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miércoles, 30 de junio de 2010

Cristianismo en la cultura occidental -1-

Primera parte.

EL CRISTIANISMO Y EL MUNDO ANTIGUO.


“En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y Dios era la Palabra.”
(Juan 1, 1)



1
En el principio... un tal Jesús


Jesús en las fuentes históricas


La vida de Jesús transcurrió  durante un período breve de tiempo y en un lugar apartado del dilatado imperio romano. Nacido en torno al año 7 o 6 a. C, antes del fallecimiento de Herodes el Grande, su muerte tuvo lugar en la primavera del año 30 d. C. Sin embargo, pese al distanciamiento cronológico de su existencia a nuestros días, lo cierto es que contamos con una serie de fuentes antiguas relativas a ella que no pueden calificarse ni de escasas ni de carentes de importancia. Por supuesto, los Evangelios canónicos —unas fuentes singularmente antiguas y bien transmitidas — de Mateo, Marcos, Lucas y Juan presentan un testimonio privilegiado, pero ni constituyen la mayoría de las fuentes sobre Jesús ni las únicas. En realidad, los documentos históricos que contienen referencias a Jesús son muy variadas y, en términos generales, pese a proceder en no pocas ocasiones de contextos adversos, los datos proporcionados en ellos coinciden con buena parte de los transmitidos por los Evangelios.
Sin duda, los ejemplos más elocuentes al respecto son los proporcionados por las fuentes judías, un conjunto de escritos relacionados con los escritos rabínicos y con las obras de Flavio Josefo. En relación a las primeras, hay que señalar que se trata de un conjunto de fuentes que resulta especialmente negativo en su actitud hacia el personaje. Pese a todo, siquiera indirectamente, vienen a confirmar buen número de los datos suministrados acerca de él por los autores cristianos. En el Talmud, por ejemplo, se afirma que realizó milagros —aunque, por supuesto, se atribuyen al empleo de la hechicería— (Sanh 107; Sota 47b; J. Hag. II, 2); que sedujo a Israel (Sanh 43a) y que por ello fue ejecutado por las autoridades judías que lo colgaron la víspera de Pascua (Sanh 43 a). Se nos dice asimismo que se proclamó Dios y anunció que volvería por segunda vez (Yalkut Shimeoni 725). Se insiste en que fue un falso maestro (se le acusa, por ejemplo, de relativizar el valor de la ley de Moisés), lo que le habría hecho acreedor a la última pena, e incluso algún pasaje del Talmud llega a representarlo en el otro mundo condenado a padecer entre excrementos en ebullición (Guit. 56b-57a). Con todo, este juicio denigratorio no es unánime, y así, por ejemplo, se cita con aprecio alguna de las enseñanzas de Jesús (Av. Zar. 16b-17a; T. Julin II, 24).
En el caso de Flavio Josefo —un miembro de una familia sacerdotal judía que nació en Jerusalén el año primero del reinado de Calígula (37-38 d. C.)— las referencias a Jesús son menos, tan sólo dos, pero, desde luego, no puede decirse que carezcan de interés. La primera se halla en Ant. XVIII, 63, 64, y la segunda, en XX, 200-3. Su texto en la versión griega es como sigue:

Vivió por esa época Jesús, un hombre sabio, si es que se le puede llamar hombre. Porque fue hacedor de hechos portentosos, maestro de hombres que aceptan con gusto la verdad. Atrajo a muchos judíos y a muchos de origen griego. Era el Mesías. Cuando Pilato, tras escuchar la acusación que contra él formularon los principales de entre nosotros, lo condenó a ser crucificado, aquellos que lo habían amado al principio no dejaron de hacerlo. Porque al tercer día se les manifestó vivo de nuevo, habiendo profetizado los divinos profetas estas y otras maravillas acerca de él. Y hasta el día de hoy no ha desaparecido la tribu de los cristianos (Ant XVIII, 63-64) .

Por lo que se refiere a la segunda dice así:

El joven Anano... pertenecía a la escuela de los saduceos, que son, como ya he explicado, ciertamente los más desprovistos de piedad de entre los judíos a la hora de aplicar justicia. Poseído de un carácter así, Anano consideró que tenía una oportunidad favorable porque Festo había muerto y Albino se encontraba aún de camino. De manera que convenció a los jueces del Sanedrín y condujo ante ellos a uno llamado Santiago, hermano de Jesús el llamado Mesías y a algunos otros. Los acusó de haber transgredido la Ley y ordenó que fueran lapidados. Los habitantes de la ciudad que eran considerados de mayor moderación y que eran estrictos en la observancia de la Ley se ofendieron por aquello. Por lo tanto, enviaron un mensaje secreto al rey Agripa, dado que Anano no se había comportado correctamente en su primera actuación, instándole a que le ordenara desistir de similares acciones ulteriores. Algunos de ellos incluso fueron a ver a Albino, que venía de Alejandría, y le informaron de que Anano no tenía autoridad para convocar el Sanedrín sin su consentimiento. Convencido por estas palabras, Albino, lleno de ira, escribió a Anano amenazándolo con vengarse de él. El rey Agripa, a causa de la acción de Anano, lo depuso del Sumo sacerdocio que había ostentado durante tres meses y lo reemplazó por Jesús, el hijo de Damneo.

Aunque ninguno de estos dos pasajes de las Antigüedades es aceptado de manera unánime como auténtico, lo más corriente es aceptar la autenticidad del segundo texto en su totalidad y la del primero parcialmente, considerando que está interpolado de manera parcial o completa . Con todo, resulta muy posible que este último sea también auténtico, aunque mutilado. El hecho de que Josefo hablara en Ant XX de Santiago como «hermano de Jesús llamado Mesías» —una referencia tan magra y neutral que no podría haber surgido de un interpolador cristiano— hace pensar que había hecho referencia a Jesús previamente. Esa referencia anterior acerca de Jesús sería, como es natural, la de Ant XVIII, 3, 3. La autenticidad de este pasaje no fue cuestionada prácticamente hasta el siglo XIX, ya que todos los manuscritos que nos han llegado lo contienen. Tanto la limitación de Jesús a una mera condición humana como la ausencia de otros apelativos convierte en casi imposible el que su origen sea el de un interpolador cristiano. Además la expresión tiene paralelos en el mismo Josefo (Ant XVIII, 2, 7; X, 11, 2). Con seguridad también es auténtico el relato de la muerte de Jesús, en el que se menciona la responsabilidad de los saduceos en la misma y se descarga la culpa sobre Pilato, algo que ningún evangelista (no digamos cristianos posteriores) estaría dispuesto a afirmar de forma tan tajante, pero que sería lógico en un fariseo y más si no simpatizaba con los cristianos y se sentía inclinado a presentarlos bajo una luz desfavorable ante un público romano. Otros aspectos del texto apuntan asimismo a un origen josefino: la referencia a los saduceos como «los primeros entre nosotros»; la descripción de los cristianos como «tribu» (algo no necesariamente peyorativo) (comp. con Guerra III, 8, 3; VII, 8, 6); etcétera. Resulta, por lo tanto, muy posible que Josefo incluyera en las Antigüedades una referencia a Jesús como un «hombre sabio», cuya muerte, instada por los saduceos, fue ejecutada por Pilato, y cuyos seguidores seguían existiendo hasta la fecha en que Josefo escribía. Más dudosas resultan la clara afirmación de que Jesús «era el Mesías» (Cristo); las palabras «si es que puede llamársele hombre»; la referencia como «maestro de gentes que aceptan la verdad con placer» quizá sea también auténtica en su origen, si bien en la misma podría haberse deslizado un error textual al confundir (a propósito o no) el copista la palabra TAAEZE con TALEZE; y la mención de la resurrección de Jesús.
En resumen, podemos señalar que el retrato acerca de Jesús que Josefo reflejó originalmente pudo ser muy similar al que señalamos a continuación: Jesús era un hombre sabio, que atrajo en pos de sí a mucha gente, si bien la misma estaba guiada más por un gusto hacia lo novedoso (o espectacular) que por una disposición profunda hacia la verdad. Se decía que era el Mesías y, tal vez por ello, los miembros de la clase sacerdotal decidieron acabar con él entregándolo con esta finalidad a Pilato, que lo crucificó. Pese a todo, sus seguidores, llamados cristianos a causa de las pretensiones mesiánicas de su maestro, dijeron que se les había aparecido. En el año 62, un hermano de Jesús, llamado Santiago, fue ejecutado además por Anano, si bien, en esta ocasión, la muerte no contó con el apoyo de los ocupantes, sino que tuvo lugar aprovechando un vacío de poder romano en la región. Tampoco esta muerte había conseguido acabar con el movimiento .
Como era lógico esperar —Judea era un lugar perdido del imperio y carente de importancia económica, política, cultural y social— las referencias a Jesús en las fuentes clásicas son muy limitadas. Sin embargo, no faltan. Tácito [n. 56-57 d. C, y fallecido quizá durante el reinado de Adriano (117-138 d. C.)], se refiere a Jesús en los Anales XV, 44. Esta obra, escrita hacia el 115-7, contiene una mención explícita del cristianismo. El texto señala que los cristianos eran originarios de Judea, que su fundador había sido un tal Cristo —resulta más dudoso saber si Tácito consideró la mencionada palabra como título o como nombre propio—, ejecutado por Pilato, y que durante el principado de Nerón sus seguidores ya estaban afincados en Roma, donde no eran precisamente populares.
Suetonio —un historiador aún joven durante el reinado de Domiciano (81-96 d. C.)— menciona en su Vida de los Doce Césares (Claudio XXV) una medida del emperador Claudio encaminada a expulsar de Roma a unos judíos que causaban tumultos a causa de un tal «Cresto» . El pasaje parece concordar con lo relatado en Hechos 18, 2 y podría referirse a una expulsión que, según Orosio (VII, 6, 15), tuvo lugar en el noveno año del reinado de Claudio (49 d. C). En cualquier caso no pudo ser posterior al año 52.
Por último, Plinio el Joven (61-114 d. C), gobernador de Bitinia bajo Trajano, menciona a los cristianos en el décimo libro de sus Cartas (X, 96, 97). Por sus
referencias sabemos que consideraban que Cristo era Dios y que se dirigían a él con himnos y oraciones. Gente pacífica, pese a los maltratos recibidos en ocasiones por parte de las autoridades romanas, no dejaron de contar con abandonos en sus filas.
En su conjunto, las referencias judías y, en menor medida, clásicas permiten trazar un cuadro bastante coherente de la existencia de Jesús. Pese a todo, la fuente más importante la constituyen —no podía ser de otra manera— los Evangelios. Aunque no se puedan considerar con propiedad lo mismo que en la actualidad entendemos como biografía en el sentido historiográfico contemporáneo, no puede negarse que sí encajan —en particular en el caso de Lucas— con los patrones historiográficos de su época. En conjunto, presentan, por lo tanto, un retrato coherente de Jesús y nos proporcionan un número considerable de datos que permiten reconstruir históricamente su enseñanza y vida pública.



EL JESÚS HISTÓRICO   


Partiendo de forma estricta de las fuentes históricas —en no pocos casos hostiles— podemos reconstruir con notable seguridad lo que fue la vida de Jesús. Su nacimiento hay que situarlo poco antes de la muerte de Herodes el Grande (4 a. C.) (Mateo 2, 1 y sigs.). El mismo se produjo en Belén (aunque algunos autores sin mucha base prefieren pensar en Nazaret como su ciudad natal), y los datos que proporcionan los Evangelios en relación con su ascendencia davídica deben tomarse como ciertos , aunque esta fuera a través de una rama secundaria. Buena prueba de ello es que cuando el emperador romano Domiciano decidió acabar con los descendientes del rey David hizo detener también a algunos familiares de Jesús, tal y como lo recoge Eusebio de Cesárea (HE 1, 7) citando un testimonio de Julio Africano.
Exiliada su familia a Egipto (un dato que se menciona también en el Talmud y en otras fuentes judías), regresó a Palestina a la muerte de Herodes, pero, por temor a Arquelao, sus parientes fijaron su residencia en Nazaret, donde se mantendría durante los años siguientes (Mateo 2, 22-3). Salvo una breve referencia que aparece en Lucas 2, 21 y sigs., no volvemos a saber datos sobre Jesús hasta que este sobrepasó los treinta años. Por esa época, fue bautizado por Juan el Bautista (Mateo 3 y paralelos), al que Lucas presenta como pariente lejano de Jesús (Lucas 1, 39 y sigs.). Durante su bautismo, Jesús tuvo una experiencia que confirmó su autoconciencia de filiación divina así como de mesianidad . De hecho, en el estado actual de las investigaciones, la tendencia mayoritaria de los historiadores es la de aceptar que, en efecto, Jesús se vio a sí mismo como Hijo de Dios —en un sentido especial y distinto del de cualquier otro ser— y como Mesías. En cuanto a su visión de la mesianidad, al menos desde los estudios de T. W. Manson, parece haber poco terreno para dudar de que esta fue comprendida, vivida y expresada bajo la estructura del siervo de Yahveh (Mateo 3, 16 y paralelos) y del Hijo del hombre. Muy posible además es que esta autoconciencia resultara anterior al bautismo. Los sinópticos — aunque asimismo se sobreentiende en Juan— hacen referencia a un periodo de tentación diabólica experimentado por Jesús con posterioridad al bautismo (Mateo 4, 1 y sigs. y paralelos) y en el que se habría perfilado del todo su modelo mesiánico rechazando los patrones políticos, meramente sociales o espectaculares del mismo. No otro significado tienen las distintas tentaciones referidas en Mateo 4 y Lucas 4: todos los reinos de la tierra, la transformación de las piedras en pan o el descenso desde el pináculo del Templo. Este periodo de tentación se corresponde, sin duda, con una experiencia histórica —quizá referida por Jesús personalmente a sus discípulos— que, por otro lado, se repetiría en ocasiones después del inicio de su vida pública.
Tras este episodio se inició una primera etapa de su predicación que transcurrió sobre todo en Galilea, aunque se produjeran breves visitas a territorio gentil y a Samaria. A pesar de que en la predicación se consideró entrañablemente relacionado con «las ovejas perdidas de la casa de Israel», no es menos cierto que Jesús mantuvo contactos con gentiles y que incluso llegó a afirmar que la fe de uno de ellos era mayor que la que había encontrado en Israel y que llegaría el día en que muchos como él se sentarían en el Reino con los Patriarcas (Mateo 8, 5-13; Lucas 7, 1-10). Al actuar de esa manera, Jesús se distanciaba de forma radical de las demás sectas judías . No solo de los estrictos esenios de Qumrán, que incluso cuestionaban la legitimidad de la vida espiritual del resto de Israel, sino incluso de la mayoría de los fariseos —la secta más abierta y liberal del judaísmo—, que rechazaban la entrada de los gentiles en Israel siguiendo las posiciones de rabinos como Shammay. De esa manera, más que implícita, Jesús procedía a universalizar la esperanza de Israel y la ampliaba al resto de las naciones .
En esa misma época, Jesús comenzó a predicar un mensaje radical — muchas veces expresado en un género narrativo conocido en hebreo como mashal y entre nosotros como parábolas— que chocaba con las interpretaciones de algunos sectores del judaísmo (Mateo 5-7). Este periodo de su vida pública concluyó, en términos generales, con un fracaso (Mateo 11, 20 y sigs.). Los mismos hermanos  de Jesús no creyeron en él (Juan 7, 1-5) y junto con su madre incluso intentaron en ocasiones apartarle de su misión (Marcos 3, 31 y sigs. y paralelos). Aún peor reaccionaron sus paisanos (Mateo 13, 55 y sigs.) a causa de que su predicación se centraba en la necesidad de la conversión o cambio de vida en razón del Reino, de que pronunciaba terribles advertencias relacionadas con las graves consecuencias que se derivarían de rechazar este mensaje divino y de que se negó terminantemente a convertirse en un mesías político (Mateo 11, 20 y sigs.; Juan 6, 15).
Las fuentes históricas nos proporcionan los datos seguros suficientes para reconstruir las líneas maestras fundamentales de la enseñanza de Jesús. En primer lugar, su mensaje resultaba provocadoramente universalista. El judaísmo era una fe que no estaba del todo cerrada a la recepción de extranjeros en su seno. De hecho, durante los siglos anteriores se había producido incluso una cierta expansión del judaísmo en ambientes gentiles. Pese a todo, no dejaba de ser una fe étnica. La alternativa ofrecida a los prosélitos consistía en convertirse en judíos —a través de la circuncisión o del baño ritual en el caso de las mujeres— o en creyentes de segunda clase, los temerosos de Dios, a los que se permitía acudir a las sinagogas pero sin integrarse en su totalidad en el pueblo de Israel. A éstos les esperaba un lugar en el «mundo venidero» pero, desde luego, no en pie de igualdad con los judíos. En otras palabras, su salvación era, en un sentido literal, una salvación de segundo orden.
En el seno del judaísmo no solo se producía una clara separación de carácter étnico-religioso que implicaba la plenitud de fe solo para aquellos que se integraban en una realidad nacional, la judía, sino que además se mantenían otras divisiones tanto de carácter social como sexual. En términos comparativos, la Torah mosaica por la que se regía el judaísmo contemplaba con relativa benevolencia a los esclavos de origen judío. Con todo, en la práctica, la situación de los esclavos gentiles era muy similar a la padecida por cualquier desdichado de esta condición en el mundo no-judío . Se les ofrecía de manera generalizada la posibilidad de convertirse al judaísmo y las fuentes históricas señalan que algunos optaban al cabo de cierto tiempo por aceptar el ofrecimiento, quizá en no pocos casos con la esperanza de mejorar su condición.
Por lo que se refiere a la condición de la mujer, la Torah manifestaba hacia ella una mayor consideración que la que podía esperar encontrar en el mundo helenístico. Aun así, no era posible negar que su status social era claramente subordinado. Durante los meses de su menstruación incurría en un estado de impureza ritual o nidah, impureza que volvía a producirse tras las relaciones sexuales, con posterioridad al parto, etcétera. Aunque se esperaba en teoría que prestara su consentimiento libre al marido escogido por su familia, por regla general parece que se producía solo una aceptación de los hechos consumados. Por supuesto, la muerte de su esposo representaba un drama de tal magnitud que la viuda constituía un paradigma de ser menesteroso. Por añadidura, el hecho de que pudiera acceder a una cierta instrucción era por lo general muy excepcional.
Por último, el judaísmo —como las religiones con un fuerte contenido ritual— manifestaba un rechazo evidente hacia aquellos judíos que no cumplían de manera mínimamente meticulosa los principios mosaicos de limpieza religiosa. Para este sector de la población, que en muchos lugares debió de ser mayoritario, se reservaba el nombre de am-ha-arets, literalmente, la gente de la tierra, así como un comportamiento despectivo. Los Evangelios aparecen repletos de ejemplos de esa conducta denigratoria —como, por ejemplo, la parábola del fariseo y el publicano (Lucas 18, 9 y sigs.) o el relato de la conversión de Mateo (Marcos 2, 13-17)—, pero, de forma comparativa, describe muchos menos de los que podemos hallar en las páginas del Talmud.
Sobre este trasfondo judaico, la enseñanza de Jesús resultaba excepcional y no debe resultar extraño que provocara reacciones muy negativas entre sus compatriotas. Para empezar, Jesús rechazó las diferenciaciones de tipo étnico o racial. Causando la sorpresa de sus mismos discípulos, se trató con los samaritanos (Juan 4), un pueblo distanciado de los judíos por una enemistad de siglos , y, como ya hemos señalado, cometió la indecible osadía de afirmar que los gentiles se sentarían al lado de Abraham, Isaac y Jacob, los personajes fundacionales de Israel, mientras no pocos judíos serían rechazados. El hecho de que una fe sea considerada universal y abierta a todos los pueblos puede parecer hoy día natural. No lo era en el siglo I y, desde luego, no provocó reacciones positivas ni entre los propios seguidores de Jesús, que tuvieron dificultades para adaptarse a esa circunstancia, ni entre sus compatriotas.
Aún más difícil de asimilar resultaba la actitud de Jesús hacia los sectores más desfavorecidos de una sociedad rígidamente dividida por razones sociales y rituales. Un ejemplo elocuente de esa circunstancia se halla en su actitud hacia las mujeres. Jesús las trató con una cercanía y una familiaridad que llamó la atención incluso de sus mismos discípulos (Juan 4, 27). A diferencia de los rabinos de su tiempo, que no se hubieran acercado nunca a una mujer — ¿quién se hubiera arriesgado a contraer la impureza ritual procedente de una menstruante?—, son repetidos los casos en que Jesús habló en público con ellas incluso en situaciones muy delicadas (Mateo 26, 7; Lucas 7, 35-50; 10, 38 y sigs.; Juan 8, 3-11). No solo eso. Las puso como ejemplo de conducta en el seno de una cultura acusadamente patriarcal (Mateo 13, 33; 25, 1-13; Lucas 15, 8) e incluso encomió en público sus virtudes (Mateo 15, 28). Desde luego, las fuentes recogen varios episodios en los que las mujeres fueron objeto de la atención de Jesús (Mateo 8, 14; 9, 20; 15, 22; Lucas 8, 2; 13, 11) y llegaron a convertirse en discípulos suyos, de nuevo un fenómeno reprobable desde la óptica judía (Lucas 8, 1-3; 23, 55).
Esta conducta desagradablemente provocativa llevó a Jesús incluso a compartir la mesa con los sectores sociales más despreciados. Su cercanía a «pecadores y publicanos» ocasionó acerbas críticas desde el principio de su predicación (Marcos 2, 12 y sigs.), así como el hecho de que uno de sus discípulos hubiera pertenecido al odiado grupo de los recaudadores de impuestos para Roma o de que acogiera con agrado el arrepentimiento de un jefe de publicanos como Zaqueo (Lucas 19, 1 y sigs.). Asimismo, relatos como aquel en que contraponía a un odiado y pecador publicano con un cumplidor (y autosuficiente) fariseo, inclinándose en favor del primero, provocaron reacciones comprensiblemente irritadas (Lucas 18, 9-14).
Pese a su notable originalidad, pese a su visión marcadamente universalista, pese a su acusado contraste con la realidad del judaísmo coetáneo, resultaría un fácil anacronismo atribuir a Jesús una visión idealizada de la Humanidad. El no cayó, desde luego, ni en un optimismo antropológico, ni en un apocalipticismo populista, ni en un idealismo feminista. Por el contrario, hay que señalar que la perspectiva con que Jesús contemplaba al género humano era más bien pesimista, ya que descansaba en la creencia de que todos los seres humanos se hallan en una situación de extravío o perdición. En relatos como los recogidos en el capítulo 15 de Lucas, la Humanidad es asemejada a una oveja que se ha descarriado, a una moneda que se ha perdido o a un hijo pródigo que ha desperdiciado su fortuna y que se encuentra en una miserable situación de la que desearía salir aunque se ve incapaz de hacerlo. Esa condición de seres perdidos explica de forma cabal que Jesús no deseara realizar —y no lo hiciera ciertamente— distingos entre hombres y mujeres, injustos y en apariencia justos, esclavos y libres, incluso entre judíos y no-judíos. Todos eran enfermos y todos necesitaban de médico sin excepción alguna (Marcos 2, 15-7).
Precisamente esa visión pesimista de los seres humanos explica la comprensión que del poder político tenía Jesús. Frente a la tesis de una monarquía de carácter divino, que Israel compartía matizadamente con otros pueblos de Oriente —y que Roma había comenzado a asimilar desde César y Augusto siquiera en provincias—en Jesús encontramos una notable desconfianza hacia los poderes políticos. En Lucas 4 se conecta a estos de manera clara con el propio Satanás, y en Mateo 20, 24 y sigs. se recoge una referencia explícita de Jesús sobre los gobernantes: «Sabéis que los gobernantes de las naciones las gobiernan como señores y los grandes las oprimen con su poder». Esta actitud de Jesús hacia la política explica en buena medida su rechazo de opciones revolucionarias y de la violencia precisamente en el seno de una cultura que unas décadas después estallaría arrastrada por la espada de los zelotes . Al mismo tiempo, Jesús no dejó de manifestar su desprecio hacia gobernantes como Herodes o Pilato. Lo que enseñaba no era la necesidad de sustituir a un gobernante por otro, sino la de cambiar una visión de la política por otra muy distinta. Como tendremos ocasión de ver, este aspecto de la enseñanza de Jesús tendría un fecundo trayecto durante los siglos venideros.
En segundo lugar, la visión de Jesús implicaba un compromiso ético y vivencial de características muy concretas que se denomina muchas veces en las fuentes con el nombre de conversión . El llamado a la conversión formaba parte esencial de la predicación de Jesús (Marcos 1, 14-5), apareciendo ésta simbolizada en relatos como el del hijo pródigo (Lucas 15) o en símiles como los del enfermo que ha de recibir la ayuda del médico (Marcos 2, 16-7). Según la enseñanza de Jesús, es la conversión la que permite acceder a la condición de hijo de Dios (Juan 1, 12) y obtener la vida eterna (Juan 5, 24), y precisamente por su importancia imprescindible a la hora de decidir el destino eterno del hombre, Dios se alegra de la conversión (Lucas 15, 4-32) y Jesús considera el llamado a ella como núcleo central e irrenunciable de su Evangelio (Lucas 24, 47).
Sin embargo, esta conversión no tenía como finalidad un mero cambio de ideas religiosas, sino el inicio real de una nueva vida. En ella resultaba esencial la encarnación de valores éticos como la relativización de lo material (Mateo 6, 25 y sigs.), la fidelidad conyugal y la estabilidad matrimonial (Mateo 5, 25-8 y 5, 31-2), el respeto a la palabra y la veracidad (Mateo 5, 33-7) o la renuncia a la violencia y a la venganza (Mateo 5, 38-42). Para Jesús, se trataba no tanto de aniquilar la ley de Moisés como de darle todo su contenido (Mateo 5, 17-9). Por ello, a la idea de un uso legítimo de la violencia oponía la no-violencia; a la espera del enriquecimiento, una visión providencialista; a la necesidad de juramento como garantía, la veracidad; al divorcio con escasas garantías para la mujer, la parte más desprotegida, la lealtad a toda costa. De nuevo, Jesús se destacaba sobre la visión —muy noble desde ciertos puntos de vista y más si se la comparaba con el mundo pagano— del judaísmo. Porque además Jesús consideraba que los mandatos más audaces de la ética predicada por él —como el amor al prójimo— no debían quedar circunscritos a sus compatriotas judíos, ni siquiera solo a los correligionarios de la nueva fe. Frente al exclusivismo judío —muy extremo en Qumrán, pero, en general, presente incluso en la Torah— Jesús enseñaba que debía abarcar incluso a los considerados enemigos (Mateo 5, 43-48).
Finalmente, Jesús abogaba por un sentido providencialista de la Historia. No creía en la posibilidad de darle vuelcos revolucionarios ni tampoco en la legitimación acrítica del statu quo. Era obvio que el mundo presente era malo, pero en él se podía ya vivir de una manera diferente. Era innegable también que las soluciones revolucionarias podían atraer a la gente, pero que, en general, resultarían origen de males sin cuento. En ambos casos, Jesús abogaba por un cambio espiritual que pudiera distanciarse tanto de los galileos sublevados contra Roma como del Pilato que los había ejecutado (Lucas 13,1 y sigs.).
Con todo, para Jesús este mundo no era una suma de absurdos —a pesar de la maldad que hallamos en él—, sino un cosmos ordenado en el que Dios interviene providencialmente haciendo llover tanto sobre justos como sobre injustos (Mateo 5, 45) y en el que intervendrá al final de la Historia para hacer reinar la justicia. Precisamente por ello, ni la angustia ni la ciega ambición pueden ser los motores de la actividad humana, sino, más bien, la confianza en que todo tiene sentido —aunque éste se nos escape— y que ese sentido se halla en las manos de un Dios de amor, deseoso de aceptar a los extraviados seres humanos como hijos.
La predicación de Jesús al respecto resultaba muy obvia, y a ella y a los actos de caridad se dedicó de manera incansable durante su ministerio en Galilea. Sin embargo, lo que le esperaba no era una recepción entusiasta de la población, sino una respuesta formalmente aciaga.






3-  La bibliografía sobre Jesús es muy extensa y, por desgracia, los aportes interesantes no son muchos. Remitimos al lector a la recogida en nuestro Diccionario de Jesús y los Evangelios, Estella, 1995, donde se detallan las discusiones sobre el tema.
4-  Al respecto, véase el Apéndice de la presente obra.
5-  Al igual que todos los otros textos reproducidos en este ensayo, el presente ha sido traducido de la lengua original por el autor.
6-  Una discusión muy amplia sobre las diversas opiniones del denominado «testimonio flaviano», en C. Vidal, El judeocristianismo en la Palestina del siglo I: de Pentecostés a ]amnia, págs. 36 y sigs. Podemos señalar que de los dos textos el segundo es seguramente auténtico en su totalidad y que el primero también es auténtico pero pudo sufrir recortes —no interpolaciones— que favorecieran una relectura cristiana.
7-  Aparte de los textos mencionados, debe hacerse referencia a la existencia del Josefo eslavo y de la versión árabe del mismo. Esta última, recogida por un tal Agapio en el siglo X, coincide en buena medida con la lectura que de Josefo hemos realizado en las páginas anteriores; sin embargo, su autenticidad resulta problemática. Su traducción al castellano dice así: «En este tiempo existió un hombre sabio de nombre Jesús. Su conducta era buena y era considerado virtuoso. Muchos judíos y gente de otras naciones se convirtieron en discípulos suyos. Los que se habían convertido en sus discípulos no lo abandonaron. Relataron que se les había aparecido tres días después de su crucifixión y que estaba vivo; según esto, fue quizá el Mesías del que los profetas habían contado maravillas». En cuanto a la versión eslava, se trata de un conjunto de interpolaciones no solo relativas a Jesús, sino también a los primeros cristianos.
8-  Es objeto de controversia si Chrestus es una lectura asimilable a Christus. En ese sentido se definió Schürer junto con otros autores. Graetz, por el contrario, ha mantenido que Chrestus no era Cristo, sino un maestro cristiano contemporáneo del alejandrino Apolos, al que se mencionaría en I Corintios 1:12, donde debería leerse «Jréstu» en lugar de «Jristu». La idea de que Cresto fuera un mesías judío que hubiera acudido a Roma a sembrar la revuelta resulta un tanto inverosímil.
9-  En ese mismo sentido, véase una discusión amplia con bibliografía, en la sección de cristología de C. Vidal, El judeocristianismo..., ídem, «Jesús», en Diccionario de Jesús y los Evangelios
10-  Para este y otros aspectos de discusión de temas cristológicos remitimos a C. Vidal, Diccionario de Jesús y los Evangelios, op. cit.
11-  Sobre las sectas judías, véase: «Fariseos», «Saduceos», «Esenios» y «Herodianos», en C. Vidal, Diccionario de Jesús y los Evangelios, Estella, 1995.
12-  Durante esta etapa galilea los Evangelios atribuyen a Jesús una serie de milagros, especialmente curaciones y expulsiones de demonios. Excede el objeto del presente estudio adentrarse en esa cuestión. Baste decir que los relatos evangélicos aparecen confirmados por las fuentes hostiles del Talmud. Una vez más, la tendencia generalizada entre los historiadores hoy día es la de considerar que, al menos, algunos de los relatados en los Evangelios acontecieron en realidad y, desde luego, el tipo de relatos que los describen apuntan a la autenticidad de los mismos. En este sentido, véase: J. Klausner, Jesús de Nazaret, Buenos Aires, 1971; M. Smith, Jesús el mago, Barcelona, 1988; C. Vidal, «Milagros», en Diccionario de Jesús...
13-  Sobre los hermanos de Jesús, véase: «Hermanos de Jesús», «Santiago», «Simón» y «Judas», en C. Vidal, Diccionario de Jesús...
14-  Sobre la situación de las distintas clases sociales en el judaísmo contemporáneo de Jesús, véase: C. Vidal, El judeocristianismo..., Madrid, 1994, págs. 205 y sigs
15-  Al respecto, véase «Samaritanos», en C. Vidal, Diccionario de Jesús...
16-  Sobre la sublevación judía del 66 d. C, véase: C. Vidal, El judeocristianismo..., Madrid, págs. 179 y sigs. y 191 y sigs.
17-  El término castellano viene a traducir de manera más o menos aproximada el verbo griego epistrefo (volver) (Mateo 12, 44; 24, 18; Lucas 2, 39) y el sustantivo metanoia (cambio de mente).

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