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martes, 1 de junio de 2010

Caudillos de la Revolución Mexicana -1-

Enrique Krauze
 
BIOGRAFIA DEL PODER
Caudillos de la Revolucion Mexicana

CONTRAPORTADA.

Cierto momento de la historia de México pareció reconciliar pasado, presente y futuro: la Revolución mexicana (1910-1949); en realidad, expresaba la tensión de un país desgarrado entre su cultura tradicional (indígena, católica, española) y una apremiante vocación de modernidad.
A diferencia de otras revoluciones, la mexicana se organizó en torno a los carismáticos personajes que la guiaron: el espiritista Madero, prefiguración mexicana de Gandhi; el legendario Zapata, anarquista natural en busca de un paraíso mítico; el terrible Pancho Villa, sediento de sangre y justicia; el patriarca Carranza, que encauzó la lucha por vías constitucionales; el invicto general Obregón, enamorado de la muerte; el severo general Calles, reformista implacable, enemigo de la iglesia Católica, y el humanitario presidente Lázaro Cárdenas, militar con sayal de franciscano. A todos los impulsaba una similar vocación mesiánica, el deseo de liberar, educar, proteger, redimir al pueblo. Esta actitud, tan tentadora como peligrosa, no ha muerto. En México, la Revolución conserva todavía un prestigio mítico, un aura religiosa. El pasado no ha pasado; entenderlo es la única manera de superarlo.











Villa cabalga todavía en el norte, en canciones y corridos; Zapata muere en cada feria popular; Madero se asoma a los balcones agitando la bandera nacional; Carranza y Obregón viajan aún en aquellos trenes revolucionarios, en un ir y venir por todo el país, alborotando los gallineros femeninos y arrancando a los jóvenes de la casa paterna.
Todos los siguen: ¿adonde? Nadie lo sabe.
Es la Revolución, la palabra mágica, la palabra que va a cambiarlo todo y que nos va a dar una alegría inmensa y una muerte rápida. Por la Revolución el pueblo mexicano se adentra en sí mismo, en su pasado y en su sustancia, para extraer de su intimidad, de su entraña, su filiación.
Octavio Paz, El laberinto de la soledad El paisaje mexicano huele a sangre.
Eulalio Gutiérrez




AGRADECIMIENTOS Biografía del poder fue escrita entre 1982 y 1986, y publicada originalmente en 1987. La actual versión, corregida, anotada y aumentada, se preparó en 1996. Fueron muchas las personas que contribuyeron a la obra en esos dos periodos. Margarita de Orellana, Cayetano Reyes, Javier García-Diego y Aurelio de los Reyes aportaron fuentes documentales e iconográficas invaluables para el trabajo original. Aurelio Asiáin, Víctor Kuri y Francisco Muñoz revisaron la primera edición; Femando García Ramírez, Alejandro Rosas y Rossana Reyes, la segunda. Entre las personas cercanas a los protagonistas que me facilitaron materiales de gran importancia quisiera destacar a doña Renée González, a don Rafael Carranza y, sobre todo, a doña Hortensia Calles, viuda de Torreblanca. Los historiadores Luis González y Moisés González Navarro aportaron valiosas observaciones y críticas, lo mismo que mis amigos Fausto Zerón Medina, Alejandro Rossi, Gabriel Zaid, Jean Meyer, José Manuel Valverde Garcés, Tulio Demichelli y Julio Derbez.
Los personajes centrales de mi biografía apoyaron esta biografía de mil modos: mi esposa Isabel y mis hijos León y Daniel.
No es una paradoja menor que fuera un futuro protagonista de la Biografía del poder, el entonces presidente Miguel de la Madrid, quien tuvo la idea original de este libro, si bien bajo la forma de una serie documental. Y es una bendición mayor el haber estado cerca, durante todos estos años y hasta ahora, del mayor escritor mexicano, el amigo a quien está dedicado este libro. Octavio Paz.



Prólogo a esta edición.
La Revolución mexicana: mito y realidad.






La Revolución —así, con mayúscula, como un mito de renovación histórica— ha perdido el prestigio de sus mejores tiempos: nació en 1789, alcanzó su cénit en 1917 y murió en 1989. Pero hubo un país que conservó intacta la mitología revolucionaria a todo lo largo de los siglos xix y XX: México. Cada ciudad del país y casi cada pueblo tienen al menos una calle que conmemora la Revolución. La palabra se usa todavía con una carga de positividad casi religiosa, como sinónimo de progreso social. Lo bueno es revolucionario, lo revolucionario es bueno. El origen remoto de este prestigio está, por supuesto, en la Independencia: México nació, literalmente, de la revolución encabezada por el primer gran caudillo, el cura Hidalgo. Pero la consolidación definitiva del mito advino con la Revolución mexicana.
El movimiento armado duró diez años: desde 1910 hasta 1920. Durante las dos décadas siguientes el país vivió una profunda mutación política, económica, social y cultural inducida desde el Estado por los militares revolucionarios. Hacia 1940, la palabra «revolución» había adquirido su significación ideológica definitiva. Ya no era la revolución de un caudillo o de otro. La Revolución se había vuelto un movimiento único y envolvente. No abarcaba sólo la lucha armada de 1910 a 1920, sino la Constitución de 1917 y el proceso permanente de transformación y creación de insütuciones que derivaba de su programa.
Para quienes habían sido sus protagonistas o simpatizantes, la Revolución quedaría por siempre ligada a las imágenes épicas y anónimas de un pueblo en armas: el hombre que en el paredón, a punto de ser fusilado, fuma tranquilamente su cigarro; los cuerpos colgados de los postes -de ferrocarril, como macabras banderolas; la soldadera que sigue a su hombre («su Juan»), con el niño en la espalda envuelto en su rebozo. El pueblo recordaba la Revolución de manera distinta, no como un hecho perteneciente al orden humano sino al natural o divino, como los temblores de tierra y las sequías, un cataclismo de proporciones siderales y orígenes telúricos, algo que había estallado más allá de la Historia, más acá de la Historia, y que cambió, para bien y para mal, la vida de todos. En todo caso, en México, el «antes» y el «después» se medía a partir de la Revolución: el 20 de noviembre de 1910 se convirtió en el parteaguas de la nueva era.
Se había creado una cultura revolucionaria. En la memoria musical habían quedado grabados los famosos corridos como «La cucaracha» y «Jesusita en Chihuahua». La Revolución era el tema predominante del arte público. ¿Quién no había visto los murales alusivos a la epopeya de la Revolución que en los antiguos edificios públicos (la Secretaría de Educación, la Escuela Nacional Preparatoria) habían pintado desde los años veinte Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros? En el cine, estaban de moda películas cuyo tema violento y ranchero denotaba una fijación en torno al tema revolucionario. El género llamado «novela de la Revolución» era muy leído. Lejos de idealizar la «gesta revolucionaria», sus autores (José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán, Mariano Azuela) tomaban en cuenta el punto de vista del pueblo que había sufrido la guerra, presentaban una imagen amarga y ambigua de la lucha armada, y mantenían una actitud crítica con respecto a los logros, reales o supuestos, de la Revolución. Sin embargo, por encima de los matices, la Revolución -guerra civil y proceso de transformación social- había adquirido un rango superior a todas las otras etapas de la historia mexicana.
Al panteón de la patria donde descansaban los aztecas, los insurgentes y los liberales, comenzarían a llegar, en tropel y a caballo, los nuevos santos laicos: los caudillos de la Revolución. El santoral cívico se ampliaría con sus fechas de nacimiento y muerte y la conmemoración de sus hazañas. Ciudades, pueblos, avenidas, barrios, escuelas, modificarían sus viejos nombres adoptando los de los nuevos héroes.
Los odios y rencillas que los habían separado en vida, hasta el extremo de matarse entre sí, parecían meros accidentes frente al mito fundador que los vinculaba: la Revolución, madre generosa, los reconciliaba a todos.
Más allá del inmenso poder de su mitología, la Revolución mexicana fue, en efecto, un vasto reajuste histórico en el cual la gravitación del pasado remoto de México -indígena y virreinal- corrigió el apremio liberal y porfirista hacia el porvenir.
En su etapa armada, el número de combatientes nunca fue considerable. Incluso en el periodo más intenso de las hostilidades (a mediados de 1915), los ejércitos jamás sumaron más de cien mil hombres. La abrumadora mayoría de la población nacional de quince millones perteneció a la categoría de los «pacíficos». La lucha nunca cubrió el país entero. Las etapas militares principales estuvieron bien localizadas. El estado de Morelos, cuna del zapatismo, y el territorio villista de Chihuahua fueron escenarios permanentes. Hubo acción en el centro del territorio, al oeste y -en grado algo menor- en la costa del golfo. La capital vivió en estado de continua aprensión, «con el Jesús en la boca», ocupada alternativamente por ejércitos enfrentados que la consideraban su premio mayor.
La Revolución comenzó con un movimiento democrático moderno acompañado de una añeja petición de tierras. Pese a su triunfo inicial, esta primera etapa desencadenó una reacción autoritaria. La respuesta a esta contrarrevolución generó fuerzas militares y sociales que, una vez triunfantes, no consiguieron alcanzar un acuerdo que condujese a la restauración del orden. La disensión llevó a la guerra y a una escisión centrífuga no muy diferente de la vivida por el país durante la guerra de Independencia y en la primera mitad del siglo XIX. El triunfo de una facción devolvió la corriente a su cauce. Las ideas y las políticas fueron sustituyendo gradualmente a las balas. Durante las últimas dos décadas del proceso, México fue un laboratorio de cambios revolucionarios bajo los auspicios del nuevo Estado. Al término del ciclo, en 1940, se había restablecido el orden en el país, en torno a un edificio político corporativo muy semejante al virreinal.
Una monarquía con ropajes republicanos y revolucionarios. El gobierno personal seguía siendo -como en tiempos de don Porfirio- un rasgo esencial de la vida política mexicana.
La revolución encabezada por Madero estalló el 20 de noviembre de 1910 y en cuestión de meses se extendió a varias zonas del país.
Los principales centros de insurrección fueron los estados de Chihuahua y Morelos. Francisco I. Madero dirigió en persona las operaciones en Chihuahua, auxiliado por hombres que se volverían legendarios, como Pascual Orozco y Francisco Villa. Los campesinos que siguieron a Emiliano Zapata combatieron en Morelos. A principios de mayo de 1911, Orozco y Villa ocuparon Ciudad Juárez, vecina a El Paso, Texas, y merced a esta ocupación obligaron al gobierno porfirista a negociaciones que, al terminar el mes, provocaron la renuncia del dictador. «Madero ha soltado el tigre», dijo Porfirio Díaz en Veracruz antes de embarcarse en el Ypiranga, que lo conduciría al exilio.
Madero sería derribado por un golpe militar debido al general Victonano Huerta. Fue entonces cuando despertó realmente el «tigre» tan temido por don Porfirio. Se organizó un movimiento militar de amplia base, destinado a oponerse al usurpador, en tomo a Venustiano Carranza, gobernador de Coahuila, patriarca de la Revolución Entre marzo de 1913 y julio de 1914, varios cuerpos del ejército constitucíonalista -así llamado porque el movimiento aspiraba a restaurar el orden constitucional violado por Huerta- reconocieron la autoridad de Carranza como comandante en jefe.
Mientras la guerra se concentró en derrotar a Huerta, Carranza mantuvo unidas las facciones, pero no bien el usurpador renunció y partió al destierro (el 15 de julio de 1914), la Revolución fue incapaz de administrar su propia victoria. Ateniéndose más o menos al libreto de la Revolución francesa, los jefes militares se reunieron en una convención (octubre de 1914) que se desarrolló en la ciudad de Aguascahentes. Tenía por propósito elegir el nuevo gobierno y definir la dirección futura de México. Para entonces era evidente el enfrentamiento entre Villa y Carranza. La convención produjo un gobierno que Carranza se negó a reconocer; inmediatamente estableció su propio gobierno en el puerto de Veracruz. Los dirigentes tuvieron que escoger si estaban con Villa o con Carranza. En aquel momento el movimiento zaparista rebasó su base en Morelos y unió sus fuerzas a las de Villa. Ambos otorgaron su apoyo a Eulalio González, el presidente designado por la convención. Alvaro Obregón y Francisco Villa, dos colosos militares, habrían de enfrentarse -en la primavera de 1915- en el Bajío, la meseta central de México. Con la aplastante victoria de Obregón, el gobierno de la convención se deshizo y el nacionalista Venustiano Carranza se convirtió en presidente.
Había pasado la hora de los tres dirigentes revolucionarios de aquellos caudillos cuyo propósito fue la «liberación» de México: Madero, «el Apóstol de la Democracia», con su Plan de San Luis proyectado para salvar a México de la dictadura; Zapata, «el Caudillo del Sur», cuyo Plan de Ayala intentaba devolver la tierra a los campesinos; y Villa, «el Centauro del Norte», una fuerza ciega que no se atenía propiamente a ningún programa sino a un afán implacable, y a menudo sangriento, de «justicia».
Llegó entonces la hora de los jefes, quienes procurarían encauzar el torrente de la Revolución. Uno de ellos. Carranza, deseaba un México civilizado, bajo gobernantes civiles. El otro, Obregón, quería un México civilizado bajo gobierno militar. Por un tiempo trabajaron juntos. Carranza convocó un congreso constituyente a principios de 1917, y en febrero del mismo año fue proclamada en Querétaro una nueva Constitución genuinamente revolucionaria, que otorgaba al Estado poderes políticos, responsabilidades sociales y jurisdicciones económicas similares a los ostentados por la antigua monarquía española.
Carranza ocupó la presidencia de 1917 a 1920. Cuando éste intentó hacer de un civil su sucesor, el poderoso Ejército del Noreste -bajo el mando .aparente de Adolfo de la Huerta (si bien el verdadero jefe era Alvaro Obregón)- se alzó contra él y lo derrotó. A finales de mayo de 1920 los dirigentes militares oriundos de Sonora asumirían el poder y lo conservarían quince años.
Alvaro Obregón fue presidente de 1920 a 1924. Su empeño por mantenerse en el poder, directa e indirectamente, desencadenaría una guerra civil entre los jefes sonorenses. A fin de cuentas lo sucederían dos generales, más bien estadistas que jefes o caudillos. Uno de ellos fue un austero maestro de escuela primaria, elevado por la Revolución al grado de general, presidente de 1924 a 1928 y después «Jefe Máximo» desde 1928 hasta 1934: Plutarco Elias Calles. El otro, que ocupó el cargo en 1934, fue Lázaro Cárdenas, uno de los generales más jóvenes de la Revolución. Al terminar su periodo, en 1940, el Estado mexicano había alcanzado una configuración sólida: un presidente omnipotente elegido cada seis años sin posibilidad de reelección pero con derecho de designar a su sucesor dentro de la «familia revolucionaria», más un partido único (o casi) que servía al monarca-presidente en múltiples funciones de control: social, electoral y político.
Se han organizado revoluciones en torno a ideas o ideales: libertad, igualdad, nacionalismo, socialismo. La Revolución mexicana constituye una excepción por haberse organizado, primordialmente, alrededor de personajes. Cada uno generaba un «ismo» específico a su zaga: maderismo, zapatismo, villismo, carrancismo, obregonismo, callismo, cardenismo. «¡Viva Madero!», proclamaba el lema pintado inacabablemente en los muros del país. «¡Vamonos con Pancho Villa!», gritaban los jinetes de la División del Norte, que seguían al «Centauro» impulsados por apego directo a su persona. «¡Por mi general Zapata!» luchaban y morían los campesinos de Morelos.
Este elemento carismático fue menos intenso en el caso de Carranza, comandante en jefe del ejército constitucionalista, o incluso en el del «invicto» general Obregón, pero en sus ejércitos reinaban una disciplina y obediencia absolutas. Con admiración y miedo, ambición y fe, los callistas eran leales a su Jefe Máximo, así como los cardenistas siguieron al más popular «señor presidente» que México haya visto jamás. Difícilmente podrá reducirse la Revolución mexicana a las biografías de siete personas, pero sin el conocimiento de las vidas específicas de estos personajes la Revolución mexicana se vuelve incomprensible. Habría de repetirse la experiencia del siglo xix: el poder encamado en figuras emblemáticas.
En estos hombres algo había de peculiar, original e incluso inocente. No se parecían a los conductores de otras revoluciones, que en nombre de la humanidad defendían principios abstractos, amplios sistemas ideológicos, prescripciones para la felicidad universal. Los caudillos, jefes y estadistas mexicanos actuaron de acuerdo con las modestas categorías que les eran propias. No tenían en cuenta la historia universal sino la historia de la patria. Exceptuando a Madero, no eran leídos ni instruidos, no habían viajado por el mundo y ni siquiera conocían por completo su propio país, sino apenas su propia región, su propio estado, su propio suelo natal. Al igual que los sacerdotes insurgentes, sus acciones estaban teñidas de actitud mesiánica: deseaban redimir, liberar, imponer justicia, presidir el advenimiento final del buen gobierno. Las historias locales de las cuales partieron, sus conflictos familiares, sus vidas antes de elevarse al poder, sus más íntimas pasiones, todos éstos son factores que podrían haber sido meramente anecdóticos de haberse encarnado en hombres sin trascendencia pública o en políticos que operaban en una democracia. Pero no pudieron serlo en México, donde la concentración del poder en una sola persona (tlatoani, monarca, virrey, emperador, presidente, caudillo, jefe o estadista) ha representado la norma histórica a lo largo de los siglos.





I
Místico de la libertad
Francisco I. Madero





Mejor cumplir lo propio malamente que hacer bien lo que toca a otra gente.
El que obra según su natural cumple consigo y no cae en el mal.
Baghavad Cita






Aurora espirita.






La saga de los Madero empezó con la vida y obras de Evaristo, hijo del agrimensor José Francisco Madero, descendiente de españoles nacido en 1775 que a raíz de la Independencia se había hecho de buenas propiedades como habilitador de tierras en la región de Coahuila y Texas. Al morir de cólera el padre en 1833, Evaristo tenía cinco años. Su infancia transcurre en su natal Río Grande, en Coahuila. Muy joven se inicia como ranchero y comerciante. A los diecinueve años se casa con Rafaela Hernández Lombraña, rica heredera de Monterrey, con quien procrearía siete hijos, el mayor de los cuales, nacido en 1849, se llamaría Francisco. En 1852 Evaristo muda su residencia a Monterrey, donde prospera su negocio de transportes. En los años sesenta aprovecha las carencias del mercado resultantes de la guerra de Secesión y exporta algodón. En la década siguiente, casado en segundas nupcias con la joven Manuela Parías -Rafaela había muerto en 1870-, Evaristo auna a sus empresas de transporte la hacienda El Rosario, la fábrica de telas La Estrella y la hacienda de San Lorenzo, en la que florecen antiguos viñedos. La vieja casa de Urdiñola, en Parras, erigida en 1593, se agrega también a su patrimonio.
En 1880, ya notablemente rico, Madero es elegido gobernador de su estado, Coahuila. Su gestión, que duró tres años -casi los mismos del entonces presidente Manuel González-, es memorable por varios hechos: impulsó la construcción de vías férreas y la educación, inauguró una nueva penitenciaría y un orfanatorio, combatió las alcabalas, abrió la zona carbonera de Monclova y. Río Grande. Aunque quiso fortalecer la institución del ayuntamiento, que en sus palabras era «baluarte de la soberanía popular ... libro rudimentario de la democracia», la nueva Constitución estatal que promulgó en 1882 tuvo rasgos centralistas. En 1883 se opone a la reelección de Porfirio Díaz y renuncia a su cargo, abriendo un periodo de inestabilidad en Coahuila que no concluiría parcialmente hasta fines de la década.
Separado de la política y distanciado del presidente, don Evaristo inicia otras empresas que con los años integrarían un auténtico emporio. Alrededor del núcleo principal de la Compañía de Parras —vitivinícola, algodonera, textil- y del negocio original de transportes, creó explotaciones mineras, molinos en Saltillo, el Golfo, Monterrey, Sonora y Yucatán; establecimientos ganaderos, el Banco de Nuevo León, la Compañía Carbonífera de Sabinas, la Guayulera de Coahuila, la fundidora de metales de Torreón y varias otras. A principios de siglo, en sus dominios no se ponía el sol.'"" Don Porfirio nunca vio con buenos ojos la hazaña de aquel norteño casi coetáneo suyo que sin apoyo del centro -y muchas veces en contra de él- había amasado una de las cinco mayores fortunas del país. Durante el trienio de su gobierno, Evaristo tuvo sobre sí la vigilancia permanente de agentes porfiristas, cuyo celo no menguó cuando aquél salió de la gubernatura. En 1893 estalla una rebelión de varios rancheros coahuilenses -entre ellos los hermanos de Venustiano Carranza, de Cuatro Ciénegas— contra la pretensión reeleccionista del gobernador Garza Galán.2 Don Porfirio -no sin razón- sospecha de Madero, por lo que escribe a su procónsul del noreste, Bernardo Reyes:
«Si encuentra usted datos bastantes de probar en juicio que Madero no es extraño a lo que está pasando, asegúrelo y hágalo conducir a Monterrey. Creo que éste es el motor de todo lo que pasa».
Aquella breve rebelión concluiría con la renuncia del gobernador a la reelección. Madero no fue conducido a Monterrey, pero don Porfirio y su procónsul lo tuvieron siempre en la mira. Al afirmarse José Ivés Limantour como mago de las finanzas porfirianas, estableció un vínculo natural con Madero que serviría a ambos para contrapesar la influencia de Reyes. Lo cierto es que al paso del tiempo el patriarca de los Madero se interesó cada vez menos en afectar la estabilidad del régimen de paz, orden y progreso que había permitido el progreso extraordinario de sus propias empresas.
En septiembre de 1908, rodeado de su vastísima familia —con su segunda mujer tuvo once hijos— y de sus empleados, obreros y peones, a los que había favorecido con obras tangibles, el patriarca celebró su octagésimo aniversario. En los brindis se habló de su aporte a la civilización, al trabajo y la caridad. Entre tanta felicidad, un solo pensamiento lo turbaba: bajo la mirada tutelar del espíritu de Benito Juárez, Francisco, su nieto mayor e hijo de su primogénito, escribía un libro contra el régimen de Porfirio Díaz. A don Evaristo aquella lucha le parecía más quimérica que la de David y Goliat. Era -según comentaría tiempo después- la batalla entre «un microbio y un elefante».3 Sin ver la continuidad de su propia biografía política en la de su nieto, el fundador de los Madero no acertaba a comprender cómo de su mismo tronco -robusto, viril y generoso- había nacido un hombre con vocación de redentor.
Francisco Ignacio Madero, hijo mayor del primogénito (Francisco Madero Hernández) de don Evaristo, nació el 30 de octubre de 1873 en la hacienda El Rosario, en Parras. Pequeño de estatura y frágil de salud, a los doce años ingresa en el colegio jesuita de San José, en Saltillo, del que le quedaría una profunda huella disciplinaria y moral, a despecho de los recuerdos contradictorios que asentaría en sus Memorias: «Me impresionaron fuertemente sus enseñanzas ... [pero] me hicieron conocer la religión con colores sombríos e irracionales» Hacia 1886, luego de un breve periodo de estudios en Baltimore, emprende una larga estadía en Francia. Durante un año asiste al Liceo Versalles y posteriormente a la Escuela de Altos Estudios Comerciales, donde permanece hasta su regreso a México, en 1892. En 1889 acude a la Exposición Universal en París. Tiempo después viaja por Bélgica, Holanda y Alemania. Sin embargo, no lo arroban el arte ni los países que visita, sino «el descubrimiento que más ha hecho por la trascendencia de [su] vida»: el espiritismo Esta doctrina, basada en la existencia, las manifestaciones y enseñanzas de los espíritus, había nacido a mediados del siglo xix en el estado de Nueva York, pero se propagó con vertiginosa rapidez en Francia gracias a su adopción por quien a la postre sería su principal profeta y fundador: Alian Kardec. Hacia 1854 había más de tres millones de espiritistas practicantes en el mundo y decenas de miles de médiums en Europa y América. Antes de morir, en 1868, Alian Kardec había escrito varios libros —entre otros, Le livre des esprits (1857), L'Evangile selon 1'espiritisme, Livre des médiums (1864)- y fundado la Revue Spirite y la Société Parisienne d'Etudes Spirites.
Cuando Francisco I. Madero hojea por primera vez la Revue Spirite -a la que su padre estaba suscrito-, la nueva fe, adoptada por hombres tan famosos como Flammarion y Víctor Hugo, se hallaba en plena expansión. Día a día cientos de peregrinos visitaban la tumba de Kardec o seguían a su discípulo León Denis. El joven Madero no tardó en apersonarse en las oficinas de la Société y adquirir la obra de Kardec. «No leí esos libros», escribe en sus Memorias: «los devoré, pues sus doctrinas tan racionales, tan bellas, tan nuevas, me sedujeron, y desde entonces me consideré espirita» Concurriendo a centros espiritas. Madero, inclinado desde sus años mozos en el colegio jesuíta al recogimiento espiritual, descubre su aptitud como «médium escribiente» (lazo de los espíritus con los seres humanos por medio de la escritura). Entre las obras que «devora» está El libro de los médiums de Kardec, donde aprende a desarrollar sus habilidades merced a arduas experimentaciones. Tras varios intentos infructuosos, un día su mano, autónoma y temblorosa, escribe: «Ama a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo».
Más que la curiosidad por desentrañar fenómenos inexplicables como sillas que se mueven, teteras que silban o cuadros que cobran vida, y al margen también de todo eco literario —los espíritus que pueblan la realidad y los sueños de Shakespeare o los mundos astrales de Swedenborg—, a Madero lo incita la búsqueda moral de un vínculo entre el espiritismo y los Evangelios cristianos. «Fuera de la caridad no hay salvación», había escrito Kardec. Su discípulo mexicano solía resumir de modo parecido el fondo moral de la filosofía espirita: «Para mí no cabe duda de que la transformación moral que he sufrido la debo a la "mediumnimidad"».8 A pesar de que había realizado provechosamente estudios administrativos en París, su padre y su abuelo decidieron completar la educación de Francisco con un año de estancia en Berkeley, California.
Allí avanzó en su dominio del inglés y se instruyó en técnicas agrícolas, pero su aprendizaje fundamental se dio, de nueva cuenta, en el ámbito de lo moral y espiritual. A la sazón, en Berkeley se abría paso la «escuela progresivista», que buscaba aplicar los principios de la moralidad cristiana a los problemas sociales. No muy lejos, en Stanford, existía una iglesia abierta a todos los credos. Mientras que Anny Bessant revelaba entonces los misterios de la teosofía, los anarquistas de la IWW (International Workers of the Worid) propugnaban activa y violentamente un mundo sin opresión ni desigualdad. A sus veinte años. Madero no fue indiferente a esta conjunción de espiritualidad y moral pública. Vagamente coincidía con sus revelaciones parisienses.
En 1893 se encarga de la hacienda que la familia posee en San Pedro de las Colonias. Hacía tiempo que había dejado de ser un hombre frágil. Además de la incipiente mediumnimidad, en Europa había adquirido notable fuerza física, grandes aptitudes como nadador y bailarín, y medianas como flautista. Ahora era jovial, nervioso, hiperactivo. Muy pronto introduce con buen éxito el algodón estadounidense en la región del río Nazas, emprende obras de riego y convierte su coto en un modelo de pequeña propiedad. En 1899 da cuenta al papá (abuelo) Evaristo de diversos proyectos nuevos: entre otros, una compañía jabonera, una fábrica de hielo, un despepitador, compra de acciones, atención de terrenos en Cuatro Ciénegas, y arreglo de aguajes y cercas en Sierra Mojada para criar ganado cabrío. Ese mismo año promueve el establecimiento de un observatorio meteorológico cerca de la Laguna de Mayrán. Posteriormente escribiría un folleto sobre el aprovechamiento de las aguas del Nazas que le valdría la felicitación del mismísimo don Porfirio. Para entonces, su capital personal llegaba a la respetable suma de quinientos mil pesos Junto con una probada solvencia como administrador y empresario, desde su regreso del extranjero Francisco comenzó a desplegar una labor caritativa que, sin ser ajena a la tradición familiar —sobre todo la de los Madero-González—, lo alejaba de ésta debido a los extremos místicos a que él la llevaba. De su padre y su tío Catarino Benavides aprendió la homeopatía. Desde 1896 aquellos caminos vieron muchas veces a don Panchito, botiquín en mano, visitar a sus peones para recetarles nuez vómica, belladona, calcárea carbónica y mil otras medicinas que él mismo preparaba basándose en los tratados de homeopatía recomendados por don Catarino y los que él mismo se procuraba: en 1899 la compañía J. González Sucs., de la ciudad de México, recibe una carta del joven Madero ,en la que éste solicita tres libros: La salud de los niños. Medicina veterinaria y homeopática y Manual de la madre de familia.
Con todo, a fin de siglo Madero juzgó que su cuidado por la comunidad era insuficiente y comenzó a discurrir nuevas ideas y fundaciones. «En la ciudad», refiere uno de sus íntimos, «era de verse cómo lo asediaban los enfermos menesterosos a quienes proporcionaba alivio del dolor, consuelo de las penas y recursos pecuniarios.”.
En su propia casa de San Pedro, donde vivía con austeridad franciscana, Madero alimentaba a cerca de sesenta jóvenes. Allí fundó una especie de albergue en que ofrecía cama y comida a gente pobre. Sus trabajadores vivían en casas higiénicas, gozaban de buenos sálanos y eran examinados médicamente con regularidad. Junto a Sara Pérez, con quien se casaría en enero de 1903, Madero sostuvo a huérfanos, becó a estudiantes, creó escuelas elementales y comerciales, instituciones de caridad, hospitales y comedores populares." A principios de siglo, los negocios y la atención homeopática y social llenaban sus días pero no sus noches. En ellas estaba el secreto de su vocación. Hacía años que persistía en sus experimentos espiritistas cuando, en 1901, sintió o creyó sentir un cambio decisivo: la visita cotidiana del espíritu de su hermano Raúl, muerto en 1887 a la edad de cuatro años en un accidente dolorosísimo (sin querer, se había rociado sus ropas con el queroseno ardiente de una lámpara). Sobre lo verdadero o falso de la aparición de este y otros espíritus a Madero, el historiador —escéptico, en principio— no puede pronunciarse, aunque tampoco necesita hacerlo. Tanto si las revelaciones eran reales como si expresaban, más bien, una proyección inconsciente del poseído, el resultado es el mismo: conformaron el andamiaje de creencias que Madero desarrolló sobre sí mismo y que rigió su vida, independientemente de su origen astral o psicológico.
Al círculo espirita que organiza Francisco con otros cuatro amigos y parientes comienzan a acudir, según sus testimonios, además de «Raúl», almas de amigos desdichados, de tías muertas hacía años y aun de liberales legendarios recién fallecidos, como el general Mariano Escobedo. Aquellas arduas sesiones alrededor de la mesa circular de Francisco en San Pedro de las Colonias no eran excepcionales en Coahuila, tierra de sombras y desiertos en la que el paisaje tiene en sí mismo cualidades animistas. En tanto que entre el pueblo era común el saurianismo (de zahori) con su secuela de taumaturgia, miedos y visiones, las clases elevadas, de raíz criolla y católica pero por siglos alejadas geográfica y culturalmente del centro religioso del país, se abandonaban a nuevas vivencias místicas más acordes con la soledad física y social que las rodeaba.
A partir de aquel año de 1901, el «espíritu» de Raúl —llamémosle también así— inculca en Francisco hábitos extremos de disciplina, abnegación y pureza, tratando siempre de ayudarlo a «dominar la materia» en favor de las «cuestiones del espíritu». Bajo aquella férula intangible, Francisco se torna vegetariano y madrugador, deja de fumar y destruye sus cavas privadas. Pero los ritos de limpieza a que se somete no tienen sentido ascético sino activo. «Sólo practicando la caridad en la más amplia acepción de la palabra», escribe, a través suyo, «Raúl», «podrás tener en este mundo la única felicidad.» «Socorrer» a los demás debía ser su misión y la de su familia.
«Ustedes no son dueños de las riquezas y deben darle a éstas el mejor empleo que les ordene el verdadero dueño del cual ustedes son sirvientes [...] Las únicas riquezas que tienen son las buenas obras que hacen.» Francisco podía «hacer mucho bien» a los pobres «curándolos» con sonambulismo, magnetismo y homeopatía. El espiritismo constituía una «poderosa palanca» para evitar que tanta gente sufriera «los tormentos del hambre y del frío». Sin dilación. Francisco intensifica entonces su cruzada caritativa, invariablemente acompañada de la prevención de consultar al «espíritu» en solicitud no sólo de consejos específicos sobre la pertinencia de una cura o una medicina, sino de orientación sobre la veracidad de los sufrimientos y peticiones de los pobres que lo acosan como a un hombre-maná. El celoso «espíritu» de Raúl perfila en el alma de Francisco una ética del desprendimiento fundada en la culpa.
A sus inquietudes por la posibilidad de quedarse soltero, «Raúl» le responde: «No es la falta de matrimonio una misión sino una expiación». Si se quedaba soltero seria por castigo a las faltas cometidas en su vida o en encarnaciones anteriores. Hacia el mes de septiembre de 1901, en vísperas de un viaje, «Raúl» amonesta:
«Si vas a Monterrey, procura dejar a todos tus pobres con lo necesario para que vivan mientras estés ausente, pues es una crueldad que porque tú andes en Monterrey paseándote y divirtiéndote, vayan a sufrir algunos infelices de todos los horrores del hambre» A fines de 1902 «Raúl» sugiere la invocación de otras almas.
Mientras éstas llegan, el 2 de abril de 1903 el gobernador de Nuevo León, Bernardo Reyes, reprime con violencia una manifestación opositora. El joven Madero se impresiona con las noticias. Por la familia conocía ya la historia de las imposiciones políticas de Porfirio Díaz, sobre todo en el estado de Coahuila. Pero ahora la historia se hacía presente y tangible. Meses más tarde el evanescente «espíritu» de Raúl le indica otro rumbo:
«Aspira a hacer bien a tus conciudadanos, haciendo tal o cual obra útil, trabajando por algún ideal elevado que venga a elevar el nivel moral de la sociedad, que venga a sacarla de la opresión, de la esclavitud y el fanatismo» Aquélla fue, en sentido estricto, una iluminación. La vertiente más amplia de la caridad se llamaba política. «Los grandes hombres», señalaba premonitoriamente el «espíritu», «derraman su sangre por la salvación de su patria.» A medida que su recién descubierta vocación se perfilaba, Madero concentró sus energías en dar los primeros pasos dentro del nuevo «campo de combate». En 1904 entablaría cerrada batalla electoral en su municipio.
Un año más tarde, la espiral democrática se ensanchó, convirtiéndose en una dinamo política en las elecciones del estado de Coahuila.
Pero no por eso abandona sus actividades espiritistas. Devotamente recibe y lee La Aurora Espirita, mantiene correspondencia fervorosa con «correligionarios» de varias ciudades del país, y en medio de sus negocios y afanes políticos encuentra tiempo para escribir artículos sobre temas un tanto vastos -Dios y la creación- en La Grey Astral.
Significativamente, no firma estos artículos con su nombre sino con el de su alter ega, el dubitativo príncipe del Baghavad Cita a quien el dios Krishna revela los secretos de la vida: Arjuna.





Elegido por la Providencia.





 En los primeros meses de 1905 y con vistas a su tercera reelección como gobernador del estado de Coahuila, Miguel Cárdenas confiaba al sempiterno presidente Porfirio Díaz sus preocupaciones: «Si bien los señores Madero no sacan la mano, siguen gastando dinero en algunas maniobras políticas. No juzgo remoto que el señor Madero, animado por la pasión política que le ha acometido y por los recursos pecuniarios con que cuenta, pueda promover algunas dificultades y llegar hasta el escándalo» Tenía motivos para preocuparse. Había surgido un fuerte movimiento oposicionista. El joven Madero, a quien muy pronto comenzarían a tildar de «chiflado» y «desequilibrado», apoyaba la candidatura de Frumencio Fuentes mediante una activa organización de clubes políticos y con el financiamiento de El Demócrata y El Mosco, periódicos de opinión y sátira, respectivamente. El presidente consultó al general Reyes si convendría encarcelar a Madero, lo que el procónsul desaconsejó, sugiriendo en cambio estacionar en la región Lagunera un buen escuadrón de caballería y persuadir al viejo Francisco de la necesidad de aquietar a su hijo. Finalmente, las elecciones se llevaron a cabo con relativa paz a mediados de septiembre. El esperado resultado, por supuesto, fue favorable al candidato oficial Al sobrevenir este segundo fracaso electoral en su carrera política —el primero había sido en su propio municipio de San Pedro de las Colonias en 1904—, Madero no pierde la fe: publica un manifiesto en el cual declara que la soberanía del Estado ha sido siempre «un mito» y lamenta que «el esfuerzo hubiese sido nulificado en las juntas de escrutinio por las chicanas oficiales». La derrota no lo aquieta: lo alerta.
Presintiendo que la curva de su espiral democrática abarcará en unos años a la nación entera, decide no impugnar el resultado de los comicios estatales. Por esos días escribe a su hermano Evaristo pidiéndole que regrese de París para intervenir en «la gran lucha política que se está preparando para el futuro».
Una vez tocado por su misión, nace el apóstol. No es un maestro de la verdad o de la revelación, porque no tiene ni busca discípulos.
Tampoco es un sacerdote laico, porque no ejerce sedentaria y profesionalmente su credo. Menos aún es un profeta, porque no anuncia el futuro ni levanta su voz para anatematizar el orden presente. Es un «predicado?^ un médium de espiritualidad política que encarna y lleva un mensaje de cambio a todos los lugares a través de la palabra.
A su casa franciscana de San Pedro de las Colonias comienzan a llegar decenas de cartas de tema político que contesta con emoción y diligencia. Una de sus respuestas, escrita en plena batalla electoral (junio de 1905) a su «estimado amigo y correligionario» Espiridión Calderón, vale por todas. En ella está Madero de cuerpo —es decir, de alma— entero:
«Con personas que tienen su fe y su resolución nunca se pierde, pues aunque los ideales que uno persigue no se realicen tan pronto como uno deseara, cada esfuerzo nos acerca a su realización.
»Si (contra lo que espero) somos derrotados en esta lucha, nuestros esfuerzos no habrán sido vanos. Habremos depositado la semilla de la libertad y tendremos que cultivarla cuando germine hasta que llegue a ser el frondoso árbol que cubra con su sombra bienhechora.
»Hace veinte siglos Jesús depositó la semilla del amor: "Amaos los unos a los otros", y aún vemos guerras terribles. Las naciones se arruinan sosteniendo ejércitos inmensos, marinas formidables y en Extremo Oriente se han derramado torrentes de sangre sólo por el capricho de un hombre, de un déspota orgulloso y vano que no ha vacilado en sacrificar a su orgullo las riquezas, la sangre y la honra de los rusos.
»Sin embargo, aquella semilla ha germinado. La humanidad ha progresado. Los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad empiezan a regir en muchas partes del mundo y no está lejano el día en que dominen en el mundo entero ... poco a poco irán destruyéndose las tiranías, y la libertad, que traerá consigo más Justicia y más Amor, hará que se cumplan las palabras del Crucificado» La bondad de Madero se ha confundido siempre con cierta ingenuidad. Nada más remoto a esta inteligencia fervorosa y despejada que la inocencia. Desde 1905 traza, con precisión matemática, un plan para democratizar México. El primer paso es afianzar relaciones con los elementos independientes, como el tenaz periodista liberal Filomeno Mata, como Fernando Iglesias Calderón o Francisco P. Sentíes.
En 1906 apoya pecuniaria y moralmente a Ricardo Flores Magón, pero muy pronto rechaza su voluntarismo revolucionario no sólo en términos morales sino políticos. (Según Madero, «el pueblo vería favorablemente una campaña democrática» en 1909. La historia no lo desmintió.) A Paulino Martínez —encarcelado por el régimen— le envía dinero en 1906 y le aconseja desistir de sacrificios estériles, optar por una labor de crítica prudente y darle tiempo al tiempo.
La política no desplaza al espiritismo: nace de él. En abril de 1906 Madero acude, como delegado del Centro de Estudios Psicológicos de San Pedro de las Colonias, al Primer Congreso Nacional Espirita. Allí sostiene el argumento de que el espiritismo es síntesis suprema de religión y ciencia.
Hacia 1907 un espíritu más militante guiaba sus pasos: «José». Madero transcribe primero sus comunicaciones en hojas de papel, pero a medida que la tensión mística aumenta adquiere un cuaderno de pastas duras en el que vierte, con letra clara y segura, los dictados de «José». El sentido de su prédica es en el fondo similar al de «Raúl» en 1901. Pero los ejercicios espirituales a los que «somete» a Francisco y los objetivos de la misión política que le impone son mucho más amplios, precisos e intensos.
Al releer ese cuaderno, intacto después de casi ochenta años, resulta imposible no recordar a Ignacio de Loyola (en cuyo honor se dio a Madero su segundo nombre). Cada página es una lucha contra el «yugo de los instintos», un despliegue de «esfuerzos gigantescos por vencer la animalidad ... la naturaleza inferior ... el descenso a los más tenebrosos abismos». Para lograrlo, el espíritu «José» recurre, como «Raúl», a la culpa, e incluso a la abierta amenaza de abandonar a Francisco para siempre. Pero el mayor acicate no era el miedo sino la promesa de recompensa: si dominaba sus pasiones inferiores, le advertía, «podríamos hacer algo útil, eficaz y de verdadera trascendencia para el progreso de tu patria». Y no sólo México vería sus frutos, también el obediente Francisco y su esposa, que así podrían engendrar la descendencia que anhelaban.
Los métodos de aquella doma fueron terribles: «ardientes oraciones», «tristísimas reflexiones» y «propósitos firmísimos de purificación» seguían a cada pequeña caída en el fango del instinto. «José» le recomendaba «no dejar ni un momento la mente desocupada», «curar seguido», hacer emanaciones, rezar, «comunicarse cuando menos una vez al día con nosotros», «releer con frecuencia las comunicaciones», apartarse a un «solitario lugar» —probablemente un tapanco en su hacienda— donde podría absorber «fluidos purísimos»:
«Procura abstraerte completamente del mundo externo y encerrarte dentro de ti mismo en el mundo interno, en donde reina perfecta calma y un silencio profundo a la vez que majestuoso».
«Que una disciplina severa domine todos tus actos», le ordena de pronto, en apoyo de «José», otro espíritu, «que todas tus acciones respondan a un plan.»2" El plan se delinea con nitidez. Además de sostener -de acuerdo con los dictados del «espíritu»- una creciente prédica político-epistolar con correligionarios de Coahuila y el resto del país, en 1907 Madero escribe en diarios de oposición que a menudo también financia.
Conforme logra en 1907 la doma de su «naturaleza inferior» (que lo llevó probablemente a la abstinencia sexual), el «espíritu» revela al espirita su misión. En octubre de 1907, convencido ya del triunfo de su discípulo y «hermano» sobre la materia, en el solitario tapanco de aquella hacienda tiene lugar, en sentido estricto, una quijotesca ceremonia de ordenación:
«Póstrate ante tu Dios para que te arme caballero, para que te cubra con sus divinas emanaciones contra los dardos envenenados de tus enemigos ... [Ahora eres] miembro de la gran familia espiritual que rige los destinos de este planeta, soldado de la libertad y el progreso ... que milita bajo las generosas banderas de Jesús de Nazareth ...».
Ese mismo mes el espíritu le advierte la cercanía de la lucha y le ordena: «Lee historia de México ... a fin de que cuanto antes principies tu trabajo». Mediante el esfuerzo y la abnegación, «1908 será ...
la base de [tu] carrera política»: «el libro que vas a escribir va a ser el que dé la medida en que deben apreciarte tus conciudadanos».
Para preparar aquel libro, Madero entró desde fines de 1907 en un estado de creciente tensión mística. «Aconsejado» por el implacable «José», se levanta más temprano, se acuesta tarde, suprime con gran dificultad la religiosa siesta, come poco, no toma alcohol, esquiva el ocio y las personas, y traza un plan detallado de lecturas que incluye todo el México a través de los siglos. Mientras avanza, el espíritu lo anima: «No te das cuenta del poder que tienes». En noviembre de 1907 le susurra al oído por primera vez: «Estás llamado a prestar importantísimos servicios a la patria». En enero de 1908 utiliza palabras y un tono aún más sacramentales: «Estás predestinado para cumplir con una misión de gran importancia ... la corona la tendrás de todas maneras, pero tus actos en este año determinarán si será de laurel o de espinas». En junio, «José» no sólo le prescribe la vigilia sino el sueño:
«Hacer tus oraciones, tus emanaciones, tus inspiraciones y luego, bajo la influencia de las emanaciones, concentrar la vista en la bola de cristal por espacio de quince minutos, proponiéndote automagnetizarte y entrar en sueño lúcido durante veinte minutos. Antes de dormirte te formarás el propósito del asunto que quieres investigar durante tu sueño, entendido que ha de tener algún objeto elevado, armónico con tus más nobles aspiraciones».
Hacia agosto de 1908 Madero concluye su investigación. Para entonces habían cesado por completo las prédicas contra los instintos.
No las necesitaba: su reino ya no era de este mundo.
En septiembre y octubre de 1908 el libro va tomando forma. Casi siempre en español, pero a veces en francés, «José» alienta a Francisco con excelentes consejos de organización intelectual. Al faltar ya solamente los tres capítulos finales del libro, «José» le confirma los mejores augurios:
«Nuestros esfuerzos están dando resultados admirables en toda la República y en todas partes se nota cierto fermento, cierta ansiedad, que tu libro va a calmar, a orientar y que tus esfuerzos posteriores van a encauzar definitivamente. Cada día vemos más claro el brillante triunfo que va a coronar tus esfuerzos. Ahora sí podemos asegurarte, sin temor a incurrir en un error, que el triunfo de ustedes es seguro en la primera campaña».
En opinión de «José», el enemigo lo era cada vez menos. Mientras en el país se seguía creyendo, a despecho de sus reiteradas promesas incumplidas, en la omnipotencia de don Porfirio, Madero y sus espíritus disentían:
«Ya no tiene el vigor de antes y su energía ha decaído considerablemente, a la vez que las poderosas pasiones que lo movían se han ido amortiguando con los años. Ni los que lo rodean sienten el apego a su persona que sentían hace algunos años, pues con tanto tiempo de poder absoluto se ha hecho cada día más déspota con los que lo rodean, que le sirven por miedo o por interés, pero no por amor».
El 30 de octubre de 1908, al cumplir sus treinta y cinco años y casi concluido su trabajo, Madero apunta en su cuaderno de mediummmidad un mensaje de «José», decisivo e impecable no en términos ortográficos sino biográficos.
«Sobre tí pesa una responsabilidad enorme. Has visto ... el precipicio hacia donde se presipita [sic] tu Patria. Cobarde de tí si no la previenes ... tú has sido elejido [sic] por tu Padre Celestial para cumplir una gran misión en la Tierra ... es menester que a esa causa divina sacrifiques todo lo material, lo terrenal y dediques tus esfuerzos todos a su valorización».
A mediados de noviembre se registra una comunicación aún más importante:
«El triunfo de usted va a ser brillantísimo y de consecuencias incalculables para nuestro querido México. Su libro va a hacer furor por toda la República ... al G[eneral] D[Díaz] le va a ... infundir verdadero pánico ... Usted tiene que combatir un hombre astuto, falso, hipócrita. Pues ya sabe cuáles son las antítesis que debe proponerle:
contra astucia, lealtad; contra falsedad, sinceridad; contra hipocresía, franqueza».
Lo firmaban dos iniciales: «B.J.» Con el aval del espíritu «José» y con la bendición ultraterrena del mismísimo Benito Juárez, Madero ya sólo necesitaba el permiso de su padre, sin el cual no podía cortar con los «últimos eslabones de su naturaleza inferior». Antes de solicitarlo, concluye la obra que defendería «los intereses del pueblo desventurado» y vierte la última comunicación en el cuaderno. El espíritu le confirma una vez más el buen «desenlace del gran drama que se dará en el territorio nacional el año de 1910»; pero, al calce, «José» comete el error de firmar con un nombre distinto: Francisco I. Madero.
Luego de dar a las prensas su libro, Francisco se retira absolutamente solo por cuarenta días y sus noches al desierto contiguo a su rancho Australia." Al despuntar el nuevo año escribe a su padre una carta en que expone los motivos para publicar el libro, a más tardar, el de ese mes. Sus argumentos de fondo no son de índole política:
«Entre los espíritus que pueblan el espacio existe una porción que se preocupa grandemente por la evolución de la humanidad, por su progreso, y cada vez que se prepara algún acontecimiento de importancia en cualquier parte del globo, encarna gran número de ellos, a fin de llevarlo adelante, a fin de salvar a tal o cual pueblo del yugo de la tiranía, del fanatismo, y darle la libertad, que es el medio más poderoso de que los pueblos progresen» El era uno de esos espíritus. «He sido elegido por la Providencia», explicaba a su padre; «no me arredran la pobreza ni la prisión, ni la muerte.».
«Creo que sirviendo a mi patria en las actuales condiciones cumplo con un deber sagrado, obro de acuerdo con el plan divino que quiere la rápida evolución de todos los seres y, siendo guiado por un móvil tan elevado, no vacilo en exponer mi tranquilidad, mi fortuna, mi libertad y mi vida. Para mí, que creo firmemente en la inmortalidad del alma, la muerte no existe; para mí, que tengo gustos tan sencillos, la fortuna no me hace falta; para mí, que he llegado a identificar mi vida con una causa noble y elevada, no existe otra tranquilidad que la de la conciencia y sólo la obtengo cumpliendo con mi deber.».
Don Francisco vacila, pero el hijo insiste; el libro ya estaba escrito. El había sido «elegido por la Providencia» para escribirlo. A riesgo de «pagar con su vida por el fracaso», necesitaba el permiso que días después, por telegrama, finalmente obtuvo. El 23 de enero agradece al padre con estas palabras:
«Ahora sí ya no tengo la menor duda de que la Providencia guía mis pasos y me protege visiblemente, pues en el hecho de haber recibido su bendición veo su mano, en la circunstancia de haberlo presentido tan claramente distingo su influencia, percibo su modo de guiarme, de dirigirme y de alentarme, pues si el laconismo forzoso del telegrama sólo me trajo su resolución definitiva, la visión que tuve anoche me reveló que esa resolución era sin violencia, obedeciendo a sus más nobles sentimientos, y aunque hacían un sacrificio sublime, se quedaban llenos de confianza en el porvenir, aceptaban con noble serenidad las consecuencias de la nueva vida de actividad y de lucha que se inicia».
Al entrar en la liga de la política nacional. Madero no lanzaba un manifiesto, no emitía una proclama, no profería un grito. Realizaba algo mas convincente e insólito: publicaba el producto de aquellas sesiones fervorosas. La sucesión presidencial en 1910. La primera edición salió a la luz a principios de 1909 y se vendió como pan caliente.
Vale la pena recordar sus ideas principales, porque ha llovido tanta tinta sobre el maderismo que pocos se acuerdan ya de lo que dijo Madero. El libro -dedicado a los constituyentes del 57, a los periodistas independientes y a los «buenos mexicanos que muy pronto se revelaran al mundo por su entereza y su energía»- admite quizá ser resumido en dos fórmulas casi homeopáticas: diagnóstico del mal mexicano y receta para curarlo.
El mal mexicano, consecuencia natural del militarismo que asoló todo nuestro siglo xix, era para Madero el poder absoluto, el poder en manos de un solo hombre. No hay progreso real que lo resista ni hombre infalible que lo ejerza con equilibrio. El ejemplo -decía Madero- está a la vista: en 1905, el pequeño Japón, fortalecido por la democracia, humilla al enmohecido Imperio ruso. Madero desplegaba cierto conocimiento de cultura latina y familiaridad moral con los liberales de la Reforma y la República Restaurada, a los que había leído cuidadosamente. El libro aportaba varios ejemplos históricos pertinentes sobre el poder absoluto, pero ninguno tan efectivo como el del propio zar mexicano. Era veneno puro transcribir para la opinión pública en 1909 los planes porfiristas de La Noria (1871) y Tuxtepec (1876), y recordar que la bandera con que había llegado Díaz al poder era, justamente, la no reelección: «Que ningún ciudadano se imponga y perpetúe en el ejercicio del poder», proclamaba el chinaco Díaz en 1871, «y ésta será la última revolución». Lo cierto -escribía Madero- es que al general Díaz -por lo demás hombre moderado honesto y patriota- lo obsesionaba desde entonces una idea fija- conquista el poder y retenerlo costara lo que costase. Sus paniaguados opinaban que era el hombre «necesario», «el buen dictador» pero el balance de sus treinta años de administración arrojaba -cuando menos en dos sentidos— números rojos.
En el frágil activo. Madero le reconocía, entre otras cosas, gran progreso material (aunque al precio de la libertad), algún auge agrícola (aunque no sin importación de cereales), industria boyante (aunque monopolica y subsidiaria), paz indudable (a costa de sacrificar la vida política). El pasivo, en cambio, era, en palabras de Madero, «aterrador»: la «fuerza bruta» en Tomochic, la esclavitud del pueblo yaqui la represión de obreros en Cananea y Río Blanco, analfabetismo concesiones excesivas a Estados Unidos y feroz centralización política Llagas sociales, económicas y políticas que se traducían en algo peorllagas morales. Según Madero, el poder absoluto había inoculado en el mexicano «... la corrupción del ánimo, el desinterés por la vida pública, un desdén por la ley y una tendencia al disimulo, al cinismo, al miedo.
En la sociedad que abdica de su libertad y renuncia a la responsabilidad de gobernarse a sí misma hay una mutilación, una degradación, un envilecimiento que pueden traducirse fácilmente en sumisión ante el extranjero ...».
«Estamos durmiendo», profetizaba Madero, «bajo la fresca pero dañosa sombra del árbol venenoso ... no hay que engañarnos, vamos a un precipicio.».
Si don Porfirio tenía su idea fija (el poder), don Pancho tenía la suya (poner límites al poder). Con buena lógica, y en un lenguaje que hasta sus detractores consideraron «virilmente franco y accesible a todas las inteligencias». Madero proponía el remedio: restaurar las prácticas democráticas y la libertad política que iguala a los hombres ante la ley; volver, en suma, a la Constitución del 57. Para ello había que organizar un Partido Nacional Democrático bajo el lema «Libertad de sufragio, no reelección». Díaz podía ser reelegido libremente, retirarse a la vida privada o, como transacción, podría seguir en la presidencia por un periodo más —hasta sus ochenta y seis años—, pero admitiendo la libertad de sufragio para la vicepresidencia y parte de las gubernaturas y cámaras. Lo que Madero proponía, en fin, era hacer efectivas las palabras del propio Díaz en la entrevista con Bulnes en 1903: «Usted no es capaz de encontrar un sucesor más digno ...
que la ley» El 2 de febrero de 1909, Madero envía su libro al «Gran Elector» con la pálida esperanza de volverlo, más bien, «el gran lector». Acompaña el libro de una carta firme, respetuosa, noble, en la que explícitamente le ofrece la inmortalidad histórica a cambio de la democracia:
«Para el desarrollo de su política, basada principalmente en la conservación de la paz, se ha visto usted precisado a revestirse de un poder absoluto que usted llama patriarcal ... La nación toda desea que el sucesor de usted sea la Ley, mientras que los ambiciosos que quieren ocultar sus miras personalistas y pretenden adular a usted dicen que "necesitamos un hombre que siga la hábil política del general Díaz" ... si por convicción, o por consecuentar con un grupo reducido de amigos, quiere usted perpetuar entre nosotros el régimen de poder absoluto, tendrá que constituirse en jefe de partido, y aunque no entre en su animo recurrir a medios ilegales y bajos para asegurar el triunfo de su candidatura, tendrá que aprobar o dejar sin castigo las faltas que cometan sus partidarios y cargar con la responsabilidad de ellas ante la historia y ante sus contemporáneos - " me he tomado la libertad de dirigirle la presente, es porque me creo con el deber de delinearle a grandes rasgos las ideas que he expuesto en mi libro y porque tengo la esperanza de obtener de usted alguna declaración que publicada y confirmada muy pronto por los hechos, haga comprender al pueblo mexicano que ya es tiempo de que haga uso de sus derechos cívicos y que, al entrar por esa nueva vía, no debe ver en usted una amenaza, sino un protector; no debe considerarlo como el poco escrupuloso jefe de un partido, sino como el severo guardián de la ley como la grandiosa encarnación de la patria» En algún lugar de la vía Láctea ‘Raúl’ y ‘José’ sonrieron satisfechos.






Los hechos del «Apóstol»






 En ese momento Madero inicia la mayor enseñanza práctica de democracia ejercida por un hombre en toda la historia mexicana. El secreto del «Apóstol de la Democracia», como empezaba ya a conocérsele, era claro y sencillo: desplegar frente a la mística de la autoridad, encarnada en Porfirio Díaz, una mística inversa: la mística de la libertad. «Soy ante todo», solía repetir, «un demócrata convencido.».
Posteriormente, del 27 de febrero a mediados de junio de 1909, encabeza en la ciudad de México los trabajos del Centro Antirreeleccionista que se funda en mayo. Al mes siguiente aparece el primer número de El Antirreeleccionista, dirigido por el joven filósofo y abogado José Vasconcelos y en cuyas páginas colaboran Luis Cabrera, Toribio Esquivel Obregón y Federico González Garza. En junio se expide también el primer manifiesto del Centro, que firman, entre otros, viejos personajes de la oposición, como Emilio Vázquez Gómez, Filomeno Mata y Paulino Martínez. Para entonces Madero ha vendido ya una porción considerable de sus bienes —castigando el precio- para obtener liquidez. Así pudo financiar buena parte de los trabajos antirreeleccionistas e iniciar una serie de largos recorridos por la República acompañado de una escasa comitiva La primera gira toca Veracruz (lo aclaman dos mil personas), Progreso (tres mil lo vitorean), Mérida, Campeche, Tampico, Monterrey (acuden tres mil personas) y concluye en San Pedro de las Colonias, En varios lugares, grandes y pequeños, por donde pasa, Madero funda un club antirreeleccionista. En septiembre viaja por su estado natal y recibe la buena nueva de que el general Reyes ha dejado plantados a sus partidarios aceptando del presidente una misión militar de segundo orden en Europa. En octubre, exhausto por la tensión política y espiritual, Madero enferma y se recluye cinco semanas en Tehuacán, desde donde mantieie correspondencia abundantísima con cientos de simpatizantes de toda la República.
En diciembre, acompañado del elocuente Roque Estrada, inicia su segunda gira. Recorre Querétaro, Guadalajara (seis mil personas). Colima (mil). Mazarían (dos mil en el Circo Atayde), Culiacán (donde declara: «Venimos a predicar la democracia»), Navojoa (lo recibe Benjamín Hill), Alamos, Guaymas (José María Maytorena encabeza a tres mil personas), Hermosillo, Nogales, Ciudad Juárez, Chihuahua (conoce a Pancho Villa), Parral (se le recibe con gran fiesta). Torreón, y vuelve a San Pedro de las Colonias.
El fervor político no le impide comunicarse con sus espíritus. Lo hace con infalible puntualidad. Tampoco desvanece en él al médico de almas. En aquel año de 1909, el gobernador de Coahuila -Jesús de Valle- y su hijo, Artemio de Valle Arizpe, lo vieron en una calle dando «pases curativos» a un borracho.
A principios de 1910, Madero funda el diario El Constitucional, que al poco tiempo encargaría a Heriberto Frías, y empieza una tercera gira por Durango (donde, desacertadamente, elogia la política de conciliación de Porfirio Díaz), Zacatecas, Aguascalientes (acuden ocho mil personas) y San Luis Potosí. En cada etapa, la comitiva es vitoreada, pero sufre las más variadas formas de obstrucción que le preparan las autoridades. Días antes de la convención nacional del partido, la obstrucción se intensifica. El gobierno central desarrolla una acción múltiple contra los intereses económicos de la familia Madero: interviene -sin éxito, porque el público sólo acepta su moneda- al Banco de Nuevo León, presiona al fundador de la dinastía, acusa penalmente a Madero de «robo de guayule» y dicta contra él orden de aprehensión, que no se hace efectiva, entre otros azares, por la intercesión de Limantour, cerebro financiero del régimen de Díaz y amigo de los Madero.
En abril de 1910 Madero preside por fin la convención del Partido Antirreeleccionista, que capitaliza, además del propio, el impulso del reyismo sin Reyes. En su discurso. Madero advierte contra el fraude electoral: «La fuerza será repelida por la fuerza». Lo cierto es que Madero no quería la revolución, sino un cambio pacífico, electoral, democrático. Pero el día anterior a la convención había'sostenido una entrevista con el propio presidente Díaz a raíz de la cual cambia, en definitiva, de parecer. Sintió que trataba con un «niño o un ranchero ignorante y desconfiado»: «No se puede hacer nada con él», pensó. Madero pidió garantías. Don Porfirio respondió que «tuviera confianza en la Suprema Corte», a lo cual Madero contestó no con un argumento sino con una «franca carcajada»: «Conmigo no dan resultado esas bromitas». A Adrián Aguirre Benavides le confió sus impresiones:
«Te aseguro que el general Díaz me causó el efecto de estar completamente decrépito; no le encontré ninguna de las cualidades que le encuentran quienes lo han entrevistado, pues ni me pareció imponente, ni hábil, ni nada. Por el contrario, tuve la oportunidad de "semblantearlo" por completo. Conocí todos sus proyectos, hasta los que tiene para dentro de unos dos o tres años, mientras que él no supo nada de los nuestros ... no me impresionó absolutamente la entrevista que tuve con él y [creo] que más bien él ha de haber estado convencido de que no logró imponérseme y que no le tengo miedo.
El general Díaz ha comprendido por fin que sí hay ciudadanos bastante viriles para ponerse frente a frente. Porfirio no es gallo, sin embargo habrá que iniciar una revolución para derrocarlo» En mayo Madero inicia su cuarta gira. El ascenso del antirreeleccionismo es vertiginoso, los mítines son más riesgosos e intensos. En Puebla lo aclaman treinta mil personas; en Jalapa, diez mil; en Veracruz sostiene que su programa busca recuperar los derechos de los individuos, las libertades de los municipios y la autonomía de los estados. En Orizaba, escenario de la matanza de Río Blanco, pronuncia frente a veinte mil obreros uno de sus discursos definitorios de política social, anclado en el liberalismo clásico:
«Vosotros deseáis libertad, deseáis que se os respeten vuestros derechos, que se os permita agruparos en sociedades poderosas, a fin de que, unidos, podáis defender vuestros derechos; vosotros deseáis que haya libertad de emitir el pensamiento, a fin de que todos los que aman al pueblo, todos los que se compadecen de vuestros sentimientos, puedan ilustraros, puedan enseñaros cuál es el camino que os llevará a vuestra felicidad; eso es lo que vosotros deseáis, señores, y es bueno que en este momento, que en esta reunión tan numerosa y netamente democrática, demostréis al mundo entero que vosotros no queréis pan, queréis únicamente libertad, porque la libertad os servirá para conquistar el pan».'3 De Veracruz siguió a Guanajuato, Jalisco y, otra vez, la capital de México. En cada lugar lo vitorean. Lo que Madero renueva es el ideal del liberalismo por el que muchos mexicanos habían luchado en las guerras de Reforma e Intervención. Hubo quien pensó que con él se acabarían los impuestos, los prefectos y las autoridades. «Lo inmenso de aquella arenga apostólica», recuerda su fiel amigo Roque Estrada, «era una tremenda sinceridad iluminada y una fe profundamente sentida por la causa.». «Oyéndolo decir tantas verdades», escribe Manuel Bonilla, «era evidente que encarnaba al verdadero apóstol.» No lo disuade la oposición familiar que encabeza el patriarca don Evaristo, quien, como prevención, lega casi todos sus bienes a la apolítica familia de su segunda mujer. Sin romper lazos con los parientes. Francisco acaba por convencer a los familiares más cercanos.
A principios de junio de 1910 emprende la que sería su quinta y última gira. En Saltillo y San Luis Potosí sufre serias hostilidades. Por fin, en Monterrey, el gobierno se decide a apresarlo. Además de iluminar aún más con ese hecho su aureola de apóstol, la acción —en la que quizá don Porfirio no tuvo injerencia directa, o si la tuvo demostró con ello la pérdida de sus facultades— era torpe, contraproducente y tardía. Madero había visitado ya 22 estados y fundado no menos de cien clubes. Era natural que encontrara los arrestos para escribir al presidente de modo abierto y usando palabras que debieron de herir las entrañas «paternales de Porfirio»:
«Con esa actitud se demuestra que usted y sus partidarios rehuyen la lucha en el campo democrático porque comprenden que perderían la partida. La nación no quiere ya que usted la gobierne paternalmente (como dice usted que pretende gobernarla)» Desde la prisión de San Luis Potosí, adonde se le traslada a fines de junio. Madero prosigue con un ritmo febril sus relaciones epistolares. A todos les infundía el mismo ánimo: «Pueden tener la seguridad todos ustedes de que no flaquearé ni un solo momento». Y no flaquea, en efecto, cuando los resultados electorales de los primeros días de julio le son adversos. Para no dejar expediente legal sin cubrir en el camino, su partido somete al Congreso un vasto y detallado memorial sobre el fraude en las elecciones que, por supuesto, no encuentra mayor eco. Para Madero, que escapa a San Antonio, Texas, el 6 de octubre, y para sus correligionarios en toda la República y en el exilio, el destino se definió con la publicación extemporánea —en San Antonio, en octubre- del Plan de San Luis. que Madero había redactado en su cautiverio con la ayuda, entre otros, de un joven y casi anónimo poeta: Ramón López Velarde. De sus cláusulas sobresalían la asunción de la presidencia provisional por Madero, el desconocimiento de los poderes federales, la restitución de terrenos a pueblos y comunidades despojados, y la libertad de los presos políticos:
«Conciudadanos», exhortaba Madero, «no vaciléis, pues, por un momento: tomad las armas, arrojad del poder a los usurpadores, recobrad vuestros derechos de hombres libres ...» La arenga patriótica no nubló, por entonces, su sentido práctico.
La revolución, que debía estallar el 20 de noviembre de 1910, contaba ya con un mapa de acción y delegados formales en cada sitio.
El propio Madero podía invocar quizá, por las noches, a los espíritus propicios, pero en las mañanas escribía a Nueva York pidiendo noticias sobre sus acciones guayuleras... La clave era: una acción = 100 rifles Winchester




La revolución de Arjona.






 La mañana del domingo 20 de noviembre de 1910, diez hombres, incluido un guía, acompañan al líder de la Revolución a la frontera de Río Grande. En el sitio convenido debía esperarlo el tío Catarino Benavides con cuatrocientos hombres. Al llegar no encuentra a nadie; cuando el tío aparece, su contingente no es de cuatrocientos sino de diez. Con veinte hombres parecía difícil atacar Ciudad Porfirio Díaz.
Para colmo, el mismo día llegan noticias sobre una reciente orden de arresto. Madero decide esconderse. A los pocos días viaja de incógnito a la ciudad de Nueva Orleáns con su hermano Raúl (éste llevaba el mismo nombre del hermano muerto en 1887).
Para todos, menos para su caudillo, que entonces ignoraba buena parte de los levantamientos en su favor en Chihuahua, Sonora, Tamaulipas, Coahuila y Veracruz, la esperada Revolución parecía un fiasco. El conservaba la fe por razones místicas y también prácticas:
desde el principio comprendió que al general Díaz sólo se le podía derrocar por las armas, pero para hacer efectiva la Revolución había sido indispensable la campaña democrática previa. Así había preparado a la opinión pública y justificado el levantamiento. A juzgar por la reacción que tuvieron sus giras, Madero pensó que la Revolución no podía fallar. La prueba más extraordinaria de su fe está en las cartas que desde Nueva Orleáns remitió a Juana P. de Montiú (seudónimo de su mujer). En una de ellas, fechada el 2 de diciembre de 1910, le informa que duerme bien, no perdona la siesta, lee en una biblioteca, hace ejercicios en la YMCA (Young Men's Christian Association), asiste a la ópera, además de decirle que:
«Nosotros estamos confiados en el resultado final de la lucha y sobre todo tenemos la seguridad de que los acontecimientos siguen el curso que les ha trazado la Providencia ...
»Ya ve mi cielito cómo no se me nota que tan grandes asuntos me preocupan, pues creo que de nada sirve quedarse uno meditabundo y triste; es mejor procurar distraerse a fin de que el espíritu, más descansado y más lúcido, puesto que no está entorpecido por la congoja, pueda resolver con mayor serenidad los arduos problemas que se le presentan».
F. López, seudónimo de su padre, recibió también líneas de esperanza:
«Esta tranquilidad me viene ... de la certidumbre de que los acontecimientos siguen desarrollándose según los designios de la Providencia ... ¿Por qué poner en duda esa intervención, únicamente porque un detalle de más o menos importancia no resulte como lo esperábamos? ... Por lo demás, no sabemos cómo está el sur de México».
Tal vez había que seguir el ejemplo de Vicente Guerrero y acaudillar la Revolución en el sur. El 14 de diciembre, aún con datos escasos en que fundar su optimismo, escribe a su mujer:
«¿Crees tú que nuestros actos puedan tener sobre nosotros consecuencias dolorosas? No, eso no puede ser; es posible que nos vengan algunas contrariedades, pero no serán sino aparentes. Elevándonos un poco las apreciaremos debidamente, veremos su poca importancia y recobraremos la serenidad a que tenemos derecho, porque tenemos la conciencia tranquila, porque sabemos que obramos bien, que estamos cumpliendo con nuestro debe?'.
Nunca como entonces necesitaba Madero acopiar fuerzas y fe. Las halló, por supuesto, en su propio temple, pero también en una nueva lectura, cuidadosamente anotada, del Baghavad Gita. Los espíritus de Raúl y José —llamémosles así una vez más— habían presidido sus dos épocas anteriores de tensión: el ascenso caritativo, de 1901 a 1902, y el político, de 1907 a 1908. A fines de 1910 y principios de 1911, en el exilio y en virtual incomunicación, Madero acudió a la inspiración, más clásica y tangible, de un libro.
En sus largas sesiones en la biblioteca de Nueva Orleáns reunió varios apuntes con el título de Comentarios al Baghavad Cita. La obra, como se sabe, consiste esencialmente en un diálogo entre el príncipe Arjuna y el dios Krishna. Aquél duda en iniciar una batalla contra Dhristarashtra, rey de los kurús, porque en sus huestes militan amigos o conocidos y porque, en definitiva, Arjuna no odia a su enemigo.
Krishna le incita a combatir y le revela uno a uno los secretos de la vida: la irrealidad de la muerte, el carácter deleznable del mundo de los sentidos, la necesidad de renunciación y una paradoja que debió de impresionar particularmente a Madero:
«... y en verdad te digo que la acción es superior a la inacción ...
es dificilísimo, ¡oh Arjuna!, renunciar a la acción sin antes haber servido por medio de la acción ... Escucha mis palabras, ¡oh príncipe!; en verdad te digo que quien ejecuta la acción como un deber, sin apetencia por el fruto de la acción, renuncia a la acción al tiempo que la realiza».
En sus comentarios, Madero escribió que la paradoja de la accióninacción se resolvía en la palabra clave: deber.
«Es, por consiguiente, posible llegar al grado máximo de virtud y evolución que puede alcanzar el ser humano, dedicándose a la vida ordinaria, a la profesional, a la agricultura, a los negocios, a la política y a todas las ocupaciones que exige la moderna civilización, así como la constitución de un hogar y de una familia; basta para ello unirse espiritualmente con el Ser Supremo, es decir, llegar al resultado de que todos nuestros actos tengan un fin bueno y útil a la humanidad, o sea, que todos ellos estén en armonía con el Plan Divino, porque tienden a favorecer el bienestar del género humano y su evolución.
Para lograr este resultado es indispensable, como dice el mismo versículo, "subyugarse a sí mismo", porque de otra manera las pasiones impiden tener la serenidad de espíritu y la rectitud necesarias para obrar siempre bien ... Ya hemos explicado que por "renunciar al fruto de nuestras acciones" debe entenderse que al ejecutar cualquier acto meritorio no debemos hacerlo en vista de la recompensa que de él esperamos, sino por considerar que tal es nuestro deber.» Deber que, en su caso, parecía tan claro, desinteresado y puro como la frase «liberar a la patria».
De vuelta en Texas, mientras preparaba su regreso a territorio mexicano, Madero llegó a alquilar una máquina de escribir para pasar en limpio sus Comentarios al Baghavad Cita. El 23 de febrero, en carta a su esposa. Madero revela haberse identificado aún más con Arjuna, su antiguo seudónimo, y tener la intuición de que su vida no peligra.
En febrero de 1911 Madero entra por fin en México con 130 hombres. Al poco tiempo acaudilla personalmente un ataque a Casas Grandes en el que es herido en un brazo. Durante un par de meses dirigirá, no siempre con orden y concierto, las operaciones revolucionarias. Sabe un poco, pero presiente más, que la lucha se ha extendido por la República. Las juntas revolucionarias de la franja fronteriza norteamericana operan con desahogo. El gobierno norteamericano no obstaculiza mayormente el flujo de armas. El cabildeo contratado en Washington comienza a surtir efecto. El sabotaje a las líneas telegráficas y férreas dificulta los movimientos de un ejército federal menos fiero de como lo pintaban. Los hechos de armas se duplican de febrero a marzo y en abril abarcan ya 18 estados. En Nueva York, Washington y la frontera, el gobierno de Díaz se sienta a la mesa de las negociaciones.
En marzo, Limantour conferencia en Nueva York con el doctor Francisco Vázquez Gómez -agente confidencial del gobierno-, Francisco Madero padre y su hijo Gustavo sobre las condiciones de un arreglo. No se habla entonces de la renuncia de Díaz, pero sí de una democratización general en el gabinete, los estados, los poderes y las libertades públicas. En su mensaje del 1.° de abril, el presidente intenta un golpe que en otras circunstancias, con otra edad y frente a un contrincante menos fervoroso que Madero, hubiera sido maestro:
toma como suyas las banderas de la Revolución, incluido el «interesante» punto del reparto agrario, y remienda por completo su longevo gabinete. Cumplidas las condiciones, no había ya razón para que los «mexicanos lamentablemente equivocados o perversamente engañados» se negasen a deponer las armas. Madero, sin embargo, no da marcha atrás: no considera «suficiente garantía» una promesa de la administración y exige la dimisión del presidente Díaz y el vicepresidente Corral. Al enterarse de las declaraciones del presidente, el viejo don Evaristo Madero comienza a creer en el posible triunfo de «Panchito»; el 6 de abril de 1911, quizá con esa convicción, muere.
Las pláticas continúan. El 23 de abril se pacta un armisticio de cinco días frente a Ciudad Juárez. Dos enviados oficiosos del gobierno manejan la' posibilidad de una diarquía casi bipartidista. El magistrado Francisco Carvajal trae, a principios de mayo, facultades plenas de negociación. La jefatura revolucionaria en pleno firma un acta de 14 puntos en la que detalla las condiciones del arreglo: entre otras, pago de haberes a las tropas revolucionarias, libertad a los presos políticos, nombramiento por el Partido Revolucionario de los secretarios de Guerra, Instrucción Pública, Gobernación, Justicia, Comunicaciones y Obras Públicas. La renuncia de Díaz no estaba prevista en esos 14 puntos, pero sí se juzgaba necesaria.
En ese momento, Madero comienza a fluctuar. Firma el acta, al día siguiente se arrepiente y al poco tiempo se arrepiente de arrepentirse. Enfrentado a la dimisión de Díaz, presiente que se acerca el momento del triunfo y la necesidad de ejercer, por primera vez, el mando ejecutivo, no el de la oposición. Pero Madero sólo entiende el ^ mando bajo el atributo de la magnanimidad. De ahí que -según Vázquez Gómez- insista en la conveniencia de que, aun en el caso de que se pida la renuncia del general Díaz, se haga «en forma en que no se le lastime, para ver si de esta manera se logra evitar mayor derramamiento de sangre ...».
El 7 de mayo, en un manifiesto a la nación, el presidente admite que la rebellón de noviembre «paulatinamente ha ido extendiéndose» declara que «el espíritu de reforma ha invadido también la administra^ cion pública de las entidades federativas» y -acto decisivo- concede implícitamente la posibilidad de renunciar «cuando su conciencia le diga que al retirarse no entrega el país a la anarquía». Cualesquiera que fueran sus intenciones, el manifiesto fortalece la causa revolucionaria. Al día siguiente, frente a Ciudad Juárez, Madero duda una vez más. Desea que cese el fuego, pero sus tropas, comandadas por Pascual Orozco y Francisco Villa, lo rebasan.
El 10 la ciudad cae en manos de la Revolución. Tres días más tarde, Orozco y Villa reclaman a Madero la vida del general Navarro comandante federal de la plaza. Madero se niega a concedérsela y sale de sus oficinas. Minutos después, «sudoroso y pidiendo agua para beber», llega a la casa en que se hospeda. El doctor Vázquez Gómez le pregunta: «íDe dónde viene usted tan agitado?», a lo que Madero responde:
«Vengo de llevar al general Navarro y a su estado mayor a la orilla del río, pues querían fusilarlos ... Me los llevé en un automóvil hasta la margen del Bravo y de allí pasaron al otro lado».4" El 21 de mayo se firmaron finalmente los tratados de Ciudad Juárez, con los que concluía la Revolución. El presidente y el vicepresidente dimitirían de sus cargos antes del fin de mayo; el secretario de Relaciones, Francisco León de la Barra, asumiría la presidencia interina para convocar elecciones generales; el licénciamiento de tropas se efectuaría a medida que en cada estado se diesen condiciones de tranquilidad y orden. Cuatro días después, Porfirio Díaz presentaba su renuncia. «Estoy más orgulloso por las victorias obtenidas en el campo de la democracia que por las alcanzadas en los campos de batalla» proclamó entonces Madero. Hasta ese momento tenía razón La Revolución había sido particularmente incruenta. Nadie mejor que José Vasconcelos para expresar ese instante estelar de la pasión maderista:
«El propósito inicial de Madero era despertar el alma de la nación o crearle un alma a la pobre masa torturada de los mexicanos. No predicaba venganzas ... lo movía el amor de sus compatriotas ... A puertas abiertas empezó su cañera ... nada de conspiraciones a la sombra; todo su corazón lo abrió a la luz y resultó que toda la República le cupo dentro».





Derrota en la victoria






La estrella maderista llegaba a su cénit. La algarabía del pueblo presagiaba todas las venturas para «el Apóstol». En cada estación se le aclamo. Por donde pasaba se oían aplausos, vivas, repique de campanas y cohetes. El 7 de junio de 1911 Madero hace su entrada triunfal en la ciudad de México, luego de un fortísimo temblor de tierra ocurrido en la madrugada. Lo reciben cien mil personas eufóricas, la quinta parte de la población total. Dos palabras mágicas pintadas en las bardas y en las conciencias resumían el momento: «¡Viva Madero!». La esposa de un diplomático extranjero apuntó en su diario esta imagen del libertador de treinta y siete años: «Madero posee una sonrisa agradable y espontánea. Hay algo en él de juventud, de esperanza y de bondad personal».
Aquella era una fiesta de la libertad. Pero ¿cuáles eran las razones profundas de la algarabía? Daniel Cosío Villegas las expresó con sensibilidad y agudeza:
«La bandera maderista era una verdadera reivindicación, mucho mas general y más honda de lo que han creído los propios apologistas de la Revolución. Era la reivindicación de la libertad individual para determinar la vida pública del país: era la reivindicación del individuo contra el poder opresor del Estado; de la ley ante la fuerzadel gobierno de instituciones contra el gobierno personal y tiránicoera el reconocimiento del viejo apotegma bíblico de que no sólo de pan vive el hombre, de que la satisfacción y el gusto del hombre proceden tanto del progreso material como de sentirse libre incluso para resolver si quiere ese progreso, y en dónde, cómo y cuándo Si se recuerda cuan vieja era la lucha del mexicano por la libertad; si se recuerda cuánto había sangrado por lograrla; si se recuerda que la tuvo en sus manos, hasta abusar de ella, en la República Restauradasi se recuerda, en fin, que durante el porfiriato la pierde hasta olvidar su pura imagen; si se recuerda todo esto, tendrá que admitirse que el "sufragio efectivo" era una bandera revolucionaria con toda la flámula roja destinada a subvertir un orden de cosas».
No obstante, a la postre, aquella fiesta de la libertad resultaría engañosa. Era la derrota en la victoria. Antes que a manos de sus enemigos, Madero cayó víctima de su propia congruencia mística, ideológica y moral. Dicho asi, parece extraño o paradójico. No lo es.
Madero había dedicado toda su vida política a combatir el poder absoluto y el poder personal, a promover la democracia (el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo) y la libertad entendida como ausencia de coerción y como igualdad ante la ley. Con el tiempo, al hombre cuya idea fija era liberar del poder le llega el imperativo de ejercer el poder. Frente a sí tiene un dilema similar al de Morelos, que el propio Madero había recordado en La sucesión presidencial en 1910:
conservar el poder como caudillo militar o instalar un poder por encima de su poder. Igual que Morelos, muerto por anteponer a su poder el del Congreso de Chilpancingo, y -lo que es más significativoa sabiendas de este antecedente, Francisco I. Madero puso ante sí la Constitución del 57.
Pero era natural. Su deber, su kanna -como él diría- había sido liberar a los mexicanos y darles la oportunidad de gobernarse. A esas alturas de la partida, a él no le tocaba jugar: era el turno de la nación, el turno de los demás jugadores del ajedrez democrático: jueces, legisladores, gobernadores, periodistas y electores en la capital, en cada estado, en cada municipio. Firme como libertador, le correspondía ser liberal como gobernante. Congruente con su visión del mundo, había «restablecido el imperio de la ley», había designado -como en aquellas palabras a Porfirio Díaz- «al sucesor más digno: la ley». Sólo faltaba que el pueblo y, sobre todo, la clase política hicieran su parte.
Dos de sus biógrafos más solventes -Charles Cumberland y Stanley R. Ross- atribuyen dos errores capitales a Madero: la concesión del interinato presidencial a Francisco León de la Barra y el licénciamiento de las tropas revolucionarias. El interinato implicaba una vuelta al régimen porfiriano. De poco servía la remoción de algunos gobernadores si las legislaturas permanecían intactas y, por ende, adversas. Y nada más desalentador que licenciar a sus tropas: era tanto como privar de legitimidad a la Revolución. A la postre, Luis Cabrera tendría razón:
«Un cirujano tiene ante todo el deber de no cerrar la herida antes de haber limpiado la gangrena». Pero Madero no era un cirujano sino un apóstol. Es significativo que así se le llamase en vida. Ponía toda su «fe en la capacidad del pueblo a gobernarse a sí mismo con serenidad y sabiduría». La única imposición que se permitiría era la no imposición. Ejercer la autocracia porfiriana —así fuese tenue o disfrazadamente— debió de parecerle, si es que alguna vez lo pensó, un suicidio moral. Prefirió esperar a que la vida pública mexicana mostrara madurez democrática y usara responsablemente la libertad. Esperó en vano.
Según el embajador alemán Von Hintze, el presidente De la Barra perseguía el objetivo de socavar la legitimidad del futuro régimen maderista. Su mayor triunfo fue la escisión entre Zapata y Madero. El caudillo suriano confiaba en que Madero cumpliría la promesa de restitución de tierras hecha en el Plan de San Luis. Por su parte, Madero pretendía resolver el problema de modo paulatino, estudiado y pacífico, luego del licénciamiento de las tropas. A mediados de 1911 Madero viajó a Cuemavaca y Cuautia para entrevistarse con Zapata. Allí le aguardaba una recepción cariñosa y esperanzada. «La condición esencial es que usted debe continuar teniendo fe en mí como yo la tengo en usted», le dijo Madero a Zapata. «Yo siempre seré el más fiel de sus subordinados», le respondió el otro.
Pero el pacto entre los dos era dinamita para el porfirismo sin Porfirio. Los hacendados y el gobernador de Morelos presionaban a De la Barra. En el Senado y en la prensa de la capital se voceaba con histeria la «ferocidad del Atila del sur». El verdadero Atila comandaba a los federales en Morelos: Victoriano Huerta. Muy pronto quedó claro que Madero y De la Barra perseguían fines distintos.
El 15 de agosto de 1911, desde Cuemavaca, Madero pide al presidente De la Barra «amplias facultades» para viajar a Cuautia y arreglar personalmente con Zapata el licénciamiento de tropas. Al mismo tiempo, le anticipa las condiciones del ejército suriano: nombrar un gobernador y un jefe de armas nativos de Morelos que ofrezcan garantías; cualquiera menos Figueroa, el rival guerrerense de Zapata. Tres días después, Madero se traslada a Cuautla. Como prueba de confianza frente a Zapata, a quien ha llamado «integérrimo general», Madero lleva a su esposa. Desde allí informa al presidente que el licénciamiento empezaría tan pronto se cumpliesen algunos requisitos razonables: designar jefe de armas a Raúl Madero, traer tropas ex revolucionarias de Hidalgo, reconcentrar las tropas federales en Cuernavaca. Este punto era el más delicado, debido a la actitud de Huerta:
«Difícil vencer la desconfianza ... que no deja de estar justificada con la actitud asumida por el general Huerta, que sin órdenes expresas avanzó hasta Yautepec».
El 19 de agosto, Madero envía dos comunicaciones. La primera muestra preocupación:
«Huerta y Blanquet son muy odiados en esta región, y como a mí me engañó el primero, estas gentes, en su desconfianza, llegan hasta temer que con cualquier pretexto desobedezca al gobierno para provocar un conflicto, pues parece que es lo que desea».
En el mismo texto, sugería ya que se instalara una Comisión Agraria Local. Horas más tarde, el tono cobra tintes de alarma. Huerta ha atacado Yautepec.
«Tengo datos y fundamentos suficientes para asegurar a usted que el general Huerta está obrando de acuerdo con el general Reyes, y no dudo que su proyecto será alterar el orden con cualquier pretexto y con fines nada patrióticos.» No sólo los zapatistas repudiaban a Huerta y Blanquet y desconfiaban de De la Barra. También la propia madre de Madero, doña Mercedes González Treviño, quien en esos días le escribe:
«El objeto de ésta es decirte ... que quites las fuerzas federales. No andes con contemplaciones, imponte un poquito al mismo De la Barra, porque si no tendremos que batallar ... hay que quitar a Huerta ... a Blanquet haz por mandarlo lejos, están haciendo la contrarrevolución».
Sin imponerse ni «un poquito» a De la Barra, Madero anuncia a éste su salida a Yautepec. La conducta de Huerta le parecía «algo sospechosa ... atacó Yautepec contra órdenes de usted», recibiendo a tiros al presidente municipal,, que iba con bandera blanca. Por fin, el 20 de agosto. De la Barra -el «presidente blanco»- da color: se detendría el avance federal, pero a condición de que Zapata depusiera las armas y licenciase sus tropas en veinticuatro horas. Por su parte, Madero insiste en la salida de Huerta y Blanquet: «Las noticias que usted ha recibido respecto a los desmanes de Zapata son grandemente exageradas ... sé lo que se dice de Zapata en la ciudad de México», agregaba, «y eso no es exacto. Los hacendados lo odian porque es un obstáculo para la continuación de sus abusos y una amenaza para sus inmerecidos privilegios».5» De la Barra, en cambio, piensa que «es verdaderamente desagradable tratar con un individuo [Zapata] de tales antecedentes», reafirma sus condiciones y defiende a Huerta como «militar pundonoroso y leal». El 25 de agosto Madero escribe a De la Barra una amarga carta en la que se queja de varios actos del presidente. Uno de ellos había sido el envío de Huerta al estado de Morelos.
«Para ponerle a usted el ejemplo más saliente me referiré al envío de Huerta a Morelos. Este general es bien conocido en todas partes por sus antecedentes reyistas. Usted ha visto el modo tan indigno como me trató en Cuemavaca, pues a pesar de que tenía instrucciones de usted de obrar de acuerdo conmigo, no sólo no lo hizo, sino que se burló de mí. Además, todos sus actos han tendido a provocar hostilidades en lugar de calmarlas. Pues bien, el nombramiento del general Huerta no fue sugerido por su actual subsecretario de Guerra, que era el indicado para ello, sino por personas extrañas, puesto que usted hizo la designación directamente. Comprendo que está usted, bajo el punto de vista constitucional, en perfecto derecho de hacerlo; pero si usted siguiera obrando de acuerdo con el partido nuestro, que es el 99 por ciento de la nación, hubiera preferido inspirarse con el subsecretario de Guerra, y no con personas extrañas.».
Por si faltaran datos confirmatorios. Madero recordaba al presidente que Huerta había ofrecido ocho mil pesos al director de El Hijo del Ahuizote para que se hiciera reyista. Pero el punto más delicado no era la actitud de Huerta, sino la de los campesinos zapatistas, a quienes no se podía ni debía traicionar. Las condiciones pactadas por Madero eran las mismas de un principio. Aunque había salido de Morelos prometiendo a Zapata que sus demandas se cumplirían al llegar él a la presidencia, insistió a León de la Barra en la necesidad de hacerlas efectivas cuanto antes:
«Usted comprende que en este caso sí va mi honor de por medio.
»Si yo intervine en este asunto, exponiendo mi vida, como a usted le consta, y haciendo grandes sacrificios, fue movido por el deseo de evitar un serio conflicto; pero no quise ir sin llevar las proposiciones de usted, que sabía yo serían admisibles para ellos.
»Esas condiciones las acordaron ustedes en Consejo de Ministros y me las comunicó usted en presencia de Ernesto [Madero].
»Si ahora no se cumple con lo que yo ofrecí en nombre de usted, con aprobación del Consejo de Ministros, yo quedo en ridículo, y no sólo eso, sino que pueden creer que fui a traicionarlos engañándolos y a esto sí no puedo resignarme, por cuyo motivo si no se cumplen esos compromisos contraídos en Morelos, en la forma que usted guste, pues deseo que el gobierno salve completamente su decoro; si no se arregla esto, digo, me veré en el forzoso caso de hacer declaraciones públicas a fin de que todo el mundo sepa cuál fue mi proceder en este caso.
»Le repito que esto último me será muy sensible; pero mi dignidad y mi honor me obligan a ello, pues yo nunca he sido de los políticos que van a engañar al adversario para desarmarlo; siempre he atacado a mis enemigos frente a frente».
Para su desgracia, quizá por «no hacer declaraciones públicas» Madero cargó con un doble estigma en la mente de los zapatistas: no logró que sus condiciones se cumplieran y los «traicionó engañándolos».
Sólo así se entiende la rapidez con que el movimiento suriano rompería con él en noviembre de 1911, a los pocos días de haber asumido Madero el poder.
Se ha dicho que, independientemente de las intrigas de De la Barra y el papel de Huerta en el avivamiento de la disputa. Madero no se avino con Zapata. Había entre ellos, ciertamente, una diferencia cultural importante. Zapata hablaba desde un pasado histórico remoto, reivindicaba derechos coloniales, un orden casi mítico de unión con la tierra. Madero era a fin de cuentas un liberal que no entendía la propiedad comunal de la tierra. Pero también era un demócrata, un cristiano igualitario que, al contrario de De la Barra, respetaba a Zapata. Madero y Zapata diferían en los procedimientos. Los separaron los hombres y los intereses. No obstante, en términos de dignidad humana sus fines no eran distintos.
El interinato se caracterizó por la ambigüedad. El triunfador de la Revolución había aceptado retardar la aplicación de los frutos de su victoria, renunciando de hecho a ejercer por un tiempo el poder. Al actuar de este modo, había sido el primero en negar la legitimidad revolucionaria. De poco le sirvió amparar su actitud en la legitimidad constitucional que pensaba haber rescatado. Los revolucionarios, en su mayoría, no lo entendieron así, y se sintieron confundidos, desilusionados e incluso traicionados. El antiguo régimen, casi intacto, vio la oportunidad de llenar el vacío y acopiar fuerzas para revertir, en su momento, la Revolución. Aun antes de llegar a la presidencia. Madero fallaba ante tirios y troyanos.
Toda la fuerza y sabiduría que había puesto al servicio de la liberación parecía volverse en contra suya al llegar el momento del mando. A mediados de 1911, cualquier distraído lector del mapa político podía advertir la madeja de contradicciones causadas por el hombre que hubiese servido mejor a su ideal empleando un adarme siquiera de malicia. Lo más notable, como prueban sus cartas a De la Barra, es que Madero conocía cada movimiento de sus enemigos en el mapa político, pero confiaba en desvanecer su influencia imponiendo lentamente sobre ellos el sereno contorno de su mapa espiritual.
Así, mientras en el mundo real los hombres manifestaban sus pasiones, Madero seguía viviendo, como le aconsejaba el espíritu en 1908, en «un mundo ideal», a tal grado que en 1911 publica, bajo el seudónimo de Bhima, un Manual espirita en el que reflexiona sobre la política como una derivación pura de la moral:
«Es indudable que si todos los hombres de bien hicieran a un lado sus egoísmos y se mezclasen en los asuntos públicos, los pueblos estarían gobernados sabiamente y serían los hombres de más mérito y virtud los que ocuparían los puestos más elevados; y es natural que hombres así harían el bien y acelerarían la evolución de la humanidad, no sucediendo lo mismo con los hombres malvados que con tanta frecuencia ocupan dichos puestos, porque a más de no gobernar sino en vista de sus propios y mezquinos intereses, dan un ejemplo pernicioso a las masas, que sólo ven recompensado el éxito obtenido aun a costa del crimen, y ello significa un estímulo para las malas tendencias, a la vez que un gran obstáculo para la virtud, porque, en tales condiciones, el hombre bueno y virtuoso es víctima de toda clase de persecuciones, mientras el malvado que se amolda a la situación es recompensado. En un país gobernado por hombres perversos, el vicio y el crimen son recompensados y la virtud perseguida, lo cual influye, poderosamente, en el ánimo de una gran mayoría que, insensiblemente, se acostumbra a considerar práctico y conveniente todo lo que tiende a armonizarla con tal situación, y sueños, utopía, locura, todo lo que signifique tendencias nobles y elevadas».
Sin calibrar el desgaste político de aquellos largos y ambiguos meses, Madero pensaba que, en una esfera superior a la política o en una esfera de política superior, su triunfo había sido tan absoluto y total como su fe. No eran el maderismo ni sus ejércitos los que habían vencido, sino la Providencia misma. Por eso no vacila en decretar la paz perpetua, el licénciamiento de tropas, el orden constitucional y la fraternidad general. Por eso su presidencia parecería, por momentos, una extraña y solitaria festividad en la que el presidente «sonríe siempre, invariablemente sonríe». Si había vencido al mismísimo don Porfirio, ¿cómo dudar de la virtud y la bondad puestas al servicio de la humanidad? ¿Y quién, ante tal oportunidad histórica, podía pensar que se trataba de «sueños, utopía, locura»?




Gobierno democrático






En noviembre de 1911, Madero llegó por fin a la presidencia, gracias a la votación más libre, espontánea y mayoritaria de la historia mexicana contemporánea. Gobernó quince meses, y con tales dificultades que, a la distancia, su periodo semeja más bien un milagro de supervivencia. Madero, hay que reconocerlo, no tenía un pelo de diplomático. No actuaba por cálculo sino por palpito. Casi siempre parecía abstraerse de la realidad o transitar por encima de ella. Su gabinete -integrado por elementos heterogéneos en nombre de una conciliación ideal- fue inestable y poco eficiente. El Senado, que ejerció en su contra una tenaz oposición, desacreditó y paralizó los intentos de reforma. Aunque a partir de 1912 la legislatura era en su mayoría maderista, dominaba el veneno oratorio contra el Ejecutivo Hubo problemas de gobierno en 11 estados. Pero nada tan irrespon^ sable y persistente como el ataque de la prensa. Llovieron los chistes, los apodos, las caricaturas, los rumores:
«Al presidente Madero», escribió Manuel Bonilla, «lo acusaron aquellos periódicos, y muchos tribunos también, de ser corto de estatura; de no tener el gesto adusto y duro el mirar; de ser joven- de querer a su esposa y respetarla; de amar y respetar a sus padres; de no ser general; de decir discursos; de comer sujetándose a la dieta vegetariana por estar enfermo del estómago; de tener hermanos; de ser optimista; de no tener miedo; de haber saludado a Emiliano Zapata dándole un abrazo y de haberle dicho, tratando de atraerlo al sendero de la paz, que lo creía un hombre integérrimo; de no ser asesino, de estudiar el espiritismo y ser masón; de ser nepotista -sin fijarse en que su nepotismo lo ejerció para exponer a sus familiares a los riesgos de la guerra-; de haber subido en aeroplano; de bailar, y naturalmente de haber impuesto a Pino Suárez».
Era una paradoja cruel que la prensa, cuyo sustento y razón de ser es la libertad de expresión, pidiese implícitamente, a lo largo de todo el régimen maderista, la vuelta al silencio porfiriano. No faltó quien sugiriese al presidente revivir la «Ley Mordaza», pero Madero se negó siempre a coartar la libertad de prensa, «tan necesaria», había dicho en agosto de 1911, «para que cumpla su alta misión». Mientras tanto, periódicos como El Mañana entendían que su «alta misión» consistía en sostener tesis como ésta: «¿Qué nos queda del orden, la paz, la prosperidad interna y del crédito, del respeto y prestigio en el extranjero que México gozaba bajo el gobierno del general Díaz?». Por eso Gustavo, el influyente hermano de Madero, afirmaba que «Los diarios muerden la mano que les quita el bozal». El propio Francisco Bulnes —no precisamente un maderista— escribiría años después; «La prensa dirigía una campaña salvaje en favor del regicidio». No obstante, Madero, siempre congruente, rehusó el empleo de los métodos de la dictadura: «Prefiero hundirme en la ley que sostenerme sin ella». En todos los casos mantuvo siempre una misma actitud: preservar el ideal democrático para que la impura realidad no lo alcanzara. También fue lamentable la mofa de algunos intelectuales. Desde 1910, José Juan Tablada —por lo demás, excelente poeta— había escrito la farsa llamada Madero Chantecler, que en algún momento proclamaba:
¡Qué paladín vas a ser!, te lo digo sin inquinas.
Gallo bravo quieres ser, y te falta, Chantecler, lo que ponen las gallinas, que fue justamente lo que nunca le faltó a Madero. Muy pocos intelectuales lo comprendieron; pocos, pero ilustres. Uno de ellos, el poeta Ramón López Velarde, que había colaborado en la redacción del Plan de San Luis, escribía en abril de 1912 estas líneas a un amigo escéptico:
«... yo sí soy de abolengo maderista, de auténtica filiación maderista y recibí el bautismo de mi vida política en marzo de 1910, de manos del mismo hombre que acaba de libertar a México ... una de las satisfacciones más hondas de mi vida ha sido estrechar la mano y cultivar la amistad de Madero, y uno de mis más altivos orgullos haber militado como el último soldado del hombre que hoy rige el país ... si la administración de Madero resultase el mayor de los fracasos, eso no obstante, sería yo tan lealmente adicto a Madero como le he sido desde la tiranía del general Díaz ...
»No estaremos viviendo en una República de ángeles, pero estamos viviendo como hombres, y ésta es la deuda que nunca le pagaremos a Madero».
Además de la oposición política. Madero tuvo que afrontar —entre otras, y aparte de la zapatista- tres rebeliones particularmente serias:
las de Bernardo Reyes, Pascual Orozco y Félix Díaz. En una entrevista con Madero, en julio de 1911, Reyes se había comprometido a luchar con lealtad democrática por el poder, pero poco tiempo después sus maniobras subversivas se volvieron un secreto a voces. Por fin, el 14 de diciembre de 1911, entra al país por la frontera norte.
Era tarde. Durante toda la primera década del siglo un amplio sector del país hubiese respondido como un solo hombre al llamado de Reyes, pero después de su repetida y, por momentos, indigna sumisión ante Díaz, y luego del triunfo maderista, nadie le hizo eco. A los once días de su frustrada rebelión, el antiguo procónsul del noroeste se rinde en Linares. Porfirio Díaz, el místico de la autoridad, lo hubiese fusilado; Madero, el místico de la libertad, lo confina en la prisión de Santiago Tlatelolco.
En marzo de 1912 estalla en Chihuahua la rebelión de Pascual Orozco, una revuelta sin más programa que el resentimiento de aquél y sin más apoyo popular que el del terrateniente Terrazas. En un principio, los rebeldes derrotan a las fuerzas federales, bajo el mando del general José González Salas, quien, temeroso del arpón de la prensa, se suicida. Lo reemplaza el general Victoriano Huerta, que doblega al enemigo en Rellano, Bachimba y Ojinaga. En septiembre de 1912 Orozco huye a Estados Unidos, pero Huerta no puede saborear su triunfo: ha reñido con el presidente Madero a propósito de la supuesta insubordinación de Francisco Villa por la que él. Huerta, había ordenado un fusilamiento que el presidente conmuta. El 15 de septiembre Huerta se emborracha —según su hábito- en la cantina El Gato Negro de Ciudad Juárez y comenta a sus oficiales: «Si yo quisiera, me pondría de acuerdo con Pascual Orozco, y con veintisiete mil hombres iría a México a quitar a Madero de presidente». Al enterarse de la bravata, el general Ángel García Peña, nuevo ministro de Guerra, lo destituye del mando. Días más tarde Madero concede a Huerta el rango de general de división.
Al hacerlo, no lo mueve, por esta vez, la bondad, sino la conveniencia de tenerlo aplacado. Con toda su aparente inocencia, Madero no olvidaba que su historia personal con Huerta estaba tapizada de traiciones.
En octubre de 1912 estalla en Veracruz la revuelta del «sobrino de su tío», como se conocía a Félix Díaz. Su programa era tan restaurador como su apellido: «Reivindicar el honor del ejército pisoteado por Madero». A los pocos días el sobrino se rinde y es confinado en San Juan de Ulúa. En París, el tío pronuncia un epitafio para el sobrino:
«Pobre Félix». Una vez más, Madero considera seriamente la necesidad de fusilarlo. Entonces la prensa y la «alta sociedad» le llaman déspota y tirano. Madero parece dispuesto a no ceder, pero de pronto se le interpone un artículo de fe en el credo democrático: la división de poderes. Invadiendo la jurisdicción militar, la Suprema Corte de Justicia ampara al sobrino, quien termina preso pero vivo.' Y así, de nueva cuenta. Madero falla ante tirios y troyanos: unos lo tildan de débil y vacilante, otros no le conceden siquiera el atributo de la piedad.
A pesar de haber doblegado estas y otras rebeliones, para finales de 1912 Madero se hallaba políticamente solo. Así lo percibió el embajador de Cuba, Manuel Márquez Sterling, quien a su arribo escuchó estas declaraciones:
«Ha venido usted en mala época, señor ministro; y pronto ha de ver al gobierno hecho pedazos y a Madero acaso navegando hacia Europa. Es un apóstol a quien la clase alta desprecia y de quien las clases bajas recelan. ¡Nos ha engañado a todos! No tiene un átomo de energía; no sabe poner al rojo el acero; y ha dado en la manía de proclamarse un gran demócrata. ¡No fusila, señor! ¿Cree usted que un presidente que no fusila, que no castiga, que no se hace temer, que invoca siempre las leyes y los principios, puede presidir? El mundo todo es mentira. ¿Cómo pretende Madero gobernarnos con la verdad? Si dentro del "Apóstol" hubiera un don Porfirio oculto y callado, México sería feliz».
En realidad, el cuadro global del país era mucho menos alarmante de lo que el nostálgico interlocutor de Márquez Sterling afirmaba. El pueblo, que se había volcado con armas y con votos en apoyo de Madero, no había respondido a ninguna de las rebeliones. Hasta en los hoscos dominios de Emiliano Zapata la revolución campesina cedía ante la política humanitaria y democrática del nuevo comandante de la zona, Felipe Angeles. Los negocios seguían con normalidad, crecían los activos bancarios y las exportaciones, pero la realidad se contagiaba poco a poco de los rumores, las distorsiones y la atmósfera de desconfianza creada artificialmente por la prensa. La prueba perfecta de histeria la dio a mediados de 1912 el embajador norteamericano Henry Lañe Wiison. En plena rebelión orozquista pidió con urgencia a su gobierno que evacuase por mar a los «refugiados» de su nacionalidad. Dudando un poco de las alarmas de Wiison, el Departamento de Estado envió a las costas de Sinaloa un barco —el Buford— con capacidad para quinientas personas. Para sorpresa de la tripulación, los «refugiados» del anárquico país sumaban sólo 18 individuos.
El incidente provocó la mofa del The Times de Londres:
«El gobierno de Washington ... alarmado ante la noticia de inminentes estallidos antinorteamericanos, envió recientemente un crucero a lo largo de la costa del Pacífico para recoger a los refugiados. Los únicos refugiados recogidos hasta ahora, sin embargo, parecen ser personas que deseaban viajar gratis hasta San Diego. Otras historias alarmantes han resultado, al ser investigadas, igualmente exageradas».
La histeria ocultó también la obra del régimen. «Importa tanto», decía Vasconcelos, «dar a conocer lo que Madero intentó, proyectó, y todo lo que no le dejamos realizan>. Al mes de haber llegado a la presidencia creó el Departamento de Trabajo. Propició la Primera Convención de la Industria Textil, que reglamentó y humanizó el trabajo en las fábricas. Madero fue el primer presidente que legalizó la libertad sindical y de huelga. En su periodo se creó la Casa del Obrero Mundial.
Sobre su política agraria, las opiniones de los historiadores se dividen. Comparada con la de Cárdenas, ciertamente, la actividad de Madero palidece; pero, en lo económico, su proyecto para el campo no se diferencia mucho del que llevarían a cabo Obregón y Calles, y en lo político era sin duda más respetuoso de la autonomía local. «Estoy de acuerdo», escribió en 1909, «en que la división de la propiedad contribuirá gradualmente al desarrollo de la riqueza nacional ... será una de las bases más fuertes de la democracia.» Como buen administrador, lo planeó todo e hizo mucho: propuso la educación agrícola, reorganizó el crédito al campo, proyectó la colonización, la conservación de recursos forestales y el deslinde y venta de tierras nacionales, y creó siete estaciones de experimentación agrícola. No le importaba únicamente la productividad: también la justicia. Así lo comprobó el agudo economista porfiriano Carlos Díaz Dufoo, al entrevistarse con Madero a mediados de 1912.
«El señor Madero me explicó su intención y lo que de mí esperaba. A borbotones y algo incoherentemente me expuso su pensamiento generoso. El había visto los sufrimientos de la gleba agrícola y se sentía impresionado por su condición social y económica. Sobre todo le sublevaba el estado de servidumbre en que, por razón de los "anticipos" [préstamos en especie], yacían los campos. "¿No habría modo", me decía, "de limitar esos anticipos de modo que no enajenen su libertad como sucede ahora? Usted no sabe cómo esclavizan esos 'anticipos' a los pobres braceros agrícolas." »En resumen lo que el señor Madero quería era una ley que hiciera añicos la situación que en un determinado periodo de la evolución de los pueblos marca el régimen del trabajo. ¿Podía o no podía hacer el Poder Público este milagro?» La idea de convertir la restauración de tierras ejidales y la expropiación en técnicas de reforma agraria tomó carta de legitimidad también en tiempos de Madero. Pacíficamente, el grupo renovador de la Cámara, acaudillado por Luis Cabrera, lo convencía de que «la Revolución es la Revolución». Ningún testimonio mejor para probarlo que el de Andrés Molina Enríquez.
«El gobierno de Madero debería ser considerado como el gobierno más agrarista que hemos tenido. Este duró un año, y si hubiera durado los cuatro de su periodo, la cuestión agraria probablemente hubiese sido resuelta. La gran masa de la nación siempre ha creído eso, y por ello ha llorado sobre la tumba de Madero.”.
En otros ámbitos de la política social y económica, el avance era igualmente claro: se abrieron escuelas industriales y rudimentarias, comedores escolares y museos, como el de Apatzingán; se llevó a cabo el Primer Congreso de Educación Primaria. Se dieron nuevas concesiones ferrocarrileras en el sureste; se creó la inspección de caminos, carreteras y puentes; se iniciaron los trabajos de las carreteras MéxicoPuebla, México-Toluca e Iguala-Chilpancingo. Se impuso una nueva política fiscal a las compañías petroleras.
Con ser tantos, los cambios mayores no ocurrieron en el ámbito material sino en el político. Madero respetó escrupulosamente la independencia de poderes: nunca intervino en el poder judicial, propició la más amplia pluralidad en el legislativo (donde efímeramente pudo tener voz y voto el Partido Católico) y no movió un dedo para acallar al cuarto poder: la prensa. Mediante una ley electoral, introdujo el voto universal y directo. Otra de sus viejas preocupaciones, «devolver a los ayuntamientos su personalidad política», fue objeto de estudio por una comisión especial, pero Madero no necesitó su dictamen para respetar el federalismo. A su gestión se debe la política de descentralización más decidida y clara de la historia reciente. Durante su régimen, sin la tutela del centro, el gobernador de Chihuahua, Abraham González, inició una reforma fiscal, creó tribunales de arbitraje laboral, incrementó la productividad agrícola, desterró de las haciendas las tiendas de raya (donde compraban productos los peones, en condiciones que propiciaban su endeudamiento) e impulsó el municipio libre. En Coahuila, desembarazada ya de rurales, burócratas y señoritos de la capital, Venustiano Carranza expidió una ley catastral, gastó Í375.0 pesos! en educación, acabó con los odiados prefectos, forzó a los hacendados a cultivar o a vender y, en fin, se rodeó —no sin tensiones con Madero— de un contingente militar propio que le permitiría, meses después, combatir a Huerta. En su último informe al Congreso, Madero mencionó avances en su política internacional (revaloró las relaciones con Latinoamérica), pero. a la luz del monstruoso centralismo posterior, nada parece más sabio que su deliberado intento de descentralización. Incluso en términos sociales, ¿no merecía el mosaico agrario mexicano un trato descriminado y autónomo en cada región, como proponía Madero? Su mayor prenda de orgullo era la congruencia entre su programa revolucionario y su política:
«... el Ejecutivo federal ... ha respetado la ley, a cuyo amparo ha puesto aun los derechos de sus propios enemigos... los más sañudos enemigos de la Revolución, los que la combaten en el campo de la política, deben confesar que, gracias a ese movimiento que hoy condenan, pueden ejercer derechos consagrados por la Constitución que en épocas anteriores rara vez podían ejercitarse».
Sólo esa congruencia explica la fuerza interna de su mensaje al Congreso de septiembre de 1912:
«... si un gobierno tal como el mío ... no es capaz de durar en México, señores, deberíamos deducir que el pueblo mexicano no está preparado para la democracia y que necesitamos un nuevo dictador que, sable en mano, silencie todas las ambiciones y sofoque los esfuerzos de aquellos que no entienden que la libertad florece solamente bajo la protección de la ley».

Para Madero, como se ha dicho, era evidente que su deber trascendental había sido dar la libertad política al pueblo mexicano. A su juicio, el deber del pueblo mexicano consistía en ejercerla con responsabilidad. No podía, por definición, forzar ese ejercicio: sólo podía propiciarlo, a riesgo de que la libertad se devorase a sí misma. La pureza de sus convicciones no le impedía ver las posibles soluciones intermedias, pero debió de estimar indigno ceder a ellas. No hay en su actitud la menor sombra de ingenuidad o inocencia: ambas presuponen miedo, algo que Madero apenas conocía. Hay, eso sí, incapacidad para el arte de la política, para la relojería de los medios y los fines.
Misteriosa incapacidad del «Apóstol» que, como en otros momentos de la historia humana, ahoga por la fuerza de su propia coherencia la realización práctica de su apostolado.




Martirio






Está en la naturaleza trágica de los apóstoles que su calvario se conozca mejor que su obra, o que, en cierta forma, su calvario sea su obra. De ahí que la Decena Trágica constituya el episodio más conocido del maderismo. Todos tenemos grabadas las imágenes centrales.
Manuel Mondragón parte de Tacubaya el domingo 9 de febrero de 1913 para liberar a Félix Díaz y Bernardo Reyes. Los aspirantes del Colegio Militar, que han tomado Palacio Nacional por orden de los conspiradores, ceden ante la arenga del fiel general Lauro Villar. Esto no lo sabe el general Reyes, quien, creyendo franca la entrada en Palacio, muere a sus puertas. Para infortunio del presidente, Villar es herido. Madero baja a caballo desde el Castillo de Chapultepec, escoltado por cadetes del Colegio Militar (Cásasela le toma la más dramática y quijotesca de sus fotos). Díaz y Mondragón se apoderan de la Ciudadela, con parque suficiente para resistir largo tiempo. Madero cede a los ruegos y a las patéticas confesiones de lealtad que le hace Victoriano Huerta y le encomienda la comandancia militar de la plaza en sustitución de Villar. La ciudad vive días de angustia, estruendo y muerte. El día 11 hay más de quinientos muertos y heridos. Se entabla un bombardeo continuo entre federales y alzados, pero los observadores perciben movimientos extraños: Huerta sacrifica hombres, pero se resiste a tomar la Ciudadela; Díaz y Mondragón sacrifican hombres, pero sus obuses no dañan puntos claves de la plaza.
Pocos saben del arreglo que se fragua en silencio bajo el manto protector del embajador norteamericano Henry Lañe Wiison. Desde el principio éste ha odiado a Madero. Sus informes al Departamento de Estado son un compendio perfecto de arrogancia, mentira calculada e histeria. El propio presidente norteamericano Taft desconfía de Wilson. El embajador, no obstante, pasa de la campaña de descrédito a la intervención. Ese día escribe a su colega alemán, Von Hintze:
«El general Huerta ha estado sosteniendo negociaciones secretas con Félix Díaz desde el comienzo de la rebelión; él se declararía abiertamente en contra de Madero si no fuera porque teme que las potencias extranjeras le habrían de negar el reconocimiento ... yo le he hecho saber que estoy dispuesto a reconocer cualquier gobierno que sea capaz de restablecer la paz y el orden en lugar del gobierno del señor Madero, y que le recomendaré enérgicamente a mi gobierno que reconozca tal gobierno».
Henry Lañe Wiison está en el centro mismo de la conjura: pone contra Madero a parte del cuerpo diplomático, profiere por su cuenta amenazas infundadas de intervención militar, evita todo posible armisticio. Para él Madero es, textualmente, un «tonto», un «lunático» a quien «sólo la renuncia podrá salvar». «La situación», comenta al ministro de Cuba, «es intolerable: / wiü put order [yo pondré orden].”. Y tiene que hacerlo rápidamente: el 4 de marzo tomará posesión Woodrow Wiison como presidente de Estados Unidos y el cuadro cambiará en favor de Madero.
Por su parte. Madero no se inmuta. Sigue siendo, ante todo, hombre de fe. Recuerda cómo en 1871 Juárez resistió en la ciudad de México el embate rebelde de Porfirio Díaz gracias al apoyo de Sostenes Rocha, y está dispuesto a reencarnarlo. Y si había vencido a don Porfirio, ¿cómo no derrotaría a los generales sublevados? Por lo demás, el día 16 llegaba a sus manos un telegrama del presidente Taft en el que, si bien se reflejaba cierta preocupación, se descartaba oficialmente cualquier peligro de intervención. Días después, con el telegrama en la mano, responde a los senadores que —como los diplomáticos— le pedían infructuosamente la renuncia: «No me llama la atención que ustedes vengan a exigirme la renuncia porque, senadores nombrados por el general Díaz y no electos por el pueblo, me consideran enemigo y verían con gusto mi caída».
No estaba dispuesto a dimitir. «Moriría, si fuera necesario, en cumplimiento del deber.» A su leal amigo José Vasconcelos le confía por aquellas fechas:
«Luego que esto pase cambiaré de gabinete ... sobre ustedes los jóvenes caerá ahora la responsabilidad ... verá usted, esto se resuelve en unos días, y en seguida reharemos el gobierno. Tenemos que triunfal porque representamos el bien».
Representaba el bien, pero esta vez no triunfaría. Su hermano Gustavo y el tribuno Jesús Urueta descubren por azar, el día 17, que Huerta está en arreglos con Díaz. Gustavo en persona prende a Huerta y lo lleva ante Madero. El presidente presta oídos a los ruegos de Huerta, que mega su participación en la conjura y promete apresar a los rebeldes en veinticuatro horas. Es el momento clave. Madero toma una decisión suicida. A pesar de los antecedentes porfiristas y reyístas de Huerta, a pesar de la indignidad y la burla con que lo había tratado en el asunto de Morelos en agosto de 1911, a pesar de que su propia madre le había prevenido alguna vez sobre el «contrarrevolucionario» Huerta, a pesar de las bravatas de Huerta en Ciudad Juárez, a pesar de los rumores de una reunión temprana de Huerta con Díaz en la pastelería El Globo y a pesar, ahora, de confirmarse sus arreglos con los rebeldes. Madero libera a Huerta y le concede las veinticuatro horas que solicitaba para probar su lealtad. ¿Por qué lo hizo? Acaso, como creía Vasconcelos, porque la víspera de la derrota injusta sobreviene en el hombre de bien una especie de parálisis.
QLuizá como un reto a la Providencia, que siempre le había sonreído O por ofrecer la otra mejilla, o por amar al enemigo, o tal vez por efectuar el primer acto abierto y deliberado de sacrificio. La respuesta pertenece al dominio de la mística, no al de la política.
Huerta y Blanquet cierran el cerco de la traición. El segundo -cuyos antecedentes turbios tampoco desconocía Madero- lo toma prisionero el día 18, luego de una balacera sangrienta en Palacio Nacional. Madero lo abofetea e increpa: «Es usted un traidor». Blanquet contesta: «Sí, soy un traidor». Mientras tanto. Huerta ha invitado a Gustavo Madero a comer en el restaurante Gambrinus, donde con una treta lo desarma y apresa. Al poco tiempo Gustavo -a quien por tener un ojo de vidrio apodaban «Ojo Parado»- y el intendente de Palacio, Adolfo Bassó, son conducidos al calvario de la Ciudadela El ministro cubano Manuel Márquez Sterling, a quien México debe no solo la protección de Madero sino un libro conmovedor. Los últimos días del presidente Madero, relata la escena:
«Gustavo y el intendente Bassó, en un automóvil del Ministerio de la Guerra, van a la Ciudadela, postas de carne a la jauría. Burlas injurias, rugidos anuncian la llegada. Un individuo llamado Cecilio Ocón es el juez que interroga a los reos. Gustavo rechaza las imputaciones que le hacen sus enemigos e invoca sus fueros de diputado Pero Ocón, después de condenarlo, con Bassó, al cadalso, abofetea brutalmente a Gustavo: "Así respetamos nosotros tu fuero...", le dijo Intervino Félix Díaz y fueron llevados los presos a otro departamento de la Ciudadela. Pero la soldadesca, envalentonada, los persiguió en comparsa frenética y rugiente. Unos befan a Gustavo, otros descargan sobre el indefenso político sus puños de acero y lo exasperan y lo provocan. Gustavo intenta castigar a quien más lo humilla. Y un desertor del Batallón 29, Melgarejo... pincha, con la espada, el único ojo hábil de Gustavo, produciéndole en el acto la ceguera. La soldadesca prorrumpió en salvaje risotada. El infame espectáculo resultábale divertido. Gustavo, con el rostro bañado en sangre, anda a tientas, tropieza y vacila; y el feroz auditorio le acompaña a carcajadas. Ocón dispone entonces el cuadro que ha de fusilarlo. Gustavo, concentrando todas sus energías, aparta al victimario que pretende encarnecerlo. Ocón, rabioso, lo sujeta por la solapa de la levita; pero es más fuerte su adversario; y pone fin, al pugilato, la pistola. Más de veinte bocas de fusil descargaron sobre el mártir agonizante que, en tierra, sacudía el postrer suspiro. "No es el último patriota", exclama Bassó.
"Aún quedan muchos valientes a nuestras espaldas que sabrán castigar estas infamias." Ocón se vuelve al intendente con la mirada gurbia y el andar inseguro; señala, con un dedo, y dice: "Ahora, a ése".
»E1 viejo marino, recto el talle, se encamina al lugar de la ejecución. Uno de los verdugos pretende vendarlo. ¿Para qué? "Deseo ver el cielo", dijo con voz entera; y alzando el rostro al espacio infinito, agregó: ^No encuentro la Osa Mayor... ¡Ah, sí!, ahí está resplandeciente . " y luego, despidiéndose: "Tengo sesenta y dos años de edad.
Conste que muero a la manera de un hombre". Desabotonó el sobretodo para descubrir el pecho y ordenó: "¡Hagan fuego!", como si quisiera alcanzar a Gustavo en los umbrales de otra vida, más alia de la Osa Mayor...».
Con el presidente y el vicepresidente en la cárcel, Henry Lañe Wiison no pierde tiempo y concierta el Pacto de la Embajada entre Huerta y Díaz, mediante el cual ambos serían presidentes sucesivos.
Según palabras del diplomático alemán, «el embajador Wiison elaboró el golpe. El mismo se pavonea de ello». A sabiendas ya del sacrificio de Gustavo, el secretario de Relaciones, Pedro Lascuráin, se acomide a lograr la dimisión de Madero y Pino Suárez. Creyendo que con aceptarla detendría el baño de sangre y salvaría de todo nesgo a su familia, Madero mismo redacta serenamente su renuncia. Fue su primera y última flaqueza de hombre, no de apóstol. A Márquez Sterhng le hizo entonces unas confidencias humildes y autolesivas:
«Un presidente electo por cinco años, derrocado a los quince meses, sólo debe quejarse de sí mismo ... la historia, si es justa, lo dirá:
no supo sostenerse ... Ministro, ... si vuelvo a gobernar me rodearé de hombres resueltos que no sean "medias tintas» ... he cometido grandes errores ... pero ya es tarde».
Al poco tiempo, Lascuráin sería presidente por cuarenta y cinco minutos y renunciaría a favor de Huerta, quien así creía guardar las formas constitucionales. Entre tanto, desde la oscura intendencia de 1 alacio. Pino Suárez escribe a su amigo Serapio Rendón:
«Como tú sabes, hemos sido obligados a renunciar a nuestros respectivos cargos, pero no por eso están a salvo nuestras vidas. En fin Dios dirá. Me resisto a creer que nos inflijan daño alguno después de las humillaciones de que hemos sido víctimas. ¿Qué ganarían ellos con seguirnos afrentando? »Dícese que mañana se nos conducirá a la Penitenciaría . El presidente no es tan optimista como lo soy yo [acerca de las perspectivas del traslado], pues anoche, al retirarnos, me dijo que nunca saldremos con vida de Palacio. Me guardo mis temores para no desalentarlo lero (tendrán la insensatez de matarnos? Tú sabes, Serapio, que nada ganaran, pues más grandes seríamos en la muerte que hoy lo somos en vida».
Quizá aunque hubiese querido, Pino Suárez no podía ya desalentarlo. «Huerta no cumplirá su palabra», advierte Madero a Márquez Sterling: el tren que debería llevarlo a Veracruz, donde lo esperaba un crucero para asilarlo en Cuba, «no saldrá», admitía, «a ninguna hora”.
Y no obstante los ruegos de la esposa de Madero, Henry Lañe Wilson no mueve un dedo para salvarlo. El 19 de febrero el embajador escribe a Washington: «El general Huerta me pidió consejo acerca de si sena mejor mandar al ex presidente fuera del país o colocarlo en un manicomio. Le repliqué que debía hacer lo que fuera mejor para la paz del país».
Entreviendo la posibilidad de su sacrificio, aunque ignorante aún del de su hermano Gustavo, Madero encuentra ánimos para bromear con el ministro Márquez Sterling la noche del 21 de febrero, en que este lo acompañó en su cautiverio. El embajador lo vio dormir «un sueno dulce» que no perturbó siquiera la confirmación, a las cinco y media de la mañana, de que «lo del tren era», en palabras textuales de Madero, «una ilusión».
Basado en el testimonio de Felipe Angeles, que convivió con Madero y Pino Suárez en la Intendencia de Palacio, desde la que salieron la noche siguiente para ser asesinados, Manuel Márquez Sterling describió la hora final:
«Aquella tarde, la del crimen, había instalado el gobierno, en la prisión, tres catres de campaña, con sus colchones, prenda engañosa de larga permanencia en el lugar. Sabía ya Madero el martirio de Gustavo, y, en silencio, domaba su dolor. Sobre las diez de la noche, se acostaron los prisioneros: a la izquierda del centinela, el catre de Angeles; el de Pino Suárez al frente; a la derecha, el de Madero. Don Pancho, envuelto en su frazada —refiere Angeles—, ocultó la cabeza.
Apagáronse las luces. Y yo creo que lloraba por Gustavo».
A los pocos minutos, un oficial llamado Chicarro penetró con el mayor Francisco Cárdenas y ordenó a Madero y Pino Suárez que los acompañaran a la Penitenciaría. Con huella de lágrimas en el rostro, «don Pancho» abrazó al fiel Angeles y subió al auto que lo llevaría a la muerte.
El encargado británico del Foreign Office envió meses después a su gobierno la investigación detallada de los asesinatos:
«A las cinco de la tarde de ese día, cierto ciudadano británico que se dedica al arriendo de automóviles recibió un mensaje telefónico de parte de un conocido y muy acaudalado terrateniente mexicano llamado Ignacio de la Torre, que es yerno del general Porfirio Díaz. El mensaje decía que enviara cuanto antes un carro grande a su casa. La orden fue cumplida, siendo el carro conducido por un chofer mexicano. Tras una larga espera, se le indicó que se dirigiera al Palacio Nacional, y a las 11 p.m. Madero y Pino Suárez fueron sacados y subidos al automóvil, que fue escoltado por otro vehículo en el cual iba una guardia de rurales bajo el mando de un tal mayor Cárdenas. Durante meses este oficial había estado a cargo de los hombres destacados para proteger la hacienda del señor Ignacio de la Torre, en las cercanías de Toluca. Entiendo que sentía un cálido afecto personal y mucha admiración por el general Porfirio Díaz y que había jurado vengar su derrocamiento. Los automóviles avanzaron por un camino tortuoso en la dirección de la Penitenciaría, pero pasaron de largo la entrada principal y continuaron hasta el extremo más apartado del edificio, donde se les ordenó detenerse. Comenzaron entonces algunos disparos que pasaban por el techo del automóvil; y el mayor Cárdenas hizo que sus dos detenidos descendieran de su vehículo. Mientras bajaba Madero. Cárdenas le puso su revólver a un lado del cuello y lo mató de un balazo. Pino Suárez fue conducido hasta el muro de la Penitenciaría y fusilado ahí. No hubo intentos de escapar por parte de ellos, y parece bastante seguro que no se produjo ningún intento real de rescatarlos».
Una leyenda no confirmada asegura que, al salir de la Intendencia, Madero llevaba consigo sus Comentarios al Baghavad Cita. ¿Qué pensaría en sus últimos momentos? ¿Hallaría consuelo en la mística del desprendimiento que Krishna predicaba a Arjuna? ¿O su última estación le parecía incomprensible? Era, en cualquier caso, como el calvario de un niño.
A raíz del horrible crimen, el tigre que tanto temió Porfirio Díaz despertó con una violencia sólo equiparable a la de la guerra de Independencia. Los viejos agravios sociales y económicos del pueblo mexicano impulsaron sin duda la lucha; pero en aquella larga, dolorosa y reveladora guerra civil, además de la venganza había también un elemento de culpa nacional, de culpa histórica por no haber evitado el sacrificio de Madero.
No era la primera vez en la historia que una sociedad crecía y maduraba llevando sobre sus espaldas la muerte de un justo. (Antonio Caso, que cargó su féretro, lo llamó, por primera vez, San Francisco Madero.) Pero quedaba -y queda aún- la duda: con toda su magnanimidad, ¿estuvo Madero a la altura de los Evangelios que tanto admiraba, que tanto buscaba emular? El propio Evangelio da dos respuestas. Una está en san Mateo (10, 16): «Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, astutos como las serpientes, e inofensivos como las palomas». La otra está en san Marcos (8, 34): «Si alguno quiere venir tras de mí, niegúese a sí mismo, lleve a cuestas su cruz y sígame». Y, sorprendentemente, en el propio san Mateo (10, 38): «El que no coge su cruz y sigue detrás de mí, no es digno de mí».
¿Cuál, en el caso de Madero, es la correcta? ¿La primera, que lo demerita, o la segunda que lo exalta? Cada lector tirará —o no— la primera piedra. Pero una cosa es cierta: muchas de las llagas políticas y morales que Madero criticó se han perpetuado. Vale la pena vernos ahora mismo en ellas y recordar que la medicina democrática de aquel sonriente apóstol no tiene —ni tendrá— fecha de caducidad.




II
El amor a la tierra
Emiliano Zapata






Propiedad nuestra será la tierra, propiedad de gentes, la que fue de nuestros abuelos, la que dedos de patas que machacan nos han arrebatado.
Manifiesto en náhuatl de Emiliano Zapata (1918)




Cuatro siglos de resistencia






La conquista de México fue uno de los encuentros más misteriosos en la historia humana. Sus significados profundos, sus implicaciones culturales y hasta teológicas escapan todavía a nuestra comprensión. Podemos imaginar la mente renacentista, con su orgullosa fusión de la cruz y la espada, del espíritu y la empresa. Mucho más difícil, quizá imposible, es comprender lo que en verdad pasaba por la mente del pueblo indígena. Pero no todo es Babel. Hay actitudes universales.
Entre ellas están tres que caracterizaron la respuesta de los indígenas a la intrusión de aquellos hombres-dioses en su territorio natural: el agravio, el repliegue, la resistencia.
Si la Conquista y los tres siglos coloniales se hubiesen desplegado sólo bajo el signo del interés material, ninguna de las tres actitudes hubiese persistido. No sin enormes dificultades, los encomenderos y sus continuadores hubiesen cercado por entero a la población indígena y ejercido sobre ella un dominio creciente que habría conducido al desarraigo, la esclavitud o incluso al exterminio. No ocurrió así.
Aunque la vida indígena durante la Colonia tuvo sin duda momentos y lugares que se aproximaron a los extremos característicos de la conquista anglosajona, su sentido general fue muy distinto. La numerosa población nativa, con su inmenso mosaico de culturas y creencias, constituía un tejido humano difícil de rasgar, más aún cuando en su ayuda llegó la otra vertiente de la Conquista: el manto protector de la Corona. Así, en vez de la brutal colisión de dos mundos remotos, extraños y casi irreductibles entre sí, la Nueva España dispuso su vida social siguiendo la forma de un triángulo: los intereses materiales al acoso, los indígenas en la resistencia y la Corona protectora (no siempre con éxito).
Concentrémonos por un momento en el segundo vértice. Según explicaba el entrañable maestro José Miranda, la intrusión en su territorio provocó en las comunidades indígenas un doble repliegue: por un lado afianza aún más la unidad íntima y sustancial del hombre y la tierra; por otro, favorece el particularismo y exclusivismo de las unidades políticas llamadas «pueblos». Aunque la idea misma de propiedad por la que pugnan los españoles —opuesta al sentido comunal de la tierra, característico de los indígenas— actúa contra la supervivencia de los pueblos y el arraigo de los hombres, otros muchos factores sirvieron a esa misma supervivencia: la separación física entre asentamientos indios y españoles; la permanencia de las autoridades políticas indígenas dentro de los pueblos; la baja densidad demográfica de los españoles. Junto a estos factores generales que trabajan en favor de su subsistencia, los indios ponían su parte mediante diversas estrategias legales (amparos, mercedes), pacíficas, extralegales (avanzadas, zonas de contención) y violentas (quemas, asaltos). La conclusión de Miranda es idéntica a la que, cuantitativamente, llegó el historiador norteamericano John Coatsworth: «El poder judicial relativamente independiente, característico de la Colonia, ofrecía un margen de protección a los derechos de propiedad individuales y corporativos de los pueblos indígenas». Con todo, agrega Coatsworth -y Miranda no lo habría contradicho— «ninguna otra región de América ... presenta, en sus querellas por la tierra, una riqueza y diversidad semejantes». Al cabo de tres siglos de tensa dominación, los tres vértices permanecían en su sitio. En 1810, solamente en la zona central del país, cuatro mil pueblos indígenas habían sobrevivido.
La Independencia disolvió el triángulo o, más exactamente, abatió uno de sus lados hasta la convergencia de dos vértices: la autoridad política y el interés material. Una nueva filosofía opuesta tanto al comunalismo indígena como al neoto mismo sentaba sus reales: el liberalismo. En nombre de la igualdad de todos los individuos, las nuevas legislaciones volteaban la espalda a las formas de protección y tutela sin advertir que con ello propiciaban mayor desigualdad. «El sistema comunal», escribía Francisco Pimentel, «ha hecho perder al indio todo sentimiento de individualismo, de empresa individual.»' Había que volverlo, según implicaba el razonamiento, a su estado natural. No por otra cosa sancionaron la Ley de Desamortización de 1856 y la prohibición a las corporaciones civiles de adquirir o administrar tierras, que validó la Constitución de 1857.
No sólo la filosofía política de la época cercaba a las comunidades indígenas hasta el punto de su virtual extinción o asimilación. También el cuadro político que siguió a la Independencia. En la medida en que el nuevo Estado nació débil, pobre e incapaz de reintegrar la estructura del antiguo régimen, los poderes locales y regionales se fortalecieron hasta convertirse en feudos que actuaban con impunidad frente a los pueblos. Pero las verdaderas tensiones comenzaron hacia 1840, ligadas a movimientos políticos más amplios, como fueron las guerras civiles y con el extranjero. De pronto, en varios puntos del territorio nacional, las antiguas comunidades -desprovistas ya de protección legal, conscientes del desmoronamiento del poder centraloptan cada vez más por la vía de la violencia. Joel Poinsett había escrito en los albores de la Independencia: «Suspira el indio deseando el retorno del virrey que le aseguraría garantías personales y contribuciones moderadas». Dos decenios más tarde, desde Sonora hasta Yucatán, los indios habían trocado los suspiros por las armas.
Aquella geografía bélica fue impresionante. Sin tomar en cuenta las guerras apaches que asolaron todo el septentrión novohispano y mexicano por más de dos siglos, y cuya raíz y razón no distaban mucho, en el fondo, de las que animaron a muchas rebeliones indígenas, los focos de violencia campesina brillaron en buena parte del territorio nacional. En 1825 se inicia la guerra de los yaquis y mayos en defensa del valle que «Dios les dio». Duraría un siglo sin solución de continuidad. En 1833 hay levantamientos contra propietarios de haciendas en Temascaltepec. Un año después, y esgrimiendo ya el lema «Tierra y agua para los pueblos», estalla un movimiento reivindicador en Ecatzingo, Hidalgo. En 1843, el clamor por la defensa de las tierras se escucha en Guerrero. En 1847, un testigo describe la situación de las Huastecas: «[Hay] dos tendencias nefastas: la magia y la posesión común de tierras». Mientras las tropas norteamericanas invaden México, los indios mayas defienden otra nación: la de sus antepasados. La guerra de Castas duraría más de medio siglo. Años más tarde, no muy lejos de aquel escenario sagrado, los tzeltales, en Chiapas, vindican por la fuerza sus tierras y sus valores religiosos. En otro polo del país, Nayarit, Manuel Lozada, «el Tigre de Alica», intenta, por un lapso de casi veinte años, recuperar las tierras de las comunidades y sueña con un ideal aún más ambicioso: el renacimiento de un imperio indígena.2 No es casual que al contemplar aquel vasto despliegue de resistencia Guillermo Prieto dijera: «Nos hemos convertido en los gachupines de los indios».3 Tampoco se debe al azar que Maximiliano se convirtiera en una especie de campeón de la causa indígena. «Los indios», escribe un testigo, «le manifestaron en todas partes un fanático entusiasmo.»4 Tanto Lozada como Tomás Mejía -cacique indio de Sierra Gorda- lucharon del lado imperialista. Y Maximiliano no los defraudó. Conforme su efímero reinado se acercaba a su fin, perfiló a tal grado sus ideas agraristas e indigenistas que sus propios ministros lo acusaban de volver a las Leyes de Indias. Y no estaban muy lejos de la realidad. En un primer decreto reconoce a los pueblos personalidad jurídica para defender sus intereses y exigir a los particulares la devolución de sus tierras y aguas. El 16 de septiembre de 1866 expide una ley agraria que habla de restitución y dotación de tierras y que, en esencia, se adelanta cincuenta años a la Constitución de 1917.
Aquella ley tendría la vigencia del Imperio. Durante la República Restaurada, en muchos lugares volvería la zozobra. En 1877 estalla en Hidalgo un movimiento cuyo origen es «el afán de los pueblos por traspasar los estrechos límites a que está reducido su fundo». Entre 1879 y 1881, los indios de Tamazunchale pelean por «recobrar ciertos terrenos que alegaban ser de su propiedad». Con el ascenso del régimen porfiriano se introducen las famosas Leyes de Baldíos (1883) que, a juicio de varios autores, provocaron aún más tensión en el campo' No obstante, las pruebas cuantitativas de Coatsworth apuntan en otro sentido: salvo la guerra del Yaqui en el noroeste y la de Castas en Yucatán, «no ocurrió ningún levantamiento mayor en México después de la pacificación de la Huasteca en 1883». Con la sola y notable excepción de Chihuahua -isla histórica y geográfica siempre inquieta-, la era porfiriana transcurrió en una paz construida sobre bases injustas, pero paz al fin. A pesar de sus raíces liberales, el presidente Díaz había reinstaurado un poco -muy poco- el antiguo triángulo colonial: si bien aplicaba con los hacendados el imperativo de laissez faire, laissez passer, como buen heredero de la nobleza indígena y el paternalismo colonial atendía, escuchaba y, por excepción, protegía a los representantes indígenas o campesinos (siempre y cuando no le fueran hostiles, como los yaquis o mayas).
En 1910 habían transcurrido casi cuatro siglos de resistencia desde la Conquista. Virreyes, encomenderos, oidores, hacendados, misioneros, visitadores, intendentes, corregidores, insurgentes, presidentes, emperadores, gobernadores e invasores habían ido y venido con sus filosofías y sus idolatrías, sus banderas y sus leyes. La tierra seguía allí:
También seguían allí los indios, muchos de ellos amestizados, pero todavía en unión íntima y sustancial con la tierra. Y también seguían allí los pueblos, celosos de su identidad particular, recelosos de los pueblos vecinos. En aquel parteaguas nacional, el 41 por ciento de ellos había logrado retener sus tierras.
En aquel mosaico indígena que resistió asido a la tierra y replegado en la atalaya vital de sus pueblos, hay zonas de confrontación trágica, como Yucatán, Nayarit o Sonora, y regiones en que el conflicto adoptó formas en apariencia menos violentas, pero que en su misma persistencia, variedad e irresolución, en la misma complejidad de elementos en juego, preparaban una reacción cataclísmica. Es el caso de la región que desde 1869 comprendería al estado de Morelos.
El primer dato de esa rica porción del Marquesado del Valle es su belleza. No hay en aquel paisaje traza alguna de la «aristocrática esterilidad» que Alfonso Reyes vio en otras zonas ariscas de Anáhuac. Algún emperador azteca hizo cultivar un jardín botánico en Oaxtepec, pero pudo haberlo prolongado hacia cualquiera de los puntos cardinales.
Aquel jardín tenía, desde el inicio, una ventaja evidente: su cercanía con la capital. Era natural que los conquistadores-empresarios comenzaran a solicitar mercedes para explotar la riqueza de la zona, que no sólo ofrecía una combinación perfecta de valles, ríos y climas sino una densa población indígena que podía servir como mano de obra.
El primer capitalista de la región —Hernán Cortés— introduce muy pronto el cultivo de la caña, pero sus sucesores comprenderán que la densidad de pueblos indígenas y su cohesión interna no son un apoyo para la gran empresa agrícola, sino un obstáculo que cuenta, además, con la bendición de la Corona. La mejor prueba de esta versión morelense del triángulo colonial está en una resolución que el virrey De Mendoza tomó en 1535 en favor de los indios de Cuernavaca en su querella con el marqués del Valle: «... les hiciedes volver y restituir todas y cualesquier tierras ... tomadas y ocupadas». En 1573, la norma de protección da un paso más: dotan a los pueblos de sus ejidos y de un fundo legal de cien hectáreas. Estaba claro desde el siglo xvi que aquella zona privilegiada por la naturaleza quería serlo también por la Corona. El paisaje denotó por siglos esa condición: ninguna gran ciudad o villa española se asentó en la región. El futuro estado de Morolos constituía, como Oaxaca, un vasto sistema ecológico indígena, pero, a diferencia de ésta, era una región acosada por el vértice materialista del triángulo colonial.
De acuerdo con investigaciones de Alicia Hernández, el siglo xvn morelense transcurrió en cierta aunque no santa paz. Como en toda la Nueva España, es un siglo de depresión económica y demográfica.
Casi todos los problemas -los «agravios»- de los pueblos se deben a razones territoriales (mercedes otorgadas a españoles en detnmento de sus tierras) o motivos políticos (defensa de su independencia como «cabecera» o frente a otras «cabeceras»). También comienzan a aparecer las querellas contra los grandes terratenientes de la época: las corporaciones religiosas. Muchos de los «pedimentos» de los pueblos contienen fórmulas como «desde tiempo inmemorial» o «herencia de nuestros antepasados». Aunque la suerte final de estos litigios es variada, las autoridades protegen, en buena medida, la vida indígena.
El panorama cambia drásticamente con el ascenso de los Borbones en el siglo xvm. Los factores de resistencia de los pueblos van cediendo ante el auge económico y demográfico que caracteriza al periodo y ante la consolidación de la hacienda como unidad ecológica.
Muchos comerciantes de la capital invierten sus excedentes en la compra de haciendas cañeras en la zona. Por otra parte, el rechazo cultural indígena a los modos de vida ajenos parece ceder poco a poco debido a la cercanía de la metrópoli y las haciendas, y a que la vocación de los Borbones por la justicia es mucho menos clara que la de sus antecesores, los Austrias. Pero se trata de una debilidad aparente: con el avance del siglo, avanza la tensión. Cercadas hasta en su fundo legal, las comunidades piden ya con impaciencia constancias de antiguas mercedes. Hay pueblos que desaparecen por falta de títulos o que pierden sus tierras por arrendarlas a una hacienda que termina por apropiárselas. Desde entonces los títulos adquieren una imantación sagrada. A diferencia del siglo xvn, en que los pueblos entablan sus litigios contra personas u órdenes, en el siglo xvm el pleito típico es de restitución de tierras contra la hacienda. «Nos dejan», dice un testimonio de la época, «las tierras montañosas o pedregosas que no sirven e las mejores que son de pan llevar son las que pretenden quitar.» Otro testimonio, no menos conmovedor, apunta:
«Están tan estrechos que ha muchos de ellos, por no caber en el ámbito de lo que llaman pueblo y sus barrios, les ha sido forzoso estar viviendo en las haciendas e fabricar sus casas en las tierras que llaman de éstas, pagando a los hacenderos el arriendo del sitio donde las tienen, que están tan reducidos que las cercas de piedras de las dichas haciendas levantadas a forma de muralla no distan diez varas de sus casas».
Algunos pueblos situados en montes, bosques o tierras inconvenientes sobreviven. A otros los invaden «los hacenderos» hasta en su fundo legal. El procedimiento solía seguir una misma pauta: invasión, nuevo «amojonamiento» (cercado), amparo del pueblo, suspensión de las diligencias, solicitud de títulos, búsqueda -a veces trágicamente infructuosa, siempre onerosa y dilatada- de títulos, diferición por decenios... o siglos. Muy pocos de los litigios que llegan al año 1800 se resuelven. De los 24 casos que Alicia Hernández estudió, en 15 se pierden las tierras de labor y en nueve la totalidad de las tierras. Su conclusión para el periodo es clara: «La existencia de vías legales, aunque limitadas, mantuvo viva la lucha».
Quizá la animadversión del cura Morelos hacia las grandes haciendas y su idea de mutilarlas provenía en parte de que aquella zona de tensión entre pueblos y haciendas era uno de los escenarios primordiales de su lucha insurgente. En todo caso, con la Independencia el futuro estado de Morelos vivió treinta años de paz. En realidad fue un periodo de reacomodo. Con la expulsión de los españoles, hubo un cambio constante en la propiedad de las haciendas. De pronto, hacia los años cuarenta, la marea vuelve a subir y no sólo en sentido figurado: una de las señales ominosas es la inundación deliberada de las tierras del pueblo de Tequesquitengo por parte de la hacienda de Vista Hermosa.
Durante la década que se inicia con la guerra contra Estados Unidos, varios pueblos de la zona emprenden de nueva cuenta su antigua lucha por la restitución de las tierras usurpadas por las haciendas, En 1848, los campesinos de Xicontepec, al sur de Cuernavaca, ponen los linderos de su propiedad en el patio mismo de la hacienda de Chiconcoac y poco más tarde ocupan la hacienda de San Vicente, donde -según explica Leticia Reina- «levantaron nuevas mojoneras que señalaban la recuperación de las tierras comunales». En octubre de 1850, los indígenas de la municipalidad de Cuautia, cercana a la hacienda de Santa Inés, rompen el tecorral (barda de piedra) construido por el hacendado. Aunque las tropas acantonadas en Cuernavaca reciben órdenes de reprimir a los indios, los soldados no las cumplen, argumentando que «el pueblo, exasperado de no tener tierras donde vivir y convencidos de que el fundo está hace mucho tiempo usurpado por las haciendas, había dirigido sus quejas al Supremo Gobierno ... y que, lejos de que aquella queja fuera oída, se echó al olvido».5 Las autoridades centrales vieron en estos movimientos el contagio de la revolución social que acababa de estallar en Francia. En un informe fechado hacia 1850, el prefecto político de Cuernavaca describe un elemento real del problema, el agravio de la tierra: «La palabra tierra es aquí piedra de escándalos, el aliciente para un trastorno y el recurso fácil del que quiere hacerse de la multitud».6 Dos años más tarde, el comandante general de Cuernavaca apunta otro elemento clave, el agravio de la raza: «Quieren dirigir la revolución ... lanzándose contra las personas de los españoles y haciéndolos asesinap>.
Ambos motivos están presentes en un suceso que impresionó a la opinión de la época. En 1856 la sangre llega al río en las haciendas de Chiconcoac y San Vicente. Los campesinos las asaltan, matan a machetazo limpio a los hacendados españoles y se hacen de armas y caballos. En la capital, el bando conservador atribuye la incitación al general liberal Francisco Leyva y al gran cacique liberal de Guerrero que había iniciado la Revolución de Ayutia: Juan Alvarez. Por su parte, «Tata [papá] Juan» responde con un Manifiesto a los pueblos cultos de Europa y América, radiografía crítica del paraíso perdido:
«La expropiación y el ultraje es el barómetro que aumenta y jamás disminuye la insaciable codicia de algunos hacendados; porque ellos lentamente se posesionan, ya de los terrenos de particulares, ya de los ejidos o de los de comunidad, cuando existían éstos, y luego con el descaro más inaudito alegan propiedad, sin presentar un título legal de adquisición, motivo bastante para que los pueblos en general clamen justicia, protección, amparo; pero sordos los tribunales a sus clamores y a sus pedidos, el desprecio, la persecución y el encarcelamiento es lo que se da en premio a los que reclaman lo suyo ...
»Si quisiera relatar la historia de las haciendas de los distritos de Cuautia y Cuernavaca, lo haría con la mayor facilidad, y cada página iría acompañada de quinientas pruebas; y entonces la luz pública, las naciones y los escritores sin dignidad ni decencia verían el inicuo tráfico establecido entre los ladrones famosos y muchos hacendados».
Al terminar la guerra de Reforma un nuevo capítulo de violencia se abrió en la zona: el imperio, un tanto romántico, de los bandidos que se hacían llamar «los Plateados». Su jefe más connotado era Salomé Plasencia, cuyo rasgo específico -además de la crueldad- era la elegancia: usaba camisas de Bretaña bordadas, botas de campaña que escondían puñales, y grandes y hermosos sombreros. Era un estupendo charro: banderilleaba y capeaba toros a pie o a caballo. Sus Plateados no se quedaban atrás: todos vestían de riguroso traje charro, con botonaduras de plata, un águila bordada en la espalda, moños o bufandas de colores vivos, botas vaqueras y hasta espuelas de plata.
Desde entonces, en los pueblos de la región comenzó a escucharse el estribillo:

Mucho me gusta la plata.
y también me gusta el lustre.
por eso traigo mi reata.
pa' la mujer que me guste.

Además de lazar a las mujeres que les gustaban, los Plateados solían asaltar haciendas y caminos. Ya en plena época del Segundo Imperio, un valiente del pueblo de Villa de Ayala -Rafael Sánchez- decide poner fin a las tropelías de Plasencia. Entre los hombres que recluta está Cristino Zapata, del pueblo vecino, Anenecuilco. Plasencia, por su parte, toma también la ofensiva: dejando la caballada escondida en Anenecuilco, por la noche cruza el río con sus hombres para emboscar a Sánchez, quien advierte el peligro a tiempo, pero no evita la balacera. Según cuenta la leyenda local, un milagro lo salva. Los Plateados traían balas sagradas:

Qué milagro tan patente
hizo mi Padre Jesús
que al mandar matar a Sánchez
trajeron balas con cruz.

Al poco tiempo, Sánchez aprehende a Plasencia y aplica la justicia directa: lo fusila y lo cuelga en el zócalo de Jonacatepec.
Después de aquel interludio romántico, en 1868 nació el estado de Morelos. Con él renacieron también las disputas por la tierra. En 1871, el primer gobernador, Francisco Leyva, informaba que se había ocupado sin cesar de la desamortización de las tierras comunales:
«... dictando cuantas medidas he creído conducentes para darle una solución satisfactoria; pero aún se necesitan mayores esfuerzos. La desamortización entre la clase indígena sólo se puede conseguir por medios indirectos, interesando en ella a los que, siendo de su raza, ejercen sobre sus compañeros algunas influencias; porque es tenaz la resistencia que oponen al reparto equitativo que podía hacerse».
Hacia el año de 1879 hubo conflictos en Jonacatepec, Cuautia y Cuahuixtla. Al periódico socialista El Hijo del Trabajo llegó una significativa carta de los vecinos de Cuautia que los editores glosaron de este modo:
«En todo el estado, y con particularidad en los distritos de Jonacatepec y Morelos, están ya los pueblos desesperados por las tropelías de los hacendados, los que, no satisfechos con los terrenos que han usurpado a los pueblos, siguen molestándolos, quitándoles los caminos que han tenido desde tiempo inmemorial, las aguas con que regaban sus árboles y demás siembras, negándoles además las tierras para la siembra de temporal y el pasto para el ganado de los pueblos, no sin apostrofarlos hasta de ladrones, siendo al contrario. Por consiguiente, a cada momento se ve insultada la clase infeliz, sin atreverse a hacer valer sus derechos ante la justicia porque don Manuel Mendoza Cortina, dueño de la hacienda de Cuagüistia, dice que aquí la justicia para los pobres ya se subió al cielo, pues él tiene comprados al presidente y al gobernador, haciendo este señor su voluntad».
Más adelante, el periódico profetizaba «la proximidad de un levantamiento social». Lo cierto es que, al menos en sus expresiones externas, la tensión amainó durante la larga dictadura porfiriana. En 1881 cruza por Morelos el ferrocarril, y tras él su estela de progreso y perplejidad. Con las nuevas vías y las máquinas centrifugas, las apacibles haciendas adoptaron una ruidosa fisonomía de fábricas. Al doblar el siglo, los 24 ingenios morelenses producían la tercera parte del azúcar del país y alcanzaban el tercer lugar mundial después de Hawai y Puerto Rico. Para su continua expansión, las haciendas necesitaban tierras y mano de obra. Muchas explotaron con mayor intensidad sus propias tierras, enganchando con métodos coercitivos mano de obra de los pueblos. Otras procuraron acaparar de nueva cuenta las tierras comunales. Y aunque en el estado gobernaban hombres hábiles y firmes como Alarcón, ex jefe de rurales que conocía la región como la palma de su mano, el choque entre la vertiginosa modernización y el reclamo de las tierras -contradictorios llamados del futuro y el pasado- presagiaba, en verdad, «la proximidad de un levantamiento social».
Faltaba la oportunidad y ésta llegó a fines del porfiriato, cuando la compleja y antigua querella entre pueblos y haciendas, exacerbada por la modernización, se conjugó con un renacimiento político inusitado. Francisco I. Madero solía decir, con plena razón, que el primer estado que ejerció su derecho a la libertad fue Morelos. A la muerte del gobernador Alarcón, los hacendados pensaron que lo más natural era imponer un gobernador hacendado, y promovieron ante el Gran Elector (no el pueblo, sino el presidente) la candidatura de Pablo Escanden. Pero la entrevista concedida Díaz a Creelman, en la que Díaz aseguró que México estaba preparado para la democracia, que él se retiraría a la vida privada y que vería con buenos ojos el surgimiento de algún partido de oposición (promesas que jamás llegó a cumplir), no había pasado inadvertida. A principios de 1909 persistía en varios pueblos el recuerdo de las viejas banderas liberales de la Reforma y la Intervención. De pronto, tomando al pie de la letra las palabras que Díaz dirigió a Creelman, se propuso en Morelos la candidatura independiente de Patricio Leyva, hijo del general Francisco Leyva, padre fundador del estado y, en sus años estelares, partidario de Lerdo contra Porfirio Díaz. Hubo mítines, reclamos de «tierras y aguas», «mueras» a los «gachupines», motines y represión. Un atribulado y profetice catrín escribía a su amigo Francisco Bulnes:
«No creo que la Revolución francesa haya sido preparada con más audacia y materiales de destrucción que como se está preparando la mexicana. ¡Estoy espantado! Los oradores de Leyva, sin empacho ni vergüenza, han enarbolado la bandera santa de los pobres contra los ricos».
Renglones adelante señalaba como cerebro intelectual del leyvismo a un profesor de Villa de Ayala empeñado en redimir a los oprimidos y erigir en Tlaltizapán la «capital del proletariado en México»: Otilio Montano.




Donde el agua se arremolina





El pequeño pueblo de Anenecuilco, enclavado en el corazón del paraíso perdido, aparece ya en el Códice Mendocino como tributario de los aztecas. Su traducción del náhuatl es «lugar donde el agua se arremolina». Luego de la Conquista, en 1579 el pueblo se ve forzado a defender -y lo hace con éxito- su condición de «cabecera de por si» frente al Marquesado del Valle, que pretende incorporarlo a otras cabeceras o compelerlo a trabajar en obras ajenas a su jurisdicción. La identidad del pueblo se ve amenazada de nueva cuenta en 1603 cuando las autoridades buscan congregar a su población, junto a la de otros dos pueblos vecinos, en la villa de Cuautla. Los dos pueblos Ahuahuepan y Olintepec, ceden ante la presión y desaparecen. Anenecuilco sobrevive.8 En 1607, el virrey Luis de Velasco le concede merced de tierras, pero ese mismo año se la quitan para la constitución de la hacienda del Hospital.
Durante el siglo xvil y parte del XVIII, el pueblo vivió de milagro En 1746 lo componían 20 familias que defendían su fundo legal de un acoso triple: las haciendas de Cuahuixtia, del Hospital y Mapaztlan En 1798 el pueblo pide tierras y se opone al acuerdo de la Real Audiencia en favor del hacendado Abad, de Cuahuixtla. Al final del siglo su población ha crecido: el censo de 1799 registra 32 familias indias «con todo y gobernador». Un testigo de la época asienta en 1808 que los indios de Anenecuilco -entre los que aparece el apellido Zapata- «arrendaban las haciendas del Hospital por no serles suficientes las suyas». Ese mismo año se ventila una diligencia entre Anenecuilco y la hacienda de Mapaztlán en la que los representantes de ésta sostienen una declaración reveladora del rencoroso desdén hacia el pueblo:
«La población verdadera de Anenecuilco había venido en decadencia, de muchos años a esa fecha, de manera que no llegaban a treinta las familias de indios originarios del lugar. Que por esa razón no tiénen utensilios ni paramentos sagrados, por lo que cuando celebran misa los piden prestados al mayordomo del señor del pueblo, don Fernando Medina, colector de la limosna, quien los ha hecho con la ayuda de los rancheros de Mapaztlán y los presta y los guarda según es necesario. Que las tierras que aún tienen los de Anenecuilco son muy superabundantes en relación con las que gozan otros pueblos compuestos de cien o más familias, y que por lo tanto las cultivan dejando muchas vacías y arrendando otras. Que permitiéndoseles salir a los indios de la atarjea de cal y canto para entrar en tierras de la hacienda, causarían un enormísimo daño perjudicando las labores de caña, y robándosela según acostumbran, por lo que se tiene que pagar un peón constantemente para ahuyentar los ganados y cerdos. Que del corto pedazo de tierra que tomarían dentro de la hacienda apenas podrían sacar diez o doce pesos de renta anual o dos fanegas de sembradura de maíz, perjudicando en cambio a la hacienda grandemente.
Que la atarjea de la hacienda es hecha a mucho costo y que no podría mudarse por no permitirlo la situación de las aguas necesarias para las sementeras. Que la mayor parte de las tierras de que goza Anenecuilco se las dio la hacienda cuando se erigió este pueblo, en principios del siglo próximo pasado. Que en aquel tiempo, quedaron deslindadas las tierras de la citada hacienda en la conformidad en que se hallan, y según la cual se hizo la atarjea sin contradicción de parte de los indios. Que por todo lo expuesto los indios no se mueven ni se moverían si no mediara algún secreto impulso, puesto que no tienen necesidad de pedir tierras, ya que gozan de grandes ventajas respecto de otros infinitos pueblos, lo cual indica que los indios litigan por sugestión de algún enemigo de la hacienda».
Por su parte, los indios de Anenecuilco revelan que la querella con las haciendas es tanto un asunto de tierras como de dignidad: quieren ver las resultas del pleito «aunque tuvieran que ceder las tierras que debían reintegrarles las haciendas del Hospital y Cuahuixtla».9La era colonial terminó sin que sucediera ninguna de las dos cosas.
Anenecuilco puso su grano de arena en la guerra de Independencia. En su pequeña iglesia salvó la vida uno de los insurgentes más cercanos a Morelos: Francisco Ayala, casado con una vecina de Anenecuilco apellidada Zapata. Como en toda la región, los siguientes decenios hasta mediados de siglo constituyen un paréntesis, pero la tregua se rompe en 1853: el pueblo vuelve a pedir su documentación al Archivo General y reabre su pleito con Mapaztlán. En 1864 pide sus tierras a Maximiliano. El emperador visita la zona de Cuernavaca con asiduidad. Lo atraen el paraíso y su amante, la «India Bonita». Desarrolla una gran sensibilidad para escuchar y entender los reclamos indígenas, y concede la merced a Anenecuilco. Por desgracia para el pueblo, el Imperio se disuelve. Después del episodio de los Plateados, que tiene en Anenecuilco uno de sus principales escenarios, José Zapata —criollo de Mapaztlán— ejerce las funciones de gobernador del pueblo. Es él quien escribe a Porfirio Díaz en junio de 1874:
«Los ingenios azucareros son como una enfermedad maligna que se extiende y destruye, y hace desaparecer todo para posesionarse de tierras y más tierras con una sed insaciable.
"Cuando usted nos visitó se dio cuenta de esto y, uniéndose a nosotros, prometió luchar, y creemos, y más bien estamos seguros, de que así lo hará.
«Destruirá usted ésta, pues no es aún tiempo de que se conozca el pacto, como usted dice. Sólo es una recordatoria, para que esté este problema en su mente y no lo olvide.
»"No descansaremos hasta obtener lo que nos pertenece." Son sus propias palabras, general.
«Fiamos en la prudencia que le es a usted característica en que nos disimulará nuestro rústico pero leal lenguaje»." Dos años después, apenas lanzado el Plan de Tuxtepec, al amparo del cual derrocaría al gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada, Porfirio Díaz recibe una nueva carta, aún más esperanzada y firme, del pueblo de Anenecuilco:
«Los tan conocidos para usted, miembros de este club de hijos de Morelos, nos dirigimos nuevamente a usted con el respeto debido para hacerle presentes nuestros agradecimientos por la gran ayuda que hasta ahora nos ha prestado.
"Recibimos su nota de comunicación y estamos satisfechos con los adelantos que ha proporcionado a nuestra causa.
»Como le hemos estado remitiendo constantemente cartas recordatorias, creemos que no se ha olvidado de nosotros; aunque su última contestación fue del 13 de enero del pasado, sabemos que esto se debe a sus muchas ocupaciones.
"General, no tendremos con qué pagarle si podemos realizar nuestro anhelo y salimos victoriosos en este trance tan difícil para nosotros.
»Nos damos cuenta de que el problema es bien difícil, pero tenga usted en cuenta que estamos decididos a luchar hasta el fin, junto con usted. Y hemos resuelto todos, de común acuerdo, que es preferible que desaparezca la gran riqueza que constituyen los ingenios azucareros (que luego podrá repararse), a que se sigan apoderando de nuestras propiedades hasta hacerlas desaparecer.
"Tenemos fe y confiamos en que algún día la justicia se haga cargo de nuestros problemas, guardamos con celo los papeles que algún día demostrarán que somos los únicos y verdaderos dueños de estas tierras.
"Las miras de usted, general, hasta hoy siempre han sido justas y nosotros hemos seguido fielmente sus pasos, no creemos ser dignos de olvido.
"No estamos reprochando nada, pero queremos estar seguros de que no nos ha olvidado.
»De quien sí hemos recibido correspondencia es del licenciado don Justo Benítez, que está con nosotros y también nos apoya en todos los puntos.
"Dispense que distraigamos sus ocupaciones, pero el asunto no es para menos; estamos al borde de la miseria unos y los otros han tenido que emigrar por no tener alimentos para sus hijos. Los de los ingenios cada vez más déspotas y desalmados. No queremos cometer con ellos algún acto de violencia, esperaremos con paciencia hasta que usted nos dé la señal para iniciar nuestra lucha.
"Confiamos en que usted tampoco ha dado nada a conocer, pues sería peligroso en estos momentos.
"Con gran pena le comunicamos el fallecimiento de nuestro querido presidente y a quien considerábamos casi como padre. Mientras, me han nombrado a mí, pero es seguro que no quede de fijo, pues hay otros que más lo merecen».
Por toda respuesta, Porfirio —que evidentemente los conocía bien— marcó en el margen: «Contestarles en los términos de siempre. Estoy con ellos y los ayudaré hasta lo último. Siento la muerte del señor Zapata, pues era fiel servidor y capaz amigo».
En 1878, el hacendado de Cuahuixtia, Manuel Mendoza Cortina, pronuncia su citada frase «la justicia para los pobres ya se subió al cielo», y emprende un nuevo despojo, ahora sobre las aguas del pueblo. Un mandatario del pueblo, Manuel Mancilla, entabla con él pláticas conciliatorias aunque secretas. Al descubrirlo, los vecinos degüellan a Mancilla. «Su cuerpo», escribe Jesús Sotelo Inclán. el gran historiador de la genealogía zapatista del que provienen todas estas noticias y documentos sobre Anenecuilco, «quedó tirado por el Cerro de los Pedernales en el camino a Hospital, y lo enterraron fuera del pueblo por traidor, al pie de unos cazahuates blancos, junto al río.» En el caso de Anenecuilco, el porfiriato no significó una era de paz. En 1882, el hacendado de Hospital se queja de que los animales del pueblo maltratan sus cañas. En 1883, los campesinos se las arreglan para comprar armas. En 1885, denuncian las carencias y demasías de Cuahuixtla. En 1887, sufren la destrucción del barrio oriental del pueblo, llamado Olaque, por el archienemigo Mendoza Cortina.
En 1895, Vicente Alonso Pinzón, español, nuevo dueño de Hospital y de la hacienda cercana, Chinameca, ocupa tierras de pasto del pueblo, mata sus animales y coloca cercas de alambre. Al inicio de siglo, Anenecuilco retoma, por enésima vez, el camino legal: pide copias de sus títulos al Archivo General de la Nación y busca el dictamen de un abogado célebre, Francisco Serralde. Después de analizar los títulos, Serralde opina: «Los títulos amparan plenamente las seiscientas varas de terreno que se concedieron a los naturales de Anenecuilco por decreto y por ley». Con el dictamen en la mano, en 1906 los vecinos apelan al gobernador, quien concierta una junta con los representantes de Hospital. Un año más tarde, en vista de la total irresolución de sus antiquísimas demandas, los de Anenecuilco visitan a Porfirio Díaz en la vecina hacienda de Tenextepango, propiedad de su yerno, Ignacio de la Torre. Habían pasado cuarenta años desde aquellas cartas esperanzadoras. Porfirio les promete -una vez más- interceder. El gobernador los conmina a acreditar con títulos pertinentes «sus alegados derechos». Nada se resuelve. En enero de 1909, el pueblo interpone un nuevo recurso par recobrar sus documentos:
«Don Vicente Alonso, propietario de la hacienda del Hospital, trató de despojar nuestros ganados que allí pastaban y no nos permitía seguir haciendo uso de los campos de sembradura que nosotros siempre habíamos cultivado, por decirse dueño de esa posesión, que nosotros mantenemos y hemos mantenido por indeterminado lapso de tiempo por ser exclusivamente de nuestra propiedad».
Aquel año 1909 sería —según recordaba uno de los más activos representantes- «el más pesado». En junio, el administrador de Hospital decidió dar un paso hacia el abismo: ni siquiera en arrendamiento dio las tierras a Anenecuilco. En septiembre, el nuevo presidente del pueblo, el joven Emiliano Zapata, estudia cuidadosamente los papeles de la comunidad, muchos en náhuatl, su lengua materna. En octubre, Zapata busca el patrocinio del licenciado Ramírez de Alba y el consejo del escritor y luchador social Paulino Martínez. Todo sin éxito.
En una frase trágicamente célebre, el administrador de Hospital responde así a sus reclamos: «Si los de Anenecuilco quieren sembrar, que siembren en maceta, porque ni en tlacolol [sitios pequeños y deslavados en las laderas de los cerros] han de tener tierras».
En abril de 1910 el tono de una carta dirigida al gobernador ya no es de combate sino de súplica, casi de imploración:
«Que, estando próximo el temporal de aguas pluviales, nosotros los labradores pobres debemos comenzar a preparar los terrenos de nuestras siembras de maíz; en esta virtud, a efecto de poder preparar los terrenos que tenemos manifestados conforme a la Ley de Reavalúo General, ocurrimos al Superior Gobierno del Estado, implorando su protección a fin de que, si a bien lo tiene, se sirva concedernos su apoyo para sembrar los expresados terrenos sin temor de ser despojados por los propietarios de la hacienda del Hospital. Nosotros estamos dispuestos a reconocer al que resulte dueño de dichos terrenos, sea el pueblo de San Miguel Anenecuilco o sea otra persona; pero deseamos sembrar los dichos terrenos para no perjudicarnos, porque la siembra es la que nos da la vida, de ella sacamos nuestro sustento y el de nuestras familias».
En mayo, el pueblo se juega la última carta: escribe al presidente Díaz. Este les contesta informando que ha vuelto a recomendar el asunto al gobernador interino del estado, quien de inmediato los recibe en Cuernavaca y les solicita una lista de las personas agraviadas.
A los dos días el pueblo le envía el documento, precedido de un párrafo revelador de la intacta memoria histórica del pueblo:
«Lista de las personas que anualmente han verificado sus siembras de temporal en los terrenos denominados Huajar, Chautia y La Canoa, que están comprendidos en la merced de tierras concedidas a nuestro pueblo en 25 de septiembre de 1607, por el virrey de Nueva España, hoy México, según consta en el mapa respectivo, y de cuya propiedad nos ha despojado la hacienda del Hospital».
A mediados de 1910, Emiliano Zapata advierte que el trance es de vida o muerte y toma una resolución aplazada por siglos: ocupa y reparte por su cuenta y riesgo las tierras. El jefe político de Cuautla, José A. Vivanco, se entera pero no interviene. Poco tiempo después el presidente Díaz ordena a la sucesión del hacendado Alonso devolver las tierras a Anenecuilco. En diciembre de 1910, Zapata derriba tecorrales y realiza un segundo reparto de tierras, al que se unen los vecinos de Moyotepec y Villa de Ayala. Previendo que las nubes del horizonte presagiaban un cataclismo social, Vivanco abandona el distrito, no sin antes festejar en un jaripeo con Zapata la reivindicación histórica de Anenecuilco. Tres siglos después de su expedición, la merced del virrey Luis de Velasco comenzaba a surtir efecto.




La memoria del charro







Para el biógrafo, el método deductivo es terreno vedado. Puede legítimamente inducir sus generalizaciones a partir de datos breves y particulares, pero el procedimiento inverso es peligroso. Con todo, en el caso particular de Emiliano Zapata hay verdades que pueden partir de generalizaciones previas y no tener más demostración interna que los hechos a los cuales esas verdades dieron lugar.
Cabe afirmar, por ejemplo, sin que para ello existan documentos probatorios, que la verdadera patria de Zapata no fue México ni el estado de Morolos, ni siquiera el distrito de Villa de Ayala, sino la tierra que lo nutrió: el coto particular, único, exclusivo, excluyente, que llevaba a cuestas su historia de agravios; que atesoraba como el símbolo mismo de su identidad los títulos virreinales; que en términos raciales, formales y lingüísticos, había dejado de ser una comunidad indígena, pero seguía constituyéndola en zonas del ser más profundas; que concebía aún el entorno como una amenaza; que insistía en reivindicar el derecho a sus tierras no tanto por la necesidad económica como por el afán de que el enemigo geográfico y fatal -las haciendas- reconociese su derecho a existir tal como había ordenado la autoridad en el origen, sancionando derechos aún más antiguos, arrancados quizá a los aztecas; que una y otra vez, generación tras generación, con creciente indiferencia hacia los azares de otras historias que no fueran la propia, acudía ante las autoridades con la merced de Luis de Velasco en la mano, como si 1607 hubiese sido siempre el día de ayer; que desconfiaba de todo y de todos, de las autoridades más que de nadie, pero que no por eso perdía la esperanza de recobrar lo propio, lo entrañable, lo que les había sido robado... Aquella comunidad, Anenecuilco, fue la verdadera patria de Zapata. De aquel pequeño universo no sólo conocía toda la historia:
la encarnaba. Todo lo demás le era abstracto, ajeno.
Sus padres se llamaron Cleofas Salazar y Gabriel Zapata. Tuvieron diez hijos. Emiliano, nacido el 8 de agosto de 1879, fue el penúltimo.
Nació con una manita grabada en el pecho. Su primer pantalón lo adornó con monedas de a real, como el tío Cristino Zapata le contaba que adornaban sus prendas los famosos Plateados, a los que había combatido. El otro hermano de su padre, Chema Zapata, le regaló una reliquia: «un rifle de resorte y relámpago de los tiempos de la plata».
Emiliano estudió la instrucción primaria en la escuela de Anenecuilco, instrucción que comprendía rudimentos de teneduría de libros.
La mayoría de sus biógrafos —incluido Sotelo Inclán— toma por buena la anécdota de que el pequeño Emiliano padeció en carne propia la invasión de las huertas y casas del barrio de Olaque, perpetrada por el hacendado Manuel Mendoza Cortina hacia 1887. Viendo llorar a su padre, habría preguntado:
«—Padre, ¿por qué llora?.
"—Porque nos quitan las tierras.
"—¿Quiénes?.
»—Los amos.
»—¿Y por qué no pelean contra ellos?.
"—Porque son poderosos.
"—Pues cuando yo sea grande haré que las devuelvan».
A los dieciséis años queda huérfano, pero no indefenso. Zapata no era ni jornalero ni pobre. Dieciséis años después, en 1911, explicó:
«Tengo mis tierras de labor y un establo, producto no de campañas políticas sino de largos años de honrado trabajo y que me producen lo suficiente para vivir con mi familia desahogadamente». Logró poseer un atajo de diez muías, y al frente de ellas salía a los pueblos y ranchos a acarrear maíz. Por un tiempo acarreó cal y ladrillos para la construcción de la cercana hacienda de Chinameca. Además de esas labores de arriería, tuvo éxito en la agricultura. «Uno de los días más felices de mi vida», confesó alguna vez, «fue aquel en que la cosecha de sandía que obtuve con mi personal esfuerzo me produjo alrededor de quinientos o seiscientos pesos.”. En 1910 su capital, nada despreciable, ascendía a tres mil pesos. Zapata se sintió siempre orgulloso de ganarse la vida sin depender de otros.
Este ranchero independiente no era borracho (aunque le gustaba el coñac), ni parrandero (aunque le encantaba la feria de San Miguelito cada 29 de septiembre), ni jugador (aunque no se separaba de su «atado» de naipes), pero sí «muy enamorado». Muchos años después de muerto, las ancianas de Morelos lo recordaban suspirando: «Era muy valientote y muy chulo». Su hermana recordaba también: «Miliano de por sí fue travieso y grato con las mujeres». Su orgullo eran sus inmensos bigotes: lo diferenciaban de «los afeminados, los toreros y los frailes». Por lo demás, «era delgado, sus ojos muy vivos, tenía un lunar en un ojo y muy abusado, de a caballo, ranchero».
Lo que más atraía en Zapata, no sólo a las mujeres sino a todo el que lo conocía, era su carácter de «charro entre charros». Miliano se presentaba en las plazas de toros montando los mejores caballos del rumbo, sobre las mejores sillas vaqueras. Los jaripeos, las corridas de animales en el campo, las carreras de caballos, el jineteo de toros, las peleas de gallos o el simple campear constituían sus diversiones favoritas. Su impecable figura de charro, sin afectaciones ni rebuscamientos, era clásica a su manera. Mucho en él recordaba a los Plateados.
Así lo describe su fiel secretario Serafín Robles, «Robledo», como el «Jefe» le apodaba:
«Los arreos de su caballo eran: silla vaquera, chaparreras bordadas, bozalillo, cabresto, gargantón y riendas de seda con muchas motas, cabezadas con chapetones de plata y cadenas del mismo metal, machete de los llamados "costeños", colgada al puño la cuarta, reata de lazar y un buen poncho en el anca del caballo. La indumentaria del general Zapata en el vestir, hasta su muerte, fue de charro: pantalón ajustado de casimir negro con botonadura de plata, sombrero charro, chaqueta o blusa de holanda, gasné al cuello, zapatos de una pieza, espuelas de las llamadas amozoqueñas y pistola al cinto».
El propio Robles afirmaba que en todo el sur «no había otro charro» como don Emiliano Zapata: «... desaparecía como un relámpago ... volaba sobre su caballo ... era montador de toros, lazador, amansador de caballos y travieso como el que más en charrerías, pues ...
picaba, ponía banderillas y toreaba a caballo y también a pie». Era la viva reencarnación de un Plateado... bueno.
Estas habilidades charras no sólo reportaron a Emiliano beneficios estéticos y amorosos sino económicos. Nada menos que don Ignacio de la Torre —el yerno de don Porfirio y «Nachito» para sus amigos— se fijaría en él y le pediría que le arrendara sus finísimos caballos. De hecho esa profesión habrá de salvarlo cuando en 1897 huye del pueblo por una riña y se refugia con Frumencio Palacios, potrerero de la hacienda de Jaltepec.
Pero antes que charro independiente, insumiso, travieso y enamorado, Zapata era la memoria viviente de Anenecuilco. Entre 1902 y 1905 interviene silenciosamente en un conflicto de Yautepec con la hacienda de Atlihuayán, propiedad de los Escanden. En Yautepec vivían miembros de la familia Zapata y el pueblo tenía terrenos colindantes con Anenecuilco. El caudillo de Yautepec, Jovito Serrano, acudió al patrocinio del abogado Serralde, que había defendido legalmente a casi toda la disidencia intelectual del porfiriato: Daniel Cabrera, Filomeno Mata, los hermanos Flores Magón, Juan Sarabia...
Su impresión del conflicto es clara y premonitoria. Escribe a Porfirio Díaz: «Si la Suprema Corte no hace justicia a estos hombres, tenga usted la seguridad, señor, que pronto habrá una revolución». El presidente lo recibe. Zapata forma parte de la comitiva. Poco tiempo después se entera de que a Jovito Serrano lo han deportado a Quintana Roo, donde nadie vuelve a saber de él. Zapata observa y recuerda.
En 1906 ocurre en Anenecuilco un acontecimiento central en la educación intelectual de Zapata. Se avecinda en el pueblo el profesor Pablo Torres Burgos, que sin impartir -en apariencia- clases formales, se dedica a vender legumbres y cigarros, y a comerciar con libros.
Sus amigos -entre los que se encuentra Zapata- tienen acceso a su pequeña biblioteca, a donde llegan puntualmente los mejores periódicos de oposición; El Diario del Hogar y Regeneración. Al poco tiempo, en Villa de Ayala ocurre un milagro intelectual similar. Se avecinda el profesor Otilio Montano, que sí imparte clases formales y propaga con fervor una literatura aún más incendiaria: las obras del príncipe Kropotkin. Emiliano Zapata lo aprecia al grado de hacerlo su compadre.
En 1908, Emiliano Zapata se ausenta por segunda vez de su pueblo. La razón es ahora de índole romántica. Rememorando quizá las hazañas de los Plateados, que traían su reata «pa' la mujer que les guste», Zapata rapta a una dama de Cuautia, Inés Alfaro, a quien le pone casa y con la que procrea un niño -Nicolás- y dos mujercitas.
El padre de doña Inés, Remigio Alfaro, denuncia el hecho ante las autoridades, que incorporan a Emiliano en el 7.° Batallón del ejército, donde no dura mucho tiempo, ya que un año después participa activamente en la campaña leyvista. Es uno de los integrantes del Club Melchor Ocampo -creado por Torres Burgos en Villa de Ayala- y del más numeroso Club Democrático Liberal de Morelos, con sede en Cuernavaca.
En septiembre de ese mismo año, los vecinos de Anenecuilco lo nombran presidente del Comité de Defensa. Sotelo Inclán narra la escena:
«Terminada la junta, los viejos llamaron aparte a Emiliano y le entregaron los papeles que guardaban, y que son los mismos que han llegado hasta nosotros. Emiliano los recibió y, junto con el secretario Franco, se puso a estudiarlos. Franco estuvo con Emiliano durante ocho días en el coro de la iglesia leyendo los papeles y tratando de desentrañar los derechos en ellos establecidos. Durante estos días suspendieron todos sus trabajos y sólo bajaban para comer y dormir. Fue así como el futuro caudillo bebió las profundas aguas del dolor de su pueblo y se vinculó estrechamente al destino de sus remotos abuelos indios. Teniendo a la vista el mapa tradicional y queriendo saber lo que decían sus leyendas en idioma azteca, Emiliano mandó a Franco al pueblo de Tetelcingo, cercano a Cuautia, donde se conserva aún el idioma náhuatl, lo mismo que muchas costumbres indias. No fue fácil para Franco hallar quien supiera leer aquellas palabras nahoas. Ni siquiera el maestro del pueblo supo traducir su significado y Franco fue a ver al cura del lugar, que era un indio originario del Tepoztlán tierra de grandes nahuatlatos. El cura pudo descifrar los nombres indígenas y Franco regresó con el resultado al pueblo».
En enero de 1910 Zapata es encarcelado e incomunicado por tres días. Las autoridades afirmaron que se le había encontrado «vagando en estado de ebriedad», pero el amparo que interpone en su favor su hermana María de Jesús está seguramente más cerca de la verdad: se le había aprehendido para forzarlo a dar «su cuota de sangre y humillación al servicio de las armas». Aunque en febrero se le consigna en efecto al ejército, en marzo sale libre por intercesión de don «Nachito» de la Torre. Zapata retribuiría el favor arrendándole, como se ha dicho, sus caballos e interviniendo en una escena que, muchos años después, recordaría la nieta de Porfirio Díaz: «... en la boda de "Nachito" con Amada Díaz, un caballo de la procesión perdió el paso y se desbocó. De pronto un tharro decidido se abalanzó sobre él para amansarlo y evitar un desaguisado: era Emiliano Zapata».
A mediados de 1910 Zapata cumple el destino de su pueblo y toma por la fuerza las tierras de Anenecuilco. A fin de año siembra de nuevo sus sandías y en una de tantas novilladas sufre una cornada en un muslo. Enterrados en un lugar secreto del pueblo y dentro de una caja de hojalata, descansaban los títulos, los mapas, los pedimentos, las copias, la merced, cuadernos enteros de litigios y dictámenes.
Con el tiempo, al lanzarse a la Revolución, Zapata los encomendó a su fiel «Robledo» con estas palabras: «Si los pierdes, compadre, te secas colgado de un cazahuate».




Revoluciones van, revoluciones vendrán





Sin el vendaval maderista, la pequeña revolución de Anenecuilco hubiese pasado inadvertida incluso para la historia local. Pero el artículo del Plan de San Luis que prometía restituir a las comunidades las tierras que habían usurpado las haciendas era música celestial para Zapata, Torres Burgos y Montano, sus amigos intelectuales. Tan pronto estalla la Revolución, los vecinos de aquellos pueblos deciden enviar como su representante en San Antonio, Texas, a Pablo Torres Burgos.
Mientras tanto, en Tlaquiltenango, un veterano de la guerra contra los franceses, Gabriel Tepepa, se levanta en armas. En Huitzuco, Guerrero, hace lo propio el cacique de la zona: Ambrosio Figueroa. En Yautepec, Otilio Montano exclama en un discurso: «iAbajo las haciendas, que vivan los pueblos!». Es el momento en que, montado en un caballo que le regala el cura de Axochiapan, Emiliano Zapata inicia su revolución. Allí lo vio, extasiado, Octavio Paz Solórzano (padre del escritor Octavio Paz), un abogado capitalino que fue de los primeros en sumarse a «la bola»:
«El día que [la Revolución del sur] abandonó [Jojutia], [Zapata] mandó reunir a su gente en el zócalo, para emprender la marcha. El estaba montado en el caballo retinto regalado por el cura, en el centro, rodeado de algunos de sus jefes, cuando de repente se oyó una detonación. Al principio nadie se percató de lo que había pasado, pues los soldados acostumbraban constantemente disparar sus armas, como una diversión, y se creyó que el tiro que se había escuchado era uno de tantos de los que disparaban los soldados al aire, pero Zapata había sentido que se le ladeaba el sombrero; se lo quitó y vio que estaba clareado. Los jefes que estaban cerca de él, al ver el agujero, comprendieron que el balazo había sido dirigido en contra de Zapata:
vieron que el que lo había disparado se encontraba en el edificio de la Jefatura política y al dirigir la vista hacia dicho [inmueble] miraron a un hombre que precipitadamente se retiraba de uno de los balcones. Esto pasó en menos de lo que se cuenta. Los que estaban más cerca de Zapata se precipitaron hacia la Jefatura política, pero Zapata gritó: "Nadie se mueva"; y sin vacilación ninguna movió rápidamente el magnífico caballo que montaba hacia la puerta de la Jefatura, y dándole un fuerte impulso lo hizo subir por las escaleras del edificio, ante la mirada atónita de los que presenciaban esta escena, quienes desde abajo pronto lo vieron aparecer detrás de los balcones, recorriendo las piezas del Palacio Gubernamental, con la carabina en la mano. Una vez que hubo revisado todas las oficinas, sin encontrar a nadie, jaló la rienda al caballo, haciéndolo descender por las escaleras, y con toda tranquilidad apareció nuevamente en la plaza, ante la admiración del numeroso pueblo que lo contemplaba y de sus tropas, montando en el arrogante caballo retinto, regalo de Prisciliano Espíritu, el cura de Axochiapan, y con el puro en la boca, que nunca abandonaba, aún en lo más recio de los combates».
A las pocas semanas Tepepa muere a traición a manos de Figueroa. A Torres Burgos lo sorprenden los federales en una siesta de la que nunca despertaría. Zapata se convierte de súbito en el jefe de la Revolución. Hasta sus oídos llega una bravata del odiado administrador español, apellidado Carriles, de Chinameca: «... que ya que usted es tan valiente y tan hombre, tiene para usted miles de balas y las suficientes carabinas para recibirlos como se merecen». «Los ojos de Zapata», recuerda Paz, «chispearon de cólera.» Decidió a atacar Chinameca -su primera acción militar- no por seguir un plan preconcebido sino por pundonor. El resultado, para las víctimas, fue una «carnicería espantosa», y para los vivos un corrido:

Llegó el terrible Zapata.
con justicia y razón.
habló con imperio, «vengan con una hacha.
y tiren este portón».
Tembló la tierra ese día.
Zapata entró.
Los juntó toditos, y les dio las onze.
y hincados frente a una peña.
«besen esta cruz y toquen clarines de bronze.
y griten, ¡que muera España!».
Viva el general Zapata.
viva su fe, y su opinión.
porque se ha propuesto morir por la patria.
como yo, por la nación.

De Chinameca, donde se hizo de buenos pertrechos, Zapata siguió a Jonacatepec. Poco a poco su ejército se ensancha. ¿Por qué lo siguen? Una de las razones, que se desprenden con claridad del corrido, es una especie de quiste histórico: el odio a los españoles.
«Entré por ese temor de los españoles», recordaba Constancio Quintero García, de Chinameca; «ya iban a jerrarnos como animales.» Espiridión Rivera Morales, del mismo sitio, explicaba: «Sembrábamos unos maicitos en los cerros, pues ya el español cabrón nos había quitado todas las tierras». Otros se sumaban por un ansia sencilla de libertad y justicia. «Teníamos más garantías en el monte a caballo, libres, que estando allí, porque estaban los rurales tras nosotros, cobrándonos por vivir, cobrándonos por las gallinas, cobrándonos por los marranos; esa injusticia nos hizo más, y Zapata [al] damos garantías... ¡Teníamos que haberlo seguido! Esa es la causa. Ya no aguantaba la injusticia», Y otros aún, por simple y llana pobreza: «De mi pueblo se fueron dieciocho conmigo, eran tlacohieros; los obreros de la mina nunca se fueron; ésos fueron pendejos; no fueron porque estaban bien con los ... gringos porque les pagaban buen sueldo». Muchos otros, además de los de la mina, no entraron:
«Unos nunca se levantaron, por eso Felipe Neri, aquí en Cuahuixtla, había muchos [a los] que les mochó la oreja. Porque venía y decía: "Vénganse a la revolución, o dejen la hacienda", los agarraba por el campo, y le contestaban: "Sí, mi general", pero al poco tiempo que los soltaban se iban de nuevo a la hacienda a trabajar. Y pasaba Felipe Neri de repente (porque era arrancado, aunque estuviera el gobierno aquí, ése pasaba por la orilla del pueblo con su gente, porque era de por sí valiente) y los volvía a agarrar, y decía: "A ustedes ya los agarré el otro día, ¿verdad?" y zas, les mochaba la oreja, un pedazo, "Ándele, para que los conozca y otro día que los vuelva a agarrar los fusilo".
»Pues todos esos ... los polqueros, así les decían en ese tiempo, trabajaban con yuntas de muía y los poicos. Por eso agarró Felipe Neri y les mochó la oreja. Pero ni así se fueron, a'i estaban y así estuvieron de esclavos hasta que se acabó la revolución».
Para el mes de mayo de 1911 ya sólo quedaban en todo el estado de Morolos dos baluartes federales: Cuautia y Cuernavaca. A la primera la resguardaba un regimiento de caballería famoso: el Quinto de Oro. Zapata busca tomar la plaza pacificamente, pero el jefe político se mega a rendirla. En la toma intervienen muchos de los jefes que se harán célebres: Emigdio Marmolejo, Francisco Mendoza, Amador Salazar, Eufemio Zapata -hermano del caudillo-, Lorenzo Vázquez El cerco dura varios días:
«Hubo ocasiones, durante el curso de esta lucha desesperada, en que al derrumbarse un muro quedaran los combatientes de ambos lados frente a frente, y entonces podía verse, caso muy común, que se disputaban unos y otros, con todo empeño, con todo vigor esos montones de tierra y ladrillo que debían servirles luego como defensa.
En ocasiones no hacían uso de las armas, sino que se asestaban golpes con las culatas o cañones de los fusiles».
El 17 de mayo, Felipe Neri toma a viva fuerza el convento de San Diego, donde le sobreviene la desgracia que explica, quizá, su vocación de «mochaorejas»: «... al arrojar una bomba sobre la pared de la iglesia, retachó, vino a estallar cerca de él y lo hirió gravemente dejándolo sordo para toda la vida». Por fin, el 19 de mayo cesa el fuego. Para entonces Marciano Silva, el viejo cantor del sur incorporado al ejército de Zapata, tenía listo su corrido:

¡Pobres pelones del Quinto de Oro.
a otros cuenten que por aquí.
no más tres piedras, porque la fama.
que hay en Zapata no tiene fin!.
Adiós Quinto de Oro afamado.
mi pueblo llora tu proceder.
en otras partes habrás triunfado.
pero aquí, en Cuautia, no sé por qué.
nos prometiste el ampararnos.
pero corriste, ¡qué hemos de hacer!.
¡Los calzonudos te corretean.
porque Zapata tu padre es!.

En la ciudad de México, el viejo dictador escuchó las noticias con verdadera alarma. Sabía que «los chmacates del sur eran bravos» «Estuve tranquilo hasta que se levantó el sur», comentaba en el exilio Seis días después de la toma de Cuautia, renunció.
El 7 de junio de 1911, Emiliano Zapata es de los primeros revolucionarios en entrevistarse con Madero. La comida a la que acude -llena de aduladores— le deja mal sabor de boca. Días más tarde, Madero visita Morelos y Guerrero, zona que había soslayado en sus campañas presidenciales. Su conducta, generosa por igual con hacendados y revolucionarios, provoca en Zapata sentimientos de duda. No comprende por qué presta oídos a quienes critican la violencia zapatista en la toma de Cuautla. ¿Había sido o no una revolución? Muy pronto, los periódicos de la capital, azuzados, claro, por los hacendados, inician una campaña de desprestigio contra «el bandido» Zapata, de quien se espera en cualquier momento una sublevación. El periódico Nueva Era de Juan Sánchez Azcona lo defiende. Madero lo invita a México.
La entrevista entre ambos caudillos tiene lugar el 21 de junio en la casa de Madero, en la calle de Berlín. Gildardo Magaña recordaría la forma —a un tiempo parabólica, cortés y terminante— en que Zapata expuso las razones de su revolución. Había tensión en la atmósfera. Zapata la rompió acercándose a Madero. Señaló la cadena de oro que éste traía en su chaleco y le dijo:
«-Mire, señor Madero, si yo, aprovechándome de que estoy armado, le quito su reloj y me lo guardo, y andando el tiempo nos llegamos a encontrar, los dos armados con igual fuerza, ¿tendría derecho a exigirme su devolución? »-Sin duda —le dijo Madero—; incluso le pediría una indemnización.
»—Pues eso, justamente —terminó diciendo Zapata—, es lo que nos ha pasado en el estado de Morelos, en donde unos cuantos hacendados se han apoderado por la fuerza de las tierras de los pueblos. Mis soldados (los campesinos armados y los pueblos todos) me exigen diga a usted, con todo respeto, que desean se proceda desde luego a la restitución de sus tierras».
Al día siguiente, Emiliano Zapata hizo unas declaraciones conciliatorias al diario católico El País, que no antipatizaba con su causa:
«El general Zapata [manifestó] que si él se afilió al partido revolucionario no fue guiado por la idea del lucro, sino por patriotismo ... "El odio demostrado hacia mí por los hacendados morelenses no me lo explico, como no sea porque arrebaté a la explotación que por parte de ellos eran víctimas los obreros que les enriquecían con el fruto de su sangre y de su sudor; comprenderán que, de ser ciertas las acusaciones que se me dirigían, no hubiera venido como lo he hecho a presentarme al señor Madero.
»"Ahora voy a trabajar en el licénciamiento de los hombres que me ayudaron, para después retirarme a la vida privada y volver a dedicarme al cultivo de mis campos, pues lo único que anhelaba cuando me lancé a la Revolución era derrocar al régimen dictatorial y esto se ha conseguido"».
Aparte del endoso explícito a Madero, en las declaraciones de Zapata llama la atención su insistencia en desmentir a los que dudaban de su desinterés. Es en ese momento cuando habla de sus «tierras de labor», de su «establo», de sus «largos años de honrado trabajo». Nada lo indigna más que la palabra «bandido».
Desea, en efecto, retirarse a la vida privada y disfrutar de su inminente matrimonio con la que seria su única mujer legítima: Josefa Espejo. Pero antes había que licenciar a las tropas y dejar Morelos bajo el mando de Raúl Madero (o de cualquiera, menos de Ambrosio Figueroa, o de los federales Blanquet y Huerta). El gobierno interino presiona para el primer objetivo. Zapata cede, pero no del todo. A mediados de agosto solicita al presidente De la Barra el redro de las fuerzas federales a cambio de la paz «en veinticuatro horas». Ese mismo día escribe, con ayuda de Montano, a Madero:
«Si la Revolución no hubiera sido a medias y hubiera seguido su comente, hasta realizar el establecimiento de sus principios, no nos veríamos envueltos en este conflicto; ¿por qué, pues, por una petición justa mía, del pueblo y del ejército, se nos trata de reos de grave delito, cuando no hemos tenido otro que el de haber sido defensores de nuestras libertades? Yo ni por un momento he dudado de que usted sostendrá los principios por los cuales el pueblo mexicano derramó su sangre, y en la cuestión a que en este momento me refiero tengo fe, y la he tenido siempre, en que usted evitará el derramamiento de sangre que se prepara contra nosotros. Me reitero su fiel subordinado».
Estaban dados ya todos los elementos de la discordia. Una y otra vez Zapata repetía las palabras «fe» y «fidelidad» implicando ya, con ellas, su contraria: traición. Madero lo comprende y escribe midiendo cada palabra:
«Comprendo muy bien los sentimientos que inspiran a usted y por eso vine a [ciudad de] México a exponer al Supremo Gobierno la situación, en vista de lo cual se ha acordado solucionar el conflicto en ésa, en forma que estoy seguro será aceptada por ustedes y que les haré saber a mi llegada a ésa. Para lograr mis vehementes deseos, la condición esencial es que ustedes sigan teniendo fe en mí como yo la tengo en ustedes. En prueba de lo cual voy a ésa, a pesar de que han venido noticias de que mi vida peligrará yendo allá. Pero no creo nada de ello, porque tengo confianza en ustedes».
Al llegar a Morelos el 18 de agosto, en un discurso Madero llama a Zapata «integérrimo general». Todavía creen el uno en el otro, pero actúan en un marco desfavorable creado por los hacendados, la histeria de la prensa capitalina, las opiniones racistas de De la Barra y el celo del general Victoriano Huerta -indio experto en combatir indios, veterano de las guerras contra yaquis y mayas-, que avanza sobre Yautepec para «reducir a Zapata hasta ahorcarlo». A los cuatro días de su estancia. Madero comprende que las autoridades centrales no le hacen el menor caso y se retira. Teme, con razón, que Zapata se llame a engaño, pero lo único que puede ofrecerle es una promesa: «Aprecio debidamente los servicios que usted prestó a la Revolución ...
Cuando llegue al poder le aseguro que le recompensaré sus servicios».
Durante todo el interinato Zapata sufrió el embate de los fúsiles y las palabras. Estas lo indignaban más que aquéllos. Le revolvía las entrañas oír que los «pelones» federales gritaran a sus hombres «bandidos comevacas». ¿Conoció las alarmas del representante José María Lozano en la cámara de Diputados? Zapata era el nuevo Atila, la «reaparición atávica de Manuel Lozada, un Espartaco, el libertador del esclavo, el prometedor de riquezas para todos. Es todo un peligro social, es sencillamente la aparición del subsuelo que quiere borrar la superficie ... Ya Zapata no es un hombre, es un símbolo».
Era natural que al llegar Madero a la presidencia las relaciones con Zapata estuviesen irremediablemente deterioradas. Existió sin embargo un último intento de avenencia por mediación del ingeniero Alfredo Robles Domínguez. Las condiciones de Zapata no podían ser más razonables: retiro de Figueroa, nombramiento de Raúl Madero y una pálida mención al problema de la tierra: «... se dará una ley agraria procurando mejorar la condición del trabajador del campo». En una decisión que a la postre lamentaría, Madero lo conmina a «rendirse a discreción y salir del país ... su actitud de rebeldía está perjudicando mucho a mi gobierno». Es el momento del rom
pimiento. Días más tarde, Zapata describe a Gildardo Magaña la esencia de su discordia:
«Yo, como no soy político, no entiendo de esos triunfos a medias; de esos triunfos en que los derrotados son los que ganan; de esos triunfos en que, como en mi caso, se me ofrece, se me exige, dizque después de triunfante la Revolución salga no sólo de mi estado, sino también de mi patria ...
»Yo estoy resuelto a luchar contra todo y contra todos sin más baluarte que la confianza, el cariño y el apoyo de mi pueblo».
Los «triunfos en que los derrotados son los que ganan» tenían para Zapata un nombre: traición. Zapata era un hombre de convicciones absolutas. Por eso no pudo interpretar las reticencias de Madero para repartir la tierra, y su debilidad para imponerse a De la Barra y Huerta, sino como una traición en el sentido bíblico del término, como el pecado que incluye todos los pecados, como la falta de Iscariote que provocó la muerte del Redentor. A aquel último intento conciliador de Madero, Zapata respondió: «Ya puede ir contando los días que corren, pues dentro de un mes estaré en México con veinte mil hombres y he de tener el gusto de llegar a Chapultepec y ... colgarlo de uno de los sabinos más altos del bosque». Aquel desencuentro entre dos hombres de fe sería uno de los momentos trágicos de la Revolución. El propio Madero lo reconoció en sus últimas horas ante Felipe Angeles. Quizá entonces la actitud de Zapata le pareció comprensible: llevaba siglos esperando; «Perdono al que mata o al que roba», solía decir Zapata, «porque quizá lo hacen por necesidad. Pero al traidor no lo perdono.» Vivía obsesionado por la traición. Uno de sus cuentos favoritos tenía la traición como tema:
«Un trabajador de las cercanías de Anenecuilco tenía en su rancho un perro que cuidaba de la casa. Era un porrazo amarillo, de orejas pachonas y largas. En cuanto el animal oía que chillaban los coyotes, salía a todo correr a perseguirlos. Y el buen hombre, cuando el perro regresaba, decía a la cocinera que le echara unas tortillas, pues que bien se las ganaba cuidando las gallinas. Una vez los coyotes se acercaron tanto que, cuando el perro amarillo salió a perseguirlos, corrió el hombre tras él para ver si había cogido siquiera uno. Y fue a encontrar que, bajo un huizache, el perro y los coyotes se comían amigablemente una gallina. Aquéllos huyeron, mientras el guardián siguió comiendo. El ranchero, convencido de que su perro era un traidor, fue sacando poco a poco el machete y le abrió la cabeza de un solo golpe».
En el Plan de Ayala, redactado por Zapata junto con Otilio Montano y firmado el 25 de noviembre de 1911 en la pequeña población montañosa de Ayoxustia, la palabra «traición» referida a Madero se emplea cinco veces de modo explícito y varias otras implícitamente con enorme dureza. Pero la traición no era su único motivo. Su fiel «Robledo» recordó mucho tiempo después una conversación en la que Zapata le confió las razones morales e históricas que lo habían hecho concebir el Plan de Ayala.
«Como tú sabes, en nuestro estado existieron aquellos mentados Plateados, quienes no estuvieron conformes con el gobierno que se estableció en aquel entonces y se rebelaron también, pero como no tuvieron bandera donde expusieran los motivos o ideas por las cuales empuñaban de nuevo las armas, no tuvieron muchos adeptos ni apoyo de los vecinos de los pueblos, y se les combatió y persiguió hasta lograr su muerte y dispersión, dándoles el despectivo título de "bandidos", el mismo que ya se me daba en compañía de mis soldados que peleaban al grito de ¡Viva Zapata! "Presentía que, de seguir en esa actitud, se nos tomaría en lo sucesivo como tales bandidos, puesto que la prensa lo publicaba y propalaba, bajo cuya denominación ya el gobierno nos combatía ...
»Mis antepasados y yo, dentro de la ley, y en forma pacífica, pedimos a los gobiernos anteriores la devolución de nuestras tierras, pero nunca se nos hizo caso ni justicia; a unos se les fusiló con cualquier pretexto, como la "ley fuga"; a otros se les mandó desterrados al estado de Yucatán o al territorio de Quintana Roo, de donde nunca regresaron, y a otros se les consignó al servicio de las armas por el odioso sistema de la "leva", como lo hicieron conmigo; por eso ahora las reclamamos por medio de las armas, ya que de otra manera no las obtendremos, pues a los gobiernos tiranos nunca debe pedírseles justicia con el sombrero en la mano, sino con el arma empuñada.
"Durante tres días, concreté mis ideas, que transmití a mi compadre Montano para que les diera forma, resultando al cabo de ese tiempo el deseado Plan.”.
En varios sentidos el Plan de Ayala es original, pero su propósito principal es —textualmente— «comenzar por continuar» la Revolución que Madero «gloriosamente inició con el apoyo de Dios y del pueblo» y «no llevó a feliz término». Tres son sus artículos centrales; ninguno de ellos incurre en un radicalismo extremo:
«6.° Como parte adicional del Plan que invocamos, hacemos constar que los terrenos, montes y aguas que hayan usurpado los hacendados científicos o caciques a la sombra de la tiranía y de la justicia penal entrarán en posesión de estos bienes inmuebles desde luego los pueblos o ciudadanos que tengan sus títulos correspondientes a esas propiedades, de las cuales han sido despojados, por la mala fe de nuestros opresores, manteniendo a todo trance con las armas en la mano la mencionada posesión, y los usurpadores que se consideren con derecho a ellos lo deducirán ante tribunales especiales que se establezcan al triunfo de la Revolución.
»7.° En virtud de que la inmensa mayoría de los pueblos y ciudadanos mexicanos no son dueños del terreno que pisan, sufriendo los horrores de la miseria sin poder mejorar su condición social ni poder dedicarse a la industria o a la agricultura por estar monopolizados en unas cuantas manos las tierras, montes y aguas, por esta causa se expropiarán previa indemnización de la tercera parte de esos monopolios a los poderosos propietarios de ellos, a fin de que los pueblos y ciudadanos de México obtengan ejidos, colonias, fundos legales para pueblos o campos de sembradura o de labor, y se mejore en todo y para todo la falta de prosperidad y bienestar de los mexicanos.
»8." Los hacendados, científicos o caciques que se opongan directa o indirectamente al presente Plan, se nacionalizarán sus bienes y las dos terceras partes que a ellos les correspondan se destinarán para indemnizaciones de guerra, pensiones de viudas y huérfanos de las víctimas que sucumban en la lucha del presente Plan».
Para los zapatistas -señala John Womack, el clásico historiador del zapatismo— aquel documento tuvo siempre un carácter de Sagrada Escritura, una impregnación mesiánica.
A partir de ese instante la revolución zapatista es la historia de una guerra sin cuartel «contra todo y contra todos», como decía su caudillo: «Revoluciones van, revoluciones vendrán», solía comentar el mero Jefe; «yo seguiré haciendo la mía». La rebelión, amorfa y dispersa en un principio, se delinea y fortalece con el acoso de los federales. Cada bando tiene su ala radical: el gobierno, en el general Juvencio Robles, que pone en práctica una estrategia de la guerra de los boers: el incendio de pueblos y la «recolonización» (exilio masivo y forzado);47 el movimiento zapatista, en el jefe sureño Genovevo de la O, que discurre la macabra voladura de trenes. En cierto momento, el régimen maderista decide cambiar de táctica. El nuevo jefe de operaciones, Felipe Angeles, corta de tajo con las prácticas salvajes y se niega a ampliar la guerra a pesar de las voladuras. Piensa que «es justificada la actitud de los zapatistas: desean que el vergel de Morelos no sea para ellos un infierno». En las ciudades principales hay elecciones y una clara voluntad de legalidad y reforma. Lentamente se abren paso, por la vía civil, las ideas agrarias. Sin armas ni recursos, el zapatismo languidece un poco, abandona temporalmente el estado de Morelos y se refugia en el distrito de Acatlán, Puebla.
De aquel repliegue lo saca nuevamente la caída de Madero. Por momentos parece que Zapata considera la posibilidad de pactar con Huerta a cambio de una aceptación oficial del Plan de Ayala, pero lo cierto es que el acuerdo entre ambos es imposible. El 28 de febrero de 1913 escribe a Genovevo de la O:
«... la Revolución del sur, centro y norte no está de conformidad con los traidores que se apoderaron del gobierno, y los revolucionarios no nos debemos de creer en nada de ellos, porque nos expondríamos a un fracaso y ni se les debe tener ninguna confianza; pues ¿qué esperaríamos de estos infames para nosotros que traicionaron y asesinaron a sus amos, a quienes le deben todo lo que tienen de riquezas y el lugar que ahora ocupan? No, de ninguna manera hay que creerse de estos malvados, y en todo caso procure usted batirlos hasta exterminarlos».
Al poco tiempo Zapata recibe al padre de Pascual Orozco, que trata de persuadirlo de un arreglo (el Plan de Ayala, hay que recordar, nombraba jefe de la Revolución a Pascual Orozco). Sin embargo, Zapata ya no cree en Orozco ni en el «espectáculo lúgubre» del gobierno que representa. El no ha hecho su revolución para «asaltar puestos públicos», mucho menos para nombrar gobernador, como le sugería el padre de Orozco. Por considerarlo traidor, se da el gusto de «quebrarlo».
La guerra se recrudece con una violencia sin precedentes. Los generales Cartón y Robles cuelgan zapatistas, recurren a la leva, la recolonización, la toma de rehenes, la depredación, saqueo y quema de pueblos. Naturalmente, el salvajismo de la campaña favorece a Emiliano Zapata.
«Y luego Huerta empezó a echar las "levas", puso la suspensión de garantías, ¡pos con más razón la gente se sublevó al cerro! Empezó a quemar Cartón las casas, los pueblos, los ranchos, diablura y media, la gente pues, ¿qué?, ¡pues siguió a Zapata porque Zapata los dekndía!, tenía sus campamentos en los cerros, y a'i estaba la gente con él, y otros no, eran pacíficos, pero de todas maneras eran zapatistas porque seguían a Zapata.» En 1914, la balanza se revierte. En marzo. Zapata toma Chilpancingo y fusila al general Cartón. Al poco tiempo ocupa Jojutia, Jonacatepec, Cuautla. Los federales, azorados además por sus derrotas en el norte ante Villa y Obregón. abandonan el estado. Lo mismo hacen, esta vez definitivamente, los orgullosos y modernos hacendados de Morelos. En junio de 1914, previendo el fin del gobierno huertista y el triunfo inminente de la Revolución, el zapatismo da a la luz la ratificación del Plan de Ayala con el objetivo principal de elevar «la parte relativa a la cuestión agraria ... al rango de precepto constitucional». La Revolución -rezaba uno de sus considerandos- busca «el mejoramiento económico de la gran mayoría de los mexicanos y está muy lejos de combatir con el objeto de saciar vulgares ambiciones políticas».
Aun los intelectuales más conspicuos del zapatismo, como el anarquista cristiano Antonio Díaz Soto y Gama (incorporado al movimiento en abril de 1914), parecían no darse cuenta de que esa postura escondía una derrota en la victoria, y más dramática que la de Francisco I. Madero. Paradoja anarquista: si la revolución zapatista soslayaba o desdeñaba la «conquista de ilusorios derechos políticos», ¿en manos de quién quedaría «el mejoramiento económico de la gran mayoría de los mexicanos»?




Quemar la Silla





En el fondo, el zapatismo nunca renunció a su condición de isla. En ella residían su fuerza y su debilidad. Si había sido traicionado por Madero y había doblegado la embestida sanguinaria de Huerta, no existía razón para confiar en nadie ni para abandonar la resistencia.
De ahí el fracaso de todos los emisarios de Carranza. Al «doctor Atl» (Gerardo Murillo) Zapata le confiesa: «Veo en Carranza aspiraciones peligrosas». En otra ocasión deja pasar la oportunidad de acercarse a un aliado noble y natural: Lucio Blanco. A Juan Sarabia, Luis Cabrera y Antonio Villarreal (revolucionarios intachables y partidarios decididos de la reforma agraria). Zapata los ningunea de plano, y Palafox -su nuevo intelectual orgánico, hombre hábil, pragmático y gran administrador- les advierte que la única opción de Carranza está en renunciar al poder ejecutivo, admitir un representante zapatista en la designación de los nuevos poderes y «someterse» —literalmente— al Plan de Ayala «sin cambiarle ni una coma». Carranza, por supuesto, no acepta las condiciones y en septiembre de 1914 rompe con Zapata. Este responde con un decreto agrario aún más radical que el Plan de Ayala: la nacionalización de los bienes del enemigo abarca por primera vez las propiedades urbanas y por primera vez también se establecen formas de propiedad que recuerdan al sistema comunal del calpulU. Según explica en un célebre ensayo Francois Chevalier, ese decreto «anuncia el futuro ejido, producto de la Revolución mexicana, que no es el simple pastizal común español que lleva el mismo nombre, sino que comprende esencialmente tierras de cultivo».
Mucho más enigmática y significativa que la efímera relación de Zapata con Carranza es la que el jefe suriano establece con la Convención de Aguascalientes y, en particular, con Francisco Villa. La lógica de ahora y la de entonces -dada la raigambre popular de la Convención— hacía suponer que Zapata se abriría por fin a un pacto nacional. Pero esto sucede sólo a medias.
Por principio de cuentas. Zapata no va a Aguascalientes. Tampoco acuden los principales jefes de la Revolución del sur: acuden los intelectuales. Es el momento cumbre de Soto y Gama, uno de tantos intelectuales anarquistas que se unieron a Zapata por auténtica vocación popular, no por curiosidad u oportunismo. Frente a la galería alebrestada que milagrosamente no lo balacea. Soto y Gama rompe «el trapo» de la bandera nacional, como había que romper -de acuerdo con el evangelio anarquista de Tolstói o Kropotkin- todas las abstracciones que oprimían al pueblo. Entre el zapatismo y el anarquismo no hay un vínculo casual sino profundo. «Los campesinos rebeldes», dice el antropólogo Eric Wolf, «son anarquistas naturales ... La utopía de los campesinos es la aldea libre: ... para el campesino el Estado es algo negativo, un mal que debe reemplazarse lo más pronto posible por su propio orden social de "carácter doméstico"». El lenguaje anarcosindicalista ensalzó, además, a campesinos e intelectuales: de Ricardo Flores Magón provino el lema «Tierra y libertad», tomado a su vez de Alexander Herzen y aparecido por primera vez en Regeneración el 19 de noviembre de 1910. En alguna ocasión el propio Zapata leyó, por consejo de Andrés Molina Enríquez, obras de Kropotkin.
Aunque la Convención rompió con Carranza y aceptó, en principio, el Plan de Ayala, su alianza con el zapatismo fue breve. Y es entonces, en el momento en que Zapata se encuentra en la cúspide de su poder, cuando aquel «anarquismo natural» revela su carácter generoso y trágico. La ciudad de México tiembla como doncella inerme ante el asalto inminente de las «hordas». Cuando por fin llegan, las hordas no son tales, sino rebaños pacíficos de campesinos azorados que portan -como símbolo de su lucha por lo permanente y tradicional- el mismo estandarte mexicano de los ejércitos del cura Hidalgo; la Virgen de Guadalupe. Un aterrado catrín recordaba, años después, cómo lo abordaron los zapatistas. no para sacarle el corazón -como temía- sino con este ruego: «Jefecito, dénos unos cartoncitos». Así ocurrió: «Como niños perdidos», escribe Womack, «vagaron por las calles», tocando puertas para pedir comida. Vestidos de manta blanca, con sus sandalias franciscanas, sus enormes sombreros de petate, sus cananas y machetes, no parecían militares ni querían parecerlo. Eran campesinos extraviados. No es casual que la canción favorita en los cuarteles zapatistas fuera «El abandonado».
Al azoro de los zapatistas al ocupar una ciudad y ejercer un poder que no querían ni comprendían, se sumó el del propio Zapata. Apenas recorre la ciudad. Se hospeda en un lóbrego hotelito a una cuadra de la estación a Cuautla. El 4 de diciembre de 1914 sostiene en Xochimilco una entrevista con Francisco Villa de la que muchos esperaban un nuevo -y trascendente- abrazo de Acatempan, el que sellara la unión de Iturbide y Guerrero para alcanzar la Independencia. Villa, recordaba un observador, «era alto y robusto, pesaba cerca de noventa kilos, tenía una tez enrojecida como la de un alemán, se cubría con un sarakof, llevaba un grueso sweater marrón, pantalones de montar color caqui y botas pesadas de jinete». Era lo que parecía: un militar, el caudillo de la División del Norte. En contraste. Zapata «parecía natural de otro país», con su rostro delgado, su piel oscura, su vestido charro con aquel inmenso sombrero, útil para cubrirse del sol y ocultar las miradas, absurdo como indumentaria militar. Era lo que parecía: un campesino en armas.
Del diálogo que sostuvieron quedó, para la historia, una copia taquigráfica. Es quizá el único momento en que con certeza podemos oír a Zapata. Dos partes son significativas. En la primera se revela el carácter autárquico, local, campesino del zapatismo, incluso por las metáforas campiranas que utiliza. También pone de manifiesto el «anarquismo natural» de Zapata, su repudio de los «ambiciosos» y «sinvergüenzas» que sólo buscan ejercer el poder. Lo más notable es su equiparación del poder con la ciudad y su árido paisaje de banquetas:
«VILLA: Yo no necesito puestos públicos porque no los sé "lidiar".
»ZAPATA: Por eso yo se los advierto a todos los amigos que mucho cuidado, si no, les cae el machete. (Risas.) ... Pues yo creo que no seremos engañados. Nosotros nos hemos limitado a estarlos arriando, cuidando, cuidando, por un lado, y por otro, a seguirlos pastoreando ... Los hombres que han trabajado más son los menos que tienen que disfrutar de aquellas banquetas. Nomás puras banquetas. Y yo lo digo por mí: de que ando en una banqueta hasta me quiero caer».5* En el segundo momento significativo -en el que interviene una tercera voz, el general Serratos-, Zapata explica a Villa la importancia del reparto de tierras:
«VILLA: Pues para ese pueblo queremos las tierritas. Ya después que se las repartan, comenzará el partido que se las quite.
"ZAPATA: Le tienen mucho amor a la tierra. Todavía no lo creen cuando se les dice: "Esta tierra es tuya". Creen que es un sueño. Pero luego que hayan visto que otros están sacando productos de estas cerras, dirán ellos también: "Voy a pedir mi tierra y voy a sembrar". Sobre todo ése es el amor que le tiene el pueblo a la tierra. Por lo regular toda la gente de eso se mantiene.
•SERRATOS: Les parecía imposible ver realizado eso. No lo creen; dicen: "Tal vez mañana nos las quiten".
»VILLA: Ya verán como el pueblo es el que manda, y que él va a ver quiénes son sus amigos.
«ZAPATA: El sabe si quieren que se las quiten las tierras. El sabe por sí solo que tiene que defenderse. Pero primero lo matan que dejar la tierra».
Para villa son «tierritas», para Zapata es «la tierra». Villa es abstemio y por poco se ahoga cuando Zapata casi lo fuerza a sellar el pacto de colaboración con un coñac. Como rezaba inconscientemente un corrido de la época, ambos renunciaban de antemano al poder en el momento mismo del triunfo:
Zapata le dijo a Villa:
«Ya perdimos el albur.
tu atacarás por el norte.
yo atacaré por el sur».
La diferencia mayor de actitud entre el guerrero y el guerrillero se plasmó para la historia en la famosa foto en que Villa aparece sentado, eufórico, en la silla presidencial junto a un Zapata hosco y receloso, esperando siempre que de la cámara saliese no un flash sino una bala. Un testigo zapatista de la escena la recuerda: «Villa se sentó en la silla como mofa, y Emiliano a un lado, y le dice a Emiliano:
"A ti te toca", Emiliano le dice: "No peleé por eso, peleé [por] las tierras [y para] que se las devuelvan, a mí no me importa la política"». Eran hombres del pueblo, pero hombres muy distintos. Y sus proyectos también. Uno es salvaje y festivo, el otro místico y taciturno. Uno pelea por echar bala, el otro por el Plan de Ayala.
El centro, la ciudad, el Palacio, la silla presidencial, las autoridades eran, para Zapata, el símbolo del engaño centenario contra Anenecuilco. De ahí su aversión física a la política. De ahí también que repitiera constantemente: «Al que venga a querer tentarme con la presidencia de la República, que ya hay algunos que medio me la ofertan, lo voy a quebrar».
Octavio Paz ha visto con claridad el destino histórico de este roce entre el zapatismo (que marcó la vida y muerte de su padre) y dos entidades que le son ajenas y aun contrarias: la ciudad y el Estado. Se trata de una repugnancia ante el poder o de una incapacidad para conquistarlo similar a la de Hidalgo y su ejército campesino frente a la ciudad: «La saben inerme ... pero no se atreven a tomarla». Un siglo después tiene lugar la visita de Villa y Zapata al Palacio Nacional:
«... todo el mundo sabe que Zapata vio con horror la silla presidencial y que, a diferencia de Villa, se negó a sentarse en ella. Más tarde dijo: "Deberíamos quemarla para acabar con las ambiciones" ...
en el contexto inhumano de la historia, particularmente en una etapa revolucionaria, la actitud de Zapata tenía el mismo sentido que el gesto de Hidalgo ante la ciudad de México: a aquel que rehusa el poder, por un proceso fatal de reversión, el poder lo destruye. El episodio de la visita de Zapata al Palacio Nacional ilustra el carácter del movimiento campesino y su suerte posterior: su aislamiento en las montañas del sur, su cerco y su final liquidación por obra de la facción de Carranza».







Paraíso recobrado






Villa y Zapata no traicionaron su pacto, pero tampoco lo cumplieron. El guerrero no proveyó los pertrechos prometidos; el guerrillero se «reconcentró», según sus propias palabras, «en sus comenderos viejos». En las sesiones de la Convención en Cuernavaca la nota dominante es el conflicto entre el norte y el sur. El pragmático Cervantes, hombre de confianza de Felipe Angeles, reprende a los zapatistas por la derrota de Puebla. «Es una vergüenza», asegura, «que tres mil carrancistas hayan hecho huir a diez mil zapatistas.» A los del sur les «hacen falta hombres que los guíen». El mesiánico Otilio Montano le responde transido de indignación: «Me pesa sobremanera venir a oír tales disparates, que vengan a lanzarse anatemas contra el ejército revolucionario del sur y contra su bandera sagrada ... Emiliano Zapata es socialista y redentor del pueblo de Morolos». A los pocos meses, con las estrepitosas derrotas de Villa en el Bajío, la disputa entre las dos vertientes del pueblo se volvería -en términos políticos- casi académica. Pero mientras en varias zonas del territorio nacional el carrancismo se ocupaba de reducir al villismo, en la patria morelense Zapata goza, por fin, de un respiro de paz. Lo aprovecha para llevar a cabo la generosa utopía de su revolución. El milagroso paréntesis se había iniciado ya, de hecho, a mediados de 1914, con la derrota del huertismo. Duraría hasta fines del año siguiente.
El tránsito de la vida campesina a la guerrilla y de ésta a la utopía fue natural. Durante la campaña contra los federales maderistas y, sobre todo, contra los «pelones» huertistas, se había delineado el perfil de una sociedad campesina que aun en la guerra seguía siendo fiel a si misma: dispersa en pequeñas unidades, descentralizada, respetuosa de sus relaciones con los pueblos, atenta a sus raíces indígenas, devota de la religión. Una sociedad cuyo afán profundo seguía siendo, como ha escrito Womack, permanecer.
«Unos iban con el jefe, unos con otro, pues ... resultaron varios jefes», recordaba un veterano zapatista. «La guerrilla zapatista es típica», explica Francois Chevalier; «los rebeldes, que eran peones de las haciendas o habitantes de los pueblos, formaban por lo general partidas que iban desde treinta hasta doscientos o trescientos hombres al mando del guerrillero más enérgico, a veces incluso una mujer que tenía el título de "coronela" o "capitana". Unos marchaban a pie, otros montaban caballos de poca alzada de la región o muías tomadas de los ingenios. Apenas disponían de armas de fuego o municiones, que habían podido quitar a las tropas regulares en audaces golpes por sorpresa. Tenían hasta algunos cañones obtenidos del mismo modo.”.
Este carácter disperso constituía una proyección natural de la vida prerrevolucionaria en Morelos, donde la célula política real no era la nación, el estado o el municipio sino el pueblo. La profusión de jefes y unidades independientes tenía, desde luego, enormes desventajas guerreras pero no guerrilleras:
«Ese gobierno de línea se nos metía como borregos y cuando se nos metía a las montañas, a los cerros, les poníamos unas emboscadas en las barrancas que quedaban hasta encimados y ahí agarrábamos todo el armamento y parque; fue cuando se empezó a hacer la gente de armamento bueno, maúseres y treintas y de infantería puras carabinas maúseres de este pelo, grandotas, de bolita, buenas. Entonces nos empezamos a hacer de armas, pero a pura lucha, porque Zapata no pedía a ninguna nación, a ninguno le pidió ayuda, nos hicimos a pura canilla de armamento, a pura canilla».
La dispersión facilitaba el movimiento, la sorpresa, el disimulo, la disolución en el paisaje y el abastecimiento a las guerrillas por parte de los pueblos:
«Cuando teníamos tiroteo y había oportunidad, los pobres compañeros pacíficos iban, y el gobierno tiraba harto parque y lo juntaban y nos lo daban y nos volvíamos a reponer ... nos quería la gente en esa época, nos protegían con tortillas, era cuando comíamos tortillas».
Pero no sólo pan y parque proveían los pueblos, también información:
«El espionaje en el zapatismo era enteramente oficioso: cuantos vendían pollos, huevo, carbón, los arrieros y, en fin, cuanta gente humilde recorría los caminos y entraba en las ciudades, daba cuenta a Zapata y a sus ... correligionarios de la situación del enemigo y de los efectivos con que contaba: espontáneamente, con toda buena voluntad. El espionaje en esta forma duró los nueve años de lucha, porque Zapata llegó a ser el ídolo de los pueblos del sur por su bondad hacia los humildes y la defensa que constantemente hacía de los pueblos.
Giraba circulares a los presidentes municipales diciéndoles que si algún jefe cometía depredaciones, lo desarmaran a él y a su jefe y lo remitieran al cuartel general. Decía constantemente: "Si se cometen atropellos con los pueblos, ¿de qué vamos a vivir?"».
La descentralización era patente, por ejemplo, en la economía. «No existía ningún servicio regular de intendencia ni de finanzas organizadas.» Cuando Octavio Paz Solórzano preparaba su viaje de representación zapatista a Estados Unidos, Zapata le dio cartas de recomendación para varios jefes, comentando, en cada caso, lo generoso o avaro que cada uno podía ser. Esta prevención frente al dinero tenía también un origen moral. Se dio el caso, durante la estancia de los zapatistas en la capital, de que el «mero Jefe» decidiera recurrir a un préstamo del Banco Nacional de México. El viejo banquero Carlos Sánchez Navarro recordaba la puntualidad religiosa con que Zapata reintegró capital e intereses. Más aún: «Con el transcurso del tiempo y la prolongación de la guerra, casi desaparecieron el oro y la plata, aunque Zapata fabricó dinero en las minas de Campo Morado (Guerrero). Apenas se utilizó algo más que cartones impresos por previsión del gobernador zapatista del estado. Lorenzo Vázquez. Los jefes del movimiento se vieron obligados a pedir telas, papel, jabón, etcétera, a algunas fábricas o talleres situados en su mayoría en los alrededores de Puebla».
Otro rasgo notable de aquella guerra de los pueblos ambulantes fue su gravitación indígena y su consecuente respeto a los indios. En la crónica indígena de Milpa Alta, recopilada por Femando Horcasitas, se lee el testimonio de doña Luz Jiménez:
«Lo primero que supimos de la Revolución fue que un día llegó un gran señor Zapata de Morelos. Y se distinguía por su buen traje.
Traía sombrero ancho, polainas y fue el primer gran hombre que nos habló en mexicano. Cuando entró toda su gente traía ropa blanca:
calzón blanco y huaraches. Todos estos hombres hablaban el mexicano casi igual que nosotros. También el señor Zapata hablaba el mexicano. Cuando todos estos hombres entraron a Milpa Alta se entendía lo que decían ...
»E1 señor Zapata se puso al frente de sus hombres y así le habló a toda la gente de Milpa Alta: "¡Júntense conmigo! Yo me levanté; me levanté en armas y traigo a mis paisanos. Porque ya no queremos que nuestro padre Díaz nos cuide. Queremos un presidente mucho mejor. Levántense con nosotros porque no nos gusta lo que nos pagan los ricos. No nos basta para comer ni para vestirnos. También quiero que toda la gente tenga su terreno; así lo sembrará y cosechará maíz, frijolitos y otras semillas. ¿Qué dicen ustedes? ¿Se juntan con nosotros?"».
La devoción religiosa es un elemento que soslayan casi todos los estudios reductivos sobre el zapatismo. En su iluminador ensayo, Francois Chevalier fue el primero en sondear la mentalidad zapatista y señalar la importancia de la fe. Además de la Virgen de Guadalupe en sus estandartes, los zapatistas, recuerda Luz Jiménez, «traían sus sombreros, cada uno traía el santo que más amaba en su sombrero, para que lo cuidara».
En territorio zapatista los sacerdotes no sufrieron persecución, antes al contrario: muchos contribuyeron a la causa. El de Axochiapan, con un caballo; el de Tepoztlán, interpretando los papeles en náhuatl de Anenecuilco; el de Huautia, pasando a máquina el Plan de Ayala.^A veces, es verdad, la religiosidad llegaba a extremos, como en el caso del general Francisco V. Pacheco, devoto del Señor de Chalma:
«Era», escribe Octavio Paz Solórzano, «un individuo indígena puro, alto, moreno de ojos pardos, los que nunca levantaba al conversar con alguien de quien desconfiaba y esto pasaba con la mayoría de los que lo trataban; tendría unos cuarenta años, era muy cuatrero para hablar, vestía con traje de casimir negro y sombrero de charro plomo o negro; casi nunca montaba a caballo, haciendo grandes caminatas a pie, sin fatigarse, como lo acostumbran los indígenas; tenía una idea de la justicia muy especial, suya, siendo inexorable y hasta llegando a la crueldad cuando se atacaban sus creencias religiosas o con los que robaban, atentaban contra las mujeres o cometían cualquier otro acto que consideraba digno de que se aplicara al culpable ¡a pena de muerte; era a quien se atribuía aquella frase, que al poco tiempo de haber entrado los zapatistas a la ciudad de México estaba en boga entre los metropolitanos: "Si mi consensia me dice que te quebré, te quebró; si no, non te quebró"».
Porque, en efecto, aquella sociedad guerrera tenía también su cultura de la muerte. El jefe Zapata «quebraba» a los traidores, pero los otros jefes eran menos exclusivos. En este ámbito feroz se distinguió Genovevo de la O. Marte R. Gómez lo vio bajarse alguna vez de un tren. El maquinista no podía echar a andar la máquina:
«—Qué pasa, "vale", ¿por qué no salimos?.
»—Porque se murió la máquina.
»—¡Así te vas a morir tú también, "vale"! (le dispara y lo mata).
La otra cara del desprecio a la vida ajena era el desdén por la propia, la muy mexicana pasión de «hombrearse con la muerte», de «morir como los hombres», de resignarse. Pero aquel estoicismo innato contenía semillas de auténtico valor:
«... casi desprovistos de armas de fuego, habían llenado, con dinamita y clavos, latas de conserva vacías provistas de mechas cortas, que encendían con sus puros y que lanzaban por medio de hondas hechas por ellos mismos con fibras de maguey. Si la mecha quedaba demasiado larga, el adversario la apagaba y devolvía la bomba al atacante, con mortíferos resultados para quienes apenas estaban a cubierto. Si, por el contrario, la mecha resultaba corta, el artefacto explotaba en las manos del asaltante. Uno de éstos, que acababa de quedar con el brazo derecho horriblemente destrozado, pudo tomar otra bomba con la mano izquierda y la encendió tranquilamente con su puro. En el momento en que, erguido fuera de toda protección, hacía girar su honda por encima de la cabeza, cayó bajo una lluvia de balas, gritando: "¡Viva Zapata!"».
Zapata se volvió un mito viviente. «Aquí hasta las piedras son zapatistas»,66 decía uno de sus fieles, y por entonces no había alma en Morelos que lo contradijera. Era «nuestro defensor», «nuestro salvador», «el Jefe», el «mero Jefe», el «azote de los traidores»:.
Les encargó a las fuerzas surianas.
que como jefe y sublime redentor.
su memoria conserven mañana.
como prueba de su patrio amor.
Si ser zapatista era una misión superior a la vida, ¿cómo no iba a serlo al amor?
Y si me niegan esas caricias.
porque mi traje no es de rural.
pueden borrarme de su lista.
que por sentido no me he de dar.
mejor prefiero ser zapatista.
y no verdugo, cruel federal.
Hasta su cuartel general en Tlaltizapán llegaban peticiones de toda índole. Unos vecinos de Alpuyeca le piden autorizar el riego de sus tierras con el agua de la hacienda de Vista Hermosa. Una mujer le pide que le quite de enfrente a su antiguo amante porque «contantos amenasos lia no soy livre de salir ala calle para nada ... que meade volver de un valaso». Un grupo de amigos le previene contra la traición que preparan los «finansieros de Ozumba»: «proporsionan a usted un banquete, endonde usted caiga bocarriba o quede de una piesa». Los de Anenecuilco se atreven a pedirle, «como padre de nosotros», que les facilite diez pesos «Ínter tanto susanamos nuestras necesidades si Dios quiere nos socorre con nuestro maiz le daremos más por el dinero y si no le devolveremos sus sentavos». De Mesquitlán también piden, pero algo menos efímero:
«... hoy el día 17 del mes en curso resibimos una orden superior en donde nos biene suspendiendo nuestrasi siembras por conpleto, y ánparados primero á Dios y después á lo sembrado, si es así quedamos en los lamentos, pero fiados primero á Dios, y después en U.
como padre de menores, y por tal motivo ocurrimos á U. suplicándole que alcánsemos á lo que previene al articulo 6.° de la ley del Plan de Alíala por existir el título primordial del presitado pueblo, tanto como coadyovántes de lo que U. lucha».
No era extraño que llegaran a sus manos cartas conmovedoras.
Una entre tantas:
«... nosotros las familias viudas que recibiiinos el maltrato quemazones desalojos, del vil gobierno que nos despojó amargamente sin tener alguna compacion de nosotros noestros maridos desterrados y toda clase de zemillas nos la recojio el ilegal gobierno que nos dejo en un absoluto incompleto de la ultima miseria escasos de recursos sin haber en donde conseguir trabajos para ganar medio ó un real. Con este mismo objeto Señor Jefe Libertador del sur y centro no hallamos a quien pedirle esta micericordia para que se nos socorra en algo de mais o algún piloncillo de dulce.
»A usted bellísimo Supremo le suplicamos rendidamente nos vea con compacion y con ojos de piedad al que se digne mover su fiel corazón de que se nos proteja en algo de lo que se pueda y quedaríamos agradecidos ante su felicidad que deceamos un siempre le zocorra la Eternidad una vida sana y tranquila para sus propios gosos de nuestra patria Morelos».
Como había soñado Otilio Montano, desde la caída del gobierno de Huerta y durante todo el año 1915 Tlaltizapán se volvió la «capital moral de la Revolución». Además de oír peticiones y despachar órdenes, «en horas avanzadas de la tarde», escribe Womack, «él y sus ayudantes descansaban en la plaza, bebiendo, discutiendo de gallos valientes y de caballos veloces y retozones, comentando las lluvias y los precios ... mientras Zapata fumaba lentamente un buen puro. Las noches las pasaba con una mujer de la población; engendró dos hijos, por lo menos, en Tlaltizapán». Las malas lenguas decían en ese tiempo que Zapata no vivía con una mujer sino con tres hermanas, «bajo el mismo techo y en medio de la mayor armonía». Esa democracia amorosa la desplegó antes y después de aquel paréntesis: tuvo no menos de veinte mujeres y procreó no menos de siete hijos. Pero había otras cosas que lo entretenían. Le gustaba el coñac y la buena cocina francesa. Se moría de risa releyendo los pasajes más chuscos de las memorias de Lerdo, o se conmovía escuchando a su querido «Gordito» (Gildardo Magaña) recitar la larguísima «Sinfonía de combate» del bardo veracruzano Santiago de la Hoz:

Taciturno, medroso... cabizbajo.
cargado de cadenas y grilletes.
allí está el pueblo... subyugado, triste.
¡Pueblo, levanta tu cerviz airado.
y lánzate a los campos de combate!.
¡Pueblo, despierta ya! Tus hijos crecen.
y una herencia de oprobio no merecen.
¡Madre patria, tu pueblo está perdido!.
¡Se acabaron tus bravos luchadores!.

¡Sólo queda una raza sin vigores!.
¡En el fango de inmensas abyecciones.
se incuban los campeones!.
Y cuando el pueblo lance su rugido.
y se inflamen sus ímpetus salvajes.
y sacuda su ardiente cabellera.
y levante la pica entre sus manos.
y brille desplegada su bandera.
¡rodarán por el polvo los tiranos!.

Su pasatiempo favorito, por supuesto, seguían siendo las fiestas charras. Zapata se lanzaba al ruedo junto con la cuadrilla, caracoleaba a caballo y hacía quites a pie. En lo primero, el único jefe que lo igualaba era Amador Salazar. En lo segundo, tuvo que admitir alguna vez en Yautepec la superioridad de Juan Silveti:
«... se divertía grandemente invitando para que se bajaran a torear (porque se toreaba en estas fiestas) a individuos remilgosos, profanos en la materia. Sobre todo en la época de la Convención, que se colaron en las filas revolucionarias algunos jifíes, para irse a la cargada, y que se atrevieron a llegar hasta Tlaltizapán, en donde se estableció el cuartel general. Cuando había toros los hacía que echaran capotazos, siendo por lo regular revolcados, lo que producía a Zapata gran hilaridad. Lo hacía para ponerlos en ridículo».
En Cuautia, no muy lejos de Tlaltizapán, cuartel del charro entre charros, un catrín de catrines que tenía la ciudad por cárcel paseada en el jardín sin que nadie lo molestara. El «mero Jefe» lo protegía retribuyéndole favores pasados: Ignacio de la Torre.
En rigor, no todo era quietud en aquel mundo al abrigo de la violencia. También estaba ocurriendo una revuelta pacífica en la vida material. La clase hacendada había desaparecido y Morelos era, de hecho, un territorio independiente. Adolfo Gilly ha visto en aquel paisaje social el embrión de una comuna. Quizá se aproxima mucho más a una constelación de pequeñas comunidades como las que soñó un padre del anarquismo: Kropotkin. Su sentido, en definitiva, es la vuelta, la resurrección de una armonía antigua, mítica, lejanamente perdida.
Se ejercía una democracia local y directa. El reparto de tierras se hacía de acuerdo con las costumbres y los usos de cada pueblo. Los jefes zapatistas tenían prohibido imponer su voluntad sobre la de los pueblos. No había policía estatal ni imposiciones verticales de cualquier orden (políticas o ideológicas). El ejército popular zapatista, verdadera «liga armada de comunidades», se plegaba —como ha visto Arturo Warman— a un orden social, democrático y civilista.
Para que aquella recuperación de los orígenes fuese cabal, había que empezar por rehacer el mapa (o, como ellos mismos decían, «la mapa»). Para ello, una generación de jóvenes agrónomos llegó a Morelos a deslindar los terrenos de cada pueblo. Formando parte de ella, arribaron hombres que más tarde serían famosos, como Marte R. Gómez o Felipe Carrillo Puerto. Los «ingenieritos» tenían que respetar los títulos virreinales que algunos pueblos aportaban y la opinión de los ancianos. Aquélla era una clase de historia viva. Alguna vez, dirigiéndose a Marte R. Gómez, Zapata comentó:
«Los pueblos dicen que este tecorral es su lindero, por él se me van ustedes a llevar su trazo. Ustedes, los ingenieros, son a veces muy afectos a sus líneas rectas, pero el lindero va a ser el tecorral, aunque tengan que trabajar seis meses midiéndole todas sus entradas y salidas».
La recuperación del mapa y la restitución de tierras a los cien pueblos del estado se llevaron algunos meses. Entre tanto, el poderoso Manuel Palafox, secretario de Agricultura del gobierno convencionista, discurre la fundación de bancos y escuelas agrícolas, agroindustrias y una fábrica nacional de herramientas para el campo. Zapata echa a andar cuatro ingenios e intenta persuadir a los campesinos de que siembren cultivos comerciales en lugar de maíz y frijol. Su preocupación es más tutelar que progresista, más moral que económica:
«Ahora que hay dinero, debemos ayudar a toda esa pobre gente que tanto ha sufrido en la Revolución; es muy justo que se les ayude porque todavía quién sabe lo que tengan que sufrir más adelante; pero cuando esto suceda, ya no será por culpa mía, sino de los acontecimientos que tengan que venir. Yo deseo que los ingenios subsistan; pero naturalmente no en forma del sistema antiguo, sino como "fábricas", con la parte de tierra que deba quedarles de acuerdo con el Plan de Ayala. La caña que nosotros sembremos y cultivemos la llevaremos a esas fábricas para su venta, al que mejor nos la pague, pues en estas circunstancias tendrá que producirse una competencia entre los dueños de los ingenios azucareros; y si no nos conviene el precio, pediremos que se nos "maquile", pagando por ello una cuota apropiada. Es indispensable que trabajen los ingenios azucareros, porque ahora es la única industria y fuente de trabajo que existe en el estado.
Si tenemos dificultad con los ingenios, instalaremos pequeños "trapiches" para hacer piloncillo o azúcar de purga, como antaño se hiciera en las haciendas».
¿Cuál era, en definitiva, su utopía personal? Soto y Gama recuerda un diálogo revelador con Enrique Villa:
«—¿Qué opinas tú, Emiliano, del comunismo?.
"—Explícame qué es eso.
»—Por ejemplo, que todos los vecinos de un pueblo cultiven juntos, o en común, las tierras que les corresponden y que, en seguida, el total de las cosechas así obtenidas se reparta equitativamente entre los que con su trabajo contribuyeron a producirlas.
»—¿Y quién va a hacer ese reparto?.
»—Un representante o una junta que elija la comunidad.
»-Pues mira, por lo que mí hace, si cualquier "tal por cual" ...
quisiera disponer en esa forma de los frutos de mi trabajo ... recibiría de mí muchísimos balazos» Tierra y libertad, ideales distintos pero inseparables e igualmente importantes. De ahí que el anarquismo -que le predicaba, entre otros, el coronel Casáis— «no le desagradara del todo», aunque no veía en qué superaba al único programa que, a su juicio, «haría la felicidad del pueblo mexicano»: el Plan de Ayala.
Pero la raíz y el mapa de su utopía eran más antiguos que el Plan de Ayala. Alguna vez, cuando se le interrogó sobre «la razón primera y última de su rebeldía». Zapata mandó traer la empolvada caja de hojalata que contenía los documentos de Anenecuilco. Zapata los hojeó y dijo: «Por esto peleo».
«Esto» era la tierra. Zapata pelea por la tierra en un sentido religioso; por la tierra que es, para los zapatistas, como para todos los campesinos en las culturas tradicionales, «la madre que nos mantiene y cuida» (san Francisco). Por eso, en su manifiesto en náhuatl a los pueblos indígenas de Tlaxcala, la palabra «patria» se vuelve «Nuestra Madrecita la Tierra, la que se dice Patria».
En la asociación de la tierra con la madre, en la Madre Tierra, se esconde seguramente el sentido último de la lucha zapatista, el que explica sus actos y su reticencia. La tierra es el origen y el destino, la madre que guarda el misterio del tiempo, la que transforma la muerte en vida, la casa eterna de los antepasados. La tierra es madre porque prodiga un múltiple cuidado: nutre, mantiene, provee, cobija, asegura, guarda, resguarda, regenera, consuela. Todas las culturas reconocen este parentesco mítico. En Grecia, Deméter es la amorosa y doliente madre de los gran os; en Rusia -cuya cultura comunal campesina fue o es tan fuerte como la de México- el juramento más solemne se hace en el nombre de la Sagrada Tierra (Rodina) y besándola al pronunciarlo.
Zapata no peleaba por «las tierritas» -como decía Villa- sino por la Madre Tierra, y desde ella. Su lucha se arraiga porque su lucha es arraigo. De ahí que ninguna de sus alianzas perdure. Zapata no quiere llegar a ningún lado: quiere permanecer. No se propone abrir las puertas al progreso (por eso Palafox le recrimina haber caído a partir de 1915 en un «letargo de inactividad») sino cerrarlas: reconstruir el mapa mítico de un sistema ecológico humano en donde cada árbol y cada monte ocupen su lugar con un propósito; mundo ajeno a otro dinamismo que no fuera el del diálogo vital con la tierra.
Zapata no sale de su tierra porque desconoce, desconfía y teme a lo otro: el poder central percibido siempre como un intruso, como un acechante nido de «ambiciosos» y traidores. Su visión no es activa y voluntarista, como la de todas las religiosidades marcadas por el padre, sino pasiva y animista, marcada por la madre. Su guerra de resistencia se agota en sí misma. Durante la tregua de 1915, en lugar de fortalecerse hacia afuera, se aisla más, se adentra más en la búsqueda del orden perdido hasta el límite de querer reconstruirlo con la memoria de los ancianos. No es un mapa productivo lo que busca: es un lugar mítico, es el seno de la Madre Tierra y su constelación de símbolos.


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