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martes, 1 de junio de 2010

Heinrich Heine

Para una historia de la nueva literatura alemana.
 
Traducción, Prólogo y Notas: José Luis Pascual

Colección, dirigida por José María Martín Triana.

NOTA PREVIA

Heine, ¿poeta romántico?
Heine tuvo en vida la desgracia de que su libro más conocido no era el mejor. El «Libro de Canciones», que contenía una selección de su obra poética compuesta entre 1816-1827, significó un éxito desconocido en el mercado literario de entonces. Heine se convirtió en un clásico de lectura obligada. Vio reaparecer su obra una docena de veces y con ella se exportó al extranjero —Europa, los nacientes Estados Unidos y las minorías lectoras de América del Sur— un producto literario con la etiqueta de «el más gran-de poeta romántico alemán».
Hay en el «Libro de Canciones», en efecto, todo un mundo de magia y ultratumba, caballeros antiguos, beldades españolas, «minesingers», cautivos pescado-res, ondinas y demás. Un mundo de ensueño muy de acuerdo con su autor, un joven arrogante que se viste a lo Byron y se hace llamar en los salones de la burguesía berlinesa «el Byron alemán».
Pero si traspasamos las brumas del bosque romántico encantado veremos con Heine (en el «Diálogo del Brezal de Paderborn») que la música pegadiza de los violines es una algarabía de lechones, que el cuerno que resuena en el bosque es el gruñido de una piara de puercas que van a la cochiquera, que los musicales sonidos producidos por las alas de los ángeles no son sino el grito aturdidor de unos gansos, que el dulce repicar de campanas en las torres de la lejanía es el cencerro del ganado en el establo y que la doncella angelical que llama al poeta es una vieja casi ciega que se aproxima a la fosa dando tumbos.
Heine ha conjurado el mundo romántico con sus loreleys, amazonas desnudas a lomos de blancos corceles a galope, esfinges, ruiseñores que despiertan bosques encantados, amantes muertos que surgen de la tumba, sentimentales rosas que coquetean con frágiles amapolas, hadas, gigantes..., para destruirlo. Nadie se atreverá ya a adentrarse en el bosque romántico, temeroso de servir de blanco a la sarcástica ironía heiniana.
«Romántica es la materia; la forma es plástica.» Con esta proclama, clavada en la primera página de su tragedia «Almansor» (1), se distancia, en principio, Heine de la vagorosa conformación poética de los autores románticos «puros», como los Schlegel, Arnim, Novalis. Pero es que, además, se dio cuenta de que tampoco era posible ya mantener ni la «materia» romántica. Las tropas napoleónicas expulsaron a los últimos fantasmas medievales de los castillos alemanes y destruyeron las últimas almenas. Un poeta que ha visto extenderse la Revolución Francesa por toda Europa no puede tomarse en serio ya la liberación de la dama presa en el torreón y, menos aún, emprender Cruzadas contra Ios paganos.
Heine abjuró de la escuela romántica para ser leal a su tiempo. Ludwig Marcuse ha observado una diferenciación radical entre la Lorelei heiniana y las de-más ninfas románticas: «Se ha dicho que la 'Lorelei' de Heine no es una canción popular, sobre todo en sus dos últimos versos. Pero ésta es precisamente su verdad: El no era un trovador; no era un anónimo artesano de épocas pretéritas... ni fingía serlo. Precisamente esto le separaba de la escuela romántica: que ellos fingían ser niños; no se daban a ver, se escondían detrás de los tiempos pasados. También él despertó el tiempo pasado, lo hizo salir de su tumba, pero no ocultó la verdad: que la hora era muy distinta» ( ).
Heine parece salir de la lucha exhausto. Con el «Libro de Canciones» se agota para siempre la lírica sentimental y arcaizante y se abre paso a un lenguaje más preciso y sencillo, más realista. Es el lenguaje de los «Cuadros de viaje», publicados en distintas épocas a partir de 1828. Un lenguaje que no puede sus-tentarse ya sólo sobre andaderas poéticas y llama en su ayuda a la prosa. «Se terminó la poesía; esperemos que a cambio podamos vivir más prosaica y duraderamente», escribe en carta a su amigo berlinés Varnhagen ( ).
Pero si Heine se aparta de la escapista escuela romántica no lo hace para ir a parar en los brazos de la otra Bestia Sagrada de la época. Hacía tiempo ya que venía profetizando el final del «período artístico goethiano». Heine fue uno de los primeros en asestar un golpe mortal a los intentos de «clasicismo» de Goethe y a su arte que empieza y termina en sí mismo.
En esta lucha contra el Júpiter weimariano venía guiado Heine, antes que por una ideología artística, por una pasión de actualidad. Goethe no resucitaba la Edad Media, pero tampoco transmitía el tiempo presente en toda su realidad. No era concreto, no era actual, y por no serlo no era «político». En carta a Varnhagen escribe: «La lucha schilleriana y goethiana de los 'Epigramas' era una guerra de mentirijillas. Eran aquéllos los años del período artístico, dominaba la apariencia de la vida, no la vida misma; ahora se trata de los supremos intereses de la vida: la «revolución» entra violentamente en la literatura y la guerra es ahora una guerra de verdad» ( ).
Pareja a la evolución que vamos a llamar «poética» para entendernos ocurre en Heine la evolución que adjetivaremos como «política». El sobrino del banquero y multimillonario Salomon Heine, el amigo de los Rothschild, que había debelado los afanes restaura-dores de la aristocracia feudal por parte de los autores románticos, vuelve progresivamente sus armas contra la aristocracia prusiana. El ambiente cerrado de Alemania se hacía cada vez más irrespirable. Heine siente la imperiosa necesidad, vital necesidad para él, de salir. «Pero, ¿a dónde? —escribe el 1 de julio de 1830-. ¿A dónde puedo ir? ¿Otra vez al Sur, al país donde florecen los limoneros'? Hay una pareja de guardias debajo de cada limonero. ¿Al Norte? Los osos blancos son más peligrosos que nunca, ahora que se han civilizado. ¿Al Este? Las noches rusas son muy crudas y el knut oficial vigila por todas partes. ¿A Inglaterra? Ni en efigie quisiera que me colgaran allí. Tampoco a Estados Unidos puede dirigirse, pues ¿cómo iba a vivir en un país donde la chusma es rey?'.»
Pese a que, como le retrató su amigo Wienbarg, «un gran abismo le separa de las sudorosas masas en acción, y pese a que, según confesión propia, tendría que lavarse la mano que le estrechara un proletario», va a ser precisamente el hambriento pueblo de París quien le saque del abismo. Heine recibe la noticia de la Revolución de julio cuando está descansando en la apartada isla de Helgoland. Por aquellos días escribió: «¡Lafayette! ¡La Tricolor! ¡La Marsellesa!... Ya no quiero permanecer ocioso. Soy hijo de la Revolución y recojo las armas preciosas que mi madre bendijo». Y diez años después recordará aquellos momentos con nitidez: «El pescador que me llevó al pequeño islote de arena donde uno puede bañarse me son-rió y me dijo: '¡Han vencido los pobres!' Sí, el pueblo, con su instinto, comprende tal vez los acontecimientos mejor que nosotros, con todo nuestro bagaje de ideas. La señora Varnhagen me dijo una vez que cuando estaban esperando noticias del desenlace de la batalla de Leipzig la sirvienta se introdujo de repente en la habitación gritando angustiosamente: '¡Han vencido los nobles!' Esta vez han vencido los pobres» ( ).
En su entusiasmo, Heine quería esperar que la chis-pa revolucionaria saltaría el Rhin y que «ciertos tronos (alemanes) se incendiarían». No tardó mucho en comprobar que la represión se acentuaba. Sus «Cuadros de viaje, IV» fueron tachados por la censura. Todavía hizo un último intento por despertar a «la gran clase media» de su somnolencia en la provocadora introducción a «Kahldorf sobre la nobleza» (1). Muy pronto se dio cuenta de su osadía y —típica contradicción heiniana— trató de recoger velas: se presentó a concejal en Hamburgo y molestó a sus amigos influyentes pretendiendo un puesto en las universidades de Berlin o Viena.
Pero ya era demasiado tarde. Sólo le quedaba un camino: el destierro, sólo a medias forzado. En abril de 1831 escribió a Varnhagen: «Cuando en julio del año pasado vi que todo el mundo se hacía liberal de la noche a la mañana y que los más respetables guardias suizos del antiguo régimen se cortaban el calzón de franela roja para proveerse de gorros de jacobinos, perdí rápidamente la inclinación, si alguna vez la he tenido, de retirarme y dedicarme a escribir cuentecillos, como hacen otros. Ahora, empaqueto mi baúl y me marcho a París; respiraré aire fresco; me consagraré a mi nueva Religión y no descarto la posibilidad de ordenarme de sacerdote».


Heine, exilado en París
Si nos hemos detenido a analizar la última etapa de Heine en su patria, a la que no volvería sino esporádicamente, ha sido con la intención de comprender cuál era el bagaje que el exilado traía en su baúl. Ya viejo, recordará todavía las primeras impresiones de la capital: «Las mejillas de la rubia Lutecia ardían aún bajo los cálidos besos del ardoroso julio, y la corona nupcial no se había marchitado todavía». En todas las esquinas veía las sagradas palabras: Liberté, Egalité, Fraternité.
En París se encontró, según confesión propia, «como pez en el agua». En los «salones» tuvo ocasión de entrar en contacto con lo más florido del mundo cultivado francés: Lafayette, George Sand, F. Mendelsson, Muset, Nerval, Gautier, Dumas, Balzac y Victor Hugo. Se divirtió y coqueteó en sus salones mundanos, pero no se alejó del propósito de su venida a París: ver ondear la Tricolor en Alemania y en Europa entera.
Las primeras crónicas que escribió en París para la «Gaceta General de Augsburgo», recogidas en forma de libro en 1833 («Französische Zustände»), muestran, en cambio, su asombro ante el acercamiento de la arcaica Santa Alianza al Rey Burgués, y son el testimonio de una nueva clarividencia: la del ascenso de la clase obrera. Heine se distancia ahora de la burguesía que había sido revolucionaria y que pacta con la aristocracia vienesa ante el nuevo y peligroso enemigo común. El último y mayor poeta romántico se ha convertido en el más agudo publicista alemán des-de Lessing, y gracias a su actividad periodística es-capó a «ese callejón ácrata sin salida que apunta detrás del chiste» ( ).
Critica «literaria» y crítica «social» forman en ésta su primera época de París una unidad sin fisuras. Hei-ne entiende su actividad publicística como una actividad política, y en esta perspectiva hay que enjuiciar sus escritos contra la escuela romántica alemana. Como observa Lukács, «la lucha de Heine contra el Romanticismo ha sido siempre una lucha política. En el Romanticismo combate Heine el contragolpe re-accionario de Alemania a la Revolución Francesa y a Napoleón; en los románticos combate la vanguardia espiritual vendida a la Santa Alianza, la confabulación de la reacción europea contra los movimientos revolucionarios» ( ).
Heine estudia los acontecimientos franceses con la mirada puesta en Alemania, Su deseo es acercar el mundo cultural alemán a la democrática Francia y exportar el entramado político y social de ésta a Alemania. En su testamento último, fechado el 13 de noviembre de 1851, escribirá programáticamente: «La gran tarea de mi vida ha sido trabajar por un entendimiento cordial entre Alemania y Francia y hacer fracasar las intrigas de los enemigos de la democracia, que tratan de explotar en beneficio propio los prejuicios y animosidades internacionales».
En su intento de tender puentes sobre el Rhin elaboró una gran obra titulada genéricamente «Ober Deutschland» (Sobre Alemania), con dos partes clara-mente diferenciadas: la primera, «Para una Historia de la Religión y de la Filosofía en Alemania»; la segunda, «La Escuela Romántica». La obra apareció en 1835 en francés bajo el título «De I'Allemagne», como una provocación consciente contra el libro del mismo título escrito por Madame de Staël, después de que la mayor parte de los capítulos que componen este estudio hubiera aparecido por separado en revistas literarias francesas. Ambas partes están en íntima relación y significan un esfuerzo titánico por abarcar en una visión global la peculiaridad histórica de Alemania vista desde dos ramas importantes de la vida cultural: la Filosofía y la Literatura.
En el libro que ahora presentamos, Heine toma como punto de partida su convencimiento de que la Antigüedad, el Renacimiento y la Reforma, así como también el Clasicismo alemán desde Lessing a Goethe, forman el núcleo de tradiciones afirmativas que hay que propagar y robustecer, mientras que la Edad Media y el Romanticismo —más exactamente: la «escuela romántica»— son ramas enfermas que hay que extirpar para favorecer el progreso en Alemania.
Este convencimiento inicial, que pudiera parecer puramente ideológico (obsérvese su correlación con aquella otra división heiniana, más general, del mundo en «helenos» y «nazarenos»), es el resultado del análisis concreto a que Heine somete los acontecimientos de los últimos años en Alemania. Heine ha visto el influjo de las concepciones católicas y medievalizantes de los románticos —«los enemigos de mi patria», «el partido de la mentira», «los lacayos del despotismo»— sobre la evolución política de su patria y persiguiendo las raíces de este Romanticismo político y clerical las encuentra en lo que él llama «es-cuela romántica». En la Historia de la Literatura este movimiento ha recibido los nombres de «Romanticismo temprano», «Romanticismo de Jena» y «Romanticismo de Berlín», y sus representantes más conocidos fueron los hermanos Schlegel, Tieck, Wackenroder, Novalis y, ya como enlace con el Romanticismo segun-do, Zacharias Werner.
En líneas generales, la Historia ha confirmado las apreciaciones de Heine. Es un hecho comprobado que la Escuela Romántica no produjo ninguna obra maestra, ni siquiera una obra de lectura multitudinaria. La antipatía de Heine hacia esta Escuela no le impide reconocer sus mejores logros: la traducción del «Quijote» hecha por Tieck, las versiones schlegelianas de Shakespeare y los estudios de los Schlegel sobre Indología.
Tampoco ha sido Heine ciego para algunas creaciones meritorias que más que a la Escuela Romántica pertenecen al Romanticismo alemán. Tal es, por ejemplo, el caso del «Cuerno Maravilloso del Zagal», encantadora colección de canciones populares recopiladas por Arnim y Brentano.
No espere el lector moderno un estudio sistematizado y frío del movimiento romántico, con indicación detallada de sus distintas fases y tendencias. Lo que Heine nos ofrece en este libro es una aproximación global a esa interesante parcela histórica que constituyen las tres primeras décadas del siglo XVIII.
Tampoco se espere el juicio desapasionado de un crítico ajeno a lo que critica. El escritor que en 1844 enterrará definitivamente el Romanticismo con su monumental poema satírico «Alemania. Cuentos de invierno», nunca ha logrado desprenderse personalmente de los rasgos románticos de su juventud. No es Heine un investigador lineal; es un poeta que, como dijo Marx, busca la verdad «en medio del estiércol de las contradicciones».
Entre éstas, y no en último lugar, la contradicción de su existencia personal: «A pesar de mis campañas exterminatorias contra el Romanticismo —reconoce Heine en sus 'Memorias, escritas después de la Revolución del 48—, nunca dejé de ser un romántico, y lo fui en mayor grado de lo que yo mismo sospechaba. Yo, que asesté el golpe de muerte a la poesía romántica en Alemania, emprendí con ímpetu renovado la persecución de la flor azul en el país de los sueños del Romanticismo y me apropié de los sonidos encanta-dos y canté una canción en la que cedí, con la misma complacencia que en otros tiempos, a las encantado-ras hipérboles, a la borrachera de claros de luna, a la nostalgia de ruiseñores. Sé que era 'la última canción libre del bosque romántico' y yo soy su último poeta; conmigo ha concluido la vieja escuela lírica alemana y conmigo se abre la nueva, la lírica moderna alemana».
Ein neues Lied, ein besseres Lied, O Freunde, will ich euch dichten! Wir wollen hier auf Erden schon Das Himmelreich errichten ( ).

El Traductor



PROLOGO A LA EDICION DE PARIS
Estas páginas, escritas originalmente para la revista de París «Europe Littéraire», tienen la intención de servir de introducción a posteriores artículos. Con todo, me veo obligado a hacerlas llegar al público de mi patria, no sea que algún tercero me haga el honor de traducirme del francés al alemán.
En «Europe Littéraire» faltan algunos pasajes que ahora aparecen impresos en toda su extensión. La economía de la revista obligó a hacer algunos cortes de poca monta. En cuanto a errores de imprenta, tengo que decir que el linotipista alemán no ha sido menos eficiente que el francés. Al fondo y como referencia se encuentra en todo momento el libro de Madame de Staël «De l'Allemagne».
Me creo asimismo obligado a hacer referencia a una nota que la redacción de la revista «Europe Littéraire» hizo acompañar a estas páginas. En ella se venia a decir: «La católica Francia está necesitada de una exposición de la literatura alemana hecha desde un punto de vista protestante». No fue oída mi protesta, redactada en éstos o parecidos términos: «No existe una católica Francia; no escribo para ninguna católica Francia; es suficiente afirmar que en Alemania pertenezco a la Iglesia protestante; esta afirmación, en cuanto que corresponde al hecho de que tengo el gusto de presentarme como cristiano de fe evangélica inscrito en un registro parroquial luterano, no me impide mantener en mis escritos opiniones personales, aun en el caso de que éstas estén en abierta contradicción con el Dogma protestante; de ser cierta la observación contenida en la nota de que escribo mis trabajos desde una posición protestante, me consideraría encadenado por una atadura dogmática».

Todo fue en vano. La Redacción de la revista no hizo caso a semejantes sutiles, tudescos distingos. Hago público este hecho con una doble finalidad, para que no se me tilde de inconsecuente y se aleje de mi persona la necia sospecha de conceder algún valor a las diferenciaciones de tipo religioso.
Puesto que los franceses no entienden nuestro lenguaje académico alemán, en algunas discusiones referentes al tema de la naturaleza de Dios he empleado la terminología a la que, gracias al celo apostólico de los saint-simonistas, están acostumbrados los franceses. Y como resulta que esta terminología expresa mi pensamiento en toda su pureza y precisión, la he conservado en la versión alemana. Los Junker y el partido católico, que en los últimos años parecen temer el poder de mi palabra más que anteriormente y que, por ello, han trabajado para desprestigiarme ante el pueblo, estarán seguramente al acecho e interpretarán a su gusto algunas de aquellas expresiones con la intención de acusarme de materialismo e incluso de ateísmo, basándose en detalles superficiales. Tal vez hagan de mí un judío o un saint-simoniano, o propalen entre su chusma las calumnias más insólitas respecto a mi persona. Ningún respeto cobarde me inducirá a recubrir con palabras gastadas y ambivalentes mis ideas sobre las cosas divinas.
También mis amigos puede que se enfaden conmigo por no haber ocultado suficientemente mi forma de pensar, por haber desvelado las materias más delicadas sin ninguna consideración, por buscar el escándalo. Pero ni la malevolencia de mis enemigos, ni la prudente necedad de mis amigos me apartarán de expresar sin tapujos lo que pienso acerca de la pregunta clave de la Humanidad, el ser de Dios.
No pertenezco al grupo de los materialistas, que convierten al espíritu en cuerpo; al contrario, devuelvo el espíritu a los cuerpos, los espiritualizo de nuevo, los consagro.
No pertenezco al grupo de los ateos, pues éstos niegan; yo afirmo.
Los indiferentistas y los denominados inteligentes, que renuncian a manifestar su opinión sobre Dios, ésos son los auténticos negadores de Dios. Esta negación por el silencio se convierte en nuestra época en un crimen social, pues esta postura deja el camino expedito a falsas concepciones que hasta el momento han hecho el juego y servido a los intereses del Despotismo.
El principio y fin de todas las cosas está en Dios. París, 2 de abril de 1833.


Heinrich Heine




PROLOGO A LA EDICION ALEMANA
Estas páginas, que fueron redactadas originalmente en francés ( ) y dirigidas a los franceses, han aparecido ya hace algún tiempo casi en su totalidad en la versión alemana y bajo el título «Para una Historia de la nueva literatura en Alemania». La ampliación que ahora presento lleva un nuevo título más apropiado: «La Escuela Romántica»; pues creo que este libro ofrece al lector una visión bastante clara de los momentos clave dentro del movimiento literario que esta Escuela propulsó.
Mi intención primera fue tratar de igual manera el período posterior de nuestra literatura; pero ocupaciones más urgentes y circunstancias ajenas a mi voluntad no me permitieron realizar mi proyecto. En general, la forma de tratamiento de mis últimos productos espirituales ( ) y la publicación de los mismos han estado constantemente condicionadas por circunstancias contingentes. Así, he tenido que publicar mis trabajos referentes a «Para una Historia de la Religión y la Filosofía en Alemania» como una segunda parte del «Salón», cuando este escrito debería formar propiamente la introducción general a la Literatura alemana.
En la prensa diaria he explicado a la opinión pública cómo vino a sucederme un contratiempo singular ( ) a propósito de esta segunda parte del «Salón».

Mi editor, al que acusé de haber mutilado arbitrariamente mi libro, ha rechazado esta acusación por el mismo medio público; esta mutilación la explico como la acción gloriosa de una autoridad que está por encima de toda crítica.
A la piedad de los dioses eternos encomiendo la seguridad de la patria y los indefensos pensamientos de sus escritores.
París, otoño de 1835.
Heinrich Heine


LIBRO PRIMERO

La obra de Madame de Stäel «De I'Allemagne» es la única fuente de información de que disponen los franceses sobre la vida literaria de Alemania. Sin embargo, ha pasado mucho tiempo desde la aparición de este libro ( ) y en este intervalo ha aparecido en Alemania una literatura de cuño totalmente nuevo. ¿Se trata simplemente de una literatura de transición? ¿Ha producido ya sus frutos? ¿Está ya marchita? En este punto, las opiniones se hallan divididas. La mayoría sostiene que con la muerte de Goethe comienza en Alemania un nuevo período literario y que con él quedó sepultada la antigua Alemania, lo que equivale á decir que ha concluido la época aristocrática de la literatura y ha dado comienzo una nueva época, la democrática. Para decirlo con palabras de un periodista francés, «ha perecido el espíritu del individuo; ha 1Iegado la hora del espíritu universal».
Personalmente, no comparto en su totalidad esta opinión sobre la futura evolución del espíritu alemán. Hace ya muchos años ( ) que predije el final del «período artístico goethiano», y fui el primero que designó con este nombre a aquel período. ¡Visión profética la mía, ciertamente! Conocía muy a fondo la forma de trabajar de aquellos impacientes que luchaban por terminar bruscamente con el imperio artístico de Goethe, y no es jactancia por mi parte afirmar que lo mismo me encontraba entre los primeros contradictores de Goethe. Ahora que Goethe ha muerto, me embarga un sorprendente dolor.
Si, por un lado, presento este libro como una continuación de la obra de Madame de Stäel «De l'Allemagne», tengo que recomendar, por otro, cierta precaución en la utilización de la misma, sin quitar ningún mérito a la información que proporciona y considerarla tendenciosa y partidista. Madame de Staél, de gloriosa memoria, abrió, bajo la forma de libro, un salón literario en el que recibió a algunos escritores alemanes, ofreciéndoles de esta forma la oportunidad de darse a conocer al mundo de la cultura francesa. Pero entre la algarabía de voces más discordantes a las que el libro sirve de catapulta sobresale el delicado falsete del señor A. W. Schlegel ( ). Cuando es ella misma, cuando la sensible dama se exterioriza sin intermediarios, con la luminosidad de su gran corazón, cuando dispara con energía sus mejores cartuchos intelectuales y sus extravagancias más brillantes, entonces el libro es bueno y acertado. Cuando cede a insinuaciones ajenas, cuando rinde homenaje a una escuela que le es completamente extraña, cuando por elogiar a esta escuela se muestra de acuerdo con ciertas orientaciones papistas que están en abierta contradicción con su claridad protestante, entonces el libro es lastimoso e insoportable.
Añádase a las reservas anteriores el que, además de las subconscientes, deja la autora traslucir preferencias conscientes y que, al mostrar el lado positivo de la vida intelectual, del Idealismo alemán, lo que de verdad pretende es desenmascarar el Realismo de sus contemporáneos franceses, el brillo material del Imperio. En este aspecto su libro «De 1'Allemagne» tiene un antecedente histórico en la «Germania» de Tácito, quien a través de su apología de los germanos se propuso escribir una sátira velada, dirigida contra sus compatriotas.
Anteriormente me he referido a una escuela a la que Madame de Stäel rindió homenaje y con cuyas tendencias se mostró de acuerdo. Me refería a la Escuela Romántica. Que ésta fue en Alemania algo distinto a lo que en Francia se entiende bajo este nombre, que sus tendencias no tenían nada que ver con las de los románticos franceses, todo esto quedará claro en las páginas que siguen.
Pero, ¿qué fue, en realidad, la Escuela Romántica alemana?
No fue otra cosa que el redescubrimiento de la Edad Media, tal como la misma escuela ha puesto de manifiesto en sus canciones, en sus cuadros, en sus edificios, en su arte y en su vida. Esta poesía medieval había salido a su vez del Cristianismo; era una flor brotada, como la pasionaria, de la sangre de Cristo. Desconozco si esa flor melancólica que en alemán llamamos pasionaria recibe este mismo nombre en francés y si tiene para la tradición popular el mismo origen místico. Esa descolorida flor bien pudiera ser el símbolo más adecuado del Cristianismo mismo, cuyo atractivo más lúgubre consiste precisamente en el placer que produce el dolor.
Si bien es verdad que, en Francia, bajo el nombre de Cristianismo se entiende sólo el catolicismo romano, tengo que declarar desde el principio que me refiero exclusivamente a éste. Me refiero a aquella religión en cuyo dogma se predica la condenación de la carne y que no sólo concede al espíritu predominio sobre la carne, sino que exige mortificar ésta para glorificar a aquél. Me refiero a aquella religión que ha cumplido la perversa misión de introducir en el mundo el pecado y la hipocresía, ya que, por un lado, debido a la condenación de la carne, los más inocentes goces de los sentidos se convierten en pecados, y por otro, al ser imposible convertirse totalmente en espíritu, necesariamente tuvo que existir la hipocresía. Me refiero a aquella religión que, al predicar eI~ rechazo de todos los bienes de este mundo, la sumisión más brutal y la resignación más angelical, se convirtió en el más fiel soporte del Despotismo.

Los hombres han desenmascarado ya el fundamento de esta religión; no es fácil taparles la boca con alusiones al Reino de los Cielos; saben que también la materia tiene su lado positivo y que no es obra del diablo, y reivindican los goces de la tierra, este hermoso jardín de los dioses que forma nuestra herencia inalienable. Así, pues, como hemos caído en la cuenta de las consecuencias a las que conduce aquel espiritualismo total, podemos, consecuentemente, afirmar que la ideología cristianocatólica está en su estadio último. Cada época es un esfinge que se precipita en el abismo cuando se ha encontrado la solución de su enigma.
No es que vayamos a negar ahora el bien que haya podido reportar a Europa la ideología cristianocatólica. Fue necesaria en cuanto reacción saludable contra el burdo materialismo que se había apoderado del Imperio Romano y que amenazaba con negar cualquier tipo de soberanía espiritual del hombre. Del mismo modo que las degeneradas Memorias del siglo pasado son el mejor justificante de la Revolución Francesa, y al igual que el terrorismo de un Comité de Salud Pública nos parece un remedio necesario si hemos leído las confesiones del mundo aristocrático francés a partir de la Regencia, de la misma manera hay que reconocer la eficacia del espiritualismo ascético cuando se ha leído a Petronio o a Apuleyo, libros que pueden ser considerados como el mejor justificante del Cristianismo. La carne se había hecho tan descarada en aquel mundo romano, que estaba exigiendo a gritos la disciplina cristiana para que viniera a doblegarla. Después de las comilonas de Trimalción era necesario un régimen de ayuno como el Cristianismo.
O, por poner otro ejemplo, del mismo modo que los libertinos ya decrépitos azotan su carne relajada, para estimularla y poder entregarse de nuevo al placer, ¿quiso también la senil Roma dejarse azotar como un monje para encontrar goces refinados en el tormento mismo y experimentar el placer del sufrimiento?
¡Maldito eretismo! El fue quien quitó a las instituciones políticas romanas sus últimas fuerzas. La causa de la decadencia de Roma no fue la división en dos Imperios. Tanto en el Bósforo como a orillas del Tíber estaba Roma inficcionada del mismo espiritualismo judaico, y, aquí lo mismo que allí, la historia romana fue un desfallecer lento, una agonía que duró siglos. ¿Quiso la destruida Judea vengarse de sus enemigos victoriosos, los romanos, regalándoles su espiritualismo, como en otro tiempo el Centauro moribundo, que supo cómo hacer llegar hasta el hijo de Júpiter la mortal vestimenta, que estaba envenenada con su propia sangre? De hecho, Roma, el Hércules de las naciones, quedó tan atacada en su interior por el veneno judaico, que el casco y la coraza terminaron por oprimir sus debilitados miembros, y su voz, que asustaba al enemigo en el campo de batalla, quedó reducida a suplicante murmullo de monje y a gorgorito de castrado.
Pero lo que debilita al anciano da vigor al adolescente. Aquel espiritualismo obró milagros al contacto con la lozanía de los vigorosos pueblos del Norte. Los sanguinarios cuerpos bárbaros se convirtieron en espíritu al convertirse al Cristianismo. Comenzó la civilización europea. Este es el aspecto bueno del Cristianismo, digno de toda alabanza. La Iglesia católica, en este punto, merece nuestra mayor veneración y admiración. ración. Por medio de instituciones geniales supo dominar la bestialidad de los bárbaros del Norte y aprendió a subyugar a la materia bruta.
Las obras de arte de la Edad Media muestran este dominio de la materia por el espíritu, y en ello consiste, frecuentemente, su misión. Las composiciones épicas de aquella época se podrían clasificar según el grado de dominación de la materia existente en ellas.
No podemos tratar aquí de las composiciones líricas y dramáticas. Las últimas no existieron y las primeras son casi idénticas en toda época histórica, como los cantos del ruiseñor en todas las primaveras.
Aunque en la poesía épica del Medioevo se distinguía claramente entre composición sagrada y composición profana, lo cierto es que ambos géneros eran por esencia totalmente cristianos. Pues si la poesía sagrada ensalzaba exclusivamente al pueblo judío, que era el único considerado como santo, y a su historia, la única Historia Sagrada, a los héroes del Antiguo y Nuevo Testamento, a las Tradiciones, en una palabra, a la Iglesia, en la poesía profana se reflejaba en toda su complejidad la vida de aquella época, con sus creencias y aspiraciones impregnadas de Cristianismo.
Tal vez lo más florido de la poesía religiosa de la Edad Media alemana sea «Barlaam y Josafat» ( ), un poema en que aparece llevada hasta sus últimas consecuencias la doctrina de la abnegación, de la sobriedad, de la renuncia, del desprecio de cualquier posesión terrenal:' Hecha esta aclaración, me atrevería a considerar el «Canto en honor de San Anno» como lo mejor dentro del género religioso. Pero este poema linda ya con el campo de lo profano. Se diferencia del anterior de la misma forma que un cuadro bizantino de otro alemán antiguo. De idéntica manera que en las pinturas bizantinas, también en «Barlaam y Josafat» se puede observar la mayor sencillez de líneas, pero nunca aparecerá el menor adorno de perspectiva; los cuerpos alargados, como si fueran estatuas, y las severas caras estilizadas sobresalen con fuertes trazos sobre un débil fondo de oro. En el «Canto en honor de San Anno», al contrario, el adorno se convierte casi en motivo principal y, a pesar de la grandiosidad del conjunto, se recalca el detalle minuciosamente. No sabe uno qué admirar más, la concepción del gigante o la paciencia del enano. «El Libro de los Evangelios», de Otfried ( ), que se suele considerar como obra maestra de la poesía sacra, no alcanza la categoría literaria de los dos poemas anteriormente citados.
En la poesía profana encontramos, en primer lugar, el ciclo legendario de los Nibelungos y de los relatos heroicos ( ). Allí dominan todavía creencias y sentimientos totalmente precristianos; allí la fuerza bruta no se ha contaminado todavía de la galantería del caballero; allí campean todavía, erguidos como estatuas de piedra, los feroces guerreros del Norte. La delicada luz, el aliento moralizador del Cristianismo, no penetran todavía a través de sus férreas armaduras. Pero ya va empezando a entrar la luz en los antiguos bosques germanos. Las viejas encinas paganas son taladas, y en el bosque se forma un claro donde el cristiano tiene que pelear con el pagano. Esta lucha es la que aparece reflejada en el ciclo de leyendas que giran en torno a la figura de Carlomagno ( ), que tienen como transfondo el mundo de las Cruzadas con su orientación religiosa.
Tomando como punto de partida ese vigor, espiritualizado al convertirse al Cristianismo, surge la figura más típica de la Edad Media, los caballeros, que, en un proceso ulterior, quedan sublimados, adquiriendo el rango de caballeros espirituales. El ciclo de leyendas en torno a la corte del rey Arturo, en el que dominan la galantería más encantadora, la cortesía más refinada y el espíritu más aventurero, representa el encubrimiento del caballero terrenal. Desde los arabescos deliciosamente extravagantes y desde las preciosas florituras de este tipo de poesía nos saludan el soberbio Iwain, el insigne Lancelote del Lago y el intrépido, galante y cortés, si bien es verdad que un tanto aburrido Wigalois ( ).
Junto a este ciclo legendario encontramos el ciclo del «Santo Grial», íntimamente ligado con aquél. Ahora se engrandece al caballero espiritual. A este ciclo pertenecen tres epopeyas que figuran entre las más grandiosas de la Edad Media: «Titurel», «Parsifal» y «Lohengrin» ( ). En este ciclo nos encontramos cara a cara con la poesía romántica, fijamos nuestra mirada con intensidad en sus ojos, desorbitados por el dolor, y ella nos seduce de improviso con sus escolásticas mallas y nos sumerge en el abismo delirante de la mística medieval.
En la poesía de aquella época podemos encontrar, finalmente, composiciones en las que no se ensalza necesariamente el espiritualismo cristiano; en las que, más aún, se ataca a éste. El poeta trata de liberarse de las cadenas de las etéreas virtudes cristianas y se complace en sumergirse en el placentero reino de la sensualidad. No es uno de los peores el poeta que nos ha dejado la obra maestra de esta tendencia, «Tristán e Isolda». Tengo que confesar que Gottfried von Strassburg, el autor de este poema, seguramente el más bello de toda la Edad Media, es tal vez el más grande poeta de esta época y sobrepasa en esplendor a Wolfram von Eschenbach, que ha merecido tantos elogios por su «Parsifal» y los fragmentos de su «Titurel». Ha llegado, posiblemente, la hora de colocar al maestro Gottfried en el puesto que se merece. En su época, su libro fue considerado ateo, y algunas de sus poesías, entre ellas el «Lancelote», peligrosas. Y se originaron serias complicaciones. Francesca de Polenta y su adorable amigo pagaron caro el haber leído juntos un día aquel libro. Lo peor del caso fue que dejaron de leer en un momento ( ).
La poesía de todas estas composiciones medievales tiene unas características que la diferencian de la poesía de los griegos y de los romanos, Para poner de manifiesto la naturaleza de esta diferenciación llamaremos a la primera, poesía romántica y a la última poesía clásica. Estas denominaciones no dejan de ser etiquetas movibles, y podrían conducir a las interpretaciones más absurdas, como sucedió en el caso extremo de denominar a la poesía antigua «plástica» en lugar de clásica. Esto dio lugar a concepciones erróneas, según las cuales los artistas siempre deben elaborar su material de una forma plástica, ya sea con elementos cristianos, ya sea con elementos paganos, dibujándolo en todo caso con trazos fuertes. En otra palabra, lo esencial es la conformación plástica, tanto en el arte romántico como en el arte antiguo. Y de hecho, ¿no son las figuras de la Divina Comedia o las de los cuadros de Rafael tan plásticas como las de VirgiIio o las de los frescos de Herculano? La diferencia consiste en que en el arte antiguo las configuraciones plásticas coinciden totalmente con lo representativo, con la idea que el autor quiso representar. Los viajes de Ulises, por ejemplo, no significan otra cosa que los viajes de un hombre que fue hijo de Laertes y marido de Penélope y que se llamó Ulises. Igualmente, el Baco que contemplamos en el Museo del Louvre no es sino el alegre hijo de Semele, con la atrevida melancolía de sus ojos y la voluptuosidad de sus delicados labios arqueados.
Muy diferente es el arte romántico. Aquí los viajes de un caballero tienen un significado esotérico, con alusión quizá a las idas y venidas de la vida en general. El dragón que debe ser derrotado es el pecado. El almendro que desde la lejanía atrae al héroe con su aroma consolador es la Trinidad, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, tres y uno al mismo tiempo, como los tres componentes de la almendra son una almendra. Cuando Homero describe la armadura de un héroe no se trata más que de una buena armadura, que vale tantos y tantos bueyes. Pero cuando un monje de la Edad Media describe en su poesía la vestimenta de la Madre de Dios, hay que contar con que bajo esta vestimenta está pensando en las virtudes más dispares y con que se oculta un significado especial bajo el sagrado manto de la Inmaculada Virgen María, que, al mismo tiempo, es ensalzada con toda razón como la flor del almendro, ya que su hijo es la almendra. Este es el carácter de la poesía medieval, que hemos clasificado como romántica.
El arte clásico intentó simplemente representar lo finito, y sus configuraciones pudieron coincidir con la idea del artista. El arte romántico intentó representar, o más bien aludir, a lo infinito y las relaciones más espiritualistas, y se refugió en un sistema ya elaborado de símbolos tradicionales o más bien adoptó como medio de comunicación la parábola, de igual modo que el mismo Cristo intentó aclarar sus concepciones espiritualistas a través del bello ropaje de las más variadas parábolas. De aquí el carácter místico, enigmático, maravilloso e hiperbólico de las obras artísticas de la Edad Media. La fantasía se ve forzada a realizar los esfuerzos más extraños para representar el espíritu puro por medio de formas sensibles y encuentra las locuras más geniales: monta a Pelion sobre Osa, a Parsifal sobre Titurel, con tal de alcanzar el cielo.
En el caso de pueblos en los que la poesía también intentó representar lo infinito y en los que se produjeron los abortos más espantosos de la fantasía, por ejemplo, en el caso de los pueblos escandinavos y de los hindúes, encontramos poemas que podemos considerar como románticos y a los que también damos esta denominación.
De la música de la Edad Media no podemos decir mucho. Nos faltan documentos. Las obras maestras de la música religiosa católica aparecieron en un período más tardío, el siglo xvi, y, dentro de su estilo, nunca serán suficientemente valoradas, pues son la expresión más pura del espiritualismo cristiano. El arte de la oratoria, espiritualista por naturaleza, conoció un florecimiento semejante. Menos éxito tuvo esta religión con las artes plásticas. Pues debido a que éstas tenían que configurar el dominio del espíritu sobre la materia y, al mismo tiempo, se veían obligados a utilizar esa misma materia como material para su representación, se encontraron frente a un dilema de difícil solución. De aquí los motivos tan espantosos que aparecen en la escultura y en la pintura: martirios, crucifixiones, santos agonizantes, desgarro de la carne. Los motivos ya eran de por sí un martirio para la escultura; cuando observo esos cuadros deformados que tienen la pretensión de representar la abstinencia y el desprendimiento cristianos por medio de pías cabezas en actitud reverencial, brazos largos y demacrados, piernas escuálidas y vestimentas meticulosamente desordenadas, cuando observo tales cuadros no puedo por menos de sentir una compasión inmensa por los artistas de aquella época.
Los pintores tuvieron mejor fortuna, pues el material de sus representaciones, el color, debido a su inabarcabilidad, a su capacidad de formar sombras coloreadas, no chocaba tan de frente con el espiritualismo como el material de los escultores. Sin embargo, también ellos, los pintores, se vieron constreñidos a cargar sus lastimosas telas de figuras dolientes y compungidas. A decir verdad, ante la contemplación de tales colecciones pictóricas, en las que no se ve reflejada otra cosa que escenas sangrientas, flagelamientos y ajusticiamientos, se llega a pensar si los maestros antiguos no han pintado estos cuadros para colgarlos en la galería de un verdugo.
Pero el genio humano encuentra siempre la forma de explicar hasta lo antinatural. A muchos hombres les fue concedido encontrar una solución bella y patética para esta tarea antinatural. Fueron, en concreto, los italianos los que supieron servir a la belleza a costa del espiritualismo y conseguir aquel grado de perfección que tiene su mejor exponente en las numerosas representaciones de la Madonna. La clerigalla católica no ha tenido mucho reparo en hacer algunas concesiones al sensualismo cuando de la Madonna se trataba. Este cuadro de belleza inmaculada, nimbado al mismo tiempo de amor materno y sufrimiento, tuvo el privilegio de ser celebrado por poetas y pintores y adornado con todo tipo de atractivos. Pues este cuadro era un imán que podía atraer a una gran multitud al seno del Cristianismo. La Virgen era la hermosa «dame du comptoir» de la Iglesia católica que atraía y retenía con su celestial sonrisa a sus clientes, especialmente a los bárbaros del Norte.
La Arquitectura de la Edad Media tuvo el mismo carácter que las demás artes. Es una prueba más de cómo todas las manifestaciones de la vida armonizaban unas con otras hasta extremos increíbles. En el campo de la arquitectura se encuentra la misma tendencia a lo parabólico que en la poesía. Cuando penetramos hoy día en una catedral antigua apenas nos damos cuenta del carácter esotérico de su simbología elaborada en piedra. La impresión general causa por sí sola en nosotros un sentimiento de recogimiento. Allí sentimos que el espíritu se eleva y que la carne se aniquila. El interior mismo de la catedral es una cruz inmensa y podemos recorrer incluso los instrumentos del martirio. Las vidrieras nos arrojan su luz roja y verde, nos rodean salmos mortuorios a nuestros pies, losas sepulcrales y descomposición, y las pilastras, colosales, hacen elevarse a nuestro espíritu hacia la altura, en un intento de desligarse del cuerpo, que permanece pegado al suelo como un trapo, sin alas. Cuando se contempla desde el exterior esta catedral gótica y se admira la grandiosidad de sus distintas partes, trabajadas todas ellas con tanta ligereza, con tanta elegancia, con tanta gracia en sus filigranas, con tanta diafanidad, que parecen esculpidas en madera y se asemejan a encajes de Malinas en mármol, sólo entonces se capta en toda su profundidad la fuerza de aquella época, que supo dominar a la piedra con tal destreza que ésta aparece espiritualizada casi, bajo la forma de espíritus monstruosos. Aquellas filigranas hacen que hasta la materia más reacia y dura sea una expresión del espiritualismo cristiano.
Las artes son simplemente el espejo de la vida, y de la misma forma que el Cristianismo perdió fuerzas en la vida, también en el arte empalideció y se extinguió esa religión. En la época de la Reforma desapareció por completo la poesía católica en Europa y en su lugar vemos revivir a la poesía griega, enterrada hacía siglos. Pero no pasó de ser un florecimiento artificial, un producto del jardinero y no del sol. Los árboles y las flores estaban plantados en invernaderos y un techo de cristal los protegía del frío y del viento del norte.
En_ la historia universal, cada acontecimiento no es la consecuencia inmediata de otro, sino que todos los acontecimientos están condicionados unos a otros. No fueron sólo los sabios griegos, emigrados a Europa tras la caída de Constantinopla, los que motivaron la simpatía por lo griego y el afán de imitarlo. En el arte floreció un protestantismo de características bastante similares y contemporáneo al protestantismo histórico. León X, el suntuoso Médicis, era un protestante tan apasionado como Lutero. De la misma forma que en Wittenberg se protestaba en prosa latina, en Roma se protestaba en piedra, en color y en estrofas octosílabas. Las vigorosas figuras en mármol de Miguel Angel, las risueñas caras de las de Giulio Romano o el buen humor, rezumante de vida, del maestro Ludovico ( ), ¿no son una antítesis protestona y protestante del Catolicismo envejecido y consumido en tristeza?
Los pintores italianos polemizaban contra el Papado tal vez con más efectividad que los teólogos sajones. La carne rosada que aparece en los cuadros de un Ticiano es Protestantismo, es Protestantismo en su totalidad. Los muslos de su Venus son tesis más fundamentales que las que el fraile alemán pegó a la puerta de la iglesia de Wittenberg. Parecía como si los hombres se sintieran liberados de una opresión multisecular. Principalmente los artistas volvieron a respirar aire fresco cuando se les quitó de encima la pesadilla del Cristianismo y se zambulleron, llenos de entusiasmo, en el mar de la claridad griega, de cuyas espumas salieron a recibirlos de nuevo las diosas de la belleza. Los pintores pintaron otra vez la alegría que emana de la ambrosía del Olimpo. Los escultores, enérgicos, volvieron a esculpir en mármol a los héroes antiguos. Los poetas cantaron con ímpetu renovado a la casa de Atreo y de Layo. Surgió la época de la poesía neoclásica.
De igual modo que la vida moderna encuentra su desarrollo más completo en la Francia de Luis XIV, la época neoclásica conoció allí también su apogeo, que no careció de originalidad y consistencia propias. Merced al influjo político del Rey Sol, esta poesía neoclásica se extendió a toda Europa. En Italia, país en el que ya habían florecido con características propias, adquirió un colorido francés. Con la familia de Anjou llegaron también a España los héroe de la tragedia francesa. A Inglaterra fueron con Madame Henriette. Y nosotros los alemanes, como era de esperar, construimos nuestros rústicos templos a imitación del empolvado Olimpo versallesco. El pontífice más conocido fue Gottsched, ese pelucón estilo Felipe V, que nuestro querido Goethe ha descrito con tanto acierto en sus memorias ( ).
Lessing fue el Arminio literario que liberó a nuestro teatro de aquel dominio extranjero. El fue quien nos mostró la inconsistencia, la ridiculez y la falta de gusto de aquellas imitaciones del teatro francés, que a su vez era una imitación del griego. Pero no es sólo su labor crítica, sino también su propia creación artística lo que le convierte en padre de la moderna literatura autóctona en Alemania. Lessing investigó con entusiasmo y con el mayor desinterés todas las direcciones del espíritu, todas las facetas de la vida. Arte, teología, arqueología, teoría poética, crítica teatral, historia, todo lo investigó con el mismo celo y con la misma finalidad. En todas sus obras late la misma gran idea social, la misma humanidad progresista, la misma crítica de la Religión, de la que él era Juan el Bautista y cuyo Mesías todavía estamos esperando. Siempre predicó esta Religión, pero desgraciadamente la predicó en solitario y en el desierto. Además, le faltó el arte de saber convertir las piedras en pan. La mayor parte de su vida la pasó en la miseria y lleno de aprietos. Esta es una maldición que persigue a todos los grandes espíritus alemanes y que, tal vez, sólo puede ser borrada por la liberación política.
También fue Lessing, y en un grado mucho mayor del que generalmente se cree, políticamente activo, cualidad ésta poco común entre sus contemporáneos. Sólo ahora empezamos a darnos cuenta de que la descripción del despotismo de los príncipes absolutos en su «Emilia Galotti» está preñada de intenciones. Se le consideró en su época simplemente como un campeón de la libertad del espíritu y como un impugnador de la intolerancia clerical, debido a que sus escritos teológicos eran más fáciles de comprender. Los fragmentos «Sobre la Educación del Género Humano», que Eugéne Rodrigues ha traducido al francés, pueden tal vez dar a los franceses una idea de la amplitud del espíritu de Lessing. Los estudios críticos que han ejercido mayor influjo en el arte son su «Dramaturgia de Hamburgo» y su «Laokoon, o sobre los Límites de la Pintura y de la Poesía». Sus mejores obras teatrales son: «Emilia Galotti», «Minna von Barnhelm» y «Natán el Sabio».
J : Gotthold Ephraim Lessing nació en Kamenz (Lausitz) el 22 de enero de 1729 y murió en Braunschweig el 15 de febrero de 1781. Fue un hombre completo: por un lado, con su obra polémica luchó para destruir lo antiguo, por otro, creó él mismo algo nuevo y mejor. Al decir de un autor alemán, hizo como aquellos judíos piadosos que, durante la segunda edificación del Templo, eran molestados por los ataques del enemigo, y que con una mano luchaban y con la otra construían el Templo. No es éste el lugar más indicado para hablar con detenimiento de Lessing, pero no quiero dejar pasar la ocasión de recordar que él es el escritor al que más amo en toda la Historia de la Literatura.
Quiero mencionar aquí a otro escritor que trabajó guiado por el mismo espíritu y con la misma finalidad y que puede ser llamado con justicia continuador de la obra de Lessing. La reseña de su creación no encuentra su lugar más adecuado en una obra como ésta, pues en la Historia de la Literatura ocupa un sitial totalmente aislado, siendo imposible determinar con certeza su relación con su tiempo y con sus contemporáneos. Me estoy refiriendo a Jghann_ Gottfried Herder, nacido en el año 1744 en Mohrungen, Prusia Oriental,y muerto en Weimar, Sajonia, el año 1803.
La Historia de la Literatura es el gran depósito de cadáveres en que cada uno busca a sus muertos, a los que ama o a los que está unido. Cuando entre tantos cadáveres sin nombre veo a Lessing o a Herder con sus rostros humanos erguidos, entonces me golpea con fuerza el corazón. ¡Cómo iba yo a pasar de largo sin daros un beso fugitivo en vuestros labios lívidos!

Pero si Lessing aniquiló a los imitadores del seudohelenismo de cuño francés, él mismo, a través de su llamada de atención a las verdaderas obras de arte de la antigüedad griega, abrió el camino a una nueva serie de imitaciones hechas sin sentido. En su lucha por desenmascarar la superstición religiosa propugnó, como alternativa, la sobriedad de la Ilustración, que se abrió camino en Berlín y encontró su mejor pregonero en el divino Nicolai y su arsenal más completo e la «Biblioteca General Alemana». Entonces comenzó a reinar la ramplonería más baja, más repugnante todavía que aquella otra, y la petulancia y la vanidad se hincharon, como la rana de la fábula.
No está en lo cierto quien piensa que Goethe, que por aquel entonces ya había hecho su aparición, era una figura consagrada. Su «Götz von Berlichingen» y su «Werther» habían sido aceptados clamorosamente, pero no lo habían sido menos las obras de los chapuceros de turno; a Goethe se le concedía una hornacina de segunda categoría en el templo de las musas. El público había recibido, como hemos dicho, clamorosamente el «Götz» y el «Werther», más bien a causa del tema que por sus méritos artísticos, que casi nadie había sido capaz de valorar con justicia en estas obras maestras. El «Götz» era una novela de caballerías dramatizada y éste era un género de moda entonces. En el «Werther» no se vio otra cosa que la elaboración de una historia verídica, la historia del joven Jerusalem, un adolescente que por amor se quita la vida pegándose un tiro y que, gracias a ello, produjo en aquella época de calma y tranquilidad un escándalo tan ruidoso. Se leyeron con lágrimas en los ojos sus emotivas cartas. Se observó con agudeza que el arte, al apartar a Werther de una sociedad aristocrática, aumentó su tedio de la vida. La cuestión del suicidio dio al libro mayor audiencia y a algunos idiotas se les ocurrió la idea de aprovechar la ocasión para suicidarse también, disparándose un tiro. El libro produjo, gracias al tema, el efecto de una explosión giganteca. Las novelas de August Lafontaine, sin embargo, se leían con más gusto y como este autor escribía sin parar, era mucho más conocido que Wolfgang Goethe. El poeta indiscutido de la época era Wieland y no había cabida para ningún otro en el campo de la poesía en Berlín, a juicio de Herr Ramler, poeta lírico de profesión. Wieland fue adorado hasta el endiosamiento, sin comparación alguna con Goeie. La producción teatral estaba dominada por Iffland, con sus lacrimógenos dramas burgueses, y por Kotzebue, con sus bromas y sus bufones, inconsistentes como pompas de jabón.
Frente a esta literatura, surgió en Alemania, en los últimos años del siglo pasado, una escuela que nosotros hemos llamado romántica y cuyos gerentes, o así se nos han presentado ellos mismos, son los señores August Wilhelm y Friedrich Schlegel. Jena, lugar donde estos dos hermanos se reunían de vez en cuando con otros espíritus afines, fue el foco desde el cual se irradió la nueva doctrina estética. Digo doctrina, pues esta escuela comenzó con un examen de las obras de arte del pasado y dedujo una fórmula a aplicar a las del porvenir. En ambas direcciones la escuela schlegeliana hizo avanzar grandes pasos a la crítica estética. En la apreciación de las obras artísticas ya existentes, o se especificaron sus fallos y puntos negativos, o se llamó la atención sobre sus méritos y aciertos.
En el campo de la polémica, en el descubrimiento de los fallos artísticos, los señores Echlegel fueron con toda justicia dignos imitadores del viejo Lessing, se apropiaron del viejo espadón de éste. Sólo que el brazo de August Wilhelm Schlegel era demasiado debilucho y el ojo de su hermano Friedrich demasiado místico y nebuloso como para poder igualar los golpes de Lessing, ni aquél en fuerza ni éste en puntería. En el campo de la crítica recreadora, campo en el que lo decisivo es el alumbramiento de aciertos ocultos en una obra artística, en el que de lo que se trata es de adivinar con precisión dónde se encuentra lo característico y propio de esa obra y de hacerlo ver a los demás, en este campo los señores Schlegel han superado con creces al viejo Lessing.
Pero, ¿qué voy a decir de sus fórmulas para la creación de obras maestras prefabricadas? A este respecto, en los señores Schlegel se puso de manifiesto una debilidad que creemos poder detectar también en Lessing. También éste, tan decidido a la hora de negar y tan remiso a la hora de hacer sus afirmaciones, sólo en contadas ocasiones puede aducir como fundamentación un principio general y casi nunca un principio válido. Le falta el suelo firme de una filosofía, de un sistema filosófico. Lo mismo les ocurre a los señores Schlegel, pero en grado todavía más lastimoso. Se ha especulado mucho acerca del influjo del Idealismo de Fichte y la Filosofía Natural de Schelling sobre la escuela romántica, sistemas filosóficos aquellos en los que se quiere ver el punto de partida de ésta. Pero yo percibo, a lo más, el influjo de algunos fragmentos. del pensamiento de Fichte y Schelling, en manera alguna el influjo de toda una filosofía. El señor Schelling, que por aquel tiempo enseñaba en la Universidad de Jena, ejerció, en todo caso, un influjo personal de gran importancia sobre la escuela romántica. El mismo fue un poeta aficionado ( ), detalle éste desconocido en Francia, y se dice que en algún momento llegó a dudar si no sería más conveniente publicar todo su pensamiento filosófico envuelto en un ropaje poético, más aún, métrico. Esta duda sirve para caracterizar al hombre.
Pero si los señores Schlegel no fueron capaces de alegar ninguna teoría elaborada como base para las obras maestras que exigen a los poetas de su escuela, sustituyeron esta deficiencia elogiando y proponiendo como ejemplos a imitar a las mejores obras de arte del pasado y poniéndolas al alcance de sus discípulos. Estas fueron, principalmente, las creencias del arte cristianocatólico de la Edad Media. La traducción de las obras de Shakespeare, quien permanece en los límites de este arte cristiano y se adentra ya claramente con aire protestante en nuestra época moderna, fue realizada con una intención polémica cuyo análisis nos llevaría demasiado lejos. A. W. Schlegel emprendió esta traducción cuando todavía no se había producido la eclosión de entusiasmo por la Edad Media. Después, cuando sobrevino ésta, fue Calderón el traducido y elogiado muy por encima de Shakespeare, pues en aquél se creyó ver la representación más pura de la poesía medieval, localizada precisamente en sus dos momentos más importantes: Caballería y Monacato.
Las piadosas comedias del sacerdote-poeta castellano, cuyas flores poéticas están regadas con agua bendita y huelen a sacristía, sirvieron ahora de modelo a imitar, con toda su grandeza sacra, con toda su suntuosidad sacerdotal, con toda su bendita locura. Ahora pulularon en Alemania aquellas composiciones coloreadas de creencias religiosas y sembradas de reflexiones con pretensiones de profundidad, de las que se apasionaron místicamente, como en el caso de «La devoción de la Cruz», o en las que se tomaba partido a favor de la Madre de Dios, como en «El Príncipe Constante». Zacharias Werner llevó la cosa tan lejos como se podía llevar sin peligro de ser encerrado en un manicomio por la autoridad.
Nuestra poesía, dijeron los señores Schlegel, está anticuada, nuestra musa es una vieja con rueca, nuestro Cupido no es un joven de cabellos rubios, sino un enano arrugado con canas, nuestros sentimientos están marchitos, nuestra fantasía, embotada: tenemos que respirar aires nuevos, tenemos que volver a las fuentes soterradas de la poesía ingenua y sencilla de la Edad Media, de allí nos brota el elixir de la eterna juventud. No hubo que decírselo dos veces al pueblo, cansado de años de sequía. Las resecas gargantas que estaban asentadas en el desierto brandenburgués quisieron, antes que nadie, revivir y volver a la juventud, y se zambulleron en aquellas aguas milagrosas, y bebieron y bebieron hasta hincharse.
Pero les sucedió lo que a la sirvienta vieja, de la que se cuenta lo siguiente: había observado que su señora tenía un elixir maravilloso que devolvía la juventud; en ausencia de su señora cogió de su tocador el frasco que contenía el elixir, pero en lugar de beber unas gotas, bebió un trago tan grande, que, gracias al elevado poder mágico del agua rejuvenecedora, no sólo se volvió joven, sino que se convirtió en un niño de pecho. Y, ciertamente, esto le pasó a nuestro exquisito señor Tieck, uno de los mejores poetas de la escuela. Se había emborrachado de relatos populares y de poemas de la Edad Media en un grado tal, que se convirtió casi en un niño y adquirió aquella simpleza del balbuceo que tanto alabó Madame de Staél. Ella misma reconoce que no dejaba de resultarle curioso que un personaje hiciera su entrada en un drama con un monólogo que comenzaba con estos términos:
—«Yo soy el honrado Bonifacio y vengo a deciros...» ( ).
Ludwig Tieck ha presentado los comienzos del arte, ingenuos y sin adornos, como modelo para los artistas en su novela «Andanzas de Sternbald» y en el libro «Desahogos del corazón de un fraile amante del arte», publicado por él y escrito por un tal Wackenroder. Se recomendaron como dignas de imitación la devoción y la inocencia de estas obras, rasgos que se dejaban ver hasta en su torpeza de construcción técnica. No se quiso saber nada de Rafael ( ) y casi nada de su maestro Perugino, a quien ya se tenía en mayor estima y en el que se descubrieron todavía restos de aquellos aciertos que encontraron su máximo desarrollo en las inmortales obras de arte de Fra Giovanni Angélico da Fisole. Si alguien quiere hacerse una idea de los gustos de aquellos entusiastas del arte, que vaya al Louvre, donde todavía están colgados los mejores cuadros de los maestros a quienes se adoraba incondicionalmente por aquel entonces. Si alguien quiere hacerse una idea del inmenso montón de poetas que por aquel entonces imitaban las composiciones de la Edad Media en los tipos más raros de estrofas, que vaya al manicomio de Charenton.
Yo creo, con todo, que los cuadros colgados en la primera sala del Louvre tienen demasiada gracia para hacernos una idea del gusto artístico de aquella época. Es preciso imaginarse estos cuadros italianos antiguos, retocados con detalles alemanes antiguos. En efecto, se consideraba a los pintores de la antigüedad alemana como mucho más sencillos e ingenuos, y, por tanto, más dignos de imitación, que los italianos antiguos. Pues los alemanes fueron capaces, se decía, de dar expresión al cristianismo con una profundidad no igualada por otras naciones, gracias a su peculiar talante (término que no tiene expresión equivalente en francés). Friedrich Schlegel y su amigo el señor Joseph G_örres buscaron y rebuscaron en las ciudades antiguas del Rhin tratando de encontrar restos de cuadros y figuras de la antigüedad alemana, a las que se adoró ciegamente, como reliquias sagradas.
He comparado al Parnaso alemán de aquella época con Charenton. Y creo que me he quedado corto. Una locura francesa no es ni por asomo tan demencial como una alemana; pues en esta última, como diría Polonio, hay método ( ). La locura alemana se puso en marcha con una pedantería sin igual, con una horrorosa meticulosidad, con un esmero del que nunca se podrá formar una idea cualquier demente francés poco profundo.
La situación política de Alemania era todavía favorable a la orientación cristiana de la antigüedad alemana. La necesidad enseña a orar, se suele decir, y nunca fue la necesidad más grande en Alemania y nunca, consecuentemente, estuvo el pueblo más inclinado a la oración, a la religión, al Cristianismo que entonces. Ningún pueblo demuestra mayor sometimiento a sus príncipes que el alemán, y más denigrante aún que el desastroso estado en que había quedado el país a consecuencia de la guerra y de la dominación extranjera, era el lastimoso aspecto de sus príncipes derrotados, a quienes se vio arrastrarse, humillados, a los pies de Napoleón. Este espectáculo tocaba, lastimándola, la fibra más íntima del sentimiento alemán. El pueblo en masa se asemejó a aquellos viejos servidores fieles de las casas nobles a quienes duelen más que a sus propios dueños las humillaciones infligidas a estos últimos y que derraman a escondidas sus lágrimas más sinceras cuando hay que vender los objetos de plata de su dueño y que llegan al extremo de aportar sus ahorrillos sin que nadie lo sepa, con tal de evitar que sobre la mesa señorial se instalen lámparas de sebo, como hace la burguesía, en lugar de las aristocráticas candelas de cera. Todo tal y como lo vemos en las enternecedoras obras de teatro antiguas.
La tribulación general encontró consuelo en la religión y surgió un abandono pietista en la voluntad de Dios, de quien había que esperar todo auxilio. Y, de hecho, contra Napoleón nadie que no fuera el buen Dios podría prestar la menor ayuda. No se podía contar con los ejércitos de la tierra y era preciso volver 1 la mirada al cielo con confianza.
A Napoleón le hubiéramos soportado con la mayor tranquilidad. Pero nuestros príncipes, al tiempo que esperaban verse libres de aquél gracias a la intervención de Dios, abrigaban la idea de que todas las fuerzas de sus pueblos lucharían en estrecha cooperación para expulsar al francés. Se intentó despertar entre los alemanes el espíritu de solidaridad para moverlos a aquella empresa. Los personajes más encumbrados hablaron ahora del nacionalismo alemán de la patria común alemana, de la unificación de los troncos cristiano-germánicos, de la unidad de Alemania. Se nos ordenó ser patriotas, y lo fuimos. Siempre hacemos lo que nuestros príncipes ordenan. Pero nq se debe confundir este patriotismo con el sentimiento que va unido a este término en Francia. El patriotismo de los franceses consiste en que su corazón se inflama y, con el calor producido, se dilata, se hace más grande, de forma que caben en él no ya sólo los parientes más próximos, sino Francia entera, todo el país de la civilización. El patriotismo de los alemanes, por el contrario, consiste en que su corazón se contrae, se arruga como la piel con el frío, odia a todo lo extranjero, se niega a ser ciudadano del mundo, a ser europeo y sólo desea ser alemán, y alemán de vía estrecha. Entonces vimos hacer su aparición a la brutalidad idealizada, a la que el señor Jahn dio consistencia sistemática. Comenzó la mezquina, la torpe, la sucia oposición contra una corriente de pensamiento que es lo más digno y santo que ha producido Alemania, es decir, contra aquel humanismo, contra aquella confraternización universal, contra aquel cosmopolitismo que nuestros mayores genios, Lessing, Herder, Schiller, Goethe, Jean Paul, y todas las demás personas inteligentes de Alemania, han defendido y proclamado.

Lo que sucedió después en Alemania es de sobra conocido por todos vosotros. Una vez que Dios, la nieve y los cosacos hubieron destrozado lo más granado del ejército napoleónico, los alemanes recibieron la sacrosanta orden de liberarnos del yugo extranjero ( ). Y nosotros nos levantamos, furiosos como leones, contra la opresión soportada durante tanto tiempo, y nos dejamos entusiasmar por las buenas melodías y los malos versos de las canciones de Körner ( ) y combatimos por la libertad, Nosotros siempre hacemos lo que nuestros príncipes ordenan.
Una escuela que se presentaba como un movimiento contrario al espíritu francés y que ensalzaba en el arte y en la vida todo lo que oliera a nacionalismo alemán, necesariamente tenía que conocer su mejori momento durante el período de preparación para la lucha. La escuela romántica caminó entonces unida de la mano con los intereses del Gobierno] de las sociedades secretas, y A. W. Schlegel conspiró contra Racine ( ) al mismo tiempo que el ministro Stein ( ) conspiraba contra Napoleón. La escuela nadó a favor de la corriente de su tiempo, es decir, a favor de la corriente que retrocedía a sus orígenes. Cuando, finalmente, el patriotismo y el nacionalismo alemán lograron su victoria última, se impuso definitivamente la escuela romántica popular, germánica y cristiana, el «arte neo-alemán-religioso-patriótico». Napoleón, el clásico por execelencia, tan clásico como pudieran serlo Alejandro Magno y Julio César, cayó de su pedestal y los señores August Wilhelm y Friedrich Schlegel, los enanos del Romanticismo, tan románticos como Pulgarcito y el Gato con Botas ( ), subieron al pedestal del vencedor.
Tampoco entonces dejó de producirse la reacción que acompaña a todo exceso. De la misma manera que el Cristianismo espiritualista fue una reacción contra el dominio brutal del materialismo del Imperio Romano; de la misma manera que la pasión por el arte y la ciencia griega debe ser considerada como una reacción contra un espiritualismo cristiano degenerado en absurda mortificación; de la misma manera que el redescubrimiento del romanticismo medieval es también una reacción contra una imitación insípida del arte clásico antiguo: así también descubrimos ahora una reacción contra la restauración de aquella ideología católica feudalística, de la Caballería y del Pasado, predicada e impuesta al pie de la letra y sin prestar la menor atención a la circunstancia histórica del momento.
Cuando, por poner un ejemplo, se ensalzaba con tanta pasión a los viejos artistas de la Edad Media, los modelos recomendados, sólo se supo justificar su maestría con afirmaciones tales como que estos hombres tuvieron fe en el tema que representaban, o que ellos, en su ingenuidad sin artificios, fueron más creativos que los maestros posteriores, carentes de fe, por muy adelantados técnicamente que éstos fueran, o que la fe hacía milagros en ellos. Y de hecho, ¿de qué otra forma se podrían explicar los méritos de un Fra Angélico da Fiesole o del poema del Hermano Ottfried? Los artistas, que se habían tomado en serio el arte y que habían puesto todo su interés en imitar las sinuosidades llenas de religiosidad de aquellos cuadros maravillosos y la sagrada torpeza de aquellas poesías maravillosas, en resumen, la mística nebulosa de las obras antiguas, resolvieron acercarse hasta la misma fuente de la inspiración, donde los viejos maestros habían bebido también las aguas milagrosas de la inspiración. Acudieron en peregrinación a Roma, ciudad en la que el Representante de Cristo, con la leche de su burra, debía devolver las fuerzas al arte alemán enclenque. En una palabra, volvieron al redil de la Iglesia Católica Apostólica Romana, fuera de la cual no hay salvación.
En el caso de algunos partidarios de la Escuela Romántica no fue necesario ningún formalismo externo, ya eran católicos de nacimiento, por ejemplo, el señor Görres y Ciemes Brentano, y sólo tuvieron que desprenderse de sus anteriores ideas liberales. Otros, en cambio, habían nacido y crecido en el seno de la Iglesia protestante, por ejemplo, Friedrich Schlegel, Ludwig Tieck, Novalis, Werner, Schütz, Carové, Adam Müller, etc., y su entrada en el Catolicismo requería un acto público. ( ). Me he referido sólo a escritores. El número de pintores que abjuraron en tropel de la Confesión protestante y de la Razón, llenaría páginas enteras.
Cuando se vio a estos jóvenes hacer cola a las puertas de la Iglesia católica romana y caer de nuevo en las antiguas mazmorras espirituales, de las que sus padres se habían liberado a costa de tantos trabajos, entonces se produjo en Alemania un discreto movimiento de reprobación. Pero cuando se descubrió que había metido baza en el juego la política propagandística del Clero y de los Junker, quienes se habían conjurado contra la libertad política y religiosa de Europa, y que eran los jesuitas quienes habían sabido seducir y corromper a la juventud alemana con los dulces cantos del Romanticismo, como en otro tiempo hiciera el Flautista de Hamelín, entonces se agigantó el disgusto y la rabia entre los partidarios de la libertad de espíritu y del Protestantismo en Alemania.
He mencionado a la libertad de espíritu ,y al Protestantismo unidos, Espero, sin embargo, que no se me notará ningún rasgo de predilección a favor del último, a pesar de que en Alemania estoy adscrito a la Iglesia protestante. A decir verdad, he mencionado unidos a la libertad de espíritu y al Protestantismo sin ser guiado por ningún tipo de partidismo. Lo cierto es que en Alemania existe una relación muy estrecha entre ambos. En todo caso el parentesco es muy cercano, como de madre a hija. Si es cierto que se reprocha a la Iglesia protestante una cierta cerrazón de espíritu, no podemos pasar por alto un dato que constituye el mayor timbre de gloria de esta Iglesia: la libertad de investigación en general ha echado raíces en Alemania y la ciencia ha podido imponerse con entidad propia, gracias a que la Iglesia protestante ha permitido la libertad de investigación dentro de la religión cristiana, con lo que los espíritus se liberaron del yugo de la autoridad.
La filosofía alemana, a pesar de que actualmente se coloca a la altura de la Iglesia protestante y de que incluso quiere sobrepasarla, no deja de ser una hija de ésta. Y, como tal, está obligada a prestar a la madre un respetuoso sentimiento de piedad. La comunidad de intereses exigió que ambas se unieran en alianza al verse amenazadas por el enemigo común, el Jesuitismo. Todos los partidarios de la libertad de pensamiento y del Protestantismo, tanto escépticos como creyentes, se alzaron a una contra los restauradores del Catolicismo. Los liberales, naturalmente, a pesar de no interesarse directamente por los problemas de la filosofía ni por los de la Iglesia protestante, también entraron en las filas de la oposición, preocupados como estaban por los intereses de la Revolución burguesa. Pero en Alemania los liberales eran por esta época filósofos de escuela y teólogos a la vez, y el objeto de su lucha era siempre la misma idea de libertad, ya fuese puramente político, ya filosófico, ya teológico el tema de su controversia. La confirmación más rotunda de lo anterior la encontramos en la vida del hombre que ya desde los primeros días de la Escuela empezó a socavar sus cimientos y que ha seguido contribuyendo como ningún otro a la demolición definitiva de la escuela. Me refiero a Johann Heinrich Voss.
La biografía de este hombre es casi idéntica a la de todos los escritores alemanes de la vieja escuela. Nació el año 1751 en Mecklenburg, de familia pobre, estudió Teología y la abandonó al entrar en contacto con la poesía y con los griegos, estudios a los que se dedicó con todas sus fuerzas. Para no morir de hambre, tuvo que trabajar como maestro en una escuela de Ottendorf, en Hadeln, tradujo a los clásicos y llevó una vida pobre ( ), frugal y laboriosa, llegando hasta los setenta y cinco años. Tuvo un merecido renombre entre los poetas de la vieja escuela. Los nuevos poetas románticos, en cambio, no cejaron en su empeño de arrancarle una a una las hojas de su corona de laurel y se mofaron con soma del honorable y anticuado Voss, que cantaba la vida pequeño-burguesa del bajo Elba en un alemán ingenuo y hasta dialectal, que no elegía como héroes de sus composiciones a los caballeros medievales ni a las Madonas, sino a un modesto Pastor protestante y a su virtuosa familia y que era tan sano, tan burgués y tan natural, mientras ellos, los nuevos trovadores, eran tan enfermizos de sonambulismo, tan caballerosos y distinguidos, y tan genialmente desprovistos de naturalidad.
¡Qué desagradable tuvo que parecer este prosaico Voss, con su casta Luise y con su viejo y digno Pastor de Grünau, a Friedrich Schlegel, el inspirado cantor de la desordenada y romántica «Lucinde»! El señor Augusto Wilhelm Schlegel, que nunca se tomó tan en serio como su hermano la inmoralidad y el Cristianismo, se entendió mucho mejor con el viejo Voss y propiamente sólo existió entre ellos una rivalidad de traductores, que por otro lado reportó grandes beneficios a la lengua alemana. Voss había traducido con anterioridad al nacimiento de la nueva escuela; ahora tradujo, con celo encomiable, a los demás poetas de la antigüedad pagana. Al mismo tiempo, el señor Schlegel se dedicaba a traducir a los poetas cristianos de la época romántica católica. Ambas empresas estaban determinadas por una intencionalidad criptopolémica: Voss quiso promocionar la poesía y la mentalidad clásicas por medio de sus traducciones, mientras A. W. Schlegel se propuso hacer accesibles al público, a través de traducciones perfectas, a los poetas cristiano-románticos, para que éstos sirvieran de ejemplo y de instrucción. Ahora bien, el antagonismo se mostró ya en las formas del lenguaje que utilizaron ambos traductores, Si el señor Schlegel acicalaba y pulía sus términos con mimo, Voss procedía en sus traducciones de una manera áspera y seca, lo que las hace ilegibles a causa de las rugosidades de su construcción interna. En otras palabras, si es fácil deslizarse por el piso de caoba, pulido y resbaladizo, de los versos schlegelianos, es igualmente fácil tropezar en los marmóreos bloques de los versos del viejo Voss.
Por motivos de rivalidad acometió Voss también la empresa de traducir a Shakespeare, a quien con tanto acierto había vertido al alemán Schlegel en su primera época. Esto le acarreó muchos disgustos, y a su editor todavía más. La traducción fracasó miserablemente. Donde el señor Schlegel traduce con demasiada blandura, si se quiere, donde sus versos son a veces como crema batida, que cuando uno se lleva a la boca no sabe ni debe comer o beber, allí es Voss duro como una piedra y llega uno a temer no se le rompan las mandíbulas al declamar sus versos. Pero lo que caracterizó a Voss, y aquí estuvo su mérito, fue la energía con que luchó contra todos los obstáculos. Y tuvo que enfrentarse no sólo al idioma alemán, sino también al monstruo jesuítico y aristocrático que se atrevió a asomar su horrible cabeza por entre el sombrío bosque de la literatura alemana de entonces. Y Voss supo producirle una herida en su punto flaco.
Wolfgang Menzel,, un escritor alemán conocido como uno de los enemigos más acérrimos de Voss, le otorga el calificativo de campesino sajón. A pesar de su intención denigrante, el calificativo es extraordinariamente acertado. En realidad, Voss es un campesino bajosajón, igual que Lutero. Le falta el aire caballeresco, la cortesía, la elegancia. Pertenecía por completo a la raza ruda y vigorosa a la que hubo que predicar el Cristianismo a fuego y espada, que sólo se sometió a esta religión después de perder tres bataIIas, pero que todavía conserva mucho de la terquedad pagana nórdica en sus usos y costumbres, y en sus luchas materiales y espirituales se muestra tan intrépida y tenaz como sus antiguos dioses. Y, en verdad, cuando contemplo a Johann Heinrich Voss en su polémica y en toda su obra, me parece ver al viejo Odín, con su único ojo, abandonando su Asenburg para convertirse en maestro de escuela de Ottendorf, en Hadeln, y repitiendo a los rubios habitantes de Holstein las declinaciones latinas y el Catecismo cristiano, y traduciendo al alemán en sus horas de ocio a los poetas griegos, y pidiendo a Thor el martillo para golpear con él mejor sus versos, y, finalmente, asestando al pobre Fritz Stolberg un martillazo en la cabeza.
Esta fue una historia muy conocida. Friedrich, Conde de Stolberg, era un poeta de la vieja escuela y muy conocido en toda Alemania. Posiblemente debiera su fama menos a su talento poético que a su título de Conde, que entonces era más considerado en la literatura alemana que ahora. Pero Fritz Stolberg era un hombre liberal, de corazón noble, y era amigo de aquellos jovencitos burgueses que fundaron una escuela poética en Göttingen ( ). Recomiendo a los literatos franceses la lectura del prólogo a las poesías de Hölty, en el que Johann Heinrich Voss describe la idílica vida en común del círculo de poetas al que él y Fritz Stolberg pertenecían. De aquel grupo de poetas jóvenes sólo se salvaron estos dos. Cuando Fritz Stolberg se pasó ahora a la Iglesia católica, produciendo un gran escándalo, y abjuró de la razón y del amor a la libertad, para convertirse en promotor del obscurantismo, y sedujo con su ejemplo a muchos indecisos, entonces Johann Heinrich Voss, con sus setenta años, salió en público al encuentro del amigo de los años mozos ahora septuagenario también, y escribió el opúsculo titulado «¿Cómo perdió Fritz Stolberg su libertad?». En él pasó revista a toda la vida de éste y llegó a las siguientes conclusiones: el carácter aristocrático había permanecido agazapado continuamente en su amigo el Conde; aquél había ido saliendo a la superficie después de los acontecimientos de la Revolución Francesa; Stolberg se afilió a la llamada «Cadena de la Nobleza», que tenía como finalidad oponerse activamente a los ideales de libertad franceses; estos Nobles se aliaron con los Jesuitas ;se creyó servir a los intereses de la Nobleza favoreciendo la restauración del Cristianismo; en general, la restauración del Feudalismo medieval cristianocatólico y la eliminación de la libertad de pensamiento propugnada por el Protestantismo y por la burguesía política habían sido objetivos prioritarios en los círculos de la Nobleza; la Democracia y la Aristocracia alemanas, que tan ingenuamente se habían hermanado siendo jóvenes en la época anterior a la Revolución, cuando aquélla no tenía todavía ninguna esperanza y ésta no abrigaba todavía ningún temor, se enfrentaron una a otra en su vejez y lucharon hasta la muerte.
El sector del público alemán que no captó el significado ni la imperiosa necesidad de esta contienda, reprochó al viejo Voss el haber sacado a relucir sin compasión los trapos sucios de sucesos internos de casa y sin importancia, olvidando que en la exposición de éste formaban una unidad convincente. No faltaron entonces las llamadas grandes almas que, con la mayor altivez, pusieron el grito en el cielo demostrando una estrechez mental de tendero y condenaron al pobre Voss al chismorreo. Otros, como buenos burgueses y temerosos, por tanto, que algún día quedara al descubierto su propia miseria, levantaron su voz contra la violación de la práctica literaria, según la cual estaba rigurosamente prohibido todo tipo de intromisión en la vida privada del individuo. Por esta época murió Fritz Stolberg y se achacó su muerte a las preocupaciones. Inmediatamente después de sumuerte apareció el «Pequeño Tratado sobre el Amor», en el que hablaba del pobre amigo ofuscado en un tono de manso cristianismo, condescendiente, típicamente jesuítico. Las lágrimas de la compasión alemana corrieron a mares, el alemán medio exhaló sus gemidos más compungidos y se acrecentó la ira santa contra el pobre Voss. La mayor parte de las injurias las recibió precisamente de las personas por cuya salud espiritual y material había luchado tanto.
En Alemania es fácil contar, en términos generales, con la compasión y las glándulas lacrimales de la multitud en una polémica, si se sabe maniobrar con habilidad. Los alemanes se parecen en estas ocasiones a esas viejas que nunca dejan de presenciar una ejecución, que se adelantan a codazos hasta la primera fila con curiosidad y que, al ver al pobre pecador en sus sufrimientos, lloran amargamente y hasta le disculpan. Estas plañideras, que adoptan una actitud de llanto en una ejecución literaria, quedarían enormemente contrariadas si el pobre pecador, al que esperan ver azotar, fuera súbitamente perdonado y ellas tuvieran que volverse a casa sin haber visto nada. Su ira, aumentada, se vuelve entonces contra aquel que ha defraudado sus esperanzas.
Mientras tanto, la polémica en tomo a Voss iba calando en el público y desbarató en la opinión pública la predilección reinante por la Edad Media. Aquella polémica había interesado a toda Alemania. Un sector muy numeroso del público se había puesto incondicionalmente de parte de Voss, otro sector, todavía más numeroso, se interesaba sólo por sus asuntos. Se sucedieron escritos y réplicas y los últimos días del viejo Voss se vieron agriados por esta disputa. Tuvo que enfrentarse con los peores enemigos, los clérigos, que le atacaron con toda suerte de disfraces. No sólo los criptocatólicos, sino también los pietistas, los quietistas, los místicos luteranos, en una palabra, todas las sectas supernaturalistas de la Iglesia luterana, que entre sí mantienen las opiniones más dispares, se unieron con rabia indescriptible contra Johann Heinrich Voss, el racionalistg. En Alemania se designa con este nombre a aquellas personas que o_ torgan un lugar a los derechos de la razón también en el campo de la religión, por contraposición a los sobrenaturalistas, que en este campo han preferido, más o menos, no reconocer aquellos derechos. Estos últimos, en su inquina contra los pobres racionalistas son como los locos de un manicomio, que en cierta manera se soportan unos a otros, aunque se sorprendan e intimiden por las locuras de los demás, pero que reaccionan como perros rabiosos contra quien ellos consideran su enemigo común, y que no es otra cosa que el psiquiatra que quiere hacerlos entrar en razón.
Si la Escuela Romántica había perdido toda su credibilidad ante la opinión pública, debido a las intrigas de la Iglesia católica que ahora se descubrían, al mismo tiempo recibía en su propio santuario un ataque exterminador, y precisamente de labios de uno de aquellos dioses a los que ella había encumbrado. En efecto, Wolfgang Goethe bajó de su pedestal y dictaminó la sentencia condenatoria sobre los señores Schlegel, sobre los mismos Sumos Sacerdotes que en tantas ocasiones se habían postrado ante él para incensarlo. Esta voz puso fin al aquelarre. Las lechuzas se retiraron de nuevo a las oscuras ruinas del castillo. Los cuervos emprendieron el vuelo hacia las viejas torres de las iglesias. Friedrich Schlegel emprendió camino hacia Viena donde cada día oía misa y comía pollo al horno ( ). August Wilhelm Schlegel se retiró a la pagoda de Brahma ( ).
Si vamos a ser francos, Goethe jugó en aquella ocasión con dos barajas y no se puede alabar sin más su actuación. Es cierto que los señores Schlegel no se portaron nunca lealmente con él. En su polémica contra la vieja escuela se vieron precisados a proponer como modelo también a algún poeta vivo y no encontraron otro más apropiado que Goethe, del que esperaban, a cambio, algún apoyo para sus teorías literarias. Tal vez fuera ésta la única razón que les movió a levantarle un altar, a incensarle y a hacer que el pueblo se arrodillara ante él. También le tenían muy cerca. De Jena a Weimar se puede ir a través de' un paseo lleno de árboles preciosos, a cuyos lados crecen ciruelas, de un sabor exquisito cuando se tiene sed a causa del calor. Los Schlegel recorrieron este camino en multitud de ocasiones y en Weimar tuvieron algunas conversaciones con el señor Consejero Privado von Goethe, que nunca dejó de ser un gran diplomático y que escuchaba pacientemente a los Schlegel, a veces sonreía, en alguna ocasión les invitó a comer y además les hizo algún pequeño favor, etc. También intentaron acercarse a Schiller. Pero éste era un hombre íntegro y no quiso saber nada de ellos. La correspondencia entre él y Goethe, publicada hace tres años ( ), arroja luz sobre las relaciones de estos poetas para con los Schlegel. Goethe se desentiende elegantemente de ellos con sonrisas. Schiller reacciona con ira ante su impertinente afán de notoriedad, su forma de llamar la atención por medio del escándalo y los moteja de «presumidos» ( ).
Por muy elegante que fuera el comportamiento de Goethe en todo momento, lo cierto es que tenía motivos más que suficientes para estar agradecido a los Schlegel, a los que debía en gran parte su fama. Estos habían introducido y promocionado el estudio de sus obras. El desdén con que rechazó al final a estos hom
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bres huele mucho a ingratitud. Posiblemente disgustó al sagaz Goethe el que los Schlegel se sirvieran de su persona simplemente como medio para sus fines propios. O tal vez fue la ira de los antiguos dioses paganos lo que le sublevó al ver las sucias artimañas católicas; pues si Voss era el doble del rígido Odín, con su único ojo, Goethe lo era del gran Júpiter, tanto por su forma de pensar como por su figura. Aquél se vio obligado a golpear tenazmente con el martillo de Thor; a éste le fue suficiente mover disciplicente la cabeza con sus rizos ambrosíacos y los Schlegel temblaron y se arrastraron suplicantes. En el segundo número de la revista publicada por Goethe «Arte y Antigüedad» apareció, bajo el título «Sobre el nuevo arte alemán cristiano y patriótico», un documento público de aquel ataque por parte de Goethe. Este artículo significó para Goethe su 18 de Brumariq_en la literatura alemana, Efectivamente, al expulsar tan bruscamente del templo a los Schlegel, atrayendo de paso hacia su persona a muchos jóvenes admiradores de aquéllos, y al ser aclamado por el público, para el que el Directorio schlegeliano hacía tiempo que se había convertido en un Terror, puso las bases de su Dictadura en la literatura alemana.
A partir de aquel momento decayó la estrella de los Schlegel. Sólo de vez en cuando se volvió a hablar de ellos, de igual forma que todavía hoy se habla alguna vez de Barras o de Gohier. Nunca más se volvió a hablar de romanticismo y de poesía clásica, sino de Goethe y de nuevo Goethe._ Es cierto que salieron a escena entretanto otros poetas que no tenían mucho que envidiar a aquél en vigor y en fantasía, pero por cortesía le reconocieron como su jefe, le hicieron la corte con adulación, le besaron la mano, se arrodillaron ante él. Estos Grandes del Parnaso, sin embargo, se diferenciaron de la gran masa en que también a ellos les estuvo permitido coronarse de laureles la cabeza en tiempo de Goethe. Alguna vez le atacaron, pero reaccionaron airadamente cuando algún paria se arrogó el derecho de reprochar a Goethe. Los aristócratas, por muy tirantes que sean sus relaciones con su Soberano, se sienten molestos cuando la plebe se rebela contra él. Y los aristócratas del espíritu en Alemania habían tenido motivos suficientes durante los dos últimos decenios para estar molestos con Goethe. Como yo mismo dije entonces más de una vez con bastante amargura: Goethe hizo como Luis XI, que oprimió a la alta nobleza y encumbró al tercer estado ( ).
Era repugnante. Goethe tenía miedo de cualquier escritor original con méritos propios y alababa y ensalzaba a cualquier medianía insignificante. Y tanto fue así que terminó por considerarse como un certificado de mediocridad el ser alabado por Goethe.
Voy a hablar de los nuevos poetas, los que surgieron durante el Imperio goethiano. Nos encontramos ante un bosque joven, cuyos brotes sólo ahora dejaban ver su verdadero tamaño, una vez que ha caído la encina secular que sobresalía por encima de ellos y los ocultaba con la sombra de sus ramas.
No es que faltara, como ya se ha dicho, una oposición que combatiera encarnizadamente contra el árbol corpulento de Goethe. Individuos de las opiniones más dispares se organizaron para formar tal oposición. Los creyentes tradicionales, los ortodoxos, no le perdonaban el que en el tronco del gran árbol no hubiera un nicho con una estatuilla sagrada, ni el que las desnudas driadas del paganismo pudieran practicar en él sus hechicerías, y hubieran deseado, como San Bonifacio, derribar con su hacha sagrada esa vieja encina encantada.
Los creyentes modernos, los partidarios del Liberalismo, al contrario, no llevaban a bien el que no se pudiera emplear este árbol como mástil de la libertad, o al menos, como barricada. En realidad el árbol era demasiado alto, no se podía colocar en su copa una gorra roja y bailar alrededor la «Carmagnole». El gran público, en cambio, veneraba ese árbol precisa64    65
mente por ser tan señorial e independiente, porque con su buen olor llenaba el universo de simpatía y porque sus ramas se erigían hacia el cielo con tanta gracia, que parecía que las estrellas no fueran sino los frutos dorados de este gran árbol encantado.
La oposición contra Goethe comienza propiamente con la aparición de los llamados falsos «Años de Peregrinaje», que fueron publicados con el título de «Años de Peregrinaje de Wilhelm Meister» el año 1821, poco después, por tanto, del hundimiento de los Schlegel, en la casa Gottfried Basse de Quedlimburg. Goethe había anunciado, efectivamente, y con ese mismo título, la continuación de sus «Años de Aprendizaje de Wilhelm Meister» y, curiosamente, esta continuación apareció al mismo tiempo que su doble literario, en el que no sólo se había copiado el estilo de Goethe, sino que el héroe de la novela goethiana se presentaba también como un personaje de acción.
Esta burda copia mostraba poca inspiración y mucho tacto, y como el autor supo mantenerse durante algún tiempo en el anonimato, a pesar de los intentos, frustrados todos, realizados para descubrir al impostor, la curiosidad del público se vio avivada todavía más con tales manipulaciones. Al fin se descubrió que el autor era un párroco rural desconocido hasta entonces, llamado «Pustkuchen», que en francés quiere decir «omelette soufflée», un nombre que calificaba a toda su personalidad. La vieja levadura pietista había fermentado estéticamente. En este libro se reprochaba a Goethe: que sus poesías carecían de intencionalidad moral; que no era capaz de crear figuras elevadas, sino simplemente tipos ramplones; que Schiller, 2 al contrario, había dado vida a los caracteres idealistas más nobles y que, por lo tanto, era un poeta de mayor categoría,
Esto último, es decir, que Schiller era más grande que Goethe, fue la controversia más importante que este libro provocó. Se introdujo la manía de comparar la producción de ambos poetas y las opiniones se dividieron. Los partidarios de Schiller insistían en la superioridad moral de un Max Piccolomini, de un Thekla, de un Marqués de Posa ( ) y de los demás héroes del teatro schilleriano, en comparación con los cuales los personajes goethianos, como una Philine, un Gretchen, una Klärchen ( ) y otras bellas criaturas, eran considerados cuadros femeninos inmorales. Los partidarios de Goethe decían con una sonrisa en los labios que difícilmente podría presentarse a estos y otros héroes goetheanos como morales, pero que la promoción de la moral que se exigía a las poesías de Goethe no era en manera alguna la finalidad del arte. En el arte, continuaban argumentando, no hay ninguna finalidad, como tampoco la hay en el mundo, donde ha sido el hombre quien ha introducido con su sutileza los conceptos «fin» y «medio». El arte, como el mundo, estaban allí por sí mismos, y así como el mundo permanecía él mismo eternamente, a pesar de que las opiniones de los hombres sobre él cambiaran incesantemente, de igual manera el arte debía permanecer inalterable, al margen de las opiniones pasajeras de los hombres. Consecuentemente, el arte, según ellos, debía permanecer independiente de la moral, que está en constante cambio en la tierra, debido al ascenso de una religión y al declinar de otra más antigua.
De hecho, con el paso de una serie de siglos aparece regularmente en el mundo una religión nueva y al convertirse en ética, institucionaliza una moral nueva. Así, pues, cada época debería acusar de inmoralidad a las obras de arte del pasado, en el supuesto que éstas debieran ser juzgadas según la norma de la moral imperante en esa época. Por experiencia propia sabemos que cristianos perfectos, que desprecian la carne como obra del diablo, siempre han contemplado con un gesto de desaprobación las figuras de los dioses griegos. Ha habido monjes púdicos que han cubierto a la Venus clásica con un vestido. Todavía en los tiempos más recientes se ha pegado a Ias estatuas desnudas una irrisoria hoja de higuera. Un cuáquero piadoso ha ofrecido toda su hacienda para comprar los cuadros más bellos de Giulio Romano y quemarlos (pero, a cambio, mereció ir al cielo y ser azotado allí todos los días con una buena verga).
Una religión que colocara a Dios sólo en la materia y que, en consecuencia, sólo considerara algo divino a la materia, debería, al convertirse en ética, producir una nueva moral, según la cual sólo serían dignas de alabanza aquellas obras de arte que ensalzaran a la carne y según la cual las obras de arte cristianas, que únicamente representan la aniquilación de la carne, deberían ser condenadas como inmorales. Más aún, las obras de arte que en un país fueran tenidas por morales, podrían ser consideradas como inmorales en otro país en el que las costumbres se rigieran por otra religión. Nuestras artes plásticas, por ejemplo, producen repugnancia a un musulmán intransigente y, al contrario, algunas artes que pasan por totalmente inocentes en un harén oriental, son un tormento para un cristiano. Como en la India la posición de una bayadera no se degrada por sus costumbres, el drama «Vasantasena», cuya protagonista es una digna ramera, no tiene en aquel país nada de inmoral. Pero si esta obra se representase en el Teatro Francais, se oirían en el cielo los gritos de todos los palcos protestando de la inmoralidad de la obra, a pesar de que esos palcos contemplan gustosamente a diario obras de intriga en las que las protagonistas son jóvenes viudas que al final encuentran quien las quiera, en vez de lanzarse a la pira y perecer en el fuego con su difunto esposo, como exige la moral hindú.
Al fundamentar toda su discusión en esta teoría, los partidarios de Goethe conceden al arte la categogía de un segundo mundo independiente y lo colocan a tal altura que toda actividad humana, la religión y la moral, gira en torno a él, por ser éstas mudables y contingentes. Yo no puedo adherirme sin reservas a esta teoría. Los partidarios de Goethe, siendo consecuentes con ella, llegan a proclamar la primacía del arte sobre todo lo demás y a olvidarse de las exigencias y derechos de este primer mundo real y existente, que es, sin embargo, el que tiene la primacía.
Schiller se ha aferrado a este primer mundo con mucha más decisión que Goethe y bajo este aspecto hay que alabarle. El espíritu de su tiempo le poseyó intensamente a él, Friedrich Schiller, y éste luchó contra él y se dejó impulsar por él, le siguió al campo de batalla, portó su estandarte y el estandarte era el mismo que con tanto entusiasmo impulsaba la lucha al otro lado del Rhin y por el que en cualquier momento estamos dispuestos a derramar nuestra sangre más preciosa. Schiller escribió en favor de los grandes ideales de la Revolución, destruyó las Bastillas del espíritu, trabajó en la construcción del Templo de la Libertad y precisamente de aquel Templo tan inmenso que debe cobijar a todas las naciones: era cosmopolita. Sus comienzos están marcados por, el odio al pasado que vemos en los «Bandidos», obra en la que se asemeja a un Titán jovencito que se ha escapado de la escuela, ha bebido unos tragos de licor y ha derribado a pedradas la ventana de Júpiter. Sus últimos momentos llevan la impronta de aquel amor a los tiempos futuros que ya en «Don Carlos» brota como un jardín en flor, y él mismo es el Marqués de Posa, profeta y soldado al mismo tiempo, que lucha por aquello que profetiza y lleva bajo su capa española el corazón más noble que jamás haya vivido y padecido en toda Alemania.
El poeta, el creador en pequeño, se parece también a Dios en que crea a sus personajes a imagen y semejanza propia. Karl Moor y el Marqués de Posa son el mismo Schiller en todo, mientras que Goethe se asemeja a su Werther, a su Wilhelm Meister, a su Fausto, personajes en los que se pueden perseguir las fases de su espíritu. Si Schiller se introduce de lleno en la Historia, si se entusiasma por los progresos sociales de la Humanidad y canta a la Historia Universal, Goethe prefiere sumergirse en los sentimientos individuales, tanto en el arte, como en la naturaleza. Goethe, el panteísta tuvo que terminar por dedicarse a estudiar Historia Natural como dedicación primordial y nos transmitió los resultados de sus investigaciones no sólo en composiciones poéticas, sino también en trabajos científicos. Su indiferentismo fue también la consecuencia de su cosmovisión panteísta.
Desgraciadamente es cierto y no hay por qué negarlo, que no han sido pocas las ocasiones en que el panteísmo ha conducido a los hombres al indeferentismo. Reflexionaban de esta manera: si todo es Dios, es indiferente que me dedique a una actividad o a otra, da lo mismo que me dedique a las nubes que a las piedras preciosas antiguas, a los cantos populares que al sistema óseo del mono, a los hombres que a los comediantes. Pero aquí está precisamente el error: todo no es Dios, sino que Dios es todo. Dios no se manifiesta con la misma intensidad en todas las cosas, sino que lo hace en grado diferente en los distintos objetos y cada uno lleva en sí la exigencia de obtener un grado más alto de divinidad. Esta es la gran Ley del Proceso en la naturaleza ( ).
La aceptación de esta Ley, que debe su descubrimiento a los saintsimonistas, convierte al panteísmo en una cosmovisión que conduce no al indiferentismo en general, sino a la laboriosidad más altruista y abnegada (35 bis). No, Dios no se manifiesta en la misma medida en todas las cosas, como creía Wolfgang Goethe, que por ello se hizo indiferentista y en vez de ocuparse de los intereses más elevados de la humanidad, se dedicó a juegos artísticos, a la anatomía, a la teoría de los colores, a la jardinería y a observar las nubes. Dios se manifiesta en las cosas en distinto grado, y este ininterrumpido manifestarse constituye su vida; Dios está en el movimiento, en la acción, en el tiempo; su aroma sacro se esparce a través de las hojas de la Historia, ésta es el verdadero libro de Dios. Así lo sintió y presintió Friedrich Schiller, que fue un profeta hacia el pasado ( ), y escribió «La Caída de los Países Bajos», La Guerra de los Treinta Años», «La Doncella de Orleans» y «Teil».
Es verdad que Goethe cantó algunas historias emancipatorias de envergadura, pero lo hizo en cuanto artista. Goethe rechazó con desdén el entusiasmo cristiano, que le resultaba desagradable, o no quiso comprenderlo, porque temía que, de aceptarlo, se le obligaría a salir del cómodo rincón de su aislamiento. Precisamente por ello trató el entusiasmo en general con categorías plenamente históricas, como algo dado, como un material que es preciso tratar; el espíritu se convirtió en materia en sus manos y Goethe le dio su forma bella y atractiva. Así se convirtió en el artista más grande de nuestra literatura y todo lo que escribrió permanece como una obra de arte acabada.
El ejemplo del maestro sirvió de norma a los principiantes y en Alemania se produjo el movimiento literario al que en alguna ocasión he denominado como «período artístico» y cuyo influjo negativo en el desarrollo político del pueblo alemán he probado suficientemente. No es que me negara a reconocer en aquella ocasión el valor autónomo de las obras maestras de Goethe. Ellas embellecen a nuestra querida patria como bellas estatuas: adornan un jardín, pero no dejan de ser estatuas. Puede uno enamorarse de ellas, pero son estériles: las poesías de Goethe no producen acción como las de Schiller. La acción es el hijo de la palabra, y las bellas palabras de Goethe son estériles. Esta es la maldición de todo lo que debe su existencia a la sola acción del arte. La estatua que construyó Pigmalión era una mujer hermosa, tanto que el maestro se enamoró de ella y bajo el calor de sus besos le dio vida; pero, por lo que sabemos nosotros, no tuvo ningún hijo.
El señor Charles Nodier ha dicho, creo, a este respecto algo parecido y sus palabras me vinieron a la memoria ayer, cuando recorría las salas bajas del Louvre y contemplaba las estatuas clásicas que representan a los dioses. Allí estaban, frente a mí, con sus glaucos ojos mudos y su sonrisa de mármol, una melancolía oculta, un recuerdo nostálgico de Egipto tal vez, del país de los muertos, de donde proceden; o una añoranza de la vida, de la que han sido marginadas por otras divinidades; o también una dolorosa lamentación por su inmortalidad muerta. Parecían esperar la palabra que les devolviera la vida y las liberara de su fría y rígida inmovilidad. Como por encanto, estas figuras antiguas me hicieron pensar en las composiciones de Goethe, que son también perfectas, también maravillosas, también silenciosas, pero que también parecen sentir, doloridas, que su rigidez y su frío las alejan de nuestra vida cálida y agitada del momento actual, y que no les es dado sufrir y alegrarse con nosotros, y que no son criaturas humanas, sino mezclas bastardas de dios y de piedra.
Estas someras observaciones dan la pauta para comprender el resentimiento que ha surgido en Alemania de parte de los partidos más diversos contra Goethe. Los ortodoxos no podían soportar al Gran Pagano, denominación habitual de Goethe en Alemania. Temían el influjo que Goethe pudiera ejercer sobre el pueblo, que se vería dañado por su filosofía, hábilmente difundida a través de risueñas poesías y de cancioncillas inconsistentes. Veían en él al peor enemigo de la Cruz, la cual era para él, según sus propias palabras, tan dañina como las chinches, el ajo y el tabaco. Algo así viene a decir el epigrama ( ) que Goethe lanzó como un reto a Alemania, un país en el que dominan por todas partes los bichos, el ajo, eI tabaco y la Cruz, en alianza santa.
No fue precisamente esta faceta la que a nosotros, hombres de movimiento, nos disgustó en Goethe. Como ya he dicho, le reprochábamos la esterilidad de su palabra, el esteticismo, que gracias a él se difundió por toda Alemania, que ejerció un influjo quietista sobre la juventud alemana, que paralizó a toda una generación política de nuestra patria. Por este motivo, el panteísta indiferente se vio atacado por el lado opuesto. Para hablar con una terminología francesa, la extrema derecha y la extrema izquierda se aliaron contra él. Mientras el Clérigo Negro ( ) arremetía contra él con el crucifijo, el furibundo «sansculotte» se acercaba a él amenazadoramente con la pica en la mano ( ).
El señor Wolfgang Menzel, que ha dirigido la lucha contra Goethe con una aparatosa animosidad digna de mejor causa, no mostró en su polémica una separación tan radical entre el cristiano espiritualista y el patriota descontento. El fundamentó, más bien, su invectiva en parte en los últimos juicios de Friedrich Schlegel, quien después de su caída proclamó, desde el sótano de su catedral católica, su lamento sobre Goethe, sobre un Goethe «cuya poesía carecía de centro» ( ). El señor Menzel fue más lejos y mostró que Goethe no era ningún genio, sino simplemente un talento, alabó a Schiller por encima de Goethe, etc.
Todo esto sucedía poco antes de la Revolución de Julio. El señor Menzel era entonces el mayor admirador de la Edad Media, tanto de las obras de arte como de las instituciones. Denostó con furia inaudita a Heinrich Voss y alabó con entusiasmo ilimitado a Joseph Görres. Su odio contra Goethe era, pues, auténtico y escribió contra él por convencimiento y no, como muchos piensan, para darse a conocer. Aunque por aquellos tiempos yo mismo era enemigo de Goethe ( ), no me pareció bien la acritud con que el señor Menzel le criticó y no dejé de lamentar la falta de piedad. Hice la siguiente observación: Goethe es con mucho el rey de nuestra literatura y cuando se le aplica el bisturí de la crítica no hay que negarle la cortesía que se merece, al igual que el verdugo que tenía que decapitar a Carlos I y que, antes de cumplir su cometido, se arrodilló ante el Rey y le suplicó respetuosamente le concediera perdón.
Entre los contradictores de Goethe estaba también el famoso consejero áulico Müllner y el único amigo que le permaneció fiel, el profesor Schütz, hijo del viejo Schütz. Algunos otros, menos famosos, como un tal Spaun, que estuvo durante mucho tiempo en
Nada más ciego que minusvalorar a Goethe para inclinar la balanza a favor de Schiller, de quien verdaderamente no se tenía tan buena opinión y si se le alabó insistentemente fue para denigrar a Goethe. ¿O es que no se sabía que las tan ensalzadas figuras ideales, los retablos de virtud y moralidad que creó Schiller, eran más fáciles de modelar que los seres pecadores, apegados a la tierra y ensuciados que Goethe nos deja ver en sus obras? ¿No saben que pintores mediocres pintan casi siempre en sus lienzos figuras de santos de tamaño natural y que, por el contrario, es propio de un gran maestro pintar un chiquillo mendigo español que se quita los piojos ( ), un campesino de los Países Bajos ( ), que corta leña o al que se le ha arrancado una muela y viejas asquerosas como las que vemos en los minicuadros holandeses, logrando con ello obras perfectas por su realismo y técnica? Lo grande y lo terrible son más fáciles de representar en el arte que lo pequeño y lo gracioso. Los sabios de Egipto fueron capaces de repetir muchos de los juegos de habilidad de Moisés, como, por ejemplo, las serpientes, la sangre, las ranas; pero cuando realizó encantamientos aparentemente más sencillos, como en el caso de los bichos, quedaron pasmados y reconocieron su impotencia para hacer surgir ni uno de los bichejos, y dijeron: ahí está el dedo de Dios. Vosotros criticáis Ios lugares comunes del Fausto, las escenas del Brocken, de la cantina de Auerbach, censuráis los desórdenes del «Meister», pero sois incapaces de imitarlo. ¡Ahí está el dedo de Goethe! Seguro que vosotros no queréis imitarlo y yo escucho cómo afirmáis despectivamente: no somos magos, somos buenos cristianos. Que no sois, magos, eso sí que lo sé.
El mérito más grande de Goethe consiste en la perfección de todo lo que produce. No hay en su obra elementos más acentuados, mientras otros pudieran quedar en penumbra; no acaba de pintar una parte y deja la otra en simple esbozo; no existen confusiones, ni la típica obra de relleno, ni predilección por los detalles. Hace actuar a cada personaje de sus novelas y dramas en cualquier situación como si fuera el verdadero protagonista. Lo mismo sucede en las obras de Homero y en las de Shakespeare. En las obras de todos los grandes escritores no hay propiamente personajes secundarios, cada figura es personaje principal en su puesto. Tales poetas son como los príncipes absolutos, que no conceden a los hombres ningún valor en sí mismos, a no ser el de reconocer la superior valía de ellos, según su propia estimación. Un embajador francés se atrevió en cierta ocasión a recordar ante el Zar Pablo de Rusia que un personaje importante de su Imperio tenía interés en no sé qué asunto. El Zar le cortó violentamente con estas palabras: «No hay en este Imperio otro personaje importante que aquel al que yo hablo y sólo lo es mientras yo hablocon éI». Un poeta absoluto, que también ha recibido su poder por la gracia de Dios, considera, de idéntica manera, cómo el personaje más importante de su Imperio espiritual es aquel a quien hace hablar en ese momento, a quien ha caído bajo su pluma. De aquel despotismo intelectual ha salido la maravillosa perfección de las figuras más pequeñas de las obras de Homero, Shakespeare y Goethe.
Si he hablado con dureza de los contradictores de Goethe, podría hablar todavía más duramente de sus apologetas. La mayoría de ellos han dicho, en su indignación, tonterías más grandes. En los límites del ridículo se halla un personaje llamado Eckermann, quien, por otro lado, no carece de ingenio. En la lucha contra el señor Pustkuchen se ganó su espaldarazo crítico Karl Immermann, que en la actualidad es nuestro mayor poeta dramático; con aquel motivo sacó a la luz un folleto muy acertado ( ). Los que más se han destacado en esto han sido los berlineses.
El luchador más cualificado, sin duda alguna, del bando de Goethe fue Varnhagen von Ense ( ), que lleva en su pecho ideas de amplitud tan grande como el mundo mismo y sabe expresarlas en términos tan elegantes y adornados como perlas talladas. Se trata de aquel espíritu elevado cuyo juicio fue siempre para Goethe la palabra definitiva. Tal vez no sea inútil recordar que Wilhelm von Humboldt había escrito con anterioridad un libro de valor incalculable sobre Goethe ( ). A partir de los últimos diez años cada Feria de Leipzig da ocasión a la publicación de algún trabajo sobre Goethe. Las investigaciones del señor Schubart pueden contarse entre lo mejor de la crítica de altura. Lo que escribió el señor Häring, bajo el seudónimo de Wilibald Alexis, sobre Goethe, en diferentes publicaciones periódicas ,era tan sustancioso como ingenioso ( ). El señor Zimmermann, profesor de Hamburgo, ha expresado en sus conferencias los juicios más atinados sobre Goethe, que se pueden encontrar, insinuados breve, pero no superficialmente, en sus páginas sobre dramaturgia ( ). En distintas universidades alemanas se dieron cursos sobre Goethe y la obra que más atrajo la atención del público fue, sin lugar a dudas, «Fausto». Fue continuado y comentado de dististas formas y se convirtió en la Biblia laica de los alemanes.
Dejaría de ser alemán si, después de citar el «Fausto», no añadiera algunas consideraciones explicativas sobre esta obra. Pues desde el pensador más grande hasta el cantinero más bajo, desde el filósofo hasta el Doctor en Filosofía, cada cual echa su cuarto a espadas sobre el libro poniendo a prueba su ingenio. Pero en verdad el «Fausto» es tan grande como la Biblia y, como ésta, abarca cielos y tierra, incluidos el hombre y su exégesis. El tema es aquí de nuevo el motivo principal por el que «Fausto» es tan popular. El que Goethe tomara el tema de la tradición popular es una muestra del profundo tino inconsciente por parte de Goethe, de su genio, que siempre supo captar lo más inmediato y lo más acertado.
Me parece que el contenido de «Fausto» es suficientemente conocido, ya que en los últimos años el libro ha adquirido una gran fama incluso en Francia. Pero de lo que no estoy seguro es si es conocida aquí la leyenda popular misma, y si aquí se vende en el campo, en los días de mercado, un libro gris, en papel filtro, mal impreso e ilustrado con grabados toscos, en el que se puede leer con todo detalle:cómo el gran mago Johannes Faustus, un sabio Doctor que había estudiado todas las ciencias, termina por arrojar lejos de sí los libros y firmar un pacto con el diablo, según el cual podría gozar todos los placeres sensuales de la tierra, pero su alma iría a parar al infierno. El pueblo de la Edad Media, dondequiera que descubrió un talento espiritual superior, lo achacó siempre a un pacto con el diablo, y Alberto Magno, Raimundo Lulio, Teofrasto Paracelso, Agripa de Netteseim y, también en Inglaterra, Roger Bacon, fueron tenidos por magos, nigromantes y endemoniados.
Pero infinitamente más originales son las cosas que se cuentan y se cantan del Doctor Fausto, quien se atrevió a exigir del diablo no sólo el conocimiento de las cosas, sino también los placeres más sólidos. Y éste es precisamente el significado de «Fausto», que descubrió la imprenta ( ) y vivió en una época en que se comenzaba a predicar y a investigar con autonomía propia y en contra de la autoridad de la Iglesia, de forma que se puede decir que con «Fausto» concluye la época creyente de la Edad Media y da comienzo la época científica de la Edad Moderna. Es muy importante que la Reforma comience en la época en que según la leyenda popular vivió Fausto y que él mismo descubriera el arte que significó para la ciencia una victoria sobre la fe, es decir, la imprenta, un arte que, además, nos robó la cómoda tranquilidad católica y nos echó en brazos de la duda y de las revoluciones (otro que no fuera yo diría que al fin nos echó en manos del diablo).
    No, no es cierto. El saber, el conocimiento de las cosas a través de la razón, la ciencia, nos da los goces que la fe, el Cristianismo católico nos ha estafado _durante tanto tiempo. Sabemos que los hombres no están llamados solamente a una igualdad en el cielo, sino también a una igualdad en la tierra. El hermanamiento político que nos predica la Filosofía es para nosotros más complaciente que la pura fraternidad espiritual que nos ayuda a conseguir el Cristianismo. Y la ciencia se hace palabra y la palabra acción y nosotros podemos ser felices en esta tierra mientras dure nuestra vida: si, además, después de nuestra muerte tomamos parte en aquella bienaventuranza que el Cristianismo nos promete con tanta seguridad, tanto mejor.
El pueblo alemán ha tenido desde hace mucho tiempo un profundo presentimiento de esta realidad, pues el pueblo alemán es aquel mismo sabio Doctor Fausto, es aquel mismo espiritualista que con su propio espíritu descubrió por fin la insuficiencia del espíritu y se orientó hacia los goces materiales, devolviendo así sus derechos a la carne. Desde la perspectiva de la simbología de la poesía católica, en la que Dios es el representante del espíritu y el Diablo el representante de la carne, aquella rehabilitación de la carne tenía que ser considerada como un rechazo de Dios y como un pacto con el Diablo.
Tendrá que pasar, sin embargo, algún tiempo hasta que se realice en el pueblo alemán lo que con tanta profundidad se profetizó en aquella obra literaria, hasta que sean reconocidas por el espíritu las usurpaciones cometidas por el espíritu y hasta que sean reivindicados los derechos de la carne. Esto es la Revolución, la hija mayor de la Reforma protestante.
En Francia es menos conocida que el «Fausto» otra obra de Goethe titulada «Diván occidental-oriental», un libro posterior, del que Madame de Staël no tuvo conocimiento y del que quiero hablar especialmente. En él se contienen las formas de pensar y de sentir del Oriente envueltas en cantos frescos y lozanos y en concentrados proverbios. Todo allí huele y brilla como un harén poblado de odaliscas encantadoras con negros ojos de gacela y brazos blancos y sensuales. El lector siente la misma complacencia voluptuosa que el afortunado Gaspard Debüreau cuando en Constantinopla se subió a una escalera y vio de arriba hacia abajo lo que el Señor de los Creyentes acostumbra a ver de abajo hacia arriba. A veces el lector siente la agradable sensación de encontrarse cómodamente echado sobre una alfombra persa y fumando el tabaco rubio del Turkestán en un narguile, mientras una esclava negra le abanica con un abanico de pavo real y un hermoso mancebo le sirve una taza de auténtico café moca. Goethe ha traducido en verso el placer de vivir más embriagador y los versos son tan ágiles, tan afortunados, tan aromáticos, tan etéreos, que tiene uno que maravillarse de cómo ha sido posible este milagro en lengua alemana.
En los pasajes en prosa del libro se encuentran las explicaciones más prodigiosas sobre costumbres y vida del Oriente, sobre la vida patriarcal de los árabes. Y en ellos Goethe permanece siempre riendo en la penumbra, manso como un niño, sentencioso como un anciano. Esta prosa es transparente como la mar en reposo, cuando en una clara tarde de verano, sólo perturbada por una brisa suave, se puede ver claramente el fondo en el que brillan las ciudades sepultadas con todas sus maravillas olvidadas. Otras veces, en cambio, la prosa es tan mágica, tan evocadora como el cielo en un atardecer. Entonces surgen los grandes pensamientos goethianos, límpidos y resplandecientes como las estrellas. Es indescriptible el encanto de este libro: es como un lenguaje simbólico de flores que el Occidente ha enviado al Oriente, y en él se encuentran flores rarísimas como rosas rojas de voluptuosidad, hortensias como pechos desnudos de muchacha, bocas de dragón graciosas, digitales color púrpura semejantes a largos dedos humanos, picos de azafrän retorcidos, y en el centro, ocultas y a la escucha, silenciosas violetas alemanas. Pero este lenguaje simbólico también revela que el Occidente está harto de su seco y helado espiritualismo y quiere reponerse injertándose en el vigoroso organismo del Oriente. Después de haber expresado en Fausto su hastío hacia el espíritu abstracto y su ansia de placeres sensoriales, Goethe, al escribir el «Diván», se entrega en brazos del sensualismo, llevándose consigo en su entrega al espíritu mismo.
Es, pues, altamente significativo que escribiera este libro inmediatamente después de Fausto. Fue la última fase de Goethe y su ejemplo influyó en la literatura. Nuestros poetas líricos cantaron ahora al Oriente ( ). Es igualmente digno de tenerse en cuenta que Goethe, que cantó tan regocijadamente a Persia y a Arabia, mantuvo una postura decidida en contra de la India. De este país le disgustaban el carácter caprichoso, la maraña, la falta de claridad, y es posible que este rechazo se deba a que en los estudios del sánscrito realizados por Schlegel y compañía barruntara una maniobra católica. Estos estudiosos, efectivamente, consideraban al Indostán como la cuna del orden cósmico católico; allí vieron el modelo originario de su Jerarquía, allí encontraron su Trinidad, su Encarnación, su penitencia, su expiación, su ascetismo y demás caballitos de batalla de su predilección. La oposición de Goethe a la India irritó no poco a esta gente, y el señor August Wilhelm Schlegel, con evidente enojo, le llamó «un pagano convertido al Islam».
Entre los escritos aparecidos este año sobre Goethe merece destacarse una obra póstuma de Johannes Falk titulada «Goethe visto desde sus relaciones personales íntimas». Además de un trabajo completo sobre Fausto —¡cómo iba a faltar!—, el autor nos da a conocer los datos más acertados sobre Goethe, mostrándonos a éste en todos los aspectos de la existencia, dentro de la mayor fidelidad e imparcialidad, con todas sus virtudes y todos su vicios. Aquí contemplamos a Goethe en sus relaciones con su madre, cuyo natural se refleja tan maravillosamente en el hijo. Aquí vemos al investigador de la naturaleza observando a una oruga que hace el capullo y se metamorfosea en mariposa. Aquí le vemos enfrentado al gran Herder, que se irrita airado a causa del indiferentismo cori que Goethe deja de observar la metamorfosis del hombre. Le vemos sentado en la corte del Gran Duque de Weimar, rodeado de rubias cortesanas, improvisando con aire festivo, como Apolo entre las ovejas del rey Admetos. De nuevo vemos cómo se niega a reconocer, orgulloso como un DalaiLama, a Kotzebue y cómo éste le responde dando una fiesta en honor de Schiller para humillarle. En todo momento se nos presenta inteligente, atrayente, complaciente, con su agradable figura, semejante a los dioses eternos.
De hecho, en Goethe se dio en su cota más elevada la sincronización armónica de la personalidad con el genio, tal como se exige a los personajes más extraordinarios. Su apariencia externa era de tanta importancia como la palabra que albergaba en sus escritos. Su figura era, de igual modo, armónica, clara, alegre, de porte noble, y se podría estudiar en su persona arte griego, como se estudia en una estatua antigua. Este cuerpo glorioso no estuvo nunca encorvado por la servil humildad del cristiano; los rasgos de este semblante no estuvieron descompuestos por la compunción cristiana; estos ojos no se vieron afligidos ni culpables al estilo cristiano, no se entornaron devotamente ni se dirigieron al cielo, ni pestañearon; no, sus ojos eran tranquilos como los de un dios.
Es propio y característico de los dioses el que su mirada está fija y sus ojos no miran de acá para allá con temor. Por eso, cuando Agni, Varuna, Jama e Indra toman la forma de Nala, en la boda de Damajanti, ésta reconoce a su amante en el pestañeo de los ojos, pues, como ya he dicho, los ojos de los dioses siempre están inmóviles. Esta última propiedad tenían también los ojos de Napoleón. Por eso estoy convencido de que era un dios. El ojo de Goethe continuó en su ancianidad siendo tan divino como en su juventud. El paso del tiempo cubrió su cabeza con copos de nieve, pero no pudo doblegarla. Siempre llevó su cabeza bien alta, con orgullo, y cuando hablaba su figura se crecía, y cuando tendía la mano parecía como si pudiera marcar con su dedo a las estrellas del cielo el curso que debieran seguir.
En torno a su boca alguien creyó descubrir un rictus de egoísmo. Pero también este rasgo es propio de los dioses eternos e, incluso, del Padre de los dioses, el gran Júpiter, con quien ya he comparado anteriormente a Goethe. Y cierto que cuando le visité en Weimar ( ) y estuve frente a él dirigí una mirada instintiva al lado para ver si junto a él estaba el águila con el rayo en el pico. Estuve a punto de hablarle en griego, pero como observé que entendía alemán, le dije en alemán que las ciruelas del camino que va de Jena a Weimar tenían un sabor exquisito. Durante las largas noches del invierno había estado pensando qué reflexiones tan elevadas y tan profundas diría yo a Goethe si alguna vez le veía. Y cuando por fin le vi, lo que le dije fue que las ciruelas de Sajonia tenían un sabor exquisito. Y Goethe se rió. Se rió con los mismos labios con que antes había besado a la hermosa Leda, a Europa, a D'anae, a Semele y a tantas otras princesas o también a ninfas comunes.
Les dieux s'en vont. Goethe ha muerto. Murió el 22 de marzo del año pasado, un año señalado, en el que nuestra tierra ha perdido a sus personajes más grandes ( ). Parece como si en ese año la muerte se hubiera convertido súbitamente en aristócrata y hubiera querido distinguir con una marca especial a los nobles de esta tierra, a la par que los enviaba a la tumba. Tal vez haya querido crear una Nobleza más allá, en el reino de las sombras, y en este caso el envío ha sido elegido acertadamente.
¿O ha sido, más bien, que la muerte ha intentado el año pasado hacer un favor a la Aristocracia aniquilando con los grandes personajes la autoridad de éstos y proclamando la igualdad de los espíritus? ¿Ha sido por respeto o por insolencia por lo que la muerte ha perdonado la vida a los reyes durante el año pasado? Ya tenía levantada medio en broma la guadaña sobre la cabeza del Rey de España, pero se volvió atrás a tiempo y le dejó con vida ( ). El año pasado no ha muerto ni un solo rey. Les dieux s'en vont. Pero nosotros nos quedamos con nuestros reyes.




LIBRO SEGUNDO
I

Con la escrupulosidad a que me he comprometido conmigo mismo tengo que decir aquí que algunos franceses se me han quejado de que traté a los Schlegel, y en concreto August Wilhelm, en términos demasiado duros. Creo, sin embargo, que tal reproche no hubiera tenido lugar de conocerse aquí suficientemente la Historia de la Literatura alemana. Muchos franceses conocen a A. W. Schlegel sólo por la obra de Madame de Staël, su noble protectora. La mayoría de ellos le conocen de nombre simplemente y el nombre les suena a algo famoso y noble, algo así como el nombre de Osiris, del que sólo saben que es un tipo raro de dios, venerado en Egipto. Menos conocidas les son otras semejanzas existentes entre A. W. Schlegel y Osiris.
Puesto que en alguna ocasión pertenecí a los discípulos de la escuela del mayor de los Schlegel, es posible que alguien crea que me siento obligado a alguna forma de respeto al mismo. Pero, ¿es que respetó A. W. Schlegel al viejo Bürger, su padre literario? No, por cierto, y en esto actuó siguiendo la costumbre generalizada. Efectivamente, en literatura, lo mismo que en las selvas de los indios norteamericanos, los padres encuentran la muerte a manos de los hijos, una vez que aquéllos envejecen y pierden el vigor.
En el capítulo anterior ya he llamado la atención sobre el hecho de que Friedrich Schlegel tiene más valor que August Wilhelm. Y es que, efectivamente, este último vivió de las ideas de su hermano y no conoció otro arte que el de desarrollar dichas ideas. Friedrich Schlegel fue un individuo pensativo. Conoció todas las maravillas del pasado y sintió todos los dolores del presente. Pero no llegó a comprender la gloria de estos dolores y su necesidad para la salvación futura del mundo. Vio cómo el sol se ocultaba y miró hacia el lugar del ocaso y se lamentó de la oscuridad que veía avanzar; pero no cayó en la cuenta que una nueva aurora despuntaba en los antípodas. Friedrich Schlegel llamó en una ocasión al investigador de la Historia «profeta invertido». Este calificativo es el que mejor le cae a él. El presente le era odioso, el futuro le horrorizaba; sólo hacia el futuro, al que adoraba, se dirigieron sus miradas de investigador.
El pobre Friedrich Schlegel no vio en los dolores de nuestra época los dolores de parto, sino la agonía de la muerte y por miedo a la muerte huyó a esconderse entre Ias tambaleantes ruinas de la Iglesia católica. Este era, en todo caso, el refugio más apropiado a su disposición de ánimo. El había sido en su vida mucho más abierto y arrogante, pero consideraba estas cosas como vergonzosas, como un pecado que tenía que expiar y el autor de «Lucinde» tenía necesariamente que hacerse católico.
«Lucinde» es una novela, la única obra de creación original que Friedrich Schlegel nos ha legado, si exceptuamos sus poesías y un drama de imitación española, «Alarcos». No faltaron en su tiempo elogios para esta novela. El señor Schleiermacher, hoy en la picota de la fama, publicó entonces cartas llenas de entusiasmo sobre «Lucinde». Hubo hasta críticos que alabaron este producto como una pieza maestra y que profetizaron con el mayor convencimiento que llegaría el tiempo en que sería considerado como el mejor libro de la literatura alemana. Se hubiera debido encarcelar por parte de la autoridad a esta gente, de la misma manera que en Rusia se encarcela temporalmente a los profetas que auguran una catástrofe pública hasta que se cumple su vaticinio. No, los dioses han protegido a nuestra literatura de aquella desgracia. La novela de Schlegel se ganó pronto el rechazo general a causa de su deshonesta inconsistencia yactualmente nadie se acuerda de ella. Lucinde es la heroína de la novela y es una mujer sensual y graciosa, o más bien una mezcla de sensualidad y de gracias. Su defecto es que tampoco es ninguna mujer, sino un ensamblamiento desagradable de dos abstracciones, el humor y la sensualidad. La Madre de Dios puede perdonarle al autor haber escrito este libro; las musas no se lo perdonarán nunca.
Otra novela del mismo estilo, titulada «Florentín», se atribuye erróneamente al bendito Schlegel. Este libro es, según se dice, de su esposa, hija del famoso Moisés Mendelssohn, a la que raptó de su primer marido y que se convirtió con él a la Iglesia católica romana.
Creo que Friedrich Schlegel se tomó en serio el catolicismo. No soy de la misma opinión respecto de muchos de sus amigos. Es muy difícil en estos casos que se abra paso la verdad. Religión e hipocresía son hermanas gemelas y se parecen tanto que a veces es imposible separar una de otra. La misma figura, el mismo ropaje, el mismo lenguaje. Sólo que la última de las dos hermanas alarga y hace más dúctiles las palabras y repite con más frecuencia la palabreja «amor». Estoy hablando de Alemania; en Francia ha muerto una de las hermanas y a la otra la vemos vestida del luto más riguroso.
Desde la aparición de la obra de Madame de Staël «De I'Alemagne», Friedrich Schlegel ha publicado otras dos obras de envergadura, que tal vez sean las' mejores que han salido de su pluma y que merecen ser citadas con todos los honores. Se trata de su «Ciencia y Lenguaje de los Hindúes» y sus «Lecciones sobre la Historia de la Literatura» ( ). Con el libro citado en primer lugar no sólo introdujo, sino que puso los fundamentos para el estudio del sánscrito en nuestro país. Fue para Alemania lo que William Jones fue para Inglaterra. Aprendió sánscrito de la forma más genial y los pocos fragmentos que presenta en aquel libro son un ejemplo de traducción. Con su gran capacidad de comprensión se embebió hasta el fondo del significado de la estrofa épica utilizada por los hindúes, la sloka, que fluye amplia y holgada como el Ganges, el río sagrado y claro.
A. W. Schlegel, al contrario, que tradujo en hexámetros algunos fragmentos del sánscrito, tiene mucha menos categoría y siempre se ha jactado de no haber dejado deslizarse en su traducción ningún troqueo, remodelando así alguna obrilla métrica de los alejandrinos.
La obra de Friedrich Schlegel está traducida al francés y puedo ahorrarme, por ello, todo elogio. Sólo tengo un defecto que achacar al libro: sus segundas intenciones. El libro se escribió teniendo en cuenta los intereses del Catolicismo. Esta gente redescubrió en las poesías hindúes no sólo los misterios católicos, sino la Jerarquía católica toda y sus luchas con el poder de todo este mundo. En el Mahabharata y en el Ramayana vieron también una Edad Media de los elefantes. En efecto, cuando, en la última epopeya, el rey Wiswamitra disputa con el sacerdote Wasichta, en esta disputa están en juego los mismos intereses que en nuestras controversias entre el Emperador y el Pasado, por más que el caballo de batalla sea aquí en Europa la Investidura y allá en la India reciba el nombre de Kuh Sabala.
Con relación a las lecciones schlegelianas sobre literatura se puede hacer la misma censura. Friedrich Schlegel contempla en ellas todo el campo de la literatura desde un observatorio elevado. Sólo que este observatorio no deja nunca de ser el campanario de una. iglesia católica. Y en todo lo que Schlegel afirma se oye el sonido de las campanas; a veces se llega a oír incluso el graznido de los cuervos que revolotean en torno al campanario. Para mí este libro exhala olor a incienso de misa solemne y en sus pasajes más logrados no me parece ver emerger sino pensamientos tonsurados. Con todo, y a pesar de estos defectos, no sabría indicar otro libro más interesante sobre esta materia. Sólo uniendo los trabajos de Herder sobre el mismo tema se podría obtener una panorámica más completa sobre la literatura de todos los pueblos. Pues Herder nunca adoptó la postura de Gran Inquisidor, llamando a juicio a todas las naciones y declarándolas culpables o inocentes según su fe religiosa. No, Herder consideraba a toda la humanidad como una gran arpa en manos de un gran maestro; cada pueblo era para ( él una cuerda con tonalidad propia dentro de esa gran arpa. Herder tuvo el oído bien atento a la armonía universal en sus diferentes tonos.
Friedrich Schlegel murió en el verano de 1829, según se dice a causa de un abuso gastronómico. Tenía cincuenta y siete años. Su muerte originó uno de los escándalos literarios más enojosos. Sus amigos, el partido clerical, con su cuartel general en Munich, se molestaron por la forma irrespetuosa con que los liberales comentaron esta muerte y calumniaron, insultaron y denostaron a los liberales alemanes. De ninguno de éstos, sin embargo, pudieron decir: «Ha raptado a la mujer de su huésped y ha vivido durante mucho tiempo de las limosnas del marido ultrajado.»
Puesto que me lo han pedido, tengo que hablar ahora del hermano mayor, A. W. Schlegel. Si se me ocurriera hablar de él en Alemania, me mirarían como a un bicho raro.
¿Quién habla hoy día en París de la jirafa?
A. W. Schlegel nació en Hannover el 5 de septiembre de 1767. Este dato no lo sé por él mismo. No fui nunca tan poco educado como para preguntarle la edad. Esta fecha la encontré, si no me equivoco, en el «Diccionario de Escritoras Alemanas» de Schindel. Alexander von Humboldt y otros naturalistas sostienen que es más viejo. Champolion era de esta misma opinión. Así, pues, A. W. tiene en la actualidad sesenta y cuatro años. Si de lo que tengo que hablar es de sus méritos, entonces tengo que alabarlo de nuevo en primer lugar como traductor. En este punto no podemos escatimarle elogios. En concreto, su versión de Shakespeare al alemán es un trabajo insuperable, magistral. Si exceptuamos tal vez a Gries y a Platen, A. W. Schlegel es el mejor versificador de Alemania. En los demás campos de actividad merece un segundo o tercer puesto.
En el campo de la crítica estética, por ejemplo, le falta la base firme de una filosofía, como ya hemos apuntado, y hay otros contemporáneos que le aventajan, como Solger. En el estudio del alemán antiguo está muy por debajo de Jakob Grimm, que, con su Gramática Alemana, nos sacó de la superficialidad con que se nos habían explicado los textos del alemán antiguo, siguiendo el ejemplo de los Schlegel. Si no se hubiera pasado al sánscrito, el señor Schlegel hubiera podido, tal vez, hacer algo positivo en el estudio del alemán antiguo. Pero el alemán antiguo se convirtió en una ciencia pasada de moda y con el sánscrito se podía presumir de moderno. También en este campo continuó siendo en parte un diletante; la iniciativa intelectual pertenece a su hermano Friedrich y lo científico, lo sólido de sus progresos en esta materia pertenecen, como todo el mundo sabe, al señor Lassen, su aventajado colaborador. El auténtico experto en sánscrito, el que mejor domina el tema en Alemania es Franz Bopp.
En el terreno de la historia, el señor Schlegel ha intentado unir su nombre a la fama de Niebuhr, al que atacó. Pero si comparamos a aquél con este gran investigador, o si lo comparamos con un Johannes von Müller, con un Heeren, con un Schlosser y con otros historiadores de altura, lo menos que podemos hacer es encogernos de hombros al ver los resultados de la comparación. ¿Hasta dónde ha llegado como poeta? Esto es más difícil de determinar.
El violinista Salomon, que dio lecciones al rey Jorge III de Inglaterra, dijo en una ocasión a su ilustre discípulo: «Los violinistas pueden ser de tres clases. A la primera clase pertenecen los que no saben tocar el violín; a la segunda, los que lo tocan muy mal; a la tercera clase, por último, pertenecen aquellos que lo tocan a la perfección; Su Majestad ha ascendido ya a la segunda clase.»
El señor Schlegel ¿pertenece a la primera o a la segunda clase? Unos dicen que no es ni siquiera poeta. Otros afirman que es un poeta malísimo. Por lo que yo sé, no es ningún Paganini.
La celebridad del señor Schlegel se debe exclusivamente al descaro con que atacó a las autoridades literarias ya consagradas. Arrebató la corona de laureles a los viejos pelucones y levantó en esta ocasión nubes de polvo. Su fama es una hija natural del escándalo.
Como ya he señalado en varias ocasiones, la crítica con que el señor Schlegel se enfrentó a las autoridades consagradas no tenía base en ningún tipo de filosofía. Una vez que hemos salido del asombro que nos causó semejante osadía, estamos en situación de comprender la inconsistencia interna de la crítica schlegeliana. Por ejemplo, cuando quiere desacreditar al poeta Bürger, compara sus baladas con las baladas antiguas inglesas coleccionadas por Percy y hace ver que estas últimas son más sencillas, más ingenuas, más antiguas y, en consecuencia, de mayor consistencia poética. El señor Schlegel ha reflexionado largo y tendido sobre el espíritu del pasado, principalmente sobre el espíritu de la Edad Media, y pudo comprobar la presencia de este espíritu también en los monumentos artísticos del pasado, logrando demostrar desde este punto de vista las perfecciones de dichos monumentos.
Para lo que es tiempo presente muestra una cerrazón mental inaudita. A lo sumo, ha oído hablar algo sobre la fisonomía, sobre algunos rasgos exteriores del presente, y precisamente no los más bellos. Como no capta el espíritu que los anima, en nuestra vida moderna no ve otra cosa que una caricatura grotesca y vulgar. Además, sólo un gran poeta es capaz de entender la poesía de su época propia. La poesía de una época pretérita nos es mucho más fácil de entender y de hacer entender. Este es el motivo por el que el señor Schlegel ha podido encumbrar montones de poesías en las que está encerrado el pasado como en un ataúd, a costa de poesías en las que respira y vive nuestro presente más actual.
Pero la muerte no es más poética que la vida. Las antiguas poesías inglesas coleccionadas por Percy reproducen el espíritu de su época y las poesías de Bürger reproducen el de la nuestra. El señor Schlegel es incapaz de comprender este espíritu. De otro modo, no hubiera interpretado la impetuosidad desenfrenada con que este espíritu salta a veces de las poesías de Bürger como un berrido de un maestro inculto, sino como el gemido estremecedor de un titán mortalmente torturado por una Aristocracia de Junker hannoverianos y de académicos pedantes. Esta era, en efecto, la situación del autor de «Leonore» y la situación de muchos otros genios que malvivieron, se marchitaron y murieron en la miseria trabajando como pobres profesores en Göttingen. ¡Cómo iba el distinguido, el protegido por ilustres mecenas, el ataviado, el agraciado con el título de Barón, el condecorado Caballero August Wilhelm von Schlegel, a entender aquellos versos en los que Bürger exclama que una persona íntegra se moriría de hambre antes de pedir un favor a los Grandes!
El apellido Bürger tiene en alemán el mismo significado que el término «citoyen».
Lo que incrementó la fama del señor Schlegel fue el escándalo que levantó aquí en Francia algo más tarde, al atacar también a las autoridades literarias francesas. Nosotros vimos con orgullo cómo nuestro combativo compatriota enseñaba a los franceses que toda su literatura clásica no tenía ningún valor, que Moliére era un bufón y no un poeta, que Racine tampoco valía para nada y que, por el contrario, se nos debería considerar a los alemanes como los reyes del Parnaso. Repetía siempre el mismo estribillo: que los franceses eran el pueblo más prosaico del mundo y que en Francia no había poesía ni nada que se le pareciese. El personaje decía esto en una época en que ante sus ojos danzaban tantos corifeos de la Convención, de la gran tragedia de titanes; en una época en que Napoleón improvisaba cada día una epopeya; en una época en que París era un hormiguero de héroes, reyes y dioses... El señor Schlegel, empero, no ha visto nada de esto. Cuando estuvo aquí, sólo se vio a sí mismo reflejado en un espejo, y por ello es fácil comprender que en Francia no viera poesía ni nada que se le pareciese.
Ya he afirmado anteriormente que el señor Schlegel sólo entendió la poesía del pasado y no comprendió nada de la actual. Todo lo que tiene algo que ver con la vida moderna, le parecía invariablemente prosaico, y la poesía de Francia, madre de la sociedad moderna, le fue inaccesible. Y tuvo que ser Racine, precisamente, el primero que nuestro personaje no entendió, pues este gran poeta se presenta ya como heraldo de los tiempos modernos al lado del gran Rey, con el que comienza la época moderna. Racine fue el primer poeta moderno, como Luis XIV fue el primer rey moderno. En Corneille respira todavía la Edad Media. En él y en la fronde resuella todavía la antigua caballería medieval. Por eso se le llama a veces también romántico. En Racine, al contrario, ha desaparecido por completo la mentalidad de la Edad Media; en él surgen nuevos sentimientos; es el gestor de una sociedad nueva; las primeras violetas de nuestra vida moderna brotaron en el pecho de este poeta y en él podemos ver despuntar los laureles que sólo posteriormente, en los tiempos más modernos, darían frutos tan grandes. ¡Quién sabe cuántos hechos han brotado de los amorosos versos de Racine! Los héroes franceses que yacen sepultados en las Pirámides, en Marengo, en Austerlitz, en Moscú y en Waterloo, todos ellos habían oído en alguna ocasión los versos de Racine y su Emperador los había oído de boca de Talma. ¡Quién sabe cuántos palmos de gloria de la columnata de Vendome merecería Racine! No sé si Euripides será un poeta de más categoría que Racine, pero lo que sí sé es que este último era un manantial continuo de amor y de hombría y que con su bebida todo un pueblo queda emborrachado, encantado, entusiasmado. ¿Qué más podéis pedir a un poeta? Todos somos humanos, todos morimos y dejamos atrás nuestra palabra, y cuando ésta ha cumplido su misión vuelve al pecho de Dios, la meta de las palabras de los poetas, la patria de toda armonía.
Si el señor Schlegel se hubiera reducido a afirmar que la misión de la palabra de Racine estaba concluida y que una época más evolucionada necesitaba un nuevo estilo de poetas, sus ataques hubieran tenido base. Pero carecían de todo fundamento desde el momento que intentaba demostrar las debilidades de Racine comparando a éste con poetas más antiguos. En su ceguera, fue incapaz de vislumbrar la inmensa pobreza, el fino humor, el atractivo tan profundo que resultaban de la técnica empleada por Racine y que consistía en vestir a sus nuevos héroes franceses con ropajes antiguos y en combinar el atractivo de una pasión moderna mezclándola con el atractivo aún mayor de una mascarada ingeniosa. Pero la mayor muestra de majadería la dio al confundir aquellos disfraces tomándolos por monedas auténticas, al juzgar a los griegos de Versalles según el modelo de los griegos de Atenas y al comparar la Fedra de Racine con la de Euripides. Esta     manía de comparar y medir el presente con la medida del pasado estaba  tan enraizada en el señor Schlegel, que tenía la costumbre de azotar las espaldas de los poetas jóvenes con los ramos de laurel de un poeta antiguo y, con tan de denigrar a su vez al mismo Eurípides, no conocía otro método mejor que compararlo con Sófocles, más antiguo que él, o incluso con Esquilo.
Me llevaría muy lejos el desarrollar aquí cómo el señor Schlegel cometió la mayor injusticia con Eurípides, a quien, siguiendo su manía, intentó denigrar, como en su tiempo lo hiciera Aristófanes. Este se encontraba en una posición muy semejante a la de la Escuela Romántica. Su polémica está sustentada por sentimientos y tendencias casi idénticas a las de esta Escuela y si se calificó al señor Tieck de «Aristófanes romántico», se podría calificar con razón al parodiador de Euripides y de Sócrates como un «Tieck clásico».
De la misma manera que el señor Tieck y los Schlegel, pese a su falta de fe, han deplorado la decadencia del Cristianismo y pretendieron restaurar esta fe en el pueblo, declarando la guerra como mofa y escarnio a los nacionalistas protestantes, a los partidarios de la Ilustración, a los auténticos más que a los falsos; de la misma manera que mostraron la oposición más enconada contra individuos que en la vida y en la literatura propugnaban un civismo digno de todo elogio, parodiando este civismo como un miserable fariseísmo y celebrando con alabanzas la existencia heroica de la Edad Media feudal: de esta misma manera, Aristófanes, que también se mofó de los dioses, aborreció a los filósofos, que socavaron los cimientos del Olimpo; odió a Sócrates, el racionalista, que predicó una moral más alta; odió a los poetas, que reflejaban y daban expresión a una nueva forma de vida, tan diferente del período primitivo heleno de dioses, héroes y reyes como nuestra época moderna lo es de los tiempos feudales de la Edad Media; odió a Euripides, que ya no estaba, como Esquilo y Sófocles, inmerso en la Edad Media griega, sino que más bien se acercaba a la tragedia burguesa. Tengo mis dudas de si el señor Schlegel fue consciente de los verdaderos motivos que le impulsaron a desprestigiar a Euripides en comparación con Esquilo y Sófocles: creo que lo que le movió fue un sentimiento inconsciente; en el viejo poeta trágico husmeó el elemento democrático y protestante, plenamente modernos, que ya le era tan antipático al cristiano Aristófanes, tan caballero y tan olímpico.
Es posible, sin embargo, que al reconocer la existencia de determinadas simpatías y antipatías hacia el señor Schlegel, le esté tributando un honor inmerecido. Seguramente no tuvo ninguna de aquéllas. En su juventud fue un helenista y más tarde un romántico. El fue el director de coro de la nueva Escuela, que recibió nombre y nombradía de él y de su hermano, y él fue uno de los que menos en serio se tomó a la Escuela schlegeliana. La protegió con sus talentos, se ocupó del estudio de ella, y se alegró con ella mientras las cosas marcharon bien, pero cuando le sobrevino a la Escuela el aparatoso final, emprendió el estudio de una nueva materia.
Aunque ahora la escuela ha ido a pique, los desvelos del señor Schlegel han acarreado buenos frutos a nuestra literatura. El ha enseñado cómo se pueden tratar temas científicos con un lenguaje elegante. Con anterioridad a él eran muy pocos los sabios alemanes que se atrevían a escribir un libro sobre temas científicos en un estilo claro y atrayente. Se escribía un alemán confuso y poco fluido, que olía a sebo y a tabaco. El señor Schlegel pertenecía al reducido grupo de alemanes que no fuman tabaco, virtud que tuvo que agradecer aI trato con Madame de Staël. En general, tiene que agradecer a esta dama la elegancia exterior que él hizo valer con tanto provecho en Alemania. A este respecto, la muerte de Madame de Staël constituyó una gran pérdida para este sabio alemán, que encontraba en el salón de la gran dama una oportunidad inmejorable para estar al tanto de las nuevas modas y que, como su acompañante por todas las capitales europeas, pudo ver el mundo elegante y asimilar sus costumbres. Tales relaciones instructivas se convirtieron en él en una necesidad vital tan imperiosa que, después de la muerte de su protectora, no tuvoreparo en ofrecer su compañía a la célebre Catalani para sus viajes.
Como hemos dicho, la exigencia de elegancia es uno de los méritos mayores del señor Schlegel, y a través de él la vida de los poetas alemanes ha ganado en civilización. El mismo Goethe había dado ya el mejor ejemplo de cómo se puede ser un poeta alemán y mantener, sin embargo, la compostura externa. En las épocas anteriores, los poetas alemanes despreciaban toda forma convencional y la denominación «poeta alemán» o simplemente la denominación «genio poético» conllevaban un sentido desagradable. Un poeta alemán era por aquellas fechas un individuo que llevaba un vestido apolillado y roto, hacía poesías de bautizos y de bodas a real cada una, prefería buenos tragos a buena sociedad, que por otro lado le rechazaba, y pasaba las noches tumbado bajo un puente, cariñosamente besado por los amorosos rayos de la luna. Al llegar a viejos, solían caer más hondo en su miseria, una miseria sin preocupaciones o, cuando más, preocupada por problemas como el siguiente: ¿dónde dan más copas por menos dinero?
Así me había imaginado yo a un poeta alemán: Cuán gratamente sorprendido quedé yo, un jovencito, el año 1819, cuando fui a estudiar a la Universidad de Bonn y tuve el honor de contemplar cara a cara al poeta señor Schlegel, el genio poético en persona. Exceptuando a Napoleón, era el primer gran hombre que veía y nunca podré olvidar la visión de esta elegante figura. Todavía hoy siento la sagrada convulsión que invadió mi alma cuando me encontré frente a su cátedra y oí su palabra. Entonces vestía yo una blanca levita de sayal, gorro rojo, melena rubia larga y no llevaba guantes. El señor Schlegel, en cambio, llevaba guantes de cabritilla e iba vestido de pies a cabeza según la última moda de París; toda su persona exhalaba perfume a buena sociedad y a «eau de mille fleurs»; era la delicadeza y la elegancia mismas y cuando hablaba del lord Canciller de Inglaterra añadía acto seguido «mi amigo», y a su lado se hallaba su lacayo, vestido con la librea señorial de los Schlegel, limpiando las candelas de cera que ardían en plateados candelabros y estaban colocadas junto a un vaso de agua de azúcar, delante del genio, en la cátedra. ¡Lacayos con librea! ¡Candelas de cera! ¡Candelabros de plata! ¡«Mi amigo», el Lord Canciller de Inglaterra! ¡Guantes de cabritilla! ¡Agua de azúcar! ¡Qué cosas más inauditas en la clase de un profesor alemán!
Tanto brillo nos deslumbraba grandemente a los jóvenes, especialmente a mí. En aquella época compuse tres odas, dedicadas al señor Schlegel, y cada una empezaba con las palabras: Oh, tú, Tú que, etc. Pero sólo en la poesía me hubiera atrevido a tutear a un personaje tan encumbrado. Su aspecto externo le daba de verdad una cierta prestancia. En su cabecilla brillaba aún algún que otro mechón de canas, y su cuerpo era tan menudo, tan flaco, tan transparente, que parecía ser espíritu puro, que parecía un símbolo del espiritualismo.
A pesar de todo, había contraído matrimonio. El, el jefe de los románticos, se casó con la hija del consejero eclesiástico de Heildelberg, Paulus ( ). Fue un matrimonio simbólico, el Romanticismo se casó en cierta manera con el Racionalismo. Pero la unión no dio frutos. Al contrario, se agrandó con ella la línea divisoria entre Romanticismo y Racionalismo; muy pronto, a la mañana que siguió a la noche de bodas, el Racionalismo volvió de nuevo a casa y no quiso tener más cuentas con el Romanticismo. Pues el Racionalismo, inteligente como es, no se conformó con una unión puramente simbólica, y, una vez que probó y comprobó la inconsistencia de la madera del arte romántico, huyó de allí. Soy consciente de que no hablo en cristiano y voy a expresarme con la mayor claridad que permite el caso.
Tifón, el perverso Tifón, odiaba a Osiris (quien como ya sabéis, es un dios egipcio) y cuando le tuvo en su poder le descuartizó en pedazos. Isis, la pobre Isis, la esposa de Osiris, buscó pacientemente los pedazos, los ensambló y consiguió componer completamente a su descuartizado marido. ¿Completamente? Oh, no, le faltaba un elemento importantísimo, que la pobre esposa no pudo encontrar, ¡pobre Isis! Tuvo que conformarse con un suplemento hecho de madera, pero la madera sólo es madera, ¡pobre Isis! De aquí se originó en Egipto un mit escandaloso y en Heildelberg un escándalo místico.
Desde entonces no se le volvió a ver al señor Schlegel. No se supo nada más de él. El temor a ser relegado al olvido le impulsó, finalmente, tras años de ausencia, a volver de nuevo a Berlín, la antigua capital de su gloria literaria, y allí dio nuevamente lecciones sobre estética. Pero durante aquel intervalo no había adquirido ningún conocimiento nuevo. Ahora tenía que hablar a un público que había recibido de Hegel una filosofía del arte, una teoría científicamente elaborada de la Estética. Se le tomó a guasa y se encogieron de hombros ante sus explicaciones. Le sucedió lo mismo que a una artista de teatro, ya vieja, que pisa por segunda vez, después de veinte años de ausencia, el escenario de sus antiguos triunfos y que no comprende por qué la gente se ríe en lugar de aplaudir. El individuo en cuestión había dado un cambio horroroso y fue la diversión de Berlín durante cuatro semanas. Se convirtió en un «snob» presumido al que todos toman por idiota. De él se cuentan las cosas más increíbles.
Aquí en París tuve la mala suerte de volver a ver en persona al señor Schlegel. Si voy a ser sincero, no me imaginé el cambio aquel hasta que no me convencí con mis propios ojos. Esto fue hace un año, poco después de mi llegada a la capital. Iba yo precisamente a visitar la casa en que había vivido Moliere, pues honro a los grandes poetas y busco por todas partes con devoción los rastros de su peregrinar en la tierra.

Esto es una especie de culto. No lejos de aquella sagrada casa, descubrí en mi camino un ser en cuyos rasgos y movimientos se vislumbraban ciertas semejanzas con el recordado A. W. Schlegel. Me pareció ver su espíritu. Pero sólo era su cuerpo. El espíritu murió y el cuerpo deambula por la tierra, y además ha engordado; sus flacas y espiritualizadas piernas se veían otra vez recubiertas de carne; también se podía ver un vientre y sobre él colgaban algunas bandas de condecoraciones. La cabecilla, de por sí ligeramente cana, llevaba una peluca amarillo oro. Iba vestido a la última moda del año en que murió Madame de Staël. Además sonreía con una dulzura rancia, como una dama entrada en años con un terrón de azúcar en la boca, y se contorneaba tan juvenilmente como una niña coqueta. Realmente le había sobrevenido un tipo especial de rejuvenecimiento; en cierto sentido había experimentado una segunda edición jocosa de su juventud; parecía haber florecido de nuevo y sospecho que los colores de sus mejillas no provenían de ningún cosmético, sino que eran una ironía, rebosante de salud, de la naturaleza.
En aquel momento me pareció ver al divino Moliére, de pie ante la ventana, que me guiñaba el ojo y se reía apuntando hacia aquella melancólica y graciosa aparición. En un momento capté toda la ridiculez de aquella figura; comprendí en toda su profundidad el derroche de humor contenido en ella; comprendí perfectamente el carácter jocoso de aquel personaje enormemente ridículo, que por desgracia no había encontrado ningún cómico con vena para plasmarle en las tablas como se merecía. Moliére hubiera sido el único capaz de modelar esa figura para el Theatre Francais, sólo él tuvo el talento necesario para una empresa como ésta.
El señor Schlegel sospechó a tiempo algo de esto y odiaba a Moliére por el mismo motivo que Napoleón a Tácito. Napoleón Bonaparte, el César francés, intuyó que el historiador republicano no hubiera tenido miramientos con su imperial persona a la hora de describirla; el señor Schlegel, el Osiris alemán, había igualmente tenido la sospecha de que nunca hubiera podido evadir la atención de Moliére, el gran cómico, si viviese en la actualidad. Y Napoleón dijo de Tácito que era un detractor de Tiberio, y el señor August Wilhelm Schlegel dijo de Moliére que no era poeta, sino bufón.
El señor A. W. Schlegel abandonó poco después París, después de haber sido condecorado con la medalla de la Legión de Honor por Su Majestad Luis Felipe I, Rey de Francia. El Moniteur se ha negado hasta el momento a dar detalles sobre el hecho; pero a Talía, la musa de la comedia, le ha faltado tiempo para anotarlo en su humorístico cuaderno de notas.
II

Uno de los escritores más activos de la escuela romántica, después de los Schlegel, fue Ludwig Tieck. Luchó y compuso para la escuela. El sí era poeta, nombre que no merecen ninguno de los dos Schlegel. Era hijo legítimo de Febo Apolo, y, al igual que el eterno joven que fue su padre, manejó no sólo la lira, sino también el arco con el carcaj lleno de flechas ruidosas. Estaba embriagado de júbilo lírico y de crítica amarga, como el dios délfico. Como éste también, había desollado con el mayor cuidado a algún Marsias literario y volvió a rasgar, con los dedos ensangrentados, las cuerdas de oro de su arpa y entonó un alegre canto de amor.
La polémica poética que Tieck mantuvo, en forma dramatizada, contra los enemigos de la escuela, es uno de los fenómenos más extraordinarios de nuestra literatura. Se trata de dramas satíricos, que suelen compararse con las comedias de Aristófanes ( ). Pero aquéllos tienen, con relación a éstas, los mismos puntos de divergencia que una tragedia de Sófocles respecto a otra de Shakespeare. Si la comedia antigua tenía, efectivamente, la hechura unitaria, el desarrollo rígido y el lenguaje métrico elegante de la tragedia antigua, al mismo tiempo que se presentaba como parodia de ésta, las sátiras en forma de dramas del señor Tieck muestran una hechura de corte aventurero, una irregularidad británica y una gran variedad de metros, características comunes a las sátiras en forma dramática de Tieck y a las tragedias de Shakespeare.
¿Fue ésta forma un hallazgo del señor Tieck? En manera alguna; ya existía en el pueblo, en concreto en el pueblo de Italia. Quien sepa italiano puede hacerse una idea bastante aproximada de los dramas de Tieck si a los cuentos en forma de comedia de Gozzi, llenos de colorido y fantasía veneciana une en su imaginación una pizca de claro de luna alemán. Tieck ha tomado del hijo de los canales la mayoría de sus máscaras. Siguiendo su ejemplo, muchos poetas alemanes han adquirido maestría en el dominio de esta técnica y salieron comedias cuya vis cómica no se basa en un personaje humorístico o en una intriga llena de situaciones cómicas, sino que actúa introduciéndonos directamente en un mundo pleno de comicidad, un mundo en el que los animales hablan y actúan como hombres y en el que el azar y la arbitrariedad ocupan el lugar del orden natural.
Este es el mundo que nos encontramos en las obras de Aristófanes. Sólo que éste ha elegido esta forma para manifestamos sus convicciones más íntimas, como es, por ejemplo, el caso de «Las Aves», comedia en la que se refleja caricaturizada la actividad sin sentido de los hombres, su empeño por edificar los castillos más señoriales en las nubes, su oposición a los dioses eternos y su júbilo por una victoria quimérica. Aristófanes es tan grande precisamente porque su cosmovisión es tan amplia, más amplia y englobadora, y también más trágica, que la de los mismos trágicos, y porque sus comedias eran verdaderas «tragedias en broma». Paisteros, por ejemplo, no es presentado al final de la obra en su ridícula inconsistencia, como haría cualquier autor moderno, sino que conquista a Basilea, la bella y poderosa Basilea, sube a la ciudad aérea acompañado de su celestial esposa, los dioses se ven obligados a ceder, la locura celebra sus esposorios con el poder y la obra termina con alegres himeneos.
Nada hay más trágico y horrible para una persona razonable que la victoria y glorificación de la locura. Pero nuestros aristófanes alemanes no han volado tan alto; se desprendieron de aquella cosmovisión elevada; callaron con la modestia más recatada sobre los dos problemas más importantes del hombre, el político y el religioso; sólo se atrevieron a tratar el tema que Aristófanes había apuntado en Las Ranas: como motivo central de sus sátiras dramatizadas eligieron el teatro mismo y satirizaron, con más o menos gracia, los defectos de nuestra escena.
Pero no podemos dejar de lado el estado de opresión política de Alemania. Nuestros aprendices de humoristas deben evitar, cuando de príncipes de carne y hueso se trata, cualquier alusión, e intentan resarcirse de esta limitación en los reyes del teatro y en los príncipes de las tablas. Nosotros, que no teníamos casi ningún periódico político critico, nunca hemos carecido de revistillas estéticas que no contenían otra cosa que cuentos y críticas teatrales inútiles, de tal forma que quien las viera podría llegar a creer que el pueblo alemán en su totalidad estaba integrado por viejas parlonas y críticos de teatro. Pero se hubiera cometido una injusticia con nosotros. Después de la Revolución de Julio, cuando aumentó la esperanza en la posibilidad de la revolución también en nuestra querida patria, quedó patente que no nos conformábamos con aquellas mamarrachadas. Rápidamente surgieron revistas que reseñaban las obras, buenas o malas, de reyes de carne y hueso, y alguno de éstos que olvidó su papel, fue abucheado en su propia capital. Nuestras Chehezadas literarias, que tenían la costumbre de adormecer al público, el torpe sultán, con sus cuentecillos, tuvieron que cerrar la boca y los comediantes vieron con extrañeza cómo se vaciaban los palcos cuando ellos hacían sus representaciones en plan de divos y cómo la butaca del temido crítico teatral permanecía vacía con mucha frecuencia. Anteriormente, los héroes del escenario se quejaban insistentemente de ser ellos el único tema de las discusiones públicas y de que sus virtudes privadas fueran aireadas en los periódicos. ¡Qué rabieta la suya cuando vieron que no se hablaba para nada ya de ellos!
De hecho, cuando estalló la Revolución en Alemania se dejó de lado el teatro y la crítica teatral, y los asustados cuentistas, comediantes y firmantes de reseñas teatrales se horrorizaron pensando que «el arte iba a pique». Pero la Dieta de Frankfurt liberó afortunadamente, con su sabiduría y su energía, a nuestra patria del cataclismo. No es de esperar el estallido de la revolución en Alemania, estamos bien protegidos de la guillotina y de los desmanes de la libertad de prensa, incluso han sido suprimidas las Cámaras de Diputados, cuyas disputas tanto dañaron a los teatros ya establecidos, y el arte está salvado. En favor del arte _se hace actualmente todo lo que se puede en Alemania, y, en concreto, en Prusia. Los museos resplandecen de brillo, retumban las orquestas, las bailarinas practican sus delicados saltos, el público se divierte con mil y un cuentos y florece nuevamente la crítica teatral.
Juniano narra en sus relatos históricos: cuando Ciro acabó con la revuelta de los lidios, para doblegar su carácter obstinado e independiente sólo encontró un método, consistente en la práctica obligatoria por parte de los lidios de actividades artísticas y recreativas. Desde entonces no se ha vuelto a hablar de revueltas lidias y se hicieron famosos los hosteleros, alcahuetes y artistas lidios.
Ahora tenemos tranquilidad en Alemania, la crítica teatral y el cuento se han vuelto a convertir en actividad primordial, y como el señor Tieck sobresale en ambos campos, los amigos del arte le tributan administración merecida. Es el mejor cuentista de Alemania. Pero su creación narrativa no pertenece a un único género literario, ni tiene toda el mismo valor. Como sucede con los pintores, se pueden reconocer con el señor Tieck varios estilos. En otro tiempo escribió a impulsos y por encargo de un librero, que no era otro que el bendito Nicolai mismo, el obstinado campeón de la Ilustración y del Humanismo, el enemigo declarado de la superstición, el misticismo y el Romanticismo. Nicolai era un mal escritor, un pelucón prosaico, y ha dado motivo de burlas a causa de su olor a jesuita. Pero nosotros, la generación posterior, tenemos que admitir que trató con lealtad al pueblo alemán, que fue un hombre honrado y que por amor a la sagrada causa de la verdad no retrocedió ante el peor de los martirios, el ser objeto de burla. Según he podido averiguar en Berlín, el señor Tieck vivió antes en la casa de este individuo, en el piso superior: la nueva época pataleaba sobre la cabeza de la antigua.
Las obras de la primera época del señor Tieck, la mayor parte narraciones y novelas largas, de las que la mejor es «William Lovell», no tienen demasiada importancia y carecen de poesía. Parece como si esta naturaleza bien dotada para la poesía hubiera sido tacaña en su juventud y hubiera guardado todas sus riquezas espirituales para una época posterior. ¿O es que el mismo Tieck no tuvo conocimientos de la riqueza de su pecho y tuvieron que ser los Schlegel quienes la descubrieran con su varita mágica? Tan pronto como el señor Tieck entró en contacto con los Schlegel salieron a la luz todos los tesoros de su fantasía, de sus sentimientos y de su inventiva. Entonces brillaron los diamantes, entonces emergieron las perlas más relucientes y, sobre todo, brilló el carbunco, la maravillosa piedra preciosa de la que los poetas románticos hablaron y ensalzaron tanto. Este caudaloso pecho era la verdadera caja fuerte que mantenía las incursiones literarias y el presupuesto bélico de los Schlegel.
El señor Tieck tuvo que escribir para la escuela las comedias satíricas ya mencionadas y se vio obligado al mismo tiempo a elaborar, siguiendo las fórmulas de la nueva estética, una gran cantidad de poesías de todos los géneros. Los productos más recomendables del género dramático pertenecientes a esta segunda época. son «El Emperador Octaviano», «Santa Genoveva» y «Fortunato», tres dramas que están calcados en los relatos populares del mismo nombre. Estas leyendas antiguas, conservadas con esmero en el pueblo alemán, aparecen aquí revestidas y adornadas con un nuevo ropaje. Pero a decir verdad, me gustan más en su forma antigua, ingenua y sincera. Por muy bella que sea la «Genoveva» de Tieck, prefiero el viejo libro popular, desastrosamente impreso en Colombia, con sus horrorosos grabados, en los que se puede ver conmovedoramente cómo la pobre princesa del Palatinado, desnuda, tiene solamente su larga cabellera como púdica vestimenta y cómo da de mamar a su doliente pequeño de las tetas de una compasiva cierva.
Las novelas cortas de su segunda época son mucho más valiosas que estos dramas. La mayor parte de ellas están también basadas en viejas leyendas populares. Las principales son: «El Rubio Eckbert» y «El Monte de las Runas». En estas composiciones reina una misteriosa interioridad, un maravilloso entendimiento con la naturaleza, especialmente con el mundo de las plantas y de las rocas. El lector se siente perdido en un bosque encantado; oye cómo las corrientes subterráneas susurran sus melodías; a veces cree escuchar su nombre entre el murmullo de los árboles; las enredaderas de amplias hojas le hacen tropezar, dándole un ligero sobresalto; flores maravillosas en estado silvestre le contemplan con sus coloreados y anhelantes ojos; labios invisibles besan sus mejillas con infinita ternura; hongos de gran tamaño, como campanas doradas, crecen haciendo sonar sus campanillas al pie de los árboles; grandes pajarracos mudos se balancean sobre las ramas y miran hacia abajo con sus picos largos y habilidosos; todo respira, todo tiene oídos, todo está a la expectativa, lúgubre. Súbitamente resuena el dulce cuerno de caza, y una bella figura femenina galopa veloz sobre un corcel blanco, llevando puesto un gorro con plumas ondeantes al viento y un halcón sobre el puño. Y esta bella dama es tan bella, tan rubia, tan violeta, tan risueñay a la vez tan adusta; tan sincera y al mismo tiempo tan irónica; tan pura y al mismo tiempo tan provocativa, como la fantasía de nuestro gran Ludwig Tieck. Sí, su fantasía es una linda amazona que cabalga por el bosque encantado persiguiendo animales mitológicos, quién sabe si persiguiendo al singular unicornio, que sólo se deja cazar por una doncella pura.
En la actualidad se está operando en el señor Tieck un cambio digno de ser tenido en cuenta y que se refleja en su tercera época. Después de haber guardado un largo silencio a partir de la caída de los Schlegel, apareció de nuevo en público y de la forma más inesperada. El antiguo combatiente que había entrado en el redil de la Iglesia católica a causa de un arrebato místico ( ), que combatió tan impetuosamente la Ilustración y Protestantismo, que sólo respiraba Edad Media y Feudalismo, que abordaba al arte sólo por su lado ingenuo, siguiendo las inspiraciones de su corazón: este antiguo combatiente se presentaba ahora como enemigo del misticismo, como intérprete de la vida burguesa más moderna, como artista que exigía a su arte la autoconciencia más clara, en resumen, como una persona razonable. Así le vemos en una serie de cuentos recientes, algunos de los cuales son conocidos también en Francia. En ellos se transparenta el estudio de la obra de Goethe, tanto que en su tercera época el señor Tieck aparece como un auténtico discípulo de Goethe. La misma claridad artística, serenidad, despreocupación e ironía. Si a la escuela schlegeliana le había estado vedado atraerse a Goethe, ahora vemos cómo esa misma escuela, representada por el señor Ludwid Tieck, se pasa a Goethe. Esto hace pensar en una leyenda mahometana. El profeta había dicho a la montaña: montaña, ven a mí. Pero la montaña no vino. Y ¡mira!, se realizó el mayor milagro, el profeta fue a la montaña.
Tieck nació en Berlín el 31 de mayo de 1773. Hace unos años se retiró a Dresden ( ), donde dedicó la mayor parte de su tiempo al teatro, y él, que en sus primeros escritos caricaturizó a los Consejeros de corte como prototipos de ridiculez, él mismo pasó a ser Consejero de la Corte Real de Sajonia. El buen Dios dispone de un caudal de ironía mayor que el señor Tieck.
Con este cambio se ha producido un extraño conflicto entre la razón y la fantasía de este escritor. Aquella, la razón de Tieck, es un buen burgués, honrado y prosaico, partidario del utilitarismo y que no quiere saber nada de misticismos; ésta, en cambio, la fantasía de Tieck, continúa siendo la figura femenina que galopa y lleva un gorro con las plumas ondeando al viento y un halcón sobre su puño. Entre las dos forman un matrimonio singular, y es entristecedor ver cómo la pobre noble señora tiene que echar mano a su prosaico y burgués esposo en su economía o incluso en sus queserías. A veces, sin embargo, por la noche, cuando su señor esposo ronca despreocupado, con la cabeza cubierta por un gorro de algodón, la noble señora se levanta y se libera del yugo marital y monta su corcel blanco y cabalga, alegre como en otros tiempos, por el bosque romántico encantado.
No puedo por menos de señalar que la razón ha ganado en melancolía en sus últimos cuentos y que, al mismo tiempo, su fantasía va perdiendo progresivamente su carácter romántico y en las noches frías permanece tumbada en la cama matrimonial y hasta llega a bostezar de satisfacción y se une casi con cariño a su descarnado marido.
El señor Tieck, con todo, ha sido y es un gran poeta. Es capaz, en efecto, de crear tipos, y de su corazón fluyen palabras que hacen latir a nuestro propio corazón. Pero en él se puede detectar, no sólo ahora, sino de siempre, un rasgo inseguro, vago, vacilante, cierta debilidad. Esta carencia de decisión y de energía acompaña a todo lo que hizo y escribió. Al menos en sus escritos se echa en falta una autonomía propia. En su primera época no es nadie; en su segunda época, fiel escudero de los Schlegel; en la tercera, un imitador de Goethe. Sus críticas teatrales, que publicó bajo el título de «Hojas sobre Dramaturgia», son la creación más original que nos ha legado. Pero son críticas teatrales.
Para dibujar a Hamlet con los rasgos de un carácter debilucho, Shakespeare presenta a su personaje, en la conversación con los comediantes, como un buen crítico teatral.
Tieck no prestó demasiada atención a los temas serios. Estudió idiomas modernos y los primitivos documentos de nuestra literatura patria ( ). Como buen romántico, permaneció siempre alejado de los estudios clásicos. Nunca trabó contacto con la Filosofía; ésta parece haberle sido especialmente antipática. En el terreno de la ciencia, el señor Tieck sólo cortó flores y sarmientos: aquéllas, para regalar las narices de sus amigos; éstos, para medir las espaldas de sus enemigos. Con el cultivo racional del campo no se ocupó nunca. Sus escritos son ramos de flores y manojos de plantas, nunca gavillas de espigas de trigo.
Exceptuando a Goethe, Cervantes fue el autor más imitado por Tieck. La ironía llena de humor, yo diría el humor irónico, de estos dos escritores modernos esparce también su olor en los cuentos de la tercera época de Tieck. Ironía y humor se entremezclan confundiéndose, de forma que parecen ser un único elemento. En Alemania se habla mucho de esta ironía humorística; la escuela artística goethiana la ensalza como un mérito especial de su maestro y actualmente desempeña un papel muy importante en la literatura alemana. Pero en realidad es una muestra de nuestra falta de libertad política. Cervantes, en tiempos de la Inquisición, se vio obligado a refugiarse en la ironía humorística para expresar sus ideas sin delatarse a los alguaciles del Santo Oficio. Goethe aprendió, igualmente, a expresar, en el tono de una ironía humorística, cosas que él, Ministro y Cortesano, no podía decir a las claras y sin rodeos. Goethe nunca ha ocultado la verdad; cuando no ha podido mostrarla desnuda, la ha recubierto con el vestido del humor y de la ironía.
Los escritores que tienen que soportar la censura y coacción espiritual de todo tipo y que no pueden, a pesar de ello, traicionar sus convicciones íntimas, se ven constreñidos a acogerse de manera especial al estilo humorístico e irónico. Es la única salida que le queda a la honradez,_ que precisamente en esta ficción humorístico-irónica adquiere su manifestación más patética. Este estado de cosas me hace pensar de nuevo en el extravagante Príncipe de Dinamarca. Hamlet es la persona más noble y honrada del mundo. Su ficción tiene como única finalidad restablecer las formas externas; es extravagante porque la extravagancia atenta menos contra la etiqueta de palacio que una declaración incisiva. En todas sus salidas humorístico-irónicas deja ver claramente que está simulando; en todo lo que dice y hace es clara y evidente su intención verdadera (que se entienda lo que se ve), incluso para el Rey, a quien no puede decir la verdad (es demasiado débil para ello), pero a quien no quiere ocultársela por nada del mundo. Hamlet es siempre noble y honrado. Sólo el hombre más sincero podría decir: «Todos somos farsantes» ( ). Al hacerse el loco no trata de engañarnos; está convencido en su interior de que realmente está loco.
Para terminar, tengo que alabar dos trabajos del señor Tieck, por los cuales merece el agradecimiento sincero del público alemán. Son éstos su traducción de una serie de dramas ingleses de la época anterior a Shakespeare y su traducción de «Don Quijote» ( ). Esta última, especialmente, está llena de aciertos; nadie ha comprendido tan bien la disparatada grandeza del ingenioso hidalgo de la Mancha y nadie la ha reproducido con tanta fidelidad como nuestro admirable Tieck.
No deja de tener gracia que haya sido precisamente la Escuela Romántica la que nos ha legado la versión más lograda de este libro, en el que se pone en mofa hasta el ridículo la propia locura de esta Escuela. Esta estaba, en efecto, tocada de la misma locura que empujaba al buen hidalgo de la Mancha a cometer toda suerte de desaguisados; también ella quiso restablecer la Caballería medieval; también ella quiso devolver la vida a un pasado muerto.

¿No intentó Miguel de Cervantes Saavedra, en su extravagante novela, ridiculizar también a otros caballeros, es decir, a todos los individuos que luchan y sufren por alguna idea? ¿Ha intentado, realmente, parodiar, en su Iarguirucho y esquelético caballero, la exaltación de tipo idealista en general, y, en la figura de su obeso escudero, la razón realista? De todos modos, este último representa el papel más ridículo, pues la razón realista, con todos sus refranes útiles para cualquier situación cotidiana, debe, sin embargo, trotar detrás y al paso de la exaltación idealista; a pesar de ser más inteligente, tiene que compartir con su jumento todas las molestias que con tanta frecuencia le sobrevienen al bueno del Caballero. Y aunque la exaltación idealista es por naturaleza de un carácter tan irresistible y arrollador, que la razón realista, juntamente con su jumento, se ve impelida en todo momento a seguirla quiera o no quiera.
¿O es que ha querido el visionario español poner en ridículo, a nivel más profundo, a la naturaleza humana? ¿Ha querido, tal vez, hacer una alegoría de nuestro espíritu, representado por la figura de Don Quijote, y de nuestro cuerpo, representado en Sancho Panza? En este último caso habría que entender la novela en su totalidad como un gran misterio en el que el problema fundamental (la cuestión del espíritu y la materia) sería discutido en toda su crudeza. El libro está lleno de sugerencias: el pobre materialista de Sancho tiene que sufrir infinitas penalidades por las quijotadas espirituales del caballero, recibe con harta frecuencia las palizas más rastreras a causa de las figuraciones más ideales de su amo. Y es que está convencido de que las palizas dejan un mal sabor y que las morcillas de una olla podrida ( ) tienen un sabor exquisito. Verdaderamente, el cuerpo parece tener a veces más entendederas que el espíritu, y con mucha frecuencia el hombre piensa más acertadamente con las espaldas y el estómago que con la cabeza.


III
Entre los desatinos de la escuela romántica alemana hay, sin embargo, un tanto positivo en su cuenta: La insistencia con que elogiaron a Jakob Böhme. Este nombre era algo así como el santo y seña de esta gente. Cuando pronunciaban este nombre hacían muecas con sus caras melancólicas. ¿Hacían esto en serio o en broma?
El tal Jakob Böhme era un zapatero que vio la luz del mundo el año 1575 en Görlitz, Oberlausitz, y dejó una gran cantidad de escritos teosóficos. Estos están escritos en alemán y eran por ello tanto más accesibles a nuestros románticos. Si aquel singular zapatero fue un filósofo tan señalado como muchos místicos afirman, es cosa que no puedo juzgar con fundamento, por la sencilla razón de que no he leído sus obras. Pero de lo que sí estoy convencido es de que no hizo botas tan buenas como Monsieur Sakowski ( ). Los zapateros tienen un puesto en nuestra literatura; Hans Sachs, un zapatero que nació en Nüremberg el año 1494 y vivió en la misma ciudad, fue elogiado por la Escuela Romántica como uno de nuestros mejores escritores. A éste sí lo he leído y debo confesar que tengo mis dudas sobre si Monsieur Sakowski ha compuesto alguna vez versos tan buenos como los de nuestro viejo y admirable Hans Sachs.
Ya he mencionado el influjo de Schelling sobre la escuela romántica. Como tengo la intención de dedicarle un apartado especial, puedo ahorrarme aquí un análisis detallado sobre el mismo. En todo caso, este personaje merece que le prestemos la mayor atención. Y el motivo es que, en un principio, a través de él, se originó una gran revolución en el mundo cultural alemán y posteriormente ha dado un cambio tan radical que los no avisados pueden ser inducidos a grandes errores si se les ocurre confundir al primer Schlegel con el Schlegel actual.
El primer Schlegel era un protestante audaz que protestó contra el Idealismo fichteano. Este Idealismo era un sistema algo especial, que a los franceses les resultará difícil de comprender. Y es que, mientras en Francia estaba vigente una filosofía que corporeizaba en cierto sentido al espíritu, que consideraba al espíritu simplemente como una modificación de la materia, en breves palabras, mientras aquí dominó el materialismo, en Alemania surgió una filosofía que, muy al contrario, sólo concedía existencia real al espíritu, que consideraba la materia toda simplemente como una modificación del espíritu y llegaba a negar la existencia misma de la materia. Era como si el espíritu hubiera buscado vengarse al otro lado del Rhin de la ofensa que le habían inflingido a este lado del Rhin. Como aquí en Francia se negaba el espíritu, emigró a Alemania, y allí se negó la materia.
En este sentido, Fichte podría ser considerado como el Duque de Braunschweig del espiritualismo ( ), y su filosofía idealista no sería otra cosa que un manifiesto contra el Materialismo francés. Pero esta filosofía, que realmente forma la cumbre más alta del espiritualismo, tenía tan poca consistencia como el craso materialismo de los franceses, y para apuntalarla el señor Schelling introdujo una nueva teoría: la materia o, como él la denominó, la naturaleza, existe no sólo en nuestro espíritu, sino también en la realidad exterior, y nuestras ideas de las cosas son idénticas con las cosas mismas. Esta es la «teoría de la identidad de Schelling» o, como él la denomina, la Filosofía Natural.
Esto sucedía en los albores del siglo. El señor Schelling era por aquellos años un gran hombre. Entonces hizo su aparición en el escenario de la filosofía Hegel. El señor Schelling, que no había escrito casi nada en los últimos años, quedó oscurecido, fue incluso olvidado y no se le concedió más que un significado histórico-literario. Se impuso la filosofía hegeliana; Hegel se convirtió en el Soberano en el imperio del espíritu, y el pobre Schelling, un filósofo degradado, destituido, paseaba meditabundo en compañía de otros individuos, también destituidos, por la ciudad de Munich.
En este estado le vi una vez y me entraron ganas de llorar al ver su aspecto lastimero. Lo que dijo fue aún mucho más lastimoso, fue un insulto lleno de envidia para con Hegel, que le había suplantado. Igual que un zapatero habla de otro a quien acusa de haberle robado su cuero y haber hecho con él botas, así oí yo al señor Schelling, una vez que le vi por casualidad, hablar de Hegel, que le había «quitado sus ideas». «Son mis ideas las que me ha quitado», y otra vez «mis ideas» era el estribillo que no se cansaba de repetir el pobre hombre. Si el zapatero Jakob Böhme habló alguna vez como filósofo, el filósofo Schelling hablaba ahora como un zapatero.
Nada es más cómico que reclamar el derecho de propiedad sobre las ideas. Hegel había utilizado, es verdad, muchas ideas de Schelling para su filosofía; pero el señor Schelling no hubiera sabido qué hacer con esas ideas. Se conformó con filosofar y nunca fue capaz de elaborar una filosofía. Y se podría afirmar que el señor Schelling tomó más ideas de Spinoza, que Hegel de él mismo. Si algún día se libera a Spinoza de su estilo seco, cartesiano, matemático y se le hace accesible al grupo público, entonces se verá que tiene más derecho que nadie a quejarse de apropiación indebida de ideas. Todos nuestros filósofos de hoy día, puede que muchas veces sin saberlo, ven a través de las gafas fabricadas por Baruch Spinoza.

Envidia y rencor fueron la causa de la caída de los ángeles y desgraciadamente es sabido por todos que el despecho por la subida de Hegel ha llevado al pobre señor Schelling a donde le vemos en la actualidad, a las redes de la propaganda católica, cuyo cuartel general está en Munich. Todos los testimonios coinciden en este punto y ya hacía tiempo que se veía venir este final. De labios de algunos gobernantes de Munich había oído decir en repetidas ocasiones: «Deberíamos unir la fe con la ciencia». Esta frase era inocente como la flor y detrás se ocultaba la serpiente. Ahora descubro cuáles eran vuestras intenciones. La misión del señor Schelling en la actualidad es hacer la apología de la religión católica con todas las fuerzas de su espíritu, y todo lo que enseña bajo el nombre de Filosofía no es otra cosa que una apología del Catolicismo. Además, se especuló con el tanto que se apuntarían de rechazo al atraer a Munich a la juventud alemana ansiosa de conocimientos con el señuelo de un nombre famoso, con lo que a la mentira jesuítica, disfrazada de filosofía, le será tanto más fácil seducirla. Esa juventud se arrodilla piadosa ante nuestro individuo y de sus manos recibe sin recelo la hostia emponzoñada.
Entre los discípulos del señor Schelling goza en Alemania de un prestigio especial el señor Steffens ( ), actualmente profesor de filosofía en Berlín. Vivió en Jena por la época en que los Schlegel arrastraban su existencia por dicha ciudad y su nombre aparece con frecuencia en los anales de la Escuela Romántica. Posteriormente ha escrito algunos cuentos, en los que hay mucha agudeza y poca poesía ( ). Más importancia tienen sus trabajos científicos, es decir, su «Antropología». Esta obra está llena de ideas originales. En este campo no han sido reconocidos todos sus méritos. Ha habido quien ha descubierto la forma de retocar las ideas del profesor y presentarlas al público como propias. El señor Steffens tendría más derecho a quejarse de que le hayan robado sus ideas que su maestro. Entre sus ideas había una de la que nadie se ha apropiado, y esta es su idea madre, su gran idea: «Henrik Steffens, nacido el 2 de mayo de 1773 en Stavangar, Drohntheim (Noruega), es el hombre más importante de su siglo».
En los últimos años este hombre ha caído en manos de los pietistas y su filosofía no es más que un pietismo sensiblero y tibio ( ).
Un espíritu afín es el señor Joseph Görres, del que ya he hablado en varias ocasiones y que también pertenece a la escuela de Schelling. En Alemania se le conoce con el sobrenombre de «El Cuarto Aliado». Así le llamó en una ocasión un periodista francés el año 1814, cuando, por mandato de la Santa Alianza, aquél predicaba el odio contra Francia. De este cumplido vive el personaje todavía hoy. Pero, de hecho, nadie consiguió como él alimentar el odio de los alemanes contra los franceses a base de recordar las glorias nacionales. El periódico que publicó con esta finalidad, «El Mercurio Renano», está lleno de tales proclamas, que podrían tener todavía su efecto si algún día se declarase la guerra.
Desde entonces, el señor Görres ha sido relegado casi por completo al olvido. Los príncipes ya no tenían necesidad de él y le dejaron marchar. Cuando empezó a incordiar como protesta, llegaron hasta a perseguirle. Le sucedió como a los españoles en la isla de Cuba, que en la lucha con los indios había amaestrado a sus grandes perros para que mordiesen a los indios desnudos; cuando terminó la guerra y los perros, que habían cogido gusto a la sangre humana, tomaron por costumbre morder a sus amos en las pantorrillas; éstos se vieron precisados a desprenderse violentamente de sus sanguinarios perros.
Cuando el señor Görres, perseguido por los príncipes, no tuvo donde dar sus mordiscos, se arrojó en brazos de los jesuitas, a los que sirve hasta el presente, siendo un capitoste de la propaganda católica en Munich. Allí le vi hace algunos años en la flor de su decadencia. Ante un auditorio compuesto en su mayoría por seminaristas católicos, daba lecciones de Historia Universal y llegaba al pecado original. ¡De qué manera tan horrorosa acaban los enemigos de Francia! El Cuarto Aliado se encuentra actualmente condenado a explicar año tras año, día a día, el pecado original a seminaristas católicos, la cátedra superior de obscurantismo.
En la explicación de nuestro individuo reinaba, igual que en sus libros, la mayor confusión, el mayor desorden de ideas y de expresión y no carece de fundamento el que le hayan comparado con la torre de Babel. Ciertamente parece una torre descomunal en la que trajinan y se rompen la cabeza miles de pensamientos, disputando y gritando alocadamente, sin entenderse unos con otros. A veces parecía acallarse un poco el griterío dentro de su cabeza y entonces hablaba larga, pausada y aburridamente, y de sus apagados labios salían monótonas palabras, semejantes a turbias gotas de lluvia caídas de un alero de plomo.
A veces surgía de nuevo en él la antigua impetuosidad demagógica, que contrastaba llamativamente con la piadosa, monacal humildad de sus palabras; otras veces gemía con cristiana amabilidad, mientras , iba de un lado para otro enfurecido de rabia. En tales ocasiones, uno creía ver una hiena tonsurada.
El señor Görres nació en Coblenza el día veinticinco de enero de 1776.
Respecto a otros detalles de su vida, así como respecto a los de la mayoría de sus colegas, agradecería no se me obligase a relatarlos. Al referirme a sus amigos los Schlegel he sobrepasado, tal vez, los límites de lo que se puede decir de la vida de esta gente.

¡Ay, qué triste es contemplar muy de cerca no ya sólo a los dioscuros, sino incluso a las estrellas de nuestra literatura! Las estrellas del firmamento tal vez nos parezcan tan hermosas y tan pulcras precisamente porque estamos a tanta distancia de ellas y no conocemos su vida privada. Seguramente también hay allá arriba estrellas que mienten y mendigan favores; estrellas que son hipócritas; estrellas que se ven obligadas a cometer todo tipo de fechorías; estrellas que se besan y se traicionan; estrellas que adulan a sus enemigos y, lo que es más lastimoso, a sus mismos amigos, tanto como nosotros aquí abajo. Los cometas que vemos vagar errantes a veces allá arriba como ménades del cielo con su cola luminosa, son posiblemente estrellas pecadoras que terminan por ocultarse, contritas y devotas, en algún oscuro rincón del firmamento y que odian al sol.
Al hablar aquí de la filosofía alemana, no puedo  por menos de salir al paso de un error que encuentro muy extendido aquí en Francia respecto a la literatura alemana. Y es que, desde que algunos franceses se han ocupado de la filosofía de Schelling y de Hegel y han publicado en francés los resultados de sus estudios, acomodándolos al carácter francés, los partidarios de la claridad de pensamiento y de la libertad no cesan de quejarse de que hayan importado de Alemania las fantasmagorías y los sofismas más absurdos, con los que se pretende confundir las mentes y disfrazar el engaño y el despotismo bajo la apariencia de la verdad y del derecho. En una palabra, estos individuos, preocupados por los problemas del liberalismo, se lamentan del influjo negativo de la filosofía alemana en Francia.
Al reflexionar de esta forma se comete una injusticia con estos pobres filósofos alemanes. Pues, en primer lugar, lo que hasta hoy se ha presentado a los franceses, especialmente en los trabajos de Víctor Cousin, como filosofía alemana, no es tal. Monsieur Cousin habrá enseñado, si se quiere, un potpurri de elucubraciones ingeniosas, pero no la filosofía alemana. En segundo lugar, la auténtica filosofía alemana es la que proviene por vía directa de la «Crítica de la Razón Pura», de Kant, y, manteniéndose fiel a esta procedencia, se preocupa mucho menos de los aspectos político y religioso que de los fundamentos últimos del conocimiento en general.
Hay que admitir que los sistemas metafísicos de la mayor parte de los alemanes se asemejan grandemente ente a una tela de araña. _¿Y qué tiene esto de malo? De esta forma, el Jesuitismo no pudo utilizar esta tela de araña para su red de engaños y el Despotismo tampoco pudo sacar de ella cuerdas para atar a los espíritus. Sólo a partir de Schelling perdió la filosofía alemana este sutil, pero inofensivo carácter. A partir de entonces, nuestros filósofos no critican ya los fundamentos últimos del conocimiento y deI ser en general; dejaron de moverse en el campo de las abstracciones idealistas, e intentaron más bien justificar los fundamentos de lo real, se convirtieron en apologetas de lo que existe. Mientras nuestros antiguos filósofos, pobres y abnegados, se recogían en sus miserables buhardillas y corregían hasta el cansancio sus sistemas, nuestros filósofos modernos se recubren con la resplandeciente librea del poder, se han convertido en filósofos del Estado, es decir, idearon justificaciones filosóficas de los intereses del Estado, en el que ya se encontraban instalados. Por ejemplo, Hegel, profesor de Universidad en el Berlín protestante, ha asumido en su sistema toda la dogmática protestante; Schelling, profesor de Universidad en el católico Munich, justifica en la actualidad en sus lecciones hasta las doctrinas más extravagantes de la Iglesia católica, apostólica y romana.
En otro tiempo los filósofos alejandrinos empleaban todo su ingenio en evitar, por medio de explicaciones alegóricas, la caída total de la desmoronada religión de Júpiter; nuestros filósofos alemanes intentan algo parecido respecto a la Religión de Cristo. No es nuestra intención investigar si a estos filósofos les guía una finalidad desinteresada, pero como los vemos en contacto íntimo con el partido clerical, cuyos intereses materiales dependen del mantenimiento del Catolicismo, los llamamos «jesuitas». Mas no se vayan a creer que los confundimos con los antiguos Jesuitas. Estos eran grandes y poderosos. ¡Oh, los enanos enclenques, que se figuran que superarían las dificultades ante las que han fracasado otros gigantes negros!
Nunca ha ideado la mente humana mayor variedad de combinaciones que las ingeniadas por los Jesuitas antiguos para mantener al Catolicismo. Pero no lo consiguieron porque sólo les interesaba el mantenimiento del Catolicismo, no el Catolicismo en sí. Esto último, el Catolicismo en sí, no les importaba demasiado como tal; por ello no tuvieron inconveniente en profanar los principios católicos mismos con tal de llegar al poder; se entendieron con el paganismo, con los poderosos de la tierra, adularon sus gustos, se hicieron asesinos y comerciantes y, donde fue necesario, incluso ateos.
En vano otorgaron, a pesar de todo, sus confesores las absoluciones más complacientes y sus casuistas supieron disculpar cualquier pecado o crimen. En vano han competido con los laicos en el campo del arte y de la ciencia, con la intención de utilizar a ambos como medios. Aquí se descubre toda su impotencia. Bendijeron a todos los grandes sabios y artistas y no fueron capaces de descubrir o crear nada extraordinario. Han compuesto himnos piadosos, han edificado grandes iglesias; pero en sus poesías no respira el espíritu de la libertad, sólo gime la temerosa obediencia a los Superiores de la Orden, y en sus edificios no se ve más que sumisión angustiosa, ductilidad plasmada en la piedra, superioridad lograda a base de órdenes. Con razón dijo en una ocasión Barrault ( ): «Los Jesuitas no pudieron subir la tierra al cielo y bajaron el cielo a la tierra. Toda su obra quedó estéril. De la mentira no puede brotar la vida y Dios no puede salvarse por medio del Diablo».
El señor Schelling nació el 27 se enero de 1775 en Würtemberg.


IV
Sobre las relaciones del señor Schelling con la escuela romántica sólo he podido dar unas someras indicaciones. Su influjo fue predominantemente de tipo personal. Desde que, gracias a él, hizo progresos la Filosofía Natural, los poetas empezaron a prestar más atención a la Naturaleza. Unos se sumergieron con todos sus sentimientos humanos dentro de la Naturaleza; otros se aprendieron algunas fórmulas mágicas en las que se intentaba captar y expresar alguna característica humana a partir de la Naturaleza. Los primeros fueron místicos auténticos y podrían compararse en muchos aspectos con los miembros de las religiones hindúes, que se fusionan con la naturaleza y empiezan a sentir en contacto y comunicación con la naturaleza. Los otros eran más bien brujos, que conjuraron con todas sus fuerzas a los peores espíritus de la naturaleza, a imitación de los magos árabes, que poseen la ciencia de dar vida a capricho a cualquier piedra y de convertir en piedra cualquier ser viviente. A los primeros pertenecía, principalmente, Novalis; a los últimos, Hoffmann.
Novalis vio por todas partes prodigios, encantadores prodigios. Acechó el diálogo de las plantas, conoció el secreto de cada rosa joven y terminó justificándose con la Naturaleza toda; al llegar el otoño y caerse las hojas, murió ( ). Hoffmann, muy al contrario, sólo vio fantasmas, que le salían al paso desde cualquier tetera china o desde cualquier peluca berlinesa; era un mago que convirtió a los hombres en bestias y a éstas en Consejeros de la Corte real de Prusia; poseyó la facultad de hacer salir a los muertos de sus tumbas, pero la vida misma le rechazó como a un fantasma lúgubre. Y él lo sintió; sintió que él mismo se había convertido en un fantasma; la Naturaleza toda era para él como un espejo deforme en el que sólo veía su mascarilla de muerto reflejada de mil maneras diferentes. Sus obras no son otra cosa que un horripilante grito de angustia en 20 volúmenes.
Hoffmann no pertenece a la Escuela Romántica. Nunca estuvo en contacto con los Schlegel y mucho menos con sus teorías. Le menciono aquí sólo para contraponerle a Novalis, que es por todos los costados un poeta de aquella escuela. Novalis es menos conocido en Francia que Hoffmann, que ha tenido la suerte de ser presentado al público francés de forma tan elegante por LoeveVeimars ( ) y que gracias a ello goza de tanto prestigio en Francia. En Alemania actualmente no está de moda Hoffmann, pero lo estuvo anteriormente. En su época fue un autor muy leído, pero su público estaba compuesto exclusivamente por hombres cuyos nervios eran demasiado fuertes o demasiado débiles para dejarse excitar por acordes suaves.
Las personas verdaderamente inteligentes y las naturalezas poéticas, en cambio, no quisieron saber nada de Hoffmann. Estos preferían a Novalis. Pero, en honor de la verdad, Hoffmann fue un escritor de más categoría que Novalis. Este, con sus figuras idealizadas, se mueve en el vacío, mientras que Hoffmann, con todos sus tipos fantásticos, permanece más aferrado a la realidad concreta. Pues, igual que el gigante Anteo era invencible cuando tocaba con los pies a la madre tierra y perdía su fuerza en cuanto Hércules le levantaba en alto, así también el poeta es fuerte y poderoso mientras no abandone el suelo firme de la realidad y pierde su fuerza en cuanto se escape revoloteando a las alturas.
El mayor punto de semejanza entre ambos escritores consiste en que su poesía era una verdadera enfermedad. En este sentido se ha dicho que no es el crítico, sino el médico el que debe juzgar sus escritos. El color rosáceo en las poesías de Novalis no es el color de la salud, sino de la tuberculosis, y el fuego púrpura de los «cuentos fantásticos,> de Hoffmann ( ) no es la llama del genio, sino de la fiebre.
¿Pero tenemos derecho a hacer estas observaciones nosotros, que no podemos presumir precisamente de salud de roble? Y menos ahora, que la literatura parece un gran lazareto. ¿O es tal vez la poesía una enfermedad del hombre, como la perla es simplemente un cuerpo maligno que hace sufrir a la ostra?
Novalis nació el 2 de mayo de 1772. Su verdadero nombre es Hardenberg. Amó a una joven dama ( ) que padecía de tuberculosis y murió de esta enfermedad. En todo lo que escribió se transparenta la melancolía de esta triste historia; su vida fue una agonía alucinante, y murió de tuberculosis el año 1801, antes de haber cumplido los veintinueve años y haber completado su novela ( ). En su estado actual esta novela es sólo el fragmento de un gran poema alegórico, que, a imitación de la «Divina Comedia», de Dante, debía celebrar lo terrenal y lo celeste. Enrique de Ofterdingen, el gran poeta, es el héroe de esta novela ( ).
Vemos a nuestro héroe, de jovencito, en Eisenach, la simpática ciudad, situada a los pies de la antigua Wartburg, en la que se han desarrollado los acontecimientos más grandes y los más ridículos: allí tradujo Lutero su Biblia y allí quemaron algunos necios teutones el Código de la Policía del señor Kamptz ( ). En esta fortaleza tuvo lugar el torneo lírico en el que, entre otros poetas, Enrique de Ofterdingen y Klingsohr de Ungerland recitaron en verso el peligroso desafío que se ha conservado en la Colección Manesse ( ). La cabeza del vencido debería caer a manos del verdugo, y el árbitro era el Landgrave de Turingia. Significativamente, Wartburg, el escenario de su futura fama, se levanta ahora sobre la cuna del héroe, y el comienzo de la novela de Novalis le muestra, como ya hemos dicho, en la casa paterna de Eisenach.
«Los padres ya están en la cama y duermen; el reloj de pared deja oír su acompasado tic-tac; en las ventanas, reforzadas con tablas, silba el viento; a ratos la estancia se ilumina al resplandor de la luna.»
«El muchacho estaba echado, desazonado, en su lecho, y pensaba en el extranjero y en sus historias. "No son las riquezas las que han despertado en mí este anhelo indecible —se dijo a sí mismo—; lejos de mí está toda codicia, pero añoro contemplar la flor azul. No puedo apartarla de mí y no puedo concentrarme ni pensar en otra cosa. Y todavía no me he sentido bien nunca: es como si acabase de salir de un sueño o como si me hubiese trasladado en sueños a otro mundo, pues en el mundo en que viví, ¿quién se hubiera preocupado de las flores?, y nunca oí hablar de una pasión tan rara por las flores".»
Con estas palabras comienza «Enrique de Ofterdingen» y en esta novela la flor azul brilla y exhala olor por todas partes. Es extrañamente significativo que hasta los personajes más ficticios de este libro nos parezcan tan conocidos, como si en tiempos pasados hubiéramos convivido con ellos. Surgen evocaciones del pasado, incluso la fisonomía de Sofía nos es familiar, y vienen a nuestro recuerdo inmensas alamedas que hemos recorrido con ella, acariciándola. Pero todo esto queda tras nosotros, vago como un sueño casi olvidado.
La musa de Novalis era una joven esbelta y pálida, con serios ojos azules, dorados bucles de jacinto, risueños labios y un pequeño lunar rojo en su mejilla izquierda. Me imagino como musa de la poesía de Novalis a la misma muchacha por la que conocí a Novalis cuando vi en sus manos la encuadernación en marroquín rojo con canto dorado que contenía el «Ofterdingen». Llevaba invariablemente un vestido azul y se llamaba Sofía. Vivía cerca de Göttingen con su hermana, la encargada del correo, una mujer alegre, corpulenta, de mejillas sonrosadas y voluminosos pechos, que, con sus puntillas almidonadas en forma de picos, parecía una fortaleza. Esta fortaleza era inexpugnable; la mujer era un Gibraltar de la virtud. Era una mujer activa, hacendosa, práctica y, sin embargo, su única diversión era leer novelas de Hoffmann. En Hoffmann encontró al hombre que supo tocar la fibra de su endurecida naturaleza.
A su descolorida y sensible hermana, por el contrario, el simple ver un libro de Hoffman le producía la más repugnante sensación, y si por descuido tocaba alguno de ellos se sobresaltaba. Era tan sensible como una mimosa y sus palabras eran tan vaporosas, tan musicales, y, si se las unía, eran versos. He anotado algo de lo que decía y el resultado son poesías maravillosas, compuestas al estilo de Novalis de la primera a la última palabra, sólo que más espirituales y apagadas. Tengo especial cariño a una de estas poesías, que la dama me dijo al despedirme de ella y partir para Italia. En un jardín otoñal, donde había tenido lugar una «iluminación», se escucha el diálogo entre las últimas lamparillas, la última rosa y un cisne no domesticado. Pero viene la niebla de la mañana, se apaga la última lamparilla, la rosa se deshoja y el cisne despliega sus alas blancas y echa el vuelo hacia el Sur.
En la región de Hannover hay, en efecto, manadas de cisnes en estado salvaje que en otoño emigran en busca del calor del Sur y que vuelven hacia nosotros en verano. Posiblemente pasen el invierno en África. Y digo esto porque en el pecho de un cisne muerto encontramos una vez una flecha que el profesor Blumenbach clasificó como africana. El pobre volátil, con la flecha en el pecho, había vuelto, a pesar de todo, al nido nórdico para morir allí. Á otros cisnes, heridos también por flechas, no les dio tiempo a terminar su viaje y tuvieron que quedarse, exhaustos, en algún desierto ardiente o reposan, tocados del ala, en alguna pirámide egipcia y dirigen nostálgicos la mirada hacia el Norte, hacia los fríos nidos estivales de la región de Hamburgo.
Cuando al terminar el otoño de 1828 volvía del Sur (y también con una saeta punzante clavada en el corazón) ( ), mi camino pasaba cerca de Göttingen y me detuve en casa de mi amiga, la encargada del correo, para cambiar de caballos. Hacía mucho tiempo que no la había visto y la buena señora había dado un cambio impresionante. Sus pechos seguían pareciendo una fortaleza, pero una fortaleza desmantelada; los bastiones habían sido arrasados, las dos torres principales no eran más que ruinas colgantes, no había puesto de guardia defendiendo la entrada, y el corazón, la ciudadela, estaba destrozado.
Según pude saber por el postillón Pieper, había perdido el gusto hasta por las novelas de Hoffman, y antes de ir a dormir se atiborraba de aguardiente. Esto es menos complicado, pues el aguardiente lo tiene la gente en casa a todas horas y las novelas de Hoffman tenían que traerlas de la Biblioteca Deuerlich, en Göttingen, a cuatro horas de camino. El postillón Pieper era un hombre de reducida estatura que, además, tenía un aspecto tan desabrido que parecía que hubiera bebido vinagre y hubiera encogido a causa de ello. Cuando pregunté a este tipo por la hermana de la encargada del correo me contestó: «La señorita Sofía morirá muy pronto y ya es un ángel». ¡Qué encantadora no tenía que ser una persona para que el amargado Pieper dijera: «¡Es un ángel!» Y esto lo dijo mientras con sus botas altas espantaba a las aves del corral que picoteaban revoloteando a su alrededor.
El despacho de correos, en otro tiempo reluciente de blanco, había cambiado tanto como su encargada. Había adquirido un color amarillento enfermizo y las paredes tenían surcos profundos. El patio estaba lleno de carruajes averiados, y junto a un montón de basura estaba colgado en una viga un manto de postilión empapado de agua y de color rojo escarlata, colocado allí para secarse.
La señorita Sofía se encontraba arriba, de pie ante la ventana, y leía. Cuando subí a su aposento encontré otra vez en sus manos el libro encuadernado en marroquín rojo con canto dorado. Era, otra vez, el «Ofterdingen» de Novalis. Había, pues, leído y leído siempre este libro, y se había empapado de su tuberculosis y ahora parecía una sombra fosforescente. Pero estaba rodeada de una belleza espiritual cuya contemplación me conmovió hasta hacerme estremecer. Cogí sus descoloridas y escuálidas manos entre las mías y la miré profundamente a sus ojos azules. Finalmente pregunté: «¿Cómo se encuentra, señorita Sofía?» «Estoy muy bien —contestó—, y pronto todavía mejor.» Y apuntó con el dedo a través de la ventana, señalando un cementerio de nueva construcción, situado en una colina de poca altura, a poca distancia de nuestra casa. En esta colina sin vegetación había un álamo solitario, alto y seco, del que pendían algunas hojas y que se movía con el viento del otoño no como un árbol con vida, sino como el fantasma de un árbol.

A los pies de este álamo yace hoy día la señorita Sofía, y el recuerdo dejado por ella, el libro encuadernado en marroquín rojo con canto dorado, el «Enrique de Ofterdingen» de Novalis, está colocado ante mí en mi escritorio y le utilizo para escribir este capítulo.



LIBRO TERCERO

¿Conocéis China, el país de los dragones alados y de las teteras de porcelana? Todo el país es un museo de curiosidades, rodeado de una muralla inmensamente larga y vigilada por miles de centinelas tártaros. Pero los pájaros y las ideas de los sabios europeos también llegan allí en sus vuelos, y cuando se han cansado de curiosear por todas partes y vuelven a casa, nos cuentan las cosas más divertidas de ese curioso país y de su extraña población.
La naturaleza, con sus accidentes llamativos por su colorido y por sus arabescos, con sus fantásticas flores gigantes, sus árboles enanos, sus montañas cortadas, sus sabrosos frutos barrocos, sus pájaros, lustrados con locura, es allí una caricatura tan maravillosa como el hombre, con su puntiaguda cabeza adornada con la coleta, sus reverencias, sus largas uñas, su precocidad y su monosilábico, infantil idioma. Hombre y naturaleza pueden mirarse uno a otro allí con cierta complacencia interior. Pero evitan reírse a carcajadas, ya que ambos son muy corteses y civilizados. Para cortar de raíz la risa hacen cómicas muecas con gran seriedad. Allí no hay silueta ni perspectiva. Sobre las casas multicolores se levantan, amontonados unos sobre otros, hileras de tejados que parecen paraguas abiertos y de los que cuelgan blancas campanillas de metal, de manera que el viento, al pasar entre ellas, tiene que quedar en ridículo debido al cómico ruido que produce.
En una de estas casas de campanillas vivía una vez una princesa, cuyos piececitos eran todavía más pequeños que los de las otras chinas; sus ojitos oblicuos parpadeaban con mayor dulzura que los de las otras damas del Celeste Imperio, y en su candoroso corazón anidaba la simpatía más franca. Su mayor alegría residía en poder romper cualquier objeto precioso de seda o de oro. Cuando alguno de éstos crujía aparatosamente entre sus destrozados dedos, gritaba frenéticamente. Pero cuando dilapidó todas sus posesiones en tales caprichos y se quedó en la miseria, fue encerrada, por sugerencia de algunos mandarines, en una torre redonda, por considerarla loca de remate.
Esta princesa china, el capricho personificado, es a la vez la musa en persona de un poeta alemán, cuyo nombre no puede ser omitido en una Historia de la poesía romántica. Tal es la musa que nos sale al encuentro, con su sonrisa boba, desde las poesías de Clemens Brentano. Allí desgarra las colas de raso satén y los galones dorados más brillantes, y su gentileza, ansiosa de destrucción, y su resplandeciente frenesí llenan nuestra alma de una fascinación irresistible y de un desasosiego anhelante.
El señor Brentano lleva quince años alejado del mundo, enclaustrado, amurallado en el Catolicismo ( ). No había más objetos preciosos que destrozar. Ha destrozado —así se dice— los corazones que le amaban, y todos sus amigos se quejan, sin excepción, de lesión provocada. Pero quien más ha tenido que sufrir las consecuencias de su anhelo destructor ha sido él mismo y su talento poético. Me estoy refiriendo especialmente a una comedia de este autor titulada «Ponce de León». No hay nada más corrosivo que esta obra, tanto a nivel de ideas como de lenguaje. Pero todos estos pedazos viven y se agitan en animado regocijo. Uno cree ver un baile de máscaras en el que intervienen palabras y pensamientos. Todo gira dentro de la locura más amable, y sólo la locura general genera una cierta unidad. Los más absurdos juegos de palabras recorren como Arlequines toda la obra y van dando golpes a derecha e izquierda con su delicada cachiporra. A veces el diálogo se vuelve serio, pero tartamudea como el Dottore de Bologna. Acá se arrastra lentamente una frase cual blanco Pierrot con sus largos y pesados brazos y sus desmesurados botones de chaleco. Allá dan saltos chistes jorobados de cortas piernas, como Polichinelas. Palabras amorosas, como graciosas Colombinas, revolotean dando vueltas con el corazón dolorido. Y todo baila y salta y gira y rechina y al fondo retumban las trompetas del anhelo báquico de destrucción.
Una gran tragedia del mismo autor, «La fundación de Praga», es también digna de ser tenida en cuenta. Hay en ella escenas en las que se respira el mismo aire de misterioso estremecimiento que en las leyendas antiguas. Allí susurran los cerrados bosques de Bohemia, por allí pasean todavía los airados dioses eslavos, allí gorjean aún los ruiseñores paganos. Pero la copa de los árboles anuncia ya la apacible aurora del Cristianismo.
También ha escrito el señor Brentano algunas narraciones buenas, como la «Historia del bravo Gasparcito y la bella Anita». Siendo la bella Anita todavía una niña, fue con su abuela a la casa del juez a comprar algunas medicinas, como es costumbre entre el pueblo bajo en Alemania. De repente se movió algo por entre el gran armario que estaba frente a la bella Anita, y la niña gritó asustada: «¡Un ratón! ¡Un ratón!» Pero el juez se enfadó todavía más y, serio como una patata, dijo a la abuela: «Señora, en este armario está colgada mi espada de juez y se mueve ella sola cada vez que se acerca a ella alguien que ha de ser golpeado por ella algún día. Mi espada clama por la sangre de esta niña. Permítame herir con ella levemente a la pequeña en el cuello. La espada queda saciada con una gotita de sangre y renuncia a reclamar más en el futuro.» La abuela no hizo ningún caso a tan razonable consejo y más tarde tendría que lamentarlo amargamente cuando la bella Anita fue de verdad decapitada con la misma espada.
Clemens Brentano cuenta ahora unos cincuenta años y vive en Frankfurt, retirado como un ermitaño, siendo socio correspondiente de la Propaganda Católica. En los últimos años apenas se oye hablar nada de él. De vez en cuando, cuando la conversación recae sobre las canciones populares que publicó en compañía de su difunto amigo Achim von Arnim, se oye citar su nombre. Efectivamente, en compañía del anterior publicó, bajo el título de «Cuerno Maravilloso del Zagal», una serie de canciones que habían encontrado parte en boca del pueblo, parte en hojas volanderas y en textos poco conocidos. No encuentro palabras para ensalzar este libro como se merece. Contiene las flores más preciosas del espíritu alemán, y quien quiera conocer al pueblo alemán por su lado atractivo, que lea estas canciones populares.
En este momento tengo este libro ante mis ojos, y es como si aspirara el aroma de tilos alemanes. Pues el tilo juega un papel principal en estas canciones; a su sombra se besan por las tardes los enamorados, es su árbol preferido, tal vez porque la hoja del tilo tiene la forma de un corazón. Esta observación la hizo una vez un poeta alemán que es mi preferido, es decir, yo. En la portada de este libro hay un zagal que hace sonar el cuerno, y cuando un alemán en el extranjero contempla este cuadro detenidamente, cree percibir los sonidos más familiares y no es nada difícil que se deje adueñar de la nostalgia, como le sucedió al lansquenete suizo que hacía guardia en el castillo de Estrasburgo y oyó el canto del vaquero alpino, que tiró las armas y se lanzó al Rhin, pero fue inmediatamente detenido y fusilado como desertor. El «Cuerno Maravilloso del Zagal» contiene esta emotiva canción que alude a lo anterior:

En el fortín de Estrasburgo ()
—¡qué grandes eran mis penas!—
oí abajo el cuerno alpino,
que me llamaba a mi patria;
no pudo ser.

De noche
me cogieron;
al capitán me llevaron;
¡Dios mío!, en el río me pescaron,
mi vida aquí terminó.

De mañana, son las diez,
ante el Regimiento estoy;
debo pedir perdón,
y me pagan la soldada,
esto bien lo sé yo.
Hermanos todos,
no me veréis más;
echad la culpa al pastor,
el cuerno me hizo mal,
y así me véis quejar...


¡Qué poesía tan hermosa! Estas canciones populares tienen un atractivo especial. Los poetas quieren imitar artificiosamente estos testimonios naturales, de la misma manera que se elabora artificialmente agua mineral ( ). Pero aunque logren separar por medio de análisis químicos los elementos integrantes, se les escapa lo principal, el insustituible poder de atracción de la naturaleza. En estas canciones se siente el latído íntimo del pueblo alemán. En ellas se hace patente toda su sombría serenidad de ánimo, toda su loca sensatez. Aquí redobla la cólera alemana, aquí silba la ironía alemana, aquí besa el amor alemán. Aquí se trasparenta en su claridad el auténtico vino alemán y la auténtica lágrima alemana. La última es a veces más perniciosa aún que el primero: lleva en su interior una gran dosis de hierro y sal. ¡Cuánta ingenuidad en la lealtad! En la infidelidad, ¡cuánta integridad! ¡Qué tipo más íntegro es el pobre Chicharrón, a pesar de ser salteador de caminos! Escuchad la indolente y emocionante historia que él cuenta de sí mismo:


«Al pasar por la posada ()
preguntaron que quién soy;
soy el pobre Chicharrón,
tragón y buen catador.
Lleváronme al comedor
y me dieron de beber,
por mirar alrededor
el jarro cayó a mis pies.

Me sentaron a la mesa
como si fuera un señor;
mas a la hora de pagar
mi bolsa no respondió.

De noche al ir a dormir
me señalan el granero;
así es siempre, Chicharrón,
de triste tu aposento.

Una vez en el granero
me acurruqué entre mi saco,
por todos lados me pican
las espinas y los cardos.

Me desperté muy temprano,
vi en el tejado la escarcha;
tuve que reírme, pobre Chicharrón,
de mi desgracia.
Cogí en la mano mi espada
y me la ceñí al lado;
el camino lo hago a pie
porque no tengo caballo.

Me Ievanté y salí raudo,
me lancé al primer camino,
vino un rico comerciante,
su bolsa quedó conmigo.»

Este pobre Chicharrón es el carácter más alemán que conozco. ¡Cuánta tranquilidad, cuánta seguridad se desprende de esta poesía! Pero también tenéis que conocer a nuestra Margarita. Es una muchacha ingenua que a mí me cae muy bien. Hans dijo a Margarita:
«Arremángate las faldas (),
Margarita, que soy Hans,
el trigo ya está en la era,
el vino está en el lagar.»
Ella contesta complacida:
«¡Ay, Hans, querido Hans!,
déjame estar contigo;
entre semana, en el campo,
las fiestas bebamos vino.»

Enlazó sus manos rudas
entre sus manos de nieve;
la llevó corre que corre
hasta encontrar un albergue.
«¡Cantinera, cantinera,
venga vino, a beber!,
que el vestido de mi amada
es nuevo y lo hay que romper.»
Margarita cómo llora,
sentía pena infinita
al notar que acuosas perlas
corrían por sus mejillas.
«¡Ay, Hans, querido Hans!
No hablabas de esta manera
 cuando me hiciste salir
¡ay! de mi casa paterna.»
Enlazó sus manos rudas
entre sus manos de nieve;
la llevó corre que corre
a un jardincillo silvestre.
…………………………
«¡Ay, Margarita, adorada!
¿De qué viene tu dolor,
te remuerde la conciencia
o ves arruinado tu honor?»
«Mi conciencia está tranquila,
no has arruinado mi honor;
sólo lloro mi vestido,
¿no lo ves cómo quedó?»


Esta no es la Margarita de Goethe y su pesar no sería tema apropiado para Scheffer ( ). No aparecen los claros de luna, tan típicamente alemanes. Tampoco podemos ver grandes dosis de sentimentalismo en el caso del mozalbete que solicita por la noche los favores de su moza y ella le despacha con estas palabras:


«Vete por aquel camino (),
vete al campo
de donde has venido;
encontrarás una gran piedra,
pon en ella la cabeza,
no perderás las plumas.»




También brilla a veces el claro de luna, claro de luna para dar y tomar, que embarga y aquieta todos los entresijos del alma, como en la siguiente canción:
Si fuera un pajarillo ()
y dos alas tuviera,
volaría hacia ti;
como no puede ser
me quedo aquí.

Estoy muy lejos de ti;
en sueños me acerco a ti
y conversamos;
me despierto
y no hay nadie a mi lado.
Por la noche a cualquier hora
vela mi corazón
y vuela a ti:
mil y mil veces más
me has entregado tu amor,
Si alguien, encantado por el hechizo de estas canciones, pregunta por su autor, ellas mismas se encargan de responderle con los versos finales:


¿Quién compuso esta canción? ().
Tres gansos la trajeron sobre el agua,
dos pardos y uno negro.
Pero generalmente estas canciones son obra de gente andariega, de soldados, vagabundos, estudiantes transhumantes, menestrales ambulantes. Sí, menestrales ambulantes, principalmente. En mis viajes a pie ( ) me he encontrado con mucha frecuencia con tipos como éstos y he sido testigo de cómo, basándose en algún suceso extraordinario acontecido en algún lugar, improvisaban una canción popular o se ponían a silbar en pleno campo. Desde los árboles, las avecillas escuchaban estas tonadas; cuando más tarde se acercaba por allí otro arrapiezo con alforjas al hombro y un bastón entre las manos, le susurraban aquella melodía al oído, él añadía los versos que faltaban y la canción estaba concluida.
Al caminante las palabras le caen directamente del cielo a sus labios y él no tiene más que pronunciarlas, por lo que sus versos están dotados de una poesía superior a las más bellas frases poéticas que nosotros alumbramos tras profundas cavilaciones en lo más recóndito de nuestro corazón.
El carácter de aquellos menestrales ambulantes alemanes vive y palpita en estas canciones populares. Son éstos tipos singulares. Sin un real en la bolsa recorren Alemania de cabo a rabo, sin prisas, siempre de buen humor y sin ataduras. Observé que por regla general emprendían tales viajes en grupos de tres. Uno de ellos era, indefectiblemente, el charlatán; siempre tenía en la boca un comentario gracioso sobre cualquier cosa que les sucediese, ya pasase volando por los aires un pájaro de colores llamativos, ya se encontrasen con algún vendedor ambulante; si acertaban a pasar por alguna comarca deprimida, con casas miserables y pedigüeños llenos de harapos, comentaba con ironía: «El buen Dios hizo el mundo en seis días, pero, ¡mirad si queda trabajo todavía!»
El segundo compañero de viaje sólo interviene muy de vez en cuando. Cada vez que abre la boca lo hace para blasfemar. Despotrica contra todos los amos con los que ha trabajado y repite hasta el aburrimiento la misma cantinela: lo mucho que se arrepiente de no haber dejado a la posadera de Halberstadt, que no le daba para comer otra cosa que berza y nabos, una buena paliza como recuerdo.
Al oír la palabra «Halberstadt», al tercer menestral se le escapa un suspiro lastimero. Es el más joven de los tres, hace su primera salida al mundo, no deja de pensar en la amada de ojos morenos, lleva siempre la cabeza caída y jamás dice esta boca es mía.
«El Cuerno Maravilloso del Zagal» es una pieza insuperable de nuestra literatura y ha influido enormemente en los líricos de la escuela romántica, concretamente en nuestro insigne señor Uhland, por lo que me veo obligado a hacer una referencia a dicha obra. Este libro y el «Cantar de los Nibelungos» desempeñaron un papel de primera categoría en aquella época. También de este último tengo que hacer una mención especial.
Durante mucho tiempo no se habló entre nosotros de otra cosa que del «Cantar de los Níbelungos» y los filólogos clásicos sufrían un ataque de ira cada vez que se comparaba esta epopeya con la Ilíada o se discutía, incluso, cuál de las dos obras era mejor. Y el público parecía un niño al que se pregunta con cara seria: «¿Qué te gusta más, un caballo o un bollo?»
Sin embargo, hay que reconocer que el «Cantar de los Nibelungos» tiene más fuerza y vigor. Es difícil para un francés hacerse una idea cabal del brío de este poema. Y del lenguaje en que está escrito. Es un lenguaje de piedra y los versos son bloques de sillería rimados. Aquí y allá, entre las grietas, crecen rosas rojas, como gotas de sangre, o sobresale, extendida, la hiedra, semejante a lágrimas verdecidas.
De lo que estoy seguro que no os podéis hacer la más mínima idea vosotros, enanos tan bien educados y corteses, es de las violentas pasiones de gigantes que se agitan en esta obra. Imaginad que es una noche clara de verano; las estrellas, pálidas como la plata, pero grandes como soles, hacen su aparición en el azul del cielo, y las catedrales góticas de Europa están todas invitadas a una reunión que va a tener lugar en una llanura inmensa. Paso a paso se acercan la Catedral de Colonia, la de Estrasburgo, el Campanil de Florencia, la Catedral de Rouen, etc., y todas, corteses y educadas, hacen la corte a la hermosa Notre Dame de París.
Es cierto que su andar es un poco torpe, que hay quien cojea y que a veces le entran a uno ganas de reírse de su gracioso tambaleo. Las risas se nos hielan en la boca cuando vemos cómo se enfurecen violentamente, cómo se degüellan y exterminan entre sí, cómo Notre Dame de París, desesperada, levanta al cielo sus dos brazos de piedra, coge súbitamente una espada y hace rodar por el suelo las cabezas de todas las Catedrales más grandes. Mas no, tampoco así podéis haceros una idea de los protagonistas del «Cantar de los Nibelungos»; ninguna torre es tan alta y ninguna piedra tan dura como el feroz Hagen y la vengativa Kriemhilde.
¿Quién ha compuesto esta canción? El nombre del poeta que escribió el «Cantar de los Nibelungos» nos es tan desconocido como el autor de las canciones populares. ¡Curioso!, muy pocas veces se conoce al autor de los libros más preciosos, de las poesías y edificios más singulares y de los demás monumentos artísticos. ¿Cuál es el nombre del arquitecto que ideó la Catedral de Colonia? ¿Quién pintó el retablo del Altar Mayor de esta Catedral ( ), en el que están dibujadas tan primorosamente la hermosa Madre de Dios y los tres Reyes Magos? ¿Quién ha escrito el Libro de Hob, que ha consolado los sufrimientos de tantos hombres?
Los hombres olvidan con demasiada facilidad el nombre de sus bienhechores. Los nombres de los personajes buenos y nobles, de los que se han preocupado por la seguridad de sus conciudadanos, aparecen raramente en boca del pueblo, que en su maciza memoria sólo guarda los nombres de sus opresores y de los horrorosos héroes guerreros. El árbol de la humanidad olvida al jardinero callado que le ha alimentado en el invierno, dado de beber en época de sequía y protegido contra los animales dañinos, pero conserva con mimo los nombres de quienes han clavado, rabiosos, sus afilados aceros en su corteza y los transmite, engrandeciéndolos, a las generaciones siguientes.






II
A causa de la publicación en común del «Cuerno maravilloso», se acostumbra a citar unidos los nombres de Brentano y de Arnim, y ya que he hablado del primero, no puedo pasar por alto al segundo, que posee méritos más que suficientes para reclamar nuestra atención. Ludwig Achim von Arnim es un gran poeta y fue una de las cabezas más originales de la Escuela Romántica. Los amigos de mundos fantásticos encontrarían en este poeta un gusto desconocido en los demás escritores alemanes. En esto sobrepasa a Hoffmann y a Novalis. Supo introducirse en la vida de la naturaleza más profundamente que éstos y fue capaz de conjurar espíritus más horribles que Hoffmann. Cuando en alguna ocasión me detuve a observar a Hoffmann en persona, me parecía en todo una creación de Arnim.
Entre el pueblo, este autor es completamente desconocido y sólo tiene nombre entre los literatos. Estos, si bien le han rendido el tributo del reconocimiento más incondicional, en público, en cambio, no le ha tributado el homenaje debido. Algunos escritores han llegado incluso a expresarse en términos despectivos respecto a Arnim, y los que tal hicieron fueron precisamente los que imitaban su estilo. Podría aplicárseles el comentario que Steevens hizo de Voltaire, cuando éste censuró a Shakespeare después de haberse servido de Otelo para dibujar los rasgos de su Orosman ( ); sus palabras fueron éstas: «Esta gente son como ladrones; primero roban la casa y luego le prenden fuego» ( ). ¿Por qué no ha hablado nunca Tieck, como es debido de Arnim, él que podría hacer comentarios con conocimiento de causa, por encima de tantas mamarrachadas? Los Schlegel han ignorado igualmente a Arnim. Sólo después de su muerte ha recibido una especie de nota necrológica de uno de los miembros de la escuela ( ).
Creo que Arnim estaba condenado a permanecer en un segundo plano en el mundo de las celebridades, ya que para sus amigos, el partido católico, siempre fue demasiado protestante y, por el contrario, el partido protestante siempre le consideró criptocatólico. Pero ¿cómo se explica que le haya rechazado el pueblo, en cuyas bibliotecas nunca faltaron ni sus novelas ni sus cuentos? Hoffmann tampoco encontró apenas eco en las revistas literarias, ni en las páginas artísticas, la gran crítica mostró respecto a sus obras un silencio respetuoso, y, sin embargo, sus libros fueron muy leídos. ¿Por qué, pues, se desentendió el pueblo alemán de un escritor cuya fantasía abarcaba el universo entero, cuyo temperamento mostraba los abismos más espantosos y cuya habilidad de exposición no fue superada por nadie? Algo le faltó a este escritor, y ese algo es precisamente lo que el pueblo busca en los libros: la vida. El pueblo pide que el escritor sufra con él las penas de cada día, que avive placenteramente o que hiera los sentimientos de sus corazones: el pueblo quiere ser agitado.
Pero Arnim era incapaz de satisfacer esta necesidad. No era poeta de la vida, sino de la muerte. En todo lo que escribió predomina insistentemente un movimiento de sombras; las figuras se agitan con gran precipitación, mueven los labios como si hablaran, pero sólo se ven sus palabras, no se las oye. Estas figuras saltan, dan vueltas, se ponen patas arriba, se acercan misteriosamente a nosotros y, en voz baja, nos susurran al oído: estamos muertas.
Un espectáculo así sería horroroso y acongojante, si la gracia de Arnim, que está desparramada por todas estas composiciones, no fuera como la sonrisa de un niño, si bien es verdad que de un niño muerto. Arnim es capaz de representar el amor, incluso la sensualidad, pero ni en esto podemos unir nuestros sentimientos a los suyos; vemos cuerpos bien hechos, pechos ondulantes, caderas bien proporcionadas, pero todo está revestido con un sudario frío y húmedo.
En ocasiones, Arnim se vuelve gracioso y deberíamos reírnos; pero es como si la muerte nos hiciera cosquillas con la guadaña. Normalmente, sin embargo, está serio, serio como un alemán muerto. Un alemán vivo es ya una figura demasiado seria, ¡figuraos un alemán muerto! Para un francés es difícil imaginarse lo serios que nos ponemos cuando llega la muerte; entonces, nuestras caras se alargan todavía más, y a los gusanos que nos están comiendo les entra una gran melancolía cuando nos ven de esa facha. Los franceses se extrañan de la pasmosa seriedad de Hoffmann; pero esto es un juego de niños si se compara con Arnim. Cuando Hoffman conjura a sus muertos y los hace salir de sus tumbas para que bailen en torno a él, él mismo tiembla de espanto y baila en el centro del corro, e imita los gestos más raros. Pero cuando Achim conjura a sus muertos, es como si un general pasara revista a su ejército: a lomos de su gran caballo fantasma, observa calmudo cómo desfilan ante él los ejércitos más espantosos, que le miran de reojo, atemorizados, como si temieran de él lo peor. Pero él inclina la cabeza saludándolos afectuosamente.
Ludwig Achim von Arnim nació el año 1781 en la Marca de Brandeburgo y murió en el invierno de 1830 ( ). Escribió composiciones dramáticas, novelas y cuentos. Sus dramas están llenos de poesía intimista, como, por ejemplo, el titulado «El Urogallo». Ningún gran poeta tendría reparo en admitir la paternidad de la primera escena. ¡Con cuánta veracidad, con cuánto realismo queda plasmado en ella el aburrimiento más apático! Uno de los tres hijos naturales del fallecido Landgrave se encuentra sentado, solo, en la abandonada y amplia sala del castillo, y habla consigo mismo entre bostezos, quejándose de que los días pasen sin suceder nunca nada especial. Su hermano, el buen Franz, entra a continuación, lentamente y en zapatillas, y recuerda, melancólico, que en otro tiempo a esta misma hora él estaba ayudando a su padre a vestirse, y su padre le tiraba un mendrugo de pan, que él no podía morder con sus viejos dientes, y le daba a veces, airado, un puntapié. Este último recuerdo enternece al pobre Franz, haciéndole derramar lágrimas de dolor, y quejándose de que su padre esté muerto y no pueda darle ningún puntapié.
Las novelas de Arnim son «Los guardianes de la corona» y «La Condesa Dolores». La primera comienza igualmente con una entrada magnífica. El escenario es la atalaya de Waiblingen, la sombría habitación del torrero y de su honrada y corpulenta esposa, pero que no es tan corpulenta como se comenta abajo en la ciudad. En realidad, eran pura calumnia los rumores que circulaban por la ciudad de que había engordado tanto allá arriba en la atalaya, que no podía bajar por la estrecha escalera y que a la muerte de su primer marido, el viejo torrero, se había visto obligada a casarse con el nuevo. La pobre señora sufrió lo indecible a causa de las murmuraciones de la gente de abajo; no podía bajar las escaleras de la torre porque padecía vértigo.
La segunda novela de Arnim, la «Condesa Dolores», tiene, sin duda, los comienzos más logrados de entre todas las obras del autor. En las primeras páginas nos presenta la poesía de la pobreza, y en concreto de una pobreza aristocrática, tema muy querido por Arnim, que vivió algún tiempo en la necesidad más extrema. ¡Cuánta maestría muestra también aquí Achim en la descripción del aniquilamiento! Me parece tener continuamente presente ante mis ojos el abandonado palacio de la joven Condesa Dolores, impresión de abandono acrecentada por el hecho de que el viejo Conde inició la construcción del palacio a imitación de los luminosos palacios italianos y no pudo terminarla.
En esta novela se trata de una ruina actual. En el jardín del palacio todo está en el mayor abandono: los paseos bordeados de setos están cubiertos de maleza, los árboles crecen en el camino sin orden ni concierto, el laurel y la adelfa se enzarzan lastimosamente por el suelo, las preciosas flores de gran tamaño se encuentran aprisionadas por la maleza, las estatuas de los dioses se han caído de sus pedestales, y algunos pillos atrevidos están sentados junto a una pobre Venus, caída sobre la alta hierba, y le flagelan las marmóreas espaldas con hortigas.
Cuando, después de una prolongada ausencia, el Conde regresa a su palacio, el extraño proceder de su servidumbre, y especialmente el de su esposa, le llama poderosamente la atención; en la mesa pasan los sucesos más raros. Por fin se descubre que la pobre señora ha muerto de melancolía y que la antigua servidumbre hacía tiempo que había muerto. El Conde parece llegar a la conclusión de que se encuentra entre fantasmas, y, sin dejarse ver, escapa de nuevo a la soledad.
De los cuentos de Arnim, el mejor me parece su «Isabel de Egipto». Aquí vemos el agitado trotar de un lado para otro de los gitanos, a los que en Francia se conoce con el nombre de «bohemios» o «egipcios». En esta obrita vive y actúa el segregado pueblo de que nos habla la leyenda, con sus rostros aceitunados, sus simpáticas adivinaciones de la buena ventura y su embrujo. Su bullanguero y aparente buen humor oculta una gran dosis de dolor místico. Según la leyenda, que se describe en este cuento con todo lujo de detalles, los gitanos están condenados a vagar errantes por todo el mundo durante algún tiempo para expiar la falta que cometieron sus antepasados tratando con rigor a la Virgen y el Niño en su huida a Egipto, una noche que éstos se presentaron ante ellos pidiendo posada para dormir. Esta desconsideración histórica justifica actualmente los malos tratos de que son objeto los gitanos. Puesto que en la Edad Medía no existía todavía    mos golpeado y perseguido con ingratitud. A pesar de la filosofía de Schelling, tuvo que cargar la poesía con inmenso cariño con que intentaron tener una patria la misión de embellecer y justificar las leyes más inhumanas y más duras. Contra nadie fueron estas leyes más bárbaras que contra los pobres gitanos. En algunos países permitían ahorcar sin investigación judicial a cualquier gitano sospechoso de robo. De esta forma fue ajusticiado su jefe, Miguel, llamado «el Duque de Egipto», sin ser declarado culpable.
Con este lastimoso acontecimiento comienza el cuento de Arnim. Por la noche, los gitanos descuelgan de la horca a su difunto Duque, colocan en sus espaldas el rojo manto de príncipe, ponen la corona de plata sobre su cabeza y arrojan su cuerpo al Escalda, profundamente convencidos de que la corriente, compadecida, le llevará a su patria, al añorado Egipto. La pobre princesa gitana, Isabel, hija del Duque, está ajena por completo a estos trágicos sucesos, viviendo solitaria en una casa derruida a orillas del Escalda. Una noche oye en el agua un ruido especial y ve cómo flota en el agua la pálida figura de su padre, con sus purpúreos adornos funerarios y el dolorido resplandor de los rayos de luna sobre su corona de plata. El corazón de la hermosa niña quiere estallar de dolor; en vano trata de detener a su padre muerto; el cadáver continúa tranquilamente su viaje hacia Egipto, hacia la patria anhelada, donde se espera su llegada para enterrarle con todos los honores en una de las grandes pirámides. Es escalofriante el banquete funerario con que la pobre niña honra a su difunto padre: coloca su mantilla blanca sobre una piedra y sobre ella deposita alimentos y bebida, que después saborea solemnemente.
Todo lo que de forma insuperable nos cuenta Arnim sobre los gitanos produce escalofríos. Anteriormente había mostrado su compasión para con este pueblo en otros lugares, como, por ejemplo, en su epílogo al «Cuerno Maravilloso», en el que afirma que debemos a los gitanos muchos adelantos, en concreto, la mayoría de nuestras medicinas. Nosotros los hemo golpeado y perseguido con ingratutud. A pesar del inemenso cariño con el que intentaron tenr una patria entre nosotros, se queja Arnim, no lo consiguieron. En este sentido los compara con los enanos de la leyenda, de los que se cuenta que conseguían todo lo que sus enemigos, más fuertes, necesitaban para sus comilonas, pero que fueron golpeados brutalmente y expulsados del país, a causa de unos guisantes que dejaron de traer en una ocasión por no encontrarlos sembrados. Era un espectáculo horrendo ver a los pobres enanos huyendo por el puente, como un rebaño de ovejas, y echando cada uno una moneda hasta que se llenase la bolsa ( ).
Una traducción del cuento «Isabel de Egipto» no sólo servía para dar a los franceses una idea de los escritos de Arnim, sino que demostraría que todas las terroríficas, horripilantes, macabras y fantasmagóricas historias aparecidas en los últimos años, en comparación con obras de Arnim parecen fantasías de una bailarina de ópera. En todas las historias de terror francesas juntas no se encuentra tanta intriga como en la diligencia que Arnim hace correr desde Brake a Bruselas ( ) y en la que van sentados los cuatro personajes siguientes:
1.    Una gitana vieja, que es al mismo tiempo una bruja. Exteriormente posee el atractivo de los siete pecados capitales y está adornada por todas partes de lentejuelas y de pañuelos de seda.
2.    Un holgazán muerto, que, con el fin de ganar unos ducados, ha salido de la tumba y se ha colocado de sirviente por siete años. Es un cadáver grasiento, que lleva puesto un abrigo de piel de oso blanca, de donde viene el nombre de holgazán ( ), y que, a pesar de todo, siempre está tiritando de frío.
3.    Un «golem», es decir, una figura de arcilla con la forma de una mujer hermosa, que se conduce como una mujer hermosa. En la frente, cubierta de pelo moreno, lleva la palabra «Verdad» escrita en caracteres hebreos; cuando se borra esta palabra, la figura se derrumba sin vida de nuevo, como simple barro.
4.    El mariscal Cornelio Nepote, que no tiene ningún tipo de relación con el conocido historiador del mismo nombre, y que no puede gloriarse de ser de buena familia, ya que es de nacimiento una raíz, de al-runa, a la que los franceses llaman mandrágora. Esta raíz crece junto a las horcas, en el lugar que ha sido regado por las lágrimas del ahorcado. Ella fue la que dio un grito espantoso cuando la bella Isabel la arrancó del suelo a medianoche. Parecía un enano, sólo que no tenía ni ojos, ni boca ni oídos. La niña, amable, le puso dos negras semillas de enebro y un escaramujo rojo en la cara y de ellos salieron los ojos y la boca. Después, esparció un poco de mijo sobre la cabeza del hombrecillo y de allí le crecieron en la punta algunas greñas de pelo. Cuando el monstruito lloraba como un niño, ella le acunaba en sus delicados brazos; con sus encantadores labios de rosa le besaba de lado aquella boca de escaramujo; su amor era tan grande que a veces le besaba también en los ojitos de semilla de enebro que tenía clavados en la cara. El hombrecillo deforme recibió tantas atenciones, que al final se le antojó ser Mariscal, se vistió un flamante uniforme de Mariscal y se hizo dar el tratamiento de Mariscal.
¿No es cierto que los cuatro personajes son tipos bien elegidos? Si rebuscáis en el Morgue (89 bis), en el Cementerio, en el Cour de Miracle ( ) o en todos los hospitales de apestados de la Edad Media, seguro que no encontraréis una compañía tan buena como la que viaja en una sola diligencia de Brake a Bruselas. Vosotros, los franceses, deberíais daros cuenta que lo espantoso no es vuestra especialidad y que Francia no es terreno para fantasmas de ningún tipo.
Cuando vosotros conjuráis fantasmas, no podemos por menos de reírnos. Sí, nosotros, los alemanes, que no esbozamos la más ligera sonrisa ante vuestros chistes más graciosos, tenemos que carcajearnos de vuestras historias de aparecidos. Pues vuestros fantasmas no dejan nunca de ser franceses. ¡Fantasmas franceses! ¡Qué contraposición de términos! El vocablo «fantasma» está íntimamente unido con lo solitario, lo hosco, lo alemán, lo taciturno, mientras que, por el contrario, el término «francés» evoca lo sociable, lo amable, lo francés, lo comunicativo. ¡Cómo iba a poder un francés convertirse en fantasma! ¡Cómo iba a ser posible que hubiera fantasmas en París! ¡En París, en el lugar de reunión de la sociedad europea!
Entre las doce y la una de la noche, la hora en que desde siempre se han aparecido los fantasmas, las calles de París se encuentran todavía animadas de gente bulliciosa, en la Opera resuenan precisamente entonces los atronadores acordes del Finale, de los teatros de variedades y del Gymnase salen grupos de gente alegre, y en los bulevares se forman corros, se baila, se oyen carcajadas, se coquetea y la gente acude a las soirées. ¡Qué apagado tendría que sentirse el pobre fantasma que apareciera en medio de este remolino de gente bullanguera! ¡Y cómo podría un francés, aunque estuviera muerto, mantener la seriedad requerida para una aparición, cuando la alegre multitud prorrumpiera en aplausos y en ovaciones desde todos los rincones!
Yo mismo, a pesar de ser alemán, en caso de que estuviera muerto y tuviera que aparecerme aquí en París durante la noche, no sería capaz de mantener mi dignidad de fantasma, si en una calle apartada me encontrase frente a una de esas diosas de la frivolidad que tan pícaramente saben acariciarte. Si de verdad hubiera fantasmas en París, estoy seguro de que, con lo sociables que son los franceses, frecuentarían el trato de otros fantasmas, formarían inmediatamente reuniones de fantasmas, fundarían un Café de Muertos, y muy pronto habría «soirées» de muertos, «où l'on fera de la musique». Tengo el pleno convencimiento de que los fantasmas se iban a divertir aquí en París mucho más que los vivos en mi país.
Por lo que a mí respecta, si supiera que en París se podía existir como fantasma llevando ese género de vida, perdería todo miedo a la muerte. Sólo impondría una única condición: ser enterrado al terminar mis días en el cementerio Pére-Lachaise y poder aparecerme en París entre las doce y la una de la noche. ¡Qué hora más deliciosa! Compatriotas alemanes, si alguna vez vais a París después de mi muerte y me veis de fantasma en esta ciudad, no os asustéis; mi aparición no tiene nada que ver con las horribles e infortunadas apariciones alemanas, me aparezco por diversión.
Como, según he leído en todas las historias de fantasmas, normalmente hay que aparecerse en los lugares en los que se ha ocultado dinero, tengo la intención de enterrar por precaución algunas monedas en algún lugar de los bulevares. Hasta el presente, he malgastado dinero en París, pero no lo he enterrado.
¡Pobres escritores franceses! Deberíais daros cuenta de una vez que vuestros cuentos de terror y vuestras historias fantasmagóricas no son apropiadas para un país en el que o bien no hay fantasmas, o bien los fantasmas organizan sus fiestas como lo hacemos los demás vivientes. Me parecéis niños que se ponen máscaras en la cara para asustarse unos a otros. Son máscaras serias, espantosas, pero a través de los orificios de los ojos se traslucen unos pícaros ojos infantiles.
Los alemanes, en cambio, llevamos a veces las caretas más amables y juveniles, y en nuestros ojos se transparenta la muerte achacosa. Vosotros sois una nación educada, amable, inteligente, activa, y en el recinto de vuestro arte no cabe más que lo bello, lo noble, lo humano. Vuestros escritores antiguos fueron conscientes de ello y vosotros, los nuevos, terminaréis por llegar a esta misma conclusión. Apartaos de lo terrorífico y fantasmagórico. Dejad para nosotros los alemanes todos los horrores de la locura, del delirio febril, del mundo del espíritu. Alemania es una tierra más abonada para brujas, holgazanes muertos, «golems» de toda especie, y especialmente para mariscales como el canijo Cornelio Nepote. Sólo al otro lado del Rhin pueden darse estos fantasmas, no en Francia. Cuando vine a este país, mis fantasmas me acompañaron hasta la frontera francesa. Allí se despidieron de mí con gran tristeza. Y es que la vista de la Tricolor ahuyenta a los espíritus, sean éstos del tipo que sean.
¡Ay! ¡Cómo desearía subirme a la Catedral de Estrasburgo con una bandera tricolor en las manos que llegara hasta Frankfurt! Creo que si agitara esta sagrada bandera sobre mi querida patria y pronunciara al mismo tiempo el exorcismo como es debido, las brujas huirían a caballo de sus escobas, los holgazanes ateridos de frío volverían a sus tumbas, los «golems» se derrumbarían como pedazos de arcilla, el Mariscal Cornelio Nepote retrocedería al lugar de donde ha venido, y terminaría de una vez la aparición.

La Historia de la Literatura es tan difícil de describir como la Historia Natural. Allí como aquí hay que ceñirse a los fenómenos que destacan por encima del nivel medio. Pero de la misma manera que en un pequeño vaso de agua pulula todo un mundo de animalitos maravillosos, que reflejan la omnipotencia divina tanto como las bestias más grandes, así también el almanaque de las musas más desconocido ( ) contiene a veces un gran número de poetas en embrión, que para el investigador desapasionado pueden ser tan interesantes como los grandes elefantes de la Literatura. ¡Dios es grande!
La mayor parte de los historiadores de la literatura nos presentan, de hecho, una Historia de la Literatura concebida como una casa de fieras donde cada animal ocupa el lugar que le corresponde. Después de haber señalado una jaula a cada animal, nos muestran mamíferos épicos, volátiles líricos, acuáticos dramaturgos, anfibios de la prosa que lo mismo escriben cuentos de tierra que de mar, moluscos humorísticos, etcétera. Otros, en cambio, nos ofrecen una Historia de la Literatura pensada desde un punto de vista pragmático. Comienzan con los primeros sentimientos de la humanidad, que se desarrollan en las épocas más diversas y que al tinal toman una torma artística. Empiezan «ab ovo», como el historiador que abre la narración de la guerra de Troya con la historia del huevo de Leda.
Este último procedimiento es, en mi opinión, equivocado. Estoy convencido de que, aunque el huevo de Leda se hubiera empleado para hacer una tortilla, Héctor y Aquiles se habrían encontrado ante las puertas de Troya y habrían peleado en duelo mortal. Los grandes acontecimientos y los libros que marcan época no tienen su origen en bagatelas sin importancia. Dependen del curso del sol, la luna y las estrellas, y posiblemente deban su origen a la influencia de aquéllos sobre la tierra.
Los hechos son simplemente el resultado de las ideas... Pero, ¿cómo se explica entonces que en determinadas épocas se impongan con tanta fuerza determinadas ideas, y que éstas configuren hasta el más mínimo detalle la vida de los hombres, su indumentaria, su forma de pensar y de escribir? Ha llegado tal vez la hora de escribir una Astrología de la Literatura y de explicar la aparición de determinadas ideas, o de determinados libros en los que éstas se dejan ver, siguiendo la constelación de los astros.
¿O es que la aparición de determinadas ideas corresponde sencillamente a las necesidades momentáneas de los hombres? ¿Buscan los hombres en todo momento aquellas ideas que Ies permiten legitimar sus deseos concretos de ese momento? En la práctica, los hombres son siempre doctrinarios hasta el reducto más íntimo de su ser. Siempre saben encontrar una doctrina que justifique sus renuncias o sus apetencias. En los días aciagos, cuando los amigos se mantienen alejados, proclaman el dogma de la abstinencia y aseguran que las uvas terrenas no están maduras. Pero si los tiempos mejoran y se les presenta a esas mismas personas la posibilidad de apropiarse de los apetecibles frutos de este mundo, entonces sale a la luz una sana doctrina que se erige en defensora de los derechos de la vida, reclamando todos sus goces y placeres inalienables.
¿Estamos al final de la cuaresma cristiana e irrumpe ya, luminosa, la mañana de la edad dorada del placer? ¿Con qué rasgos configura la sana doctrina los tiempos venideros?
En el pecho de los escritores de una nación se esconde ya el modelo de lo que será ese futuro, y el crítico que diseccione a un poeta nuevo con el bisturí bien afilado podría profetizar con facilidad, como dejándose guiar por los intestinos de la víctima, los rasgos maestros de la futura Alemania. De buena gana degollaría, como un Kalchas literario, a algunos de nuestros poetas más jóvenes para analizarlos con ojo crítico y no me asustaría al encontrar en sus intestinos muchas cosas de las que no puedo hablar aquí.
No se puede tratar el tema de la literatura alemana más joven sin caer en el terreno más profundo de la política. En Francia, país donde los escritores pretenden alejarse del acontecer político del momento más de lo justo, puede que se aprecie la estética del momento actual con acierto y se deje pasar miserablemente el momento actual mismo. Al otro lado del Rhin, por el contrario, los escritores están introduciéndose audazmente en la lucha de cada día, de la que habían permanecido alejados durante tanto tiempo. Los franceses habéis estado caminando sin deteneros durante cincuenta años y ahora estáis cansados; los alemanes, al contrario, hemos estado sentados ante la mesa de estudio hasta hoy y ahora quisiéramos movernos un poco.
El mismo motivo que he indicado más arriba me impide tratar con el honor que se merece a un escritor sobre el que Madame de Staél se ha contentado con hacer algunas observaciones de pasada y que desde entonces, gracias al enjundioso artículo de Philaret Chasles, ha ido ganándose más y más la atención del público francés. Me refiero a Jean_ Paul Friedrich Richter. Se le ha llamado «el único». Un juicio acertadísimo, que sólo comprendo totalmente ahora, después de haberme quitado horas de sueño pensando cuál sería el lugar más adecuado para hablar de él en una Historia de la Literatura.
Apareció casi simultáneamente con la Escuela Romántica, pero no tuvo ningún punto en común con ella, como tampoco tuvo la más mínima relación con la escuela artística de Goethe. Se encuentra completamente aislado en su época, precisamente porque, en contraposición a esas dos escuelas, fue un hombre sinceramente comprometido con su época. Su corazón y sus escritos latían al mismo ritmo. Esta propiedad, este afán de totalidad es el que encontramos también en los escritores de la Joven Alemania ( ) de hoy, que en manera alguna quieren separar la política de la ciencia, el arte y la religión y que son a la vez artistas, tribunos y apóstoles.
Sí, repito la palabra apóstoles, pues no conozco otra más apropiada. Una nueva fe los anima con una impetuosidad de la que los escritores del período anterior carecieron por completo. Es la fe en el progreso, una fe que sale de la ciencia. Hemos medido la tierra, hemos controlado las fuerzas de la naturaleza, hemos contabilizado los medios de la industria, y mira a qué conclusión hemos llegado: que esta tierra es suficientemente amplia para todos, que hay en ella espacio sobrado para que cada cual edifique en ella la morada de su felicidad, que esta tierra puede darnos de comer a todos, si todos trabajamos y no hay nadie que quiera vivir a costa de los demás, y que no tenemos por qué dejar el primero y el último puestos para el Reino de los Cielos.
El número de estos sabios y creyentes es ciertamente todavía reducido. Pero ha Regado el día en que las naciones no se cuentan según las cabezas, sino según los corazones. ¿Y no es el gran corazón de Heinrich Laube, él sólo, más valioso que todo un rebaño de Raupaches ( ) y comediantes?
He citado el nombre de gginrich Laube y es que, efectivamente, no podría hablar de la Joven Alemania, sin tener presente en mi memoria al gran corazón inflamado que desde aquel pecho irradia chorros de luz y resplandor. Heinrich Laube, uno de esos escritores que han aparecido a partir de la Revolución de Julio, tiene para Alemania un significado social cuyo peso no puede ser calculado todavía en su justa medida. Pese a todas las buenas cualidades de los escritores del período anterior y suma a ellas el celo apostólico de la Joven Alemania.
Por otro lado, el ímpetu de su pasión está mitigado y transfigurado por un elevado sentido artístico. Está dotado para lo bello tanto como para lo bueno; posee un finísimo oído y una vista muy aguda para la forma bella y elegante; le repugnan las naturalezas vulgares, por más que sean útiles como peones para la reorganización política de la patria. Este sentido artístico, innato en él, fue lo que le salvó de caer en el gran error en que incurrió el populacho patriótico, que continúa empeñado en denigrar y atacar a nuestro gran Meister Goethe ( ).
En este mismo sentido hay otro escritor, perteneciente también a la última generación, que merece igualmente las mayores alabanzas: Karl Gutzkow ( ). Si cito a este escritor detrás de Laube no lo hago porque le considere menos capacitado, ni mucho menos porque no sea partidario de sus teorías. No, reconozco que Karl Gutzkow posee las características más distinguidas del ingenio creador y del sentido artístico crítico, y sus escritos me gustan porque saben asumir en su punto justo nuestra época y sus necesidades. Pero en todo lo que Laube escribe reina una tranquilidad repleta de musicalidad, una grandeza consciente de su talla y una seguridad sin aspavientos que a mí, personalmente, me dicen más que la pintoresca, policromada y picante libertad de movimientos del genio de Gutzkow.
Karl Gutzkow, cuya alma rezuma poesía, tuvo que salirse a tiempo, al igual que Laube, de las filas de aquellos Celotes que denostan a nuestro gran Meister. Lo mismo puede decirse de L. Wienbarg ( ) y de Gustav Schlesier, dos destacados escritores de la última generación a los que no quiero ignorar al tratar de la Joven Alemania. Merecen, en realidad, ser citados con justicia entre los corifeos de este movimiento, y su nombre se ha extendido bastante por el país. No es éste el lugar para exponer detalladamente sus posibilidades y logros. Creo que me he alejado demasiado de mi tema; ahora quiero decir unas palabras sobre Jean Paul.
Ya he apuntado cómo Jean Paul Friedrich Richter se adelanta en lo esencial a la Joven Alemania. Pero este movimiento ha sabido desprenderse, por razones prácticas, de la caótica confusión, de los procedimientos barrocos y del desagradable estilo de los escritos de Jean Paul. Una mente francesa, acostumbrada a la claridad de exposición, no puede formarse una idea cabal de cómo es este estilo. La estructura de los períodos en Jean Paul consta simplemente de nichos pequeñísimos, que a veces son tan reducidos que cuando una idea se topa con otra en el interior de los mismos ambas se dan un coscorrón en la cabeza; en el techo hay clavos, en los que Jean Paul cuelga todo tipo de ideas, y en las paredes hay armarios secretos en los que oculta sentimientos.

Ningún otro escritor alemán posee mayor cantidad de ideas y de sentimientos, pero no les permite llegar a su madurez, y con toda la riqueza de su ingenio y de su corazón produce en nosotros más asombro que alivio. Sus ideas y sus sentimientos podrían convertirse en árboles gigantescos si enterrase convenientemente sus raíces y las dejara extenderse con todas sus ramas, flores y hojas. Pero Jean Paul las arranca en cuanto echan los primeros brotes y, a veces, antes de retoñar. Así que bosques intelectuales enteros son servidos en nuestra mesa como si fueran hortalizas, en una fuente vulgar.
Tales banquetes, sin embargo, son un despilfarro insensato, pues no todos los estómagos toleran en igual medida brotes de encinas, cedros, palmeras e higueras. Jean Paul es un gran poeta y un gran filósofo, pero es imposible encontrar otra persona más antiestética que él en su proceso creativo y en su pensamiento. En sus novelas ha dado a luz figuras de auténtica raigambre poética, pero todos estos alumbramientos llevan colgando un largo y extraño cordón umbilical con el que se enredan y se extrangulan.
No son ideas lo que nos ofrece, sino su mente misma; vemos la actividad material de su cerebro. Por decirlo de alguna forma, nos ofrece más cerebro que ideas. Por todas partes brincan sus chistes, las pulgas de su agudo ingenio. Es el escritor más festivo y al mismo tiempo el más sentimental. Sí, el sentimentalismo le vence siempre y sus carcajadas se convierten repentinamente en lágrimas. Tan pronto se disfraza de mendigo andrajoso como de improviso, al igual que los príncipes disfrazados que vemos en el teatro, se desprende de su burdo manteo y vemos la estrella refulgente.
En esto, Jean Paul está a la misma altura que el gran irlandés ( ), con el que frecuentemente se le ha comparado. El autor de «Tristam Shandy», aunque se encuentre perdido en medio de las trivialidades más burdas, tiene también recursos efectistas para, a través de caminos reales, llevarnos a las cimas de su posición de príncipe, que no cede en nada a la nobleza de Shakespeare. Como Lawrence Sterne, Jean Paul ha plasmado también su personalidad en sus escritos, se ha mostrado en toda su desnudez humana, si bien es cierto que con una cierta vergüenza poco hábil, especialmente en el campo del sexo. Lawrence Sterne se muestra al público totalmente desnudo, sin ningún tipo de ropa; Jean Paul, al contrario, sólo tiene agujereados los pantalones.
Algunos críticos mantienen la opinión errónea de que Jean Paul poseyó un sentimiento más auténtico que Sterne, ya que éste, tan pronto como el tema aue está tratando alcanza altura trágica, pasa súbitamente al tono más jovial y festivo, mientras que Jean Paul, sin tomarse casi nunca en serio el humor, empieza generalmente a lloriquear y deja tranquilamente que sus glándulas lagrimales se pongan en funcionamiento y destilen.
No, Sterne sintió más emotivamente que Jean Paul, pues es un poeta de más clase que él. Puede codearse, como ya he dicho, con Shakespeare, y también a él, Lawrence Sterne, le han criado las musas en el Parnaso. Pero, mujeres al fin y al cabo, le han corrompido desde sus primeros años, principalmente con sus caricias. Fue el niño mimado de la pálida y trágica diosa. En una ocasión, en un arrebato terrible de ternura, la diosa le besó su tierno corazón tan violentamente, con un cariño tan loco, succionándole el pecho con tal fuerza, que el corazón empezó a sangrar y comprendió en un momento todos los dolores de este mundo y acumuló compasión en cantidades indescriptibles. ¡Pobre y tierno corazón de poeta! Pero la hija menor de Mnemosine ( ), la diosa rosada del humor, saltó rápidamente y tomó en sus brazos al atormentado niño y trató de consolarle con risas y cantos y leregaló como juguete la máscara cómica y la graciosa campanilla, y besó tranquilamente sus labios y con sus besos le comunicó toda su ligereza, toda su alegría caprichosa, toda su guasa zumbona.
Y desde entonces el corazón y los labios de Sterne se encuentran sumidos en una rara contradicción: cuando su corazón se conmueve en tonos trágicos, y Sterne intenta expresar los sentimientos más íntimos de su corazón, entonces, para asombro propio, sus labios musitan las palabras más divertidas y sonrientes.


IV
Durante la Edad Media existía entre el pueblo la siguiente creencia: cuando se iba a construir algún edificio se debía matar un animal vivo y colocar sobre su sangre la primera piedra; con ello el edificio estaría bien asentado y duraría eternamente. Es posible que se tratara de una manía pagana antigua, según la cual el favor de los dioses se conseguía por medio de víctimas sangrientas, o tal vez fuera una falsa concepción del dogma cristiano de la Redención la que originó esta creencia en el poder mágico de la sangre, en una santificación a través de la sangre, en breves palabras, esta fe en la sangre. De todas formas era una creencia muy extendida, y en las canciones y leyendas perviven testimonios horrorosos de cómo se descuartiza a niños o a animales para rociar con su sangre los cimientos de grandes edificios.
Hoy día, la humanidad es más inteligente. Ya no creemos en el poder mágico de la sangre, ni aunque sea la sangre de un justo o de un dios. La gran masa sólo cree en el dinero. ¿Consiste la religión de hoy en la monetización de Dios o en la divinización del Dinero? Esto es lo de menos, lo importante es que la gente no crea más que en el dinero; sólo al metal acuñado, a las hostias de plata y de oro atribuye la gente poderes maravillosos; el dinero es el principio y el fin de todas su obras, y cuando tienen que construir un edificio, su mayor preocupación es que entre los cimientos vayan algunas monedas, un envoltorio con diferentes tipos de moneda.
Ciertamente, de igual forma que en la Edad Media todo —tanto un simple edificio como el conjunto del edificio estatal y eclesiástico— estaba asentado sobre la fe en la sangre, así también todas nuestras instituciones actuales se basan en la fe en el dinero, en el dinero contante y sonante. Aquélla era superstición, pero ésta es puro egoísmo. La razón desbarató a la primera; la segunda caerá a manos del sentimiento. Los cimientos de una sociedad humana serán renovados algún día, y todos los grandes corazones de Europa trabajan dolorosamente para descubrir esta nueva fundamentación.
Posiblemente fue el fastidio ante la fe actual en el dinero, la aversión al egoísmo que veían sonreír satisfecho por todas partes, lo que impulsó a algunos escritores de la Escuela Romántica alemana, en el convencimiento de que actuaban honradamente, a renegar del presente y a huir al pasado y a propugnar la restauración de la Edad Media. Este es el caso de los escritores que no estuvieron integrados en la camarilla de la Escuela.
A este grupo pertenecen los escritores de los que me he ocupado en el Libro segundo, después de haber dado una visión general de la Escuela Romántica. Ha sido simplemente su significado históricoliterario, y no su valor interno, lo que me ha animado a tratar en primer lugar y con más detenimiento de estos compañeros de camarilla. Espero, pues, que no dará lugar a ningún maltendido el que sólo al final de la reunión se conceda brevemente la palabra a Zacharias Werner, al Barón de la Motte Fouqué y a Ludwig Uhland.
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Éstos tres escritores merecerían un tratamiento más extenso en consonancia con sus méritos, más que suficientes para hacerse acreedores a nuestro reconocimiento. Zacharias Werner, en efecto, fue el único dramaturgo de la escuela cuyos dramas subieron a la escena y fueron aplaudidos por el público. El señor Barón de la Motte Fouqué fue el único poeta épico de la escuela cuyas novelas llegaron al gran público. Y Ludwig Uhland es el único lírico de la escuela cuyas canciones han calado en los corazones de la multitud y perviven todavía en la boca de los hombres.
En este sentido, los tres escritores citados tienen prioridad sobre Ludwig Tieck, a quien he ensalzado como uno de los mejores escritores de la escuela. Efectivamente, el señor Tieck, a pesar de que el teatro es su medio predilecto, y a pesar de que desde niño ha vivido entre la farándula y conoce hasta el más mínimo detalle el mundillo teatral, una y otra vez, sin embargo, se ha visto impotente para emocionar a los hombres desde el escenario, cosa que ha conseguido Zacharias Werner. El señor Tieck ha tenido que rodearse en toda momento de un público doméstico ( ), al que él mismo daba a conocer por adelantado sus piezas y con cuyo aplauso podía contar con la mayor seguridad.
Mientras el señor de la Motte Fouqué era leído con el mismo gusto por la duquesa que por la lavandera, y brillaba, rutilante, como el sol de las bibliotecas públicas, el señor Tieck era un simple quinqué de las reuniones de té, que, al resplandor de su poesía, acompañaban la lectura de los cuentos de aquél con silenciosos y reposados sorbos de té. La fuerza de esta poesía quedaba, sin duda alguna, puesta de manifiesto al contrastarla con la flojedad del té, y en Berlín, la ciudad donde se toma el té más insípido, el señor Tieck tenía que parecer uno de los poetas de más vigor.
Y mientras las canciones de nuestro brillante Uhland resonaban en montes y valles, y todavía hoy son coreadas por las roncas gargantas de los estudiantes y susurradas por delicadas doncellas, ni una sola de las canciones del señor Tieck ha calado en nuestra alma, ni una sola de las canciones del señor Ludwig Tieck ha quedado grabada en nuestro oído, el gran público no conoce una sola canción de este gran lírico.
Zacharias Werner nació en Königsberg (Prusia) el 18 de noviembre de 1768. Su unión con los Schlegel no estaba motivada por razones de tipo personal, sino que provenía de una conjunción de intereses. Werner captaba como por telepatía los deseos de los Schlegel y hacía todo lo posible por componer de acuerdo con las apetencias de éstos. Pero con relación al intento de restauración de la Edad Media sólo pudo entusiasmarse parcialmente, es decir, en lo referente a la Jerarquía católica; la vertiente feudalística de la restauración medieval no encontró en él un activo propagandista.
En la colección de relatos titulada «Los hermanos de Serapión» ( ), de su paisano E. T. A. Hoffman, éste nos ha transmitido un detalle revelador á éste respecto. Cuenta Hoffman que la madre de Werner padecía de hipocondría, y durante el embarazo se creyó la Madre de Dios y que iba a dar a luz al Salvador del mundo. El espíritu de Werner llevó grabada durante toda su vida la marca materna de esta manía religiosa. Sólo hay una obra que esté libre de este rasgo, y es «El veinticuatro de febrero», uno de los productos más valiosos de nuestra literatura dramática. Esta obra ha producido en los teatros mayor entusiasmo que todas las demás obras de Werner. Lo restante de la producción dramática de Werner ha llegado menos al público, debido a que el poeta, a pesar de su ímpetu innegable, carece del más elemental dominio de la técnica teatral.
El biógrafo de Hoffman, el empleado de la policía criminal Hitzig, ha escrito también una biografía sobre Werner. Es un trabajo tan interesante para el psicólogo como para el historiador de la Literatura. Según he podido saber recientemente, Werner estuvo aquí en París algún tiempo y lo que más le gustó de esta ciudad fueron las peripatéticas ( ), quienes por aquellas fechas paseaban por las galerías del Palais Royal ataviadas con sus vestidos más brillantes. Ellas le perseguían, le hacían caricias y se reían de su rara vestimenta y de sus ademanes todavía más cómicos.
¡Ay, éstos eran los buenos tiempos pasados! El Palais Royal ya no es el de antes, y Zacharias Werner sufrió un cambio profundo. La última vela del placer se extinguió en su corazón ofuscado; en Viena entró en la Orden de los Ligorianos, y en la iglesia de San Esteban de esa ciudad predicó sobre la caducidad de todas las cosas de esta tierra ( ). Había descubierto que sobre la tierra todo es vanidad. El cinturón de Venus, afirmaba ahora, no era más que una repugnante serpiente, y la imponente Juno llevaba, bajo sus blancas gasas, unos pantalones de postillón de piel de ante no demasiado limpios. El padre Zacharias se mortificaba y ayunaba, y fulminaba invectivas contra nuestro obstinado apetito mundano. «¡La carne es nuestro obstinado apetito mundano. «¡La carne es maldita!», gritaba con voz tan potente y con un acento prusiano oriental tan estridente que las imágenes de los santos de la iglesia de San Esteban temblaban y las mozas vienesas prorrumpían en carcajadas. Además de esta importante novedad, un tema aparecía indefectiblemente en su predicación: que él era un gran pecador.
Si lo miramos detenidamente, el buen hombre fue siempre consecuente consigo mismo, con la diferencia de que en la primera época cantó lo que después puso en práctica. Los héroes de la mayoría de sus damas son enamorados que renuncian monacalmente, sibaritas ascéticos que en la abstinencia han descubierto un placer superior, que espiritualizan su sensualidad martirizando su carne; que en los abismos de la mística religiosa buscan las satisfacciones más inconfesables, el libertinaje sagrado.
Poco antes de su muerte se reavivó en Werner el gusto por la acción dramática y escribió todavía una tragedia titulada «La Madre de los 1vlacabeos». Pero en ella no le fue posible festonar la seriedad profana de la vida con chanzas románticas; eligió un tono ampuloso y sagrado, en consonancia con el tema, también sacro; los versos tienen un ritmo solemne, semejante al repicar de campanas; llevan una marcha lenta, como de desfile de Viernes Santo. Estamos ante una leyenda palestina bajo la forma de tragedia clásica. La obra no tuvo mucho éxito aquí abajo entre los hombres; si a los ángeles del cielo les causó mejor impresión, es cosa que no sé.
Pero el padre Zacharias murió al poco tiempo, a principios del año 1823, después de haber peregrinado durante más de cincuenta y cuatro años por esta tierra pecadora.
Dejemos en paz a los muertos y volvámonos al segundo poeta del Triunvirato romántico. Me refiero al insigne Barón de la Motte Fouqué, nacido en la Marca de Brandenburgo el año 1777 y nombrado profesor de la Universidad de Halle el año 1833. Anteriormente había sido comandante del ejército real prusiano, y es uno de los héroes cantados o cantores de héroes que durante las llamadas Guerras de Liberación ( ) hicieron sonar hasta ensordecer la lira y la espada. Sus laureles son auténticos. Es un poeta hasta la médula y el fuego sagrado de la poesía reposa sobre su cabeza. Pocos autores gozaron de un aplauso tan extendido como el que rodeó durante algún tiempo a nuestro insigne Fouqué. Hoy sólo encuentra lectores entre el público de las bibliotecas populares. Pero es un público numeroso, y el señor Fouqué puede vanagloriarse de ser el único escritor, entre los de la Escuela Romántica, cuyos escritos gustaron a las clases sociales más bajas. Mientras en las estetizantes tertulias que tenían lugar en torno a una taza de té en Berlín se miraba con desprecio al caballero venido a menos, en una pequeña ciudad del Harz encontré a una muchacha encantadora que hablaba con gran admiración de Fouqué y que reconoció, ruborizándose, que de buena gana daría un año de su vida a cambio de poder besar una vez al autor de «Ondina». Y esta muchacha tenía los labios más preciosos que jamás hayan visto mis ojos.
¡Qué poema más encantador es «Ondina»! Este poma es de por sí un beso. El Genio de la Poesía besó a la primavera adormecida y ésta abrió, sonriente, los ojos, y todas las rosas exhalaron aromas y todos los ruiseñores entonaron sus cantos. Nuestro insigne Fouqué vistió con palabras estos aromas de las rosas y estos cantos de los ruiseñores y les dio un nombre: «Ondina».
Desconozco si este cuento ha sido traducido al francés. Es la historia de una sirena que no tiene alma y que la adquiere al enamorarse de un caballero. Pero, ¡ay!, con este alma adquiere también nuestros dolores humanos, su caballeroso esposo no cumple lo pactado y ella le da un beso de muerte. En este libro, efectivamente, la muerte no es más que un beso.
Esta Ondina podría ser considerada como la musa de la poesía de Fouqué. A pesar de ser de una belleza inenarrable, a pesar de sufrir nuestros mismos sufrimientos y de cargar continuamente con las preocupaciones terrenas, no es, a pesar de ello, un ser verdaderamente humano. Por otro lado, nuestra época rechaza enérgicamente todas estas creaturas aéreas o acuáticas, incluso las más bellas, y pide figuras de carne y hueso, enraizadas en la vida, y lo que menos le interesa son ondinas que se enamoren de caballeros aristocráticos.
Efectivamente, su mentalidad retrógrada, la continua exaltación de la Nobleza hereditaria, la incesante glorificación del feudalismo pasado, el eterno espíritu caballeresco, terminaron provocando el disgusto de los entendidos dentro del público burgués alemán. La gente dio la espalda a un vate tan alejado de su tiempo. Y de hecho, esta interminable cantinela de arneses, corceles de torneo, dueñas de castillo, honorables prohombres gremiales, enanos, escuderos, capillas de palacio, amor cortesano, fe y demás baratijas medievales, terminó por cansarnos y asqueamos. Y mientras el ingenioso hidalgo Friedrich de la Motte Fouqué se sumía cada vez con más intensidad en sus libros de Caballería y sacrificaba el entendimiento del presente en aras de los sueños del pasado, hasta sus mejores amigos tuvieron que apartarse de él con un movimiento negativo de cabeza.
Las obras de su última época son insoportables. Los fallos de sus escritos anteriores se encuentran en éstas ampliados a mayor escala. Sus figuras caballerescas sólo constan de coraza y arrojo; carecen de carne y de inteligencia. Sus personajes femeninos son simples figuras o, mejor dicho, simples muñecas cuyos dorados cabellos caen delicadamente sobre sus encantadores y rosados rostros. Las novelas de Caballería de Fouqué, al igual que las obras de Walter Scott, recuerdan a los tapices que nosotros llamamos Gobelinos, los cuales con su realismo detallista y sus colores abigarrados deleitan más nuestra vista que nuestra alma. Allí se repiten torneos, juegos bucólicos, fiestas de caballeros, trajes típicos; no hay ningún elemento discordante dentro de la armonía general; por doquier se palpa un aventurerismo sin base firme; todo es pura superficialidad.
Los epígonos de Fouqué, como los de Walter Scott, han copiado, más lastimosamente aún, este amaneramiento, y en lugar de describir la naturaleza íntima de los hombres y de las cosas se conforman con darnos su revestimiento externo y sus trajes. Esta superficialidad causa estragos hoy día en Alemania con la misma intensidad que en Francia y en Inglaterra. Si bien es cierto que esta literatura actual ya no glorifica el período caballeresco, sino que trata situaciones de nuestro tiempo, con todo, continúa imperante el estilo anterior, que en vez de transmitir los rasgos esenciales de la apariencia externa sólo describe detalles accesorios de la misma. Nuestros novelistas denotan menos conocimiento de los hombres que de los vestidos, basándose tal vez en el dicho: «El hábito hace al monje».
Muy diferente era el proceder de los novelistas anteriores, principalmente de los ingleses. Richardson nos ofrece la anatomía de Ios sentimientos. Goldsmith trata a nivel pragmático las acciones que emanan del corazón de sus héroes. El autor de «Tristam Shandy» nos muestra las profundidades más ocultas del alma; abre una claraboya del alma, nos permite echar una ojeada a sus abismos, paraísos y basureros, y deja caer rápidamente el telón. Hemos contemplado de frente el escenario solitario, hemos quedado impresionados por la iluminación y la perspectiva, y, mientras creemos haber visto el infinito, nuestro sentimiento se ha ampliado hasta el infinito, se ha poetizado.
Por lo que respecta a Fielding, nos lleva rápidamente tras el telón y nos muestra los falsos cosméticos superpuestos a cualquier sentimiento, los resortes más burdos de las acciones más delicadas, la colofonia, que después centelleará como entusiasmo, el bombo sobre el que descansa tranquilo el mazo que después producirá el trueno ensordecedor de la pasión. En una palabra, Richardson nos muestra toda una tramoya interior, la gran mentira que nos hace aparecer a los hombres distintos de lo que en realidad somos y por cuya culpa deja de existir cualquier realidad agradable de la vida. Mas, para qué poner como ejemplo a los ingleses, cuando Goethe, con su «Wilhelm Meister», ha producido el mejor modelo de lo que debe ser una novela.
El número de las novelas de Fouqué es legión; este escritor es uno de los más prolíficos. «El Anillo Mágico» y «Thiodolph el Irlandés» merecen ser citadas por sus logros especiales. Sus dramas en verso, inadecuados para ser llevados a las tablas, poseen grandes bellezas. Especialmente «Sigurd, el Matador de Dragones» es una obra audaz, en la que está reflejada la antigua saga escandinava con todos sus gigantes y hechiceros. El protagonista del drama, Sigurd, es una figura colosal. Fuerte como las rocas de Noruega y violento como el mar cuya espuma las baña. Valiente como cien leones y juicioso como un par de asnos.
El señor Fouqué también ha compuesto canciones. Son la suavidad personificada. Son tan dulces, tan variadas, tan resplandecientes, revolotean tan juguetonamente: son encantadores colibrís líricos.
El verdadero compositor de canciones, sin embargo, es el señor Ludwig Uhland, que nació en Tubinga el año 1787 y actualmente trabaja como abogado en Stuttgart. Este escritor ha publicado un tomo de poesías, dos tragedias, un comentario sobre Walter von der Vogelweide y otro sobre los trovadores franceses. Se trata, en el caso de estos últimos, de dos breves investigaciones históricas y demuestran un estudio asiduo de la Edad Media. Las tragedias llevan por título «Luis de Baviera» y «El Duque Ernesto de Suabia». La primera no la he leído y nadie me la ha recomendado como la mejor. La segunda, al contrario, posee grandes bellezas e irradia un gran encanto debido a la nobleza de los sentimientos y a la dignidad de su intención.
En este drama se percibe un agradable aroma poético que es imposible de encontrar en las obras que actualmente cosechan tantos aplausos en nuestros teatros. La lealtad alemana es el tema de este drama y en él la vemos hacer frente, impertérrita como una encina, a las mayores tormentas. El amor alemán florece, apenas visible, en la lejanía, pero su olor a rosas penetra conmovedoramente hasta nuestro corazón. Este drama, o más bien esta canción, tiene trazos que pueden figurar entre las perlas más preciosas de nuestra literatura. Pero el público teatral recibió la obra con indiferencia o, más bien, con rechazo. No voy a reprender por ello a los sufridos espectadores. Esta gente tiene unas determinadas necesidades y piden al poeta que las dé satisfacción. Los productos del poeta no tienen que corresponder precisamente a las simpatías de su propio corazón, sino más bien a los deseos del público. Este último es como el beduino hambriento en el desierto que cree haber encontrado un saco lleno de guisantes y le abre, pero, ¡oh desgracia!, sólo son perlas. El público traga con agrado los secos guisantes del señor Raupach y las alubias de Madame Birch-Pfeiffer; las perlas de Uhland las encuentra insípidas.
Como es muy probable que los franceses no sepan quiénes son Madame Birch-Pfeiffer y Herr Raupach, quiero recordarles que esta pareja divina, hermanados como Apolo y Diana, ocupan los altares de mayor veneración en el templo de nuestro arte dramático. Sí, Herr Raupach resiste la comparación con Apolo, tanto como Madame Birch-Pfeiffer con Diana. En cuanto a su puesto en la vida, la última está empleada como actriz de la Corte Imperial Austríaca en Viena y el primero es poeta dramático al servicio del Rey de Prusia en Berlín.
La dama ya ha escrito una serie de dramas en los que trabaja ella misma. En este punto me veo obligado a referirme a un fenómeno que a los franceses les resultará chocantísimo: un gran número de nuestros actores teatrales son, al mismo tiempo, autores dramáticos y se escriben sus propias obras. Se dice que fue Ludwig Tieck quien, por culpa de un comentario imprudente, dio origen a esta desgraciada situación. En sus críticas, en efecto, hizo la siguiente observación: «Los actores representan mejor una obra mala que una buena». Basándose en este axioma, los comediantes se decidieron, a millares, a coger la pluma y escribieron tragedias y comedias a troche y moche. Y tanto fue así, que nos resultó enormemente difícil responder acertadamente a estos interrogantes: tal comediante ¿compuso intencionadamente una mala obra para hacer de ella una buena interpretación, o al contrario, interpretó mal una obra suya para hacernos creer que la obra es buena?
Actor y autor, que hasta el presente tuvieron una relación de colega a colega (algo así como el verdugo y la pobre víctima), se enemistaron ahora públicamente. Los actores intentaron expulsar del teatro a los autores aduciendo que éstos no entendíalr ni palabra de las exigencias del medio teatral, ni sabían nada sobre efectos especiales ni sobre golpes teatrales, detalles que sólo un actor aprende en la práctica y sabe aplicar después a sus obras. Los comediantes, o, como ellos prefieren ser llamados, los artistas, representaban preferentemente sus propias obras o, a lo más, obras compuestas por alguno de los suyos, por un artista.
En la práctica dichas obras correspondían completamente a sus necesidades y aficiones. En ellas encontraban sus trajes preferidos, su poesía de tricot color carne, sus mutis más aplaudidos, sus gesticulaciones habituales, sus expresiones de oropel, toda una serie de amaneramientos orientados a la reconstrucción artificial de un pretendido ambiente gitano. En ellas encontraban, en suma, un lenguaje exclusivo de las tablas, unas flores que sólo nacen en este humus falso, unos frutos que sólo maduran a la luz de la lámpara de la orquesta, una naturaleza en la que no se respira el hálito divino, sino el del apuntador, un frenesí que hace estremecer al telón, una apacible melancolía con acompañamiento de flauta, una inocencia de colorete con el vestido del vicio, sentimientos de sueIdo mensual, toques de trompeta, etc.
De esta manera ha sido cómo los actores se han emancipado de Ios poetas y hasta de la misma poesía. En sus dominios no dejaron lugar más que para la mediocridad. Pero ellos también se dan cuenta de que no hay ningún auténtico poeta que, vestido con el manto de la mediocridad, se acerque a ellos. ¡Cuántas pruebas ha tenido que pasar Herr Raupach antes de conseguir asentarse en el teatro! Y todavía hoy no está completamente seguro y le vigilan, y cuando por casualidad escribe alguna obra que no es mala en todos los aspectos, se ve obligado a dar a luz inmediatamente a una docena de engendros infernales, por miedo a ser relegado al ostracismo por los comediantes. ¿Os extrañáis de que haya dicho «una docena»? Yo os aseguro que no es exageración por mi parte. Este individuo puede escribir una docena de dramas al año, y éste es un promedio impresionante. Pero, «no es magia», dice Jantjen de Amsterdam, el famoso prestidigitador, cuando nos quedamos maravillados ante sus juegos de manos, «no es magia, sino ligereza y nada más».
Hay otra causa que ha contribuido especialmente a que Herr Raupach tenga un nombre en el mundo del teatro. Este escritor, alemán de nacimiento, ha vivido mucho tiempo en Rusia, donde se educó. Ha sido la musa moscovita la que le ha introducido en la poesía. Dicha musa, esa belleza envuelta en su piel de marta y con la graciosa nariz respingona, le ofreció a nuestro poeta, llena hasta rebosar, la copa de wodka de la inspiración, colgó de sus espaldas el carcaj cargado de ingeniosas flechas kirghisas y puso en sus manos el knut de la tragedia. Cuando empezó a descargar sus latigazos sobre nuestros corazones ¡cómo nos hizo estremecer! Quedamos maravillados ante aquella aparición venida del extranjero.
En la civilizada Alemania, el buen hombre cayó muy bien. Pero su aspecto de ogro ruso, una soltura de movimientos no exenta de cierta torpeza, un cierto estilo gruñón en su forma de actuar, todo ello dejó estupefacto al público. El espectáculo era verdaderamente original: Herr Raupach cabalgando sobre su Pegaso eslavo, un pequeño rocín, por las estepas de la poesía y llevando bajo la silla, al estilo típico baskir, sus materiales dramáticos.
Su actuación tuvo éxito en Berlín, donde, como es sabido, todo lo ruso es bien recibido. Herr Raupach logró imponerse, acertó a entenderse con los comediantes, y desde hace algún tiempo, como ya he dicho, Raupach Apolo es adorado como un Dios en el templo del arte dramático al lado de Diana Birch-Pfeiffer. Por cada acto que escribe, recibe treinta táleros, y a veces escribe obras de seis actos, dando al primero el título de «preludio».
Ya ha hecho avanzar e incluso cabalgar bajo la si11a de su Pegaso a los materiales más inverosímiles.

Ningún héroe está a salvo de un destino tan trágico. Ha logrado dominar al mismo Sigfrido, el matador de dragones ( ). La musa de la Historia alemana está desesperada. Con el dolor de una nueva Niobe contempla el miserable estado en que han quedado las nobles criaturas salidas de las manos de Raupach Apolo. ¡Oh Júpiter! ¡Ha osado poner las manos hasta en los mismos Hohenstaufen, nuestros antiguos y queridos Emperadores suabos! No fue suficiente que Friedrich Raumer ( ) los descuartizara a nivel histórico, que ahora viene Herr Rauparch y los adoba para el teatro. El buen Raupach forra las tallas de madera de Raumer con su poesía de cuero, con su piel de Rusia. El aspecto que ofrecen tales caricaturas y el mal olor que despiden nos hacen perder el aprecio a los grandes y nobles Emperadores de la patria alemana.
¿Y cómo es que la policía no impide este crimen? Quién sabe si no está ella por detrás, protegiendo el desacato. Algunas nuevas Monarquías en ascenso no ven con buenos ojos que se reavive entre el pueblo el recuerdo de las ramas imperiales tradicionales, cuyo lugar desearían ocupar ellas. Los directores artísticos de los teatros berlineses se guardarán de encargar un Barbarroja a autores como Immermann, Grabbe o Uetritz: se lo encargarán a Herr Raupach. Pero a Herr Raupach le está rigurosamente prohibido poner a un Hohenzollern bajo la silla de su Pegaso. Si alguna vez se encaprichara con semejante idea, inmediatamente se le asignaría como Helicón el edificio de la Hausvogtei ( ).
La asociación de ideas ( ) que se origina por me dio de contrastes, es la culpable de que, cuando mi intención era hablar del señor Uhland, me haya vuelto de repente a Herr Raupach y a Madame Birch-Pfeiffer.
Pero, a pesar de que esta pareja de dioses no pertenezcan por méritos propios a la Literatura —y nuestra Diana teatral pertenece a ella todavía menos que nuestro Apolo—, me vi precisado a hacer una referencia de pasada a tales personajes, ya que ellos son los representantes más genuinos del mundo teatral de hoy. De todas formas me sentí obligado, por deferencia hacia los poetas de verdad, a recordar en cuatro palabras en este libro de qué calaña son los personajes que usurpan el dominio del teatro en nuestro país.

V
Al llegar a este punto me encuentro ante una alternativa singular. No puedo dejar de comentar la colección de poemas de Ludwig Uhland, y, sin embargo, mi estado de ánimo no es ni mucho menos favorable a tal comentario. Callar podría ser interpretado en estos momentos como cobardía o incluso como perfidia, y si digo lo que siento, alguien podría acusarme de falta de amor al prójimo. De hecho, los familiares y parientes ( ) de la musa de Uhland y los vasallos de su gloria encontrarán la más cumplida satisfacción en mis palabras, que pronunciaré con la unción que hoy se me pide.
Pero también os pido que tengáis en consideración la época y el lugar en que escribo estas páginas. Hace veinte años yo era un crío, y en aquella época ¡con qué impetuosa exaltación hubiera celebrado al insigne Uhland! Por entonces captaba yo su exquisitez y brillantez acaso mejor que ahora; él estaba más próximo a mí en sensibilidad y en ideas. ¡Pero han sucedido tantas cosas desde entonces! Lo que para mí era tan grandioso, aquel carácter caballeresco y católico, aquellos caballeros que se enfrentaban en noble lid, aquellos simpáticos escuderos y virtuosas damas nobles, aquellos héroes nórdicos y trovadores, aquellos monjes y monjas, aquellos lúgubres panteones familiares, aquellos trasnochados sentimientos de renuncia con repique de campanas, el continuo lamento de melancolía, todo esto ¡qué insípido y amargo se me antoja ahora, visto en lejanía!

Verdaderamente, entonces era distinto. ¡Cuántas veces me senté sobre las ruinas del viejo castillo de Düsseldorf, junto al Rhin, y declamé para mí el más bello Lied que compusiera Uhland! ( ):
«El pastor iba de paso ()
junto al castillo del Rey.
De la almena, la princesa miró;
grande era su anhelo.

Le gritó con dulce voz:
"¡Oh, si bajara hacia ti!
¡Qué blancos son tus corderos,
qué rojas las flores mías!"
El joven respondió así:
"¡Oh, si vinieras a mí!
¡Qué rojas son tus mejillas, qué blancos los brazos tuyos!"

Cada mañana, al pasar el pastor con paso cauto, ante la almena veía
surgir su dueña amada.

Cariñoso le gritaba:
"¡Bienvenida, mi princesa!" En lo alto una voz dulce: "¡Con Dios, partorcito mío!"

Invierno huyó, y en abril
con las flores el pastor
y su rebaño volvieron.
Mas la dueña se ocultaba.

Con voz ronca le gritó:
"¡Bienvenida, mi princesa!"
Un fantasma respondió:
"¡Adiós, pastorcito mío!"»

Sentado sobre las ruinas del viejo castillo, a veces, mientras declamaba este Lied, oía cómo las sirenas del Rhin, que fluye al lado, trataban de repetir mis palabras. De las olas del río salía un quejido lastimero que decía con un pathos cómico:

«Un fantasma respondió: "¡Adiós, pastorcito mío!"»

Pero yo no me molestaba por las bromas de las sirenas, aunque oyera sus sonrisitas irónicas en medio de los pasajes más bellos de las poesías de Uhland. Entonces me agradaba creer, modestamente, que tales carcajadas iban dirigidas a mí, cuando al caer la tarde me rodeaba la oscuridad y tenía que declamar con voz más potente, para sobreponerme al miedo que me causaban las ruinas misteriosas del viejo castillo. Pues, según la leyenda, por entre las ruinas paseaba durante la noche una dama sin cabeza ( ). En ocasiones me pareció oír el ruido que producía la larga cola de su vestido de seda y el corazón me daba saltos... Esta era la época y éste el lugar en que me sentía entusiasmado por las «Poesías de Ludwig Uhland».
De nuevo tengo este libro entre mis manos. Pero desde entonces han pasado veinte años y en este intermedio he visto y leído mucho, tal vez demasiado. Ya no creo en hombres sin cabeza y el viejo fantasma ya no me asusta. La casa en la que estoy sentado leyendo se encuentra en el boulevard Mont-Martre y aquí se rompe el oleaje más fuerte del día presente, aquí se oyen las voces más potentes de los tiempos modernos. Desde mi casa oigo risas, riñas, redobles; la Guardia Nacional desfila a paso de carga; y todo el mundo habla francés.
«¿Es éste un lugar apropiado para leer poesías de Uhland? He declamado tres veces seguidas el final del poema citado anteriormente, pero ya no siento el dolor inenarrable que se apoderó de mí antaño, cuando la princesa murió y el pastor le gritó con voz ronca: « ¡Bienvenida, princesita! »
«Un fantasma respondió:
"¡Adiós, pastorcito mío! "»

Es posible también que me haya vuelto indiferente y frío para con este tipo de poesías desde que sé por experiencia que hay un amor mucho más punzante que el amor que nunca logra la posesión del objeto amado o que pierde a éste por la muerte. Es verdaderamente más doloroso tener al objeto amado día y noche en nuestros brazos y ver cómo deja de gustarnos por culpa de sus continuas discusiones y sus absurdos caprichos, de forma que rechazamos de nuestro corazón precisamente aquello que nuestro corazón ama más apasionadamente. Finalmente nos vemos obligados a llevar a la diligencia a la odiosa mujer amada y alejarla de nosotros:


«¡Adiós, princesita mía!»

Sí, más dolorosa que la pérdida por la muerte es la pérdida en vida, como cuando la amada, por ejemplo, se aleja de nosotros por culpa de un capricho absurdo e insensato, o como cuando se empeña en asistir a una fiesta a donde ningún hombre decente puede acompañarla, o como cuando, ataviada con los vestidos más llamativos y presumida como un pavo, echa el brazo al primer sinvergüenza que encuentra y te da la espalda...

« ¡Adiós, pastorcito mío!»

Posiblemente al mismo señor Uhland no le han ido las cosas mejor que a nosotros. Su estado de ánimo también tiene que haber experimentado alguna variación. Desde hace veinte años no ha lanzado al mercado ninguna poesía de nueva creación, con contadas excepciones. No creo que este gran genio poético haya sido dotado tan mezquinamente por la naturaleza y que sólo haya gozado de una única primavera. No, el enmudecimiento de Uhland tiene para mí, más bien, otra explicación: las contradicciones entre la inclinación de su musa y las exigencias de su posición política. El poeta de tonos elegíacos, que acertó a cantar en baladas y romances de gran belleza el pasado feudal católico, el Ossian de la Edad Media, a partir de entonces se convirtió en un celoso representante de los derechos del pueblo y en un intrépido portavoz de la igualdad social y de la libertad de espíritu desde su puesto en la Dieta de Württemberg ( ).

Que esta posición política democrática y protestante era en él un convencimiento auténtico, queda patente al comprobar el alto precio que, en su misma persona, tuvo que pagar el señor Uhland a cambio. Si anteriormente había recibido los laureles de poeta, ahora se le impuso la corona de roble de la probidad cívica. Pero, precisamente por su acercamiento y estima de los tiempos modernos, se vio imposibilitado para cantar de nuevo con el mismo entusiasmo que antes la canción tradicional de los tiempos antiguos. Y como su Pegaso sólo era un rocín que reculaba de buen gusto hacia el pasado, pero que se detenía testarudo cuando tenía que caminar para adelante hacia la vida moderna, el buen Uhland tuvo que apearse sonriente, desensillar y llevar al establo al sumiso jamelgo. Allí se encuentra hasta el presente, y, como su colega el caballo Bayardo, está adornado de todas virtudes posibles; sólo tiene un defecto: está muerto.
A observadores más atentos que yo no se les escapará seguramente que el corpulento rocín, engalanado con sus blasones llamativos y sus orgullosos penachos, nunca hizo juego con su burgués jinete, que calzaba zapatos con medias de seda, en lugar de botas con espuelas de oro, y que sobre su cabeza, en lugar del casco, llevaba puesto el birrete de Doctor por Tubinga. Estos mismos observadores creen haber descubierto que Ludwig Uhland no pudo nunca estar completamente de acuerdo con el tema de su producción literaria; que no reproduce en toda su verdad idealizada los tonos ingenuos y a la vez revulsivamente enérgicos de la Edad Media, sino que los diluye en una melancolía enfermiza y sentimental; que ha amañado, quitándoles vigor, los tonos potentes de las leyendas heroicas y de las tonadas populares, con el fin de presentarlas de forma digestible por el público moderno.
Y es verdad que si se examinan detenidamente las figuras femeninas de la poesía de Uhland, se descubre que no son sino bellas sombras, rayos de luna corporeizados, seres por cuyas venas corre horchata y cuyos ojos están empañados por las lágrimas, pero lágrimas sin sal. Si se comparan los caballeros de Uhland con los caballeros de los poemas antiguos, nos producen la impresión de que constan simplemente de armaduras tras las cuales se ocultan flores, en lugar de carne y huesos. Los caballeros de Uhland tienen, para las narices delicadas, un olor más atrayente que los antiguos guerreros, que llevaban fuertes calzas de hierro, comían como ogros y bebían más que una cuba.
Mas no hay por qué ver defecto en ello. Uhland no se propuso en manera alguna mostrarnos una copia exacta del pasado germano; su intención fue, quizá, deleitarnos proyectando un reflejo de ese pasado. Y él prestó de buen gusto el espejo de su espíritu para que se reflejara aquél. Desde este punto de vista es posible que sus poesías adquieran un atractivo especial y se ganen la simpatía de muchos individuos sanos y de bien.
Los cuadros del pasado ejercen su encanto incluso sobre el conjuro más lánguido. Hasta los hombres que han tomado decididamente partido por los tiempos modernos, guardan siempre una simpatía oculta para con las tradiciones de las épocas pasadas; asombrosamente son estas voces fantasmales las que más dentro nos llegan, incluso en sus ecos más debilitados. Nada tiene, pues, de extraño que las baladas y romances de nuestro insigne Uhland encuentren la mayor acogida no sólo entre los patriotas de 1813, entre los adolescentes melancólicos o entre doncellas enamoradizas, sino también entre algunos adultos bien crecidos y con ideas nuevas en la cabeza.
Al citar el término «patriotas» he añadido el año 1813 para distinguirlos de los amigos de la patria actuales, que ya no viven de los recuerdos de las llamadas Guerras de Liberación. Aquellos viejos patriotas tienen que encontrar en la musa de Uhland un consuelo infinito, pues la mayoría de sus poesías están preñadas del espíritu de su época, una época en que ellos mismos vivían despreocupados, pendientes de sus impulsos de juventud y de sus nobles esperanzas. Fueron capaces de transmitir esta predilección por las poesías de Uhland a sus coetáneos menos concienciados y la juventud creyó aumentar su dosis de patriotismo atiborrándose de poemas de Uhland mientras competía deportivamente en torneos. En Uhland encontraron canciones tan buenas o mejores que las que pudieran componer Max von Schenkendorf y Ernst Moritz Arndt ( ).
Y es que, efectivamente, qué descendiente del valiente Arminio y la rubia Thusnelda ( ) no se entusiasmará al oír la poesía de Uhland ( ):

«¡Adelante! ¡Siempre adelante! ().
Rusia dio la voz de alerta:
¡Adelante!


Prusia recogió la antorcha
con orgullo la transmite: ¡Adelante!
¡Despierta, Austria fuerte!
¡Adelante! ¡Sigue a los demás!
¡Adelante!
¡Despierta, Sajonia antigua!
¡Siempre adelante, codo con codo!
¡Adelante!
¡Baviera, Hassen, no cejéis!
Suabia, Franconia, ¡hacia el Rhin!
¡Adelante!
¡Adelante, Holanda, Países Bajos!
¡Empuñad la espada de la libertad!
 ¡Adelante!
¡Bienvenida seas, Confederación Helvética!
Alsacia, Lorena, Borgoña,
 ¡Adelante!
¡Adelante, Inglaterra, España!
¡Dad la mano a los hermanos! ¡Adelante!
200    201

¡Adelante, siempre adelante!
¡Boguemos a favor del viento!
¡Adelante!
"Adelante" lleva por nombre un Mariscal ( ).
¡Adelante, combatientes!
¡Adelante!»
Los hombres de 1813 —lo repito— encuentran en las poesías de Uhland una reproducción del espíritu de su tiempo, fiel a éste hasta en sus detalles más queridos, y no sólo del espíritu político, sino también del moral y del estético. Uhland representaba todo un período; y lo representa casi en solitario, pues los otros representantes han caído en el olvido y en él se resumen todos los demás escritores. El tono que domina los Lieders, baladas y romanzas de Uhland, era el tono de sus contemporáneos románticos; alguien de ellos ha producido si no algo de mayor calidad, sí por lo menos algo comparable a lo mejor de Uhland.
Este es el lugar propio para ensalzar a aquel escritor de la Escuela Romántica que, como acabo de decir, ofrece una gran semejanza con Uhland en cuanto a tema y tonalidad y que no se queda a la zaga en categoría poética, si bien se distingue de aquél por una mayor vacilación en la forma externa. El barón de Eichendorff es un poeta verdaderamente exquisito. Los Lieders que ha intercalado en su novela «Presentimiento y Presente» no se diferencian en nada de los de Uhland, y precisamente de los mejores de éste. Tal vez la única diferencia consista en la frescura silvestre y en la verdad cristalina de las poesías de Eichendorff, características ambas más acentuadas en éste que en Uhland.
Justinus Kerner ( ), un autor casi desconocido, tiene méritos sobrados para que le alabemos aquí. También él compuso en idéntica tonalidad y tesitura Lieders de buena factura. Kwerner es paisano de Uhland.

Lo mismo podemos decir de Gustav Schwab ( ), un poeta más conocido, también procedente de la región de Suabia, que cada año nos refresca con sus bellas y olorosas canciones. Posee un talento especial para la balada y se ha servido de esta forma poética para cantar jovialmente las tradiciones de los antepasados.
También tenemos que hacer un sitio para Wilhelm Müller ( ), poeta que la muerte nos arrebató en plena juventud. Su nombre suena íntimamente unido al da Uhland en la labor de reproducción de la canción popular; incluso me atrevería a decir que, en este campo, el joven poeta es más afortunado y supera en naturalidad a Uhland. Se familiarizó más intensamente con el espíritu de las canciones antiguas y por ello no se vio forzado a imitarlas en su forma externa; por este mismo motivo podemos delatar en sus poemas una acomodación más libre de las transiciones y una inteligente eliminación de todo tipo de giros y expresiones anticuadas.
Debo, igualmente, traer a la memoria el recuerdo del fallecido Wetzel ( ), un poeta totalmente olvidado hoy día. Muestra también bastantes afinidades electivas con nuestro insigne Uhland y en algunas canciones que conozco de él supera a éste en dulzura y en ritmo interno. Estas canciones, mitad flor, mitad mariposa, exhalaron su perfume y revolotearon en uno de Ios primeros números de «Urania», de la casa Brockhaus ( ).
Clemens Brentano ha compuesto la mayor parte de sus canciones en la misma tonalidad y tesitura que el señor Uhland, como es natural. Ambos autores crearon a partir de la misma fuente, la leyenda popular, y nos ofrecen la misma bebida; sólo el vaso, la forma, es más perfecta en Uhland.
De Adalbert von Chamisso no es este el lugar apropiado para hablar. A pesar de ser contemporáneo de la Escuela Romántica, de la que formó parte en cierta medida, en los últimos años su corazón se ha rejuvenecido en tal medida, que adquirió tonalidades completamente nuevas y se ha convertido en uno de los poetas modernos con más autenticidad y empuje. En la actualidad su nombre está más ligado a la nueva Alemania que a la antigua. En las canciones de su primera época, con todo, corre el mismo aroma que en las poesías de Uhland, el mismo tono, el mismo colorido, la misma nostalgia, las mismas lágrimas. Las lágrimas de Chamisso son, quizá, más emotivas, debido a que brotan de un corazón más viril, como arroyo que mana de una roca.
Las poesías que Uhland compuso en estrofas tomadas de las literaturas románicas son muy similares a los sonetos, versos asonantes y octavas rimas de sus colegas de la escuela romántica, tanto en la forma como en el fondo. Pero, como ya hemos dicho, la mayor parte de los contemporáneos de Uhland han caído en el olvido, igual que sus poesías. Algunas de éstas pueden encontrarse todavía rebuscando en colecciones empolvadas, tales como el «Bosque poético», el «Itinerario de Cánticos», en algunos Almanaques femenino so de las musas editados por el señor Fouqué o el señor Tieck, en revistas antiguas, como «Soledad Confortadora» o «Vara Mágica», dirigida por Heinrich Straube y Rudolf Christiani, en los periódicos de aquella época, y Dios sabe dónde más.
Uhland no es el padre de ninguna escuela, como pueden serlo Goethe, Schiller o cualquier otro en cuya personalidad sobresaliera con voz propia algún tono y éste encontrara eco de alguna forma en las poesías de sus contemporáneos. Uhland no es el padre, sino que él mismo es hijo de una escuela que le legó un tono que no le pertenecía a ella originalmente, sino que ella redescubrió excavando en las posesiones de otros poetas más antiguos. Como contrapeso a esta falta de originalidad, de novedad auténtica, Uhland ofrece una serie de perfecciones tan estimables como poco corrientes. El es el orgullo de la afortunada patria suaba y todos los compatriotas de habla alemana se congratulan de este noble y auténtico temperamento poético. En él se resumen la mayoría de sus colegas líricos de la Escuela Romántica, a la que en la actualidad el público ama y venera en la persona de este único individuo. Y nosotros le honramos y amamos tal vez más íntimamente ahora que estamos preparando nuestra ruptura definitiva con él.
¡Ay! No es por propia y gozosa iniciativa por lo que Alemania se pone en movimiento. Se mueve obedeciendo a rastras a la ley de la necesidad. ¡La recatada, la pacífica Alemania! Vuelve melancólica la vista al pasado que deja a sus espaldas, se inclina todavía una vez, rendida por la emoción, ante los buenos tiempos pasados que nos contemplan con su lívida palidez desde las poesías de Uhland, y se despide con un beso.
Otro beso por mi parte, ¡incluso una lágrima! Pero no perdamos el tiempo en sentimentalismos ociosos...
«¡Adelante, siempre adelante!
Francia dio la voz de alerta:
¡Adelante!»
VI ( )
«Cuando muchos años después el Emperador Otón III visitó la tumba en la que reposan los restos de Carlomagno, descendió a la cripta acompañado de dos obispos y del Conde de Laumel (que es quien relató este hecho). El cadáver no estaba en posición horizontal, como los demás cadáveres; estaba sentado, como se sienta una persona viva en una silla. Sobre la cabeza tenía una corona de oro, en sus manos reposaba el cetro, las uñas de los dedos habían agujereado los guantes que recubrían sus manos y habían crecido. La cúpula estaba recubierta y reforzada con mármol y yeso. Para entrar dentro hubo que abrir un orificio; una vez dentro, se respiraba un olor penetrante. Todos doblaron a una la rodilla y dispensaron al muerto las debidas reverencias. El Emperador Otón le cubrió con una túnica blanca, le cortó las uñas e hizo restaurar cualquier defecto que encontraran. Los miembros se encontraban en buen estado, excepto la punta de la nariz, en la que había una falta; mandó recomponerla en oro. Por último, cogió un diente de la boca de Carlomagno, hizo recubrir de nuevo la cúpula y se marchó. Aquella noche se le apareció en sueños Carlomagno y le anunció: «El Emperador Otón no llegará a viejo y no dejará tras sí herencia alguna.»
Este es el relato que refieren las «Leyendas Alemanas» ( ). Pero no es el único ejemplo de un suceso semejante. También vuestro rey Francisco ( ) mandó abrir la tumba del famoso Rolando, para ver con sus propios ojos si este héroe era de una estatura tan gigantesca como cantan los poetas. Este hecho tuvo lugar poco antes de la batalla de Pavía. Sebastián de Portugal mandó abrir el panteón de sus antepasados y vio a los reyes fallecidos, antes de emprender viaje al África.
¡Extraña y horrenda curiosidad la que con tanta frecuencia impulsa a los hombres a contemplar las tumbas del pasado! Esto sucedió en períodos extraordinarios, al final de una época o con anterioridad a una catástrofe.
En nuestros días hemos experimentado un fenómeno parecido. Había un gran Soberano, el pueblo francés, al que de repente se le antojó abrir la tumba del pasado y ver a la luz del día las épocas ya hace tiempo sepultadas y olvidadas. No faltaron hábiles sepultureros que, provistos de pico y pala, se pusieron inmediatamente a trabajar y consiguieron remover los escombros y abrir la gruta. Salió un fuerte aroma que cosquilleó placenteramente, como un «hautgout» gótico, aquellas narices insensibles a la esencia de rosas. Los escritores franceses se inclinaron reverentes ante la Edad Media descubierta. Uno la cubrió con una túnica nueva, otro le cortó las uñas, un tercero recompuso su nariz; por último, vinieron algunos poetas que arrancaron los dientes a la Edad Media: todo idéntico a la conducta del Emperador Otón.
Lo que no sé es si el espíritu de la Edad Media se apareció en sueños a estos ladrones de dientes y profetizó el fin inmediato de todo su dominio romántico. Traigo a cuento este fenómeno acaecido en la Literatura francesa simplemente por un motivo y éste es que me interesa dejar suficientemente claro que, al referirme en términos airados, y a veces los he empleado en este libro, a un fenómeno de características similares que tuvo lugar en Alemania, no corre por mi cabeza la idea de abrir las hostilidades contra la Literatura francesa ni con ataques directos ni de una manera solapada.
Los escritores que en Alemania hicieron salir de su tumba a la Edad Media tenían intenciones muy diferentes, como puede deducirse de la lectura de estas páginas, y la atracción que ejercieron sobre la gran masa era una amenaza para la libertad y la felicidad de mi patria. Los escritores franceses, por el contrario, se movían sólo por motivaciones de índole artística y . el público francés buscaba simplemente satisfacer su curiosidad, suscitada de improviso.
La gran mayoría del público francés se acercó a contemplar las tumbas únicamente con la intención de proveerse de un traje interesante para el Carnaval. La moda del gótico era en Francia todavía eso, una moda, y servía para aumentar el placer del momento actual. La gente llevaba el pelo largo, como en la Edad Media, y cuando el peluquero les insinuó que así no iban bien, se cortaron el pelo junto con las ideas medievales que iban incluidas en él.
¡Ay! En Alemania no sucedió así. Acaso porque allí la Edad Media no está muerta y corrompida por completo como en Francia. La Edad Media alemana no yace descompuesta en la tumba; a veces revive en algún odioso fantasma y sale a la calle a plena luz del día y nos chupa la vida roja de nuestro pecho.
¡Ay! ¿No véis qué triste y pálida es Alemania y la juventud alemana, que no hace mucho rebosaba alegría y exaltación? ¿No véis cómo sangra la boca del Vampiro Delegado, que tiene su residencia en Frankfurt ( ) y allí chupa poco a poco el indiferente corazón del pueblo alemán, produciendo un espectáculo horripilante?

Todas las indicaciones que he hecho, referidas en general a la Edad Media, tienen una aplicación muy especial a la religión medieval. La más elemental nobleza me exige hacer una clara diferenciación entre un partido que en este país lleva el nombre de católico y aquellos otros camaradas dignos de lástima que en Alemania llevan la misma denominación. Sólo a estos últimos me he referido en estas páginas y, por cierto. en términos que siempre me han parecido demasiado moderados.
Estos tales son los enemigos de mi patria, un grupo de canallas y rastreros, santurrones, embusteros y de una cobardía sin par. Esta chusma conspira en Berlin, conspira en Munich, y según vas paseando poi el bulevard Mont Martre, de repente sientes el golpe en el talón. Pero nosotros les pisoteamos la cabeza, como a la antigua serpiente. Son el partido de la mentira, los esbirros del despotismo y los restauradores de todas las miserias, de todos los horrores y de todas las locuras del pasado.
El partido que aquí se denomina católico y cuyos dirigentes pertenecen a los escritores más inteligentes de Francia se diferencia de aquéllos como el día de la mañana. Si bien no son nuestros compañeros de armas, luchamos, sin embargo, por un interés común, el interés de la Humanidad. Estamos unidos en el amor a la Humanidad; sólo nos diferenciamos cuando tratamos de definir qué es lo que conviene a la Humanidad. Ellos creen que la Humanidad sólo está necesitada de consuelo espiritual; nosotros, al contrario, pensamos que lo que necesita es bienestar corporal. Si el partido católico francés, con un desconocimiento total de su propio carácter, se presenta como el partido del pasado, como los restauradores de la fe del pasado, entonces nos vemos obligados a abrirles los ojos para que vean la debilidad de su propia posición.
El siglo XVIII se tomó tan en serio el «Ecrasez l'infáme» voltairiano que minó las bases del Catolicismo en Francia, de forma que apenas ha quedado rastro de esa religión y todo aquel que intenta restaurar el Cacatolicismo en Francia predica una religión totalmente nueva. Cuando hablo de Francia estoy pensando en París, no en provincias. La provincia piensa exactamente lo mismo que piensan nuestras piernas: la cabeza es la sede de nuestras ideas. Alguien me ha dicho que los franceses de provincias eran buenos católicos; no tengo elementos de juicio ni para corroborar ni para negar esta afirmación. Los hombres que he encontrado en provincias parecían todos piedras miliarias que llevaban grabada en la frente su mayor o menor distancia de la capital.
Las mujeres provincianas buscan, quizá, consuelo en el Cristianismo porque no pueden vivir en París. En el mismo París el Cristianismo ha dejado de existir desde la Revolución Francesa, y anteriormente a la Revolución ya había perdido en esta ciudad, en la práctica, todo poder de atracción. En un apartado rincón de la iglesia yacía el Cristianismo al acecho, como una araña y de vez en cuando daba un brusco salto, cuando podía atrapar algún niño en la cuna o algún anciano en el ataúd.
El francés, efectivamente, sólo en dos ocasiones caía en manos del sacerdote católico: cuando venía al mundo y cuando abandonaba este mundo; durante todo el perfodo de tiempo limitado por estas dos fechas permanecía cuerdo y se reía del agua bendita y de los óleos. ¿Significa este estado de cosas algún dominio por parte del Catolicismo? Precisamente debido a que había desaparecido completamente del territorio francés, esta religión, gracias al atractivo de la novedad, pudo ganarse a algunos espíritus abnegados durante el reinado de Luis XVIII y de Carlos X.
En esta época el Cristianismo era algo tan inusitado, algo tan fresco, algo tan sorprendente... La religión que había imperado en Francia durante el período inmediatamente anterior era la mitología clásica, y esta hermosa religión era la que había sido predicada al pueblo por sus escritores, poetas y artistas, predicación en la que tuvieron tanto éxito que a finales del siglo pasado los franceses estaban cortados según un patrón completamente pagano, tanto en la forma de actuar como en la forma de pensar.
La religión clásica conoció su apogeo mientras duró la Revolución; no se trató de una imitación al modelo alejandrino, París fue una continuación natural de Atenas y Roma. Al llegar el Imperio decayó este espíritu clásico antiguo, el predominio de los dioses griegos quedó reducido al campo del teatro, y la virtud romana pasó a aposentarse exclusivamente en el campo de batalla; apareció una nueva fe, que se resumía en un nombre sagrado: ¡Napoleón!
Esta es la religión que reina todavía hoy en el pueblo. Se equivoca, pues, quien diga que el pueblo francés es irreligioso, ya que no cree en Cristo y en sus santos. Hay que decir, más bien, que la irreligiosidad de los franceses consiste en que actualmente creen en un hombre, en vez de creer en los dioses inmortales. Hay que decir: la irreligiosidad de los franceses consiste en que no creen en Júpiter, ni en Diana, ni en Minerva, ni en Venus. Este último punto es dudoso; por lo que yo sé, las francesas no han dejado nunca de ser ortodoxas en lo que a Gracias se refiere.
Espero que no se interpretarán erróneamente estas observaciones. Las he hecho precisamente con la intención de evitar al lector de este libro cualquier interpretación maliciosa ( ).



EPÍLOGO
Sentiría mucho que fueran malinterpretadas las someras indicaciones que se me escaparon con relación al gran ecléctico ( ). Sinceramente, está lejos de mí cualquier intento de empequeñecer la figura de Víctor Cousin. Los títulos de este afamado filósofo me obligan a los mayores elogios. Pertenece a ese Panteón de los vivos francés que llamamos Pairie ( ), y sus huesos, rebosantes de ingenio y ciencia, descansan en los bancos de terciopelo del Luxembourg.
Es, además, un espíritu inquieto y no ama cualquier objeto baladí que un francés cualquiera pueda amar, como por ejemplo a Napoleón. Tampoco le gusta Voltaire, al que, por cierto, ya es más difícil admirar. No, el corazón del señor Cousin intenta siempre lo más difícil: le gusta Prusia. Sería el mayor de los sinvergüenzas si intentase empequeñecer una figura tan digna, sería un portento de desagradecimiento..., pues yo mismo soy prusiano. ¿Quién nos iba a querer, si el gran corazón de Víctor Cousin no continuara con vida?
Me veo obligado a reprimir violentamente todo sentimiento privado que pudiera inducirme a un entusiasmo exacerbado. Tampoco me gustaría ser tachado de servilismo, pues es un hecho cierto que el señor Cousin es muy influyente en el Estado gracias a su posición y a su oratoria. Esta consideración podría incluso animarme a hablar con la misma franqueza de sus defectos y de sus virtudes. ¿Creéis que él mismo iba a reprochármelo? Estoy seguro de que no.

Estoy convencido de que la mejor manera de honrar a los grandes personajes es sacar a la luz sus defectos con la misma escrupulosidad que sus virtudes. Para ensalzar a un Hércules no hay por qué callar que en una ocasión se desprendió de la piel de león y se sentó a la rueca ( ). ¡Nunca dejó, sin embargo, de ser Hércules! Si hacemos del señor Cousin un relato semejante, tenemos que añadir, para hacerle justicia: el señor Cousin, aunque en alguna ocasión se sentó a la rueca, dando rienda suelta a la lengua, nunca se desprendió, sin embargo, de la piel de león.
Estirando todavía más la comparación con Hércules, podemos traer a cuento otra diferenciación también favorable al francés. El pueblo atribuyó al hijo de Alcmene aquellos trabajos que ya habían sido realizados por diferentes contemporáneos suyos; muy al contrario, los trabajos del señor Cousin son tan colosales, tan extraordinarios, que el pueblo nunca pudo imaginarse que fuera capaz de realizarlos un individuo él sólo, y se originó la leyenda de que los trabajos que han sido publicados como suyos en realidad pertenecen a diferentes personajes contemporáneos suyos.
Algo semejante terminará por ocurrirle algún día a Napoleón. Hoy día nos es difícil ya entender cómo un héroe fue él sólo capaz de realizar tantas y tan extraordinarias acciones. Al gran Víctor Cousin se le reprocha el haber sabido explotar a talentos desconocidos y publicar los trabajos de éstos como si fueran suyos propios. De igual modo algún día se dirá del pobre Napoleón que no fue él, sino Dios sabe quién, acaso el señor Sebastiani ( ), quien ganó las batallas de Marengo, Austerlitz y Jena.
Los grandes hombres muestran su genio y efecti vidad no sólo en sus acciones, sino también en su misma existencia personal. A este respecto hay que alabar al señor Cousin sin ningún tipo de reservas. Aquí se muestra nuestro autor en toda su gloria impoluta. Con su ejemplo personal contribuyó enormemente a la destrucción de un prejuicio que ha sido tal vez el causante de que la mayoría de sus compatriotas no se entregaran con pasión al estudio de la Filosofía, ocupación a la que nunca se prestará la atención que se merece.
En Francia, efectivamente, era opinión común que el estudio de la Filosofía convertía a uno en inútil para la vida práctica; que con las especulaciones metafísicas se perdía el sentido para las especulaciones industriales y que si se quería llegar a ser un buen filósofo había que renunciar al atractivo de cualquier puesto dentro de la sociedad y vivir en la pobreza más ingenua y alejado de toda intriga. El señor Cousin se ha encargado de derribar esta barrera, que a tantos franceses mantuvo alejados del terreno de la especulación, y ha mostrado con su ejemplo personal que se puede ser un filósofo inmortal y al mismo tiempo un Pair-de-France de por vida.
No faltan voltairianos que afirman que este fenómeno tiene una explicación sencillísima: de estas dos facetas del señor Cousin sólo la última ha podido ser constatada. ¿Hay una explicación más cruel, menos cristiana? ¡Sólo a un voltairiano se le podría ocurrir semejante frivolidad!
Mas, ¿qué gran hombre hay que haya estado libre de las chuflas de sus contemporáneos? ¿Han respetado los atenienses con sus epigramas áticos al gran Alejandro? ¿No han dedicado los romanos sus versos satíricos a la figura de César? ¿No han compuesto los berlineses pasquines difamatorios contra Federico el Grande? Cousin tiene que arrostrar el mismo destino que hizo frente a Alejandro, César y Federico y que se enfrentará a muchos grandes hombres en el centro de París. Cuanto más grande es un hombre, mejor diana ofrece a la flecha de la burla. Los enanos son un blanco difícil de acertar.
La masa, sin embargo, el pueblo, no es muy amigo de la burla. El pueblo, como el genio, como el amor, como el bosque, como el mar, es de naturaleza más seria, desconoce el malicioso humor de salón y está inclinado a explicar los grandes fenómenos de una forma más sentimental y mística. Todas sus interpretaciones conllevan un carácter poético, maravilloso, legendario. El virtuosismo de Paganini con el violín sólo tiene a los ojos del pueblo una explicación: este músico dio muerte a su amada por celos y tuvo que pasar por ello muchos años en la cárcel, donde tenía como única distracción un violín con el que practicaba incansablemente día y noche, hasta que adquirió un dominio insuperable de este instrumento.
El virtuosismo filosófico de Cousin sólo tiene para el pueblo una explicación semejante y se cuenta lo siguiente: los gobiernos alemanes creyeron ver en una ocasión en nuestro gran ecléctico a un libertario exaltado y le encarcelaron ( ). En la cárcel no llegó a sus manos otro libro que la «Crítica de la Razón Pura», de Kant, y por aburrimiento se enfrascó en el estudio de este libro; de esta forma adquirió aquel virtuosismo en la filosofía alemana que posteriormente le acarrearía tantos aplausos en París, al ser capaz de exponer en público los pasajes más difíciles de la misma.
Es ésta una historia popular llena de elementos fantásticos y aventureros, como la de Orfeo, la de Balaán, el hijo de Boer, la de Kvásir el Sabio ( ), la de Buda y la de tantos héroes que cada siglo produce, hasta llegar finalmente al nombre de Cousin, aureolado de un significado simbólico; los mitólogos no ven ya en Cousin un individuo real, ven en él la personificación del mártir de la libertad que, arrojado a la mazmorra, busca consuelo en la ciencia, en la «Crítica de la Razón Pura»; algún Ballanche (  ) venidero verá en él acaso una alegoría de su época, una época en que la crítica y la razón pura y la ciencia no encontraron otro acomodo que la mazmorra.
Por lo que se refiere a la verdadera historia del encarcelamiento del señor Cousin, hay que decir que no hunde sus raíces en el reino de la alegoría. De hecho estuvo encarcelado durante algún tiempo en una prisión alemana, acusado de demagogia, lo mismo que Lafayette y que Ricardo Corazón de León. Con todo, hay que poner en duda que el señor Cousin haya leído durante sus horas de ocio carcelario la «Crítica de la Razón Pura», de Kant, y esto por tres motivos. Primero: este libro está escrito en alemán. Segundo: hay que saber alemán para poder leer este libro. Tercero: el señor Cousin no sabe alemán.
Esto último no lo he dicho como reproche, ni mucho menos. La grandeza del señor Cousin queda mejor remarcada si se observa que ha sido capaz de dominar la filosofía alemana sin entender el idioma en que esa filosofía se enseña. ¡Cuántos palmos nos saca este genio a los demás comunes mortales, que sólo a costa de grandes esfuerzos entendemos dicha filosofía, a pesar de estar familiarizados con el lenguaje alemán desde niños!
Siempre nos estará vedado penetrar en el ser íntimo de un genio como éste. Es una de esas naturalezas intuitivas a las que Kant atribuye el conocimiento espontáneo de las cosas en su totalidad, en contraposición a las demás naturalezas, generalmente analíticas y que sólo sabemos captar las cosas en secuencia y a través de la combinación de elementos aislados ( ). Kant ya parece haber intuido que alguna vez aparecerá algún individuo semejante que será capaz de comprender, con una visión puramente intuitiva, incluso su «Crítica de la Razón Pura» sin haber aprendido alemán de una forma discursivo-analítica.
Es posible, sin embargo, que los franceses posean una organización mental más perfecta que nosotros, los alemanes. A veces he notado que cuando se trata de una doctrina, de una investigación o de una opinión científica no les es necesario más que una somera iniciación, y ellos saben combinar y reelaborar en su espíritu esa iniciación con tal maestría que terminan captando el tema mucho mejor que nosotros y son capaces de adoctrinarnos sobre nuestra propia ciencia.
En algunas ocasiones me asalta la idea de comparar los cerebros de los franceses con sus cafeterías, bien pertrechadas interiormente de espejos, de forma que cualquier idea que les llega a la cabeza se refleja en ella de infinitas maneras. Es ésta una instalación óptica, merced a la cual hasta las cabezas más estrechas y mezquinas parecen amplias y brillantes. Estas cabezas brillantes, igual que las cafeterías, todavía más relucientes, deslumbran generalmente al pobre alemán que viene por primera vez a París.
Me temo que de las aguas calmas del elogio me estoy adentrando en el mar proceloso del reproche. Efectivamente, hay una circunstancia que me obliga imperiosamente a censurar con dureza al señor Cousin. Es ello que un personaje como él, más amigo de la verdad que de Platón y Tennemann ( ), comete una injusticia con su persona y se engaña a sí mismo al intentar hacernos creer que es mucho lo que ha tomado prestado de la filosofía de los señores Schelling y Hegel.
Ante semejante autoacusación me veo obligado a salir en defensa de Cousin. Me atrevería a jurar que este individuo, modelo de honradez, no se ha manchado las manos robando nada a la filosofía de Schelling y Hegel. Si se ha llevado a casa algún recuerdo de estos dos filósofos, seguro que lo hizo por amistad. Esto le honra. Casos de falsas autoacusaciones como ésta son muy corrientes en la Psicología. Conocía a un individuo que decía de sí mismo: he robado cubiertos de plata de la mesa del rey; y todos sabíamos que el pobre diablo no tenía acceso a palacio y que se acusaba de este robo de cubiertos para hacernos creer que había asistido a una recepción de palacio.
No, el señor Cousin ha guardado siempre el sexto mandamiento con relación a la filosofía alemana ( ). En esta casa no se ha metido en el bolso ni una sola idea; más aún, ni una sola cucharilla de azúcar filosófica. El testimonio de todos los testigos, sin excepción, coincide en que a este respecto, y digo a este respecto, el señor Cousin es la honradez personificada. Y no son sólo sus amigos, sino también sus contrincantes, los que lo testifican.
Los «Anales berlineses de la crítica científica» del presente año, por ejemplo, contienen uno de estos testimonios. Dado que el autor de este documento, el gran Heinrichs ( ), no es precisamente ningún adulador y sus palabras son por ello tanto menos sospechosas, tengo la intención de comentar detalladamente en otra ocasión el artículo en cuestión ( ). Creo que merece la pena liberar a un gran hombre de una acusación grave, y sólo por este motivo aduzco el testimonio de los «Anales berlineses», que, por otro lado, me producen cierto desagrado por el tono zumbón que adoptan al hablar de Cousin. Y es que, como ya ha quedado patente a lo largo de estas páginas, soy un ferviente admirador del gran ecléctico y no he desperdiciado ocasión para compararle con todos los grandes personajes, con Hércules, Napoleón, Alejandro, César, Federico, Orfeo, Balaán el hijo de Boer, Kvásir el Sabio, Buda, Lafayette, Ricardo Corazón de León y Paganini.
Posiblemente sea el primero en unir a estos nombres grandiosos el de Cousin. «Du sublime au ridicule il n'y a qu'un pas!», dirán sus enemigos, sus frívolos enemigos, los voltairianos para los que no hay nada sagrado, que no tienen religión y que nunca podrán crer en el señor Cousin. Pero no creo que sea la primera vez que una nación aprenda a valorar a sus grandes hombres gracias a un extranjero. Creo que tengo derecho a que se me reconozca en Francia el mérito de haber reivindicado el valor de Cousin para el presente y su significado para el futuro. He mostrado cómo el pueblo le engalana de poéticos adornos en vida y cuenta de él cosas maravillosas. He mostrado cómo nuestro autor se pierde en el reino de la fábula y cómo vendrá el día en que el nombre de Víctor Cousin será un mito. «Actualmente ya es una fábula», murmuran maliciosos los voltairianos.
¡A vosotros, a Ios difamadores del Trono y del Altar, a los impíos, a vosotros que, como dice Schiller (  ), «gustáis de ennegrecer lo que brilla y enlodar lo más excelso», yo os profetizo que la fama del señor Cousin, como la Revolución Francesa, se extiende por todo el mundo! De nuevo oigo un chiste malicioso: Sí, la fama del señor Cousin da la vuelta al mundo y ya ha salido de Francia.

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