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martes, 1 de junio de 2010

Ensayo sobre el tiempo histórico

RECUERDO DEL PRESENTE::

Ensayo sobre el tiempo histórico

Paolo Virno

A Lucio Castellano
In memoriam

Traducción al español: Eduardo Sadier
Revisada y corregida por: Floreal Ferrara
Febrero 2003

Primera parte.

El fenómeno del “déjà vu” y el fin de la Historia.

Hemos vuelto allá
Donde no habíamos estado jamás
Nada, como no muerto, está cambiado.

Giorgio Caproni

Premisa

El objetivo preliminar de estas páginas es probar la relación entre la teoría de la memoria y la filosofía de la historia. El funcionamiento de la facultad mnésica, sus performances (en inglés en el original. N. del T.) y sus patologías nos ofrecen, tal vez, categorías y léxicos adecuados para dar cuenta de la experiencia histórica, después que el “burdel del historicismo” (así, con tal falta de tacto, se expresó Walter Benjamin)1 ha cerrado sus puertas.
El tema se presta a múltiples equívocos. Y por lo menos de algunos es conveniente desembarazarse rápidamente. En primer lugar: no se trata de equiparar el pasado colectivo a lo Combray de Proust, ni de reducir la empresa historiográfica a una degustación de petites madeleines (en francés en el original. N. del T.). Miniaturizar la historia, imponiéndole la casaca doméstica del “tiempo vivido”: he aquí una melancólica solución de expediente, de esquivar con habilidad. Esta es sólo la medida profiláctica (o el expediente compensatorio) de aquellos que, aunque recalcitrantes, no se arriesgan a sustraerse a la fascinación del “burdel” historicista. Aquí deseamos explorar un camino totalmente distinto. Antes de constipar la res gestae y sus narraciones en la cocina de las evocaciones biográficas, es preciso aprehender los aspectos no psicológicos, suprapersonales, públicos, de los conceptos con los cuales se analiza la formación, y el desmejoramiento, del recuerdo.
Pero ¿en qué consiste el significado suprapersonal de los procesos mnésicos? A propósito de esto se perfila un segundo equívoco, opuesto y especular al anterior. Su nombre es: “memoria histórica”. Como es sabido, con esta fórmula se designa la conciencia de los eventos transcurridos y su durable influencia sobre la situación actual. Puede tomarse como una metáfora paralela: más que de memoria deberíamos hablar de conocimiento o de cultura histórica. Y es adecuado a fin de determinar la forma, y también la crisis, de tal conocimiento o cultura (por lo tanto de la misma “memoria histórica) que debamos recurrir, tal vez, a la constelación conceptual atinente a la...memoria estrictamente (aquella, para entendernos, que cada uno trae desde la infancia). Esta equívoca fórmula da por resuelto el problema desde el principio, antes de plantearlo. La memoria no es “histórica” en virtud del contenido particular (político o social, por ejemplo) de los recuerdos. Lo es, contrariamente, en cuanto facultad que distingue la existencia singular. Las estructuras y procedimientos de esta facultad procuran, en efecto, una vía de acceso a la historicidad de la experiencia, de cualquier experiencia, de la experiencia en general. La memoria, que siempre es memoria del individuo, constituye, sin embargo, una especie de “recapitulación ontogenética” de los diversos modos de los seres históricos, como también la matriz formal de las categorías historiográficas. Precisamente tan solo allí están sus valores suprapersonales, su índole pública.2
Es conveniente algún ejemplo para orientar la mirada. Psiquiatras y neurobiólogos 3 ubicaron entre las causas del olvido a dos tipos de interferencia: el primero, denominado retroactivo, es el disturbio que una nueva información acarrea al recuerdo de un evento anterior; la otra interferencia, denominada proactiva, es, opuestamente, el obstáculo, inherente a la situación experimentada actualmente, para memorizar lo que sucederá a continuación. Resulta evidente la importancia que los estudios de las diferentes “interferencias” pueden asumir para la filosofía de la historia. Del mismo modo, no es difícil intuir la pertinencia, en el ámbito historiográfico, de la distinción entre memoria de procedimiento (el pasado representado en un saber- hacer o en una costumbre, conservado como técnica o ethos) y memoria semántica (evocación explícita de signos y significados inherentes a sucesos alejados en el tiempo). Y todavía consideremos cuan prensiles y claros pueden revelarse nociones como: hipermnesia (incremento de la capacidad mnésica en caso de peligro o trauma); criptomnesia (cambiar un recuerdo, que aflora imprevistamente, por una idea totalmente nueva); allomnesia (atribuir a una experiencia pasada un contenido o una ubicación distinta de la real). Finalmente, ¿no se relaciona, tal vez, el núcleo esencial de todo pensamiento histórico con la antigua pregunta, elevada por Agustín, de qué cosa es el “recuerdo de un recuerdo”, sino, por sobre todo, el “recuerdo de un olvido”? 4
Las páginas que siguen están dedicadas, sin embargo, a un único fenómeno mnésico: el denominado “déjà vu”. Con la convicción que esta patología específica de la memoria arroja una luz imprevista sobre un tema canónico de la reflexión histórica- filosófica, como también sobre un estado de ánimo extendido y prepotente que caracteriza a la forma de vida contemporánea. El tema filosófico que actualmente se ha vuelto un estado de ánimo corriente, es el de la detención de la historia, o, más radicalmente, el de su final.


I.    Mantenerse vivos

Con la expresión déjà vu los psiquiatras no definen la reedición de un evento conocido del pasado, acompañada a lo sumo de estupor eufórico o aburrida condescendencia. Lo que está en juego es una repetición sólo aparente, totalmente ilusoria. Se cree haber ya experimentado (viendo, oyendo, haciendo) algo que está sucediendo en este momento por primera vez. Se intercambia la experiencia en curso por la copia fiel de un original que, en realidad, no existió nunca. Se cree reconocer algo que, opuestamente, recién se conoce ahora. Es por ello que, refiriéndose al déjà vu, se habla también de “falso reconocimiento”.
El déjà vu no representa un defecto ni una alteración cualitativa de la memoria, sino la desenfrenada ampliación de su potestad y sus dominios. Antes que limitarse a guardar trazos del tiempo transcurrido, ella se aplica a la actualidad, al cambiante “ahora”. El presente instantáneo toma la forma del recuerdo, es evocado al mismo tiempo que se cumple. ¿Qué otra cosa significa “recordar el presente” si no es probar la irresistible sensación de haberlo ya experimentado anteriormente? En cuanto objeto de la memoria, el “ahora” se disfraza de ocurrido, duplicándose entonces en un “entonces” imaginario, un ficticio ya lo sé. Y entre el evento actual, considerado una mera réplica, y el fantasmal prototipo anterior, no subsiste una simple analogía, sino la más completa identidad. Presente y pseudo- pasado, poseyendo el mismo contenido perceptivo y emocional, son indistinguibles. Las consecuencias son inquietantes: todo gesto y toda palabra que ahora hago o digo, parecen destinados a recorrer de nuevo paso a paso la parábola fijada entonces, sin que nada pueda ser omitido o modificado. “Se siente que se elige y se quiere, pero se elige algo impuesto y se quiere algo inevitable”: así escribe Henri Bergson en Le souvenir du présent et la fausse reconnaissance. 5
El estado de ánimo asociado al déjà vu es el típico de quien se compone para mantenerse vivo. Apatía, fatalismo, indiferencia por un futuro que parece prescrito al detalle. Ya que el presente viste las ropas de un pasado irrevocable, se renuncia a incidir en su sucesión. No se puede cambiar aquello que ha asumido la semblanza del recuerdo. Por lo tanto se deja de actuar. O mejor dicho, se vuelve espectador de las propias acciones, como si ellas fueran parte de un guión ya conocido e invariable. Espectadores atónitos, a veces irónicos, con frecuencia inclinados al cinismo. El individuo a merced del déjà vu es el epígono de sí mismo. A sus ojos la secuencia histórica de los acontecimientos está suspendida o paralizada; fútil y hasta irrisoria parece la distinción entre “antes” y “después”, entre causa y efecto.
El fenómeno del “falso reconocimiento” permite descifrar críticamente la idea fundamental de toda filosofía de la historia: el final o el agotamiento o la implosión de la propia Historia. Sobretodo permite ajustar las cuentas con la versión contemporánea, es decir “postmoderna”, de esta idea del noble linaje y del complejo árbol genealógico. La Historia se adelgaza hasta desvanecerse, en cuanto a las aspiraciones milenarias de anular la duración (y, con ello, toda enervante postergación) al acceder a la instantaneidad de las informaciones, a las técnicas de comunicación en tiempo real, a las actitudes de “tomar los hechos casi antes que sucedan”: he aquí lo que sostienen Baudrillard y nietos. 6 Pues bien, la afirmación de un eterno presente, de una actualidad centrípeta y despótica, está provocada por el déjà vu, es decir por aquella forma de experiencia en la cual, para decirlo con Bergson, prevalece la impresión “que el futuro está cerrado, que la situación actual está desconectada de todo, pero que nosotros estamos conectados a ella”. 7 En años de historia colérica y galopante, Kurt Mannheim presagió: “Es por consiguiente posible que suceda, en un mundo en el cual ya no haya nada nuevo, donde todo esté acabado y cada momento sea una repetición del pasado, que se dé una situación en la cual el pensamiento prescindirá por completo de factores ideológicos y utópicos”. 8 Condición post- histórica se diría, pero también, al mismo tiempo, condición marcada por la patología mnésica que discutimos aquí: “no hay nada nuevo (...) y cada momento es una repetición del pasado”.
Pero ahora debo interrumpir el juego de las asonancias y las analogías. A fin de comprender la indestructibilidad de la experiencia histórica y, al mismo tiempo, para refutar a las mediocres ideologías que allí alzan sus tiendas, es preciso observa más de cerca el modelo efectivo del “falso reconocimiento”. ¿De qué está hecho un recuerdo del presente? ¿Cómo se forma? ¿Qué revela?


2. El recuerdo del presente

A Bergson le debemos el análisis más incisivo del déjà vu, tal vez el único filosóficamente relevante (no carente de interés, pero muy genérico y rapsódico, es el escrito de Ernst Bloch Immagini del déjà vu). 9 De este análisis conviene recorrer las etapas más sobresalientes, separando dos o tres conceptos pasibles de ulterior desarrollo autónomo. Nuestra atención va primeramente al ensayo citado, Le souvenir du présent et la fausse reconnaissance, teniendo de fondo, sin embargo, la mayor obra de Bergson sobre la memoria, es decir Matière et mémoire. Un papel notable le será luego atribuido a un texto que no parece tener mucho que ver con los estudios de los procesos mnésicos: Le possible et le réel. 10
Según Bergson, “la cuestión importante no es saber porqué el déjà vu surge en cierto momento, en cierta persona, sino porqué no se produce en todas, a cada instante”. 11 Efectivamente, no estamos ante una anomalía o degeneración, sino ante un aspecto del “recuerdo normal”, que, normalmente, queda completamente disimulado. Perturbante, sino patológico, es el brusco desinterés por este ocultamiento habitual. Se podría decir: el déjà vu es un momento de la verdad respecto del funcionamiento de la memoria; hace su aparición en cuanto dicho funcionamiento se manifiesta por lo que realmente es, con una pureza inmaculada.
La formación del recuerdo, dice Bergson, “no es nunca posterior a la de la percepción, sino contemporánea”. 12 Lejos de ser la copia lavada o el fantasma tardío, la huella mnésica constituye el indefectible correlato de la experiencia inmediata. Si el recuerdo fuese “igual por naturaleza pero de grado inferior” a la percepción (si fuese algo residual), estaría excluida la simultaneidad, y habría una coextensividad efectiva entre uno y otro. Y este es el punto de capital importancia: el recuerdo, respecto a la percepción, muestra una diferencia de naturaleza y, simultáneamente, una misma potencia. Es un modo esencialmente distinto de tomar el mismo evento actual. El huidizo presente es siempre aferrado bajo dos perfiles distintos y concomitantes (concomitantes precisamente por ser distintos): “Desdoblarnos a cada instante en percepción y recuerdo en todo lo que vemos, sentimos, experimentamos, todo aquello que somos con todo aquello que nos circunda. Si tomamos conciencia de ese desdoblamiento, la totalidad de nuestro presente se nos aparecerá a un tiempo, como percepción y como recuerdo”. 13
El típico síntoma del déjà vu, es decir la reevocación de cuanto está sucediendo ahora, es también la condición de posibilidad del recuerdo en general. No podríamos tener memoria si ella no fuese, ante todo, memoria del presente. Pero entonces ¿por qué motivo el déjà vu es la excepción antes que la regla? ¿Por qué no se lo constata “en todos a cada instante”? Responde Bergson: entre las dos formas heterogéneas junto a las cuales viene el hic et nunc, el impulso para la acción privilegia siempre a la forma- percepción en lugar de la forma- recuerdo. O mejor: la “atención a la vida” (otro nombre del impulso práctico orientado al futuro) interpela, sí, al patrimonio mnésico, pero sólo para extrapolar información que sea útil para resolver las tareas apremiantes propuestas por la percepción. ¿Qué puede haber más inútil para la acción en curso que un recuerdo del presente? Él “no tiene nada para revelarnos, no siendo más que la réplica de la percepción (...). Por esto, no ha de ser en el recuerdo donde nuestra atención se distraiga obstinadamente”. 14 Desaparece así de la escena el hecho basal: que nos acordamos de aquello que sucede mientras sucede. Totalmente normal, es más, imprescindible, este aspecto permanece sin embargo mal conocido y dejado de lado. La verdadera estructura de la memoria tiende a evidenciarse, por otra parte, cuando la “atención a la vida” declina y se corrompe el gusto por la acción. Tan solo ahora, en ocasión de una crisis, adquiere relieve el recuerdo del presente. El déjà vu parece provocado, por lo tanto, por una imprevista disminución de las tensiones vitales: de allí su excepcionalidad y su carácter inquietante. Pero esta es una explicación poco ajustada. Sabemos, en efecto, que el “falso reconocimiento” coincide con un estado de apatía e indiferencia: por lo tanto, atribuir la génesis a la “desatención a la vida” (esto es, precisamente, apatía e indiferencia), es un círculo vicioso o, al menos, una tautología. Confirmar: nada impide voltear el nexo causal, atribuyendo al déjà vu (el pretendido efecto) aquella anquilosis de la acción y aquel desinterés por el futuro, que debió explicar su aparición. Esta es la dirección argumental seguida por Nietzche, en la segunda de sus Considerazioni inattuali (un texto al que luego retornaremos), donde afirma que la hipertrofia de la memoria no deja de causar un “daño a la vida”.
Para no caer en la tautología o el círculo vicioso es necesaria una mayor adherencia al proceso mnésico. El déjà vu se interpreta (y define y desarrolla) únicamente sobre la base de aquello que lo constituye: sin pedir auxilio a elementos extrínsecos. Repitamos. El recuerdo del presente se yuxtapone a su percepción. Simultáneos, coextensivos, referidos al mismo objeto, es como recuerdo y percepción muestran su heterogeneidad esencial. Ya no se puede decir: al recuerdo le compete el “entonces”, a la percepción el “ahora”, sino que conviene admitir: este es un presente percibido y un presente del cual se tiene memoria. ¿Cuales son los signos característicos de uno y otro, aquellos signos que le rinden hasta inconmensurabilidad? ¿En qué consiste, finalmente, la diferencia de “naturaleza, no de grado” entre recuerdo y percepción?


3. Actual y virtual

En el ensayo sobre el déjà vu, Bergson escribe: “Nuestra existencia actual, que se desarrolla paso a paso en el tiempo, viene replicada en una existencia virtual, una imagen especular. Por lo tanto, todo momento de nuestra vida presenta dos aspectos: el actual y el virtual, percepción de un lado y recuerdo del otro. Él se escinde en el mismo momento es que se da. O mejor, consiste en esa misma escisión”. 15 Es sólo un signo lacónico, privado de desarrollos ulteriores. Basta para sugerir una tesis enorme: la percepción fija el presente en cuanto real, completo, resuelto en unívocos datos de hecho; el recuerdo lo trata, en cambio, en el ámbito de la simple potencialidad, lo guarda como algo virtual. La diferencia entre las dos formas con las que pretendemos tomar posesión de nuestro “ahora” es, por lo tanto, una diferencia modal: modalidad de lo posible o modalidad de lo real, memoria de la potencia o percepción del acto. En el déjà vu ambas modalidades, antes que elidirse o alternarse, se afianzan y operan al unísono: se da así la paradójica coexistencia de real y posible a propósito del mismo evento. Este evento parece, al mismo tiempo, actual y potencial: pero eso es potencia de su propio acto, de sí mismo en cuanto acto (no ya de un acto por venir); y, recíprocamente, es acto de su propia potencia, de sí mismo en cuanto potencia (no ya de una potencia anterior). Es difícil de vivir la situación en la cual lo virtual se superpone a lo real. La vigencia sincrónica de las dos diferentes modalidades puede provocar un efecto hipnótico, dilatando y congelando el inmediato hic et nunc.
Esta tesis (sólo en parte deducible del texto bergsoniano) suscita prontamente un torbellino de problemas. Nos preguntamos: ¿cómo puede ser que lo posible deba manifestarse en forma de recuerdo? También cuando concierne al presente instantáneo el recuerdo superpone sobre la representación el “signo del pasado”. Pero ¿no es bizarro creer que el pasado sea la morada electiva de lo virtual? ¿Que eso, melancólico catastro del “hecho acabado”, constituya la dimensión temporal de la modalidad de lo posible? ¿No estamos, tal vez, habituados a proyectar el potencial, aquello que todavía no es, en el futuro? ¿A considerarlo objeto de espera y de previsión, nunca botín de la reminiscencia?
Para comprender en qué sentido la virtualidad toma la forma del pasado, volviéndose por consiguiente prerrogativa de la memoria, es conveniente volver la atención hacia otro ensayo de Bergson, Le possible et le réel. Se trata, aparentemente, de un texto sin puntos de contacto con aquel dedicado al “falso reconocimiento”; ni siquiera es mencionada la facultad mnésica en general. Sin embargo, el acercamiento resulta claro, e incluso necesario. Bergson refuta la opinión corriente según la cual: (a) lo posible precede a lo real, a modo de contrafigura larval; (b) es algo menos que lo real, puesto que, pese a asemejársele en todo, carece del requisito decisivo de la existencia. Dos equívocos correlacionados que se alimentan mutuamente. Bien visto, dice Bergson, un evento deviene posible únicamente en el momento en que se realiza. 16 La virtualidad es contemporánea a la actualidad, surge con ella, la duplica. Así, duplicando lo real, lo posible se impulsa en el pasado, se instala con un movimiento retroactivo: “a medida que la realidad se crea (...), su imagen se refleja hacia atrás en un pasado indefinido; se encuentra así siendo siempre posible; pero es sólo en este preciso instante en que comienza a serlo”. 17
Cuando sucede un hecho determinado, además de percibir la realidad, aprehendemos también su trama potencial. Pero el ser- posible del hecho, si bien pertenece al presente, se ve como ser- sido- posible: mediante un anacronismo sistemático, por lo tanto. Precisamente por estar ubicado retrospectivamente en un tiempo anterior, en el virtual, en el actual: “lo posible no es lo real, sino un acto del espíritu que no rechaza la imagen en el pasado”. 18 Bergson no especifica cual es este “acto del espíritu” con el cual se encarna la modalidad de lo posible. Parece lícita una conclusión unívoca. El dispositivo que, suspendiendo en el pasado la realidad actual, le confiere un carácter potencial (incompleto, contingente), es el recuerdo. Precisando, el recuerdo del presente: aquel que “pertenece al pasado en cuanto a la forma y al presente en cuanto a la materia”. 19 A él tan sólo se le debe el anacronismo inevitable, que siempre instituye de nuevo la virtualidad. Escribe Bergson: “lo posible es el espejismo del presente en el pasado”. 20 Esto significa: lo posible es el hic et nunc hecho objeto del recuerdo, colocado bajo el signo del “entonces”, reevocado en el mismo momento en que se lo vive. El orden de la potencia coincide en la identificación con el de la memoria. Los errores simétricos, que se cometen comúnmente a propósito del uno y del otro (creer que el recuerdo siga a la percepción, creer que lo posible preceda a lo real), requieren de una única enmienda. Lo virtual es simultáneo a lo actual porque el recuerdo es simultáneo a la percepción.
Si consideramos aisladamente Le possible et le réel, se tiene la impresión que Bergson le niega todo valor autónomo a la modalidad de lo posible. El ser potencial no es más que un reverbero del ser real, su imagen traspuesta anacrónicamente en el pasado. Parecen así resonar otra vez las tesis de los antiguos filósofos megáricos, criticadas por Aristóteles en la Metafísica, 21 según las cuales conviene considerar posible solamente aquello que “es o será”. Esto cambia, sin embargo, apenas se conecta el tema de la virtualidad al de la memoria (y en particular al análisis del déjà vu). Sabemos que el recuerdo tiene una “diferencia de naturaleza, no de grado”, en sus comparaciones con la percepción. Es un modo peculiar, no derivado, irreducible de aferrar el presente. Pero también sabíamos que lo posible, teniendo la forma del pasado, es estructurado como un recuerdo (allí debe, en cambio, lo real ser uno solo con la percepción). Por lo tanto, también entre lo potencial y lo actual subsiste una diferencia de naturaleza, no de grado: ambas modalidades, si bien comparten el mismo contenido de experiencia, están separadas por un hiato insalvable. Lejos de resultar liquidada o desvalorizada, la potencia alcanza su acmé cuando perdura como tal al lado del acto correspondiente. La diferencia de naturaleza excluye la asimilación, implica la independencia: lo posible no se anula en lo real, como si fuese un interludio provisorio, sino que representa otro modo de ser, consistente en sí mismo.
El fenómeno del déjà vu adquiere ahora mayor nitidez. Él tiene que ver (como, luego veremos, también la idea del “fin de la Historia”) con la experiencia de lo posible, o mejor, con sus mestástasis invasoras. El punto crítico está en la transformación de un “recuerdo del presente” en un “falso reconocimiento”: en el primero, lo virtual sale a la luz, haciéndose ver junto a al actual; en el segundo, viceversa, el virtual es anulado del modo más drástico, ya que toma el aspecto de algo que ya ha sido real, de un acto sucedido anteriormente. El déjà vu surge cuando se cambia la forma-pasado, aplicada al presente, por un contenido-pasado, que el presente repite con obsesiva fidelidad. O: cuando se cambia el presente-posible por una pasado-real. La coexistencia de actual y virtual es difícil de experimentar, cierto, pero de por sí no tiene nada de patológico. La patología (mnésica e histórica) consiste, sobre todo, en disimular aquella coexistencia que se ha entrevisto, en velar o exorcizar la dificultad que involucra. El “falso reconocimiento” protege, por así decirlo, de la incumbencia de lo posible que el “recuerdo” del presente señala.




4. La temporalidad de lo posible.

La temporalidad de la potencia posee su propio baricentro en el pasado. Esta afirmación resulta, sin embargo, algo enigmática. Para ilustrar el significado y alcance es bueno preguntarse, primeramente, de cual pasado se trata, cómo se articula el perenne “estado ser” del virtual. Nada menos que una descripción morfológica, desde la cual afrontar la pregunta sustancial: ¿a qué experiencia o modo de ser corresponde semejante “ahora”?
El pasado en el cual se inscribe lo posible no es próximo ni remoto: en Le possible et le réel, Bergson habla de un “pasado indefinido”, de un incalculable “de todos los tiempos”, de un otro-cuando desprovisto de partes.   Y en Le souvenir du présent, leemos: “En el falso reconocimiento el recuerdo no se halla ya localizado en un punto preciso del pasado: ocupa un pasado indeterminado, el pasado en general” (cursivas mías)   No está en juego este o aquel antiguo presente, con su fisonomía inconfundible, sino un simple “primero”, que no se deja circunscribir dentro de la sucesión cronológica: “no hay fecha ni puede haberla”.   El pasado-en-general acompaña como un halo toda actualidad, pero sin ser nunca un estado actual. Acompañar es, por tanto, la forma pura de la anterioridad. Una forma a priori, en condiciones de someter a sí toda experiencia: delante de ella transcurre la actual y la próxima ventura. Es preciso reconocer que “una representación puede portar el signo del pasado independientemente de lo que represente”. 
Si la representación concierne a un pasado particular (fechable, definido), la forma-pasado se adhiere de tal modo a un objeto que pasa desapercibida. Viceversa, allí donde el “ahora” se representa como un “entonces” (es decir, donde hay un recuerdo del presente), el pasado en general resalta en altorrelieve. El déjà vu es su epifanía. La forma-pasado tiene que ver, además, con la representación del futuro. ¿Cómo? El porvenir parece ya definido y archivado cada vez que adoptamos el tiempo verbal del futuro anterior. “Seremos felices”, “tendremos muchas ocasiones”, y así: en todos estos casos aceptamos que lo que no es ahora sea incluido en el pasado-en-general, no lo volvemos material de recuerdo. El futuro anterior es memoria del porvenir.
Cualquiera sea la ubicación temporal de la experiencia a la que nos refiramos, la forma pasado implica siempre una recesión del actual al potencial. Un hecho acaecido muchos años atrás es “pasado” en una doble acepción: algo que fue percibido y algo que fue recordado mientras sucedía, un “entonces” real y un “entonces” virtual, un pasado ubicado cronológicamente y un pasado-en-general. Un hecho del presente, como sabemos, muestra la propia duradera potencialidad apenas se proyecta anacronísticamente su imagen en un “passé indéfini”. Un hecho que suceda luego, será posible: la contingencia inherente a los estados de cosas futuras (más bien los rasgos salientes) sólo lo será porque se apoya en el pasado-en-general, porque tiene algo de anterior, porque está investida del recuerdo.
En un célebre fragmento de las Confessioni, Agustín escribe: “Resulta evidente que el futuro y el pasado no existen, y que es impropio decir: “Tres son los tiempos: pasado, presente y futuro”. Debería decirse: “Tres son los tiempos: el presente del pasado, el presente del presente, el presente del futuro”. Estas tres formas existen en el alma, no veo otro lugar como posible: el presente del pasado es la memoria, el presente del presente es la intuición directa, el presente del futuro es la espera”.   Pues bien, semejante esquema, que hace del presente actual (objeto de percepción o “intuición directa”) su clave, es válida para la modalidad de lo real no para la de lo posible. A propósito del ser potencial, es preeminente el pasado, o, mejor aún, lo indeterminado “de tout temps”. Parafraseando a Agustín, deberíamos hablar de un pasado del pasado (el antiguo “recuerdo del presente” que ahora se afianza en esa percepción); de un pasado del presente (el que emerge en el fenómeno del déjà vu); de un pasado del futuro (la memoria del porvenir, instituida en el “seremos”).

5- La lengua como pasado indefinido

Pasado que nunca fue actual, un “antes” sin fecha, la forma pura de la anterioridad: ese es el carácter estructural del tiempo que corresponde a lo posible. Pero la descripción morfológica es sólo un paso preliminar. La forma-pasado no es, de hecho, una abstracción mental (obtenible aislando aquello que tienen en común innumerables pasados particulares), ni un mero dispositivo psicológico. Nada es menos “formal” que esa forma: no se limita a imprimir su sello sobre las más diversas representaciones, sino que exhibe también un peculiar modo de ser. El pasado-en-general, más que un “cómo” es, principalmente, un “qué cosa”: nos envía a un aspecto de la existencia, se encarna en una experiencia concreta e ineludible. La siguiente tarea consiste, por lo tanto, en comprender qué cosa es el pasado-en-general, o, lo que es lo mismo, en denominar la potencia que contiene.
El pasado-en-general es, en primer lugar, la lengua. Vale decir: el sistema fonético, lexicológico, gramatical, que existe como inmensa potencialidad, como perenne potencialidad, nunca agotada o atenuada en el conjunto de sus realizaciones. Pero el término “lengua” tiene, aquí, un significado más extenso, o menos riguroso, que aquel que le asignó Saussure: indica también la actitud genérica del discurso articulado, en suma, el hecho mismo de que se puede hablar. Por lo tanto es la facultad del lenguaje como tal, no sólo el sistema de signos (lengua en sentido estricto) la que ni consiente ni media el ejercicio.
Según los psiquiatras, la persona sujeta al déjà vu se inclina, sin excepciones, a hallar extraña una palabra familiar. El vocablo se inmoviliza, frenando la frase, descarrilando el desarrollo habitual, adquiriendo un relieve especial, produciendo una especie de eco. Nos choca de improviso alguna de sus características materiales (el exceso de vocales en “uomo”, por ejemplo”), o el prepotente reaflorar de su etimología, o una homonimia antes no percibida. La palabra familiar se desdobla: la usamos para decir algo pero, al mismo tiempo, la colocamos entre comillas, como si fuese una cita. Es usada, pero también mencionada; percibida en su actualidad y, al mismo tiempo, recordada como algo virtual. Por una parte, la mención, simultánea al uso, sitúa en el pasado aquello que se está pronunciando. Por otra parte, la mención evoca la pertenencia del vocablo a la infinita potencialidad de la lengua, restituye el dictum al ámbito de lo decible, reconduce el acto de la palabra a la facultad que lo torna posible. Por un lado, por otro, pero ¿hay en juego dos aspectos diferentes? ¿O se trata de un único y mismo asunto?. Bien visto, la mención empuja a la palabra familiar hacia el passé indéfini en cuanto la asimila a la lengua. Esta última es, en sí misma, pura anterioridad, otridad indeterminada. El “entonces” nunca es un estado actual, donde pueda asentarse lo proferido, es la facultad del lenguaje.
La lengua es el pasado-en-general de los actos de la palabra, el “antes” no datable de toda enunciación puntual e irrepetible. Pero aquello que vale para la competencia lingüística vale también, sin diferencias, para cualquier otra facultad. La potencia del intelecto, es decir, la simple actitud del pensamiento, es el passé indéfini en el cual se inscriben todas las intelecciones individuales. Más aún: un placer particular, del cual gozo actualmente, revela nada menos que una índole virtual desde que el recuerdo (del presente) lo introduce en el “ya entonces” que constituye la disposición a provocar placer. Sin embargo, considerando el complejo de nuestras actitudes, no es difícil vislumbrar una asimetría. El recuerdo (del presente), que reconduce a la palabra pronunciada o al placer gozado a sus respectivas condiciones de posibilidad tiene, a su vez, su propia condición de posibilidad (el mismo passé indéfini) en la facultad mnésica. A esta última le corresponde, por ello, un papel preeminente. La memoria es el fundamento o la matriz de aquel pasado-en-general que antes identificamos, caso por caso, con diversas facultades (lengua, intelecto, etc.). Para decirlo de un modo distinto pero pertinente: la potencia mnésica es el Uno de los Muchos, el género de la especie. Las diversas facultades (poder hablar, poder gozar, etc.) son el “ya entonces”, porque exhiben un modo de ser temporal, porque participan del Uno-memoria.
Para evitar equívocos, es oportuno precisar otra vez que el pasado-en-general no es una determinación cronológica. La experiencia de la facultad no precede en el tiempo a la experiencia de las performances que la realizan; no se accede a la lengua sino en relación a una expresión concreta (ella ocurre como altroquando o de tout en-general es un “antes” contemporáneo a su “luego”. Y añadir: el mismo hecho que simultáneamente se den a ver como “antes” y “luego” es el signo inequívoco de la diferencia radical (“diferencia de naturaleza, no de grado”) subsistente entre ello. Justamente porque tiene el modo de ser del pasado-en-general (aún siendo actual), la facultad no es equiparable ni mucho menos reducible a la performance concomitante.

6- Dos tipos de anacronismo

El “recuerdo del presente”, lejos de coincidir con el “falso reconocimiento” (como afirma Bergson, quien utiliza las dos expresiones como sinónimos), lleva en sí a su verdadero opuesto. Ya hemos observado que mientras el primero provoca la experiencia de lo posible, el segundo la disimula o la remueve. El presente recordado es virtual: potencia que con el acto (percibido) sin anularse. En el “falso reconocimiento”, por el contrario, la vigencia simultánea de los heterogéneos (potencia y acto, precisamente) se camufla de repeticiones, repartidas cronológicamente, del homogéneo (el acto); el “ahora”-posible es acabado por un “entonces”-real; el evento presente parece la réplica automática y alucinada de otro evento, consumado en un período anterior.
Entre ambos casos opera un anacronismo : tanto la manifestación como el ocultamiento de lo virtual se sirven de un procedimiento contratemporal , postulando la transposición del hic et nunc en el pasado. Es decir, nos hallamos ante dos tipos de anacronismo no sólo disímiles sino antitéticos: formal (o, más pretenciosamente, trascendental) aquel que enerva al “recuerdo del presente”; real (y también fáctico) el tipo opuesto, que se corresponde con el “falso reconocimiento”. Anticipemos aquí que la idea de una parálisis de la Historia, como también el estado de ánimo del cual se nutre, se origina en la subrepticia transformación del anacronismo formal en anacronismo real. Origen, por ende, del vuelco del “recuerdo del presente” en un “falso reconocimiento”.
El anacronismo formal consiste en aplicar la forma-pasado al presente en curso. Pero la forma-pasado (o pasado-en-general) no es otra que la lengua, la facultad, la disposición. Por lo tanto, aplicar la forma-pasado al presente significa entender la palabra que se está profiriendo como índice o testimonio de la competencia lingüística; revisar en la prestación específica la actitud o capacidad que la consiente; relanzar el acto en desarrollo al interior de la dynamis correlativa; vislumbrar en el amado al amable. Introducidos anacrónicamente en el “passé indéfini” que es la facultad, los eventos ahora experimentados son, más que reales, siempre también potenciales. La tesis de Bergson según la cual “toda representación puede llevar el signo del pasado independientemente de lo que ella representa”, se parafrasea así: en cualquier experiencia se puede aprehender un “antes” sin fecha, y este “antes” es la actitud (el poder-hablar, el poder-gozar, etc.) Una representación “porta el signo del pasado” toda vez que el hecho representado deja entrever su propia condición de posibilidad. El anacronismo formal permite considerar al presente desde la perspectiva de la facultad. Y no sólo el presente. El pasado-en-general, es decir, la inagotable potencialidad de la lengua o del intelecto, se hace valer igualmente a propósito de un evento acaecido en época remota (en tal caso, como sabemos, es adecuado hablar de un pasado del pasado), o de un evento por acaecer (es decir, el pasado del futuro). La temporalidad de la potencia, vale decir, el anacronismo formal, corta en cada punto a la sucesión cronológica lineal; y la dilata y complica.
El recuerdo del presente muestra así la inextricable copertenencia de facultad y ejecución determinada, así la “diferencia de naturaleza” que impide reducir una a la otra. La copertenencia, porque se desarrolla, sí, un recuerdo, pero “del presente”, del mismo presente que se está percibiendo simultáneamente: único e inmediato es el hic temps sólo en el preciso instante en el que enuncia algo). Se podría decir: el pasado- et nunc que se bifurca en palabra dicha y lengua, goce y capacidad de gozar, comprensión puntual de cualquier cosa y potencia genérica del intelecto. La diferencia, porque es en cuestión el presente, pero de él sale, como señalamos, un “recuerdo”: el poder-ser de la actitud, figurando como un insondable “entonces”, se distingue siempre de la acción realmente efectuada (con la cual, sin embargo, mantiene una relación de férrea unidad). Pero ¿qué cosa revela, finalmente, el recuerdo del presente exhibiendo la concomitancia, y también el descarte, entre facultad y performance? Nada menos que la génesis, normalmente inaparente, del tiempo histórico. O, si se prefiere, la condición fundamental en base a la cual el proceso de reproducción de la vida se evade de un comportamiento prefijado e invariable.
La diferencia entre los simultáneos – “ahora” potencial y “ahora” real, presente de la facultad y presente de la performance – es el basamento de toda experiencia propiamente histórica. El basamento y el manantial. A esa diferencia corresponde la misma historicidad de la experiencia. Hay historia en cuanto la lengua, si bien se habla sólo mediante un acto de palabra, no se resuelve nunca en una u otra emisión particular, y tampoco en la serie infinita de emisiones eventuales, sino que existe como potencia inactuable. Hay historia en cuanto un trabajo determinado o una intelección determinada son inseparables, y también absolutamente distintos, de las respectivas facultades, la fuerza de trabajo y el intelecto. Hay historia en cuanto el flujo irreversible de los “ahora” se cruza sin pausa con aquella perpendicular a la cual denominamos pasado-en-general: el “ahora” individual, precedido y seguido de otros “ahora” puntiformes, hospeda en sí mismo la relación temporal pero no cronológica entre el “antes” de la actitud (o pasado del presente) y el “después” de las realizaciones.
No seríamos historia, en suma, si el instante que estoy viviendo fuese solamente percibido, antes que ser recordado mientras lo vivo; si “la totalidad de aquello que vemos, sentimos, probamos” no se desdoblase en cada instante en “actual y virtual, percepción por un lado y recuerdo por otro”. El anacronismo formal, cuya prerrogativa es ostentar tanto el entrelazamiento como el hiato entre lo posible y lo real, no es anti-histórico ni supra-histórico, sino, por así decirlo, historizante. La incomodidad y los dilemas que esto suscita a veces no derivan en absoluto de una suspensión aparente del devenir histórico, sino más bien de todo lo contrario: de la manifestación directa, casi empírica, siempre deslumbrante, de aquello que vuelve histórico al devenir.
El anacronismo real distorsiona, invierte, oculta los procedimientos y resultados del anacronismo formal. Es una reacción a este último, un contragolpe o un antídoto, quizá una línea de fuga. La verdadera escisión de un mismo hic et nunc en potencia y acto viene transfigurada en relación diacrónica entre dos actos idénticos, entre dos hic et nunc distinguidos del mismo contenido perceptivo. En el anacronismo real la forma- pasado que confiere al presente un carácter virtual, es reducida sistemáticamente a un hecho del pasado, del cual el presente proveerá la copia adecuada. ¿Qué comporta una reducción similar?
Sabíamos que la forma-pasado (o pasado-en-general) es la lengua, las actitudes, las condiciones de posibilidad. De modo que, cambiar la forma- pasado por un hecho del pasado significa concebir la competencia lingüística, es decir el simple poder-decir, como palabra ya dicha, conjunto de emisiones realmente efectuadas. La facultad es equiparada a una única performance, o mejor dicho, a la performance anterior que parece constituir el prototipo de aquella ejecutada ahora. La condición de posibilidad de un evento es representada como otro evento, que sería el sosías arcaico del primero. La disposición al placer está unida a los placeres gozados anteriormente, el intelecto coincide con una serie de intelecciones particulares, la fuerza de trabajo resulta indistinguible del trabajo pasado, amable resulta sólo aquel que ya ha sido amado. El anacronismo real niega la simultaneidad de potencia y acto, actitud y prestación, pasado-en-general y presente instantáneo; pero, precisamente por esto, niega también sus esenciales diferencias. La lengua, rindiendo lo mismo que una enunciación ya pronunciada, no puede decirse simultánea a una enunciación que se está pronunciando ahora mismo. Por otra parte, por el mismo motivo, es decir porque es asimilada a un acto de palabra (transcurso), la lengua parece conmensurable, mejor dicho, del todo homogénea al acto de palabra realizado en el instante presente. Entre dos hecho consumados, entre dos performances, no cabe esperar ninguna divergencia en el modo de ser. Si resta alguna diferencia, será de grado, no de naturaleza. 
El “falso reconocimiento” cierra el hiato entre potencia y acto que el recuerdo del presente ha colocado a plena luz. Identifica la facultad con el cúmulo de sus elementos extrínsecos. Reabsorbe al pasado-en-general en el interior de la secuencia cronológica. Pues la duradera discrepancia entre potencia y acto, lengua y palabra dicha, fuerza de trabajo y trabajos específicos (aquella discrepancia que sucede conjuntamente con su simultaneidad o copertenencia), es la matriz del tiempo histórico. Por lo tanto el “falso anacronismo” oculta la historicidad de la experiencia. El anacronismo real deshistoriza. Induce, por lo tanto, el estado de ánimo en base al cual se llega a concluir que la Historia ya está agotada, que “no hay nada nuevo (…) y cada momento es una repetición del pasado”.
Si ya ha sucedido todo, nada vale la pena. Cualquier acción es una réplica, o mejor, una cita extraída de un guión incuestionable. Pero, en concreto, ¿qué cosa está prescripta en este guión? ¿Cuáles son los actos que estamos siempre por repetir? ¿Cómo se articula el imperioso pasado al cual debemos conformarnos con nuestra existencia de epígonos? Es imposible responder. Los gestos que producimos son imitaciones, sí, pero no podemos indicar el original en el cual se inspiran. Lo igual, que siempre retorna, es ignoto. Estamos obligados a reproducir cualquier cosa, pero cualquier cosa indefinida, un no-se-qué cuyo contenido notamos sólo después de haber reproducido. ¿De dónde nace la impresión de estar sujetos a una coacción sin nombre, de fisonomía inasible? En su origen no hay más que el presente, su doble carácter, su escisión en “ahora” potencial y “ahora” actual.
El “falso reconocimiento” es, precisamente, falso. La experiencia actual parece reeditar con meticulosidad filológica una experiencia previa, ya experimentada. Pero solamente parece: el evento anterior, elevado al rango de arquetipo, no ha tenido efectivamente lugar. Es la potencia insita en este hic et nunc que toma la semblanza de un hecho antiguo, de aquel acto que parece exigir despóticamente su propia repetición. Se desdobla así porque no logramos precisar qué cosa es la igual que retorna. A tiranizarnos, como un oscuro ante-hecho o un destino perentorio, llega el posible, contenido en el presente. La Historia se detiene cuando la facultad es reducida a guiones detallados y vinculantes, a un cúmulo de prestaciones que se reiteran hasta el infinito. Nos volvemos epígonos o espectadores, pero epígonos o espectadores de nuestro propio poder-ser.



7- El snobismo del recuerdo

La reflexión sobre los dos tipos distintos de anacronismo permite formular una tesis detallada y aguda, de ningún modo atenuada por diversos matices. Más que una tesis, un pensamiento-guía con el cual navegar a contrapelo de las teorías, y también ciertas inclinaciones emotivas que postulan la conclusión o el colapso del proceso histórico.
El sentimiento del déjà vu, suscitado por un “falso reconocimiento”, puede expresarse como: no obstante se asista a un cambio continuo, todo es igual, todo se repite. Es evidente que no sería un “falso reconocimiento” si no fuese un “recuerdo del presente”. Sólo allí donde lo virtual aflora con absoluta nitidez al lado de lo actual puede ocurrir que se lo intercambie ilusoriamente por algo ya visto. El anacronismo real se sirve de los materiales que el anacronismo formal le pone a su disposición: de nada más que eso. De este modo lleva en sí a su opuesto. Pero ya que el “falso reconocimiento” oculta la génesis del tiempo histórico, aquella génesis que el “recuerdo del presente”, contrariamente, revela y evidencia, afirmar que el primero presupone al segundo implica consecuencias significativas (a esto le damos, por lo señalado, valor de tesis). Y es esta: el “fin de la Historia” es una idea, o un estado de ánimo, que surge precisamente cuando se vislumbra la misma condición de posibilidad de la Historia; cuando la raíz de toda acción histórica es arrojada a la superficie del devenir, ganando una evidencia fenoménica; cuando la historicidad de la experiencia se manifiesta es históricamente.
El mejor modo de profundizar este pensamiento-guía es someterlo a prueba. Conviene ensayar, para ello, la capacidad explicativa y la fuerza crítica en referencia a un texto ejemplar. En una larga nota a pié de página de su Introduction à la lectura de Hegel, Alexandre Kojève afirma que el agotamiento de la Historia diagnosticado por Hegel ya no es, en nuestra época, una eventualidad futura sino un hecho cumplido.   Las sociedades industriales de la segunda postguerra supieron dejar detrás de sí a la lucha contra la naturaleza, la lucha por el reconocimiento recíproco, etc. El Trabajo, es decir, la oposición entre Sujeto y Objeto, pierde peso y significado desde que los procesos productivos automatizados han capturado y sometido a la naturaleza en medida tal que permiten un acuerdo estable con ella. Del mismo modo decae la Política, debido a la búsqueda del reconocimiento ajeno mediante las guerras y las revoluciones. Los cruentos conflictos del último siglo sólo representan una “extensión espacial” de los resultados esenciales logrados de una vez y para siempre por Robespierre y Napoleón. Con el Trabajo y la Política desaparece “la Acción en el sentido más fuerte del término”, que, negando el “ser-dado” instituía siempre de nuevo un mundo histórico. Pero ¿cuáles son las formas de vida que prevalecen en la sociedad post-histórica? Kojève entrevé dos, divergentes y hasta antipódicas.
Por un lado, la post-historia en la cual estaríamos inmersos se explica como “nueva animalidad”. Antes que habitar un mundo mediante la lucha y el trabajo, el ser viviente de la especie Homo sapiens se encapsula en un ambiente, al que se adapta sin roces de especie. Cierto es que los acontecimientos históricos derivan en las construcciones de casas y la elaboración de obras de arte, pero obedeciendo al mismo impulso que empuja al pájaro a fabricar su nido o a la araña a tejer su tela. Algo como la felicidad ya no está en cuestionamiento: seguramente los hombres “estarán contentos en función de sus comportamientos artísticos, eróticos y lúdicos, dado que, por definición, ellos se contentan así” Va incluido en todo esto, además, “la desaparición definitiva del Discurso (Logos) humano en todo su sentido”. En su lugar proliferan “señales acústicas y mímicas” a las cuales se reacciona, por reflejo condicionado, con contraseñales adecuadas: nada muy diferente del “presunto ´lenguaje´ de las abejas”. El american way of life, en el cual domina el eterno presente típico de un “ambiente”, ejemplifica adecuadamente, a juicio de Kojève, la condición de los animales post-históricos.
Sin embargo, al finalizar la Historia se perfila también un modo de ser diametralmente opuesto a aquel que se ha esbozado hasta ahora. Se trata del snobismo. Vale decir: de un comportamiento artificioso que rehuye todo automatismo utilitario y contradice el “dato natural o animal”. Por no tener ninguna relación con el Trabajo o con la “Lucha bélica y revolucionaria”, el snob tiene sin embargo abierto un surco entre la forma y el contenido de su propia actividad, de modo de garantizar a la primera una marcada independencia (y supremacía) en la confrontación con el segundo. Modelo insuperable de este modo de ser es la civilización japonesa: allí, efectivamente, el teatro Nô, la ceremonia del té, el arte de los ramos de flores, han desarrollado una difusa propensión a “vivir en función de valores totalmente formalizados”. No más histórico, sino todavía humano, (ya que renueva la fractura entre Sujeto y Objeto), el snobismo japonés alude, según Kojève, a un principio-esperanza de alcance general: “cuando hablamos ya adecuadamente de todo aquello que es dado, el Hombre post-histórico debe continuar separando la “forma” de su “contenido”, pero para auto-imponerse como “forma” pura para sí y para los demás, tomado como cualquier “contenido”.”
Nueva animalidad o snobismo. La alternativa planteada por Kojève es similar, por muchos motivos, a aquella de la que nos hemos ocupado en las páginas precedentes: anacronismo real o anacronismo formal, falso reconocimiento o recuerdo del presente. A fin de que esta consonancia resulte evidente es necesario poner en duda el esquema conceptual en el que Kojève inscribe su argumento de los contrarios. Dos son las objeciones principales que merece.
Antes que nada: lejos de interpretar un papel de protagonista en el teatro de la post-historia, el snobismo constituye nada más que la quintaesencia de la vida histórica. Su prerrogativa es mostrar la autonomía y la exhuberancia de la “forma” respecto del “contenido”: pero esta autonomía y esta exhuberancia ¿qué otra cosa son sino el presupuesto del Trabajo, de la Política, en suma, de la “Acción en el sentido fuerte del término”? El snobismo pone al desnudo el fundamento de los conflictos históricos, ya que se empeña en representar, mediante una serie de gestos determinados, los contrastes que subsisten, en general, tras el gesto humano y el “ser-dado”. Separando la “forma” del “contenido” expresa fácticamente la imposibilidad de que un determinado hecho realice totalmente el correspondiente poder-hacer. Dicho de otro modo: el snobismo es una praxis peculiar que refleja en sí, exhibiéndola sin problema, la historicidad de todo tipo de praxis (también de aquella “snobista”, obviamente). Atribuirle a los snobs una índole post-histórica es un clásico caso de ceguera por mucha luz.
En segundo lugar: la “nueva animalidad” no es un destino biológico, correlacionado con la desaparición de todo roce con la naturaleza. Por el contrario, es una posibilidad existencial que se abre cuando las diferencias en las confrontaciones del “ser-dado” se acentúan desmesuradamente, alcanzan la máxima visibilidad, son experimentadas en cuanto tales. Pero la acentuación, no sólo la visibilidad y la experiencia directa de la diferencia en las confrontaciones del “ser-dado”, son resultado del snobismo. Por lo tanto podemos decir: la “nueva animalidad” es la posibilidad existencial que se abre a partir de la plena afirmación del estilo de vida snob. Para Kojève el animal post-histórico adhiere simbióticamente a los “contenidos” de sus acciones, mientras el snob se distancia, contraponiéndole la autonomía de las “formas”. Es un malentendido. La adhesión simbiótica sería concebible, en efecto, sólo si hipotizase un vuelco del Homo sapiens hacia la situación inmutable del lobo o de la abeja; pero si se postulase este vuelco, se tornaría inconcebible el distanciamiento snobístico ulterior. Bien visto, la fractura entre “forma” y “contenido” se halla en la base de ambos modos de ser. La discriminación que los separa, volviéndolos antitéticos es, más que nada, la siguiente: el snob trata de vivir a la altura de aquella fractura, tomando de ella el lugar de insurgencia de la Historia; el animal post-histórico, por su lado, hace del excedente de “formas” un ambiente de segundo grado, envolvente y viscoso, a cuyas prescripciones se adapta en virtud de un comportamiento (pseudo) instintivo. Utilizando el ejemplo tomado de Kojève: animal post-histórico es aquel que reduce los aspectos más elaborados y artificiosos de la ceremonia del té a un inmediato “ser-dado”. Tanto porque ahora ya está separada de los “contenidos” naturales, tanto por su independencia (e hipertrofia), la “forma” misma está presa, subrepticiamente, de un catálogo de “contenidos” minuciosos, con los cuales parece posible una compenetración privada de roces.
El animal post-histórico y el snob no se limitan a coexistir espacialmente, extraños y refractarios uno a otro. En el primero se vislumbra, si bien invertida y desfigurada, la silhouette del segundo. La intimidad de los contendientes no amortigua, sin embargo, la contienda. La antítesis entre las dos formas de vida es tanto más radical, por el contrario, cuanto más se apoyan en premisas idénticas y se recortan contra el mismo fondo. Este fondo no es, como supone Kojève, el “fin de la Historia”. Todo lo opuesto: la oposición entre nueva animalidad y snobismo se desarrolla en el escenario de una época hiper-histórica: la época en la cual, repetimos, no sólo se viven eventos históricos, sino también nos hallamos ante aquello que le confiere una tonalidad histórica a todos lo eventos.
El recuerdo del presente es snobista en sumo grado. Y, viceversa, el snobismo es, esencialmente, recuerdo del presente. Aplicando la forma-pasado a un contenido actual se subvierte el “dado natural o animal” y se interrumpe el automatismo de la acción en curso. El anacronismo formal desambienta siempre otra vez. El snobismo de la memoria escinde el unívoco hic et nunc en dos lados heterogéneos. Coloca un presente potencial (recordado) junto al presente real (percibido): pero, al adjuntarlos subraya al mismo tiempo la discrepancia y la inconmensurabilidad. Eminentemente snobístico es revocar la virtualidad de la lengua en el mismo momento en el cual se cumple una enunciación particular: así, de hecho, se torna evidente la “diferencia de naturaleza” entre poder-decir (facultad) y palabra dicha (performance). Esta diferencia es la marca del “Discurso (Logos) humano propiamente dicho”. Ella es afirmada, en modo sumiso y claro, por quien, hallando extraño un vocablo familiar, lo coloca entre comillas (es decir, lo cita o recuerda) a las que usa de modo instrumental.
El falso reconocimiento propicia una “nueva animalidad”. Y viceversa: la “nueva animalidad” se anuncia antes que nada como falso reconocimiento. Cuando la potencia actual viene tocada por un acto ya experimentado, que ahora estamos forzados a repetir sin variantes, la praxis humana se degrada a un comportamiento iterativo y prefijado. Identificando la facultad (poder-hacer) con un conjunto de performances específicas (hechos cumplidos), se recorta un ambiente en el cual ya no se advierte ninguna distancia respecto del “ser-dado”. Es evidente, sin embargo, que aquel cambio y esta identificación serán imposibles si la potencia y la facultad no adquieren un relieve autónomo gracias al recuerdo del presente snobístico. La comunicación se asemeja a una trama de “señales acústicas y mímicas” cuando se experimenta la lengua en situación de una emisión concreta, pero experimentándola: entonces se la toma como un inmenso depósito de palabras ya dichas, de repetición y, entonces, repetición en correspondencia con los estímulos ambientales. La instancia de la felicidad declina, y los hombres están, simplemente, contentos (en tanto se contentan con su propio comportamiento), cuando las actitudes hacia la experimentación de placeres se manifiestan como tales, en la diferencia del placer actual singular, pero, al mismo tiempo, equiparada (con un “falso reconocimiento”) al conjunto de los placeres ya gozados.

8- Acerca de la utilidad y el perjuicio de la memoria para la historia

La tesis, recabada el análisis del déjà vu, reza: el “fin de la Historia” es un estado de ánimo que arraiga sólo allí donde se pone de relieve la misma historicidad de la experiencia, allí donde se une con la génesis del tiempo histórico. El aparente colapso pone de manifiesto (señala con pesar y, al mismo tiempo, oculta) un diapasón afectivo. Esta tesis es avalada exclusivamente mediante conceptos atinentes al funcionamiento de la memoria: recuerdo del presente, anacronismo, etc. Pues bien, ella ha sido empleada para interpretar y criticar una representación del “fin de la Historia”, aquella de Kojève, que no menciona de hecho el papel de la memoria sino que utiliza fenómenos de otros géneros: desmejoramiento del Trabajo y la Política, animalidad del american way of life, snobismo japonés. Debemos avanzar ahora un paso hacia delante.
La tesis se encamina a confrontar un texto que imputa directamente a la facultad mnésica el desastre de la praxis histórica. Ya se ha dicho que una confrontación de este tipo exige el cambio parcial del ángulo de la perspectiva. La tesis toma un tono autorreflexivo: el funcionamiento de la memoria figura, al mismo tiempo, como explicans y como explicandum, modelo profundo y fenómeno de superficie, hilo conductor y laberinto, eje de la solución y causa del problema. Ya no se trata de hilvanar analogías o de revisar isomorfismos, tras la experiencia existencial del recuerdo y el espíritu público contemporáneo, sino de comprender de qué modo (y con qué consecuencias) aquella experiencia ha adquirido, ella misma, una relevancia pública inmediata. Antes que limitarse a descifrar ciertas formas de vida con el auxilio externo de los procedimientos mnésicos, debemos interrogarnos también sobre las formas de vida que dicho procedimientos, de por sí, fomentan.
En la segunda de las Considerazioni inattuali, titulada Sull´utilità e il danno della storia per la vita, Nietzche afirma que una sobreabundancia de memoria paraliza la acción, elimina el futuro, favorece la melancolía: “Imaginemos el ejemplo extremo, un hombre que posea la fuerza para olvidar, que estuviese condenado a ver en todas partes un devenir: tal hombre (…) casi no se animaría ni a alzar su dedo. Por todo comportamiento él desearía olvidar: como para la vida de todo ser orgánico desearía no sólo luz sino también oscuridad”.   La inflación de los recuerdos implica un enorme crecimiento de la conciencia histórica y del saber historiográfico. Pero la desenfrenada entrega al pasado, instilando “la creencia de ser frutos tardíos y epígonos”, se torna, finalmente, en contra de la misma historia: “con un cierto exceso de historia la vida se despedaza y degenera, y, finalmente (…), se pierde la misma historia”.
La Historia tropieza y se extenúa porque la memoria se hipertrofia. Mientras que los “hombres históricos” podían “usar el pasado para la vida”, colocándolo al servicio de una acción vuelta hacia el futuro, los individuos “pasivos y retrospectivos” de los tiempos modernos se dejan hipnotizar por los recuerdos, los cultivan como un bien en sí mismos, ya no saben seleccionarlos con miras a un nuevo emprendimiento. Así dice Nietzche. Ahora bien, nos preguntamos: ¿en qué quiebre logra la memoria una autonomía inquietante de las tareas vitales, dilatándose desmesuradamente? Sobre todo en un caso: cuando toma al presente como un objeto propio, tratándolo como algo ya ocurrido; es decir, cuando se experimenta el sentimiento del déjà vu. Según Bergson, si en general “la conciencia, atenta a la vida, filtra sólo aquellos recuerdos que puedan participar de la acción”, en ocasión del déjà vu recuerda sobre todo lo superfluo, es decir, aquello que se está percibiendo en el momento actual: “¿qué puede ser más inútil para la acción actual que el recuerdo del presente?”.   Inútil y también nocivo. Adoptando expresiones casi idénticas a aquellas con las que Nietzche denuncia los daños provocados por un sentido histórico exorbitante, Bergson correlaciona la patología mnésica con “un debilitamiento temporal de la atención a la vida”, al “sentimiento de que el futuro está cerrado”, a un “estado de apatía e inercia”.
La hipertrofia de la memoria, de la cual derivan la consunción y el bloqueo de la Historia, es el déjà vu. Ya no son más históricos (es decir, incapaces de cumplir acciones genuinamente históricas) los hombres para los cuales el presente parece depender en todo del pasado, como un eco del sonido original. Pero ningún pasado auténtico es competente para imponer tal dependencia. Ninguna secuencia de eventos realmente acaecidos merece el blasón de arquetipo inalcanzable y obligatorio. Para someter a los seres vivos afectados de hipermnesia debe ser un pseudopasado. Sólo una ficción como “era una vez” puede exigir ser reproducida en todos los pliegues del actual hic et nunc. Para decirlo mejor: sólo el “era una vez” fantasmagórico que se asienta en la experiencia del déjà vu. Aquellos que ofrecen sumisamente lo que ha sido, ofrecen, en efecto, su propio “ahora” proyectado hacia atrás en el tiempo. Cuando no hay memoria mientras se lo vive, este “ahora” constituye un “entonces” ilusorio y prepotente (prepotente por ilusorio), al que para confrontar es forzoso adoptar un comportamiento mimético. Los hombres se abandonan a un fatalismo impregnado de resignación en la época en que el presente percibido parece copiar, con los escrúpulos del epígono y la atormentadora melancolía del fruto tardío, al presente recordado.
El fenómeno del déjà vu tiende un puente entre la segunda de la Inattuali y lo que para Nietzche se volverá el “pensamiento de los pensamientos”: el eterno retorno del igual. El debilitamiento de la vida (y también de la historia), atribuido en el escrito de 1874 a un incremento vertiginoso de la actividad rememorativa, posee su expresión más representativa en el estribillo con el cual, a continuación, (en un pasaje del Zarathustra) es proclamado el nihilismo: “¡Todo es en vano, todo es indiferente, todo ha sido ya!”   Si ya todo ha sido, todo evento actual repite otro evento previo, y está destinado, a su vez, a ser repetido infinitamente. Perspectiva terrorífica: no cabe más que rechinar los dientes ante la idea de una vida “en la cual ya no habrá nada nuevo”.   Lejos de aliviar la pesadumbre, la idea de un eterno retorno lleva al nihilismo a su culminación. Le da valor cosmológico (“el mismo tiempo es un círculo”)   a la típica ilusión del déjà vu. Pero esta es sólo una formulación corregida de la doctrina: hórrida y tétrica por un lado, por el otro lado superficial como una “canción de organito”, que ama “hacer las cosas muy fáciles”.
El pensamiento del eterno retorno se opone al nihilismo oponiéndose sobre todo a la versión nihilística del eterno retorno (ya presagiada en ciertas páginas de la segunda de Inattuali). El hechizo pernicioso, que impulsa a considerar a la acción en curso como duplicación de una acción precedente, queda de lado al preguntarse cual es, en realidad, la acción-modelo. Se ha observado ahora que, cuando caemos en el influjo del déjà vu, parece repetirse cualquier cosa, pero no podemos decir qué cosa estamos repitiendo: el contenido específico de la repetición se estabiliza sólo por la experiencia actual, le corresponde al “ahora” determinar retroactivamente al ya sucedido. Pues bien, la doctrina del eterno retorno funciona como antídoto del nihilismo apenas se apropia de la estructura paradojal del déjà vu, antes que secundar sus efectos ilusorios y paralizantes. Si el gesto que ahora hago debiese conformarse a la fuerza y con todos los matices, a un gesto particular efectuado en el pasado, no valdría la pena mover ni un dedo. Pero no es así. Para Nietzche, sólo el instante presente decide lo que ya fue; a la acción en curso le corresponde la tarea de instituir el quid llamado a reiterarse; es prerrogativa del hic et nunc crear el evento que está retornando. Heidegger ha recapitulado este aspecto decisivo del “pensamiento de los pensamientos” nietzcheano con palabras que podrían figurar plenamente en un sobrio resumen del déjà vu: “aquello que deviene no es otra cosa que lo que retorna y que ya ha sido en mi vida. ¿Pero sabíamos nosotros que había sido? No. ¿Podíamos saberlo? Nada sabemos de una vida previa reexpuesta ; toda la vida experimentada ahora es actuada por primera vez, aunque dentro de esta experiencia a veces se siente algo extraño y oscuro, aquella experiencia que dice: esta y aquella otra cosa, así como ahora, ya la has experimentado en otro momento (…). ¿Pero qué cosa retornara y qué cosa no retornará jamás? Respuesta: lo que habrá de ocurrir en el próximo instante”. 
Retomemos el hilo principal del discurso. La historia se detiene porque la memoria deviene hipertrófica; la hipertrofia de la memoria, que inhibe el actuar histórico, consiste en el déjà vu. Las cuestiones levantadas en la segunda de las Considerazioni inattuali (exceso de memoria, exceso de historia) van expuestas en estrecha conexión con la situación contemporánea. Una pregunta en particular resulta ineludible: ¿en qué modo el déjà vu ha alcanzado el rango de fenómeno colectivo, al punto de marcar las costumbres y mentalidades de la época denominada “postmoderna”? ¿Porqué se ha transformado de episodio secreto y excepcional en un acontecimiento tan evidente como difuso? O si se prefiere: ¿por qué motivo el déjà vu ha adquirido una consistencia histórica y, por el contrario, puede ser señalado como el hecho histórico en el cual radica (y desde donde se avala) la idea de un “fin de la Historia”? Al responder deberemos tener en cuenta, otra vez, aquello que ya se ha repetido: la coexistencia en el déjà vu de dos lados no sólo distintos sino también contradictorios.








9. Modernariato

El exceso de memoria, que sin dudas caracteriza a la situación contemporánea, tiene un nombre propio: recuerdo del presente. Este último, en lugar de conservar una condición de prestación básica pero oculta de la facultad mnésica, irrumpe en la superficie, se manifiesta explícitamente. Excesiva no es, de por sí, la escisión de todo instante en un “ahora” percibido y un “ahora” recordado, sino la plena visibilidad que ella ha alcanzado. ¿A qué se debe un desocultamiento tan radical? ¿Tal vez a una morbosa “desatención de la vida” como cree Bergson? De ninguna manera. El recuerdo del presente, cuya peculiar función es representar lo posible, se revela sin recato porque la experiencia de lo posible ha venido asumiendo una importancia crucial en el cumplimiento de las tareas vitales. Es la preeminencia objetiva de lo virtual en cualquier tipo de praxis que coloca en relieve público al dispositivo mnésico, que, determinando la temporalidad, abre el acceso al mismo virtual. El excedente de memoria no induce abulia y resignación sino, por el contrario, garantiza la más intensa alegría.
La parálisis de la acción, acompañada con frecuencia de un irónico desencanto, deriva sobre todo de la incapacidad de soportar la experiencia de lo posible. Dicho de otro modo: la causa concreta de la parálisis es la destrucción del recuerdo del presente por aquel falso reconocimiento que, sabemos, reafigura a lo posible actual como un antiguo real del cual, ahora, es inevitable la reedición. Ya que el recuerdo del presente es un fenómeno explícito e invasivo, también su negación directa, es decir el falso reconocimiento, goza de una evidencia inmediata. El déjà vu es, sí, una patología, pero debe agregarse: una patología pública.
En la situación contemporánea, en aparente sintonía con la trama de la segunda del Inattuali, la sobreabundancia de memoria lleva con sí una sobreabundancia de historia. No se trata, sin embargo, de un predominio maníaco (y asfixiante) de los estudios historiográficos. El problema es la inaudita proximidad de toda acción y pasión a las condiciones de posibilidad de la Historia, o sea a aquello que historiza el actuar y el padecer.
Volvamos a recorrer sintéticamente una argumentación ya vista en detalle. El recuerdo del presente produce un anacronismo. Pero, atención, un anacronismo sólo formal: le otorga al presente la forma del “entonces”. Recordando el gesto que estoy efectuando, lo instalo en un pasado indefinido, sin fecha, pero con características actuales. Este “antes” no cronológico es la facultad o actitud de la cual depende la ejecución del gesto. En virtud del anacronismo formal en el evento en curso diviso al mismo tiempo el acto y la potencia, la palabra pronunciada y la lengua, un goce particular y la disposición al placer. Más aún: considerando conjuntamente la performance específica y la facultad que la consiente, se constata también su ineludible diferencia: la lengua no se realiza jamás por el conjunto de las palabras dichas (no es jamás actual); la fuerza de trabajo no equivale a la suma de los trabajo llevados a cabo. Pues bien: es el descarte permanente entre poder-ser y hechos consumados lo que funda la historicidad de la experiencia. El anacronismo formal bosqueja este fundamento.
Pero he aquí lo más importante: en nuestra época la raíz del actuar histórico (o sea la coexistencia, sino la discrepancia, entre potencia y acto) ha adquirido una relevancia fenoménica, empírica, hasta pragmática. Hoy no hay fábrica que no requiera, para su propia realización puntual, la exhibición de aquellas actitudes psicofísicas genéricas a producir (la fuerza de trabajo) que siempre le sobran a la propia fábrica. No hay hoy discurso pertinente y eficaz que, además de comunicar algo, no deba ostentar la competencia lingüística pura y simple del locutor, es decir, aquel poder-decir (la lengua) que excede siempre al contenido ocasional de la comunicación. El anacronismo formal deviene así un dispositivo público, un requisito imprescindible de la producción y del discurso. El excedente de historia (conexo al excedente de memoria) se advierte allí donde la praxis humana muestra directamente la diferencia entre facultad y performance, que constituye la condición de posibilidad de la Historia.
Nietzche afirma que “con un cierto exceso de historia (…) se pierde la misma historia”. Podemos suscribir esta afirmación a condición de modificarle el significado original. La idea de un “fin de la Historia” no es la consecuencia del exceso, como hipotetiza Nietzche, sino de su ofuscamiento. Es cierto, por otra parte, que el ofuscamiento presupone una revelación: concierne a toda cosa (la sobreabundancia de historia, por ejemplo) que ahora ha quedado a la vista. Consideremos mejor ambos aspectos. El estado de ánimo postmoderno es suscitado por el vuelco del anacronismo formal (historizante) en el anacronismo real, del cual es el opuesto simétrico. El anacronismo real oculta el descarte entre potencia y acto (fundamento de la historicidad), dado que reduce la potencia a un acto previo, la facultad a las performances efectuadas en el pasado, la lengua a la palabra ya dicha. Todavía la diferencia radical entre poder-hacer y hechos realizados está sujeta a una transfiguración ocultante sólo y porque entra en escena conquistando una enorme apariencia empírica. El anacronismo real se basa en el anacronismo formal: no se le opone sino que lo afirma deformándolo. La impresión de que el proceso histórico se ha atascado (“se pierde la misma historia”) surge, sí, de la intensa vecindad de la praxis humana a las condiciones de posibilidad de la Historia (“un cierto exceso de historia”), pero surge como reacción distractiva o dolor de contrapaso.
Aprender a vivir el recuerdo del presente (o mejor dicho, su carácter explícito e invasivo) en cuanto tal, es decir liberándolo de la némesis que lo degrada a falso reconocimiento: entre los innumerables modos en los cuales puede formularse el principal problema de la situación contemporánea, conviene tener en cuenta también a éste. Aprender a vivir el recuerdo del presente significa alcanzar la posibilidad de una existencia plenamente histórica. Semejante posibilidad, si no se encarna en un complejo de costumbres, o sea en un ethos, no se limita a quedar a la espera, brillando para siempre en el horizonte, sino que se traspasa a su opuesto, es decir, toma la semblanza del “fin de la Historia”. Esto es lo que sucede hoy en día. Frente a la hiperhistoricidad de la experiencia, la ideología postmoderna se apresura a entonar el canto lúgubre y dulzón del déjà vu: todo ya ha estado; la historia ha caído “en el orden de lo reciclable”; estamos de todos modos destinados, no importa si por premio o por castigo, a la “rememoración maciza, permanente, de todas las figuras de nuestra vida” (Baudrillard);   toda acción posee los estatutos y las costumbres de una citación.
Imponiendo su propio sello sobre el espíritu público contemporáneo, el déjà vu (o falso reconocimiento o anacronismo real) determina comportamientos colectivos, estilos de vida, propensiones emotivas. A fin de ilustrar de modo sintético, pero no elusivo, estos comportamientos, estilos y propensiones, resulta oportuno un último reclamo a la segunda Inattuale. Sabemos que el déjà vu está detrás de un pseudopasado, aquel “entonces” ficticio que el presente cree deber reproducir esmeradamente. Pero toda relación con el pasado, aún cuando sea totalmente ilusoria, exige el desarrollo de un cierto talento historiográfico. No se trata, por supuesto, de una metodología científica, sino de un matiz del sentido común, es decir, la actitud irreflexiva de aferrarse a aquello que ya ha sido. La pregunta que surge ahora ante el texto de Nietzche es más o menos así: ¿Cuál “historiografía corresponde al ficticio pasado que el déjà vu instala en escena? ¿Qué género de narración histórica se consolida en el “fin de la Historia”?
Nietzche distingue tres aproximaciones posibles al catastro de la res gestae. Denomina monumental a la historia (léase historiografía) que se esfuerza en destilar modelos dignos de ser emulados: “una colección de “efectos en sí”, como de advenimientos que “hagan efecto” en todo momento”.   Crítica es, luego, la historia que “juzga y condena”: la cultivan aquellos que, no soportando un presente miserable, intentan darse “a posteriori un pasado del cual puedan derivarse, en contraste con aquel del cual derivan”.   Finalmente (aunque en las divisiones de Nietzche ocupe la posición central) está la historia anticuaria: ella “preserva y venera el pasado” tal como específicamente ha sido, en su totalidad, sin excluir ni el detalle más insignificante.   Para el histórico anticuario todo merece ser guardado en la memoria: la fiesta del pueblo, una frase incidental escapada, los humildes “trazos casi borrados”. La historiografía monumental puede degenerar en bulliciosa retórica, aquella crítica en hosco resentimiento: y, aunque una u otra mantengan un cierto vínculo con la acción y el devenir, su sobreabundancia perjudica a la vida en cierta medida. Solamente el exceso de historia anticuaria acarrea daños irreparables. El propósito paroxístico de recordar toda particularidad da cuerpo a la hipermnesia angustiante, de la cual habla Nietzche en el principio de la Inattuali: “Imagínate el ejemplo extremo, un hombre que no tuviese la fuerza de olvidar…” El ejemplo extremo, agitado desde la iniciación como un espantapájaros, se vuelve rutina allí donde se propaga la historia anticuaria. Esta última florece ahora, impertérrita, cuando “se pierde la misma historia”. Ella florece, más aún, especialmente ahora.
El pseudopasado, a cuya presencia somos arrastrados por el déjà vu, no admite selecciones. Pretende, ante todo, que se “preserve y venere” al gran completo: como si fuese, por lo dicho, un vívido hic et nunc. La historiografía anticuaria atiende amorosamente al “era una vez” evocado del falso reconocimiento. Sólo que, repetimos, por “historiografía” no debe entenderse aquí un saber especializado, sino un comportamiento existencial difuso e incluso banal. Relacionado íntimamente con el estado de ánimo post-histórico, el comportamiento anticuario es un componente imprescindible de las formas de vida contradistintas del déjà vu en cuanto patología pública. ¿Pero en qué consiste exactamente este comportamiento?
El “pasado” a preservar y venerar (una veneración que descansa sólo en el mimetismo y la imitación) no es otro más que el presente: o mejor dicho, el presente contrabandeado, que tramita un anacronismo real, por cualquier cosa ya sucedida. La historiografía anticuaria aplica sus procedimientos típicos a la actualidad: trata como hallazgo sugestivo a todo lo que sucede, mientras está sucediendo; se consume de nostalgia por el instante en curso. Cuando se concentra en el presente, a la inclinación anticuaria le corresponde, por lo tanto, un nombre más específico: Modernariato. En el uso común este término designa los intereses- sentimentales, estéticos, comerciales- por objetos y manufacturas pertenecientes al pasado próximo (tan próximo en algunos casos como para rozar los ojos): la música de los años sesenta, los posters políticos de la década siguiente y luego, poco a poco, el lavarropas apenas obsoleto o el sombrero de moda visto en el verano. En la acepción radical que aquí proponemos, “modernariato” significa el desarrollo sistemático de una sensibilidad anticuaria en las confrontaciones del hic et nunc que, de tanto en tanto, se están viviendo. Por un lado, el Modernariato es un síntoma del desdoblamiento del presente en un ilusorio “ya ha sido”; por otro lado, ello ayuda activamente a realizar siempre de nuevo dicho desdoblamiento.
El Modernariato es el género historiográfico que prevalece cuando la Historia parece batir el paso; que prevalece cuando parece- como escribe Bergson a propósito del déjà vu- “que el futuro está cerrado, que la situación está aislada de todo y que nosotros estamos ligados a ella”. La historia anticuaria del presente da paso, para decirlo con Nietzche, a “una ciega furia coleccionística”.   El modernariato elabora una especie de culto por cualquier cosa digna de existir ahora: la clasifica con “insaciable curiosidad”, le atribuye la autoridad y el encanto glacial de un destino. Walter Benjamin ha intentado poner al servicio de la “historia crítica” algunas prerrogativas de la historia “anticuaria”, o de tornar supremamente crítico al anticuariato: en consecuencia ha cantado loas al coleccionista (pensamos en el ensayo Eduard Fuchs, il collezionista e lo storico),   a su vocación para rescatar al “pasado oprimido”, en manos de los vencedores de turno, por medio de una solicitud especial hacia lo ínfimo, inaparente, silente. El propósito de Benjamin sufre hoy una atroz caricatura de parte del modernariato. El peculiar coleccionismo que éste último alimenta, en vez de hacer valer en el presente la trama de un pasado mal conocido y pleno de peligros (según las intenciones de Benjamin), le otorga al presente el estigma de un pasado sacro e inmodificable. No satisfecho con contemplar el “ahora” como si fuese un “entonces”, el coleccionista posthistórico abriga en sí mismo una admiración capaz de concluir que “es muy tarde para hacer algo mejor”.
La historia anticuaria del presente, es decir el modernariato, se identifica plenamente con la sociedad del espectáculo. Recíprocamente, se puede decir que la sociedad del espectáculo es modernariato a la enésima potencia. La “ciega furia coleccionística” de nuestra época entiende a la actualidad como una “exposición universal”.   Una exposición en la cual el mismo individuo participa ya sea como actor (“asume un papel, y también muchos papeles – escribe Nietzche – recitándolo por ello mal y superficialmente”),   o ya sea como espectador “vividor y peregrino”.   Esto significa que se vuelve espectador de sí mismo; y también, aunque sea la misma cosa, que colecciona su propia vida mientras ella transcurre, en lugar de vivirla. ¿Por qué el presente se duplica sin pausa en el espectáculo del presente? ¿Por qué toma el aspecto de una “exposición universal”?
Esta es ahora una pregunta retórica. El presente se duplica a causa del déjà vu. Y en ocasiones de un falso reconocimiento que nos hace sentir, al mismo tiempo, actores y espectadores de nuestra vida. Es ahora que, según Bergson, “asistimos a los propios movimientos, a los propios pensamientos, a las propias acciones”, llegando a escindirnos “en dos personajes, uno de los cuales se ofrece en espectáculo al otro”   Lejos de referirse solamente al creciente consumo de mercancías culturales, la noción de espectáculo concierne en primer lugar a la inclinación posthistórica a mantenerse vivo. Dicho de otro modo: el espectáculo es la forma que asume el déjà vu, apenas deviene fenómeno exterior, suprapersonal, público. La sociedad del espectáculo ofrece a hombres y mujeres la “exposición universal” de su propio poder-hacer, poder-decir, poder-ser, reducidos, sin embargo, a hechos realizados, palabras dichas, actos ya efectuados. Reducidos, en suma, a objetos del modernariato.






Segunda parte

Temporalidad de la potencia, potencialidad del tiempo






No nos es posible pensar en aquello que perdura en el tiempo, y de cuya simultaneidad con aquello que cambia surge el concepto del cambio.
Emmanuel Kant




Premisa

En la primera parte del libro he procurado esclarecer la génesis y el significado de la idea, exquisitamente contemporánea, del “fin de la Historia”. Para efectuar esta tarea hemos debido definir (en modo aproximado aunque no vago) aquello de donde viene postulado el desastre: el tiempo en cuanto tiempo histórico, precisamente. El “fin de la Historia”, este estado de ánimo que distingue a nuestra época (constituyendo de este modo, a su vez, un índice histórico), puede ser explicado sólo si se investiga a fondo el concepto mismo de historicidad. Sólo si nos empeñamos en nominar las condiciones fundamentales que tornan históricos a los así llamados “hechos históricos”, y a todos los aspectos, incluso los más insignificantes, de la experiencia. Buscar como causa al concepto de historicidad significa-ha significado- un llamativo ensanchamiento de la búsqueda. Por otra parte: ¿Cómo dar cuenta del tiempo histórico, de su peculiar estatuto, de su insurgencia y eventual declinación, sin al menos bosquejar alguna hipótesis circunspecta sobre la estructura de la temporalidad en general?
Es posible que algunos lectores no hayan prestado atención a la progresiva ampliación del campo de indagación. O, peor, que lo hagan súbitamente, con intolerancia, juzgándola como una torpeza que enturbia y daña una trama discursiva que de otro modo sería briosa y estimulante. Si han estado animados por una actitud benevolente pueden haber saboreado el análisis del déjà vu como una agudeza inteligente o un bosquejo impresionista. Paciencia: nunca falla el que se oculta sin mirar. Es cierto, por lo tanto, que las siguientes páginas no están dedicadas a ese tipo de lectores. El resto del libro está dirigido, sobre todo, a aquellos que, habiendo comprendido cuál es la apuesta en juego, están decididos a no permitir que al autor le salga barato. A aquellos que prefieren largamente un fracaso sin excusas al arte de moverse con alusiones prudentes. A aquellos, por lo tanto, que exigen fundamentos más sólidos para las tesis analizadas hasta ahora, como asimismo una discusión detallada de sus implicancias. A lectores impiadosos e incluso malévolos, que tengan, sin embargo, cuanta sutileza y cuanta paciencia sean necesarias para llegar al grano.
Punto de partida de las páginas precedentes ha sido el recuerdo del presente; en la convicción de que este fenómeno mnésico basilar revela de modo ejemplar la naturaleza del tiempo histórico, es decir que entorna una vía de acceso privilegiada a la historicidad de la experiencia. Círculos concéntricos de tamaño progresivamente mayor son trazados alrededor del punto de partida, para desenredar los diversos hilos que componen la urdimbre. Volvamos a prestar atención al más frecuente de dichos hilos. Recordar el presente significa considerar al “ahora” como un “entonces”, introduciéndolo así en un pasado sui generis (no cronológico, indefinido, formal). Este pasado, en el cual el recuerdo ubica al evento que estamos viviendo en este momento, es la potencia o la facultad subyacente al mismo evento (la lengua si se trata de un diálogo; la fuerza de trabajo si está en juego un proceso productivo, etc.); recíprocamente, la potencia es un pasado no cronológico, indefinido, formal. El recuerdo del presente permite, por ende, tomar en el evento en curso tanto al acto como a la potencia, ya a la ejecución determinada como a la facultad genérica.
En esta secuencia argumentativa, el punto más delicado y cargado de consecuencias está constituido, sin ninguna duda, por la equiparación de potencia y pasado. Es evidente que semejante equiparación no deja inmutables a los términos sobre los cuales opera. Rápidamente uno se pregunta: ¿cómo se transforma el propio concepto de potencia, dado que se ha temporalizado radicalmente? Y luego: ¿Qué peso posee, en el modo de concebir la temporalidad en general, aquel pasado no cronológico que es la potencia en cuanto tal? Ambas preguntas permanecen, sin embargo, a la espera, en segundo plano. Y el motivo es simple: la equiparación de potencia y pasado, antes que gozar de un tratamiento autónomo, aparece en escena en un análisis que coloca en otro lugar su propio baricentro. No es nada más, en suma, que un anillo intermedio auxiliador en la cadena destinada a relacionar críticamente la patología del déjà vu al presunto “fin de la Historia”. De modo que, aquello que quizá es el muro maestro de toda la construcción, se ha empequeñecido hasta tomar el aspecto de un utensilio.
El inconveniente parecía tolerable en el cuando necesitábamos exponer todo rápidamente y sin brechas, dando una constelación conceptual algo enmarañada en cuanto al campo histórico. Se trata, sí, de un inconveniente: nada menos que favorecer o justificar cualquier malentendido. Podría creerse, por ejemplo, que la potencia coincide con el pasado, o sea que gana una aureola temporal, sólo porque, en el recuerdo del presente ella deviene objeto de la memoria. Como se verá, lo cierto es justo lo contrario: sólo porque es, en sí misma, pasado, la potencia se manifiesta ejemplarmente en un fenómeno mnésico como el recuerdo del presente. A fin de evitar equívocos de este tipo es oportuno, ahora, invertir el orden de las argumentaciones a fin de reponerlo sobre sus pies.
Es preciso primero determinar de modo explícito y sistemático la dimensión temporal de la potencia (de la facultad, de la lengua, etc.). Ya se ha señalado que determinar la dimensión temporal de la potencia no es algo diferente a reformular ampliamente el concepto. El segundo paso consiste en mostrar cómo y porqué el pasado en cuanto potencia (o, aunque es lo mismo, la potencia en cuanto pasado) representa aquel “tiempo originario”, fundamento de la habitual secuencia cronológica, que la filosofía contemporánea ha identificado, en cambio, con el porvenir. Sólo llegado a este punto se afrontará desde el principio, sobre otra base y con más aliento, el tema de la historicidad. ¿Qué es, finalmente, un simple momento histórico? ¿Cómo juegan en él la presencia y la desactualidad, la concomitancia y la diacronía? Además: ¿es plausible la opinión de Heidegger según la cual la historia echa sus raíces en la muerte? Las respuestas a estas preguntas deben preparar el terreno para las sucesivas discusiones sobre el materialismo histórico: mejor aún, para sentir que es oportuno golpear para salvaguardar la instancia y cumplir la promesa.
Hemos dicho: lo que continúa es una repetición, en otros términos, de los problemas percibidos en la primera parte del libro. Es evidente que toda repetición auténtica implica la introducción de otros argumentos, nuevas tesis, puntos de vista, que habían sido descuidados. Queda firme aún el hecho de que los desarrollos ulteriores, consentidos por el orden expositivo modificado, alcanzarán sus finalidades sólo si permiten reconocer aquellas que ya estaban contenidas en las páginas precedentes; sólo si su última revelación, a despecho de toda apariencia opuesta, no deja de ser otra cosa más que una “repetición”, precisamente.


1. Transcurso cronológico, orden temporal

Potencia y acto son dos conceptos imprescindibles para toda reflexión sobre la temporalidad. Este complejo constituye, según Aristóteles, la fuente y garantía del devenir. Implicándose recíprocamente ambos términos permanecen distintos, irreductibles el uno al otro: por esto, algo que no existe puede todavía tener iniciación, mientras que algo que existe puede todavía finalizar; por esto, los entes se alteran, mutan, transcurren. Si el ser potencial coincidiese con el actual, “toda generación y corrupción de las cosas sería absolutamente imposible (…) y sería falso hablar de cosas pasadas y futuras”. 
Potencia y acto son la matriz del devenir porque su relación, que se identifica con su diferencia, es, en sí misma, una relación (o una diferencia temporal). Potencial es aquello que no es ahora en acto (pero puede serlo); actual es aquello que ya no está más en potencia (pero ha estado). Este par exhibe la articulación de anterior y posterior, precedente y sucesivo, pasado y presente. Los dos modos de ser se distinguen como antes y después, en base a las diversas posiciones que ocupan en el flujo del tiempo. La posición temporal de cada término no es estable por un cómputo objetivo mediante el reloj o el calendario, sino que depende únicamente de la posición del otro: se correlacionan por oposición. La potencia es potencia en referencia a un acto determinado, como lo anterior es anterior en referencia a un cierto posterior. Potencia y acto, distinguiéndose en cuanto “antes” y “después”, se definen recíprocamente. No se puede explicar qué es el acto si se lo separa de la potencia: por los mismos motivos que impiden la comprensión del “después” sin un implícito acercamiento al “antes”.
Decir que potencia y acto son conceptos temporales es una afirmación indudable, pero equívoca. En efecto, nos hallamos súbitamente ante una alternativa (un poco escolástica, ciertamente, pero no por ello menos difícil de superar). ¿Potencia y acto se instalan en el tiempo, inscribiéndose como “antes” y “después” empíricos al interior de la sucesión cronológica? ¿O estructuran y extienden el tiempo en cuanto tal, ordenándolo según el doble eje del “antes” y el “después”? ¿Se suceden en calidad de anterior y posterior, o abren (y cuajan en sí mismos) las dimensiones de la anterioridad y de la posteridad, por las que se definen todas las sucesiones? ¿Están articulados temporalmente, o instituyen ellos mismos las articulaciones a las que parecen sujetos? En síntesis: ¿se trata de conceptos temporalizados, o de conceptos temporalizantes?
Nada sería más erróneo que propender unilateralmente por una de estas dos interpretaciones. Ya que son el presupuesto del devenir, potencia y acto no se componen para el papel de simples fenómenos hechos. Por otra parte, ya que se disponen también en la secuencia cronológica, ocupando un lugar empíricamente determinable, no son meros vestigios de un “tiempo originario”, extraño a la experiencia temporalizada. Las buenas razones a favor de un aspecto, por numerosas e incontrastables que sean, no eliden a aquellas que corroboran al aspecto contrario. Lo que realmente cuenta es, por lo tanto, esta ambigüedad. La afirmación equívoca sobre la filigrana temporal de los conceptos de potencia y acto resulta, finalmente, más detallada que presumir de una precisión en un solo sentido.
Potencia y acto son tan temporalizados como temporalizantes. Ocupan una cierta posición en el devanarse del tiempo, pero, por otra parte, determinan su propio posicionamiento. Tienen que ver tanto con la sucesión cronológica como con el orden temporal. Pero constatar su naturaleza anfibia no es, todavía, suficiente. De por sí, la suma de los diversos aspectos no es más esclarecedora del perentorio aut-aut , que, en cambio, los bifurca y contrapone. El punto decisivo reside, más bien, en averiguar cual es el nexo entre la manera específica mediante la cual potencia y acto caen en el tiempo, y la manera igualmente específica por la cual determinan el tiempo. Punto decisivo éste, a la luz de la siguiente hipótesis: el par en cuestión no es sólo temporalizado ni sólo temporalizante, porque su peculiar contenido consiste precisamente en la articulación o intersección de los dos partes. Dicho de otro modo: la relación entre potencia y acto es, sobre todo, una relación entre la sucesión cronológica y el orden temporal, posición y posicionamiento, “antes” (o “luego”) empírico y horizonte de la anterioridad (o de la posteridad). De modo que, en tal relación, más aún que un cierto recorrido y un cierto ordenar, necesitamos enfocar el orden de aquello que transcurre y la sucesión de aquello que ordena.


2. Presencia e inactualidad

El acto sucede siempre en el tiempo. Todo acto singular está situado cronológicamente, es decir, resulta anterior o posterior o concomitante a algún otro acto. Se introduce en la sucesión y converge en la simultaneidad. Pertenece a una serie (la serie de los actos que, sucediéndose, se correlacionan con diversos “ahora”) y concurre a la formación de un conjunto (el conjunto de los actos que, coexistiendo, se correlacionan a un único y mismo “ahora”). El acto sucede en el tiempo porque se identifica con un “ahora” y lo cualifica; porque es, en sí mismo, un índice del presente. Escribe Aristóteles: “el acto es el existir de la cosa, no sin embargo en el sentido en que decimos que es en potencia: (…) llamamos pensador también a aquel que no está especulando, aunque tenga capacidad de especular; pero llamamos acto al otro modo de ser de la cosa”.   Este modo de ser ulterior se resuelve en una determinación temporal: el pensador en acto es aquel que, además de tener la facultad de meditar, está meditando en este momento. Lo actual es a lo potencial como el ahora al no-ahora, la presencia a la latencia, un lapso de tiempo circunscrito y mensurable a una duración indefinida.
Ser en acto significa ser presente. El vocablo “actualidad”, que en el uso común indica el momento en el cual se está, hoy ha suscitado las quejas de los puristas, ya que, en base a su proveniencia de actualitas (es decir, de energheia, “acto”), debería designar ante todo al cumplimiento de una posibilidad, la manifestación de una facultad, en suma, una realización. Sin embargo, debajo del perfil conceptual, este deslizamiento de una acepción a la otra es totalmente claro. En el término “actualidad” necesitamos tomar el vínculo convincente entre el “ahora” y la salida de un estado de potencialidad. Sólo aquello que se actúa es, plenamente, actual. Los actos ganan la prerrogativa temporal de la presencia en virtud de su relación negativa con el ser potencial (el cual, en cambio, es siempre latente o inactual). Justamente porque ya no son más potencia (y por lo tanto, ya no son un no-ahora), ellos se instalan en la sucesión cronológica como tantos “ahora”, estableciendo relaciones recíprocas de anterioridad y posterioridad. Cualquiera sea el lugar que ocupe en el flujo del tiempo, el acto se reserva el carácter de “ahora”, mantiene inalterada la marca de la presencia (contrapuesta a la latencia de lo potencial, no ya al ayer o al mañana). El pasado cronológico está constituido de antigua actualidad; el futuro, de actualidad por venir. La memoria y la espera de un acto son, de todos modos, memoria y espera de aquello que fue o será esencialmente presente.
El acto es siempre objeto de una percepción. Pero la percepción de un acto es siempre, en primer lugar, percepción de una posición o de un aspecto temporal. Si se asiste a un evento (por ejemplo, a la construcción de una casa) sin observar las categorías de potencia y acto, se tendrá una percepción bien definida bajo el perfil del contenido; pero si el evento al cual se asiste es sobreentendido como un acto (es decir como algo que ha dejado de ser potencial), el punto sobresaliente ya no es más la presencia de una percepción, sino la percepción de la presencia. Del mismo modo, si nos referimos a una serie de eventos concatenados (por ejemplo, a las notas de la melodía que estoy escuchando) como a una serie de progresivas actuaciones, no se trata tanto de una sucesión de percepciones como de la percepción de la sucesión. El concepto de acto, explicitando la presencia o actualidad de todo evento, ofrece a la percepción el esquema para figurarse al “ahora” como tal (o la sucesión de los “ahora”).
Un problema es la temporalidad de la potencia. Pues esta última, de por sí, no sucede en el tiempo. ¿Cuál sería, efectivamente, la unidad de medida cronológica requerida para calcular aquel constante no-ahora en que consiste la potencia? ¿Qué lugar ocupan, en el fluir de los “ahora”, la capacidad de caminar o de construir, la facultad de pensar o de hablar, la disposición a padecer el frío o a gozar placeres? Parece excluida una respuesta circunstanciada y coherente. Es cierto, naturalmente, que en muchos casos somos propensos a colocar la potencia en la sucesión empírica, representándola como algo que era “inmediatamente antes” (el calor respecto de la quemadura), o un duro “aún” (la facultad de procrear en un hombre anciano), o aparecerá “después”. Más aún: no es difícil constatar que la ubicación del ser potencial en un tiempo determinado es la consecuencia de un calamitoso quid pro quo: ella ocurre, de hecho, siempre que este ser es asimilado a…un ser actual.
Si un ente en acto (un bloque de mármol) es considerado también, desde otra perspectiva, algo virtual (una estatua esculpida), puede decirse que tal virtualidad ocurre en el tiempo. Bien mirado, sin embargo, el mármol está situado en la sucesión cronológica sólo por aquello que posee de actual. La fecha, atribuida injustamente al ser potencial, pertenece en realidad al acto con el cual aquel convive: un acto cualquiera, obviamente anterior o posterior a los semejantes. Además, la potencia parece situada en un tiempo determinado en cuanto su concepto sea próximo, y hasta yuxtapuesto, a aquel de causa o a ese otro de efecto. La relación causal, que sin duda implica una articulación cronológica, no concierne a la potencia sino tan sólo a dos o más actos. Escribe Aristóteles: “el hombre deriva de un hombre en acto, el músico de un músico en acto; hay siempre un motor que precede, y ese motor debe ser un acto”.   Si ciertamente no es causa de algo, tampoco puede decirse que la potencia se insinúa en el tiempo con la semblanza del efecto. El resultado de la generación no es un hombre potencial, sino un niño en acto. También el efecto, en cuanto tal, es siempre una perfecta actualidad. La potencia es presupuesta o colateral a la cadena causal, la rodea como un halo, hace de trasfondo a su desenvolvimiento: pero de ningún modo es un estadio o un componente.
La potencia, de por sí, no cae en el tiempo. Su orden – integralmente temporal, pero, por lo dicho, no cronológico – escapa de quien pretende aferrarlo con un repentino golpe de mano. Es conveniente limitarnos por el momento a algunas observaciones intuitivas, alguna de las cuales será reanudada más adelante, analizada a fondo y radicalizada. Preguntémonos cómo se le aparece a un pensador su propia facultad de pensar. Es realmente invencible la impresión de que ella precede, acompaña y sigue a toda meditación particular. Igualmente, el poder-caminar parece subsistir antes, y también durante y después de una caminata efectiva. Y también, el poder-decir es advertido como aquello que resta mientras los sucesivos actos de palabra se disipan. La facultad se asemeja a una duración uniforme, a un continuum que envuelve y circunscribe la unidad discreta, es decir, las realizaciones particulares. Una duración extraña, sin embargo: ya que no está más presente, el poder-hablar no se extiende a través de una multiplicidad de “ahora”, ni por consiguiente se deja descomponer (y mezclar) en lapsos de tiempo. Si el acto es el “ahora”, la potencia es el “siempre”; lábil el primero, permanente la segunda. Por ello, a propósito del ser potencial, “siempre” no significa presencia perenne, sino perenne inactualidad. La potencia es el persistente no-ahora contra el cual se recortan los diversos hic et nunc, la latencia inmutable que constituye el horizonte (o contexto) de todo evento datable.
¿Pero qué cosa permanece sin ser nunca actual? Manteniéndonos en el ámbito de consideraciones preliminares, es válido arriesgar una indicación unívoca. Lo que perdura como no-ahora es el tiempo en su conjunto, el tiempo en cuanto un todo unitario, el tiempo por entero, en cuyo interior se dan sucesiones y simultaneidades. Él consiente el devenir y el cambio, pero, en sí mismo, permanece y no muta. No se instala ciertamente en un “ahora” específico, pero ni siquiera equivale a la suma total de los “ahora” reales. Si actuase, el tiempo íntegro poseería una extensión y una sucesión cronológica, como asimismo una miríada de fechas: en suma, entraría, a su vez, en el tiempo. Sólo porque es potencial, vale decir, perennemente inactual, el tiempo en su conjunto no postula un “tiempo antes del tiempo” (y luego otro, y también otro, siguiendo la ruta de regreso al infinito).
Agostino d´Ippona, queriendo representar el devenir con una similitud inevitablemente claudicante, parangona la totalidad del tiempo a un texto legible, y los tiempos determinados a la parte de él que, poco a poco, se vienen leyendo (o cuya lectura efectiva es anticipada en la espera). “Quiero recitar un himno que conozco: antes de comenzar dirijo toda mi atención al conjunto: una vez comenzado, cuanto voy tomando para transferirlo al pasado, tanto entra en el ámbito de la memoria por la parte recitada como en la espera por aquella a recitar: pero es presente mi atención que hace fluir hacia el pasado aquello que era el futuro. (…) Aquello que sucede en el complejo del himno (…) sucede en toda la vida del hombre, constituida de tantas partes como acciones hay, sucede en el sucederse de las generaciones humanas, de las cuales forman parte todas las vidas individuales de los hombres”.   No el cúmulo de trozos recitados es el tiempo entero, sino el himno inactual (es decir, tan sólo recitable) es al que se refiere Agustín cuando escribe: “antes de comenzar dirijo toda mi atención al conjunto”. Esto que vale para el himno también vale para cualquier potencia. Si la totalidad del tiempo exige venir reconocido como un ser potencial, todo ser potencial, por conversión, lleva en sí la imagen de la totalidad del tiempo.
Respecto de un acto de una clase dada (un paseo, una meditación, un discurso), la potencia correspondiente (la facultad de caminar, de pensar, de hablar) delinea la constante inactualidad del tiempo total. No es posible concebir al acto separado de la potencia, porque no se puede determinar una posición en la sucesión cronológica sin tener en mente a la permanencia de tiempo en su complejo; y, viceversa, no se puede concebir a la potencia separadamente del acto porque no es posible imaginar al tiempo en su complejo si no a partir de una ubicación en tránsito en el tiempo. No debe pasar inadvertido el aspecto crucial del asunto, destinado a múltiples profundizaciones: el potencial es permanente, lo permanente es potencial.
La potencia no es percibida. En cuanto inactualidad duradera (o no-ahora que persiste), ella es, más bien, objeto de la memoria. Cuando parangona el tiempo entero a un himno potencial, Agustín precisa: “un himno que conozco”. Se trata, por lo tanto, de un texto a revocar. Es evidente aún que resulta necesario distinguir con cuidado el recuerdo de una actualidad antigua (perteneciente al pasado cronológico) del recuerdo de aquello que ya no es más presente (porque es irrevocablemente inactual). Acordarse de la potencia significa acordarse del tiempo total en el cual caen tanto el “ahora” que fue como el “ahora” que es aquel que será. Un recuerdo tal flanquea y corta toda actualidad percibida, no importa si pasada, presente o futura. Más aún si se dice que el acto procura a la percepción el esquema para representar el “ahora”. Aquí es conveniente añadir que, por su parte, la potencia constituye el esquema mediante el cual la memoria alcanza al tiempo como un todo unitario.



3. “Los seres eternos son anteriores a los corruptibles”

El singular estatuto de la potencia también es testificado, aunque tangencialmente, por Aristóteles. Para aquel que cuida la sucesión cronológica (tù crÒnù), éste admite una ambivalencia fundamental: el ser potencial precede al ser actual, y, además, no es precedido; viene “antes”, y también “después”. Resulta anterior si se considera a un individuo singular; posterior cuando se tome en examine a una serie (o, mejor, una especie) de individuos. Escribe Aristóteles: “De este hombre particular (…) y de este trigo particular y de este ojo particular que está viendo, en orden temporal viene primero la materia, la semilla y la posibilidad de ver, que son hombre y grano y vidente en potencia y no ahora en acto. Más a éstos son anteriores, siempre en orden temporal, otros seres (de la misma especie) ya en acto, de los cuales éstos derivan: en efecto, el ser en acto deriva del ser en potencia siempre por obra de otro ser ya en acto”.   Hasta que queda arraigada en la cronología, la ambivalencia no hace más que reproducirse, sin ningún éxito resolutivo. La potencia parece inevitablemente anterior y posterior en un modo, pero también en el opuesto, porque, efectivamente, ninguno de los dos atributos le sienta bien: no pareciéndose en nada a un hecho determinado, ella no está situada en un “ahora” comprobable y, pues, se excede de la sucesión cronológica. La interminable oscilación entre un “antes” y un “después” señala (y al mismo tiempo oculta) su extrañeza radical a la secuencia empírica del “antes” y el “después”. Siempre doble y siempre equívoca, aparece la ubicación en el tiempo de esto que, de por sí, no cae en el tiempo.
Más allá de “como el tiempo” (tù crÒnù), Aristóteles analiza la relación entre potencia y acto desde otros dos puntos de vista ulteriores: “según la noción” (o el discurso: tù lÒgù) y “según la esencia” (tÈ oÙs…´). El cambio de perspectiva disuelve toda ambivalencia, ya que permite afirmar sin reserva la prioridad del acto respecto de la potencia, prioridad lógica en un caso (tù lÒgù), prioridad ontológica en el otro (tÈ oÙs…´). Sería un error, sin embargo, creer que Aristóteles deja de ocuparse del tiempo cuando discute sobre la noción y la esencia. Por el contrario, en tales temas se ocupa a fondo. Sólo que, ahora, ya no está en juego la sucesión cronológica, sino el orden temporal; no más la posición recíproca de la potencia y el acto en el devenir, sino el modo en el cual este par en su complejo fundan y articulan el mismo devenir; no más la fisonomía temporalizada de los dos términos, sino su vocación temporalizante.
La tesis sobre la prioridad lógica y ontológica del acto, al expatriarse del ámbito de la cronología, prolonga y dilata aún más un aspecto ya emergido en el examen de la sucesión cronológica. Se ha visto que, para Aristóteles, el ser actual precede al ser potencial en el flujo del tiempo, si no se toma al individuo particular sino a la serie de individuos. Cualquier ente deriva de otro ente, ya en acto, de la misma especie; la semilla es sucesiva a una planta completa en cuanto es el producto. La anterioridad cronológica del acto, referida como tal a la serie o a la especie, es la anterioridad típica de una causa: ya que el acto-causa viene primero en el tiempo que el acto-efecto, parece anteponerse también a la potencialidad innata de este último. Pues bien, las argumentaciones “según la noción” y “según la esencia”, que apuntan al orden temporal, radicalizan desmedidamente la aplicación del criterio causal a la relación entre potencia y acto.
Veamos preliminarmente cual es el problema con el cual se mide esta aplicación radicalizada. Ya se ha observado que la causalidad implica dos actos, no a la potencia. La relación entre causa y efecto es una relación entre diferentes “ahora”, uno sucesivo al otro; aquella de la potencia con el acto es, por su parte, una relación entre no-ya y un “ahora” particular, inactualidad y presencia. Aunque estrechamente entrelazadas, las dos parejas son heterogéneas e inconmensurables. Se disponen como ejes perpendiculares, al modo de abscisa y ordenada: el evento presente, punto de intersección de la perpendicular, es conectable tanto a su causa (un “ahora” anterior), como a su potencia (una duradera inactualidad). Lejos de cambiar al ser potencial por un efecto, Aristóteles busca ante todo incluir toda la relación entre inactualidad y presencia en el interior de las conexiones causales, engastando el no-ya en la serie de los “ahora” (“el ser en acto deriva del ser en potencia siempre por obra de otro ser ya en acto”). Por debajo del perfil cronológico, esta inclusión resulta, sin embargo, provisoria y controversial. Para conferirle una validez incondicional es preciso mostrar que al menos en algún caso (o al menos por ciertos aspectos) el eje de la causalidad no es entrecruzado por el eje de la potencialidad; que es un “ahora” liberado del “no-ya”. Es preciso, en suma, tornar manifiesta una asimetría entre las dos perpendiculares en lo concerniente al orden temporal.
El argumento “según la noción” (tù lÒgù) es sólo una etapa intermedia en este recorrido. Para Aristóteles, la potencia no es más que “esto que posee capacidad de pasar al acto”;   nada más, por lo tanto, que la contrafigura defectuosa de un acto determinado. Por ello, de la potencia no hay definición ni nombre allí donde falta un conocimiento preventivo del acto correspondiente (es necesario tener previamente una noción de la planta para saber qué cosa es la semilla). Reducido a un casi-ya (o sea a un hecho eventual), el no-ya es comprensible solamente a partir de la particular actualidad a la que parece tender. La causalidad es aquí transpuesta sobre el plano del aprendizaje: el concepto del acto es siempre anterior al concepto de la potencia porque es la matriz o, precisamente, la causa. A diferencia de aquella cronológica, la prioridad lógica del acto es unívoca e irreversible: mira nuevamente, también, al individuo particular (o, mejor dicho, a su “noción”).
La base del argumento “según la esencia” (tÈ oÙs…´) es la discusión sobre el “primer motor”, esto es, sobre la iniciación absoluta de la cadena causal. El movimiento circular de las esferas celestes es continuo, inalterable, eterno; así, sin pausa ni prisa, es el tiempo; éste y aquellas son, por el contrario, idénticos: “es imposible que el movimiento se engendre o se corrompa, porque es siempre estado; no es posible que se genere o corrompa el tiempo, porque no podría ser el antes y el después si no existiese el tiempo (…); el tiempo o es lo mismo que el movimiento o es una característica del mismo”.   El tiempo-movimiento presupone un “principio motor”, algo eterno e incorruptible que lo produzca.   Este motor debe estar siempre en acto, pues de otro modo el tiempo-movimiento se interrumpiría. Más aún: es necesario que sea tan solo en acto, es decir que no contenga nada de potencial (de hecho “es posible que aquello que es en potencia no pase al acto”)   Aquí tenemos pues un acto que, estando privado de potencia, se jacta de una empalagosa anterioridad en la confrontación con la propia relación entre potencia y acto. Aquí hay un “ahora” que, evitando cualquier mezcla con el no-ya, precede a toda la trampa entre no-ya y “ahora”, inactualidad y presencia. Todas las intersecciones entre las dos perpendiculares heterogéneas (causa/efecto y potencia/acto) son colocadas después de la iniciación de aquella, impresa en la causalidad, ya que tal iniciación, o sea el “primer motor”, produce el tiempo-movimiento en el cual estarán luego las propias intersecciones. Ausente del acto-causa que funda el tiempo en su conjunto, la potencia queda confinada en una posterioridad radical: “los seres eternos son anteriores a los corruptibles (…) y nada que es en potencia es eterno”. 
Por un lado, el análisis basado en la “noción” y en la “esencia”, que apunta directamente a la estructura de la temporalidad, probando identificar una anterioridad no relativa; por otro, el reconocimiento de la sucesión cronológica, de la oscilación sin fin que le es connatural. Subrayar los desechos entre ambos ámbitos no basta; al contrario, es hasta empalagoso. Mucho más importante es entender cómo ellos se contaminan y se sostienen recíprocamente.
La tesis aristotélica sobre la prioridad lógica y ontológica del acto es el intento de dar cuenta del orden temporal mediante un concepto que pertenece, sin embargo, sólo a aquello que se inscribe en el tiempo, transcurre, está provisto de fecha. La índole temporalizante de la relación entre no-ya potencial y “ahora” actual se expresa girando sobre el término que en ella indica únicamente algo temporalizado. Es cierto que el acto, elevado al rango de primera causa, gana la prerrogativa de la eternidad. Pero como “acto” es sinónimo de presencia puntual, equivaliendo por lo tanto a una posición definida en el devenir, esta eternidad no es otra más que una imagen transfigurada del “ahora” cronológico. El acto eterno es un presente reiterado, un “precisamente ya” que permanece, un fragmento de tiempo llamado a sostener a la totalidad del tiempo.
Volvamos por un momento al argumento “según la cronología” (tù crÒnù). Éste se distingue de los otros dos (tù lÒgù y tÈ oÙs…´) porque es el único en el cual la potencia es, por ciertos aspectos, anterior al acto. Es cierto que ni bien se presta atención a la serie de los individuos, tal anterioridad se relativiza: pero la atención a la serie no es un indicio o un reverbero de los argumentos “según la noción” y “según la esencia”, puesto que, junto a estos últimos, le otorga un peso preponderante a la causalidad. Solo la condición del individuo particular exhibe la relación cronológica entre potencia y acto en toda su pureza: es decir, por fuera de toda interferencia por parte de la concatenación causal. Y la potencia, en el individuo particular, viene antes que el acto.
Se puede decir que, para Aristóteles, el orden temporal marca la prioridad del acto, mientras que el signo característico del transcurso cronológico reside ante todo en la anterioridad de la potencia. Es una situación algo paradójica, que contradice e invierte las conclusiones de la observación intuitiva. La potencia, que no posee una ubicación determinada en el tiempo (siendo constantemente no-ya), parece preceder al acto en el interior de la sucesión cronológica. Por el contrario, el acto, siempre ubicado en el tiempo, parece antepuesto a la potencia si se considera a la estructura de la temporalidad, puesto que toma el aspecto de un acto eterno (fundamento o “motor” del tiempo en su conjunto). No es difícil reconocer una fuerte complicidad entre ambos lados de la cuestión. La captura de la potencia en la cronología es la raíz de la supremacía del acto desde la perspectiva ontológica-temporal. Si la potencia no fuese tomada por un antecedente en la sucesión del individuo particular, (es decir, por un no-ya que prefigura un “ahora” definido), no sería reducible a la condición de consecuente en el orden temporal. Su destino ya está decidido cuando el no-ya es concebido como casi-ya o no-ahora-ya, vale decir, como incubación de una actualidad precisa. La representación del modo en el cual potencia y acto caen en el tiempo perjudica fatalmente la representación del modo en el cual ellos determinan el tiempo: por lo tanto, no se puede refutar la prioridad ontológico-temporal del acto sin refutar también la anterioridad cronológica de la potencia.
En vista de esta refutación, conviene detenerse sobre el significado de “ser potencial”. En efecto, es un concepto estrecho de potencia aquel que la reconoce como una aproximación deficitaria del acto (o como un acto fantasma), para permitir su captura en la cronología.


4. Potencia irrealizable

Una persistente equivocación induce a creer que la potencia es un acto potencial y que el acto, en consecuencia, es una potencia actuada. Se equipara así la facultad a una acción hipotética, la motilidad a un gesto aún no realizado, el intelecto a un pensamiento latente, la fuerza de trabajo a una operación virtual. En realidad, se considera así sólo a un acto: acto anunciado, de aspecto desteñido o estilizado, pero no por ello menos acto, no facultad. Además, gracias a esta equivocación, se da por descontado que la potencia tiende siempre a realizarse, es decir, a no ser más potencia. Parece insensato afirmar que un hecho es posible, pero ya nunca más será.   Por ello, aquello de lo que se postula la realización (o al menos la realizabilidad) no es la potencia en sí, sino únicamente el acto potencial, el casi-acto, la larva del acto: o bien, algo que ni sea concebible si no se imaginara anticipadamente la realidad efectiva. La persistente equivocación es tanto la premisa como el resultado de la inclusión de la potencia en la sucesión cronológica. Si se reduce a acto potencial, la potencia es datable (un discurso hipotético posee su hora en determinada asamblea pública). Y viceversa: la potencia es reducible a acto potencial porque se le atribuye un tiempo determinado, es decir, una fecha. Cada uno de los dos lados implica al otro y, conjuntamente, están implicados: como sucede en todo círculo que se respete.
La potencia no es un acto potencial. Y del mismo modo, el acto no es una potencia actuada. Consideremos tres niveles distintos: (a) la facultad del lenguaje, es decir, el simple y puro poder-decir, la disposición genérica a significar y a comunicar; (b) una o más enunciaciones virtuales, como por ejemplo: las frases amorosas anidadas en los meandros de la lengua; (c) el acto de la palabra, siempre único e irrepetible, que realiza esta o aquella enunciación virtual. Pues bien, el pasaje de (b) a (c) no tiene nada que ver con la relación entre potencia y acto: se tiende a pensar lo contrario sólo porque se descuida o se entiende mal el peculiar estatuto de (a). Tanto (b) como (c) ostentan, aunque con distinta intensidad, el modo de ser de la presencia: el acto real es un “ahora”, el potencial un casi-ahora. El modo de ser de la facultad, por su lado, está marcado por una duradera inactualidad. Mientras (b) posee la estructura de un evento actual, aunque no existe ahora, (a) existe seguramente, pero permanece siempre no-presente. La potencia se distingue de una acción eventual no menos que de una efectiva; (a) se opone de igual modo a (b) y a (c).
La relación entre potencia y acto – (a) por una parte, (b) y (c) por otra – es una relación negativa, que gira alrededor de una diferencia temporal (no-ya y “ahora”) que sería en vano pretender redondear. El acto encaja con la presencia, o sea con el “ahora” porque niega al constante no-ya que subyace en el fondo. Presente es aquello que diverge de la inactualidad de la potencia (no ya lo que viene contrapuesto al pasado y al futuro del calendario). Admitamos como hipótesis que la potencia (el no-ya) sea sólo un acto eventual (un casi-ya o no-todavía-ya): en tal caso, nos conviene presuponer otra potencia, o sea otro no-ya, que haga de correlato negativo tanto al “ahora” del acto como al casi-ya de la primer potencia. Pero aún, según esta hipótesis, también la potencia de segundo grado es un acto eventual, y el nuevo no-ya sólo un “ahora” diferido. Resulta necesario, por ende, introducir una potencia ulterior como fondo heterogéneo contra el cual resalte la actualidad real e hipotética. Y así seguiríamos hasta el infinito. Basta con esto para convencernos de que la diferencia temporal entre potencia y acto no es provisoria ni atenuable; que el no-ya no es un casi-ya destinado a transformarse antes o después en un “ahora”.

Comentario. El desvío que separa al concepto de “potencia” del de “acto potencial” se manifiesta con inigualable radicalidad allí en el lenguaje. El producir una bifurcación particularmente nítida no es una recóndita prerrogativa del poder-decir, sino el relieve autónomo que pertenece a la lengua, o sea al complejo de las enunciaciones virtuales. Sólo en el ámbito lingüístico ocurre que los actos potenciales configuran un sistema cohesivo y homogéneo, dotado de confines seguros. El valor de cada elemento particular de la lengua consiste únicamente, según Saussure, en aquello que lo diferencia de todos los otros: “nunca un fragmento de lengua podrá ser fundado sobre algo distinto a su no-coincidencia con el resto”.  Compacto y autosuficiente como es, el sistema de los actos lingüísticos potenciales no se deja confundir con la capacidad genérica de hablar, ni con las enunciaciones realmente proferidas. Saussure insiste más adelante sobre esta doble discriminación: “la lengua es un conjunto de convenciones necesarias, adoptadas por el cuerpo social para consentir el empleo de la facultad del lenguaje por parte de los individuos. La facultad del lenguaje es un hecho distinto de la lengua, pero no puede demostrarlo sin ella. Con lengua se designa al acto individual que realiza la facultad por medio de aquella convención social que es el lenguaje”   La langue excluye de sí tanto a la potencia propiamente dicha como al acto. Y así permite entender, aunque sea por contraste, la auténtica naturaleza de ambos. El que desee indagar la potencia y el acto, y su relación, debe dejar la langue. O, si se trata de otras facultades diferentes al poder-decir (por ejemplo, la fuerza de trabajo, la memoria, etc.) debe dejar los equivalentes débiles de la langue, o sea los agregados de actos potenciales que no pueden jactarse del rango de sistema (trabajos eventuales, recuerdos latentes, etc.). Una última observación. Cuando se señala la relación temporal entre langue y palabra, Saussure comparte de hecho la tesis aritotélica sobre la prioridad del acto: “históricamente, el fenómeno de la palabra precede siempre”.   Pero el término posterior, aquel que siempre sigue, no es la potencia, sino el acto potencial, la langue en este caso. Pero tampoco en Aristóteles, con quien concuerda Saussure, esto es así. Queda al margen, tanto en Saussure como en Aristóteles, la relación temporal entre facultad del lenguaje (potencia en sentido estricto) y acto de palabra; es decir, entre las dos polaridades que exceden a la langue.

Una facultad no es fraccionable: el poder-pensar no se subdivide en alícuotas, ni hay porcentajes del poder-decir. El acto único de pensamiento o de palabra, por desaliñado que sea, tiene siempre que ver con toda la potencia correspondiente. Cuando pido una información a un transeúnte movilizo la facultad del lenguaje en toda su complejidad, no en alguna porción reducida de ella. La potencia es indeterminada, genérica, informe, y por lo tanto radicalmente disímil de un acto potencial, porque es un todo sin partes. Y es un todo sin partes porque no está nunca desplegada. El desplegamiento implicaría, de hecho, una progresión en el tiempo, el tránsito del menos al más, grados desiguales de plenitud, un comienzo de actuación: en síntesis, el abandono del estado de potencialidad. Indivisibilidad y contracción son predicados analíticos de cualquier facultad, requisitos irrenunciables del no-ya. Completamente distinta es, por otra parte, la forma lógica del ser actual. Todo acto determinado es descomponible en un cierto número de elementos o de fases; además, es parte de un conjunto constituido de actos efectivos y virtuales de la misma especie. Este conjunto que reagrupa a una multiplicidad de miembros, a su vez fraccionables, no posee una magnitud común con el todo indiviso en que consiste la facultad: en consecuencia no lo representa ni lo realiza. La clase de las enunciaciones no equivale en ningún sentido al poder-decir.
La relación entre facultad y ejecución se asemeja a aquella entre el número irracional, nunca expresable mediante una fracción, y el número racional, que pertenece siempre al doble papel de cociente y de múltiplo. Examinada desde la perspectiva del acto (número racional), la potencia (número irracional) es infinita: cualquier intento de dividirla en partes está condenado a continuar una y otra vez, interminablemente. Respecto a la serie de las enunciaciones, el poder-decir bosqueja al infinito. No se trata, sin embargo, de un infinito tendencial, como aquel relacionado con el desarrollo ilimitado de la clase de los números racionales o al crecimiento inagotable de un conjunto de actos. La potencia es el infinito dado por entero, que flanquea e intersecciona a cada actualidad particular, a cada miembro finito de una cierta clase o de un cierto conjunto. El poder-decir, como todo indiviso, coexiste con cada una de las enunciaciones particulares: he aquí el correlato inconmensurable o “irracional”. Aristóteles le asigna al infinito una potencia sui generis, anómala y paradójica, pues no se convierte en un acto: “el infinito no es en potencia en el sentido en que pueda ponerse en acto una realidad de por sí subsistente (…) ya que el hecho de que el proceso de división no termine nunca hace que esta actividad exista como potencia, pero no que exista como realidad separada”.   Sin embargo, parece oportuno modificar los términos de la cuestión. La excepción es la regla. Antes que tomar al infinito por una potencia específica de connotaciones excéntricas, conviene reconocer en toda potencia ordinaria al perfil del infinito. Toda facultad no deja jamás de ser tal, persiste en la inactualidad, es refractaria a las conmutaciones. El punto crucial no está en absoluto en fantasear con una potencia sin actos, sino en admitir que los actos no cumplen la potencia, no nos ofrecen una versión fiel, ni siquiera aproximada, no son, en síntesis, potencia actuada. El poder-decir está asociado, obviamente, a proferimientos concretos: pero los pronunciamientos no traducen en su propio orden, al infinito ínsito al poder-decir.
La potencia, no siendo un esbozo o una contrafigura espectral del acto, nunca es realizada por éste último. Más que inactual, ella es, también inactuable. En la primera parte del libro hemos repetido muchas veces que las performances no hacen de fondo de las respectivas facultades, que la palabra dicha da cumplimento a la lengua en un modo siempre parcial e incompleto, que la fuerza de trabajo excede a la tarea realmente ejecutada. En el duradero salto entre potencia y acto se reconoce, por el contrario, la raíz de la praxis histórica. Ahora es indispensable un agregado que precise y corrija las argumentaciones precedentes. Los actos no agotan la potencia por el simple motivo de que no la mellan en lo más mínimo; no la actúan completamente porque, efectivamente, nunca comienzan a actuarla. Es el mismo concepto de “realización” el que debe ser puesto en duda.
Para hablar sensatamente de su traducción en un complejo de hechos cumplidos, sería necesario que la facultad, al pasar a las diversas formas de existencia, mantuviese inalterados sus propios requisitos esenciales. Es decir, sería preciso que actuase como facultad genérica, indivisa, sin fechas. Pero no es concebible una enunciación determinada que sea un amorfo poder-decir, ni una actualidad que exhiba al no-ya como tal. Lejos de realizarla, el acto niega la potencia. No es el desarrollo ni tampoco la metamorfosis, sino el límite. La enunciación coloca en suspenso por un momento al poder-decir (y dicho momento es el “ahora”), por ello contraviene la perenne latencia, la refuta; la actualidad contrasta con el no-ya, rechazándolo hacia el fondo. Si fuese realizada positivamente, de la potencia no quedarían trazas: el cumplimiento sería lo mismo que la supresión. Pero como es contradicha por el acto, la potencia permanece como ella misma: perdura como potencia irrealizable. Ni transitoria ni retráctil: a la potencia le corresponde la prerrogativa temporal de la permanencia.
Potencia en propio sentido es sólo aquella que testifica la pobreza instintiva del ser humano, su índole indefinida, la constante desorientación que lo caracteriza. Tener la facultad es el signo de una laguna: comprueba la falta de un ambiente prefijado en el cual insertarse con seguridad innata de una vez por todas. A este diagnóstico, cuyo mérito le pertenece a Herder,   se le agrega un corolario importante. La laguna, que se manifiesta como facultad, es una laguna temporal. El ambiente es presencia ininterrumpida, “ahora” consagrado a repetirse; su falta brinda acceso al no-ya, que se evidencia en forma de inactualidad irreversible. La potencia se relaciona íntimamente con la desambientación, de ella representa, por el contrario, el respectivo temporal inmediato. Precisamente por esto conviene excluir del grupo de las auténticas facultades a los instintos especializados mediante los cuales los animales se adhieren a una “esfera vital” circunscripta e inmodificable. Y de dicho grupo conviene excluir también a la capacidad técnica y los hábitos de comportamiento típicamente humanos que, subrogando a la ausencia de impulsos adaptativos unívocos, producen una apariencia artificiosa de “ambiente” estable. Aquellos instintos y estas capacidades o hábitos consisten, sí, en una masa de acciones virtuales determinadas (pensemos en el poder-nadar del cocodrilo o en la pericia para la construcción de una casa). Potencia en sentido propio, no resoluble en un catálogo de actos potenciales porque están vinculados a un ambiente específico, son el lenguaje, el intelecto, la memoria, la fuerza de trabajo, la disposición indiferenciada al placer. Aproximativo, y por ello cuestionable, este elenco comprende facultades absolutamente genéricas, infraccionables, no pasibles de realización: las únicas, por lo tanto, a las que corresponde el nombre de facultad.
Potencia en dicho sentido es también el mundo, si por “mundo” se entiende, con la máxima sobriedad, nada menos que el contexto sensible al cual pertenecen los seres desprovistos de un ambiente definido. Un contexto circunda y envuelve, manteniéndose imperceptible; no está enfrente, sino siempre y solamente alrededor. Nunca reducible a la suma de los eventos y los objetos que lo testifican (o podrían testificarlo), el mundo-contexto es material, pero de una materia informe, bruta, indeterminada, que no se introduce en las representaciones (puesto que no constituye el fondo o el borde).  De tales temas habla Agustín en el libro XII de las Confessioni, cuando se detiene en el estado primigenio del universo, o sea sobre la escena inicial de la creación. La “tierra invisible y caótica” de la cual Dios ha sacado al mundo bien ordenado es “algo que está entre la forma y la nada, no formado y no nada, una sin-forma casi nada”.   El déficit de forma equivale a un déficit de actuación: “aquel no se qué informe, la base sobre la que se suceden las formas en las cosas”,   es una potencialidad perenne. Una potencialidad, cuidado, que no cae en el tiempo: “si no hay forma ni orden, nada llega, nada sucede: y, faltando esto, evidentemente no hay días ni variación ni duración en el tiempo”.   La materia amorfa garantiza “la mutabilidad de las cosas mutables” sin mutar ella misma; “torna posible la percepción y la medida del tiempo”, pero, de por sí, “está fuera de la sucesión del tiempo”.
Las reflexiones de Agustín sobre los versículos del Génesis aíslan y exponen con nitidez un aspecto decisivo de la idea del mundo. La materia informe no es un episodio preliminar, luego superado y recorrido otra vez de nuevo, haciéndose valer en cualquier momento y en las más diversas ocasiones. Ella se entrelaza con aquel “todo en torno” que llamamos contexto. Hacer experiencia del mundo en cuanto contexto significa hacer experiencia del sensible bruto, latente, irrealizado (“no formado y no nada”), extraño a la sucesión cronológica. Contexto y hechos se copertenecen; por ello se implican recíprocamente. Tras ellos, sin embargo, está vigente una discrepancia radical en el modo de ser: potencial y solamente potencial el contexto, reales o realizables los hechos que en él se inscriben. Como ya hemos visto a propósito de la relación entre facultad y ejecución, esta discrepancia es de naturaleza temporal: el mundo es un no-ya (“si no hay forma ni orden, nada llega, nada pasa”) que coexiste con el presente factual, sin ponerse nunca a su vez como presencia, es decir un “ahora”. No-ya es sinónimo temporal de contexto o de un “todo en torno” (o, mejor dicho, un “todo en torno” inconvertible en algo que esté “en frente”). Recíprocamente, contexto es el sinónimo espacial de no-ya. La idea de mundo tiene su epicentro en esta sinonimia.
Concluyamos. Si fuese un acto potencial, la potencia sería posterior al acto real bajo el perfil lógico y ontológico (tù lÒgù y tÈ oÙs…´), mientras que lo precedería en la sucesión cronológica (al menos a aquel que mira otra vez al individuo particular). Pero la potencia no es un acto potencial, no es un casi-ya a punto de acuñarse en la serie de los “ahora”. Indivisible e infinita, la facultad no conoce realizaciones de ninguna clase. Ella es perpetuo no-ya, inactualidad que permanece. ¿En qué medida es factible hablar ahora de anterioridad, posterioridad, simultaneidad, a propósito de aquello que porta la marca de la permanencia? ¿Cómo se configura la relación entre “siempre” potencial y “precisamente ahora” actual, si se mira desde el punto de vista del transcurso cronológico? ¿Y qué otra forma toma la misma relación si se presta atención al orden temporal? Para esbozar una respuesta es preciso antes que nada comprender con precisión el significado peculiar de aquella permanencia que caracteriza al modo de ser de la facultad (y del mundo-contexto). En cuestión, tal vez, no se trata de un permanecer en el tiempo, sino, más radicalmente, el mismo permanecer del tiempo.


5. La incompletud del tiempo

En el capítulo de la Crítica de la razón pura dedicado a la “Analogía de la experiencia”, Kant procura aclarar la manera en la cual llegamos a reconocer al tiempo en general, es decir, al tiempo como un todo unitario “en el cual deben ser pensados todos los cambios de los fenómenos”.   Ese es el presupuesto del hacerse, el ámbito en el cual se devana la sucesión: es por esto que no deviene ni pasa. Todo el tiempo, marcado por la permanencia y la inmovilidad, “no puede ser percibido en sí mismo”. Para representarlo debemos seguir otro camino, contentándonos con una imagen analógica. Del tiempo que “permanece y no muta” da cuenta indirectamente aquello que, en la experiencia empírica, “queda siempre idéntico como sustrato de todo cambio”. Este sustrato presente en los fenómenos, que dura mientras todo lo demás se altera y transcurre, está constituido, según Kant, por la sustancia.   En la sustancia, es decir en el núcleo invariable de los objetos percibidos, hallamos el único término de comparación que posibilita concebir al conjunto del tiempo (de por sí inaccesible a la percepción). Escribe Kant: “lo permanente es el sustrato de la representación empírica del mismo tiempo, en el cual sólo es posible toda determinación temporal. La permanencia expresa en general al tiempo como correlato constante de toda existencia fenoménica, de todo cambio y de toda concomitancia. Ya que el cambio no afecta al tiempo en sí mismo sino sólo a los fenómenos que son en el tiempo”. 
Es cierto que el tiempo, como todo unitario, “”permanece y no cambia”. Y también es cierto que podemos figurárnoslo sólo gracias a una analogía: recurriendo a un aspecto de nuestra experiencia cuyo rasgo saliente sea, por lo señalado, la durabilidad. Pero ¿Cuál es este aspecto que, exhibiendo la propia inalterabilidad, ofrece una imagen perspicua del tiempo en general, o mejor aún, de su persistencia? Sin descontar nada, la respuesta contiene, por el contrario, a la auténtica discriminación. A diferencia de lo que sostiene Kant, “el sustrato de la representación empírica del tiempo” es la potencia, no la sustancia.
Tanto la sustancia como la potencia son permanentes, pero lo son en formas diametralmente opuestas. Ya que es “lo real (…) aquello que permanece siempre idéntico”,   la sustancia continúa subsistiendo en todo “ahora” determinado como una presencia perenne. Ya que no hay ninguna realización, la potencia es, opuestamente, perenne inactualidad, no-ya falto de fecha. Y bien, sólo esta última acepción de permanencia se ajusta al conjunto del tiempo. Ella persiste sin cambio, pero no es nunca presente. De hecho, si fuese actual, el tiempo global sería divisible en períodos más o menos extensos y tendría una sucesión, resultando así indistinguible de aquello que ocurre en el tiempo. Presencia y totalidad están en una relación de mutua exclusión: el tiempo como todo unitario, “en el cual debe ser pensado todo cambio de los fenómenos”, es un incesante no-ya. Se podría decir también que el tiempo todo es siempre anacronístico: en disidencia con la actualidad, extraño a cualquier “ahora”, constantemente fuera de lugar desde el punto de vista cronológico.
¿Qué significa la expresión “el tiempo en su conjunto”? ¿Qué género de totalidad pertenece al tiempo? Consideremos una evidencia fenoménica: parece ser tiempo sólo lo que no está plenamente desplegado, sólo si su actuación es también parcial e incompleta. Esta evidencia, que con frecuencia se traduce apresuradamente como la marca acordada a la dimensión cronológica del porvenir, es la premisa imprescindible para pensar al conjunto del tiempo. Premisa para desarrollar y enmendar en diversos modos, entre sus alternativas: con tal de suscitar, de todos modos, una reacción. Fuerte pero calamitosa es la tentación de hacer coincidir a la totalidad del tiempo con el total desplegamiento de aquello, abrogando pues por el “no” en la fórmula intuitiva de “no plenamente realizado”. La incompletud es, sin embargo, un carácter definitorio de aquello que se quiere aferrar en su conjunto: de modo que cuando se habla de un todo completo, es cierto que no se está hablando de todo el tiempo. La actuación compete, efectivamente, a cuanto ocurre en el tiempo: atribuyéndola al tiempo global sólo se obtiene, por una suerte de némesis burlona, una totalidad rigurosamente no temporal. Por lo tanto ¿Qué otra vía conviene seguir para reconocer al conjunto del tiempo?
La otra posibilidad consiste en secundar sin reservas, al menos antes de comenzar, a la evidencia fenoménica según la cual el tiempo es siempre incompleto. El concepto de totalidad debe conformarse a su contenido, aún a costa de asumir un matiz paradójico: la totalidad de lo incompleto. Es necesario pensar como un todo unitario a cualquier cosa que, en sí, es esencialmente no desplegada, enrevesada, sin actuación. El tiempo es algo entero en cuanto permanece irrealizado (y viceversa: algo es irrealizado en cuanto constituye un entero que “queda y no cambia”) Pero ¿en qué sentido algo incompleto, que está impedido de desplegarse, puede llamarse un todo? Puede decirse tal con una condición: que la falta de desplegamiento no sea relativa ni provisoria, sino absoluta y duradera; que la ausencia de actuación no concierna solamente a una “parte” del tiempo, sino, por lo dicho, al tiempo en su conjunto.   La fórmula intuitiva “no completamente realizado” sufre una corrección opuesta a aquella descripta hace poco: en lugar del “no” queda el “completamente”. Si se adopta como parámetro el grado de actuación (o de actualidad), la totalidad del tiempo muestra ser una totalidad negativa, defectuosa, concebible mediante sustracciones. El tiempo total es irrealizable: no está nunca cumplido porque ni ha comenzado a cumplirse. Su permanencia se basa en su inactualidad: ambos términos son coalicionados e inseparables.
La totalidad del tiempo no es algo distinto a la potencialidad del tiempo. Y esto se debe a que logramos representarnos a esta totalidad solamente acercándola analógicamente a la potencia que ya hemos experimentado efectivamente. Todo el tiempo es reconocido como facultad: pensemos, por ejemplo, en aquel todo sin partes, perennemente inactual, que es el poder-decir. Y el mundo: pensemos en el contexto sensible de la existencia, siempre informe e irrealizado, fondo inalterable de la sucesión cronológica. La potencia, no-ya que persiste, “expresa en general al tiempo como correlativo constante de todo cambio y de toda concomitancia”: en síntesis, de toda actualidad.
El tiempo en su conjunto no es perceptible porque no es presente; por el mismo motivo no es perceptible la potencia. Es de preguntarse si la duradera inactualidad de uno y otro no es debida más bien a la memoria. La pregunta, ya mencionada al comienzo, será examinada en seguida: aquí, a mitad de camino entre la mención y la profundización, parece oportuno bosquejar algunos datos liminares. ¿No es que la potencia, este no-ya gracias al cual nos representamos a la totalidad del tiempo, escapa a la percepción precisamente por el hecho de que pertenece al recuerdo? ¿No es que la facultad y el mundo (como, por otra parte, el tiempo todo) son algo que necesariamente retorna siempre, algo que está consentido realizar sólo con una mirada retrospectiva, algo de lo cual nos auxiliamos? Baste por el momento una observación sumaria. Tras la facultad propiamente dicha habíamos contado con la memoria. Junto con todo el resto, ella es un perpetuo no-ya. Pero a diferencia de las demás facultades, la memoria tiene en el no-ya también su propio campo de aplicación. Además de su modo de ser, la inactualidad es también el objeto de su cuidado. La memoria se ocupa, por lo tanto, de aquella inactualidad en la que consiste, generalmente, la potencia: la evoca y coteja. Por esto la facultad y el mundo (y el tiempo global por analogía) son memorables, objetos de recuerdo y reminiscencia. Por esto, además, la memoria es considerada una metapotencia: porque, en síntesis, es la potencia que tiene abierta una vía de acceso a la otra potencia.
En las argumentaciones apenas esbozadas resalta, sin embargo, una dificultad o, cuanto menos, una pregunta. La memoria acude y reconoce al no-ya, sólo si toma la semblanza del pasado. De modo que para demostrar que la potencia es alcanzada por el recuerdo, no basta con su radical inactualidad: es preciso también que dicha inactualidad posea la forma de pasado. La forma tan solo, por supuesto, no es ciertamente un “ahora” cronológico. Más aún: ¿es lícito identificar al no-ya de la facultad con un “antes”, un “antes” indefinido, sin fecha, no referible en modo alguno a algún antiguo presente? Afirmar que la inactualidad de la potencia posee fragmentos del pasado, y, por lo tanto, es memorable, significa afirmar la absoluta anterioridad (lógica, ontológica y, sobre todo, temporal) de la misma potencia con respecto al acto. ¿Pero tenemos elementos idóneos como para avalar esta tesis? Este es el problema al que nos enfrentamos.


6. La estufa de Kant


¿Cuál es, finalmente, la relación entre potencia y acto, facultad y ejecución, poder-decir y palabra dicha, contexto mundano y los hechos que en él se inscriben? En términos más rigurosos: ¿Cuál es la relación entre inactualidad y presencia, no-ya y “precisamente ahora”? Y también: ¿entre el tiempo como todo unitario y una u otra posición en el tiempo?
Sabíamos que Aristóteles propone una solución compuesta: si se mira a la simple sucesión cronológica de un ente individual, es conveniente reconocer que la potencia precede al acto; y, viceversa, si dirigimos la mirada al orden temporal (esto es, indagando la génesis y la estructura del devenir), debemos admitir la anterioridad incondicional del acto. Ambos lados del diagnóstico aristotélico son revocados en la duda: están o caen conjuntamente. Hemos visto que la potencia no equivale en nada a un acto potencial; que el no-ya, lejos de constituir un interludio provisorio, es el correlato constante de toda actualidad. Pues bien, una potencia irrealizable y permanente no es posterior al acto bajo el perfil ontológico-temporal; ni, por otra parte, aparece como un antecedente o presagio en la secuencia cronológica. La doble repulsa introduce (o, más verosímilmente, presupone) una alternativa, aunque sea compuesta y bifurcada. Quedándose con el calendario ¿qué relación subsiste entre no-ya y “ahora”, una vez que hemos excluido que el primero preceda al segundo? Examinando por otra parte el orden temporal (de quien depende la posibilidad misma del calendario), ¿qué situación se delinea tras haber eliminado la prioridad del acto, o mejor, de la presencia? Queda en pie que hay un nexo muy estrecho entre las respuestas a estos dos interrogantes. El modo de concebir la dupla potencia / acto en el tiempo conlleva de todos modos una consecuencia decisiva en el modo de concebir su papel temporalizante.
A fin de exponer sintéticamente el punto principal, parece oportuno presentar nuevamente, por un momento, la kantiana “Analogía de la experiencia”. Tras haber afirmado que la única imagen empírica del tiempo global es procurada por la categoría de la sustancia, Kant se detiene en la sucesión de los fenómenos en el tiempo. Él retiene que nuestra experiencia de la serie cronológica tiene su propio gozne en la categoría de la causalidad. Sólo la unión de la causa con el efecto “torna posible la representación de una sucesión en el objeto”;   tan sólo ella permite enlazar una percepción posterior a otra anterior de modo no arbitrario, sino, por el contrario, obligado. El “luego” sigue al “antes” como un determinado movimiento a su motor. Surge, sin embargo, una dificultad no menor: “el principio del nexo causal (…) se corresponde también a los fenómenos simultáneos”,   motor y movimiento son con frecuencia concomitantes. Una habitación está caliente mientras la estufa arde: “aquí, por lo tanto, no hay sucesión cronológica entre causa y efecto sino contemporaneidad”.   La causalidad, o sea la regla intelectual que, por sí sola, permite representar la sucesión, ¿como puede llevar a cabo su objetivo, si ella se resuelve, propiamente, en una relación entre simultáneos?
Lo que verdaderamente importa para nuestros fines es la dirección tomada por Kant a fin de eliminar esta dificultad. Leamos: “aquí debe advertirse que hay que mirar al orden del tiempo, no a su sucesión; la relación [de anterioridad y posterioridad] permanece, aún cuando no haya pasado ningún tiempo. El tiempo entre la causalidad de la causa y su efecto inmediato puede también desvanecerse (es decir, ser simultáneo); pero la relación entre una y otra permanece siempre determinada según el tiempo [como relación de precedente y sucesivo]”.   En síntesis, Kant afirma que la ley causal está sujeta a una doble calificación temporal: manifestándose en la simultaneidad, ella establece sin embargo un “antes” y un “luego”. Ambos aspectos no se eliden, sino que se acumulan y entrecruzan, puesto que corresponden a diversos ángulos visuales: constato la copresencia de causa y efecto si me limito a observar su sucesión actual; por el contrario, reconozco la anterioridad de la causa apenas tomo en consideración aquel ámbito más esencial, que Kant denomina “el orden del tiempo”.
Un “antes” simultáneo con su “luego”, la distinción entre orden y sucesión: la categoría de la causalidad promete mucho. Bien visto, mucho más de lo que puede sostener. Si la causa y el efecto son actos, actualidad, modos de la presencia: por lo tanto, ambos caen en el tiempo, ambos se inician en una fecha específica. Su relación, estando inscripta por entero dentro del calendario, no deja emerger una auténtica discriminación entre el orden del tiempo y su sucesión empírica. Cuando se habla de “orden” a propósito de la causalidad, no se entiende sin un examen más extenso y claro del mismo flujo cronológico al cual se refiere el término “sucesión”. La causa, contemporánea al efecto en un período circunscrito, muestra ser también el antecedente si se toma en cuenta un período más amplio (la estufa ha comenzado a quemar mientras la habitación aún estaba muy fría). Durante un cierto lapso de tiempo, lo precedente y lo sucesivo cohabitan y se compenetran: aún quedan un precedente y un sucesivo “para la relación cronológica de su enlace dinámico”.   Verdadera la anterioridad de la causa, igualmente verdadera su simultaneidad con el efecto: excepto que las dos son verdaderas en distintos momentos.
El nexo causal ensombrece cualquier cosa que no pueda sostener. Conviene preguntarse si no habrá otra constelación conceptual en condiciones de cumplir las promesas descuidadas por la causalidad. Si no habrá, en suma, una relación en la cual lo precedente pueda coexistir con lo que sigue (sin dejar, de todos modos, de precederlo en cierto punto); en la cual la doble calificación temporal (anterioridad en base al “orden”, simultaneidad en base a la “sucesión”) se haga valer plenamente en el mismo momento. No hay dudas de que una relación de tal género existe: es aquellas que transcurre entre el tiempo como todo unitario y la actualidad singular que sucede en él. Permanente e inmutable, el tiempo total es presupuesto a cualquier “ahora”, constituye el antecedente no datable de toda fecha, se aparece como el “ya” o el “antes” de cada acto (no importa si como causante o causado). Todavía, si se gira la misma relación con la mirada dirigida a la sucesión cronológica, es necesario concluir de otra manera: el tiempo global, porque “permanece sin mutar”, resulta siempre simultáneo a cada fragmento o episodio del devenir; él es, cada tanto, contemporáneo a la actualidad, la que, bajo otro perfil, precede. En el “Prefacio” a la segunda edición de la Crítica de la Razón Pura, Kant señala un escape de esta simultaneidad paradójica, totalmente heterogénea respecto a la simple copresencia de dos eventos: “no es posible pensar, en general, aquello que permanece en el tiempo, y de cuya simultaneidad con lo que cambia surge el concepto de cambio”.
Si bien es “inconcebible en sí misma”, la permanencia del tiempo en su conjunto puede ser representada, según Kant, por medio de una analogía con la invariabilidad de la sustancia. Además, también según Kant, la sucesión de los fenómenos en el tiempo es refigurable gracias al nexo de causa y efecto. En consecuencia, ateniéndonos al léxico kantiano, la relación entre permanente y mutable, o sea entre la totalidad del tiempo y la sucesión cronológica, se ve indirectamente en la relación entre la sustancia y la secuencia causal. Tan solo aquí “debe advertirse de observar [también] al orden del tiempo, no [exclusivamente] a su sucesión”; tan sólo aquí anterioridad y simultaneidad van de veras al mismo paso. Hemos visto, poco antes, que, por el contrario, el tiempo total –permanente, sí, pero nunca desplegado o realizado- no posee su propia comparación en la sustancia (cuya inalterabilidad equivale a una eterna presencia), sino en aquel perenne no-ya que es la potencia. Al interior de la experiencia finita, sólo la potencia brinda una imagen adecuada de la permanente inactualidad que caracteriza al tiempo como un todo unitario. Lo que parecía competir a la relación de la sustancia con la causalidad, es atribuido, por lo tanto, a la relación entre potencia y acto.
Resulta posible así formular en modo más explícito la tesis sobre la que versan estas páginas. La dupla potencia/acto, en la cual confrontan el no-ya y el “ahora” (no dos “ahora”, como ocurre en el binomio causa/efecto), es el teatro de una diacronía y, al mismo tiempo, de una concomitancia. En base al orden temporal, la potencia es anterior al acto: tiene la forma de un “antes” sin fecha, el modo de ser de un pasado indeterminado. En base a la sucesión cronológica, viceversa, potencia y acto son siempre simultáneos: la potencia no es la prefiguración del acto, sino su correlato heterogéneo, su sombra inconmensurable. Tanto la diacronía como la concomitancia poseen un estatuto especial. Potencia y acto, poder-decir y palabra dicha, fuerza de trabajo y trabajo realizado concretamente, mundo y hechos, delinean, sí, un “antes” y un “después”, pero un “antes” y un “luego” que son inherentes a un único y mismo punto temporal, bifurcándolo y duplicándolo. Por su parte, la simultaneidad cronológica entre potencia y acto no debe trocarse en una con-presencia, ya que uno de los simultáneos, el no-ya potencial, no está nunca presente: está en juego, ante todo, la coexistencia entre el “ahora” como tal con sus contenidos bien definidos, y un pasado sui generis, aquel pasado singular, que nunca fue actual, que constituye el modo de ser de la facultad (y del mundo-contexto)


7. Simultaneidad del “no-ya” y el “ahora”


Para aquel que mira la sucesión cronológica, potencia y acto son siempre y solamente simultáneos. Intentemos aclarar, en primer lugar, esta parte de la tesis apenas expuesta. Es indudable que resulta necesaria alguna dilucidación. Hemos repetido muchas veces, en efecto, que la potencia de por sí no cae en el tiempo. ¿Con qué derecho se afirma ahora que ella es simultánea al acto en un momento cronológicamente determinado? Para evitar la impresión de una pirueta sin gracia e incoherente es necesario enfocar el punto crucial: no estamos discutiendo acerca de la potencia “de por sí” sino únicamente de su relación con un término complementario y heterogéneo. Es solamente esta relación, hipotéticamente, la que se introducirá en el flujo del devenir.
Se puede hablar tanto de orden temporal como de sucesión cronológica si, y sólo sí, dada una relación indisoluble entre dos fenómenos o conceptos, uno de ellos, poli-interdependiente, no cae en el tiempo. En el caso de que ambos gocen de una posición definida dentro del calendario, la distinción de proyectos, además de superflua es imposible. Pero la relación entre lo que cae en el tiempo (el acto, el “ahora”) y lo que no cae (la potencia, el no-ya, es decir, cuanto represente la totalidad del tiempo) está sometida a la distinción que suscita y avala. Por un lado, es una relación que ordena, estructura el devenir, temporaliza; por otro, es también una relación que transcurre, deviene, posee un tejido temporalizado. Es la segunda vertiente la que consideraremos aquí. ¿En qué sentido y por cual motivo, la correlación entre inactualidad y presencia participa plenamente en la sucesión cronológica?
La conexión entre potencia y acto está atraída dentro de la cronología por el simple hecho de que uno de los extremos es siempre datable. La unión del no-ya durable con el lábil “ahora” sucede en un instante irrepetible: “ahora”, precisamente. La potencia, que de por sí no cae en el tiempo, entra sin embargo en este o aquel presente determinado en virtud de su relación con el acto. Oblicuamente o por reflejo, por lo tanto. El momento que compete a la palabra que estoy diciendo es el mismo en el cual se vislumbra el connubio entre dicha palabra y el poder-decir: el mismo, pues, que se aplica también al poder-decir, aunque sea por mera propiedad transitiva. La facultad toma un aspecto temporalizado en un momento preciso: mientras está en curso la ejecución singular. No antes ni después. Pero si la potencia se entremete en la trama cronológica solamente durante el desarrollo del acto, por efecto de su relación con éste último, debemos concluir sin titubeos que ella, desde el punto de vista cronológico, es siempre simultánea al acto. La posibilidad de aparecer en el calendario se relaciona aquí con una colocación específica en el interior del mismo calendario. El único modo de situarse en el tiempo para la potencia (no-ya que permanece), es ser contemporánea a aquello que la arrastra indirectamente en el tiempo: el acto (el “ahora” que desaparece)
La facultad del lenguaje irrumpe en el devenir concomitantemente con la frase que pronuncio. Se manifiesta ahora mismo: mientras hablo, ni antes ni después: pero se manifiesta ahora como algo persistente, que ya era antes y también será después de la fugaz enunciación actual. La fuerza de trabajo es realizada concretamente durante la realización de un trabajo particular: todavía, en aquel momento transitorio, la fuerza de trabajo es realizada como algo que queda y no muta. El contexto sensible que llamamos “mundo” se perfila en relación a un hecho determinado, en perfecta sincronía con él: pero entonces, se perfila como el fondo perenne de todo hecho concebible. Una primera consideración, casi obvia: coexistir no son dos estados de cosas temporalizadas, sino las mismas dimensiones temporales del “siempre” y el “ahora”. En suma, estamos ante la simultaneidad entre permanente y mutable, tiempo global y posición específica en el tiempo, que Kant menciona en el “Prefacio” de la Crítica de la Razón Pura. Una segunda consideración, menos obvia: en la sucesión cronológica el “siempre” depende del “ahora”, es su eco o corolario. Lo permanente existe en función de lo mutable, mientras lo mutable sucede gracias a este suceder. Aquello que permanece es, en efecto, tan sólo potencial. No posee nada en común con la presencia eterna de una sustancia. A causa de su radical inactualidad, lo permanente (la facultad del lenguaje, la fuerza de trabajo, etc.) necesita de una presencia caduca (el enunciado que proferimos, el trabajo que emprendemos, etc.) para enquistarse en el tiempo. La dependencia del “siempre” del “ahora” explica el carácter atormentador y hasta amable de cada “ahora”. Todo acto está cargado de pathos porque deja entrever, por un breve instante, la duradera potencia que lo flanquea.
Es conocido que Aristóteles se empeña en impugnar la simultaneidad de potencia y acto, sostenida por los discípulos de Euclides de Megara con el objetivo declarado de eliminar cualquier diferencia entre ambos términos.   Escribe: “Hay algunos pensadores, como por ejemplo los Megáricos, quienes afirman que es la potencia solamente cuando es el acto, y que cuando no es el acto tampoco es la potencia. Aquel que no está construyendo – según esos- no tiene la potencia de construir, sino sólo aquel que construye y en el momento en que construye; y así dicen para todos los otros casos. El absurdo que deriva de estas afirmaciones es fácilmente comprensible”.   Para refutar la pretensión megárica de “reducir la potencia y el acto a la misma cosa”,   Aristóteles hace valer una medición cronológica: la potencia precede al acto en el curso del tiempo (si nos limitamos a observar a un ente individual). Bien visto, sin embargo, la simultaneidad no implica necesariamente la indistinción. Al contrario: tal vez ella tan solo salvaguarda plenamente la discriminación entre ser potencial y ser actual. Una acepción antimegárica de simultaneidad ya ha sido presentada, efectivamente, en las páginas precedentes. Sólo nos resta subrayar los rasgos salientes a fin de evitar al menos los equívocos de peor gusto.
“Es la potencia sólo cuando es el acto”. Esta afirmación, opuesta a Aristóteles, se torna clara y entendible a condición de agregarle una pequeña cláusula: “en el tiempo”. La potencia existe en el tiempo sólo cuando es el acto; la facultad del lenguaje es datable solo mientras tiene lugar una enunciación. Lejos de abrogarla o debilitarla, la simultaneidad testifica con gesto perentorio la diferencia entre potencia y acto. La facultad, siempre inactual, cae en el tiempo sólo porque (y en el momento en que) se correlaciona con una polaridad del todo heterogénea: la ejecución, que, en cambio, coincide con un “ahora” calculable. Queda claro que la potencia subsiste también en ausencia de un acto: pero en tal caso está privada de fecha, es decir, permanece extraña a la sucesión cronológica. Considerada en su autonomía, la potencia representa analógicamente al tiempo global, en cuyo interior se instala toda sucesión y toda simultaneidad. Pensemos, por ejemplo, en la fuerza de trabajo. Despegada de su efectivo despliegue de una tarea determinada, la actitud psicofísica genérica a producir no es otra más que una imagen empírica de la totalidad del tiempo. Es en este modo que, la “potencia de construir” juega un papel decisivo en la economía política. La clave del proceso de acumulación capitalista reside, de hecho, en la compraventa de la fuerza de trabajo en cuanto facultad pura ahora desocupada. Vale decir: en la compraventa del tiempo en general, fondo y presupuesto de los “ahora” consecutivos en los cuales se articulará la prestación laboral.
La potencia existe en el tiempo sólo cuando es el acto. ¿Pero en que modo la potencia existe en el tiempo conjuntamente con el acto? ¿Qué cosa pasa, precisamente, en el “cuando” común a ambos? ¿Cómo interactúan ambos simultáneamente? Ya se ha visto que el acto no realiza a la potencia sino que la contradice y coloca en mora. La concomitancia tiene la forma de una oposición: el “ahora” rechaza al no-ya, la ejecución puntual contraviene a la latencia perpetua de la facultad, la palabra pronunciada forcejea con el amorfo e indivisible poder-decir. La fecha que la potencia consigue oblicuamente en virtud de su relación con un acto definido es la fecha de su negación por parte de ese mismo acto. En el ámbito cronológico, lo permanente figura como aquello que lo mutable está objetando ahora mismo. Estamos por lo tanto en las antípodas de la yuxtaposición simbiótica que auspiciaban los Megáricos y temía Aristóteles.
Razonemos en forma contraria. Para excluir la simultaneidad debe suponerse: (a) que la potencia, de por sí, se sitúa en el tiempo; (b) que ella equivale a un “acto potencial”, destinado en principio a la realización. Pues bien, estas mismas suposiciones, solidarias y concatenadas, cancelan desde el principio toda diferencia de naturaleza entre potencia y acto. Es decir: la convierten en una simple diversidad de grado a lo largo de una escala homogénea: equiparada a un acto potencial la potencia parece una pobre aproximación del acto real; inscripto en el calendario el no-ya se reduce a un casi-ya, siempre conmensurable en el “ahora” que prefigura. La divergencia entre inactualidad y presencia, que caracteriza todo momento individual del devenir, es de este modo removida. La acusación a la cual está sometida la concomitancia cronológica de potencia y acto se retuerce ante su eventual alternativa: si la facultad tuviese una fecha distinta a la de la ejecución decaería su heterogeneidad esencial. Por último, es el rechazo de la simultaneidad el que conduce fatalmente a la indistinción.


8. Anterioridad de la potencia


Para aquel que mira al orden temporal, la potencia es incondicionalmente anterior al acto. Simultáneos en el devenir, los dos extremos revelan, sin embargo, que son un “antes” y un “después” apenas se examina el modo en el cual ellos producen y articulan el devenir en cuanto tal. La diferencia de naturaleza, no de grado, entre facultad y ejecución, poder-decir y palabra dicha, mundo y hechos, consiste finalmente en una diacronía radical, que nada tiene en común con la sucesión empírica de dos eventos. La potencia como pasado no cronológico del acto: es ese el aspecto sobre el cual hay que detenerse.

(A)    El acto es un “ahora”. Pero ¿Cuál es la estructura, sino el significado, del “ahora”? Recordemos las observaciones de Émile Benveniste sobre el estatuto temporal de un acto de palabra.   Una enunciación concreta nunca deja de referirse (al menos de manera implícita) al presente; pero al presente que ella misma instituye por el solo hecho de ser proferida. El adverbio “ahora” muestra la actualidad del discurso que se está pronunciando; expresa el tiempo en el cual se habla, identificándolo sin medios términos con el tiempo en el cual se es. Junto a los otros pronombres demostrativos (“yo”, “éste”, “aquí”, etc.), el “ahora” no nos envía a ninguna realidad preexistente, sino solamente “a la enunciación, cada vez única, que lo contiene”.   En este diagnóstico bastante lineal hay, sin embargo, un giro que altera la misma noción de actualidad.
Según Benveniste, una función eminente de términos como “ahora”, “yo, “éste”, “aquí”, es la de proveer “los instrumentos de una conversión, que podríamos llamar la conversión del lenguaje en discurso”;   los demostrativos garantizan el pasaje del puro poder-decir (“antes de la enunciación, la lengua no es más que la posibilidad de la lengua”)   al pronunciamiento efectivo; representan el umbral que separa, y al mismo tiempo correlaciona, potencia y acto. Aquí termina Benveniste. Sin embargo, parece lícita una glosa. En el caso del demostrativo “ahora”, el pasaje de la facultad a la ejecución, es decir “la conversión del lenguaje en discurso”, tiene aspectos exquisitamente temporales. Se trata, esto es, del tránsito desde un “antes” indeterminado (lenguaje-facultad) a un “luego” puntual y unívoco (discurso-ejecución). “Ahora” significa después que se ha exiliado de la inactualidad de la potencia. El adverbio indica, sí, el momento irrepetible en el que se habla, pero lo indica como el momento en el cual el locutor se separa de un pasado en el cual era sólo “la posibilidad de la lengua”. Como es el resultado de una conversión, el presente del discurso (antes, el presente que el mismo discurso instaura) constituye de todos modos algo posterior.
En general, somos propensos a retener como actual sólo aquello que viene después de una situación en la cual no estaba aún comprendido. La presencia más inmediata parece siempre un consiguiente, que se recorta contra un “entonces” ya descolorido. Secundando esta impresión intuitiva, Kant escribe: “el presente (en cuanto devenido) reclama un estado precedente como correlato, aunque ahora sea indeterminado, del evento actual: el cual se refiere a él como su “consecuencia”.   Todo está, por lo tanto, en el experimentar adecuadamente el “luego” que forja y define a toda actualidad auténtica. Es cierto que no se trata de un “luego” cronológico. Cuando se constata que el acto de hoy es sucesivo al acto de ayer, distinguiéndose de él por contenido y fecha, se ilumina la relación entre dos presencias colocadas diversamente en el tiempo, pero no se explica qué cosa asegura a ambas (a la antigua no menos que a la nueva) el rango de presencia. En efecto, sólo algo cuyo ya pertenece al modo de ser de la actualidad puede situarse “antes” o “después” en el calendario. La posterioridad cronológica presupone, por lo tanto, la presencia de lo que deba darle razón.
No por esto dejamos de lado a la impresión intuitiva en base a la cual equiparamos al evento actual a un “después que”. Conviene reconocer, sí, una segunda especie de posterioridad, derivada de la cronología. Tras la frase realmente pronunciada, la enunciación en curso emite también un “luego” respecto al poder-decir. Y se une al “ahora” porque es posterior a aquello que no transcurre en el tiempo, a la potencia sin fecha, a un “entonces” absoluto. Por otra parte, lo mismo vale por la frase pronunciada en pasado; ella se considera singularmente, es igualmente “luego” en relación al poder-decir. Ulterior o sucesiva es la presencia como tal: la pura y simple inserción en el devenir, no una posición específica de él. Un “luego” nunca absolutamente relativo le corresponde a cada acto, cualquiera sea su fecha y contenido, sólo porque sucede. El acto no es más no-ya: viene después. Si el no-ya fuese una mera categoría lógica (lo contrario de actualidad), aquel “no ser más” conformaría una tautología trivial. Pero no es así. El no-ya posee la semblanza cuando menos familiar de la facultad y del mundo-contexto: goza por lo tanto de una consistencia autónoma. Pues bien, utilizando libremente las palabras de Kant, se podría decir: la facultad y el mundo, esto es el no-ya, son los “estados precedentes” que “el presente (en cuanto devenido) reclama (…) como correlato, aunque ahora indeterminado, del evento actual”. Y subrayamos que el no-ya es un “estado precedente” destinado a permanecer siempre indeterminado.
Todo acto posee un doble pasado. Por un lado, el conjunto de actualidades antiguas que le han precedido en el tiempo y, en cierta medida, lo han causado. Por otro lado, la duradera potencia que no halla demoras en la sucesión cronológica, resultando siempre anterior a cuanto se inscribe en ella cada tanto. El acto es la encrucijada en la cual confluyen y se interseccionan estos dos “antes” tan disímiles:


PASADO I ––––––––––––> ACTO  ––––––––––––––- PASADO II
(actualidad antigua)    (“ahora”)  (potencia o no-ya)





La doble posterioridad que distingue a cualquier acto es el origen de numerosos quid pro quo. Con frecuencia sucede que se reduce el pasado-potencia a pasado cronológico, cambiando la facultad por alguna notable ejecución pasada, a la cual se le atribuye el valor de canon o ejemplo imitable. Pensemos, además, en el fenómeno mnésico del déjà vu, analizado en la primera parte del libro: quien cree revivir un acontecimiento ya sucedido, mientras efectivamente está ante algo inédito, no hace otra cosa más que disfrazar la potencia con las fallas de una remota actualidad, totalmente ficticia, la que ahora parece replicarse con los detalles más diminutos. Las versiones corrientes de la teoría del “eterno retorno” le confieren al déjà vu hasta los blasones de verdad metafísica: se postula la inexorable recurrencia de palabras ya dichas y de acciones ya completadas, allí donde, en cambio, sólo retornan el poder-decir y el poder-hacer. El quid pro quo está estrechamente emparentado con la experiencia de la repetición (no importa si real o ilusoria): el prototipo del acto ahora repetido, o bien un acto pasado que se hace repetible, asume en sí, de modo subrepticio pero atrapante, la característica de un “entonces” cronológico y de un “entonces” potencial. Tal yuxtaposición usurpadora explica el aura perturbadora (en estricta acepción freudiana), y también la ambigua autoridad, que envuelven al fenómeno que se reitera.
Recapitulemos. En el orden temporal, como lo delinean la relación entre potencia y acto, recae el registro tradicional de la presencia: lejos de cargar también con la función de baricentro y vertiente de la temporalidad, el “ahora” muestra ser algo derivado, algo posterior. El acto instituye la categoría del presente en cuanto es un “luego” respecto a la facultad y al mundo-contexto; despliega una función temporalizante, concurriendo así a determinar el devenir en el cual se hunde, porque figura como “no más no-ya”. La potencia es el pasado del acto. Se trata, sin embargo, de un pasado indefinido, sin trama, inenarrable, ya que no fue nunca, a su vez, actual. La potencia no es simplemente anterior, sino que asienta y mantiene abierto el horizonte mismo de la anterioridad. En la relación de la facultad con la ejecución se advierte, por lo tanto, un desnivel (sin el cual, por otra parte, ni siquiera se podría hablar de un orden temporal, distinguiéndolo de la sucesión cronológica): el acto es el “luego” empírico de un “antes” puro; es sucesivo, sí, pero al pasado en general. En cuestión está la posterioridad de esto que cae en el tiempo en las confrontaciones del tiempo como un todo unitario, representado analógicamente por el permanente no-ya de la potencia.

(B)    Sabemos que Aristóteles analiza la cupla potencia/acto desde tres distintos ángulos visuales: según el tiempo (tù crÒnù), según la esencia (tÈ oÙs…´), según la noción (tù lÒgù). Queriendo mantener una simetría, aunque sea sólo extrínseca, con la exposición aritotélica, se puede decir que hasta este punto la prioridad de la potencia es discutida tù crÒnù, en clave directamente temporal, mientras que de ahora en más se privilegian las otras dos vías. La misma prioridad será indagada, rápidamente, en base a la esencia, tÈ oÙs…´; luego en base a la noción, tù lÒgù. Las argumentaciones que vierte sobre “que cosa es” (esencia) y sobre el modo de aprendizaje (noción) no se distancian, sin embargo, de aquella temporal. Por el contrario, se limitan a reformularla y profundizarla. Decir tÈ oÙs…´ y tù lÒgù significa decir también tù crÒnù o “según el tiempo”.
Conviene señalar otra vez un tema ya examinado en detalle. En la sucesión cronológica, potencia y acto son siempre simultáneos. La facultad del lenguaje, de por sí no sujeta a datación, participa oblicuamente en el devenir a causa de su relación con una enunciación transitoria; esta relación suena cuando el acto de palabra ha tenido lugar; de esto deriva que el poder-decir participa del devenir en el que la enunciación es pronunciada; la potencia comparte, por lo tanto, la fecha que le toca en suerte al acto al cual está correlacionada. Se ha averiguado también que ambas simultaneidades no se compenetran armoniosamente ni permanecen indiferentes la una a la otra; el acto niega a la potencia concomitante, provocando su eclipse. La facultad es contemporánea a la ejecución pero, conviene añadir, a la ejecución que la objeta y contraviene. Sobre el fondo de estos nexos archiconocidos preguntamos: ¿cuál es la naturaleza esencial, la oÙs…´ de la potencia?
En el instante en que se cumple el acto, simultáneamente a dicho cumplimiento, la potencia queda a la vista. Dicho instante es el presente, el “ahora”. Pero si ahora es dejada de lado, la potencia debe haber existido ya precedentemente; solamente entonces, al contrario, fue de veras ella misma (porque todavía estaba exenta de negación). Su índole positiva se manifiesta en forma retroactiva: como un estado anterior que relampagueó por primera y única vez en el momento en que fue despedido. La esencia (oÙs…´) de la potencia consiste, por lo tanto, en el “antes” que ahora es negado por el acto. Esto que actualmente es interdicto, puede ser nombrado y definido sólo mediante el tiempo verbal de lo imperfecto: a propósito de la facultad del lenguaje o de la fuerza de trabajo, no se debe hablar de “qué cosa es” sino de “qué cosa era”. Sin creer por ello que la facultad era algo positivo en quién sabe qué anfractuosidad del pasado, mientras que ya no lo es más. Al contrario, la misma facultad configura un pasado sui generis, no atribuible a la cronología porque, en conformidad con su propia esencia, es siempre algo que era.
El estado anterior que tuvo la potencia no tiene nada de enigmático. Este “entonces” no datable corresponde a la condición de desorientación en la cual se derraman los seres vivientes que no disponen de un “ambiente” prefijado e invariable. Ya se ha observado que la potencia es el emblema de tal condición, ya que exhibe la laguna temporal (es decir la inactualidad o el no-ya) en la cual se resuelve ante todo la falta de un nicho ambiental reasegurante. La facultad genérica (a no confundir con un conjunto limitado de prestaciones potenciales) comprueba la penuria de los instintos especializados, y expresa claramente la indecisión que de ellos deriva. Con una suerte de procedimiento homeopático, ella opone a la indeterminación amenazadora del contexto mundano su propia indeterminación o plasticidad, ofreciendo así un refugio casi indistinguible del peligro. La condición de desorientación y de indecisión precede a cualquier praxis histórica, sustrayéndose por otra parte al cómputo cronológico: para designarla utilizamos el término “prehistoria”. Sobre el concepto de prehistoria nos detendremos largamente en la tercera parte del libro; pero aquí es conveniente esbozar su fisonomía. Prehistórica es la esencia de la potencia, su oÙs…´: un pasado que no cuaja en una época por su causa, pero flanquea todas las actualidades sucesivas. Mejor aún: un pasado al que experimentamos sólo cuando es removido e impugnado de la actualidad concomitante. El acto es una reacción polémica a la carencia de “ambiente” que la potencia atestigua. Todo acto niega la desorientación prehistórica y la indecisión prehistórica insita en la facultad; rechaza a aquel “antes” ominoso en el que no era más que inestabilidad e incertidumbre; pone un remedio provisorio a la laguna temporal (o duradero no-ya) que distingue a la existencia desambientada.
En base a su naturaleza esencial, la potencia es algo que era. El empleo del imperfecto reclama inevitablemente la fórmula con la cual Aristóteles define a la esencia en general: tÕ t… Ân e‹nai, esto que era el ser, quod erat esse.   El significado de esta expresión es controvertido: el Ân, el “era”, parece portar el signo de la anterioridad causal de la forma respecto de la materia; otros lo han entendido como un expediente epistemológico que permite fijar los rasgos constitutivos de una determinada cosa en su misma pureza, es decir, antes de tomar examen a la variopinta mezcla de predicados accidentales o contingentes. Un gran mérito de Pierre Aubenque en Le problème de l´être chez Aristote, es mantenerse fiel, en cambio, “al sentido ingenuamente temporal de lo imperfecto”, de aquel imperfecto al cual recurríamos para indicar “una continuidad de duración que se extiende retroactivamente antes de un advenimiento tomado como punto de referencia”.   La interpretación de Aubenque permite abordar con seguridad los colaterales que separan la naturaleza esencial de la potencia, delineada poco antes, de la oÙs…´ aristotélica. Ambas se han familiarizado con la dimensión del pasado, a ambas les cabe la locución tÕ t… Ân e‹nai: pero son totalmente distintos, en los dos casos, el valor y el campo de aplicación de lo imperfecto.
Aubenque muestra que, para Aristóteles, el “era” se origina en la muerte (si se habla de un viviente) o del estancamiento (para un objeto inanimado al que le es connatural el movimiento): deceso y quietud son los dos acontecimientos discriminantes, a cuya espalda se desarrolla retroactivamente el “qué cosa era” de un ente.   La esencia se viste con una biografía ya concluida, con una parábola a recapitular a la luz de su agotamiento. Sólo de un difunto puede afirmarse que es esencialmente sabio, que ahora no corre riesgos de caer en la estupidez: pero del difunto conviene decir que era el ser-sabio (Ân e‹nai, por lo dicho). Al pasado del cadáver se le opone con toda evidencia el pasado entreabierto de la potencia. Este último es coextensivo a todo evento o acción o discurso de la vida: el “era” no archiva una serie finita de actos completados, pero surge en concomitancia con el acto individual en vías de cumplimiento, ya que se refiere al no-ya del cual este está siempre precedido. La potencia es el pasado irrealizado con el cual no deja de medirse el viviente mientras vive: facultad, mundo, prehistoria, tiempo como un todo unitario.
Morir significa no tener más tal pasado,   perder el “antes” sin fecha, ver cerrado el horizonte de la anterioridad (la falta de futuro cronológico es apenas un corolario o reverbero de la privación de aquel pasado potencial que representa por analogía el tiempo en su conjunto). Morir significa, pues, obtener una perfecta actualidad. La oÙs…´ aristotélica imita al trabajo de la muerte: la palabra dicha y la obra llevada a cabo son escindidas irrevocablemente del poder-decir y del poder-hacer. Pero el poder-decir y el poder-hacer no son pliegues accidentales, sino que constituyen el rasgo más estable y duradero (menos contingente, en suma) del hombre vivo. De modo que el “era” pronunciado durante el velatorio fúnebre, que sanciona y celebra el fin de la diferencia entre potencia y acto, toma sólo a la esencia del hombre muerto. Este imperfecto adorna al difunto de un cierto número de recuerdos salientes, exigiendo a cambio el olvido del otro “era”, aquel consustancial al viviente, que designa al pasado no cronológico en el cual se instalan el poder-decir y el poder-hacer.


(C)    Es necesario detenerse, finalmente, en la anterioridad de la potencia respecto del acto desde el punto de vista cognoscitivo. En jerga aristotélica: sobre la anterioridad tù lÒgù, “según la noción”. ¿Cómo informarnos de una facultad? ¿Con qué medios nos aseguramos una imagen y cotejamos su naturaleza esencial?
La potencia es un no-ya perpetuo. Del no-ya no se tiene información por medio de una percepción inmediata: es objeto exclusivo de la aprehensión perceptiva, y, efectivamente, de una presencia. A veces se cree que el no-ya potencial coincide con el porvenir; si así fuera, su conocimiento requeriría de una prefiguración, provista a lo más del estado de ánimo de la espera. Pero se trata de un deslumbramiento. He consentido prefigurar y esperar la actuación hipotética de un determinado evento, o sea el evento mismo en cuanto en cuanto será devenido presente y perceptible; pero no la potencia, refractaria a cualquier realización. La previsión más exacta resultará incongruente frente a aquello que permanecerá latente e imperceptible también en el futuro. ¿Cómo es el tema, entonces? Allí donde fallan la búsqueda sensorial y el reconocimiento prefigurativo, acierta el recuerdo. Sabemos que el no-ya del cual se halla investida una facultad viene contradicho y puesto entre paréntesis por la ejecución concreta actualmente en curso. La facultad, que ahora es negada, era ella misma anteriormente, en un pasado no datable, antes del eclipse actual. La esencia positiva de la facultad no puede ser no puede ser aferrada, por lo tanto, más que desde una mirada retrospectiva. La mente cierra el cerco sobre la potencia valiéndose únicamente de la memoria. Del poder-decir o de la fuerza de trabajo me formo una noción sólo porque me acuerdo o los evoco. La anterioridad de la potencia en el ámbito del saber, tù lÒgù, no depende del hecho de que la conozca antes de conocer al acto (bajo el perfil cronológico, por el contrario, me percato simultáneamente de una y otro), sino del peculiar modo de aprender que le corresponde: el recuerdo. Memorable y solamente memorable, la potencia aparece como algo prioritario en relación al acto concomitante, realzado sobre todo por el aparato perceptivo.
La percepción y la prefiguración tienen siempre en la mira a una presencia (efectiva o hipotética), o sea a un acto (real o eventual). Por el contrario, el recuerdo se bifurca; se aplica tanto a una vetusta actualidad, una vicisitud bien definida pero ya lejana en el tiempo, como al persistente no-ya de la potencia. Bifurcándose, la memoria da cuenta del doble pasado del que está precedido todo “ahora”. El recuerdo de un acto reproduce la percepción que se tuvo cuando él se realizó; representa a aquel que ha estado presente en un momento transcurrido; permite reconocer un ente o una acción ya aprendida en otra ocasión. El recuerdo de la potencia, por el contrario, no se basa en una percepción preventiva: concierne a cualquier cosa (un “antes” puro, el horizonte de la anterioridad, el pasado en general) que no estando ya presente, se deja solamente rememorar. Conocer ex novo a una facultad equivale en todo y por todo a reconocerla; el poder-decir y la fuerza de trabajo son refigurados originariamente de la huella mnésica. Referida a la potencia, la memoria instituye la noción de lo que revoca: esa obra, una reproducción, pero una reproducción productiva. La imagen retrospectiva que, lejos de sobrentenderlo, determina al propio objeto, saca del juego a la distinción entre “original” y “copia”. Ya que existe para la mente solamente en virtud del recuerdo, la potencia de la cual ahora me auxilio es, conjuntamente, prototipo y réplica, manuscrito y reimpresión, sonido y eco.
¿Cómo se devana, concretamente, el aprendizaje mnésico de la potencia? ¿En qué ocasiones, diseminadas en la experiencia ordinaria, tiene lugar una reproducción productiva? La inclinación de la memoria a dar forma de pasado también a eventos o estados de cosas que no son pasados, es dirimente. Es así como la dimensión del “antes” se emancipa de la sucesión cronológica, dejando de identificarse con el cúmulo de las actualidades precedentes. El fenómeno (para nada excepcional, sino fisiológico) que atestigua tales inclinaciones es el recuerdo del presente: “la totalidad de lo que vemos, sentimos, probamos, se desdobla a cada instante en percepción por un lado y recuerdo por otro”.   Típico de este fenómeno es que la actividad mnésica no presupone ni calca a la perceptiva, sino que la flanquea en perfecta simultaneidad, afirmándose, por lo tanto, como un modo autónomo de aprendizaje. Discutido a fondo en la primera parte del libro, el recuerdo del presente amerita nuevamente nuestra atención.
Resulta útil insistir, sobre todo en un aspecto. Cuando se recuerda el momento actual mientras se lo está viviendo, el auténtico objetivo de la memoria no es, en efecto, el presente en sí sino el pasado indefinido, es decir, no cronológico, en el cual el presente, por el sólo hecho de ser recordado, está inevitablemente inmerso. Son por ello tres, no dos, los elementos en juego: (a) el presente percibido, culto como un acto; (b) el presente recordado, híbrido anillo intermedio (puesto que en él, el mismo acto es reconducido a su ser posterior, o sea a la condición de “acto potencial”); (c) un pasado sin fecha, que se identifica con la potencia. Si (a) es un discurso, (c) toma el aspecto de la facultad del lenguaje; si el “ahora” es un placer, el “antes” indeterminado consiste en la disposición al goce; etc. El tercer elemento (pasado-potencia), por indefinido, necesita del segundo, dotado en cambio de una precisa fisonomía empírica, para llegar a ser realizado. Por parecer una simple refracción de (b), casi una escoria, es (c), todavía, el éxito y el gozne de todo el proceso. Se podría decir también que: (c) es la conclusión de una inferencia silogística de la cual (a) y (b) son sólo las premisas.
Resulta útil una comparación con la reminiscencia. Esta última es el procedimiento mnésico mediante el cual recordamos algo que no sabíamos que sabíamos, siendo cubierto en delante por el olvido incluso del hecho de haberlo olvidado. Aristóteles piensa que la reminiscencia es “una especie de silogismo” (syllogismos tis):   una imagen presente (premisa mayor) suscita el recuerdo de una vicisitud pasada (premisa menor), la que, a su vez, por afinidad o por contraste, se coloca en la huella de un objeto ulterior e imprevisto (conclusión), verdadero botín de esfuerzo rememorativo. También el recuerdo del presente es una ilación basada sobre tres términos; también él arriba a un quid que no se podía indicar anticipadamente. La similitud evidente esconde, sin embargo, una heterogeneidad radical. Las premisas de la reminiscencia son dos imágenes bien distintas, puesto que se refieren a eventos diversos. Viceversa, el syllogismos tis que opera en el recuerdo del presente parte de una dupla de representaciones (presente percibido y presente recordado) totalmente idénticas en cuanto a contenido factual: tanto (a) como (b) versan sobre lo que vemos, sentimos, probamos ahora mismo. La única discriminación entre estas premisas es su índice temporal: el presente recordado, término medio de la inferencia, está inserto en un “ahora” puro o formal, aunque de todos modos extraño al calendario. De la doble consideración del mismo hic et nunc no se consigue recuperar otro estado de cosas olvidado (como sucede, contrariamente, en la reminiscencia). La conclusión del silogismo cuida, sobre todo, a la misma diferencia temporal que, por sí sola, posibilita discernir dos premisas por todo lo demás iguales. Este pasado es el producto original e imprevisto de una reproducción mnésica peculiar.
Toda autorreferencia gira sobre la relación entre potencia y acto. Las fórmulas “lenguaje que habla del lenguaje” y “pensamiento que piensa en sí mismo” significan: un acto de palabra que da cuenta del poder-decir, un acto de reflexión que coloca por delante a la facultad de reflexionar. Toda autorreferencia posee una estructura temporal y una tonalidad evocativa. Se pone a prueba, de hecho, en una diacronía, enlazando el “ahora” del acto al indeterminado “ya ahora” de la potencia. Toda autorreferencia es un recuerdo del presente. Como hemos visto poco antes, cuando se recuerda el instante en curso se recuerda la facultad correlacionada con el acto que se está ejecutando: por ejemplo, la facultad del pensamiento si el instante en curso está caracterizado por una meditación. Toda autorreferencia exitosa, esto es, la que no se empeña en círculos viciosos, es siempre indirecta, mediada por la memoria; se resuelve en una mirada retrospectiva sobre el hic et nunc; posee la forma de un silogismo sui generis, cuya conclusión no es un estado de cosas sino el pasado en general.

Comentario. La autorreferencia se pervierte en un regreso al infinito toda vez que el recuerdo del presente no es experimentado como tal, sino agregado al sentimiento patológico del déjà vu. Es sabido que en el déjà vu la potencia toma la falsa fisonomía de un acto antiguo, de aquel acto originario, quizá ocurrido cuando el instante en curso era repetido con extrema fidelidad. La facultad del lenguaje, por ejemplo, se reduce a una o dos enunciaciones anteriores a la presente. Pues bien, el regreso al infinito es provocado por el intento de aferrar el acto arquetipo que ahora parece calcarse. Pronuncio una frase: tengo un gato; luego acuño su doble metalingüístico, provisto de comillas: “tengo un gato”, pretendiendo mostrar de tal modo el modelo que está en la base de la frase en cuestión. Un modelo huidizo, aún. El metalenguaje de primer nivel presupone otro más comprensivo (“tengo un gato”), el que nos envía a su vez a un tercero (“tengo un gato”), y así en más, en una interminable fuga hacia atrás. Interminable porque lo que se persigue sin pausa no es un acto de palabra primigenio, sino el puro y simple poder-decir (inconmensurable a todo acto de palabra determinado, sea arcaico o reciente, real o posible). El regreso al infinito no es otro más que la imagen dinámica, mercurial o febril de la misma aporía que en el fenómeno del déjà vu parece, en cambio, petrificada.

Tenemos por lo menos dos buenos motivos para atribuirle a la memoria el papel de metapotencia. El primero es evidente: es la facultad que permite realizar a todas las otras facultades, y también al mundo como contexto sensible amorfo. El aprendizaje de las diversas figuras con las que se manifiesta el no-ya potencial tiene la propia condición de posibilidad en la capacidad de recordar. El segundo motivo, más tortuoso pero no menos importante, exige una premisa. También la memoria es objeto de experiencia y aprendizaje. También la memoria, a la par de cualquier actitud o disposición, es un no-ya nunca tocado por la percepción. También la memoria, en síntesis, es conocida mediante un re-conocimiento mnésico; o mejor: mediante una reproducción productiva. Más allá de ser un recuerdo del poder-decir o de la fuerza de trabajo, es el recuerdo del poder-recordar. Es creíble que éste último sea el fundamento y la matriz de toda evocación ulterior de la potencia. Pues bien, ¿qué distingue al poder-recordar si se lo considera como algo (re) conocido antes que una fuente de conocimiento?
A su vuelta objetivada y refigurada, la memoria merece el título de metapotencia porque constituye el género del cual las facultades remanentes son las especies. El poder-decir y la fuerza de trabajo se limitan a ejemplificar parcial y defectuosamente al pasado no cronológico en el que consiste la potencia: sus contenidos definitorios (locuacidad y poiesis) no son, de hecho, inmediatamente temporales. Son un “entonces” son fecha, pero un “entonces” implícito, infundido en (y oculto de) un elemento espurio. Contrariamente, el poder-recordar posee como único contenido la dimensión misma de la anterioridad, es decir el “entonces” como tal. La memoria muestra, por lo tanto, el sustrato temporal común a todas las facultades; encarna aquel pasado no cronológico (género) del cual ellas sólo son un ejemplo o una concreción particular (especie); bosqueja a la potencia todavía inarticulada y privada de nombre propio.
En De Trinitate (libro X y XIV), Agustín reconoce una analogía fundamental entre las facultades de la mente y las personas de la divina Trinidad. La memoria es la efigie del Padre, el intelecto imita la naturaleza del Hijo, la voluntad responde al Espíritu Santo. Pero el Padre, pese a ser sólo una de las figuras trinitarias, encierra en sí a toda la Trinidad.   De igual modo la memoria, si bien representa sólo una de las prerrogativas de la mente, coincide también con la mente en general. Parte y todo al mismo tiempo, ella es la actitud subyacente a cualquier otra actitud. Prueba ser la manera en la que sucede la autorreflexión. Cuando se conoce a sí misma, la mente averigua sobre el poder-recordar, poder-pensar, el poder-querer. Pero la mente, no hallando nada extraño o adventicio en la mente, se conoce a sí misma de un único modo: re-conociéndose en virtud de una prestación mnésica.   Es, por lo tanto, un recuerdo para generar el aprendizaje del poder-recordar, del poder-pensar, del poder-querer. Y además: la mente en su conjunto no sólo tiene siempre memoria de sí, sino que es esta memoria, esta capacidad de re-llamarse y de re-conocerse. Por lo tanto, las varias facultades, aprendidas gracias a la memoria, son una especificación y un injerto de la memoria. El poder-recordar es la facultad de las facultades. En doble sentido: vía de acceso cognoscitiva a las múltiples actitudes particulares; género o sustrato unitario de tales multiplicidades. Doble sentido que encaja con la doble acepción, recién examinada, del concepto de metapotencia.


Comentario. La mente se conoce a sí misma por medio de un recuerdo. Pero la mente es siempre presente para la mente. De modo que, concluye Agustín, la evocación autorreflexiva se resuelve en un recuerdo del presente. Aparece aquí, por primera vez, esta expresión, bizarra como un oxímoron, que luego será utilizada por Bergson. Una expresión a defender de objeciones previsibles. “Alguno dirá: “No existe una memoria que permita a la mente acordarse de sí misma, de ella que está siempre presente ante sí. De hecho, la memoria tiene por objeto a las cosas pasadas, no a las presentes”. (…) Pero quien afirma que no hay memoria del presente, escuche lo que se dice hasta en la literatura profana: “de sí mismo no fue olvidadizo Ulises en aquel peligro tan grande”. Cuando Virgilio dice que Ulises no se olvidó de sí mismo ¿qué otra cosa puede entenderse más que se acordó de sí? Por lo tanto, ya que el era presente ante sí, no se sabría de algún modo recordado por sí, si la memoria no tuviese como objeto a las cosas presentes. En consecuencia, (…) se debe, sin caer en el absurdo, llamar memoria a la facultad que permite a la mente ser presente a sí misma”.   Objeto de rememoración no es una masa más o menos vasta de actos mentales, sino la mente como potencia trinitaria: poder-recordar, poder-pensar, poder-querer. Sabemos que, para Agustín, las diferentes facultades están ya todas comprendidas en una sola: la memoria, designando a la cual, se designa a la mente en su conjunto. El recuerdo del presente, con el cual la mente se conoce a sí misma, es, por lo tanto en primer lugar, recuerdo del poder-recordar.


9. Doble juego


La relación entre potencia y acto, no-ya y “ahora”, inactualidad y presencia, tiene una carácter anfibio. Participa del devenir y, al mismo tiempo, constituye la bisagra y el marco del mismo devenir. Se inscribe en la sucesión cronológica pero, por otra parte, determina el orden temporal en el cual se origina dicha sucesión. A propósito de tal relación, parece destinada al fracaso toda tentativa de trazar una clara línea divisoria entre fenómenos temporalizados y estructuras fundamentales de la temporalidad, apariencia empírica y recesos ocultos. La pareja potencia / acto se instala desde el principio en los límites de sus hipotéticos confines, mostrando una clara inclinación por el doble juego.
Conviene mirar esta ambivalencia connatural. En la sucesión cronológica, potencia y acto son simultáneos; y viceversa, en base al orden temporal, ambos términos se disponen como anterior y posterior, siendo la facultad el pasado indefinido de la ejecución. Concomitancia pero también diacronía; diacronía pero también concomitancia. El doble requisito, del cual Kant asigna el peso al nexo causal (recuérdese el ejemplo de la estufa y la habitación calentada), se ajusta plenamente en realidad a la relación de la potencia con el acto. Un reconocimiento similar está lejos de agotar la cuestión. El desafío está en aprehender la intersección entre concomitancia y diacronía.
El no-ya potencial y el “ahora” actual no cesan de ordenar el tiempo, como anterior y posterior, mientras que transcurren en él como simultáneos; ni se abstienen de transcurrir al unísono por el hecho de que lo ordenan mediante su esencial discrepancia. Para compartir la misma fecha hay, por lo tanto, un anterior y un posterior; recíprocamente, para articular el “antes” y el “luego”, disponen de una pareja de simultáneos. La concomitancia tiene por objeto o campo de aplicación una diacronía: concomitancia de los diacrónicos. A su vez, la diacronía se hace valer al interior de una concomitancia: la diacronía de los concomitantes. Allí donde está la díada potencia/acto resulta inútil disputar acerca de si hay una simple sucesión cronológica o un orden temporal inaparente, pues sobre todo prevalece siempre una zona intermedia en la que tales ámbitos se hibridizan e incluyen mutuamente. Si el acento se coloca sobre la concomitancia de los diacrónicos, hablamos de la sucesión que está sometida a lo que, sin embargo, ordena. En caso de que se subraye la diacronía de los simultáneos, resaltamos el orden instituido por lo que, no obstante, transcurre.
Esta especie de tormenta magnética que amalgama y confunde puntos de vista hasta ahora cuidadosamente separados, es, cuanto menos, instructiva. Señala el límite en el que se tropieza el esfuerzo de ilustrar el connubio de potencia y acto, tramitando categorías (orden temporal, sucesión cronológica, etc.) que, bien visto, lo presuponen. La potencia, duradero no-ya, refigura el tiempo en su conjunto; el acto, “ahora” huidizo, indica una posición determinada en el calendario. Pues bien, el tiempo global (potencia) y la presencia infratemporal (acto) no son de ninguna manera concebibles fuera de la unión que los conecta. Es la relación, ella sí originaria, la que hace subsistir los correlatos como polaridades diferentes y hasta inconmensurables. La distinción entre totalidad del tiempo y realidad temporalizada se apoya sobre (y mana de) su entrelazamiento preliminar. Sólo presuponiendo este entrelazamiento, esto es, el binomio potencia/acto, es lícito discutir alternativamente de un “orden del tiempo” y de un “transcurso en el tiempo”. No debe sorprender si tales categorías heterogéneas, cuando son llamadas a rendir cuenta del propio fundamento común (el binomio potencia/acto, por lo señalado), se esfumen la una en la otra, converjan en un enredo inextricable, tiendan nuevamente a la indistinción. La formación de una zona mediana o tierra de nadie entre dos planos juzgados como inasimilables revela, al sesgo y a posteriori, cuan única y misma es la raíz de ambos.
¿Qué cosa se aprovecha de este vistazo sintético sobre el estatuto temporal de la potencia y el acto? Ir descartando ya todas las formulaciones unilaterales que, aislando un ángulo de perspectiva particular, lo restan de la tormenta magnética. El carácter anfibio o ambivalente de la díada en cuestión coincide con su modo de ser más inmediato. No es válido para el análisis final pero sí para el primero. Para expresarlo conviene colocarse rápido, con naturaleza, en la tierra de nadie en que la distinción entre “orden” y “sucesión” se empaña y torna incierta. Como sabemos, aquí predomina la concomitancia de los diacrónicos (o bien, aunque es lo mismo, la diacronía de los concomitantes). Obedeciendo a este predominio, se debería decir: potencia y acto son un “antes” y un “luego” siempre simultáneos; el no-ya precede al “ahora” con el cual, por otro lado, coexiste; el pasado puro, cuajado en la facultad del lenguaje, es contemporáneo al presente empírico que la palabra realmente pronunciada escande todas las veces desde la iniciación. He aquí las proposiciones elementales, o sea no descomponibles, sugeridas por el vistazo tardío.
De la pareja potencia/acto se comprende muy poco si no se indaga en base al tiempo. Ejemplo: los dos términos manifiestan su radical diferencia (de naturaleza, no de grado) sólo a condición de ser destinados como pasado y presente. Pero no es difícil constatar que la misma pareja modifica y profundiza la comprensión del tiempo en general. Ejemplo: desde que asumen la forma de potencia y acto, el pasado y el presente no designan más momentos sucesivos, sino dimensiones concomitantes. Los conceptos temporales (no-ya, ahora, simultaneidad, diacronía, etc.), utilizados para analizar la relación entre facultad y ejecución, no permanecen inmutables al final del análisis. El peculiar objeto al que se aplican los deforma y complica, alterándoles el significado primitivo. El pasado en cuanto poder-decir o fuerza de trabajo es algo distinto del pasado ordinario, depósito de palabras ya dichas y trabajos ya efectuados. La relación entre facultad y ejecución, que explicamos, se transforma así, a partir de un cierto punto, en la verdadera clave explicativa. Este movimiento circular (el explicandum que retroactúa sobre el explicans) es, tal vez, el signo distintivo de una aproximación materialista a la cuestión de la temporalidad. O, por lo menos, de una aproximación que renuncia a utilizar los recursos de la teología. El tiempo puede ser pensado solamente mediante el auxilio de un fenómeno que él mismo ha permitido pensar; a condición, por supuesto, de que el fenómeno sea tal de provocar, por contragolpe, un drástico repensamiento de las nociones temporales movilizadas desde el principio a su cuidado.
Si se desarrolla con cierta tenacidad la interpretación de la dupla potencia/acto a partir del tiempo, se hallará que, casi inadvertidamente, se vuelve a interpretar el tiempo a partir de la dupla potencia/acto. La encuesta temporal sobre la modalidad de lo posible y lo real se transforma siempre de nuevo en una encuesta modal acerca de la temporalidad. Es inevitable la diversidad, o mejor dicho, la heterogeneidad de los fines. Ella ha aflorado una y otra vez en las páginas precedentes; sería arduo, por ello, indicar un solo lugar en que no esté presente. Pero aquí tal diversidad será ensayada y explicitada a fondo. Es preciso aclarar en qué modo la coexistencia de potencia y acto, el no-ya y el “ahora”, el pasado en general y el presente determinado, son la estructura portante y también la condición de posibilidad del tiempo histórico.


10. ¿Qué es un momento histórico?

La potencia es el pasado del acto, de cualquier acto aunque esté engastado en épocas remotas, a punto de cumplirse o también a cumplirse en el futuro. Es el antecedente no cronológico de todo evento datable. Se extiende a espaldas de todo lo que surge al rango de presencia. Precede al “ahora” en cuanto tal. Pues bien, el pasado potencial es el punto de apoyo de la temporalidad. Si la expresión no fuese sumamente equívoca, a ella le correspondería el título de “tiempo originario”. Este “antes” que no corresponde a nada real es el hilo rojo que hilvana y une la trama del devenir; hace de fondo constante del ayer, el hoy y el mañana del calendario; delinea el horizonte contra el que se recortan las sucesivas actualidades. El pasado potencial exhibe al tiempo entero, permanente e infraccionable, en cuyo ámbito “debe ser pensado todo cambio de los fenómenos”. Recíprocamente, el tiempo entero no se manifiesta de otro modo más que en forma de pasado irrealizado: de “pasado” porque es siempre anterior a lo que de tanto en tanto cae en el tiempo; pero “irrealizado” porque si actuase con un desarrollo progresivo, sería subdividible en fases o períodos cronológicos, asumiendo de este modo el aspecto de fenómeno infratemporal.
La temporalidad está caracterizada por el liderazgo del pasado. Conviene sopesar con sagacidad esta fórmula. No sería correcto decir que los advenimientos ya archivados son más influyentes en la organización de la experiencia del tiempo que los actuales o futuros. La supremacía del pasado deriva sobre todo de su duplicidad: por un lado colección de hechos realizados, por el otro, potencia inactuable. El pasado es la única dimensión del devenir que posee una contrafigura no cronológica, o, si se prefiere, un sosías trascendental. Sólo el “entonces” no se agota en una acumulación de contenidos determinados, sino que se afirma también como una forma autónoma (forma-pasado) y un horizonte puro (el horizonte de la anterioridad). El presente y el futuro son siempre empíricos, inseparables por ello de uno o más actos concretos: actos reales en el primer caso, hipotéticos y prefigurados en el segundo. No se puede hablar de un presente y un futuro sustraídos en principio de la cronología. Y viceversa: es lícito distinguir entre pasado empírico y pasado en general, actualidad antigua y “antes” sin fecha. Del mismo bodoque fue oportuno, y necesario, señalar el peine que separa al recuerdo de la palabra pronunciada años atrás del recuerdo de la facultad del lenguaje.
El pasado en general es invasivo. Coexiste con las obras y los días que fueron, son y serán. Cada instante del devenir hospeda la asociación, y también el salto insanable, entre actualidad y presencia, “entonces” indefinido y “ahora” atestado de eventos. La insurrección de mayo de 1968, un oscuro episodio de nuestra adolescencia, el discurso de Münzer contra Lutero, se entrecruzan durante su efectivo desarrollo con el pasado no cronológico en que se espesa la potencia. Esta última, referida a un conjunto de vicisitudes ya decaídas, toma la semblanza de pasado (puro) del pasado (empírico). Allí donde se considera un acto actualmente en curso, por ejemplo el ensayo sobre el tiempo histórico que estoy escribiendo, la facultad a la que ese está relacionado constituye en cambio el pasado del presente. En fin, respecto a los trabajos aleatorios y los goces inciertos que cubren el porvenir, la fuerza de trabajo y la disposición al placer serán algo anterior, o sea algo que merecerá recibir una mirada retrospectiva. Fuerza de trabajo y disposición al placer equivalen en tal caso al pasado del futuro. Un esquema tal favorece, tal vez, a la representación intuitiva del papel preeminente asumido por el “entonces” en la articulación de la temporalidad. Pero, por cierto, no está exento de inconvenientes. Hasta que se contenta con subrayar la invasividad, el pasado potencial parece flanquear los tres tiempos empíricos como un nexo extrínseco o un contrapunto irrelevante.
Por un lado, se presupone a aquellos tres tiempos, sin mayores cuestionamientos a su formación o su estructura; por otro, se agrega un “antes” incomputable junto a cada uno de ellos. Un procedimiento perezoso, que reclama una estricta corrección. Bien visto, la prerrogativa de la invasividad es el reverbero estático de un enredo de relaciones bastante decisivas.
El pasado potencial es productivo. Contribuye a determinar las diversas regiones en las que habitualmente distribuimos la secuencia cronológica: presente, pasado (datable), futuro. No se limita a cortar a los tres tiempos empíricos, sino que desarrolla una función relevante en su génesis. Más en general, fonda y salvaguarda la historicidad del devenir, de todo segmento o intersticio del devenir.
La productividad del pasado potencial emerge nítidamente apenas se mira a contraluz el concepto de presente, y también el significado del adverbio “ahora”. Es suficiente con recordar aquí el resultado de un análisis desarrollado extensamente con anterioridad. El “ahora” está marcado por una posterioridad esencial. Puede denominarse actual sólo a lo que viene después. Atención: no después de una miríada de otras actualidades descoloridas, sino después del no-ya de la potencia. Un acto de palabra instituye el presente, haciéndolo coincidir con la propia, irrepetible, ejecución, porque lleva a la espalda a la perenne latencia de la facultad del lenguaje; o bien, porque se despide de un pasado (no registrado en el calendario) en el cual era solamente “la posibilidad de la lengua” (É. Benveniste). El “ahora” posee la índole de un “luego”. Pero el “luego” depende en todo y para todo de su “antes”. Debemos concluir, por lo tanto, que el “ahora” existe únicamente en relación al pasado potencial. O sea que el pasado potencial, lejos de flanquear parasitariamente a un presente ya dado, concurre ante todo a definir sus rasgos salientes.
Y hay más. La potencia y el acto son un “antes” y un “luego”. Pero, y he aquí la complicación, un “antes” y un “luego” siempre simultáneos. Para designar su nexo, se habló de concomitancia de los diacrónicos. ¿Qué implica esta simultaneidad? El instante que estoy viviendo parece un campo de fuerzas en tensión, puesto que comprende en sí tanto un polo posterior (el acto) como un polo anterior (la potencia): es compacto y, al mismo tiempo, lacerado. En consecuencia, el instante que estoy viviendo no coincide en absoluto con el “ahora”: la aparente sinonimia esconde una discrepancia. Si se equiparase el hic et nunc concreto al acto, a la actualidad, al “ahora”, se aprehendería sólo uno de los simultáneos; por lo tanto sólo una parte o un aspecto del… hic et nunc concreto. Resulta indispensable una distinción terminológica. El instante que estoy viviendo – destinado como el lugar en que tiene lugar la simultaneidad entre potencia y acto, facultad del lenguaje y palabra emitida, fuerza de trabajo y prestación laboral particular – será designado de ahora en adelante con el epíteto de momento histórico. La actualidad en sentido estricto recibe, en cambio, el nombre de presente. En rigor, el momento histórico no es otro más que el presente aferrado en su génesis: un “luego” inseparable del “antes”, por lo dicho.


Comentario. Con la expresión “contemporaneidad del no-contemporáneo” acuñada por Ernst Bloch,   se designa por lo general a la supervivencia de mentalidades primitivas y costumbres desusadas en el interior de la sociedad capitalista plenamente desarrollada: la economía del trueque flanqueando al Fondo Monetario Internacional; una familia china emigrada a California que, aún participando de la producción de software, mantiene intacta su estructura tradicional. Pero es necesario introducir una acepción más radical de la misma expresión. Por contemporaneidad de lo no-contemporáneo debe entenderse, en primer lugar, la coexistencia de facultad y ejecución, “antes” potencia y “luego” acto, pasado no cronológico y presente determinado, que caracteriza a cualquier momento histórico. Puesto que consta de dos elementos diacrónicos, la célula más simple de la temporalidad tiene una naturaleza híbrida, o anacronística. La contemporaneidad de lo no-contemporáneo se manifiesta originariamente en el hecho de que el hic et nunc inmediato e indivisible, más allá de ser percibido, es también recordado mientras se lo está viviendo. Si no nos familiarizamos con este anacronismo fundamental, punto de apoyo de todo momento histórico, no estaremos en condiciones de entender fácilmente los innumerables anacronismos empíricos (economía del trueque, tenaz tradicionalismo de la familia china dedicada al software, etc.) que aparecen a veces en un momento histórico particular. En cuanto al capitalismo, es verdad que fomenta la contemporaneidad de lo no-contemporáneo. Pero, en contraste con una letanía repetida durante décadas, no se trata tanto de la convivencia de técnica y supersticiones atávicas. El punto crucial es ante todo la exhibición teatral del entrecruzamiento de potencia y acto, “entonces” indefinido y “ahora” fechable. La concomitancia de los diacrónicos se vuelve finalmente explícita. El capitalismo maduro, como se verá detalladamente en la tercera parte del libro, es la época en la cual emerge a la superficie, con el relieve que corresponde a un fenómeno concreto, el anacronismo radical del que depende la misma historicidad de la experiencia.


Los requisitos más eminentes del momento histórico son la bidireccionalidad y la incompletud. Examinémoslos separadamente, pero con una advertencia: es férreo el retorno recíproco entre uno y otro. El momento histórico particular, siendo compuesto por un polo posterior y un polo anterior, ofrece una imagen miniaturizada de las dos direcciones a lo largo de las cuales se devana toda relación diacrónica: hacia atrás y hacia delante. La apertura del hic et nunc en un “antes” y un “luego” funda una orientación regresiva (o retrospectiva): del “luego” hacia el “antes”; y una orientación progresiva (o prefigurativa): del “antes” hacia el “luego”. En base a estas orientaciones complementarias, el momento histórico parece, de tanto en tanto, el precursor y heredero de sí mismo. Pasemos al segundo requisito. El momento histórico es insaturado. Incompleto, informal. En él arraiga siempre un núcleo irrealizado: la potencia, el “antes” no cronológico. Es historia, por otra parte, sólo porque la inactualidad se vuelve una cuña en la presencia, para constituir así el encastre vacío (o la valencia libre) del instante que está viviendo. La facultad no halla cumplimiento en al suma de todas las ejecuciones eventuales; el mundo-contexto permanece amorfo y potencial, tal como los hechos que lo estorban; el no-ya no se convierte nunca en un “ahora”. Facultad, mundo y no-ya tienen abierta una laguna en el interior del instante. Y la laguna exige un rellenado. ¿Pero qué género de rellenado, siendo también oblicuo, puede conseguir el momento histórico, de por sí irremediablemente insaturado?
Los dos requisitos son interdependientes, y también simbióticos. No sólo bidireccionales, ni sólo incompleto: el momento histórico es en primer lugar bidireccional en su incompletud e incompleto en su bidireccionalidad. Ambas orientaciones diacrónicas innatas en el hic et nunc resultan lagunosas. El eje regresivo, del “luego”-acto al “antes”-potencia, tiene por éxito un encastre vacío; el eje progresivo, desde el “antes”-potencia al “luego”-acto, se mueve desde una premisa indeterminada e irrealizable, respecto a la cual el polo posterior no puede más que revelarse inobservable. Igual que la laguna, también la búsqueda de un rellenado es bidireccional. Ella, luego, se propaga hacia atrás y delante. La instancia de saturación se desarrolla prolongando la retrospección (“luego” –––––> “antes”) y la prefiguración (“antes” ––––––––> “luego”) más allá de los confines del momento histórico particular, a la vuelta de lo que lo ha precedido en el tiempo y de lo que lo seguirá en el tiempo. Se trata, por lo tanto, de una saturación extrínseca: el núcleo irrealizado del instante que estoy viviendo inclina a éste último contra otros instantes, ya experimentados o también a ser vividos. El rellenado regresivo de la laguna se identifica con la construcción del pasado (empírico); el rellenado progresivo no es otra cosa más que la construcción del futuro.
El momento histórico estipula relaciones de afinidad o de idiosincrasia con múltiples eventos transcurridos (la Comuna de París, un texto de Breton, algún amor amargo, etc.) en virtud de la orientación retrospectiva “luego” ––––––-> “antes” que le es natural. El hic et nunc individualiza a los propios precursores, es decir que determina una miríada de “entonces” historiográficos concretos, puesto que incluye en su textura un “entonces” no cronológico. El punto de partida en la construcción de todo vívido “era una vez”, es la posterioridad del acto respecto de la potencia concomitante. El “luego”, la frase que estoy pronunciando, se extiende contra el “antes”, la facultad del lenguaje. Pero este antecedente es insaturado, indefinido: no configura por cierto un sólido estado de cosas ante el cual detenerse. Para ocupar la valencia libre del momento histórico, la retrospección se presenta a la actualidad antigua. Alcanza, por ello, al pasado empírico, volviéndolo el sucedáneo y el emblema del pasado potencial. El recuerdo de los discursos y trabajos archivados en el tiempo articula subrepticiamente la experiencia contemporánea del poder-decir y de la fuerza de trabajo. Un conjunto de vicisitudes más o menos remotas (la Comuna, el texto surrealista, etc.) es llamado a encarnar la potencia encerrada en el hic et nunc. De tal modo la potencia de hoy sobrevuela los equívocos de la tradición o del ejemplo. En compensación, las tradiciones y los ejemplos en los que se refleja el hic et nunc conservan un halo de virtualidad irresuelta. 
El momento histórico produce el futuro a causa de aquella misma diacronía interna (o escisión en un polo anterior y otro posterior) que, por otra parte, permite acceder al pasado factual. Excepto que, a propósito de futuro, lo que cuenta es la orientación progresiva “antes” –––––––> “luego”. El punto de partida en la prefiguración de todo deseado o logrado “será en seguida” es la anterioridad de la potencia respecto del acto concomitante. El “antes”, la fuerza de trabajo, envía al “luego”, es decir al trabajo ahora en curso. Pero la ejecución puntual, anclada a procedimientos circunstanciados, no es equiparable a la facultad genérica. Lejos de desagitar a la potencia, los actos no la conmutan nunca, ni en parte, en su propio modo de ser: así como los números racionales no ofrecen nunca una adecuada retribución del número irracional. El “luego” no completa al “antes”. Para redimir la lacunosidad del hic et nunc, la orientación progresiva la pasa y entreabre el futuro. Otros “luego”, dispuestos en sucesión cronológica, bosquejan (aunque lo difieren siempre otra vez) el eventual rellenado del encastre vacío enquistado en el momento histórico. La prefiguración se aplica, por lo tanto, a un torbellino de actualidad del devenir, en la forma acostumbrada de la conjetura y de la espera. Es sólo para realizar el pasado (potencial) que construimos el futuro.
La retrospección y la prefiguración corren el riesgo de precipitarse en el fetichismo. Si atribuimos a un acto acaecido tiempo atrás las connotaciones que pertenecen, en cambio, a la potencia de hoy, fatalmente lo veneraremos como un origen cargado de destino, del cual no dejamos de depender. Igualmente, si le imputamos a un acto futuro el peso de agotar la potencia, no dejaremos de venderlo para el fin al que tiende todo el devenir. Fetichismo del origen en un caso; fetichismo del fin en el otro. La doble apariencia fetichista se resquebraja, sin embargo, cuando queda claro que el evento de ayer (presunto origen) y el evento de mañana (fin anunciado ) son, a su vez, los “luego” vinculados a un “antes” sin fecha; cuando queda en claro, por lo tanto, que aquellos eventos regresan, a su vez, en momentos históricos insaturados. La laguna se hace valer también en el pasado empírico y en el futuro que parecían haberla llenado. El antiguo hic et nunc fue un campo de fuerzas en tensión en el cual cohabitan el no-ya y el “ahora”. Y el hic et nunc, que aguardamos con el ánimo en suspenso, será bidireccional e incompleto. ¿En qué consiste la relación entre diversos momentos históricos? En su especularidad: prerrogativa ésta que nada comparte con la continuidad o con la influencia causal. Especularidad de los llenos y de los vacíos. El instante que estoy viviendo, en lo que concierne a su lado potencial e irrealizado, busca una saturación retrospectiva en los actos pasados y una saturación prefigurativa en los actos futuros. Y aún el mismo instante es también objeto de prefiguraciones y retrospecciones: fue proyectado y vendrá recordado. Las partes se invierten, por lo tanto. En cuanto actualidad bien definida, el instante que estoy viviendo procura un rellenado progresivo en el instante ya vivido (en la laguna que estaba fijada), y también un rellenado regresivo al instante todavía no vivido (a su valencia libre).


11. Muerte e historia


El pasado potencial, del que hemos relevado tanto la invasividad como la productividad, es el gozne del tiempo histórico: lo instituye y cualifica todos sus meandros. Es evidente que la afirmación de la marca del pasado ha sido escamoteada en gran parte de la filosofía contemporánea, propensa en primer lugar a poner a la temporalidad y la historicidad bajo la égida del porvenir. Heidegger, de quien dependen enteramente dichas propensiones, declara: “El pasado mana, en cierto modo, del porvenir”.   Alexandre Koyré parafrasea: “La dimensión temporal dominante es el futuro, que asume la prioridad sobre el pasado”.   E. Kojève, interpretando a Hegel a la luz de Sein und Zeit, agrega: “El Tiempo en el que sobresale el Porvenir genera la Historia”.   Se podría continuar largamente: así de espeso y bien afinado es el coro de autores que elevan el futuro a un tiempo “originario” y fundacional. Si se pudiese desarrollar un recuento detallado de estas posiciones, constituirían un libro en sí mismas. Pero en sus líneas generales la discusión crítica ya ha tenido lugar anteriormente. En el modo único de subalternidad rabiosa: buscando esbozar en alto relieve una constelación conceptual diferente a propósito de la temporalidad. En las siguientes páginas nos limitaremos a extrapolar un único tema, capaz de funcionar como papel de tornasol. En referencia a él, el roce con la “filosofía del porvenir” debe quedar explícito. El tema en cuestión, absolutamente central en el armado teórico heideggeriano, es el nexo entre la historicidad y la muerte.
Escribe Heidegger: “La historia, en cuanto modo de ser del Ser, hunde profundamente sus raíces en el futuro, que es la muerte, como posibilidad característica del Ser, de echar de nuevo la existencia anticipante contra su estado-ser efectivo (…). El ser-para-la-muerte auténtico, o sea la finitud de la temporalidad, es el fundamento escondido de la historicidad del Ser”.   Intentemos discernir algunos de los hilos que se anudan aquí. El porvenir es la dimensión temporal predominante sólo porque lo domina la muerte. La historia se origina en un futuro a término; mejor dicho, del futuro en tanto término. ¿Pero por qué razón la perspectiva del fin se torna histórica? El punto realmente crucial es que Heidegger identifica la muerte con la potencia. El cese de la vida no es nunca un acto para el viviente. El anonadamiento incumbe en cada instante, conservando los rasgos de la pura posibilidad: una posibilidad que permanece constantemente como tal, puesto que el Ser no llega a efectuar su realización. Es esta dynamis negativa la que se historiza. La muerte, potencia absoluta, permite reconocer la potencialidad relativa, o sea concreta y particular, que enerva la existencia: “La anticipación de la posibilidad insuperable abre al mismo tiempo la comprensión de la posibilidad colocada al lado de ella”.  El fin del futuro, ineludible pero sólo eventual, nos remite a lo que siempre hemos sido: un poder-ser. A la luz de nuestro poder-ser entendemos la herencia misma del pasado como un conjunto de posibilidades repetibles, que se someten a una frase: “el Ser escoge sus héroes”.   Pero aquel que toma del legado de la tradición “la fuerza silenciosa de lo posible”,   antes que una coacción inapelable, se halla también en condición de tomar libres decisiones (o, al menos, de adoptar comportamientos no prefijados) en la situación presente. Repitiendo y decidiendo, el Ser manifiesta la propia y auténtica historicidad.
Para Heidegger existimos históricamente porque somos mortales. O: porque no esperamos un apagamiento inconsciente, sino que debemos tratar con la permanente posibilidad del fin. Aquí debemos sugerir que es exactamente lo opuesto. Debemos tratar con la permanente posibilidad del fin solamente porque existimos históricamente. La muerte en sentido fuerte, es decir distinta del simple deceso, no funda la historicidad sino que la presupone. Para aclarar una afirmación similar, sigamos una vía oblicua: una seña a la tesis de Kojève sobre el “fin de la historia”. Confutada en la primer parte de este libro, ella favorece nada menos que un razonamiento contrafactual.
Kojève calca a Heidegger. También para él la temporalidad se radica en el porvenir. Más precisamente: en un porvenir destinado a agotarse; es decisiva desde todo punto de vista “la presencia del fin del Tiempo desde su comienzo y por toda su duración”.   Kojève extiende a la especie el ser-para-la-muerte del individuo: “El fin de la Historia es la muerte del Hombre propiamente dicho”.   Esta extensión, a su modo obsequiosa, provoca sin embargo el distanciamiento de Heidegger. De hecho, allí donde se hipotetiza sobre la detención, el tiempo de la especie (o sea la historia) muestra una marcada independencia de la mortalidad del individuo. Es sobre la praxis histórica que cae el telón “cuando el deseo humano es plena y definitivamente satisfecho. Ahora no existen más Acciones negativas; el Hombre está reconciliado con el Mundo dado”.   El epílogo pone de relieve la génesis. En la base de la praxis histórica está el deseo insatisfecho, una llamativa divergencia entre sujeto y objeto (la que implica la “acción negativa” del trabajo), la defectuosa integración del homo sapiens en el mundo circundante. No es la muerte, por lo tanto, sino la potencialidad connatural al más pobre de los vivientes, aquel desprovisto de un ambiente unívoco e instintos especializados. Una potencialidad que, según Kojève, tiene una actuación irreversible en la Revolución Francesa y el triunfo del sistema industrial. Del quid pro quo que aflige esta idea de una actuación concluyente ya se ha hablado mucho:   es inútil insistir. Vale la pena preguntarse, más bien, qué es de la muerte después del presunto colapso de la historia. Los “animales post-históricos” continúan apareciendo, excepto que, para ellos, el aniquilamiento no es más una “posibilidad característica”, sino un modo de ser, un mero veredicto biológico. La post-historia semeja al Ade virgiliano; vivimos “cuerpos dotados de aspecto humano, pero privados (…) de Tiempo y de potencia creadora”;   cuerpos a los cuales les está también impedida la muerte, si bien se hallan todavía consagrados a la extinción. El experimento mental solicitado en la tesis de Kojève, tiende a decir: si la historia finalizase, terminaría el tiempo en que tiene una gran importancia el hecho de que hemos de vivir un tiempo finito.
Abandonemos ahora el terreno de las alusiones divagantes, yendo al discurso directo. El fundamento de la historicidad es una potencia permanente, recidiva, no pasible de realización. Si se tratase de una dynamis inclinada a actuar la historia, más que a evaporarse a partir de un cierto momento (como supone Kojève), ni siquiera habría comenzado. Pero, en contra de Heidegger, conviene añadir: la potencia siempre incumplida no tiene nada que ver con la muerte. Sus nombre son otros: el contexto sensible de la existencia, o sea el mundo en tanto materia amorfa o desenfocado “todo alrededor”; la facultad genérica (poder-decir, disposición al placer, fuerza de trabajo, etc.), que, imitando la indeterminación, permite obrar adecuadamente en aquel contexto sensible; el tiempo entero, nunca desplegado y nunca presente, en cuyo interior se despliega toda presencia datable. De querer utilizar con espíritu polémico la jerga heideggeriana, se podría decir: la dynamis perennemente inactuada, de la que depende la historicidad, no concierne a la angustia que aísla al individuo, sino a la condición de desambientamiento e indecisión que tiene en común una multitud; no anida en lo que es “sólo mío”, sino que se difunde en la experiencia compartida del “estado interpretativo público”; no reclama al incomparable “sí mismo” del Ser, sino al anónimo “con” del con-Ser. Además, lejos de presidir el futuro, esta dynamis constituye el pasado común del género humano. Un pasado no cronológico, análogo de cualquier forma al pecado original de la tradición cristiana. La facultad, el mundo-contexto, el tiempo como un todo unitario son un “ya-ahora” merecedor de recuerdo, no un “no todavía” deseoso de anticipación.
El tiempo histórico, según Heidegger, se distingue por una finitud esencial. Afirmación indudable. El verdadero problema consiste, sin embargo, en precisar con cuidado cual es el límite que provoca la finitud. Para ir directo al tema, no hace daño probar otro experimento mental. Imaginemos una situación contrafactual en la cual la vida humana fuera de duración eterna. Una vez que estemos exceptuados del deceso ¿perderemos nuestra historicidad? Tal vez no. Ciertamente no, al contrario, si la vida humana (prolongándose de siglo en siglo en función de la hipótesis propuesta) portase el estigma de la potencia, de la inactualidad del no-ya. Aquel que se apropie de facultad genérica y pertenezca a un contexto indeterminado, será histórico aunque sea inmortal.
El límite que caracteriza a la historia no es la caducidad. Mirándolo bien, eso se identifica con la irrealizabilidad de la potencia. La falta de cumplimiento de la dynamis no es imputable a la ausencia o el reiterado diferimento del acto (como sucede, contrariamente, en el caso de la muerte, que de la auténtica dynamis es sólo un simulacro postizo). El punto decisivo es que los actos, si bien se suceden sin pausa, no ofrecen ninguna traducción pertinente de la potencia a la cual están correlacionados. Tras la facultad y las respectivas ejecuciones rige una diferencia de naturaleza, no de grado: por esto la primera no se resuelve en las segundas. La inactualidad del poder-decir no es rescatada, ni redondeada, por la presencia de sonoras enunciaciones, sino que persiste en su presencia. Ya que comprende en sí al no-ya de la potencia irrealizada, el instante particular permanece incompleto, hueco, insaturado. Pues bien, la finitud del tiempo histórico coincide con la lacunosidad estructural de cada una de sus mínimas partes. No es cuestión de un aniquilamiento final (fin de la vida, fin de la historia), sino una nada intersticial y ubicua (el firme no-ya de la dynamis, justamente). Mientras la muerte atestigua el límite asignado a lo posible, la lacunosidad de cada instante indica, más bien, el límite insito en el mismo posible, es decir, aquello que mana de la relación entre potencia y acto. Solamente el segundo tipo de límite califica a la praxis histórica.


Comentario. La nada intersticial, inherente a todo instante experimentado, constituye, por otra parte, el único asidero para representarse al aniquilamiento absoluto, o sea, el fin de la vida. Cuando prefiguramos el deceso, desagregamos el momento histórico, aislando el componente lacunoso y oponiéndolo al saturado. Una imagen evidente de la muerte es el no-ya despegado irrevocablemente del “ahora”, la potencia separada para siempre del acto. Nada cambiaría si se dijera: imagen saliente de la muerte es el tiempo como un todo unitario, escindido de cualquier posición en el tiempo. Ya que el tiempo global (no-ya, potencia) existe sólo en relación a una presencia datable (“ahora”, acto), reafigurarse al primero desvinculado de la segunda significa, efectivamente, evocar oblicuamente la catástrofe del tiempo. No hay otra manera de evocarla.
El que cumple un acto se sustrae al riesgo de la falta de presencia. Estabiliza también la propia posición en el tiempo, evitando ser aspirado en la potencialidad informe del tiempo total. Aquel que cumple un acto desbarata la amenazadora perspectiva de un no-ya sin “ahora”; y al desbaratarla, se vuelve experto. Pero el no-ya desatado del “ahora” es la efigie de la muerte. Por lo tanto, aquel que cumple un acto es un superexperimentado. El superexperimentado conserva un recuerdo indeleble de la ruina de la que ha escapado. A su cuidado, el antiguo adagio memento mori se cumple al pie de la letra: de la muerte si se protege.


La historia hunde raíces en un ámbito totalmente diferente del de la muerte. Sin embargo, esta constatación no basta para aprehender el punto dirimente. Es preciso otro paso: sólo quien lleva una existencia histórica puede llamarse mortal. Nos acordamos de Kojève: inmerso en una actualidad sin poros ni estrías, le perdona la vida a sus “animales post-históricos”, cierto, pero no mantiene más una relación constante con la eventualidad del propio fin. El ser-para-la-muerte presupone la historicidad y depende de ella. Tras los dos términos subsiste realmente una conexión íntima, pero de digno opuesto respecto a lo analizado por Heidegger. El deceso toma la forma de una posibilidad permanente porque nos hemos familiarizado con la potencia siempre irrealizada (facultad del lenguaje, fuerza de trabajo, etc.) que da acceso a la historia. El no-ya introyectado en el instante particular hace que la mortífera detención de su sucesión se perfile como un no-todavía. El sentimiento de la caducidad deriva de una melancolía más basal, conectada a la incompletud o lacunosidad de todos los momentos históricos experimentados efectivamente. Adoptando el léxico de los teólogos: es el modo de ser de las “cosas penúltimas” y la representación de las “cosas últimas” (muerte)




Tercera parte

Materialismo histórico





Oh gentilhombre, la vida es breve…Si vivimos,
vivamos para caminar sobre la cabeza del rey.

William Shakespeare







Premisa


El concepto de fuerza de trabajo, recorriendo todo giro de frases en los análisis económicos y sociológicos, ha quedado casi impensado. Los filósofos profesionales lo descuidan alzándose de hombros, ocupándose totalmente de temas que son sólo un corolario de aquel (la biopolítica, por ejemplo). Sin embargo, este concepto, en apariencia obvio y hasta corriente se entrelaza vistosamente con la investigación del tiempo histórico.
La relación capitalista de producción se basa sobre la diferencia entre fuerza de trabajo y trabajo efectivo. La fuerza de trabajo es pura potencia, muy distinta de los actos correspondientes: “Quien dice capacidad de trabajo no dice trabajo, como quien dice capacidad de digerir no dice digestión”.   Pero se trata de una potencia que se arroga las prerrogativas concretas de la mercancía; de un no-ya sujeto a oferta y demanda. El capitalista adquiere la facultad de producir en cuanto tal (“la suma de todas las actitudes físicas e intelectuales existentes en la corporeidad”,   escribe Marx), no ya una o más prestaciones determinadas. Después que se ha efectuado la compraventa, el emplea a su gusto la mercancía de la que ha entrado en posesión: “El adquirente de la fuerza de trabajo la consuma haciendo trabajar a su vendedor. Es así como este último deviene actu lo que antes era potentia”.   El trabajo realmente distribuido no se limita a resarcir al capitalista del dinero desembolsado precedentemente con el fin de asegurarse la potencia de trabajo ajena, sino que prosigue por un lapso de tiempo suplementario: he aquí la génesis del plusvalor, el arcano de la acumulación capitalista.
Una síntesis muy escueta, por cierto. Pero no importa: su único fin es mostrar rápidamente la paradoja temporal de la que el materialismo histórico debe llegar al principio. Sabemos que la discrepancia entre potencia y acto, no-ya y “ahora”, inactualidad y presencia, es la raíz de la historia en general. Pero con el capitalismo, esta misma discrepancia (en la versión detallada que ofrece la dupla fuerza de trabajo / trabajo) gana un extraordinario relieve empírico, pragmático y económico. Se transforma, por lo tanto, en un hecho histórico. Podemos concluir que el capitalismo es la época en que la condición de posibilidad de la historia se evidencia como un fenómeno tras los fenómenos, constituyendo hasta el punto de apoyo de un modo de producción específico; la época en la cual la historicidad de la experiencia se deja realizar históricamente. Salta a la vista la analogía con la Revelación cristiana: un presupuesto por lo general oculto se encarna con semblante sensible, exponiéndose a la percepción más inmediata. El manifestarse en circunstancias terrenas y contingentes no es, por supuesto, algo atemporal, sino simplemente el orden del tiempo histórico, su estructura recóndita. Esta epifanía no redime: por los modos en que pasa, se coloca en las antípodas de la salvación. Deberemos soportar la idea de una Revelación sin Mesías.






1. Sobre el concepto de fuerza de trabajo. Cuerpo y potencia.


El capitalismo es la primera forma de organización social integralmente histórica. Pero no sólo porque manda a la ruina a toda tradición consolidada, fomentando la revolución ininterrumpida de los procesos productivos y los estilos de vida. Sino por un motivo más radical. Si convenimos en denominar “meta-históricas” a las condiciones que garantizan la historicidad de cualquier evento, se podría decir: el capitalismo historiza la meta-historia, la incluye en el ámbito prosaico de los eventos, se la apropia. Escribe Marx: “el capital presupone al proceso de producción en general, inherente a todas las situaciones sociales, por lo tanto, sin carácter histórico (…); el proceso de producción en general viene a su vez modificado históricamente apenas se presenta como elemento del capital”.   Por producción en general debe entenderse lo que acomuna el conjunto del trabajo real o posible. Pero este aspecto invariable e invasivo no es otro más que la facultad de trabajar, o sea, un simple requisito antropológico (“inherente a todas las situaciones sociales”). El capitalismo reivindica para sí la meta-histórica producción-en-general, confiriéndole por vez primera el rango de fenómeno empírico, porque su peculiar carácter histórico (el que más lo separa de los regímenes sociales precedentes) consiste en reducir a mercancía la potencia genérica de producir. La meta-historia irrumpe en el seno de la historia ordinaria con los vestidos nunca más sublimes de la fuerza de trabajo.
La compraventa de la capacidad laboral es un intercambio entre sujetos jurídicamente iguales, cuya libertad personal está fuera de toda discusión. Con no poco sarcasmo, en sus confrontaciones con aquellos que reprochaban al capitalismo el lesionar al Estado de derecho, Marx observa: “No sólo igualdad y libertad son respetadas en los intercambios basados sobre el valor de cambio, sino que los intercambios de valores de cambio son la base productiva, real, de toda igualdad y libertad”.   Es preciso mirar más de cerca al contenido de la transacción. A diferencia de cualquier otra mercancía, “el valor de uso que el obrero ha de ofrecer (…) no está materializado en un producto, no existe por fuera de él, no existe realmente sino solamente en forma posible, o sea como su capacidad”.   ¿De qué modo la fuerza de trabajo, esto es, algo que carece de presencia y que “no existe realmente”, consigue el status de valor de uso alienable a cambio de dinero? La potencia deviene en sí sólo allí donde sea separada radicalmente de los actos a los que se correlaciona. El obrero vende su fuerza de trabajo porque, privado como está de los medios de producción, no podría aplicarla por su propia cuenta. De no ser un ciudadano libre, al proletario le estaría permitido ceder en el mercado una facultad personal como la fuerza de trabajo (toda su persona pasa a pertenecer, por derecho, a los otros). Pero si no estuviese expropiado de todo recurso económico, él no tendría ningún motivo para cederla. Libre y expropiado al mismo tiempo: la independencia jurídica marcha al mismo paso con la dependencia material.   Sólo la trampa de estas dos condiciones hace que la potencia se afirme en el mundo de las apariencias como la concreta realización de un intercambio, llegando así a su parousia o revelación.


Comentario. La encarnación de la meta-historia en el interior de aquella relación de producción históricamente determinada que es el capitalismo subvierte y complica la interpretación de la temporalidad. Recordemos un punto subrayado hace poco, en la segunda parte del libro: la potencia, que de por sí no cae en el tiempo, (siendo un persistente no-ya), participa sin embargo de la sucesión cronológica en virtud de su relación con el acto, por lo tanto, de manera indirecta. Mientras se pronuncia una frase o se aboca a un trabajo, aflora el nexo que enlaza estas acciones a las respectivas facultades, el poder-decir o la fuerza de trabajo; de modo que, en aquel preciso instante, ni antes ni después, también esas facultades ocupan un lugar en el calendario. Conclusión: si nos limitamos a considerar la sucesión cronológica, la potencia es siempre simultánea al acto. Pues bien, en la época de capitalismo esto no es totalmente cierto. El intercambio entre dinero y fuerza de trabajo es el que modifica la situación: él comporta la inserción de la potencia en el devenir, tal como en los libros contables, pero, es una inserción independiente del acto. La capacidad de producir es comprada y vendida antes que se inicie el proceso productivo: “la alienación de la fuerza de trabajo y su efectiva extrinsecación (…) son hecho separados en el tiempo”.   El momento de la alienación es el momento en que el no-ya como tal (no gracias a la relación con una actualidad), se inserta en la historia empírica. La escisión entre la fecha del intercambio, en que va la facultad de trabajar, y la fecha del trabajo realmente realizado, corrobora lo que se afirmó al principio: la heterogeneidad de potencia y acto, más que dar acceso a la historia, se perfila como un dato específico de un hecho histórico.


Desde el comienzo el capital parece un desmesurado depósito de trabajo objetivado, erogado tiempo atrás, condensado en valores de cambio. Él busca en el obrero la única cosa distinta de sí (y en grado de aumentarlo): “el trabajo no objetivado pero todavía a objetivar, el trabajo como subjetividad”.   El trabajo no objetivado, esto es, la mera facultad de producir, resulta, sin embargo, “inseparable de la existencia corpórea inmediata del obrero”.   Cada vez que pretende procurarse la fuerza de trabajo, el capital se tropieza con un cuerpo viviente. Éste último, en sí, no cuenta para nada desde la perspectiva económica, pero es el insuperable tabernáculo de lo que ciertamente importa: “el trabajo como subjetividad”. El cuerpo viviente, desnudo de cualquier dote que no sea la pura vitalidad, deviene el sustrato de la capacidad productiva, el signo tangible de la potencia, el simulacro objetivo del trabajo no objetivado. Si el dinero es el representante universal de los valores de cambio, la vida es el equivalente extrínseco del único valor de uso “no materializado en un producto”.
El origen no mitológico del dispositivo de saberes y poderes que Michel Foucault ha definido con el término de biopolítica   se encuentra sin hesitación en el modo de ser de la fuerza de trabajo. La importancia práctica asumida por la potencia en cuanto potencia en la relación de producción capitalista; su inseparabilidad de la “inmediata existencia corpórea”: he allí el fundamento exclusivo del punto de vista biopolítico. Foucault se mofa de los teóricos libertarios (Wilhelm Reich, por ejemplo), según los cuales una atención espasmódica a la vida sería el fruto de un propósito represivo: disciplinar los cuerpos para elevar la productividad del trabajo. Foucault tiene razones para ofrecer, pero contra un adversario fácil. El gobierno de la vida se extiende desde la contención de los impulsos a la licencia más desenfrenada, de la interdicción puntillosa a las miradas tolerantes, del ghetto para los pobres a los altos salarios keynesianos, de las cárceles de máxima seguridad al Estado de Bienestar. Dicho esto, resta el interrogante crucial: ¿por qué la vida como tal es tomada a cargo y gobernada? La respuesta es unívoca: porque ella hace las veces de sustrato de una facultad, la fuerza de trabajo, que posee la consistencia autónoma de un valor de uso. No es aquí la cuestión la productividad del trabajo en acto, sino la intercambiabilidad de la potencia de trabajar. Por el solo hecho de ser comprada y vendida, esta potencia llama también al receptáculo del que es inseparable, o sea el cuerpo viviente; es más, lo pone a la vista como objeto acabado del saber y del gobierno (de innumerables y diferenciadas estrategias gubernativas). Queda claro que la vida, tomada como sustrato genérico de la potencia, es una vida amorfa, reducida a pocos rasgos esenciales, metahistórica. La biopolítica es un aspecto particular y derivado de la inscripción de la meta-historia en el campo de los fenómenos empíricos; una inscripción, sabemos, que distingue históricamente al capitalismo.
La inseparabilidad de la potencia de producir del cuerpo viviente contribuye a explicar también aquel misterio ignominioso que es el salario (verdadero ápice de la biopolítica, por cierto). Lo que retiene al salario como un tema de los sindicalistas pero no de los filósofos es para replicar que, en base a tal criterio, Heidegger fue incluido entre los peritos químicos, por haberse ocupado insistentemente de la técnica. Pero vayamos al punto. Dando el salario, el capitalista pretende comprar la fuerza de trabajo, o el “trabajo como subjetividad”, no el cuerpo viviente. A diferencia de la vida del esclavo, la del obrero no posee ningún precio: “Como esclavo, el trabajador tiene un valor de cambio, tiene un valor; como trabajador libre, por el contrario, no tiene ningún valor; solamente la disposición al trabajo, producida por el intercambio con él, tiene valor”.   Potencia y vida son consustanciales, pero no idénticas: tanto es así que la apreciación de la primera procede junto a la devaluación de la segunda. ¿Pero cómo se fija el valor de cambio de la potencia? ¿En base a qué parámetros se determina el salario?
Es una dificultad. El trabajo objetivado, poseído por el capitalista en forma de dinero, no es conmensurable al trabajo no objetivado, a la facultad de trabajar en cuanto tal. Y no lo es por los mismos motivos que, en general, impiden equiparar a una serie de actos ejecutados con la potencia (o no-ya): mientras los actos son divisibles en partes y desplegados en el tiempo, la potencia es infraccionable, contraída, privada de ubicación cronológica. Para estabilizar el precio de la fuerza de trabajo se requiere, por lo tanto, de un término medio que, teniendo puntos de contacto con ambos polos no-homogéneos (dinero y “trabajo como subjetividad”), posibilite la confrontación y el intercambio. Este término medio es, por lo señalado, la vida amorfa y sin cualidad, la “existencia corpórea inmediata”. A la par del trabajo objetivado, el cuerpo viviente es algo en acto; un producto cuyos costos (medios de subsistencia, gastos para la formación y el adiestramiento, etc.) equivalen a determinada cantidad de trabajo objetivado. Por otra parte, el cuerpo viviente es inseparable de la potencia, dado que constituye el sustrato. El precio de la fuerza de trabajo, o sea el salario, se conforma con el término medio: para obtener el único bien que le apetece, la potencia, el capitalista ofrece una remuneración correspondiente al mantenimiento de lo que, por su parte, no tiene valor, la vida.  Si bien sale del intercambio (o porque sale, justamente), la vida-sustrato procura la unidad de medida del mismo intercambio.
Resumamos. La instalación de la meta-historia en el mismo corazón de la historia contemporánea está atestiguada por la compraventa de la fuerza de trabajo. La división entre potencia y acto, que constituye el arquitrabe inaparente de la praxis histórica, asume un relieve inédito cuando la potencia en sí y por sí, separada del acto, figura como el eminente contenido de una transacción económica; cuando el no-ya, habiéndosele reconocido un valor de uso y un valor de cambio, toma el aspecto sumiso de las cosas llevadas en la mano. Es preciso entender bien, o sea al pie de la letra, la definición marxiana de fuerza de trabajo: “la suma de todas las actitudes físicas e intelectuales existentes en la corporeidad”. Todas, queda claro. Hablando de la fuerza de trabajo, nos referimos implícitamente a toda clase de facultad: competencia lingüística, memoria, capacidad de pensar, etc. “Fuerza de trabajo” no indica a una potencia circunscripta, sino que es el nombre común de las diversas especies de potencia; o mejor, el nombre que compete a todo lo que converge en la producción, manifestándose como “trabajo no objetivado”. En la exacta medida en que son parte, las múltiples facultades comparten el destino de la fuerza de trabajo: se imponen a la mirada con la perentoriedad de un hecho empírico. Ejemplo: el poder-decir en cuanto tal, separado de cualquier acto de palabra, se perfila como un objeto concreto de experiencia desde que está involucrado en el intercambio entre el dinero y “la suma de todas las actitudes” del obrero. No diferentes son las cosas para el poder-recordar o el poder-pensar. En síntesis: el concepto de fuerza de trabajo señala a la eventual orientación productiva de la facultad, es decir a su epifanía mundana. 
Vale la pena preguntarse ahora en qué forma la revelación pragmática de la potencia invierte también al proceso de producción propiamente dicho (es decir, lo que sigue a la compraventa de la capacidad de producir). La tesis que esbozaremos –sólo esbozaremos- suena así: al culminar el desarrollo capitalista, el trabajo en acto consiste en exhibir (más que en aplicar) la potencia de trabajar; antes que destacarse, la ejecución real recalca el modo de ser de la facultad; los caracteres estructurales de la fuerza de trabajo (latencia, inseparabilidad del cuerpo viviente del obrero, etc.) contagian a las operaciones puntuales mediante las que ella se explica. Dejamos la etapa mediana de esta imitatio potentiae de parte de los actos laborales (sería interesante, sin embargo, reexaminar desde una perspectiva similar la misma noción de “trabajo abstracto”). La situación actual basta y sobra para ilustrar la tesis apenas expuesta.
Delineando una tendencia histórica que, hoy, parece realizada hasta el último detalle, Marx escribe: “No es tanto que el trabajo se presente como incluido en el proceso de producción, sino, más bien, que el hombre se ofrezca en relación al proceso de producción como vigilante y regulador (…). El obrero se coloca junto a la producción directa en vez de ser el agente principal”.   Aquel que se limita a flanquear el ciclo productivo, cumpliendo funciones de vigilancia y regulación, alterna performances individuales con un estado de inacción vigilante. Durante el horario laboral, le resta durante largos intervalos una potencia simple: no aplicada y aún disponible. El trabajo erogado sirve, en el mismo curso de su erogación, a las connotaciones del “trabajo no objetivado”. Mantiene así la fisonomía del la fuerza de trabajo. La fatiga del operario está en el oscilar, con solicitud y exactitud en el tiempo, desde el no-ya de la facultad al “ahora” de la ejecución. Actividad esta que entra en tema y articula desde el principio, la diferencia entre potencia y acto. Por otra parte, se recordará que la fuerza de trabajo es un valor de uso “no materializado en un producto”, inexistente por fuera del “sujeto vivo” en que se inserta. Pues bien, tal prerrogativa de la potencia se revierte en el proceso productivo, caracterizando a la modalidad y los resultados del trabajo en vías de desarrollo. Ya que vigila y regula, el operario no fabrica un objeto exterior, sino que cumple acciones lingüísticas que tienen en sí mismas su propio éxito.   La producción basada en el lenguaje se asemeja, al menos en algún aspecto, a las interpretaciones virtuosas de un pianista o un actor: la ausencia de un producto final duradero implica que el valor de uso de la prestación ya no está separado de la persona del ejecutante.   Como igualmente el valor de uso de la fuerza de trabajo.
El capitalismo es la primera forma de organización social integralmente histórica. Y también es la que ha podido venderse a sí misma, desde el principio y permanentemente, por el fin de la historia. No se trata de un desmedido celo apologético. La historia parece detenerse a causa del mismo acontecimiento que, por otra parte, la desencadena en una medida inaudita: la manifestación explícita, casi tangible, hasta trivial, de los presupuestos de los cuales depende la historicidad de la experiencia. Cuando estos presupuestos se destacan en primer plano, con la misma evidencia de una guerra civil o de una crisis financiera, bien se puede creer que ellos habían agotado su obra: ¿acaso no es verdad que sólo las raíces ya secas salen a la superficie? La Revelación es cambiada por un Epílogo. Las condiciones de posibilidad de la historia son equiparadas a datos de hecho; pero, y he allí el punto, a datos de hecho permanentes, recursivos, ahistóricos. El capitalismo, por el cual las condiciones de posibilidad de la historia devienen un recurso productivo, parece dar cuenta solamente de ciertos elementos invariables de la praxis humana. La sociedad que apela a la “producción en general” (y obtiene literalmente ganancias de la diferencia entre potencia y acto), alardea voluntariamente de un pedigree post-histórico.
Marx le reprocha a la economía política un equívoco en apariencia inocente: representar la relación de producción capitalista, que es un “resultado histórico” de la fisonomía inconfundible, como “el punto de partida de la historia”.   Muy justo. Pero conviene agregar: el equívoco malicioso está alimentado por el hecho de que el “resultado histórico” en cuestión posee la singular prerrogativa de movilizar realmente a su favor al “punto de partida”, o sea los presupuestos fundamentales de la historia en general. Cuando el capitalismo se apropia de un requisito antropológico como es la potencia de producir, el acento puede caer tanto sobre los modos circunstanciados en los que sucede la apropiación, como sobre el carácter indeterminado, atinente, esto es, a cualquier época o sociedad de requisitos similares. La segunda acentuación apuntala la “estrechez mental burguesa” que, para decirlo junto con Marx, “considera a la forma capitalista de producción como forma absoluta de ella – esto es, como la forma natural, eterna, de la producción”.   El concepto de fuerza de trabajo explica la difusión de un estado de ánimo (poco importa si melancólico o eufórico) inspirado en el “fin de la Historia”. O, mejor: constriñe a reconocer que este fin es, sí, una apariencia, pero una apariencia necesaria, enquistada en el modo de producción dominante, corroborada a veces por los mismos fenómenos que sirven para desmentirla.
Los siguientes párrafos se limitan a articular lo que se ha dicho apenas sobre el modo de ser de la fuerza de trabajo. Están dedicados a dos temas cruciales del materialismo histórico: el rito religioso y la prehistoria.


2. “In illo tempore”: la ambivalencia de los símbolos religiosos

Es habitual que el materialista prefiera quedarse a la larga con la meta-historia. Pero así renuncia por anticipado a su tarea más ambiciosa y delicada: aprehender el aspecto material de la misma meta-historia, la forma cambiante con la que ella se realiza prácticamente, en el curso del tiempo; en suma, el destino histórico que le compete. Y es difícil que, a la larga, llegue a una adecuada comprensión del capitalismo.
En la sociedad precapitalista, la meta-historia ha tenido una expresión exterior y concreta en el culto religioso. Resulta conveniente anotar rápidamente una importante diferencia. Mientras el capitalismo integra sin residuos a la meta-historia en la historia económica y social, a fin de tornar casi indiscernibles los dos planos, la religión contrapone la meta-historia a los hechos históricos, asignándole un ámbito especial y separado: el tiempo sacro, en el cual el devenir es suspendido o negado. Sin embargo, la integración plena de historia y meta-historia es enteramente descifrable sólo a la luz de sus precedentes contraposiciones. Auténtico precursor del modo de producción capitalista no es tanto algún otro modo de producción (el trabajo servil en el latifundio feudal, por ejemplo), como el complejo de creencias, símbolos míticos-rituales, prácticas colectivas, que se colocan bajo el nombre de religión. El materialismo histórico no está siempre a la altura de su principal descubrimiento, el concepto de la fuerza de trabajo, pues casi nunca es lo bastante materialista como para comprender a fondo el significado de la experiencia religiosa.
El tiempo sacro refigura la génesis y el fundamento del tiempo histórico: por esto lo pasa y aísla. Sólo por esto. La representación de lo que ha vuelto posible a la historia se descuenta del catálogo de las acostumbradas vicisitudes históricas, rehaciéndose más bien como un “cuando” sustraído a la cronología. El origen del cosmos, de la vida, del devenir, es colocado en un pasado indefinido: in illo tempore. La liturgia conecta la situación actual a la iniciación absoluta de todas las cosas. Escribe Ernesto de Martino: “El rito es el comportamiento que reconduce siempre de nuevo el “esta vez” histórico al “una vez” meta-histórico, que también es “una vez para siempre”.   La empresa actualmente en curso obtiene su legitimidad y valor de la perdurable intimidad que la une a un no-ya mítico, o sea, a un estado anterior al cual se le atribuye la invariabilidad del arquetipo. Según Mircea Eliade, “el gesto gana un sentido, una realidad, sólo en la medida en que retoma una acción primordial”.   Gana un sentido, o sea, renuncia a la propia singularidad contingente y muestra ser una repetición.
La relación entre el “esta vez” histórico y el “una vez para siempre” meta-histórico bosqueja la relación entre acto y potencia. El origen es caos, dynamis todavía indeterminada: “In illo tempore, en la época mítica, todo era posible. Entonces las especies no estaban fijadas y las formas eran fluidas (…) por otra parte, la misma fluidez de las formas constituye, en el otro extremo del tiempo, un síndrome del eschaton, del momento en que la historia finalizará y todo el mundo comenzará a vivir en un tiempo sacro, en la eternidad”.   Pero una imagen del illud tempus como potencialidad fluctuante no ofrece apoyo a las acciones presentes. El caos es inimitable. Por esto, en el culto religioso, la potencia es suplantada por una figura subrepticia pero utilizable: el acto inaugural, fundador de una serie (la primera caza, el primer sacrificio, el primer acoplamiento sexual, realizados in illo tempore por semidioses o héroes). La dynamis, que permanece igual a sí misma en la relación con cada acto individual, asume los defectos equívocos de actos primigenios e inmutables; se transforma en un modelo normativo, para ser repetido ritualmente a fin de redondear la incertidumbre y los peligros que arraigan en “esta vez” histórica. La reducción de la potencia a prototipo reiterable es el eje de la doctrina que postula el carácter cíclico del tiempo (eterno retorno de los iguales, regeneración periódica del cosmos, etc.)
La representación mítico-ritual de la génesis y del fundamento de la historia es jugada contra la propia historia, contra las proliferaciones o metástasis de sus contenidos concretos. Éste es el punto dirimente: impugnar o paralizar el devenir y la imagen litúrgica de aquello que lo abre o consiente. La redición del arquetipo, o sea de un acto inaugural realizado in illo tempore, interrumpe la sucesión cronológica: una serie irreversible de eventos únicos (históricos) es sustituida por una serie reversible de eventos idénticos (copiados según el modelo meta-histórico). Eliade: “se logra la abolición del tiempo mediante la imitación de los arquetipos y la repetición de gestos paradigmáticos”.   De Martino: “La deshistorización de un momento crítico de la existencia es, antes que nada, el “mito” de tal momento. En segundo lugar, es la posibilidad de repetir el mito todas las veces que aquel momento crítico se presente; es, por lo tanto, “rito”. Un sistema orgánico de deshistorización mítico-ritual, que comprenda los momentos críticos recurrentes de un cierto régimen de existencia, forma una religión”.   Gerardus van der Leeuw: “La vida humana, en su relación con la potencia, es la vida simplificada y reducida a sus aspectos elementales, como es experimentada por todos, con abstracción de las diferencias de conducta, de talento, de temperamento (…) Nacimiento, matrimonio, muerte, propiamente hablando, son aún demasiados: basta el nacimiento y la muerte. Ante la potencia no hay historia”.  Digamos para dejar en claro: la vida de la que habla van der Leeuw, deshistorizada por estar investida de la potencia sacra, es análoga en todo a la “inmediata existencia corpórea” que, en el capitalismo, hace las veces de signo o sustrato de la fuerza de trabajo (potencia devenida mercancía)
Sumamente interesante es el contraste entre Eliade y de Martino acerca del modo de entender el impulso religioso tendiente a abrogar la historia. Para Eliade, la irreversibilidad del devenir es un “carácter secundario”, y también patológico, de la experiencia; primaria, o sea constante e insuperable, es su negación. Lo sacro expresa unívocamente esta inspiración antihistórica, esta vocación a embotar el apremio de lo “siempre nuevo”.   Lo sacro, por lo tanto, es primario: no admite ser desplegado a partir de elementos extrínsecos (tanto menos a partir de aquellas vicisitudes históricas que por eso suspende y desautoriza). Objeta de Martino: “Dice Eliade que el hombre se opone a la historia incluso cuando pretende no ser más que historia. Pero observemos que se podría decir, antitéticamente, que el hombre es en la historia también cuando pretende salir de ella con el comportamiento mítico-ritual”.   Eliade se detiene diferentemente delante de la índole meta-histórica de la religión, considerándola incuestionable. De Martino, en cambio, se propone mostrar cual sería la realidad y el significado genuinamente histórico de la meta-historia; mejor aún: cual sería su imprevista función historizante. El materialismo grosero está más próximo a Eliade que a De Martino. También él, de hecho, toma al culto religioso sólo como fuga de la historia. Fuga justificada y verídica, según Eliade, fuga pusilánime e ilusoria según el materialismo expeditivo. ¿Pero qué cambia? En ambos casos, queda desatendida la cuestión principal. Los símbolos mítico-rituales, a los que se debe la re-evocación del origen y los arquetipos, refiguran las condiciones de posibilidad de la praxis histórica concreta. O sea que, oponiéndose a esta praxis, cuyos signos siempre le son correlacionados, así se coloca en el centro. La oposición nace, por lo tanto, de un exceso de proximidad, no de una divergencia impracticable. Y resulta inverosímil que se trate sólo de una oposición.
Ha sido De Martino (no Löwith ni Taubes ni otros) quien delineó una situación radicalmente nueva para lo concerniente al pensamiento del tiempo histórico. Para nuestros fines basta con señalar sumariamente una tesis que recorre con frecuencia su obra. Para De Martino, la meta-historia mítico-ritual es ambivalente: absuelve dos tareas que, a primera vista, parecen elidirse con vicisitud. Si por un lado deshistoriza, protegiendo de la “proliferación descontrolada del devenir”, por otro, todavía, ofrece el prospecto de “una modalidad de retomar y rescatar la experiencia histórica”.   La interrupción ritual de la sucesión cronológica concede la oportunidad de “estar en la historia como si no se estuviese”.   Pero la vía de fuga es también una vía de acceso: simulando la detención y la retracción, se pone en condición de saborear una nueva iniciación: el “como si” apotropaico atiza desde la iniciación la “laboriosidad profana”.
Es conveniente incluir una glosa marginal al análisis de De Martino. El símbolo mítico-ritual no coincide por entero con la función ambivalente que lleva a cabo. O sea, no es suficiente definirlo como el dispositivo que, de un solo golpe, desacredita y rehabilita a la experiencia histórica. Es cierto que hace una y otras cosa conjuntamente, pero únicamente porque hace una tercera, preliminar a ambas. El símbolo mítico-ritual es, ante todo, una imagen de la génesis y del fundamento de la historia. Su ambivalencia hunde las raíces en este contenido representativo. Cuando ostentamos el culto religioso, la génesis y el fundamento parecen reabsorber en sí a las múltiples vicisitudes históricas a que han dado lugar; propenden, por ende, a liquidar a su propia prole. Por otro lado, la ostentación litúrgica prueba que la génesis y el fundamento están ahora en obra, omnipresentes y contiguos a toda acción singular: no hay momento de la sucesión cronológica en el que la historia no recomience de nuevo.
El límite del culto religioso ciertamente no está en el acordar una realidad consistente a la meta-historia, sino en acordarle muy poca. El defecto del símbolo mítico-ritual no es el querer representar los presupuestos de la praxis histórica, sino sólo poder representarlos. Encapsulada en el tiempo sacro, la meta-historia consigue, sí, una suerte de existencia exterior, pero parcial, circunscripta, muy modesta. Sería un error enorme creer que el capitalismo sea antirreligioso por ser refractario a la meta-historia; por el contrario: lo es porque propaga a ésta última más allá de los confines trazados por la liturgia, garantizándole la apariencia integral que pertenece a una fuerza productiva. El capitalismo realiza prácticamente lo que De Martino se propone como estudioso: historizar la meta-historia, precisamente. Amalgama y unifica la polaridad que la religión diferencia: el illud tempus no se contrapone ya más al devenir, sino que deviene un componente ineliminable; astillas de tiempo sacro son clavadas en cada pliegue o intersticio del tiempo histórico; lejos de ser evocada con imágenes reflejas, la meta-historia asoma a la superficie con la evidencia irrefutable de los fenómenos concretos. 
El modo de producción capitalista está totalmente invadido por la típica ambivalencia del símbolo mítico-ritual. La oscilación entre la detención de la historia y su desencadenamiento intensificado no es bosquejada en un lugar distinto al del culto, dondequiera que esté arraigado, que caracteriza a toda la organización social. Se alternan, o más frecuentemente se acumulan, dos estados de ánimo antitéticos, cada uno de los cuales secreta una música de organillo. Se dice: en el capitalismo el tiempo acelera su cadencia, todo lo sólido se apresura a evaporarse, la única expectativa razonable concierne al imprevisto que nos sorprenderá. Pero también se dice: en el capitalismo el tiempo se petrifica, el vórtice de los cambios no alcanza a ocultar una monótona repetición de arquetipos inalterables, la sorpresa cotidiana es archiconocida e ínfima.
Ambivalente no es más una representación simbólica sino la realidad material de la fuerza de trabajo, el inmediato modo de ser de la potencia comprada y vendida. Sabemos que la facultad de producir, o sea el “trabajo como subjetividad”, se presta a una doble interpretación: categoría peculiar de la sociedad capitalista, por un lado; requisito antropológico inherente a cualquier época, por el otro. Toda la dificultad reside en entender que el capitalismo es una formación económico-social absolutamente específica porque da semblanza empírica a muchos requisitos antropológicos genéricos; porque hace de la potencia en cuanto tal un valor de uso para alienar a cambio de dinero. La fuerza de trabajo, de por sí, provoca de todos modos un efecto trompe l´oeil : parece un notable “resultado histórico”, pero también “el punto de partida de la historia”; algo inaudito, pero también un arquetipo válido desde siempre. La meta-historia se materializa en una situación históricamente definida: esta afirmación verídica no es nunca inmune al riesgo de quedar cabeza abajo en la charla en que se especula sobre ella, según la cual sería la historia la que se volatilizaría en un conjunto de relaciones meta-históricas.
En el pasaje del símbolo mítico-ritual a la compraventa de la fuerza de trabajo, la ambivalencia cambia de signo y de función. La religión vela y suspende la historia mediante la representación litúrgica de su origen: pero, de tal modo, la vuelve soportable y posibilita el retomarla. Por el contrario, el capitalismo exhibe en letras claras, sobre el plano fenoménico, la historicidad de la experiencia: pero, al hacer esto, parece agotarla de una vez por todas. La deshistorización no es más una etapa media, sino el éxito final. No más paréntesis terapéuticos, sino vuelta permanente (y patológica) de una historia tan atestada que cuenta entre sus contenidos inmediatos nada menos que a la génesis y el fundamento de toda praxis histórica.
En el capitalismo no se puede “estar en la historia como si no se estuviese”. Por un motivo evidente: la meta-historia, que antes instituía una vía de fuga (el “como si”), ahora es parte integrante de aquella historia de la que, en hipótesis, quería huir. En compensación, lo que sí puede creerse es que el trastorno histórico, en su conjunto, esté llegando al final. El capitalismo se entiende a sí mismo como eschaton, conclusión, tiempo final. Con una salvedad importante: no se trata de un eschaton para atender y prefigurar. El fin ya pasó, a escondidas: sin clamores y, sobre todo, sin Juicio. Escribe De Martino: “No se espera sino que se realiza una profecía exitosa. El Apocalipsis (o escatología) contemporáneo no debe defenderse del fracaso de las previsiones, sino que debe convivir con su propio suceso”.


3. Prehistoria contemporánea


La prehistoria es, por definición, un pasado que escapa a la cronología. Al querer identificarla con una época remota, pero siempre datable, uno encuentra entre las manos sólo una historia incierta, mal documentada, fragmentaria. Nada realmente pre-histórico. El intento de situar en el curso del tiempo aquel pasado absoluto que es la prehistoria se resuelve en un regreso al infinito. Hasta que podamos decir qué cosa sucede y cuándo, es de un período histórico que estoy hablando; para ajustar el cerco sobre la prehistoria debo, por lo tanto, remontarme a un período precedente; ya también este último tendrá su “qué cosa” y su “cuando”; en consecuencia, debo continuar todavía la marcha; pero todo esfuerzo ulterior concluirá en un nuevo jaque. Mirándolo bien, el concepto de prehistoria tiene algunos aspectos en común con el illud tempus de los orígenes, evocados del símbolo mítico-ritual. En ambos casos, el calendario no ofrece ningún cotejo. La anterioridad de la prehistoria, igual que la del illud tempus, no concierne a una miríada de acontecimientos particulares: es más bien la anterioridad que solemos atribuir a una condición a priori, a un modo de ser basal, a un trasfondo inabarcable.
Volvemos así a una tesis señalada como escape en la segunda parte del libro. La prehistoria coincide con la situación de desorientación e indecisión en que se halla el ser que no dispone de un ambiente prefijado e inmutable. Esta situación originaria está siempre testificada por la posesión de facultades genéricas (competencia lingüística, fuerza de trabajo, memoria, etc.): ellas compensan la falta de instintos especializados, oponiendo su propia plasticidad a la indeterminación del contexto vital. La facultad, o sea las diversas especies de potencia, repropone sin cesar la incertidumbre y la lacunosidad insita en la existencia desambientada: una incertidumbre y una lacunosidad preliminares o arcaicas, antepuesta a cualquier acto, acción, emprendimiento.
No hay potencia que no sea, en sí misma, prehistórica. Y viceversa, no hay discurso sobre lo primordial que no verse sobre la potencia. Basta pensar que el único reconocimiento filosófico del concepto de prehistoria ha sido dado por la investigación sobre el origen del lenguaje, desarrollada con extraordinaria intensidad en los últimos decenios del siglo XVIII. Queda claro que el “origen” en cuestión no consiste en ciertas frases rudimentarias, pronunciadas en el alba de los tiempos, sino que se identifica con la facultad de articular cualquier frase, o sea con el simple poder-decir. Pues bien, ocupándose de dicha facultad o potencia, Rousseau, Maupertuis, Hamann y, en especial Herder, se tornaron cronistas de un pasado incalculable que parece preceder a todo evento histórico, ejecución del illud tempus en el que “todo era posible (…) y las formas eran todavía fluidas”


Comentario. La íntima unión entre la prehistoria y el origen del lenguaje está también comprobada en las Lezioni sulla filosofia della storia de Hegel. Éste afirma que somos hechos históricos sólo allí donde ya opera una historiografía en condiciones de narrarla; y que hay historiografía sólo allí donde existe el Estado.   La vida pre-estatal es, para Hegel, una vida prehistórica. ¿Pero qué distingue a la prolongada vigilia de la estatalidad, o sea el lapso de tiempo anterior a la verdadera y propia historia? Unívoca y repetida muchas veces es la respuesta de Hegel: “la expansión y la evolución del reino mismo de la palabra”.   Prehistórico es el incipit del lenguaje, el haber tenido lugar. El descubrimiento del sánscrito, “similar a la de un nuevo mundo”,   se aproxima un poco a la matriz de todas las lenguas, y, conjuntamente, arroja luz sobre poblaciones que “que sobresale más allá de la formación de su Estado”.   Eso no quita que el origen del lenguaje en sí, “queda envuelto en la oscuridad de un pasado silencioso”;   y que las vicisitudes de los pueblos pre-estatales, en tanto variadas y tumultuosas, caigan “fuera de la historia”.
La “precocidad del lenguaje”, en las confrontaciones con el Estado, subrayada con insistencia por Hegel en la filosofía de la historia, halla una representación minuciosa en el capítulo inicial de la Fenomenología del espíritu, cuando entra en escena aquella “conciencia sensible” que se limita a utilizar un puñado de pronombres y adverbios ostensivos: “esto”, “yo”, “ahora”, “aquí”. Tales vocablos, sólo en apariencia ingenuos, manifiestan por completo, según Hegel, la finura teórica del lenguaje, es decir, su “naturaleza divina”. Es conocido que la “conciencia sensible” es todavía ignorante de relaciones ético-políticas, lucha por el reconocimiento, señorío y servidumbre. Ella personifica únicamente a “la expansión y la evolución del reino mismo de la palabra”: lenguaje sin Estado, lenguaje anterior al Estado. El primer capítulo de la Fenomenología es también, entre las otras cosas, un tratado de prehistoria.


La prehistoria es un aspecto esencial e ineludible de todo instante experimentado. La situación preliminar de desorientación e incertidumbre, conexa a la carencia de un nicho ambiental invariable, no deja nunca de hacerse valer. Por otra parte, hemos constatado en su momento que el momento histórico singular está compuesto de dos elementos inseparables pero heterogéneos: una parte saturada y otra lacunosa, el “ahora” y el no-ya, el acto y la potencia. La cuña lacunosa (irrealizada, potencial) del momento histórico es, justamente, la prehistoria. Usando una formulación paradojal, está bien decir: la historicidad de la experiencia postula la permanencia de la prehistoria dentro de la historia. Y viceversa: la idea de un “fin de la Historia” deriva de la liquidación aparente o superación de la prehistoria. Una serie de acciones y pasiones muy saturadas, exentas por lo tanto de la desorientación arcaica, no tendrían ya más ninguna tonalidad histórica, sino que confluirían plenamente en aquella “nueva animalidad” de la cual Kojève decretó el arribo.
La fuerza de trabajo encarna al illud tempus no localizable en el calendario, o bien al lado prehistórico de la praxis humana. Esta afirmación no debe sorprender. A la par de todas las otras facultades, la capacidad de trabajar equivale a un pasado no cronológico. Como sabemos, la potencia es el “entonces” sin fecha que flanquea a todo “ahora”, la anterioridad incomputable contra la que se recorta cualquier presencia, el “antes” indefinido respecto del cual el acto configura siempre un “luego”. Pero la fuerza de trabajo, a diferencia de todas las demás facultades, goza también de una indudable prominencia empírica: es valor de uso comprado y vendido, piedra angular de la acumulación capitalista. De modo que es solamente la fuerza de trabajo la que vuelve carnal y extrínseco al pasado no cronológico, la que hace que el illud tempus desarrolle un papel autorizado en la moderna economía política; la que da un relieve social inmediato a la falta prehistórica de instintos especializados. El nebuloso “otro cuando” (no correspondiente a una época precisa), en el cual los filósofos del siglo XVIII ubicaban al origen del lenguaje, se materializa en el capitalismo con los rasgos fisonómicos de la fuerza de trabajo.
El modo capitalista de producción anuda tres distintas dimensiones temporales: (a) el trabajo ejecutado meses o años atrás, cristalizado en el dinero, es decir en el capital monetario; (b) la potencia de trabajar, esto es, el illud tempus prehistórico; (c) el trabajo en acto, que se corresponde a un “ahora”. En el intercambio entre el dinero y la fuerza de trabajo se ponen en juego dos “entonces” radicalmente distintos, uno datable (el trabajo ya objetivado, confluido en el capital), el otro extraño a la cronología (la facultad en cuanto tal). En el mercado no se confrontan el pasado y el presente, como algunas veces sugiere el mismo Marx,   sino dos especies de pasado. El trabajo en acto, el único que merece ser considerado presente, hará su aparición sólo más tarde, en el interior del proceso productivo. Lo que sigue al intercambio oculta completamente los términos de la cuestión. Los dos “entonces”, en principio contrapuestos, se superponen hasta reducirse a uno. Cuando la compraventa ha concluido, de la fuerza de trabajo no quedan ya trazas. El trabajo objetivado, o bien el capital, introyecta y absorbe al “trabajo como subjetividad”. El pasado cronológico (suma de las precedentes actualidades) se anexa al pasado no cronológico (potencia prehistórica), lo asimila, le impone sus propios rasgos, se vuelve el legítimo representante. A la espalda del trabajo en acto (presente) parece haber solamente una cadena de actos laborales completados, por lo tanto, sólo aquel “trabajo muerto” que se concentra en las manos del capitalista; el otro antecedente, esto es la facultad de producir, parece haber desaparecido del horizonte. La manifestación explícita del illud tempus se vuelca en su eclipse. Es aquí (por lo menos, también aquí) que hunde sus raíces la apariencia según la cual la prehistoria estaría definitivamente superada. Y la presunta liquidación de la prehistoria, hemos visto, induce a creer que la misma Historia ha arribado al final.
El materialista histórico reconoce que el auténtico emblema del capitalismo, bajo el perfil temporal, es la contemporaneidad de lo no-contemporáneo. Pero asigna un significado extremo a esta expresión: los no-contemporáneos, que coexisten con igual concreción en el modo de producción capitalista, son la prehistoria y la actualidad, el illud tempus y el presente en curso. El elemento lacunoso del instante experimentado (la arcaica penuria de un ambiente prefijado) aflora en las relaciones económicas y sociales junto al elemento saturado (la acción bien definida). Él no cesa de ser lo que es, lacunoso o potencial, por el solo hecho de haber conseguido un aspecto exterior y pragmático. El materialista sabe que la encarnación empírica de la prehistoria no implica el sobrepasamiento, sino que, al contrario, demuestra la persistencia. El materialista toma en serio, por lo tanto, a la contemporaneidad de los no-contemporáneos. Y entrevé en ella un punto de no retorno. Resulta simplemente inconcebible una praxis histórica que no deba confrontar con el permanente entrecruzamiento de prehistoria y actualidad (es decir con las condiciones que hacen posible a la propia historia). Es inútil decir que esto vale en primer lugar para la praxis dirigida a hilvanar una crítica intransigente del capitalismo.

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