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miércoles, 30 de junio de 2010

Cristianismo en la cultura occidental -9-

Segunda parte.


9


El cristianismo y la amenaza totalitaria.

La lucha contra el sufrimiento humano.


El capítulo anterior estuvo centrado en el enfrentamiento que el cristianismo protagonizó de manera exclusiva contra la opresión de los indígenas americanos y la esclavitud. Sería erróneo considerar que semejantes batallas —por otro lado, incruentas— fueron las únicas libradas por el cristianismo contra la miseria humana. En realidad, hasta bien avanzado el siglo XIX puede decirse que contra ella solo lucharon los seguidores de Jesús de Nazaret. Los ejemplos son muy abundantes como para reseñarlos in extenso. Con todo, debemos indicar siquiera algunos de los más significativos.
De manera repetitiva suele señalarse que la primera legislación de carácter social que intentó limitar los abusos del liberalismo se promulgó en la Alemania de Bismarck, en relación con cuestiones como el seguro social médico y el de accidentes y jubilación. Semejante afirmación resulta grata a personas de todas las tendencias. Los simpatizantes con el conservadurismo suelen aprovechar el dato para señalar que las primeras reformas sociales partieron de un político que bajo ningún concepto podía identificarse con las izquierdas. Por el contrario, los simpatizantes de estas objetan que, en realidad, la legislación bismarckiana se debió a las presiones del partido socialdemócrata alemán y fundamentalmente perseguían neutralizar el peso social de este. Ambas afirmaciones contienen algo de verdad, pero yerran en su presupuesto fundamental, el de considerar que las normas sociales bismarckianas fueron las primeras en ser aprobadas en Occidente.
En realidad, el inicio de la legislación social fue anterior en varias décadas y obedeció no a las presiones de las izquierdas ni a un intento de las derechas por contenerlas, sino a una cosmovisión cristiana. Su propulsor no fue otro que el séptimo conde de Shaftesbury, Anthony Ashley Cooper. Nacido en Londres en 1801, lord Shaftesbury obtuvo un escaño parlamentario en 1826. Su filiación política era conservadora y, de hecho, como tal representó, primero, a la ciudad de Woodstock, y después, desde 1831 hasta 1846, a Dorset. Sin embargo, su orientación era en esencia cristiana y enlazaba con precedentes como los de los cuáqueros o los metodistas. Así, Shaftesbury impulsó la aprobación de leyes que prohibían la contratación de mujeres y niños en las minas de carbón (1842) o que establecían una jornada laboral de diez horas para los trabajadores de las fábricas (1847).
Shaftesbury dedicó sus esfuerzos como legislador a otras dos áreas de sufrimiento humano, pero en ellas no fue original. La primera fue el cuidado dispensado a los dementes (1845), y la segunda, la construcción de edificios modelo que servían de escuelas para los niños sin recursos económicos. En el primer terreno había sido ya precedido en el período del Barroco por el hispánico Juan de Dios, que no solo intentaría proporcionar cuidados y amor a los enfermos mentales, sino que además dejaría tras de sí una orden dedicada a continuar sus esfuerzos. También habían desempeñado —y desempeñarían— un papel no despreciable los cuáqueros y los mennonitas, dos confesiones pacifistas que, en ocasiones, fueron empleadas por distintos gobiernos para aliviar el dolor de los enfermos mentales.
En lo relativo a la educación, los precursores podían retrotraerse a los primeros cristianos, las escuelas eclesiales y monásticas durante la Edad Media, el esfuerzo alfabetizador de la Reforma o el número en verdad extraordinario de órdenes religiosas católicas dedicadas a la enseñanza.
Movimientos como el de reforma penitenciaria de la cuáquera Elizabeth Fry (responsable de medidas humanitarias introducidas en las prisiones inglesas durante los siglos XVIII y XIX), el del socialismo cristiano de Frederick Maurice, Charles Kingsley y John Ludlow, surgido en la primera mitad del siglo XIX, el del sindicalismo católico y protestante o la fundación de la Cruz Roja por el cristiano suizo Jean Henri Dunant, son sólo botones de muestra en la historia de la lucha del cristianismo contra el sufrimiento humano.
Sin embargo, es muy posible que la gran batalla que el cristianismo haya tenido que librar a lo largo de este siglo no haya sido la humanitaria, caritativa o asistencial. Su mayor combate ha sido el de enfrentarse, como antaño, a la amenaza de modelos bárbaros de sociedad que de haber triunfado hubieran sometido a Occidente a una tercera Edad Oscura aún más tenebrosa que las dos anteriores. El primer modelo fue propugnado por el marxismo; el segundo, por los fascismos.


Marx y el paradigma totalitario de izquierdas


Las tesis socialistas en sus más diversas variantes cuentan con una historia muy dilatada. Encontramos algunos precedentes en Platón, Campanella o Tomás Moro, así como en colectivos del tipo de los hutteritas durante el siglo XVI. A pesar de su enorme multiplicidad, no deja de ser significativo que el socialismo fuera en el curso de pocos años despojado de todas sus raíces y conectado casi de manera única con los nombres de Marx y Engels. Este fenómeno comenzó a fraguarse desde los primeros momentos en que ambos personajes entraron en contacto en 1844. La pareja volvió a reunirse en la primavera de 1845 y, según relata Engels, para aquel entonces Marx ya había terminado de perfilar su concepción materialista de la historia y ambos comenzaron a elaborar con más detalle aquel resultado. En palabras de Engels, aquella teoría de Marx era, en realidad, un «descubrimiento» que «iba a revolucionar la ciencia de la historia». Precisamente por ello, pensaba Engels que en adelante no solo había que «razonar científicamente» sus puntos de vista, sino que además había que hacer lo posible por «ganar al proletariado europeo» a la nueva «doctrina».
Desde entonces, Marx y Engels intentaron proporcionar una forma más acabada a lo que, con bastante pretenciosidad, consideraban un descubrimiento científico, en obras como las Tesis sobre Feuerbach, la Ideología alemana y la Miseria de la Filosofía, y además dieron algunos pasos más prácticos como la entrada en la Liga de los Justos, que, desde el congreso de junio de 1847, se convirtió en la Liga de los comunistas. Fue precisamente esta entidad la que en su congreso de noviembre-diciembre de 1847 encomendó a ambos la redacción de un documento programático que sería conocido como el Manifiesto comunista. El contexto en el que la obra iba a aparecer no podía resultar en apariencia más prometedor. Por un lado, existía una convicción profunda por parte de Marx y de Engels de haber hallado una especie de instrumento privilegiado que les permitía comprender la historia de manera científica, entendiendo como tal la posesión de una clave idónea para desentrañar los arcanos de los acontecimientos históricos de acuerdo con una visión materialista. En segundo lugar, Marx y Engels, todavía un par de nombres más en medio del maremágnum de las concepciones socialistas de inicios del siglo XIX, tenían la posibilidad de convertirse en los ideólogos oficiales del movimiento. Por último, Alemania parecía madura para la revolución, mientras en Francia el gobierno de Luis Felipe, auténtico instrumento de las oligarquías, se enfrentaba con revueltas ocasionadas por el hambre y con una pequeña burguesía que deseaba la ampliación del censo electoral, distintos estados italianos se agitaban contra el dominio austriaco y Suiza se veía desgarrada por una guerra civil. Es comprensible que Engels se refiriera, por ejemplo, al «corto plazo» que le quedaba a la burguesía y en su Catecismo comunista (o Principios del comunismo), escrito en el otoño de 1847, afirmara que la «revolución del proletariado se acerca de acuerdo con todos los indicios». En medio de ese clima enfervorizado, casi febril, Marx y Engels escribieron su obra más leída, el denominado Manifiesto comunista, un texto que iba a explicitar la trayectoria que seguiría el marxismo en el siglo siguiente y que, por añadidura, deja traslucir la filosofía que iba a engendrar uno de los fenómenos más terribles de la Historia. De entrada, esta para Marx y Engels no era sino en esencia la de la lucha de clases:

La historia de toda sociedad hasta el día de hoy no ha sido sino la historia de las luchas de clases.
Libres y esclavos, patricios y plebeyos, nobles y siervos, maestros y aprendices, en resumen: opresores y oprimidos en lucha constante, han mantenido una guerra que no se ha interrumpido, manifiesta en algunas ocasiones, disimulada en otras; una guerra que siempre concluye mediante una transformación revolucionaria de la sociedad o mediante la aniquilación de las dos clases antagónicas.

Esa lucha en la época de Marx arrancaba del enfrentamiento entre la burguesía y el proletariado. Mientras subsistiera el poder de la burguesía, el futuro del proletariado era concebido por Marx como un conjunto de pasos hacia situaciones cada vez peores. La respuesta ante esa situación debía ser, según Marx, la lucha del proletariado contra la burguesía. Al principio, esa lucha sería inconexa, pero de forma creciente el proletariado iría aumentando la solidaridad. Tras indicar que la lucha de clases era inevitable y que el proletariado debía aniquilar a la burguesía para liberarse, Marx mencionaba el tema del partido comunista y su papel en este proceso histórico. A continuación, introducía la crítica que los comunistas realizaban de la cultura, del derecho, de la familia o de la patria según el esquema burgués. Desde su punto de vista, estos no eran sino conceptos que solo pretendían perpetuar el poder de la burguesía y la explotación del proletariado. La meta final de éste, por lo tanto, debía ser hacerse con el poder político y desde el mismo llevar a cabo «una violación despótica del derecho de propiedad», que en los países más avanzados se encarnarían en un abanico de medidas muy concretas.
La exposición de Marx resultaba bastante sugestiva, pero no era ni con mucho la única visión socialista existente en aquella época ni tampoco la más popular. Por eso no causa sorpresa que la tercera parte del Manifiesto la dedicara a denigrar las demás concepciones socialistas. De esta manera califica a lo que él llamó «socialismo feudal» de «mezcla de endechas y payasadas»; al «socialismo ínfimo burgués», de adolecer de una «melancolía irritante» y una «pasividad intolerable»; al alemán, de «sucio e indignante»; al «conservador o burgués», de «simplificar el trabajo administrativo del gobierno burgués»; y al «crítico utópico», de «pedantería» y «fe supersticiosa y fanática». Frente a todas estas concepciones se erguía, en su opinión, la de los partidos comunistas:

Los comunistas no se preocupan de disimular sus opiniones y sus proyectos. Proclaman abiertamente que sus propósitos solo pueden ser alcanzados mediante el desplome violento de todo el orden social tradicional. ¡Que las clases dirigentes tiemblen ante la idea de una revolución castellana! Los proletarios solo pueden perder sus cadenas. Tienen, por el contrario, un mundo que ganar.
¡Proletarios de todos los países, uníos!

La revolución esperada por Marx y Engels estalló en 1848; pero, contra lo que habían preconizado ambos, no trajo consigo la victoria del proletariado y la aniquilación de la burguesía, sino resultados muy diversos. Entre 1848 y 1852, no sólo las revoluciones fueron siendo sofocadas, sino que además Luis Bonaparte dio un golpe de Estado en Francia iniciando el II Imperio y se produjo la disolución de la Liga de los comunistas. Como pronóstico del futuro inmediato, las líneas redactadas por Marx y Engels no podían haber resultado más fallidas.
A más largo plazo sucedió lo mismo con la visión científica que Marx y Engels afirmaban haber descubierto. A lo largo de décadas, los países capitalistas más avanzados no sólo alejaron el fantasma de una crisis que provocara el desplome del sistema, sino que acabaron por primera vez en la historia con el trabajo infantil y lograron no sólo que las clases medias no se proletarizaran, sino que buena parte del proletariado se convirtiera en clase media. Por otro lado, los países que habían adoptado como auténtico dogma de fe los principios marxistas fueron asistiendo, uno tras otro, al final del sistema por su propia incapacidad para atender buena parte de las cuestiones sociales que pretendía resolver de manera definitiva. Al fin y a la postre, sus trabajadores habían estado sufriendo un nivel de vida muy inferior al de aquellos que se encontraban engranados en los países de sistema capitalista.
Sin embargo, la cuestión que aquí se discute no es la efectividad en sí del sistema, sino los resultados derivados de la filosofía que lo informaba. El marxismo —y de manera paradigmática el Manifiesto comunista— encarna una visión apocalíptica, aunque su contenido no sea religioso, sino político. La historia se encamina, según Marx, hacia su consumación apocalíptica. Esa visión impregnada de un sentimiento religioso —aunque secularizado— cuenta en el Manifiesto además con características propias del más acentuado dogmatismo eclesial. En los escritos de Marx, de nuevo el Manifiesto es un ejemplo, se condena a las sectas rivales (todos los demás socialismos), se descalifica globalmente al adversario, se alza una esperanza que no se sustenta sobre la realidad, sino sobre el deseo, y, sobre todo, se crea una conciencia de persecución —muy presente en las primeras líneas— porque los comunistas pertenecen al grupo de los que realmente tienen razón.
A su carácter mesiánico, el marxismo sumaba algunas líneas maestras que luego serían desarrolladas trágicamente por los partidos comunistas en su intento de alcanzar el poder. La primera fue la convicción de que los intereses del proletariado no eran comprendidos por este de manera suficiente y que, por lo tanto, necesitaba la pedagogía del mejor partido, el comunista. La segunda consistió en defender la alianza circunstancial con otras fuerzas políticas, pero con la intención de sustituirlas llegado el momento, ya que su visión era terriblemente imperfecta y obstaculizadora de la victoria final. La tercera fue la nítida declaración de que el triunfo de los comunistas significaría el final no solo de la democracia, sino también el exterminio violento de clases enteras. La cuarta consistió en afirmar la desaparición de la propiedad privada en favor de la estatal y la implantación de una dictadura.
Ni uno solo de estos aspectos dejó de traducirse en una sangrienta realidad en cualquier lugar donde el comunismo se alzó con el poder. En un espacio de apenas tres cuartos de siglo, de 1917 hasta nuestros días, causó más de cien millones de muertos, es decir, más víctimas que cualquier ideología anterior o que la peor de las plagas conocidas por Occidente hasta entonces.
Cuando las noticias referentes a las atrocidades de los estados comunistas comenzaron a ser tan frecuentes y documentadas que no podían ser negadas por tiempo indefinido, fue común insistir en que tales conductas no nacían del pensamiento de Marx, sino de una deformación estalinista de este. Era una apología en apariencia coherente pero, en realidad, ignorante de los propios escritos de Marx, comenzando por el Manifiesto.
Entre las víctimas del totalitarismo comunista, desde el mismo inicio, figuraron en primer lugar los cristianos . No sorprende que así fuera porque el mismo Marx vio siempre en el cristianismo un opositor radical de una ideología que proponía una visión materialista de la Historia, y que además propugnaba la desaparición física de sectores enteros de la sociedad manos de una dictadura. Si algo escandaliza es que el exterminio de millones de seres humanos, por la simple razón de que creían en Dios, fuera silenciado en Occidente en aras de un teórico bien mayor (¡el triunfo total del poder que los exterminaba!). Si algo sobrecoge es que, además, otros supuestos cristianos minimizaran los terribles hechos, los callaran, miraran hacia otro lado. Si algo llama la atención no es que las repetidas declaraciones de autoridades eclesiásticas —empezando con las encíclicas de varios pontífices— señalaran que el comunismo era perverso, sino que su oposición no resultara más repetida y constante. Si algo provoca un auténtico estremecimiento no es que los cristianos fueran expulsados de la vida civil, encerrados en campos de concentración, fusilados, sino que ni recurriendo a esos medios las dictaduras comunistas lograran acabar con ellos.
Es posible que las generaciones venideras tengan dificultad para creer que hubo un tiempo en que la mayor parte del orbe estuvo controlada por una doctrina llamada comunismo que causó, primero, la desgracia de sus propios gobernados y que en su extensión fue reduciendo a la esclavitud y a la muerte a centenares de millones de seres humanos. En cualquiera de los casos, lo que no debe olvidarse es que esa doctrina tuvo como objetivo fundamental la aniquilación del cristianismo y que, como antaño los emperadores romanos o los bárbaros venidos del este, del norte y del sur, fracasó en su objetivo. No fue, por otro lado, el único peligro totalitario que aquejó a la Humanidad en el siglo XX ni el único que consideró al cristianismo como un objetivo. El otro fue el neopaganismo nihilista del que nacerían el fascismo y el nazismo.


Nietzsche y el paradigma totalitario de derechas

Si Marx constituye un ejemplo paradigmático de las tesis que luego seguirían al pie de la letra Lenin, Stalin o Mao, no resulta menos cierto que Nietzsche avanzó una cosmovisión nihilista y anticristiana que luego cristalizaría, entre otros fenómenos, en el fascismo y el nazismo. De la misma manera que Marx, la figura de Nietzsche ha sido objeto no pocas veces de un tratamiento exculpatorio que arranca del influjo seductor de sus obras y de la identificación, siquiera parcial, con sus opiniones por encima de cualquier análisis frío y desapasionado de sus obras. Si durante el nazismo resultaba habitual —y del todo justificado— citarlo como un claro precedente de la ideología hitleriana, después del final de la Segunda Guerra Mundial se hizo corriente distanciarlo de ella e incluso releerlo desde una perspectiva que, grosso modo, podría calificarse de izquierdista.
Como en el caso de Marx, no constituye tarea de la presente obra realizar un repaso de todo el legado de Nietzsche, pero sí resulta indispensable asomarse cuando menos a aquella parte que tuvo un influjo claro en la configuración del pensamiento nazi y fascista. Esta surge durante el denominado tercer periodo creador de Nietzsche, el «período de Zaratustra» o de la «voluntad de poder». En esos momentos en que se ha emancipado de Wagner surgen las aportaciones más claras del filósofo al respecto: La genealogía de la moral (1887) y El Anticristo (1889). La genealogía ha sido considerada como la obra «más sombría y cruel» de Nietzsche . Pero, sea como sea, su trágica influencia en el siglo XX es incuestionable. En ella, el filósofo parte de una base claramente expuesta, la de que es necesario cambiar los valores morales existentes en ese entonces, y así llega a la conclusión de que, históricamente, eran buenos no los seres humanos que ahora se considera como tales, sino los hombres de rango superior. También era distinto su concepto de moral, puesto que para ellos esta equivalía a aquellos comportamientos y valorizaciones que resaltaban el rango y no la utilidad:

... fueron los «buenos» en sí, es decir, los nobles, los fuertes, los de posición superior y sentimientos de altura los que se sintieron y se valoraron tanto en lo que a ellos se refería como en lo que se refería a sus actos como buenos, es decir, como algo de primer rango, que estaba situado en contraposición con todo lo ruin, lo bajo, lo vulgar y lo plebeyo. Partiendo de este pathos de la distancia se atribuyeron el derecho de crear valores, de dar nombre a los valores: ¡pues sí que les importaba mucho la utilidad! El punto de vista de la utilidad es el más raro y poco adecuado de todos justo a la hora de tratar ese ardiente río de juicios superiores de valor ordenadores del rango, acentuadores del rango (1, 2).

Para Nietzsche —y de esta manera recuperaba el núcleo del pensamiento bárbaro con el que tuvo que enfrentarse el cristianismo durante el siglo XI— el concepto de «bueno» es algo que se identifica con los aristócratas, con los señores, con la clase superior. Por el contrario, lo malo corresponde a la plebe, al vulgo, a la clase inferior. En ese sentido, la moral primigeniamente buena es la de las élites aristocráticas y la mala la que se da entre la plebe. Si en su tiempo no se daba ya esa identificación, la responsabilidad inicial de ese acto se debía según el filósofo a las castas sacerdotales (1, 6-7) —«enemigos malvados... porque son los más impotentes»— y a los judíos (1, 7).
El mensaje de Nietzsche queda, por lo tanto, establecido con enorme claridad. Al principio existía una moral buena. Se trataba de la moral aristocrática, la de los poderosos, los fuertes, los violentos. A ella se contraponía la mala, la de los débiles, la de la plebe. Si hoy día esa diferenciación no existe se debe a un pueblo en concreto: los judíos. Para llevar a cabo su labor de corrupción, los judíos se han valido de un vehículo, de un perverso sistema de infiltración. Este no es otro que el cristianismo:

Ese Jesús de Nazaret, evangelio vivo del amor, ese «redentor» que trae la bienaventuranza y la victoria a los pobres, a los enfermos, a los pecadores — ¿acaso no era precisamente la seducción de la manera más inquietante e irresistible, la seducción y el extravío hacia aquellos valores judíos y hacia aquellas innovaciones judías del ideal? ¿No ha alcanzado Israel el último objetivo de su deseo sublime de venganza, precisamente en virtud del rodeo de ese «redentor», de ese enemigo y liquidador aparente de Israel? ¿No forma parte de la escondida magia negra de una política auténticamente grande de la venganza, de una venganza de altos vuelos, clandestina, de progreso pausado, calculada, el que Israel mismo negara y clavara en la cruz ante todo el mundo, como si fuera su enemigo mortal, al verdadero instrumento de su venganza, a fin de que «todo el mundo», o sea, todos los enemigos de Israel, mordieran el cebo sin sospecharlo? (1, 8).

El argumento de Nietzsche mezcla obviamente la verdad histórica — Jesús era judío y muchos de los valores judíos entraron en Occidente gracias al cristianismo— con un absurdo presupuesto conspirativo. Pero, sobre todo, sienta un principio esencial, el de que la moral verdadera choca con una perversidad llamada cristianismo. Mediante este, «los señores están liquidados; la moral del hombre vulgar ha vencido» (1, 9) y la moral que se ha impuesto es la del «resentimiento» (1, 10). Es este un fenómeno que, supuestamente, implica un «retroceso de la humanidad» (1, 11), una «inteligencia de rango ínfimo» (1, 13) y que presenta el juicio final y la vida eterna como «compensaciones» (1, 14-15).
Llegado a este punto de su exposición, el filósofo ha conseguido articular una visión de la historia universal maniqueísta. En términos de moral, puede decirse que la historia gira en torno a dos concepciones diametralmente opuestas. Por un lado, se encuentra la que, a juicio de Nietzsche encarna lo bueno y noble, los valores positivos. Es la moral procedente de un pueblo de señores, de la fuerza, de la violencia, de la dominación; en resumen, de Roma. Frente a esa visión se alzaría, por el contrario, otra que debe ser calificada de baja y ruin, de plebeya y negativa. Es la visión del resentimiento, de la bajeza, de la corrupción de la moral. La misma se encarna en los judíos y ha tenido como frutos repugnantes el cristianismo y, de manera especial, el protestantismo.
En el tratado segundo de esta obra, titulado «"Culpa", "mala conciencia" y similares», el filósofo va a partir de esa dicotomía para dejar claro que el hombre «bueno» (en el sentido que al término da Nietzsche) se ve liberado de frenos morales, de la culpa, de la mala conciencia (2, 1-5). En segundo lugar, él mismo resulta un ser que es cruel de manera natural. La suya es, por otra parte, una crueldad que constituye un fundamento de la historia forjada por los seres superiores y que se manifiesta, entre otras cosas, en contar con seres inferiores sobre los que descargarla:

... su imperiosa necesidad de crueldad aparece como algo muy ingenuo, muy inocente... precisamente la «maldad desinteresada»... es una propiedad normal del hombre... yo he señalado, con prudente dedo, las siempre crecientes espiritualización y «deificación» de la crueldad que surcan toda la historia de la cultura superior (y la constituyen tomadas en un sentido importante). Además, no hace tanto tiempo en que no se sabía idear bodas de príncipes o fiestas populares de envergadura en que no tuviesen lugar ejecuciones, torturas, o, por ejemplo, un auto de fe, ni tampoco una casa nobiliaria en la que no hubiera seres sobre los que descargar sin escrúpulos la propia maldad y las burlas crueles (2, 6).

De hecho, Nietzsche no se detiene ahí en su consideración positiva de la crueldad. Esta, aparte de sus aspectos utilitarios, produce placer:

Ver sufrir produce placer; el hacer sufrir, aún más placer —se trata de una tesis dura, pero es un axioma antiguo, poderoso, humano— demasiado humano, que, por otra parte, quizá ya llegaron a suscribir los monos... Sin crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más antigua, la más larga historia del hombre... (2, 6).

Sin embargo, Nietzsche parece desear endulzar siquiera en parte su elogio de la crueldad. Para ello se vale de un argumento disparatado pero, a la vez, preñado de consecuencias, un argumento que —quizá no tan extrañamente— recuerda a ciertos ideólogos de la Ilustración a los que hemos citado páginas atrás. Este consiste en afirmar que no todos los seres humanos son igualmente sensibles al dolor. Así, por ejemplo, los negros — a los que caracteriza como «representantes del hombre prehistórico»— padecen menos cuando se les ocasionan sufrimientos:

Tal vez entonces [en el pasado] el dolor no hiciera tanto daño como ahora; por lo menos podrá llegar a esa conclusión un médico que haya tratado a negros (tomando a estos como representantes del hombre prehistórico) — algunos casos de graves inflamaciones internas abocan hasta las puertas de la desesperación al mejor constituido de los europeos; pero a los negros no los abocan (2, 7).

Nietzsche era consciente de que semejante visión chocaba con el cristianismo, que no sólo afirma que el ser humano tiene «una deuda con la divinidad» (2, 20), sino que además sostiene que Dios la ha saldado «redimiendo al hombre de aquello que este no puede redimir por sí mismo» (2, 21). De ahí que exprese su repugnancia hacia el Nuevo Testamento (3, 22) y frente a la cercanía del creyente en relación con Dios que ya aparece en el judaísmo (3, 22). Por el contrario, un colectivo moralmente modélico sería la conocida secta islámica de los Asesinos:

Cuando los cruzados cristianos se toparon en Oriente con la invencible Orden de los asesinos, con aquella orden de espíritus libres par excellence, cuyos grados inferiores vivían en una obediencia que no ha sido alcanzada por ninguna orden monástica, recibieron también, por algún conducto, una indicación sobre aquel símbolo y aquella consigna, reservada en exclusiva a los grados superiores, como su secretum: «Nada es verdadero, todo está permitido...» (3, 24).

En resumen, pues, la Genealogía de la moral constituye no solo un análisis de las bases contemporáneas de la moral, sino también un intento de explicar cómo la misma ha podido devaluarse, degenerarse tanto como para dejar de estar pergeñada por los señores y pasar a responder a los anhelos de la plebe. Tal búsqueda tiene una respuesta obvia a juicio del filósofo. Se ha producido un proceso de corrupción, de subversión, que cuenta con un claro culpable: el pueblo judío y, de manera sobresaliente, la figura de Jesús. Frente a esa situación Nietzsche propone regresar a unos fundamentos morales propios de lo auténticamente bueno, aristocrático, señorial. Estos afirman que no hay culpa frente a la libertad de acción humana, que la crueldad y el descargar la misma sobre los inferiores es bueno y natural y que la consigna de «todo es permisible, nada es verdad...» es un correcto fundamento.
El Anticristo (1889), la segunda obra a la que vamos a referirnos, constituye uno de los panfletos más anticristianos de la historia universal y quizá también es uno de los más conocidos. En el mismo se califica al cristianismo de «más dañoso que cualquier vicio» (2); se le atribuye haber «desencadenado una guerra a muerte contra ese tipo superior de hombre» (5); se le acusa de ostentar «uno de los conceptos de Dios más corruptos a que se ha negado en la tierra» (18); se le moteja de «mezcla de sublimidad, enfermedad e infantilismo» (31); se afirma que ser cristiano es «indecente» (38, 50), que para ser filólogo o médico hay que ser «anticristiano» (47) y que, en realidad, para ser cristiano «hay que estar lo bastante enfermo» (51); se le convierte en objeto de desprecio al igual que a los socialistas y anarquistas (57) (un hecho pasado por alto por los empeñados en hallar en Nietzsche a un precursor de la izquierda) y, por último, tras retratarlo como «vampiro del imperium romanum» (58) y como «la única gran maldición» (62), el filósofo añade una ley contra el cristianismo. Como señalaría Nietzsche, esta y no otra es «la conclusión más coherente, la conclusión necesaria, de todo su camino mental» .
Frente a la amenaza cristiana, Nietzsche propone el alzamiento de las razas nórdicas:

No hace justicia ciertamente a las dotes religiosas, por no decir al gusto, de las fuertes razas de la Europa nórdica el que no hayan rechazado al Dios cristiano hasta la fecha. Tendrían que acabar con semejante engendro de la décadence, enfermizo y decrépito. Sin embargo, como no han acabado con él, pesa sobre ellas una maldición (19).
Dado que «el cristiano es solo un judío de confesión "más libre"» (44), la proscripción del cristianismo es indispensable. De hecho, cuanto más cercano es el cristianismo a sus raíces más repugnante le resulta. Por eso, el protestantismo, su rama «más irrefutable», le resulta más aborrecible que el catolicismo (61) y, sobre todo, le parecen sobremanera detestables los primeros cristianos:

¿Qué se sigue de esto? Que uno hace bien en ponerse los guantes cuando lee el Nuevo Testamento. La proximidad de tanta mugre casi obliga a hacerlo. De la misma manera que no elegiríamos como amigos a unos judíos polacos, tampoco elegiríamos a unos «primeros cristianos». Ni siquiera es necesario presentar una objeción contra ellos... Ni los unos ni los otros huelen bien (46).

Esta proscripción de judíos y cristianos, esa abolición del monoteísmo (19) significa para el filósofo el regreso de la moral buena, de la moral aristocrática, de la moral de los señores. Como es lógico, una transformación de semejantes características debía tener claras repercusiones sociopolíticas. Nietzsche lo sabía e indicó de inmediato la forma ideal que adquirirían las mismas. Su cristalización sería un orden similar a la sociedad de castas de la India, un sistema —inamovible e intraspasable— implantado por los conquistadores arios sobre las razas inferiores en el segundo milenio a. C. :

Establecer un código al estilo de Manú implica otorgar en lo sucesivo a un pueblo el derecho a llegar a ser maestro, a llegar a ser perfecto —a ambicionar el arte supremo de la vida. Para ello hay que hacerlo inconsciente: esa es la meta de toda mentira santa—. El orden de castas, que es la ley suprema, dominante, constituye solo el reconocimiento de un orden natural, de una legalidad natural de primer orden, contra la que nada puede ningún antojo, ninguna «idea moderna».... Es la naturaleza, no Manú, la que establece separaciones entre los predominantemente espirituales, los predominantemente fuertes en lo que a músculos y genio se refiere, y los terceros, los que no sobresalen en ninguna de las dos cosas, los mediocres. Estos últimos son la inmensa mayoría, y los primeros, lo selecto. La casta superior —yo la denomino los menos— tiene también, por ser la perfecta, los privilegios de los menos: entre los mismos se cuenta el de representar en la tierra la felicidad, la belleza, la bondad. La belleza, lo bello solo les está permitido a los hombres más espirituales: solo en ellos la bondad no es debilidad... El orden de castas, la jerarquía, se limita a formular la ley suprema de la vida misma, la separación de los tres tipos es necesaria para la conservación de la sociedad, para la posibilitación de tipos superiores y supremos —la desigualdad de derechos es la condición primera para que llegue a haber derechos... ¿A quién es a quien yo más odio, entre la morralla de hoy? A la morralla de los socialistas, a los apóstoles de los chandalas, que con su diminuto ser arruinan el instinto, el placer, el sentimiento de satisfacción del obrero... La injusticia no está nunca en los derechos desiguales, sino en exigir derechos «iguales»... El anarquista y el cristiano son de una misma procedencia... (57).

El cuadro social descrito por Nietzsche en las líneas precedentes no puede resultar más explícito. Según relata, la Naturaleza exige el dominio de los menos (los más fuertes, los más espirituales) sobre la mayoría de los mediocres. El modelo ideal es por ello el del sistema indio de castas que permite la dominación de un número reducido sobre la gran masa, masa a la que es imperativo mentir (con «mentira santa», según la terminología de Nietzsche) y además mantener aislada de cualquier idea que signifique su promoción o su petición de derechos.
El sueño de Nietzsche, expresado en sus justos términos, consistió en reinstaurar la visión de un período histórico, en, parte real, en parte imaginario, en que lo bueno era similar a lo fuerte, a lo violento, a lo aristocrático, y en que lo malo resultaba equivalente de lo débil, lo bajo, lo plebeyo. Se trataba de implantar socialmente el dominio de una élite que dominara sin el freno de la culpa, negando la existencia de la verdad y ejerciendo la crueldad sobre los inferiores. Semejante salto en la moral chocaba con un claro enemigo, el cristianismo, que debía ser aniquilado por las razas germánicas. Tales medidas permitirían implantar una sociedad elitista, basada en la desigualdad y la jerarquía, al estilo del sistema ario de castas existente desde hace milenios en la India. En ella, los más, los mediocres, serían engañados y mantenidos en una ignorancia feliz de la que no debía sacarlos el cristianismo. Para lograr esa finalidad sería una medida de enorme valor la promulgación de una ley contra el cristianismo que lo erradicara por fin de la faz de la tierra, aniquilando sus lugares sagrados y convirtiendo en parias (chandalas en el lenguaje de Nietzsche) a sus sacerdotes, a los que «se proscribirá, se hará morir de hambre, se arrojará a todo tipo de desierto» (Artículo quinto).
Las enseñanzas del filósofo alemán tuvieron repercusiones políticas, en especial desde inicios del presente siglo. El fascismo de Mussolini — que retaba a Dios a fulminarle con un rayo en el plazo de cinco minutos— y, sobre todo, el nazismo de Hitler se sustentaron en buena medida sobre una nueva moral de la minoría fuerte, violenta y audaz, que se imponía sobre una masa engañada. En ese sentido, las afirmaciones ideológicas de Nietzsche y las cámaras de gas de Auchswitz, Treblinka y Sobibor se hallan unidas por una línea recta y directa.
Tanto el fascismo como el nazismo contemplaron de manera negativa el cristianismo —aunque en ocasiones firmaran acuerdos con la Santa Sede por razones de política interior— y, en especial en el caso de Hitler, articularon medidas para debilitar e incluso eliminar totalmente su influencia social.
No deja de ser significativo que, en sus Conversaciones de sobremesa, Hitler se adentrara de manera continuada en el terreno de las especulaciones filosóficas y que estas tengan un marcado resabio de Nietzsche y del ocultismo neopagano. Precisamente por ello, tampoco resulta sorprendente que el nazismo intentara en su programa neopagano eliminar al cristianismo de manera absoluta. Hoy día sabemos que el exterminio de los cristianos formaba una parte tan esencial del programa nazi como el de los judíos . Solo se retrasó a la espera de una victoria en la guerra mundial que no hiciera temer una reacción internacional contraria. Sin embargo, el propio Führer no se engañó sobre la fuerza de su enemigo. Hasta el final de sus días consideró como su «prisionero particular» a un pastor protestante, Martin Niehmoller, que ya en 1933 había tenido el arrojo de predicar a sus feligreses que siguieran al «rabino judío, Jesús de Nazaret». Tampoco olvidó las acciones antinazis —que paralizaron, por ejemplo, el programa de eutanasia de enfermos mentales antes de la guerra— del obispo Galen o de la Bekennende Kirche, de Karl Barth o de Rudolf Bultmann. Kolbe, Edith Stein o Dietrich Bonhoeffer son sólo algunos de los nombres de los millares de cristianos que murieron en los campos de concentración nazis por oponerse a un régimen que consideraban como la encarnación de un neopaganismo brutal y bárbaro. No se equivocaron, desde luego, en su juicio.
Al concluir el siglo XX, al acercarse a su tercer milenio de existencia, el cristianismo había sobrevivido a dos terribles amenazas que, como tantas veces antaño, no solo le habían puesto en peligro a él, sino a todo el género humano. A pesar de sus diferencias, las dos —marxismo y fascismo-nazismo— coincidían en algunos aspectos esenciales. Ambas negaban la existencia de principios morales superiores que limitaran el poder y la persecución de sus objetivos; ambas ansiaban desesperadamente llevar a cabo la ejecución de sus objetivos; ambas creían en la legitimidad de exterminar social, económica y físicamente a los que consideraban sus enemigos, fueran burgueses o judíos; ambas eran conscientes de que el cristianismo se les oponía ideológicamente como un valladar frente a sus aspiraciones; ambas intentaron —y fracasaron en el intento— aniquilarlo como a un adversario privilegiado que era. Puede que algunos consideren que las dos grandes bestias —el comunismo y el fascismo-nazismo— habían sido conjuradas a finales del siglo XX, un juicio optimista si se tiene en cuenta que el régimen comunista chino, por ejemplo, ejerce su dominio sobre más de mil trescientos millones de personas. Lo cierto es que, como sucedió en los siglos pasados, las amenazas que se yerguen sobre el futuro de la Humanidad no son seguramente menores que las sorteadas en el pasado. En ese sentido, el cristianismo está llamado a representar un papel fundamental. Pero antes de abordar ese tema, debemos recapitular su influencia en la cultura humana.

Conclusión



La historia del cristianismo no pudo comenzar bajo peores auspicios. Entroncada de manera directa con la del judaísmo —de la que pretendía ser realización y cumplimiento—, desde el primer momento dejó de manifiesto una clara oposición con éste. Jesús no sólo predicaba una clara desviación del exclusivismo religioso de Israel llamando a los gentiles para que recibieran el mensaje del Reino del Dios (y anunciando además que muchos lo acogerían con mayor gusto que los judíos a los que estaba destinado), sino que además se manifestaba provocadoramente abierto en su actitud hacia las mujeres y, sobre todo, a los pecadores. En realidad, esta última actitud y sus propias pretensiones lo colocaron desde el principio en un camino que acabó desembocando en su ejecución.
Lejos de creer en la existencia de un grupo que podía ser mejor que otros y cuya afiliación garantizaba el paso a un mundo mejor, Jesús ofreció a sus contemporáneos una relación personal con Dios, una relación, por otra parte, de la que todos estaban necesitados, de la misma manera que un enfermo que requiere la ayuda urgente e imprescindible de un médico. El género humano —pecadores y supuestos justos, hombres y mujeres, judíos y gentiles— era semejante a una oveja perdida que no sabe cómo encontrar el camino para regresar al redil, a una moneda perdida que por sí misma no podrá volver al bolsillo de su dueña, como un hijo pródigo que disipó toda su fortuna y que precisa del perdón generoso de su padre para redimirse. Jesús insistía en que esa salvación eral posible porque Dios en Él había salido al encuentro de la Humanidad y bastaba con que ésta ahora no rechazara el ofrecimiento. Para aquellos que estuvieran dispuestos a vivir en la nueva relación de Pacto con Dios —un pacto basado en la muerte futura e ineludible de Jesús— se abriría la posibilidad de una nueva vida vivida de acuerdo con unas nuevas condiciones. No sólo es que en ella sería posible encontrar la salvación, no sólo es que en ella se podría descubrir un sentido que enlazaba con la eternidad, no sólo es que en ella se viviría en una nueva comunidad sin barreras raciales, sociales o de género sexual, no sólo es que en ella no se repetirían los patrones diabólicos del poder, es que además se encarnaría el ideal de amar al prójimo sin límites ni condiciones, un ideal digno del Dios que se encarnaba para morir en la cruz.
La predicación de Jesús era provocadora y sus afirmaciones de ser el mesías, el Hijo del hombre e incluso el Hijo de Dios acabaron provocando una reacción combinada que lo llevó a la muerte. Durante la Pascua del año 30 d. C. sus adversarios debieron de respirar tranquilos convencidos de que aquel controvertido personaje dejaría de ser un peligro y una molestia... pero se equivocaron.
A los tres días, los mismos discípulos que lo habían abandonado durante su prendimiento, proceso y ejecución comenzaron a predicar la peregrina doctrina de que Jesús había resucitado y se les había aparecido. Por supuesto, ni las autoridades judías ni las romanas creyeron en aquella afirmación (¿no se habían ellas ocupado de arrancar de Jesús hasta el último hálito de vida?), pero no dejó de resultar preocupante cómo antiguos incrédulos (Santiago) o incluso enemigos (Pablo) se sumaban con fervor a la nueva fe que se negó encarnizadamente a morir.
En el curso de su primera década, el cristianismo —que ya recibía ese nombre de sus adversarios y tal vez en son de burla— había comenzado a dar pasos que evidenciaban la influencia de las enseñanzas de su maestro y fundador. Admitió gentiles en su seno, proporcionó a las mujeres un papel que jamás hubieran soñado en el judaísmo, organizó un sistema de asistencia social en Jerusalén (con prolongaciones en otras ciudades donde se había asentado), se mostró crítico hacia el poder político y extremó los valores contenidos en el judaísmo siguiendo el ejemplo de Jesús.
Antes de cumplir el primer cuarto de siglo de existencia, la nueva fe se había arraigado en Europa e incluso contaba con comunidades en ciudades tan importantes como Atenas, Corinto, Éfeso, Colosas, Tesalónica, Filipos y la misma capital, Roma.
Desde luego su avance no podía atribuirse a la simpatía del imperio. En realidad, el cristianismo era —si cabía— más molesto en sus pretensiones, en sus valores y en su conducta para la gentilidad que para el judaísmo. No sólo eliminaba todas las barreras étnicas en un universo donde ser ciudadano romano era una ambición de muchos, sino que, además, desconfiaba del sistema imperial, daba una cabida extraordinaria a la mujer en su seno, sostenía un sentido finalista de la Historia y se preocupaba por los débiles, los marginados, los abandonados, es decir, por aquellos por los que no sentía la más mínima preocupación el imperio.
A pesar de las idealizaciones que a posteriori se puedan hacer del mismo, lo cierto es que el imperio romano era una firme encarnación del poder de los hombres sobre las mujeres, de los libres sobre los esclavos, de los romanos sobre los otros pueblos, de los fuertes sobre los débiles. No debe extrañarnos que Nietzsche lo considerara un paradigma de su filosofía del «superhombre» porque efectivamente así era.
Frente a ese imperio el cristianismo predicó a un Dios encarnado que había muerto en la cruz para la salvación del género humano, permitiendo a éste alcanzar una vida nueva. En ésta resultaba imposible mantener la discriminación que oprimía a las mujeres condenándolas a la muerte o al matrimonio impúber, el culto a la violencia que se manifestaba en los combates de gladiadores, la práctica de conductas inhumanas como el aborto o el infanticidio, la justificación de la infidelidad masculina y la deslealtad conyugal, la participación en la guerra, el abandono de los desamparados o la ausencia de esperanza.
A lo largo de tres siglos, el imperio desencadenó sobre los cristianos distintas persecuciones que cada vez fueron más violentas y que no sólo no lograron su objetivo de exterminar a la nueva fe, sino que mostraron la incapacidad de alcanzarlo. Al final, el cristianismo se impuso no sólo porque entregaba —el mismo Juliano el Apóstata lo reconoció— un amor que en absoluto podía nacer del seno del paganismo, sino también porque proporcionaba un sentido de la vida y una dignidad incluso a aquellos a los que nadie estaba dispuesto a otorgar un mínimo de respeto. Constantino no le otorgó el triunfo. Más bien se limitó a reconocerlo —y, quizá, a intentar instrumentarlo— y a levantar acta de que el paganismo ya no se recuperaría del proceso de decadencia en que había entrado siglos atrás.
Nunca existió un imperio cristiano (a pesar de que el cristianismo fue declarado religión oficial durante un espacio breve de tiempo), pero sí es verdad que algunos de sus principios quedaron recogidos, en mayor o menor medida, en la legislación bajoimperial. Sin embargo, el gran aporte que el cristianismo proporcionaría a Roma no sería ése.
A partir del siglo III la penetración de los bárbaros en el limes romano se hizo incontenible. Durante algunas décadas se pensó en la posibilidad de asimilarlos convirtiéndolos en aliados. Los resultados de esta política fueron efímeros. En el 476 el imperio romano de Occidente dejó formalmente de existir, aunque, en realidad, estaba enfermo de muerte desde mucho tiempo atrás. Pese a todo, aun con el efecto letal de aquellas invasiones, la cultura clásica no desapareció. El cristianismo — especialmente a través de los monasterios— la preservó. Pero no se limitaron a ello. También salvaguardaron valores cristianos en medio de un mundo que se había colapsado por completo y cuyo futuro era siempre incierto e inseguro. Así, al cultivo del arte se sumó el respeto y la práctica del trabajo del tipo que fuera, a la defensa de los débiles se unió la práctica de  la  caridad,  al  esfuerzo  misionero  se  vinculó  la  asimilación  y culturización de pueblos pujantes pero que, a medio plazo, también se rindieron como antaño el imperio al cristianismo.
En el siglo VIII, Occidente se vio acosado por una terrible y nueva amenaza, la del islam, que aniquiló a su paso todas las sociedades que intentaron defender su libertad frente a él. Durante el siglo siguiente, el cristianismo proporcionó el entramado de una breve reconstrucción del imperio, ahora sobre principios como la preservación de la cultura clásica, la popularización de la educación, la promulgación de leyes sociales o la articulación del principio de legitimidad política. Sin embargo, se trató de una creación que vino a desplomarse ante el empuje de unas nuevas invasiones más letales que las sufridas durante los siglos III-V. Se produjo entonces una nueva Edad Oscura de consecuencias aún peores y Occidente quedó embotellado entre los asaltos islámicos en el sur —detenidos por los resistentes españoles que desangraron las aceifas islámicas llegadas al sur de Francia— y las incursiones bárbaras procedentes del norte (vikingos) y del este (magiares). En el curso de unas décadas, todos los logros de siglos anteriores desaparecieron convertidos en humo y cenizas. Una vez más, empero, el cristianismo se mostró mucho más vigoroso que sus enemigos. Cuando éstos eran más fuertes, cuando no necesitaban pactar, cuando podían imponer su voluntad valiéndose solo de la espada, acabaron aceptando la enorme fuerza espiritual del cristianismo y lo asimilaron en sus territorios. Al llegar el año 1000, el cristianismo se extendía hasta el Volga.
Las sociedades nacidas de aquella aceptación del cristianismo en su seno no llegaron a incorporar todos los principios de la nueva fe en su existencia. De hecho, en buena medida eran reinos nuevos sustentados sobre el culto a la violencia necesaria para la conquista o para la simple defensa frente a las invasiones. Sin embargo, el cristianismo ejerció sobre ellos una influencia fecunda. La reforma del siglo XI volvió a sentar las bases de un principio de la legitimidad del poder alejado de la arbitrariedad guerrera de los bárbaros, buscó de nuevo la defensa y la asistencia de los débiles, y continuó un esfuerzo artístico y educativo que ya contaba con más de medio milenio de existencia. Además, dulcificó la violencia bárbara implantando las primeras normas del derecho de guerra —la Paz de Dios y la Tregua de Dios—, supo recibir la cultura de otros pueblos, creó un sistema de pensamiento como la Escolástica y, sobre todo, abrió las primeras universidades. Es cierto que el aumento del poder temporal de los papas acabó siendo nefasto para la institución, que durante el siglo XIV esta se desacreditó sobremanera con episodios como el Papado de Aviñón o el Gran Cisma de Occidente y que la Escolástica acabó convirtiéndose en un sistema muerto que frenaba más que alentaba el saber. Sin embargo, el cristianismo logró despegar de esas lamentables circunstancias y de esa manera abrió las puertas a la Modernidad.
La Reforma protestante subrayó desde su inicio dos grandes principios. El primero fue el de la libertad del ser humano frente a las autoridades, lo que le permitía examinar personalmente su camino en la vida a la luz de las Escrituras. No resulta por ello extraño que el primer reconocimiento de un derecho fundamental que se produjo en la historia europea fuera el de libertad religiosa en la Paz de Augsburgo a impulsos de los protestantes. El segundo gran principio de la Reforma resultó mucho más fecundo y se centró en acercar la Biblia al pueblo sin condiciones. De ese acercamiento derivaron el culto al trabajo y al ahorro, la alfabetización indispensable para poder leer en una religión que más que nunca era del Libro, el regreso a un ideal social igualitario y meritocrático, el inicio de la investigación científica moderna y las bases para la democracia que —dada la situación de caída del ser humano— solo podía basarse en una división y limitación de poderes y en el control estricto de los gobernantes por los gobernados.
En el curso de los siglos siguientes, las distintas ramas del cristianismo rivalizaron en logros artísticos, culturales y caritativos, pero el legado de la Reforma permitió a países más desfavorecidos económicamente, pero imbuidos de la cosmovisión protestante, adelantar a sus rivales en terrenos como el desarrollo económico, científico, educativo, cultural e incluso político.
No solo eso. Causas como la defensa de los indígenas, la lucha contra la esclavitud, las primeras leyes sociales contemporáneas o la denuncia del totalitarismo no hubieran sido nunca iniciadas sin el impulso cristiano. No debe por ello sorprender que el siglo XX haya sido el que ha contemplado un número mayor de encarcelamientos, maltratos y ejecuciones de cristianos por encima de cualquier otro período de la Historia. Tanto los campos de exterminio de Hitler como el gulag soviético intentaron, aunque en vano, acabar con una fe a la que veían con razón como un oponente radical de sus respectivas cosmovisiones.
Sin duda, los aportes del cristianismo a la cultura occidental han sido grandiosos a lo largo de sus casi dos mil años de existencia. Sin embargo, solo podemos captar algo de su extraordinaria importancia cuando tratamos de imaginar lo que hubiera sido un mundo sin cristianismo u observamos los resultados obtenidos por otras culturas.
Un mundo que se hubiera limitado a continuar la herencia clásica no solo habría resultado en una sociedad despiadada, en la que los fuertes y los violentos se sabían protagonistas, sino que además habría perecido ante el empuje de los bárbaros en los siglos III-V sin dejar nada en pos de sí. Durante varios siglos, los reinos bárbaros hubieran combatido de manera infructuosa entre ellos para no poder sobrevivir al empuje conjunto de las segundas invasiones y del avance árabe, suponiendo que este se hubiera dado sin un islam cuya existencia presupone por obligación la del cristianismo.
Durante los siglos de lo que ahora conocemos como Medievo, Europa hubiera sido albergue de oleada tras oleada de invasores, sin excluir a los mongoles contenidos por Rusia, de las que no hubiera surgido nada perdurable como no surgió en otros contextos. Ni la cultura clásica, ni la Escolástica, ni las universidades, ni el pensamiento científico habrían aparecido como no aparecieron en otras culturas. Además, sin el regreso a los valores bíblicos recuperados por la Reforma se hubieran perpetuado — como así sucede en algunas naciones hasta el día de hoy— fenómenos como la esclavitud, la arbitrariedad del poder político, el anquilosamiento de la educación en manos de una escasa casta tradicional o la ausencia de desarrollo científico.
Basta echar un vistazo a las culturas informadas por el islam, el budismo, el hinduismo o el animismo —donde siguen considerándose legítimas conductas degradantes para el ser humano— para percatarse de lo que podría haber sido un mundo sin la influencia civilizadora del cristianismo. Y aun así nuestro juicio no se corresponde con toda la dureza de lo que serían esas situaciones. A fin de cuentas, hoy día, hasta la sociedad más apartada puede beneficiarse de aspectos emanados de la influencia cristiana en la cultura occidental, desde el progreso científico a la persecución de un sistema de asistencia social, por citar solo dos ejemplos.
Incluso en el siglo XX, el olvido de principios de origen cristiano — un origen que suele olvidarse casi siempre— hubiera sumido a la Humanidad en una era de barbarie sin precedentes, bien a causa del triunfo del marxismo o del fascismo-nazismo. Pretender, pues, construir el futuro sin recurrir a sus principios sólo puede interpretarse como una muestra fatal de terrible arrogancia, de profunda ignorancia o de crasa maldad. Hacerlo implicaría, además, correr el riesgo nada ficticio de ver la resurrección de formas de neopaganismo no inferiores en la gravedad de sus manifestaciones a las que ya conocemos históricamente.
Asimismo, el cristianismo no ha logrado a lo largo de casi dos mil años imponer sus puntos de vista de una manera total. En unas ocasiones esto se ha debido a su propio distanciamiento de la pureza original de su enseñanza —y debemos enfatizar el hecho de que cuanto más se ha acercado al mensaje bíblico mayores han sido sus resultados—. En otras, a que la vivencia de una ética tan elevada no puede esperarse del conjunto de una sociedad ni tampoco imponerse como se ha creído por error más de una vez. Con todo, su influencia humanizadora, civilizadora, no cuenta con paralelos de ningún tipo a lo largo de la Historia universal. Sin él, el devenir humano hubiera sido un fluir continuo de violencia y barbarie, de guerra y destrucción, de calamidades y sufrimiento. Con él, se ha visto acompañado el gran drama de la condición humana de progreso y justicia, de compasión y cultura.
Todas estas circunstancias, al fin y a la postre, hallan su explicación en las peculiares características del cristianismo como religión que le diferencian de manera ostensible de las otras. El filósofo español Manuel García Morente lo expresó de manera elocuente al describir su visión, repentina e inesperada, de Jesús: «Ese es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les da aliento y les trae la salvación. Si Dios no hubiera venido al mundo, si Dios no se hubiera hecho hombre en el mundo, el hombre no tendría salvación, porque entre Dios y el hombre habría siempre una distancia infinita que jamás podría el hombre franquear... Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ese sí que lo entiendo y ese sí que me entiende» (El «Hecho extraordinario»). Juan lo había expresado de forma más sencilla veinte siglos antes al escribir que Dios había amado tanto al mundo que había enviado a Su Hijo para que el que en Él creyera no se perdiera, sino que tuviera vida eterna (Juan 3, 16). Lo que, por último, ha hecho diferente al cristianismo a lo largo de veinte siglos, lo que le ha convertido en base sólida y fecunda de desarrollo y progreso, de libertad y amparo de los desfavorecidos, de cultura y ciencia es la propia persona de Jesús. Precisamente por eso, el cristianismo no ha proporcionado solo sentido para la vida presente, sino que es también una garantía de esperanza futura.


Madrid-Zaragoza, junio de 1999.





92-  La bibliografía sobre Marx es muy extensa, pero suele adolecer de una clara tendenciosidad hacia posturas acríticamente favorables o contrarias. Acerca del Manifiesto comunista, resultan de interés: C. Andler, Le Manifeste Communiste, París, 1901, y B. Andreas, Manifeste du Parti Communiste, París, 1971. Sobre Marx y Engels, siguen siendo de interés: I. Berlín, Karl Marx, París, 1962; A. Cornu, Karl Marx et la révolution de 1848, París, 1948; M. Lowy, La teoría de la revolución en el joven Marx, México, 1972, y F. Mehring, Carlos Marx, Buenos Aires, 1965. Acerca de la revolución de 1848 y su contexto, véanse: J. Droz, Les révolutions allemandes de 1848, París, 1957; F. Fetjö, 1848 dans le monde, París, 1948; J. Sigmann, 1848: Les révolutions romantiques et démocratiques de l'Europe, París, 1970. Sin duda, uno de los estudios más inteligentes sobre el contexto del Manifiesto es el hasta cierto punto insuperable libro de Fernando Claudín, Marx, Engels y la revolución de 1848.
93-  Sobre el tema, véanse: M. Bourdeaux, Patriarch and Prophet: Persecution of the Russian Orthodox Church Today, Londres, 1969; ídem, Religious Ferment in Russia: Protestant Opposition to Soviet Religious Policy, Londres, 1968; W. Fletcher, A Study in Survival, Nueva York, 1965; D. Pospielovsky, op. cit, págs. 219 y sigs; A. Valentinov, Religuiia i tserkov v SSSR, Moscú, 1960; G. Vins, Let the Waters Roar. Evangelists in the Gulag, Grand Rapids, 1989.
94-  Prólogo de Andrés Sánchez Pascual a la obra en la edición castellana de Alianza Editorial, Madrid, 1972.
95-  Andrés Sánchez Pascual, Prólogo de El Anticristo, Madrid, Alianza Editorial, 1974, pág. 9.
96-  Sobre este sistema, véase: C. Vidal Manzanares, Buda: vida, leyenda y enseñanzas, Barcelona, 1994, págs. 23 y sigs.
97-  Sobre el nazismo y su enfrentamiento con el cristianismo, véanse: C. Bernadac, Les sorciers du ciel, París, 1969 (sobre los sacerdotes en los campos de concentración); J. S. Conway, The Nazi Persecution of the Churches, Londres, 1968 (probando que el nazismo tenía planes de posguerra para el exterminio de los cristianos); S. Bologna, La chiesa confessante sotto il nazismo, 1933-1936, Milán, 1967.

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