemnes memoriales de los hombres que la establecida por respeto a los dioses. Pues mucho más respeto se ha de dar a los que están enterrados. Que nadie los moleste en forma alguna. De otra manera es mi voluntad que se condene a muerte a la tal persona por el crimen de expoliar tumbas».
Ni judíos ni gentiles dejarían de ir acentuando su hostilidad hacia aquellos hombres y mujeres que insistían a medida que pasaban las décadas en proclamar la nueva fe en Jesús, el mesías crucificado. Se trató de una oposición que adoptó todas las formas, desde la burla y el desprestigio a la prohibición legal y la proscripción, sin renunciar tampoco ni a la tortura ni a la ejecución o el linchamiento. Paradójicamente — ¡cuántas paradojas no contiene la Historia!— los valores de la Torah judía fueron conocidos en el resto del mundo sobre todo gracias a la religión de los seguidores de Jesús, y el legado de Roma no quedó del todo aniquilado por los bárbaros en virtud de la colaboración prestada por los perseguidos cristianos. En estos como en otros aspectos, el cristianismo iba a revelarse a lo largo de los casi dos milenios siguientes como un elemento esencial e indispensable de lo que hoy día conocemos como civilización occidental, precisamente la cultura que, por las más diversas razones, ha tenido una influencia mayor en la Historia de la Humanidad.
El presente ensayo no es una historia del cristianismo ni tampoco de su legado social, cultural o político. Tampoco pretende ser un análisis histórico exhaustivo de la cuestión, ya que incluso un acercamiento superficial a ese tema exigiría la redacción de varios volúmenes de grueso tamaño. Solo tiene la intención de establecer un acercamiento inicial a un conjunto de cuestiones concretas relacionadas con la manera en que el cristianismo constituye una referencia indispensable para comprender a Occidente y con él a nosotros mismos y a la Historia de los últimos dos mil años. Solo es un trazado de líneas de reflexión histórica, de memoria cultural y de análisis sobre nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro como miembros de la cultura occidental.
En su primera parte aborda los orígenes del cristianismo y la manera en que los principios enseñados por Jesús y, después, por los apóstoles resultaron decisivos para conquistar espiritualmente el imperio que le había sido hostil durante tres siglos.
En la segunda parte nos acercaremos a la manera en que el cristianismo no solo salvó la cultura clásica durante la Edad Media, sino que incluso sentó las bases, una y otra vez, de una cultura común europea que, con el paso de los siglos, se trasplantaría a otros continentes.
Por último, la tercera parte indica cómo, partiendo de la Reforma, el cristianismo creó la modernidad impulsando desde la revolución científica a la defensa de los derechos humanos y la lucha contra el totalitarismo.
En un apéndice final me he acercado, para terminar, a la cuestión de la redacción de los Evangelios como tema indispensable a la hora de tratar el peso del cristianismo en la cultura occidental.
Basta ya de preámbulos. Empecemos, y hagámoslo por el principio...


Zaragoza-Madrid-Zaragoza, junio de 1999.



1- Una traducción del texto íntegro de Josefo, en C. Vidal, Diccionario de Jesús y los Evangelios, Estella, 1995, págs. 194 y sigs.
2- El saqueo de tumbas no era nada novedoso, pero esta es una disposición emanada directamente del emperador y que además pretende ser sancionada con el ejercicio de la pena capital. Una explicación plausible es que Claudio podría ya conocer el carácter expansivo del cristianismo. Si hubiera investigado lo más mínimo el tema se habría encontrado con que la base de su empuje descansaba en buena medida en la afirmación de que su fundador, un ajusticiado judío, ahora estaba vivo. Dado que la explicación más sencilla era que el cuerpo había sido robado por los discípulos para engañar a la gente con el relato de la resurrección de su maestro (cf. Mateo 28, 13), el emperador podría haber determinado la imposición de una pena durísima encaminada a evitar la repetición de tal crimen en Palestina. La orden —siguiendo esta línea de suposición— podría haber tomado la forma de un rescripto dirigido al procurador de Judea o al legado en Siria y, presumiblemente, se habrían distribuido copias en los lugares de Palestina asociados de una manera especial con el movimiento cristiano, lo que implicaría Nazaret y, tal vez, Jerusalén y Belén. En un sentido muy similar al aquí expuesto se manifestó en una primera época A. Momigliano y, con posterioridad, autores como F. F. Bruce. Sobre el decreto, véase: M. P. Charlesworth, Documents illustrating the Reigns of Claudius and Nero, Cambridge, 1939, pág. 15, n. 17; «Nazaret, decreto de», en C. Vidal, Diccionario de Jesús y los Evangelios, Estella, 1995.

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