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miércoles, 30 de junio de 2010

Cristianismo en la cultura occidental -8-

Segunda parte.

8

El cristianismo y la defensa de las otras razas.


La defensa de los indígenas americanos.


Para algunos estudiosos, el fenómeno que conocemos como Reforma no solo provocó considerables distancias entre la Europa protestante y la católica, sino que sumió a esta última en un proceso de atraso y barbarie. Semejante análisis puede resultar funcional en términos propagandísticos, pero no resiste un examen histórico dotado del mínimo rigor. Ciertamente, la Reforma marcó a fuego la historia de la Europa posterior al quedar desvinculados de fecundos caminos educativos, económicos y políticos los países católicos. Sin embargo, no es menos cierto que los logros de estos distaron mucho de ser magros. No se trató sólo de las contribuciones espirituales —el gran siglo de la mística española es el de la Contrarreforma—, sino, muy en especial, de las culturales. No sólo es que el barroco católico, a pesar de sus diferencias conceptuales, implicó un esfuerzo creativo extraordinario, sino que, además, la incomparable producción artística del Siglo de Oro español (en realidad, casi dos siglos) es impensable sin una referencia al catolicismo. Las comedias, dramas y autos de Calderón, Lope o Tirso de Molina resultan incomprensibles sin una referencia al marco católico en que fueron concebidas, y lo mismo puede decirse de la novela, porque del Lazarillo al Quijote  (una obra que concluye con la confesión del protagonista y su conversión final a la fe
Por otro lado, a pesar de la escisión que significó la Reforma y la reacción frente a ella que conocemos como Contrarreforma (¿podía España militar en otro campo cuando el luteranismo había significado el final del sueño imperial de Carlos V?), hubo terrenos en el que ambas concepciones del cristianismo en buena medida coincidieron precisamente porque arrancaban de principios comunes. Quizá el ejemplo más significativo al respecto lo encontramos en la actitud manifestada hacia aquellos seres descubiertos —el término no es peyorativo, sino descriptivo— por Occidente en su epopeya americana.
Para España, el descubrimiento de América significó el acceso a fuentes en apariencia inagotables de riqueza. Es bien cierto que la carencia de una estructura mental como la presente en la Europa protestante evitó no su explotación, pero sí un aprovechamiento que se hubiera podido traducir en un desarrollo económico racional y con futuro. No es menos verdad que buena parte del producto de aquellas tierras se dilapidó en empresas político-religiosas en gran medida ajenas a los verdaderos intereses españoles. Sin embargo, aquellos caudales no dejaron de provocar apetitos que, unidos a una naturaleza conquistadora (y no tanto colonizadora) forjada durante la Reconquista, significaron el inicio de un proceso de aniquilamiento de las culturas indígenas existentes en América. Como antaño los
bárbaros, los conquistadores hispanos y portugueses contemplaron la posibilidad de ganancia desde una perspectiva de culto a la violencia guerrera, a la separación estamental y a la riqueza por conquista y saqueo. Pero ahora, además, esa cosmovisión derivaba su supuesta legitimidad de la concesión que el Papa, Vicario de Cristo en la tierra, había conferido a los monarcas españoles y portugueses para conquistar aquellos nuevos territorios. Por su parte, los holandeses e ingleses mantuvieron el mismo esquema bárbaro, pero su fuente de supuesta legitimación fue distinta de la de las naciones católicas. En su caso, subvirtieron el principio de pacto con Dios subyacente en el Antiguo Testamento para llevar a cabo de manera no menos despiadada el dominio de diferentes tierras americanas. Frente a ambas visiones —medularmente bárbaras, como ya hemos visto— solo se alzó el valladar del cristianismo, el mismo que se había erguido en el siglo XI frente a los invasores de Europa.
La primera —por otro lado, conocidísima— defensa de los indígenas fue la de un católico español, el padre Las Casas . Bartolomé de Las Casas había nacido en Sevilla no en 1474, como se creyó durante mucho tiempo, sino diez años después, como consta en la única declaración que sobre su edad nos dejó el propio interesado. Cuando tenía nueve años contempló a los primeros indios, siete, que habían llegado a Sevilla. El padre de Las Casas, Pedro, y su tío, el capitán Francisco de Peñalosa, participaron en 1493 en el segundo viaje de Colón. En 1499 su padre le trajo incluso un indio que se quedó con el joven Bartolomé en calidad de esclavo hasta el año siguiente, en que, por disposición de Isabel la Católica, regresó a América. A inicios de 1502, Bartolomé de Las Casas, acompañando a su padre y a su tío, se embarcó para La Hispaniola. Sus intereses, como los de la mayoría de los viajeros a Indias, eran puramente económicos. Hasta 1514, Bartolomé se dedicaría sobre todo a labrarse una fortuna sin evitar el uso de la espada. De hecho, participó en las guerras de Jaraguá y del Higüey, a la vez que poseía una hacienda con indios.
Ni siquiera su paso al estado clerical cambió de inmediato su visión de la explotación de las Indias. En 1507 regresó a Europa y fue ordenado, y cinco años después se unió a la conquista de Cuba. Su misión era actuar como capellán de los conquistadores, pero eso no le impidió aceptar una pingüe encomienda de la que se hizo cargo hasta 1514. Hasta esa fecha, Las Casas había sido un paradigma de la conmixtión entre la cosmovisión bárbara y su legitimación clerical, un fenómeno que había cosechado frutos como las Cruzadas o el amor cortés. Sin embargo, a mediados del citado año, Las Casas atravesó por un fenómeno tan medularmente cristiano como la conversión. Enfrentado con Dios y con la realidad —no la apariencia creíble— de su existencia, el clérigo descubrió que no sólo su conducta era reprobable, sino que además tenía que abandonarla con rapidez. No tardó entonces en renunciar a los indios de su repartimiento por razones de conciencia.
Como otros conversos del pasado —Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Francisco de Asís...—, Bartolomé intentó de inmediato llevar a otros a vivir su experiencia. Así, regresó a Santo Domingo y estableció contacto con los dominicos. El 23 de diciembre de 1515 Las Casas se entrevistaba con Fernando el Católico, ya muy enfermo. Poco después conseguía la atención de Cisneros y de Adriano de Utrecht. Como resultado de esas gestiones, Las Casas fue nombrado «procurador o protector universal de todos los indios de las Indias». El 19 de mayo de 1520 obtenía en La Coruña una capitulación para realizar un proyecto de colonización pacífica en la costa de Paria, actual Venezuela. La finalidad de ese proyecto era no conquistar, sino colonizar, a la vez que acercarse pacíficamente a los indígenas para que escucharan la predicación del Evangelio.
En los años siguientes, Las Casas recorrería las Indias en defensa de los indios. Tras ingresar en los dominicos, había comenzado a predicar directamente contra los colonos españoles, lo que motivó su traslado a Santo Domingo, donde obtuvo en 1533 la rendición del cacique Enriquillo, sublevado desde 1519. A continuación estuvo en Panamá, Nicaragua y México (1536) y luego en Guatemala, donde redactó su De unico vocationis modo o Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión . En esta obra, siguiendo la antigua tradición cristiana, sostenía que la única manera de llevar a un ser humano a la conversión era la persuasión y nunca la violencia. Se trataba de una tesis que pretendía probar mediante la entrada pacífica en la región de Tezulutlán, considerada hasta entonces como tierra de guerra en Guatemala.
De regreso a España, a principios de 1540, Las Casas obtuvo varias reales cédulas que respaldaban su proyecto para Tezulutlán, pero, sobre todo, entabló contacto con Carlos I. Fruto de esa entrevista fue la promulgación el 20 de noviembre de 1542 de las Leyes Nuevas. En ellas se prohibía la esclavitud de los indios, se ordenaba su liberación de los encomenderos y se les colocaba bajo la protección directa de la Corona. Además, en las tierras no exploradas debían penetrar siempre dos religiosos que vigilaran que los contactos con los indios se realizaran de forma pacífica.
En 1544, Las Casas era obispo de Chiapas. No tardó en establecer en los doce puntos de su Confesionario (publicado más tarde con el título de Avisos y reglas de confesores) que se negara la absolución a los que tuvieran esclavos indios. De manera comprensible, la actitud intrépida de Las Casas provocó un enfrentamiento con el virrey Antonio de Mendoza. En 1550, en un intento de dirimir la cuestión, se convocó en Valladolid  a una junta de teólogos, expertos en derecho canónico y miembros de los Consejos de Castilla y de las Indias para que procedieran a discutir la manera en que deberían llevarse a cabo los descubrimientos, conquistas y población en las Indias. Mientras Sepúlveda, heredero de la posición clásica y menos conscientemente de la bárbara, sostenía que los indios, como seres inferiores, debían quedar sometidos a los españoles, Las Casas defendió la postura opuesta, partiendo sobre todo de las enseñanzas de la Biblia. La Junta quedó inconclusa y Las Casas optó por renunciar a su obispado de Chiapas, pero también se entregó a la redacción de obras de enorme interés como su Apologética historia sumaria, que constituye un tratado de antropología comparada.
Los últimos tiempos de Las Casas fueron dolorosos. En 1558, por ejemplo, los dominicos que trabajaban en la Vera Paz en Guatemala defendieron la utilización de las armas para someter a los indios de la región Lacandona y de Puchutla. Al año siguiente, el proyecto pacífico de Las Casas naufragaba en medio de una guerra en la zona.
Es innegable que Las Casas no logró imponer su punto de vista por completo. Ciertamente, no concluyó el uso de la violencia y no pudo evitar el sometimiento de los indios. Sin embargo, su brega no resultó ni mucho menos estéril. Por ejemplo, la Disputa de Valladolid, en la que él recogía el mensaje interracial del Nuevo Testamento, constituyó un auténtico jalón en el camino hacia el reconocimiento universal de los derechos humanos. Pero, además, las leyes de Indias, pese a sus problemas de aplicación directa, constituyeron un auténtico valladar contra el exterminio total de las poblaciones indígenas. No sólo eso. Como antaño había sucedido en Europa, los obispos, los religiosos, los misioneros se convirtieron en uno de los escasos refugios con que podían contar los débiles y los oprimidos. Al igual que en la Europa de la Edad Oscura Benito o Romualdo representaban el único obstáculo para un ejercicio del poder político arbitrario y opresor, Las Casas y otros como él se convirtieron en defensores, en ocasiones muy eficaces, contra la explotación de los indígenas. Pero asimismo actuaron, también como en las Edades Oscuras de la vieja Europa, como educadores, como fundadores de universidades, como desbrozadores de terrenos baldíos, como estudiosos de las nuevas culturas conservando para la posteridad sus legados , como arbitradores de una nueva forma de vida que no concluyera con el exterminio de una raza por otra, sino con el mestizaje. Enfrentadas con la codicia de los conquistadores, convencidos además de la legitimidad moral de sus acciones, las etnias indígenas hubieran perecido totalmente. Si no fue así se debió a la labor de Las Casas y de otros como él.
Pero no todas las poblaciones indígenas contaron con esa limitación. Al respecto, lo sufrido por las etnias indias de Norteamérica constituye un ejemplo trágico y paradigmático a la vez. Es probable que en pocos episodios quede reflejado esto con más claridad que en la historia de William Bradford y los padres peregrinos.
En 1593 se había aprobado en Inglaterra una legislación acentuadamente contraria a los no-conformistas, de manera que no pocos pensaron que la única salida para evitar la prisión o la ocultación de sus creencias era la emigración. Cuando contaba tan solo dieciocho años de edad, William Bradford se dirigió a Holanda junto a otros disidentes. La elección resultaba lógica, ya que, pese a su carácter mayoritariamente calvinista (o quizá por eso mismo), Holanda se había convertido en un emporio de la libertad religiosa que no era negada ni siquiera a anabautistas o a judíos. Sin embargo, Bradford no iba a permanecer mucho tiempo en los Países Bajos. Por aquellos días, algunos de los emigrados protestantes procedentes de Inglaterra estaban acariciando la idea de encontrar una nueva tierra en la que no sólo pudieran ser tolerados, sino donde, además, tuvieran la posibilidad de establecer un nuevo modelo social sobre bases novedosas. Obviamente, tal posibilidad sólo resultaba planteable en el continente americano, y así fue como buena parte de la iglesia inglesa que pastoreaba un hombre llamado Robinson decidió hacerse a la mar a bordo de un barco llamado Mayflower. La expedición se enfrentó con no pocas dificultades durante su travesía, de manera que en lugar de llegar a Virginia, que era el destino en que se había pensado, atracó en Cape Cod (Massachusetts), el 11 de noviembre de 1620.
Este desvío del destino original planteó una situación que no había sido contemplada con antelación por los peregrinos. Su intención al llegar a Virginia era gozar de mayor libertad que en Inglaterra, pero también la de someterse y disfrutar del gobierno inglés ya establecido en ese enclave. Sin embargo, ahora, al desembarcar en un territorio no ocupado previamente por Inglaterra, los peregrinos tuvieron que afrontar la necesidad de establecer una mínima estructura de gobierno. De aquí nacería el denominado Pacto del Mayflower , de enorme trascendencia porque en él los «peregrinos» se comprometían a construir una nueva entidad política en virtud de un pacto social libre y concluido por todos. Aquella visión política iba a sentar las bases de un sistema democrático de división de poderes. Sin embargo, de la mentalidad de los que habían suscrito el Pacto iban también a derivar otras consecuencias no tan positivas, en particular para los habitantes indígenas de aquellas tierras.
La vida de los primeros peregrinos no resultó en absoluto fácil. Algunos perdieron la vida durante la travesía. Además, de los ciento tres que desembarcaron, cincuenta y uno fallecieron durante el primer invierno, ya que —a diferencia de los conquistadores españoles— los colonos ni se habían equipado con un mínimo de sensatez para establecerse en los nuevos territorios ni tampoco tenían unos conocimientos rudimentarios que se lo permitieran. Con toda seguridad, de no haber recibido la ayuda generosa y desinteresada de los indígenas, no hubieran podido sobrevivir.
Sin embargo, para los indios las consecuencias no pudieron ser más negativas. Desde un principio, los recién llegados manifestaron un hambre insaciable de tierras. Además, los indígenas no sólo sufrieron el expolio material, sino males como nuevas enfermedades del tipo de la viruela. Los indios habían muerto en masa, y los ingleses, no. Detrás de semejante catástrofe para unos y suerte para otros, en opinión de Bradford, solo podía verse la mano de Dios favoreciendo a los colonos. Si los conquistadores españoles apelaban a la legitimación papal de la conquista proporcionada por las bulas alejandrinas , los ingleses se referían a una supuesta acción de la Providencia contra los indígenas. Así, el primer gobernador de Massachusetts escribiría en 1634 acerca de una epidemia similar:

... en cuanto a los nativos, han muerto casi todos de viruela, de manera que el Señor nos ha facilitado el dominio de lo que poseemos.

Muy pronto quedó de manifiesto que los colonos no iban a contentarse con la desaparición de los indígenas merced sólo a las plagas que, presuntamente, Dios derramaba sobre ellos. Estaban más que dispuestos a colaborar con lo que consideraban la tarea del Creador exterminando de manera directa a los indios. En 1636, la muerte en Block Island de un tal John Oldham, al que se había expulsado de la colonia de Plymouth, se convirtió en un pretexto para desencadenar la Guerra de los Pequots, que concluyó con la aniquilación casi total de estos sin excluir a ancianos, mujeres y niños. El mismo William Bradford describió de manera bastante realista los sentimientos de entusiasmo que aquel episodio despertó en los colonos:

Fue una terrible visión contemplarlos friéndose en el fuego y los ríos de sangre que apagaban éste, y lo horrible que eran la peste y el olor que salían; pero la victoria pareció un dulce sacrificio, y dieron la alabanza por ello a Dios, que había actuado de una manera tan maravillosa en su favor, encerrando a sus enemigos en sus manos y dándoles una victoria tan rápida sobre un pueblo tan orgulloso e insolente.

Las excepciones a este proceso general —en el que pronto se realizó el primer ensayo de guerra química al entregar a los indios mantas contaminadas con viruela para que murieran con más rapidez— fueron muy escasas y, a diferencia de lo sucedido en Iberoamérica con Las Casas y otros defensores de los indios, jamás contaron con respaldo oficial. En los siglos siguientes, las tribus indígenas de América del Norte —con las que jamás se produjo un mestizaje— desaparecieron por docenas o fueron diezmadas y recluidas en reservas. No debería extrañar que, según su propia confesión, Hitler inspirara parte de la política nazi seguida contra los judíos en el ejemplo de la mantenida por los norteamericanos contra los indios. En ambos casos se perseguía el exterminio de una raza con fines de expansión territorial y económica, y en ambos casos se tenía la convicción de obedecer a un destino providencial y racialmente superior. Una vez más, como había sucedido también durante la Edad Oscura, el único valladar frente a los bárbaros rubios lo constituyó la defensa de valores cristianos. Éstos —como había sucedido con Las Casas en el centro y el sur de América— estuvieron presentes desde el inicio de la colonia.
En 1636, precisamente cuando se produjo la guerra contra los pequots, hubo voces que se alzaron contra lo que consideraban una codiciosa, injusta y salvaje arbitrariedad. Uno de los casos más conocidos fue el de un bautista  llamado Roger Williams. Este se vio obligado a huir de Plymouth, donde sus opiniones no era bien vistas. Sin embargo, no se desanimó. De hecho, marchó más hacia el oeste y fundó la ciudad de Providence. El enclave se convertiría en un refugio para disidentes y, a principios del siglo XVIII, constituía un próspero puerto de comercio con las Antillas.
Con todo, la defensa más apasionada —y efectiva— del trato con los indígenas en las colonias de América del Norte estuvo relacionada con los cuáqueros y, de manera muy especial, con William Penn . Nacido en 1644 en Londres, Penn estudió en la Universidad de Oxford. Fue allí donde experimentó una conversión que le llevó a integrarse en los cuáqueros , una de las confesiones protestantes surgidas en Inglaterra en aquellos años. Los cuáqueros pretendían vivir el Evangelio de manera radical, tal y como aparecía recogido en el Nuevo Testamento. Esa circunstancia los había llevado a negarse a combatir en la guerra civil que asoló Inglaterra durante la década de los cuarenta del siglo XVII, a conceder un papel igualitario a las mujeres que predicaban en sus reuniones y accedían a ministerios religiosos, a condenar la práctica de la esclavitud y también a abogar por una libertad de conciencia absoluta. No cabe duda de que esas ideas forman hoy día parte del acervo común de las naciones civilizadas, pero ni con mucho podían considerarse como tales a mediados del siglo XVII.
Penn residió durante algunos años en Irlanda y al regresar a Inglaterra escribió una serie de tratados en defensa de la tolerancia que tuvieron como resultado algunas breves estancias en prisión. En 1681, William Penn obtuvo de la Corona, en pago por una deuda contraída con su padre, una concesión de tierra en Norteamérica, y al año siguiente se embarcó hacia el Nuevo Continente con otros correligionarios. La colonia de los cuáqueros contaría incluso con una capital cuyo nombre ponía de manifiesto la mentalidad que inspiraba a Penn. Fue denominada Filadelfia, el término griego para expresar el «amor fraternal». En el curso de los años siguientes, Penn sentó las bases para la primera constitución moderna —los cuatro Frames of government—, donde se recogió el principio de la libertad de conciencia sin ningún tipo de limitaciones. Asimismo promulgó una Carta de Privilegios, garantía de libertades, e incluso concibió la idea de crear un organismo supranacional, auténtico antecedente de la Organización de las Naciones Unidas, que pudiera solventar de manera pacífica los litigios internacionales.
Con todo, el aspecto más significativo de Pennsylvania sería, tal vez, su fundación, y precisamente por eso la mencionamos aquí. En teoría el territorio de lo que luego sería conocido como Pennsylvania era propiedad de Penn. Sin embargo, el cuáquero consideró que semejante visión era injusta y no se correspondía con la realidad. Pensaran lo que pensaran otros blancos al norte y al sur del continente, él no consideraba lícito el despojo al que eran sometidos los indios. Mantuvo una reunión con los indígenas y les compró las tierras como hubiera hecho con cualquiera de sus compatriotas. Como había deseado Las Casas —y no había conseguido—, los cuáqueros mantuvieron una política de asentamiento pacífico, en virtud de la cual los indígenas oyeron hablar de Jesús mediante lo que los correligionarios de Penn denominaban «amistosa persuasión», pero nunca se vieron forzados a aceptar ninguna creencia. La colonia se comportaría de modo ejemplar con los indígenas y lo único que cabe lamentar es que esa conducta no fuera seguida por otros inmigrantes de origen europeo. Durante los siglos siguientes, los blancos firmarían con los pieles rojas no menos de un millar de tratados. El único que se vería respetado siempre sería el suscrito entre los indígenas y los cuáqueros de Pennsylvania.


La lucha contra la esclavitud


La defensa de los indios contó, por lo tanto, con exponentes claros tanto en el seno del catolicismo como del protestantismo. No sucedió lo mismo, sin embargo, en relación con la esclavitud, otra de las grandes lacras que experimentaron un extraordinario desarrollo con ocasión del descubrimiento y colonización de nuevos mundos. De hecho, el mismo padre Las Casas llegó a considerar que la utilización de esclavos de origen africano podría paliar el triste destino de los indígenas americanos.
La lucha contra la esclavitud fue una causa que derivó de una cosmovisión bíblica, que se extendió a lo largo de varios siglos y que, de hecho, solo mucho después recibió el respaldo de ideologías distintas del cristianismo. Basta examinar las páginas de la Enciclopedia, el máximo monumento de la Ilustración, para percatarse de que los ilustrados no sólo no eran contrarios a la esclavitud, sino que incluso la consideraban natural, dada la inferioridad racial de los esclavizados. Por ejemplo, en la voz «Negros, considerados como esclavos en las colonias de América», el texto dice:

Estos hombres negros, nacidos vigorosos y acostumbrados a una alimentación burda, encuentran en América dulzuras que les hacen la vida animal mucho mejor que en su país.

Desde luego, resulta más que dudoso que la esclavitud en las colonias americanas pudiera ser calificada de «dulzuras» y que la vida de los negros pudiera ser por definición calificada de animal, hasta el punto de que el hecho de ser esclavos la mejorara. Sin embargo, eso y no otra cosa afirma el citado artículo de la Enciclopedia, y no resulta mejor la descripción que aparece en relación con esta población negra:

Estos negros son idólatras, su lengua es difícil de pronunciar, saliendo la mayoría de los sonidos de la garganta con esfuerzo... Estos negros, se les llame como se les llame, hablan todos la misma lengua sobre poco más o menos.
Por si fuera poco, el ilustrado autor del artículo de la Enciclopedia indicaba que algunos negros logran superar sus defectos propios y se convierten en buenas personas cuya característica fundamental es, nada menos que, la sumisión a su dueño:
Los defectos de los negros no se encuentran extendidos de manera tan universal que no se encuentren muy buenos sujetos. Varios habitantes poseen familias enteras compuestas de gente muy honrada y muy unida a su amo.
Partiendo de esa base, no resulta extraño que se afirmara que encontrar negros buenos era un fruto más de la casualidad que de la probabilidad:
Si por azar se encuentra gente honrada entre los negros de Guinea, en su mayoría son durante todo el tiempo viciosos. En su mayor parte están inclinados al libertinaje, a la venganza, al robo y a la mentira.

Las consecuencias de semejante discurso no podían resultar más obvias. La esclavitud era censurable, pero los «salvajes» actuales habían caído tan por debajo del imaginario nivel en que se encontraba el «buen salvaje» primitivo que no cabía sino emprender su educación. Era obvio que  unas  razas  eran  superiores  y  otras  claramente  inferiores.  Esa circunstancia obligaba a las primeras a dominar a las segundas por su bien. Que el resultado no podía sino ser positivo lo demostraba el que, hasta reducidos a la esclavitud, los negros se encontraran mejor bajo el dominio de un amo blanco en América que en libertad en África.
No resulta muy difícil imaginar lo que hubiera sido la suerte de estos desdichados si, frente a la visión de los conquistadores (legitimado incluso por algunas confesiones religiosas), al pensamiento ilustrado y, por supuesto, a las concepciones islámica y pagana de la esclavitud, no se hubiera alzado una recuperación del concepto bíblico acerca de esta institución. En realidad, basta con examinar lo que fue la trayectoria de la trata antes del movimiento emancipador.
El inicio de la trata se debió a los portugueses, que la comenzaron en 1444, y que unos quince años después importaban cada año poco menos de un millar de esclavos procedentes de diferentes puntos de la costa africana. Durante más de un siglo, Portugal monopolizó el comercio gracias a la colaboración indispensable de los comerciantes árabes del norte de África, que enviaban esclavos de África central a los mercados de Arabia, Irán y la India.
El descubrimiento de América llevó a otras naciones a sumarse a tan vergonzosa y denigrante institución. Como ya hemos indicado, incluso los defensores de los indígenas de América no encontraron censurable —en ocasiones les pareció un remedio— el recurrir a la esclavitud de los africanos. En 1517, por ejemplo, Carlos I estableció un sistema de concesiones a particulares para introducir y vender esclavos africanos en América. A finales de ese mismo siglo, Inglaterra comenzó a competir por el derecho a abastecer de esclavos a las colonias españolas, detentado hasta entonces por Portugal, Francia, Holanda y Dinamarca. De hecho, la Paz de Utrecht, que se tradujo para España en la pérdida del territorio español de Gibraltar, significó también que la British South Sea Company consiguiera el derecho exclusivo de suministro de esclavos a estas colonias. Pero para entonces hacía ya casi un siglo que habían llegado a las colonias inglesas de América del Norte los primeros esclavos africanos, y este tráfico se incrementaría sobremanera con el desarrollo del sistema de plantaciones.
Ni siquiera la Revolución americana de 1776 cambió la situación de los esclavos. El liberalismo había podido tomar de la Reforma algunos de sus principios políticos esenciales, pero no estaba dispuesto a disminuir sus beneficios por razones éticas. Si la Ilustración había justificado —sobre el papel, claro está— la esclavitud, la Constitución norteamericana sentenció el triste destino de los esclavos sancionando la existencia de la institución que los mantenía sometidos a tan lamentable estado. No era extraño si se tiene en cuenta que algunos de los Padres fundadores, como Thomas Jefferson, eran pingües propietarios de esclavos.
El enfrentamiento con la esclavitud surgió en el seno del protestantismo y por razones enraizadas directamente en las Escrituras. Durante el siglo XVII, los cuáqueros no solo condenaron la institución, sino que además determinaron que si alguno de sus fieles tenía esclavos sería excomulgado. Antes de que acabara el siglo los miembros de los cuáqueros habían emancipado a sus esclavos e iniciado, además, distintas obras humanitarias cuya finalidad no era otra que la de lograr su liberación.
En el siglo siguiente, al esfuerzo cuáquero se sumó el de los metodistas. Esta iglesia había surgido como consecuencia de la predicación de un inglés nacido en 1703 y llamado John Wesley. Sin duda, Wesley es uno de los mayores genios religiosos de todos los tiempos, y su influencia, no sólo en el terreno de la teología, sino también en el de las reformas sociales, se extiende hasta la actualidad. Estudiante de Oxford, misionero anglicano en América, en 1738 había regresado a Inglaterra. El 24 de mayo de ese mismo año, mientras se encontraba en una reunión religiosa, escuchó el prefacio del comentario de Lutero a la Epístola a los Romanos, y, convencido de que cualquiera podía alcanzar la salvación si tenía fe en Cristo, experimentó una conversión.
Como muchos otros antes de él en la historia del cristianismo, John Wesley estaba ansioso por compartir su experiencia con sus contemporáneos. Por ello precisamente recorría cerca de ocho mil kilómetros al año pronunciando cuatro o cinco sermones al día, fundando nuevas congregaciones y escribiendo mientras viajaba a caballo. También como muchos otros con anterioridad, la conversión tuvo en su caso hondas repercusiones sociales, tantas que hoy día se admite por lo general que la reforma moral obrada por el metodismo entre la población inglesa libró a ésta de entregarse a los excesos revolucionarios que vivió el Continente. Se acepte o no ese punto de vista —y existen más que sobradas razones para hacerlo—, lo cierto es que los numerosísimos conversos derivados de las predicaciones de Wesley abandonaban el alcohol (una auténtica plaga en la Inglaterra de la época), la holgazanería, la conducta disipada, y se entregaban a una vida metódica (de ahí que se les denominara metodistas) de seguimiento literal de los mandatos contenidos en el Nuevo Testamento. De esa dedicación a los más desfavorecidos surgieron escuelas, dispensarios médicos, sistemas de préstamo para iniciar nuevos negocios y, de manera directa, la lucha contra la esclavitud en Inglaterra.
El primero en enfrentarse con ella fue un antiguo capitán negrero llamado John Newton. Durante años había pensado que su ocupación no era inmoral. Fue su conversión, tras escuchar una predicación metodista, la que le convenció de que no sólo no podía considerar legítima la esclavitud, sino que además estaba en la obligación moral de combatirla. A Newton se sumaron otros personajes de distintas confesiones protestantes como fue el caso del bautista William Knibb. Sin embargo, el papel principal contra la denigrante institución lo representaría otro hombre llamado William Wilberforce.
A semejanza de Newton, William Wilberforce también había experimentado una conversión religiosa gracias a las predicaciones de los metodistas. Hombre piadoso, promovió la fundación de la Sociedad misionera de la Iglesia (1798), así como de la Sociedad bíblica inglesa y extranjera (1803), pero, a la vez, en su calidad de miembro del Parlamento, se dedicó a tareas de profundo contenido social. Así, Wilberforce —al que se llegó a denominar la conciencia del primer ministro— fomentó la educación de los necesitados y, sobre todo, desarrolló una extraordinaria labor para lograr la erradicación de la esclavitud. No fue una tarea fácil, ya que chocaba con intereses económicos obvios, pero en 1807 consiguió la prohibición británica del comercio de esclavos y en 1833 se declaró la abolición de la esclavitud en la totalidad de los territorios británicos. El único país que se había adelantado a Inglaterra en la abolición de la trata había sido Dinamarca, en 1792, y también apelando directamente a los principios contenidos en la Biblia.
En los años siguientes, la oposición a la trata seguiría estando limitada al mundo anglosajón —Napoleón se ocupó incluso de reprimir a los esclavos negros de América latina— y al ámbito del protestantismo. David Livingstone, el célebre explorador y abolicionista británico, era misionero protestante; las redes de emancipación de esclavos en Estados Unidos se debieron a cristianos como el cuáquero Levi Coffin, y el movimiento abolicionista norteamericano —triunfador moral de la Guerra de Secesión— estuvo formado de manera casi exclusiva por miembros de confesiones protestantes como Charles Finney.
A lo largo del siglo XIX la emancipación de los esclavos se convirtió en una bandera utilizada en la lucha contra el poder colonial —México abolió la esclavitud en 1813; Venezuela y Colombia, en 1821—, pero no siempre con convicción. La explicación de este comportamiento no podía ser más obvia: el proceso de abolición chocaba con los intereses de la burguesía. De hecho, Uruguay mantuvo la esclavitud hasta 1869; España, en Cuba, hasta 1886, y Brasil, hasta 1888. Cualquiera de estos procesos emancipatorios es dudoso incluso que hubiera comenzado sin los precedentes del mundo anglosajón, puesto que fue Inglaterra la que durante el Congreso de Viena instó a las otras potencias europeas a adoptar medidas similares a las aprobadas por su Parlamento.
A finales del siglo XX, y a pesar de la incorporación de normas antiesclavistas en la legislación internacional, la esclavitud sigue siendo una realidad fuera de Occidente y afecta a no menos de cien millones de personas. En algunos países islámicos y budistas incluso cuenta con una existencia legal. De no haber sido por la influencia del cristianismo, tal vez ese también sería el panorama en las sociedades occidentales. Sin embargo, el triunfo de la lucha contra la esclavitud durante el siglo XIX no significó que la causa de la libertad humana quedara salvada y asegurada para el siglo siguiente. En realidad, iba a enfrentarse durante este con los peores desafíos que había experimentado a lo largo de la Historia humana, y de nuevo el papel del cristianismo resultaría esencial.





82-  Sobre esta cuestión, véase: C. Vidal, Enciclopedia del Quijote, Barcelona, 1999, págs. 128 y sigs. y 200 y sigs. católica) la impronta católica, en ocasiones crítica, no pocas veces en grado sumo decantada, resulta innegable.
83-  Sobre Las Casas, véanse: J. Alcina Franch, Bartolomé de Las Casas, Madrid, 1986; M. Bataillon, El padre Las Casas y la defensa de los indios, Madrid, 1985; L. Galmés, Bartolomé de Las Casas. Defensor de los derechos humanos, Madrid, 1982; M. Mahn-Lot, El Evangelio y la violencia. Fray Bartolomé de Las Casas, Madrid, 1967; R. Menéndez Pidal, El padre Las Casas y Vitoria con otros temas de los siglos XVI y XVII, Madrid, 1958 (notablemente crítico con Las Casas).
84-  Una edición notable, con introducción de Lewis Hanke y advertencia preliminar de Agustín Millares Cario, es la publicada por el Fondo de Cultura Económica de México en 1975 (2.a ed.). La Obra indigenista de Las Casas ha sido publicada por Alianza Editorial, Madrid, 1985.
85-  Una edición de las posiciones de Sepúlveda y Las Casas, en Juan Ginés de Sepúlveda y fray Bartolomé de Las Casas, Apología, Madrid, 1975.
86-  Sobre el tema, de especial interés y con una muy completa bibliografía resulta la obra de P. Borges, Misión y civilización en América, Madrid, 1986.
87-  Sobre el Pacto del Mayflower, véase el capítulo dedicado al mismo, con bibliografía, en C. Vidal, Los textos que cambiaron la Historia, Barcelona, 1998.
88-  Sobre estas, véase: C. Vidal, Los textos que cambiaron la Historia, Barcelona, 1998.
89-  Suele ser habitual utilizar en obras en castellano el término «baptista» para referirse a los miembros de esta confesión. Hemos preferido «bautista» porque es el que usan los propios confesantes de esta doctrina tanto en España como en Hispanoamérica.
90-  Acerca de William Penn, véanse: W. W. Comfort, William Penn, Filadelfïa, 1944; M. B. Endy, William Penn and Early Quakerism, Princeton, 1973.
91-  Acerca de los cuáqueros, véanse: J. Punshon, Portrait in Grey. A Short History of the Quakers, Londres, 1991; W. C. Braithwaite, The Beginnings of Quakerism, Cambridge, 1970; E. Vipont, The Story of Quakerism through three centuries, Londres, 1960.


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