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lunes, 14 de junio de 2010

Lenguaje, la acción de enunciar, cuando el verbo se hace carne

Cuando el verbo se hace carne.
 "Lenguaje y naturaleza humana"


2.

El performativo absoluto.

I. Esto que se dice y el hecho que se habla.


En cada enunciado coexisten dos aspectos fundamentales, simbióticos pero muy diferentes:

a) esto que se dice, el contenido semántico expresado en el enunciado gracias a ciertos caracteres fonéticos, lexicales, sintácticos;

b) el hecho que se habla, el haber tomado la palabra rompiendo el silencio, el acto de enunciar en cuanto tal, la exposición del locutor a los ojos de los demás.

Resulta particularmente apropiada aquí la imagen saussuriana de una única hoja de papel, dotado de dos caras inseparables, cada una de las cuales implica a la otra y es implicada. ¿Pero en qué consiste, precisamente, el anverso y reverso de la hoja? Esto-que-se-dice comprende en sí toda la relación entre lengua y palabra, entre la oportunidad expresiva ofrecida por el sistema de una lengua histórico-natural y su realización selectiva en un pronunciamiento concreto. El hecho-que-se-habla nos remite, por su parte, al tercer polo de nuestra experiencia lingüística, enucleado de pasada por Saussure: la facultad del lenguaje, o sea la potencia genérica de enunciar, independiente de toda lengua determinada. Obsérvese que Saussure, tras haberla mencionado precisamente en el comienzo del Cours, borra la faculté de su proyecto científico, considerándola una inextricable acumulación de elementos fisiológicos y biológicos (Saussure 1922, pp. 19 y sig.). De tal modo, renuncia a considerar de cerca aquello que en el habla humana es, precisamente, dynamis, potencia. Este lado solamente potencial –y al mismo tiempo, biológico- es el lenguaje distinto de la lengua histórico-natural. Mientras la lengua pertenece para siempre al ámbito de la actualidad, puesto que se resuelve en un conjunto indefinido de actos eventuales (eventuales porque no siempre son consumados, pero actos para siempre por forma y contenido), la facultad es poder-decir vacío, nunca equiparable a una serie de hipotéticas ejecuciones. El hecho-que-se-habla no puede ser asimilado ni al acto comunicativo realmente en curso (acto de palabra), ni a su prefiguración virtual dentro del sistema-lengua: afirma más bien, dentro de un enunciado singular, que tiene la facultad de enunciar, que es potencia de decir. La toma de palabra, inseparable de un dictum particular, exhibe la pura y simple decibilidad, carente de cualquier contenido circunstanciado. Facultad por una parte, lengua y palabra por otra: he aquí los dos lados inescindibles de una hoja única.
No es difícil reconocer que muchas parejas filosóficas, cruciales o al menos grandilocuentes, poseen su propio y humilde fundamento material en las dos facies del enunciado: empírico esto-que-se-dice (aunque se hable de demonios rechinantes, el texto de un enunciado es en sí, de todos modos, un objeto limitado en el espacio y el tiempo); trascendental el hecho-que-se-habla (condición de posibilidad de todo texto determinado); óntico el primero (producto particular de nuestra competencia lingüística), ontológico el segundo (puesto que comprueba la existencia misma de tal competencia). Cada uno de los dos aspectos bosqueja, además, una relación diferente entre lenguaje y mundo. Esto-que-se-dice representa o instituye estados de cosas del mundo: “la estrella matinal es, en realidad, el planeta Venus”, “te amo”, “aquella piedra puede hacer mal a los ojos”, etc. El hecho-que-se-habla muestra, contrariamente, la inserción del lenguaje mismo en el mundo, entendido esta vez como contexto o trasfondo de todos los estados de cosas y de todas las enunciaciones. Aprovechando un célebre distinción de Wittgenstein, se podría decir: el contenido semántico informa cómo es el mundo; la acción de enunciar indica ante todo, en el momento en que se inscribe, que el mundo es (cfr. Wittgenstein 1922, proa. 6.44).

I.I. El doble carácter del enunciado implica, sin embargo, también otra bifurcación conceptual: menos pomposa que aquella que se ha señalado, pero quizá no desdeñable. Mientras esto-que-se-dice despliega la actitud cognitivo-comunicativa del lenguaje humano, el hecho-que-se-habla manifiesta el carácter ritual. No se alude aquí a una ritualidad accidental, que prorrumpe en ciertas ocasiones específicas para luego evaporarse súbitamente, sino a la índole ritual de todo nuestro discurso. No se trata solamente de la palabra del rito, sino de la ritualidad insita en cualquier (toma la) palabra. El anverso y reverso de la hoja pueden ser concebidos también del siguiente modo: cognitivo/ritual. Como no hay un texto determinado (esto-que-se-dice) separable del acto de producirlo (el hecho-que-se-habla), entonces no hay ninguna prestación cognitiva y comunicativa exenta de tonalidad ritual.

Por cierto, no se trata de aplicar al lenguaje una u otra noción consolidad de rito sino, por el contrario, de apresar la misma raíz del rito en el hecho-que-se-habla. Todos los actos rituales (incluidos el contrato estafador o las apuestas de caballos) son efectivamente tales precisa y solamente porque se toma la palabra. Se objetará que muy a menudo la ritualidad depende sobre todo de esto-que-se-dice, es decir, de contenidos enunciativos precisos. Y es cierto: pero es sencillo constatar que, en estos casos, esto-que-se-dice tiene siempre por objeto al hecho-que-se-habla, que los contenidos enunciativos particulares se limitan a elaborar cognitivamente al propio acto de enunciar, o extraen de él valores simbólicos y consecuencias operativas de todo tipo. Los enunciados estrictamente rituales articulan en los modos más variados, con el propio texto, el “hecho” de que se está produciendo un texto. Este “hecho” es el fundamento de la ritualidad en general, de aquella ritualidad que envuelve también a los enunciados rigurosamente no rituales, por ejemplo, los científicos.

El hecho-que-se-habla funda, y al mismo tiempo exhibe, el carácter ritual de nuestros discursos. Pero si es así ¿qué debemos entender por rito? ¿Cuál es la definición más perspicua? Como sabemos, el hecho-que-se-habla no remite a la facultad del lenguaje repleta de elementos fisiológicos y biológicos, o sea que afirma el genérico poder-decir en un único dictum semánticamente determinado. Se podría hipotetizar, entonces, que el rito celebra siempre de nuevo la distinción entre facultad y lengua, lenguaje y lengua. Y como el lenguaje distinto de la lengua histórico-natural existe solamente como dynamis biológica, se podría también decir que el rito señala, dentro de un acto lingüístico bien definido, la diferencia entre potencia y acto. Ritual, finalmente, es la experiencia empírica de lo trascendental, la evocación discursiva de la disposición biológica subyacente a todo discurso humano. Finalicemos aquí la trama objetiva del rito, o al menos algunos de los hilos que concurren a hilvanarla. Es evidente, sin embargo, que conviene tener muy en cuenta lo que ocurre al sujeto oficiante: el rito, en efecto, es una praxis, no una indagación conceptual. La producción de un enunciado (no su texto) permite al locutor manifestarse, lo vuelve literalmente visible. “Habla, para que pueda verte”, escribió una vez Lichtenberg (1778, p. 119). Con la simple emisión de la voz articulada-o también, aunque sea lo mismo, colocándose en el umbral entre lenguaje y lengua- el hablante se vuelve un fenómeno, algo que compete al phainesthai, a la aparición (cfr. Sutra, cap. I). Se expone así a los ojos de los demás. Y precisamente en dicha exposición consiste la obra inconfundible del rito.

2. Comunicar que se está comunicando.

El lado prominente de la hoja-enunciado, aquel que de pronto llama nuestra atención, está constituido exclusivamente por esto que se dice. El hecho que se habla, por su parte, queda inadvertido. Si bien se halla presente en todo habla, o quizá por esto, no posee un relieve autónomo. El hecho-que-se-habla es el presupuesto desconocido, o el trasfondo inaparente, de esto-que-se-dice; la toma de palabra está al servicio del mensaje comunicativo. Todavía son juegos lingüísticos en los que la habitual relación entre fondo y primer plano se invierte; juegos lingüísticos, entonces, en los que lo que más cuenta es el hecho-que-se-habla, mientras que esto-que-se-dice se difumina, reduciéndose a un mero expediente o trámite subordinado. Desearía analizar aquí este vuelco entre recto y hacia, en base al cual el contenido semántico figura a veces como una simple señal de la toma de palabra y el enunciado significa en primer lugar que se está produciendo un enunciado. Dicho de otro modo: nos interesan aquí los pronunciamientos concretos en los cuales la relación lengua-palabra se limita a indicar a la facultad del lenguaje. Lejos de constituir un hecho bizarro marginal, ellos ofrecen la oportunidad de afrontar cuestiones lógicas, y también éticas, de absoluta relevancia.

Múltiples son las técnicas para hacer olvidar, o colocar entre paréntesis, al contenido semántico del enunciado, dando así el máximo relieve al hecho mismo de enunciar. La repetición mecánica de la misma frase (pensemos en la ecolalia que invade toda conversación ordinaria, no sólo sus manifestaciones infantiles o patológicas) empaña-quizá será mejor decir, en términos no casualmente rituales: sacrifica- el mensaje comunicativo, dejando el campo libre al evento constituido por la toma de palabra. Esto vale también para las fórmulas estereotipadas como “buen día” o “How are you?”. Pensemos, en general, en la denominada comunicación fática: en ella los interlocutores no dicen nada, sino que están hablando (“Hola, hola”, “Sí, soy yo”); y nada hacen estos interlocutores más que volverse visibles, exponerse a los ojos ajenos. Escribe Bronislav Malinowski, en un ensayo  dedicado a las comunidades primitivas, pero que bien se adapta también a la charla informática de las metrópolis contemporáneas: “En la comunicación fática, la palabra es quizá empleada esencialmente para transmitir una significación, ¿la significación que es simbólicamente propia? Por cierto no. Ella ejecuta una función social, y esto es su principal objetivo” (Malinowski 1923, p. 355). Las opiniones expresadas a veces alardean abiertamente de su propia volatilidad y falta de fundamento; antes que textos dotados de peso específico, son pretextos cuyo único fin es llamar la atención sobre el acto de proferir realizado por un determinado hablante.

La función fática bloquea un intercambio real de informaciones, interrumpe o difiere la propagación de mensajes definidos, atrofia el uso descriptivo del lenguaje. El enunciado se refiere solamente al hecho de que alguien lo ha producido. No refleja estados de cosas del mundo, sino que configura ella misma un evento: un evento sui generis, pero que consiste únicamente en la inserción del discurso en el mundo. Escribe también Malinowski: “Es evidente que la situación exterior no entra directamente en la técnica de la palabra. ¿Qué se puede entender como situación cuando algunas personas charlan entre sí sin un fin preciso? [...] Toda la situación consiste en acontecimientos lingüísticos” (ibid.). La toma de palabra retorna a sí misma, satisfecha de la propia realización, sin alardear de un objetivo peculiar ni una finalidad determinada. La exposición a los ojos ajenos requiere, como condición óptima, de la rarefacción de los mensajes. Pero no se trata de un vacío absoluto: la ausencia de un dictum circunstanciado y relevante permite comunicar aquella comunicabilidad genérica en la que se basa todo dictum.

2.I. La función fática pone implícitamente de relieve el hecho-que-se-habla, en desmedro de esto-que-se-dice. Ahora nos preguntamos: ¿es posible volver explícito eso que la función fática (además de otras formas discursivas sobre las que nos detendremos más adelante) cumple disimuladamente? En otros términos: ¿es posible extrapolar el hecho-que-se-habla, o sea un aspecto fundamental de cualquier enunciado, expresándolo con enunciado en sí mismo?
Obviamente sí. Basta con decir: “Yo hablo”


3. Qué es un performativo absoluto.

John L. Austin llama performativos a enunciados tales como “Tomo a esta mujer por legítima esposa”, “Bautizo Lucas a este niño”, “Juro que iré a Roma”, “Apuesto mil liras a que el Inter ganará el campeonato”. Quien los profiere no describe una acción (un matrimonio, un bautismo, un juramento, una apuesta) sino que la ejecuta. No habla de esto que hace, sino que hace algo hablando.

También “Yo hablo” realiza una acción mediante la palabra. Nada menos señala el acto de enunciar que eso mismo está realizando. Nos hallamos entonces ante un genuino enunciado performativo. Excepto que, en el caso específico de “Yo hablo”, la acción realizada solamente con la palabra consiste únicamente...en hablar. Nos encontramos frente a un performativo, pero, conviene agregar, un performativo anómalo, del que salta a los ojos la radicalidad. Sus hermanos más domésticos, por ejemplo, “Te perdono” o “Te ordeno irte”, dan lugar a un hecho en el mismo momento en que son pronunciados, pero, observa Austin, el hecho al que dan lugar “no es normalmente descrito como, o sólo como, decir algo” (Austin 1962, p. 9) Decir algo es el indefectible presupuesto, o el medio necesario, del perdonar, del ordenar, del contraer matrimonio, del bautizar, pero no es el contenido definitorio de tales acciones. Por el contrario, en lo referente a “Yo hablo”, lo que se hace pronunciando estas dos palabras no puede ser descrito de otro modo más que como puro y simple decir algo. Mientras “Te perdono” o “Te ordeno irte” son eventos producidos mediante el lenguaje, “Yo hablo” da lugar, exclusivamente, al evento del lenguaje.

3.I. El enunciado “Yo hablo” es el performativo absoluto. ¿Por qué absoluto?
Ante todo porque, profiriéndolo, se realiza solamente la acción-el tomar la palabra, precisamente-que constituye el presupuesto oculto de todos los habituales enunciados performativos, eso que les permite realizar una u otra acción particular.

Luego, porque, diciendo “Yo hablo” se expresa performativamente, por lo tanto sin recurrir a aserciones metalingüísticas, aquel acto de producir un texto en el que consiste una de las dos facies de todo enunciado. “Yo hablo” es una acción vacía e indeterminada, como vacío e indeterminado es el hecho-que-se-habla en cuanto está separado de esto-que-se-dice. “Yo hablo” es el enunciado performativo que ilustra la performatividad del enunciar en general.
En tercer lugar, porque “Yo hablo” es el único performativo cuya validez no depende de condiciones extralingüísticas específicas. El que ordena o bautiza debe gozar preventivamente de ciertas prerrogativas institucionales: debe ser, por ejemplo, un general o un sacerdote. No es así para aquel que realiza la acción de tomar la palabra. Pero de esto hablaremos luego (6).

En fin, porque solamente “Yo hablo” es integralmente autorreferencial. El performativo ordinario menciona la acción realizada mediante su propio pronunciamiento, pero no señala a este último. El ángulo ciego del movimiento autorreflexivo es, aquí, el hecho-que se habla. “Tomo a esta mujer por legítima esposa” remite a la realidad producida con el decir, o en el decir, no a la realidad del decir. “Yo hablo” se refiere, por el contrario, a la propia enunciación como al evento saliente que él produce por el solo hecho de ser enunciado. No se limita a cumplir una acción hablando, sino que menciona al hablar como la acción efectivamente cumplida.

3.2. “Yo hablo” es el performativo absoluto. Conviene admitir, sin embargo, que su efectiva ocurrencia es muy infrecuente. Hay en él algo de extravagante e inusual. Al menos a primera vista, tal enunciado parece convenirle sólo a quien está en una situación excepcional. ¿A qué puede servir, entonces un caso-límite? ¿Por qué detenerse en una anomalía? El punto es que el performativo absoluto, y sólo él, da cuenta de un modo perspicuo de las innumerables formas discursivas en las cuales esto-que-se-dice se retira por el fondo, dejando todo el escenario al hecho-que-se-habla. Para volver al ejemplo ya considerado: la estructura y la función de la comunicación fática resultan plenamente inteligibles sólo a la luz del “Yo hablo”. El performativo absoluto es la auténtica forma lógica de todos los juegos lingüísticos en los que el texto del enunciado remite perentoriamente al acto de enunciar. Partiendo del “Yo hablo” se puede entonces reconocer con certeza la performatividad implícita de estos juegos lingüísticos, ellos sí invasivos y nunca relevantes. Junto a la comunicación fática (llamada antes a título introductorio y orientativo), el performativo absoluto marca a la largo y lo ancho al menos dos ámbitos cruciales, sobre los que nos explayaremos a continuación: el lenguaje egocéntrico infantil (8-10), etapa ontogenética decisiva del animal humano, y la palabra religiosa (11-13). En general, el performativo absoluto está obrando cada vez que emerge a la vista el carácter ritual de nuestro lenguaje. Antes de mostrar de cerca el campo concreto de aplicación del “Yo hablo”, conviene precisar con mayor exactitud el estatuto (4-7).

4. La estructura formal del enunciado “Yo hablo”.

Dos glosas marginales a lo que acabamos de decir. La primera trata sobre la noción de “acto locutorio” de Austin. La segunda utiliza el análisis de los denominados “verbos delocutivos” propuesto por Emile Benveniste. Ambas pretenden únicamente ilustrar mejor, variando el ángulo de enfoque, la naturaleza del enunciado “Yo hablo” (y de sus múltiples equivalentes implícitos).

4.I. En el performativo absoluto salta al primer plano, y desarrolla u papel dirimente, el más humilde y olvidado entre los actos lingüísticos censados por Austin: el “acto locutorio”. Él coincide en todo y por todo con la acción elemental de construir un enunciado: “emitir ciertos sonidos, pronunciar cierta palabra en una cierta construcción, y pronunciarla con un cierto `significado´” (Austin 1962, p. 71).
Mérito indudable de Austin es haber considerado también la simple emisión de una voz significante un acto propio y verdadero, mejor dicho, el acto que no puede faltar nunca cuando se hace algo hablando. Más aún, la acción imprescindible de producir un enunciado es mencionada por Austin al solo efecto de poner de relieve, por contraste, la estructura de lo contrario compleja de los actos lingüísticos que él considera verdaderamente importantes: “Nuestro interés por el acto locutorio, naturalmente, está sobre todo destinado a tornar suficientemente claro de qué se trata, a fin de distinguirlo de los otros actos de los que nos ocuparemos en profundidad” (ibid.). El “acto locutorio” figura, en suma, como un género de tal manera vasto y obviamente corriente; dignos de interés semejan más bien alguna especie huidiza y paradojal, en primer lugar, los performativos. Pero la situación cambia radicalmente cuando se dice “Yo hablo”. Este enunciado, en efecto, es sin dudas un performativo, pero un performativo que ejecuta exclusivamente un “acto locutorio” (a él se refiere mientras lo ejecuta). Se podría también decir: el performativo absoluto es el acto locutorio que da cuenta de su propia producción. El género (emisión de una voz significante) deviene, aquí, objeto u objetivo final de la especie (performativo). La humilde base de toda acción lingüística emerge de las penumbras donde usualmente está confinada, presentándose como el resultado final de un particular, y sofisticado, acto cumplido con la palabra. La premisa general toma la semblanza de una conclusión punzante. El presupuesto se trasmuta en terminus ad quem.

4.2. Con un neologismo acuñado por él mismo, Emile Benveniste (1958c) llama “delocutivos” (esto es, recabados de una locución) a los verbos que no derivan del contenido semántico de un sintagma nominal, sino de su real pronunciamiento. Antes que retomar el significado del nombre correspondiente, ellos designan al acto de decirlo: reenvían entonces a una sonora enunciación. Ejemplo: el verbo “saludar” no deriva del sustantivo latino “salus”, sino que expresa la acción consistente en pronunciar la locución “salus!”. Su verdadera paráfrasis es entonces “decir: `salud´”. Del mismo modo, observa Benveniste, “negar” equivale a “decir: `nec´”; el verbo francés “tutoyer” [tutear] está para “decir:`tu´” (ibid., p. 333). Y así en más.

Los verbos delocutivos revelan con ejemplar nitidez, en su estructura formal, un desplazamiento de peso entre esto-que-se-dice y el hecho-que-se-habla: la relativa irrelevancia del texto va a la par con la relevancia del acto de enunciar. Escribe Benveniste: “El delocutivo se define no por el contenido intencional, sino por la relación formal entre una locución y un verbo que denota al enunciado de dicha locución. El significado de la locución tiene poca importancia” (ibid., p. 340). Este desplazamiento de peso acomuna a los delocutivos a los verbos que enervan a los acostumbrados enunciados performativos: “jurar”, “ordenar”, “bautizar”, etc. Ellos son “verbos que denotan actividad de discurso”. Ellos, entonces, se refieren al efectivo pronunciamiento de una locución. Eso no implica, obviamente, que todos los delocutivos tramiten una función preformativa (algunos sí: por ejemplo “saludar”, del cual el enunciado “te saludo” con que se cumple una acción hablando). Lo que realmente importa es que los verbos performativos comparten con los delocutivos la constante lógica “decir...”. “Jurar” significa “decir: `lo juro´”, bautizar “decir: `te bautizo´”, etc., tal como “negar” significa “decir: `nec´”, “tutoyer” “decir: `tú´” etc.
Sobre este fondo se recortan los caracteres distintivos del performativo absoluto. Ellos llevan a sus extremas consecuencias el vuelco jerárquico entre esto-que-se-dice y el hecho-que-se-habla. Solamente el segundo aspecto sobrevive: con “Yo hablo” se dice únicamente que se ha tomado la palabra, el texto se limita a declarar que un acto enunciativo está en curso. Los delocutivos y performativos ordinarios atribuyen aún un papel, aunque indirecto y redimensionado, al contenido semántico: él subsiste como variable lógica (“salus!”, “lo juro”, etc.), destinada a completar la constante “decir:...”. El performativo absoluto, por el contrario, adopta como variable nada menos que...la misma lógica constante. “Yo hablo” denota sólo a aquella acción genérica de enunciar que sirve de premisa a toda ulterior “actividad de discurso”. El puro “decir”, sustraído de especificaciones tales como “jurar”, “saludar”, “negar”, etc., reaparece también a la diestra de dos puntos: constante y variable al mismo tiempo, por lo señalado. Es precisamente esta constipación el signo evidente de la autorreflexividad incondicional de “Yo hablo”.
Si el performativo absoluto pudiese dar lugar a un verbo delocutivo, el significado de este último sería “decir: digo”.


5. Por sola voz.


El performativo posee su fulcro en la emisión de un sonido articulado. Valoriza los rasgos fisiológicos de la palabra humana. Hace de la voz una determinación conceptual, de la respiración un ápice de la lógica.
Bien visto, ningunos de los enunciados performativos habituales puede ser pensado en silencio, o mascullado estenográficamente en el diálogo del alma consigo misma. A fin de resultar eficaces, frases tales como “Tomo a esta mujer como legítima esposa”, “Apuesto un millón a que el Inter se irá a la categoría B”, “Te saludo”, exigen una vocalización completa y adecuada. El pronunciamiento en alta voz es una condición necesaria de todo enunciado que busque realizar por sí solo una cierta acción. Si “Jurar” significa “Decir: `lo juro´”, quien cumple un juramento debe producir un flatus vocis: solamente este último, efectivamente, bosqueja la primera parte del significado de “jurar”, o sea el “decir...”.

El performativo absoluto radicaliza más allá de toda medida la cuestión. En la comunicación fática (y también, como veremos próximamente, en el lenguaje egocéntrico infantil y en la palabra religiosa), la exhibición del hecho-que-se-habla es el auténtico objetivo del enunciado. Ahora, allí cuando se desvincula de esto-que-se-dice y valoriza en cuanto tal, el hecho-que-se-habla se concreta única y enteramente en la emisión material de sonidos articulados. Entonces, para el performativo absoluto la vocalización no es sólo una condición necesaria (como para “jurar”, “saludar”, “apostar”, etc.), sino también el resultado eminente de la acción emprendida. Esto que “Yo hablo” y sus equivalente implícitos en verdad coinciden plenamente con el flatus vocis. El aspecto más rudamente fisiológico del tomar la palabra constituye, aquí, el acmé de la significación lingüística, la puesta en escena de la praxis comunicativa. La prestación fonológica es el punto de llegada de sabiduría sintáctica. Si es cierto que el performativo absoluto da cuenta del evento del lenguaje, de su inserción en el mundo, conviene precisar que, al hacerlo, avanza sobre la oclusión y distensión de la respiración. El evento del lenguaje se compendia en el trabajar de la epiglotis; su inserción en el mundo ocurre en un peculiar movimiento de aire. Si bien es cierto que sólo “Yo hablo” es completamente autorreferencial, conviene precisar que su autorreferencia no es difusa precisamente porque se remonta a la raíz biológica de la palabra.
El hecho-que-se-habla manifiesta la faculté de langage [facultad de lenguaje], la indeterminada potencia del decir, el lenguaje distinto de la lengua histórico-natural. Pero sabemos que la facultad es una entidad híbrida, tachonada de elementos fisiológicos y biológicos. Por esto, dentro de un enunciado bien definido, la facultad genérica es afirmada solamente por la realidad igualmente híbrida de la voz significante.

Vale decir: es afirmada por la voz capaz de significar, no por el significado específico a que ella da lugar. La mera producción de sonidos articulados refleja el carácter al mismo tiempo potencial y fisiológico de la facultad del lenguaje. A propósito del rango excepcional al que se eleva la vocalización en el performativo absoluto, nos parece pertinente una observación incidental de Wittgenstein: “aquí lo fisiológico es el símbolo de lo lógico” (1953, p. 275; cfr. infra, cap. 4, §5). La articulación de la respiración, las contracciones del diafragma, el golpe de la lengua contra los dientes (lo fisiológico, justamente) representan cada vez la potencia del hablar (lo lógico).

5.1. Todo rito está ligado con doble hilo al pronunciamiento sonoro. La emisión vocal no es un corolario sugestivo de las diversas ceremonias (juramento, apuesta, perdón, etc.), sino su fundamento final. Es ritual la voz en cuanto símbolo de la facultad del lenguaje. El rito ilustra-en ambos sentidos del vocablo: mostrar y honrar-el nexo entre fisiología y lógica.

La ceremonia de la voz, es decir el tomar la palabra, vuelve visible al locutor como portador de la potencia de decir. Estratégico, y también poco elegante, es el término “portador”. Frege ha aclarado hace poco que el pensamiento objetivo, a diferencia de las representaciones psicológicas individuales, es independiente de cualquier “portador”: tres más dos suman cinco, aunque nadie lo crea o lo diga (Frege 1918). Y viceversa, el enunciado “tengo miedo a las serpientes” es verdadero sólo referido al sujeto empírico que nutre la fobia en cuestión. Pues bien, la facultad del lenguaje trastorna la drástica alternativa fregeana. No habiendo nada que compartir con una representación psicológica, ella necesita, no obstante, de un sustrato individual, o sea de un “portador”.

Ene efecto: a diferencia de eso que es en acto, la potencia no goza nunca de existencia autónoma; el hecho-que-se-habla nunca puede ser separado de un cuerpo viviente. Más universal que la lengua, la facultad del lenguaje se unifica sin embargo con el organismo del locutor individual. La voz es ritual porque, simbolizando la potencia del hablar, asegura la plena exposición a la mirada ajena del cuerpo viviente particular inherente a esta potencia. Centrado como está en la emisión de sonidos, el rito administra al mismo tiempo la fugaz encarnación de la facultad de decir, o sea del lenguaje y la lengua, y la epifanía de aquel ente biológico que es el locutor.


6. Ritualidad del lenguaje, lingüisticidad del rito.

Austin afirma que los performativos, nunca imputables de falsedad, pueden sin embargo resultar infelices. El enunciado “Tomo a esta mujer por legítima esposa” es consagrado a la infelicidad, o sea al fracaso, si es proferido en circunstancias inadecuadas: por ejemplo por un bígamo, o por chanza, o en ausencia de la novia. Se trate de un abuso (caso del bígamo) o de un golpe en el vacío (la fórmula matrimonial recitada mientras el ser amado se fuga con otro hombre) es cierto que la acción a realizar mediante la palabra queda irrealizada. Según Austin, los enunciados performativos comparten el peligro de la infelicidad con todos los actos “que tienen carácter ritual o ceremonial” (Austin 1962, p. 19). Un sortilegio vudú, con todas las agujas clavadas en la efigie del enemigo, es nulo si se efectúa ante un irónico cultor de Diderot ante los estudiantes, como ejemplo de mentalidad primitiva. La infelicidad concierne a todas las acciones rituales, no importa si lingüísticas o no lingüísticas.

Los performativos sufren, también, de un achaque diferente: la vacuidad. Vacuo, o sea ineficaz, es el enunciado: “Juro que mañana veré Roma”, cuando esté insertado en una poesía o pronunciado como cita. Este segundo defecto, dice Austin, arraiga virtualmente en todo enunciado, no importa si performativo o descriptivo. “Nuestros performativos heredan también otras determinadas clases de enfermedades que golpean a todos los enunciados [...]. Entiendo, por ejemplo, esto: un enunciado performativo será de un modo peculiar vacuo o nulo si es pronunciado por un actor en un escenario” (ibid., p. 21). En síntesis: en cuanto pertenecen a la clase de los actos rituales, los performativos se arriesgan a la infelicidad; en cuanto pertenecen a la clase de los enunciados, pueden precipitarse en la vacuidad. Dos defectos bien distintos, radicados en ámbitos parcialmente heterogéneos.

Fácil es constatar que el performativo absoluto elude ambos peligros.  No ofrece pretextos a la infelicidad. Si digo “Yo hablo” (o un equivalente implícito), la acción de hablar resulta siempre y de todos modos, realizada. No poseen aquí ningún peso las circunstancias y los papeles sociales. Aquel que cumple este acto lingüístico no sólo tiene la facultad sino que actúa precisamente a fin de exhibirla. Queda excluida por principio la posibilidad de cometer un abuso o de incurrir en un golpe en el vacío.

Además, como expresa únicamente al hecho-que-se-habla, el performativo absoluto está exento también del riesgo de la vacuidad. Cuando pronuncia el párrafo “Yo hablo”, el actor empeñado en recitar un drama sobre el escenario consuma realmente el acto de enunciar: en modo no menos completo y eficaz que quien, refractario a ficciones teatrales, pronuncia idéntica frase en una determinada situación emotiva de la vida cotidiana (cfr. supra, cap. 1, 7b).

6.1. ¿Por qué los pronunciamiento verbales en los que se da relieve exclusivo al acto mismo de proferir son inmunes tanto a la debilidad que puede invalidar a todos los ritos (comprendidos los performativos ordinarios en cuanto ritos), como a la ineficacia que puede minar a todos los enunciados (comprendidos los performativos ordinarios en cuanto enunciados)? Por un óptimo motivo: porque el hecho-que-se-habla, ostentado como tal por el performativo absoluto, es, al mismo tiempo, condición de posibilidad de cualquier enunciado y condición de posibilidad de cualquier rito. La toma de palabra, indefectible base de todo acto lingüístico, no es el ámbito de los inconvenientes a los que está sujeto el texto elaborado cada tanto. La misma toma de palabra, fuente de la típica ritualidad del animal humano, no puede nunca ser, de por sí, un rito ficticio; no conoce circunstancias inapropiadas, ya que justamente es ella la “circunstancia” ineludible de toda ceremonia peculiar. Los performativos ordinarios discutidos por Austin acumulan los riesgos de los ritos y de los enunciados porque, estando en parte vinculados a esto-que-se-dice, instituyen un rito mediante un enunciado específico, o consuman un enunciado que posee también un valor ritual particular. El performativo absoluto, por el contrario, escapa a tales riesgos porque se limita a celebrar aquel rito original que el mismo enunciar, como tal, es. El performativo absoluto deja ver, al mismo tiempo, la ritualidad del lenguaje y la lingüisticidad del rito.


7. Recordar la antropogénesis.

Una vez excluidos la infelicidad y la vacuidad, resta preguntarse, aún, cual es el eventual “defecto” del performativo absoluto. Un respuesta verosímil es, tal vez, la siguiente: nunca nulo o ineficaz, él puede resultar, sin embargo, redundante, pleonástico, superfluo.
Resulta obvio que no siempre sintamos la necesidad de privilegiar al hecho-que-se-habla en cuanto tal; que sólo raramente estemos dispuestos a mortificar al esto-que-se-dice, reduciéndolo a una mera señal del acto de enunciar. La comunicación fática (“Hola, hola”, “sí, hay”), en la cual el locutor proclama solamente haber tomado la palabra, parece a veces fastidiosa y oprimente. De igual modo los enunciados de la mística (sublimes equivalentes del trivial “Hola, hola”), puesto que se limitan a mostrar al evento del lenguaje, suscitan en ciertos momentos la misma repugnancia que habitualmente reservamos para una tautología repetida mil veces. La tradición metafísica ejemplifica a la perfección el carácter redundante y pleonástico del performativo absoluto “Yo hablo”: sólo que esta redundancia, lejos de ser considerada un peligro, es lucida hasta como una virtud. Baste con pensar en Hegel. En la Fenomenología del Espíritu se asiste al ininterrumpido sacrificio de esto-que-se-dice: primero se alegan los derechos que corresponden a la multiforme realidad concreta, luego se revela (he aquí el “trabajo de lo negativo”) su nulidad, y se contraen y evaporan, a fin de refluir en la única verdad incontrovertible, el hecho-que-se-habla.

Desde el primer capítulo, dedicado a los deícticos “esto” y “yo” (Hegel 1807, pp. 168-85), a la última página sobre la comunidad lingüística de los creyentes (ibid., pp. 1020-33), el acto de enunciar es contrapuesto una y otra vez al texto contingente y no esencial de los enunciados.
El performativo absoluto puede ser redundante y superfluo (o peor, omnívoro). Esta es su propia enfermedad. Pero tal afirmación obliga a indicar, aunque sea a grandes rasgos, en cuales ocasiones de nuestra vida él es, en cambio, oportuno e incluso necesario y salvador. ¿Cuándo estamos dispuestos a darle el mayor relieve al hecho, nada excepcional, de tomar la palabra? ¿Por qué, de tanto en tanto, nos sentimos obligados a dar testimonio acerca de nuestra propia facultad de hablar? ¿Qué acción ritual se cumple con aquel “Yo hablo”, que es fundamento y matriz de la ritualidad en general? Más simplemente: ¿para qué sirve el performativo absoluto?

7.1. La exhibición del hecho-que-se-habla es pertinente, incluso impostergable, cada vez que la experiencia vivida es forzada a recorrer de nuevo en compendio las principales etapas de la hominación. Entonces, un peligro, una incertidumbre, un extravío pueden ser redondeados, sólo a condición de re-evocar, dentro de formas de vida propiamente humanas, nada menos que los trabajos de la antropogénesis. El recurso del performativo absoluto asume una función apotropaica, es decir protectora, porque consiente esta re –evocación. “Yo hablo” prepara para reafirmar ritualmente, en una coyuntura histórica y biográfica concreta, los caracteres diferenciales del Homo sapiens. La antropogénesis deviene así sincrónica a los más variados, y en el mejor de los casos corrientes, acontecimientos empíricos. Poniendo de relieve al acto de enunciar, o sea al puro poder-decir, se atraviesa de nuevo el umbral que la especie traspasó in illo tempore (y el individual en la propia infancia). Tomemos el caso de la autoconciencia. Somos eventualidades en los que la “unidad sintética de la autopercepción” vacila y retrocede, mostrando así no ser un presupuesto incondicional,  sino un logro problemático (y parcialmente reversible). En tales eventualidades, el performativo absoluto cae a propósito, es pronunciado a su debido tiempo: no pleonástico sino indispensable. Aquel que valoriza el tomar la palabra en menoscabo del contenido semántico, repite un pasaje crucial en el proceso de formación de la autoconciencia: representarse como hablante mientras se habla. El performativo absoluto, tornándose visible como “portador” de la facultad del lenguaje, restablece o confirma aquella “unidad trascendental” del Yo que por un momento era insegura y claudicante. (cfr., infra, cap. 3).

En síntesis. “Yo hablo” no peca nunca de redundancia cuando concurre a superar indecisiones y crisis lo suficientemente radicales como para cuestionar los propios presupuestos a partir de los que se enfrentan las indecisiones y las crisis. Los juegos lingüísticos que celebran el acto de enunciar, inmolando a él esto-que-se-dice, resultan perspicuos y salvadores en todas las ocasiones en que, para resolver una dificultad empírica, conviene re-determinar la relación entre empírico y trascendental, experiencia y sus condiciones de posibilidad, primer plano y trasfondo. El performativo absoluto representa y reitera ritualmente episodios cruciales de la antropogénesis. En el curso de cualquier conversación cotidiana banal, permite al locutor volver sobre sus pasos bajo el perfil genético, remontando por un momento aquello que hace de él...un locutor. Sobre el plano de la biografía individual, el discurso cuya forma lógica es “decir:`digo´” comporta una incursión  a la infancia. O también: delinea una repentina inversión de marcha en el trayecto completado por la ontogénesis.

8. Lenguaje egocéntrico.

Los discursos en los que el adulto otorga un peso preeminente al hecho-que-se-habla, o sea que instala su propia facultad de lenguaje, tienen un precedente decisivo (y tal vez un minucioso modelo formal) en el lenguaje egocéntrico infantil. Este último es el verdadero episodio ontogenético que, a continuación, aquellos discursos re-evocarán y repetirán con fines apotropaicos. En el caso del hablante principiante, el performativo absoluto no se limita a restablecer o confirmar la autoconciencia, sino que, más radicalmente, la instituye.

La noción de “lenguaje egocéntrico” ha sido introducida por Jean Piaget (1923) y profundizada por Lev S. Vygotskij (1934). ¿De qué se trata? De los tres a los seis años el niño intenta a menudo emprender un monólogo exterior. Monólogo porque habla consigo mismo, alejándose de la comunicación intersubjetiva. Exterior porque el discurso solitario es, sin embargo, pronunciado en alta voz, en público. El niño habla únicamente para sí, pero en presencia del prójimo. La primera forma del lenguaje egocéntrico es la ecolalia, o sea la repetición de frases apenas audibles, la imitación fiel o variada de sílabas y sonidos. Se juega con el lenguaje, sustrayéndolo de cualquier uso final: “el niño se divierte repitiendo palabras por ellas mismas, por el placer que le procuran y sin ninguna adaptación a los demás, sin interlocutores” (Piaget 1923, p. 11).

A continuación viene la fabulación, es decir “la creación de una realidad mediante la palabra”: el pronunciamiento de sonidos articulados asume aquí un valor realmente mágico, dado que con él se actúa sobre el mundo circundante “sin contacto con las cosas o personas” (ibid., p. 13). Una tercera especie de egocentrismo lingüístico consiste en el anuncio verbal de lo que se está haciendo o se quiere hacer. En tal caso “la palabra tiene la función de estímulo, no de comunicación” (ibid., pp. 14 y sig.): la indicación verbal del gesto en vía de ejecución es, a su vez, un “gesto” directo para fortalecer al ejecutor.

Estas prestaciones del lenguaje infantil han sido sistemáticamente mal entendidas por los que las han examinado privilegiando un enfoque cognitivista. Para esos sólo cuenta el texto de los enunciados, su contenido semántico, el aprendizaje o la intencionalidad proyectual que se filtra en ellos. No se percatan de que en el lenguaje egocéntrico la efectividad puesta en escena no es esto-que-se-dice, sino el hecho-que-se-habla; no el texto sino el acto de producirlo. Para utilizar una célebre fórmula de Benveniste, se podría afirmar que las diversas formas del hablar por sí aíslan en su pureza “al aparato formal de la enunciación” (Benveniste 1970), es decir, al fenómeno del tomar la palabra. La ecolalia, la actitud lúdica en la relación con el lenguaje, el saborear la realidad material de sílabas y sonidos, ¿qué otra cosa indican más que una acentuada indiferencia por el mensaje expresado y la concomitante propensión a experimentar una y otra vez el factum loquendi, la inserción del lenguaje en el mundo? Del mismo modo, el poder mágico de la fabulación reside en la emisión de sonidos articulados, no en su significado particular. El sortilegio que modifica la realidad es la voz, su andante con brío o su pianíssimo, la letanía magnética a la que a veces da lugar (“él viene, viene, viene” [Piaget 1923, p. 15]. En fin, cuando anuncia verbalmente lo que está haciendo, el niño no describe una acción en curso, sino que cumple una segunda acción auxiliar (la producción de un enunciado), destinada a volver visible al que actúa.

8.1. En el lenguaje egocéntrico se experimenta una doble suspensión: suspensión de la comunicación como cadena de señales y contraseñales, estímulos y respuestas; suspensión del nexo biunívoco entre palabra y cosa, es decir, de la función denotativa. El Yo autorreflexivo se forma precisamente en este eclipse. La autoconciencia emerge en virtud de una disadherencia, fruto de un vacío, siendo algo cóncavo. Precisamente porque está libre de gravosos comunicativos y denotativos, el soliloquio altisonante permite al niño expresarse a sí mismo como fuente de enunciaciones. En el rito teatral de la ecolalia y la fabulación él llega a representarse como hablante. La enorme variedad de frases sin objeto y sin destinatario tienen la finalidad de ilustrar la facultad de producir frases y a su “portador”. ¿Qué se afirma en el discurso egocéntrico? Nada menos que “Yo hablo”. Pero “Yo hablo” es, al mismo tiempo, base y culminación de la autorreflexión.

Es cierto que, dirigiéndose a sí mismo, se enfrentan también problemas cognitivos (superar un obstáculo, resolver un problema, etc.). Pero, y he aquí el punto, el niño puede dirigirse a sí mismo sólo porque se ha vuelto visible como fuente de enunciaciones, detonador de las voces significantes. Y esta visibilidad es fruto de una práctica ritual (la exhibición del simple tomar la palabra), no de una estrategia cognitiva. Una sola prueba basta, pero incontrastable, de dicha ritualidad imperante.

Según Piaget y Vygotskij, el lenguaje egocéntrico toma a menudo es aspecto de un monólogo colectivo: muchos niños reunidos, cada uno de los cuales habla exclusivamente consigo mismo, pero dando una gran importancia a la presencia de los demás (Piaget 1923, pp. 17 y sig.; Vygotskij 1934, pp. 357 y sig.). Algo no muy diferente, como puede verse, de las plegarias en alta voz durante la misa cristiana. La presencia ajena es importante porque cada monologante necesita de testimonios que, aún sin comprender esto-que-se-dice, registren el hecho-que-se-habla. En el monólogo colectivo halla digno refugio el performativo absoluto.


9. Principio de individuación.

A diferencia de cuanto supone Piaget, para Vygotskij el egocentrismo lingüístico infantil no es de ninguna manera el primer paso, aunque ambiguo y contradictorio, en el camino de una progresiva socialización; todo lo contrario: su papel consiste en singularizar al hablante, emancipándolo de una condición de partida integralmente comunitaria o preindividual. Si para Piaget el monólogo exterior “nace de una insuficiente socialización de un lenguaje en principio individual”, Vygotskij piensa, contrariamente, que él emana “de una insuficiente individualización de un lenguaje en principio social” (Vygotskij 1934, p. 356). Según el psicólogo ruso, el soliloquio infantil es un puente entre el anónimo pronombre “se” (se dice, se hace, se cree, etc.) y el “yo” singular; delinea así una transición de las funciones interpsíquicas, radicadas en la actividad colectiva original del niño, a las intrapsíquicas, coincidentes con la sucesiva constitución de un Sí bien diferenciado (ibid., p. 359). La impostación de Vygotskij permite re-proponer en gran estilo la antigua cuestión del principio de individuación.

Antes que indudable punto de partida, lo individual es una meta: “el movimiento real del proceso de desarrollo del pensamiento infantil se cumple no de lo individual a lo socializado, sino de lo social a lo individual” (ibid., p. 60). ¿Cómo ocurre, entonces, el despegue del “se” impersonal? ¿En qué consiste el principium individuationis?
La lengua materna es preindividual: pertenece a todos y a ninguno; es una dimensión pública y compartida; en ella se ve nítidamente la socialidad preliminar del hablante. El lenguaje egocéntrico individualiza (mejor dicho, es principio de individuación) exactamente porque permite tomar distancia de la lengua. En el único modo concebible: poniendo de relieve la genérica facultad del lenguaje, o sea el trasfondo potencial-biológico contra el que se destaca toda lengua histórico-natural. Pensemos en la experiencia del traductor. El pasaje del inglés al italiano ocurre gracias a una tierra de nadie, o mejor, gracias a aquella potencialidad vacía que es el lenguaje distinto de la lengua singular. No habiendo ninguna realidad autónoma (diferente de eso que está en acto), la facultad se deja sin embargo expresar en el tránsito de una lengua a la otra.

Como la autoconciencia, el indeterminado poder-decir es un algo cóncavo o un resto negativo, no una presencia en sí mismo. En el monólogo exterior, el niño se comporta como el traductor. No porque emigre en una lengua histórico-natural distinta, sino porque practica las condiciones que tornan posible dicha emigración: la separación parcial del líquido amniótico impersonal de la lengua materna, la manifestación de la facultad del lenguaje. Precisamente en esta separación y en esta manifestación se cumple la individuación del hablante.

9.1. Volvamos un momento a un aspecto tratado recién. La desactivación de las funciones comunicativas y referenciales hace que el niño monologante se concentre sobre la propia acción de enunciar. Es ahora que sabe hablar. Este “saber hablar” se explica al principio con un hablar especial, ad hoc: soliloquios pronunciados en alta voz. En dichos soliloquios, el niño se representa a sí mismo como hablante. Pues bien, la representación de sí como hablante comprende sin dudas la pertenencia a una lengua determinada, pero no se agota en ella. Tan es así que dichas representaciones, presuponiendo el eclipse de la función comunicativa, apuntan ante todo a la acción de tomar la palabra: vale decir, a una acción que omite grandemente los confines de una u otra lengua histórico-natural. En el monólogo exterior, el niño aísla la propia potencia de enunciar, la ensaya y exhibe: por esto inicia muchas frases sin completarlas, por esto juega con los vocablos y los modifica, por esto resulta a menudo incomprensible. En los actos de palabra que cumple, él no toma una realización unívoca de la lengua, sino una afirmación de la facultad genérica, la prueba ontológica del poder-decir. La afirmación de la facultad consiste en la emisión de sonidos articulados, la prueba ontológica del poder-decir es procurada por las voces significantes. El acto de palabra que afirma y prueba es sobreentendido, entonces, como prestación fisiológica, articulación de la respiración. En el lenguaje egocéntrico se perfila un cortocircuito entre facultad y palabra: la lengua, con la que usualmente la facultad parece identificarse sin residuos, pierde aquí su preeminencia, mostrando ser un simple intermediario entre aquellos otros dos polos. Sirviéndose de los paréntesis para indicar el término que, si bien es operante, queda implícito o en segundo plano, se podría decir que al soliloquio infantil le corresponde la siguiente fórmula: facultad / (lengua)/ palabra, cuando el discurso ordinario del niño y del adulto deber ser redefinido así: (facultad)/ lengua / palabra.

9.2. Mediante el ejercicio del monólogo exterior, el ser humano principiante pone de relieve su propia facultad de lenguaje, hasta ahora inadvertida. De tal modo toma distancia de la lengua materna, de su carácter preindividual o “interpsíquico”. Pero ¿por qué jamás la experiencia de la potencia genérica de hablar deberá delinear una singularidad inconfundible? ¿Cómo puede el pasaje de la lengua al lenguaje realizar la individuación del hablante? Si la lengua histórico-natural se presenta como patrimonio anónimo de una comunidad particular, la facultad del lenguaje es nada menos que un requisito biológico de toda la especie: antes que disminuir, la universalidad aumenta enormemente. Sin embargo, precisamente la aumentada universalidad del poder-decir permite, por una suerte de contragolpe, circunscribir la singularidad del hablante. Es preciso mucho en el ámbito de lo genérico y lo común para hallar el punto de la individuación.

Intentemos desenredar esta aparente paradoja. La lengua histórico-natural es y permanece preindividual porque existe independientemente del hablante individual: se deposita en vocabularios, textos literarios, gramática, juegos de palabra, figuras retóricas, etc. La lengua, al igual que un aserto matemático, no depende de un “portador” particular. La cosa cambia en el caso de la facultad del lenguaje. Hemos visto antes (§5.1) que la potencia, como no dispone de ninguna realidad objetiva, se identifica con un cuerpo viviente concreto, es inseparable de un organismo individual. A diferencia de la lengua histórico-natural (sistema de actos eventuales, no potencia), el poder-decir no subsiste separadamente de uno u otro “portador” contingente.

Ciertamente, toda la especie comparte la facultad de hablar: pero siendo esta facultad un algo potencial, la comparte sólo en cuanto cada uno de sus miembros se hace cargo individualmente e individualmente la encarna. Para expresarlo mejor: más que encarnarla individualmente, cada miembro de la especie se vuelve un individuo precisamente porque la encarna. El poder-decir es una experiencia personal, constitutiva de la unicidad de la persona, de cualquier persona, de cada una y de todas.

El hablante gana la propia singularidad cuando, debilitándose o anulándose la preeminencia de esto-que-se-dice, llega a representarse a sí mismo como “portador” puntual de la dynamis biológico-lingüística. Es lo que sucede en el monólogo exterior del niño: en él, sabemos, se instala en primer plano el tomar la palabra, el detonador de la voz significante, la acción de enunciar. El soliloquio infantil individua al locutor: pero lo individua porque su forma lógica es “Yo hablo”, o sea porque equivale a un performativo absoluto. La singularidad instituida por la representación de sí como  “portador” de la facultad del lenguaje está todavía, obviamente, vacía. A llenarla proveerá todo aquello que, en el curso del tiempo, diremos de nosotros a nosotros mismos: travesías biográficas, incidentes embarazosos, breves triunfos, etc. Sería un error, sin embargo, atribuir la individuación a los contenidos factuales del monólogo. Dichos contenidos adquieren un peso extraordinario solamente porque son referibles a quien, habiendo dicho “Yo hablo”, ya presenta la propia singularidad. Puede imputarse una biografía sólo quien, habiendo sido imputada la potencia indeterminada de hablar, ya se ha vuelto el sustrato de cualquier imputación particular; sólo quien está ya formalmente individuado.

10. El error de Vygotskij.

Vygotskij afirma que el lenguaje egocéntrico infantil es el laboratorio donde se forja aquel pensamiento verbal que una antigua tradición ha denominado también “lenguaje interno”. Las enunciaciones egocéntricas son anfibias: extrovertidas por estructura y modalidad de ejecución, también cumplen las típicas funciones de la meditación silenciosa. Ellas marcan el breve interregno en el cual el “diálogo del alma con sí misma” está al alcance del oído. En poco tiempo el egocentrismo perderá su carácter altisonante, colocará sordina, se volverá imperceptible. Es totalmente erróneo, dice Vygotsky polemizando con Piaget, considerar al rumoroso soliloquio del niño una excrecencia inútil, sin futuro ni herederos; por el contrario, él está destinado a transformarse en monólogo interior, o sea en pensamientos constituidos por palabras no pronunciadas (Vygotskij 1934, pp. 58-60, 346-56). ¿Pero es fidedigna esta línea hereditaria? ¿Es entonces cierto que los rasgos salientes del lenguaje egocéntrico se vuelcan por completo en el pensamiento verbal? A mí me parece que hay aquí una llamativa mala interpretación por parte de Vygotskij.

En el monólogo interior del adulto se prolonga y afina cierta peculiaridad cognitiva del lenguaje egocéntrico: en primer lugar, la progresiva simbiosis entre pensamiento y palabra, o sea el hecho que se piensa con la palabra (cfr. Cimatti 2000). No es poco, pero tampoco todo. Una región importante, a veces dirimente, del soliloquio infantil no se deja a veces transformar en “lenguaje interno”. Es precisamente la región de la cual depende la formación de la autoconciencia y la individuación del locutor: el relieve conferido al tomar la palabra (o, en suma, al mismo acto de enunciar), exhibición del hecho-que-se-habla en desmedro parcial de eso-que-se-dice, relación directa con la genérica facultad del lenguaje. Todos estos aspectos son atribuibles a la voz, a la emisión sonora, al movimiento de aire producido por boca y pulmones. La vocalización no es un carácter marginal del lenguaje egocéntrico: su eliminación altera y empobrece el significado global del fenómeno. A la emisión de sonidos articulados están ligadas, por propio derecho, tanto la performatividad como la ritualidad del discurso que el niño dirige a sí mismo. Este discurso afirma siempre “Yo hablo”: cumpliendo, por lo tanto, con la palabra una acción consistente únicamente en el tomar la palabra. Pero dicha acción restaría irrealizada si el “Yo hablo” no fuese pronunciado en voz alta. En síntesis: el audible lenguaje egocéntrico es depositario del performativo absoluto, pero no su presunto heredero universal, el silente “lenguaje interno”. La voz, además, asigna un valor ritual a la toma de palabra, tornando visible al hablante como “portador” de la facultad del lenguaje: visible ante los otros, cierto, pero también ante sí mismo. El soliloquio extrínseco del niño, no el sucesivo monólogo interior, muestra la férrea unión entre el hecho-que-se-habla y el comportamiento ceremonial del animal humano, es decir, la ritualidad del lenguaje y la lingüisticidad del rito.

El lenguaje egocéntrico es un modelo compuesto del cual sólo algunos elementos confluyen en el “lenguaje interno” del adulto. Otros elementos, de importancia primaria, siguen por el contrario vías evolutivas muy distintas. El error de Vygotskij está en considerar escoria irrelevante a rasgos característicos del monólogo infantil que el pensamiento verbal no incluye en sí. Él desatiende el papel lógico de la voz (garantizar la típica autorreferencia de los enunciados cuyo mensaje efectivo es “Yo hablo”) y su alcance ritual. Respecto del egocéntrico, el “lenguaje interno” aparece como una abreviación restringida e infiel. Lejos de quebrarse y desmejorarse, lo que del egocentrismo infantil no se transmuta en monólogo interior sobrevive en múltiples prestaciones vocalizadas por el locutor adulto. Más precisamente: reaparece con aspecto más evolucionado en todos los discursos en los que esto-que-se-dice se limita a indicar al hecho-que-se-habla. Legítimos descendientes del soliloquio infantil son, por ciertos aspectos, los enunciados que dan cuerpo, en forma explícita o implícita, al performativo absoluto. Basta con pensar en el monólogo colectivo puesto en escena por la comunicación fática o la del culto religioso.

10.1. La prosecución más directa del lenguaje egocéntrico originario está constituida por  los soliloquios en alta voz a los cuales también el adulto a veces se abandona, con marcada actitud teatral y evidentes intenciones apotropaicas. En la calle o una habitación sin testigos, un hombre usualmente normal dirige a sí mismo, sonoramente, una orden o admonición, una súplica o una exhortación. Emitiendo sonidos bien pronunciados exclama: “Retrocede”, o “Mantente calmo”, o también “” ¿Qué he hecho para merecer esto?”, “Basta ya”, “Hazlo así”, “No te puedo creer”. Todas estas frases no poseen un contenido semántico bien definido: quien las escuchase con disimulo no sabría indicar la referencia y el mensaje comunicativo. Son algo más que una simple descarga emotiva, dado que, con ellas, el hablante se interpela e intenta actuar sobre sí; pero no son menos que un enunciado autosuficiente, dado que en él esto-que-se-dice es incomprensible e irrelevante. Supongamos, para no complicar las cosas, que el significado de las frases pronunciadas en modo perceptible por el adulto solitario dependa de reflexiones silenciosas desarrolladas precedentemente. Aún queda por preguntarse: ¿por qué motivo, en un cierto punto, el pensamiento verbal renuncia a su habitual sordina y se transforma en monólogo exterior, o, si se quiere, en bullicioso lenguaje egocéntrico? ¿Qué función, cumple aquí la vocalización? ¿Por qué pronunciar en alta voz admoniciones y exhortaciones que podrían ser formuladas púdicamente en el discreto “lenguaje interno”?

10.2 Resulta de algún interés, para este propósito, el análisis efectuado por Edmund Husserl en la primera de las Ricerche logiche, cuyo parágrafo octavo se titula precisamente Las expresiones en la vida psíquica aislada (Husserl 100-01, I, §  8, pp. 302 y sig.). ¿Qué es lo que hace el que emprende un monólogo altisonante? Según Husserl, nada que pueda ser asimilado a la acepción ordinaria de “hablar”. Dicho locutor no comunica no comunica nada ni siquiera a sí mismo. Las frases dichas no poseen por cierto el fin de informar al que las pronuncia acerca de sus “propias experiencias psíquicas”. El autor del soliloquio no necesita ponerse separadamente respecto de esto que ya está demostrando: “En el discurso monologal la palabra no puede tener, para nosotros, funciones de señales de la existencia de actos psíquicos, porque esta indicación  estaría totalmente desprovista de objetivo. Los actos en cuestión son, efectivamente, experiencia nuestras en el mismo instante” (ibid., p. 303). Los enunciados dirigidos a sí mismo son descaradamente superfluos: se habla fingiendo, casi como si fuese sobre un escenario teatral. Sin embargo, con esta ficción tan pleonástica, algo sucede. Según Husserl, “cuando dirigiéndonos a nosotros mismos decimos: “he hecho mal, no puedo continuar comportándome así””, no estamos hablando verdaderamente, sino que nos limitamos a cumplir una operación algo bizarra: “no hacemos otras cosa más que representarnos a nosotros mismos como personas que hablan y se comunican” (ibid., cursivas del autor). Sabemos que esta puesta en escena de sí en cuanto “persona que habla” no es en absoluto parasitaria o extravagante (como, al contrario, parece afirmar Husserl), sino que constituye un aspecto insuprimible, y además inadvertido, de toda enunciación. El punto crucial es que el individuo que monologa en alta voz aísla tal aspecto y lo ostenta abiertamente. En el soliloquio bien realizado, precisamente porque está atenuado todo ímpetu comunicativo, se representa el propio hecho-que-se-habla. Liberado de objetivos comunicativos particulares, la voz significante da teatralmente informaciones sobre la facultad del lenguaje.

“He hecho mal, no puedo continuar comportándome así”, “Basta ya”, “Retrocede”, “Señor, piedad”, son otros tantos performativos absolutos, si bien implícitos. Su significado último es “decir: `digo´”. El pasaje del silencioso pensamiento verbal al monólogo sonoramente emitido responde a la necesidad de “representarse a sí mismo como persona que habla”. Es decir, con otra terminología, a la necesidad de remontar, mediante un pronunciamiento empírico puntual, al presupuesto trascendental de todo pronunciamiento posible (la facultad de hablar, precisamente). Esta necesidad, como hemos señalado, surge en momentos críticos de la existencia. Para mitigar una flaqueza es preciso a veces volver a recorrer ritualmente ciertas etapas de la antropogénesis o de la ontogénesis. Entre ellas está, sin ninguna duda, el lenguaje egocéntrico infantil, al que se deben la formación de la autoconciencia y la individuación del hablante.

11. La palabra religiosa

Solamente la palabra religiosa es siempre potente, repleta de efectos, performativa. Desde la plegaria al milagro, de la bendición a la confesión, de la invocación a la blasfemia, esta palabra comunica únicamente lo que ella misma hace en el momento en que es pronunciada. Por telúrico o de museo que pueda parecer, el ámbito religioso exhibe concentradamente la performatividad y la ritualidad del habla humana. El estudio de los actos lingüísticos, si es conducido con sobrio rigor científico (o, aún más, con mirada materialista), culmina necesariamente en una indagación teológica.

La hipótesis que deseamos proponer aquí no trata, sin embargo, acerca del parentesco general y ramificado entre speech acts [actos discursivos] y discurso litúrgico. Es una hipótesis más circunscripta y, a la vez, más comprometida. Hela aquí: el léxico religioso es, ante todo, el lugar de residencia oficial del performativo absoluto, o sea del speech act que expone consumar precisa y solamente la acción de hablar. La forma lógica de los enunciados religiosos es “Yo hablo”. A diferencia de los performativos ordinarios (“jurar”, “bautizar”, “apostar”, etc.), las frases del culto no se limitan a mencionar la realidad instituida con el decir o en el decir, sino que remiten explícitamente a la realidad del decir. Signos distintivos de la palabra sacra son la indeterminación (o la esterotipia) que se carga sobre el mensaje comunicativo y la correlacionada prominencia lograda por el acto de enunciar. Pensemos en el valor litúrgico de la repetición: las acumulaciones de invocaciones siempre iguales y casi siempre insignificantes, el triple pronunciamiento que vuelve eficaces a las fórmulas mágicas, en suma el hecho de que “todo culto es un eterno recomenzar” (de Martino 1977, p. 231). La reiteración ritual distrae del dictum, de contenido proposicional particular, fomentando así la más audaz atención para todo incipit oratorio ulterior, lo que también vale para el simple gesto de tomar la palabra. Y esto es sólo un ejemplo entre tantos posibles. La palabra litúrgica, representante legítima del performativo absoluto, permite ver siempre de nuevo el advenimiento del Verbo en el mundo. Si el conjunto de las cosas dichas cada tanto ilustra sobre cómo es el lenguaje, la acción de enunciar muestra, al contrario, qué es el lenguaje. Es posible tomar aquí una línea (no la única, por cierto, pero tampoco la menos relevante)  de confín entre profano y sacro: esto-que-se-dice es una cuestión terrenal, el hecho-que-se-habla relaciona, en cambio, a los hombres con los dioses.

Un examen del léxico religioso requeriría de un libro aparte, y, sobre todo, de otro autor. Repitamos que están en juego solamente los aspectos de este léxico en los que se filtra la estructura formal del performativo absoluto. Para comenzar, algunas anotaciones concisas acerca de “Dios” como palabra y, especularmente, sobre la palabra de Dios.

11.1 en un admirable ensayo dedicado al fenómeno de la blasfemia, Benveniste observa que esta última “es exclusivamente un proceso de palabra”, dado que consiste en una trasgresión sonora de la interdicción bíblica de pronunciar el nombre de Dios (Benveniste 1969, p. 288). “Es preciso prestar atención a la naturaleza de esta interdicción que se basa no sobre “decir algo” que sea una opinión, sino sobre “pronunciar un nombre”, o sea una pura articulación vocal (ibid.). ¿Por qué nunca la emisión de un cierto sonido, es decir una “pura articulación vocal”, posee implicancias emotivas tan lacerantes? ¿A qué se debe el poder misterioso del significante “Dios”, aquel poder que el blasfemo desafía y el hombre pío teme y honra? El punto es que “Dios” (como “esto” o “yo”, además) es un vocablo que se refiere solamente a la realidad lingüística instituida por su propia pronunciación. Ya que la noción de Dios se identifica con “decir: ´Dios´”, el acto de pronunciar el nombre santo debe ser expulsado de la libre circulación lingüística, rodeado de cautela, embellecido mediante un omisión sistemática.

Contrariamente a lo que pueda suponer cualquier materialista grosero, el hecho de que no haya otro Dios por fuera del nombre “Dios” no sólo no atenúa, sino que trae hasta el diapasón del transporte religioso. En los primeros diez años del siglo XX, los monjes ortodoxos del monte Athos extrajeron consecuencias extremas de la inquietante coincidencia entre el pronunciamiento de la palabra y la cosa significada. Su tesis vuelca la prohibición bíblica, aunque aduciendo las mismas razones que la habían provocado. Si Dios es una realidad eminentemente lingüística, solamente aquel que pronuncia a viva voz su nombre puede experimentar la presencia real. Dios se encarna otra vez en un perceptible flatus vocis. En 1913, el Santo Sínodo de la iglesia ortodoxa condenó como herético el entusiasmo nominalista de los monjes.  Pero la discusión prosiguió largamente, con éxitos alternados. A defender con vigor la convicción madurada entre los eremitas del monte Athos concurrió, en particular, el filósofo y matemático Pavel Florenskij: argumentó que sólo en el nombre bien escandido se puede apresar la ininterrumpida revelación de la divinidad (Florenskij 1990, pp. 79-82).Emil

Benveniste sintetiza de modo fulminante-y, casi con certeza, inconsciente- la tesis que suscitó la disputa así encendida, cuando escribe: “Se blasfemia el nombre de Dios, porque todo lo que se posee de él es, precisamente, su nombre. Sólo pronunciando el nombre es posible alcanzar a Dios, ya sea para conmoverlo como para bendecidlo” (Benveniste 1969, p. 288).

Dios es algo porque quien lo halaga o ridiculiza toma la palabra y vocaliza el nombre. Realmente sacro es el acto de enunciar, no un significado definido. Opiniones y doctrinas sobre la naturaleza de Dios (y por consiguiente del eventual contenido semántico de su nombre) derivan de las incansables reflexiones sobre el tomar la palabra-en términos de Benveniste: sobre “el aparato formal de la enunciación”-que la tradición religiosa ha conducido efectivamente. Omnipotencia, ubicuidad, creación ex nihilo: estos y otros atributos divinos son la reelaboración sublimada de algunos rasgos característicos del acto de enunciar (allí donde, sin embargo, ellos son separados artificiosamente del texto del enunciado). El nombre “Dios” concentra en sí, y vuelve digno de adoración, un aspecto penetrante del discurso humano: el hecho-que-se-habla. 

También este último, tal como “Dios”, es afirmado exclusivamente por un pronunciamiento sonoro. Cualquier vocablo o enunciado, por trillado que sea, comparte las prerrogativas especiales del nombre santísimo cada vez que resulte indiferente su mensaje comunicativo y salte a primer plano el simple ejercicio de la voz significante. Dicho de otro modo: el nombre “Dios” es la venerable hipóstasis de los usos lingüísticos que dan lugar a un performativo absoluto. La “pura articulación vocal”, a la que están enlazadas tanto la pía invocación de los monjes del monte Athos como el grito rabioso del blasfemador, constituye también la auténtica puesta en acto del enunciado “Yo hablo”. El performativo absoluto, exhibiendo la facultad de hablar (o, si se prefiere, mostrando que el lenguaje es), infunde en innumerables discursos mundanos la elevada virtud del nomen Dei. Desde una perspectiva estrictamente teológica, él merece ser considerado afín al agua bautismal o al vino de comunión eucarística; afín, en suma, a un sacramento.

11.2. La palabra de Dios plantea la redención, es una buena nueva, el evangelium. Y, observemos, realiza eso que anuncia: mientras lo anuncia y precisamente porque lo anuncia. Escribe Gerardus van der Leeuw en Fenomenología de la religión: “La palabra de Dios es la manifestación, el mensaje, de la salvación, pero es también la misma salvación, tal como se revela en el acontecimiento actual” (Leeuw 1956, p. 328). El hecho de que Dios hable, él hable, rompa su silencio para mostrarse a nosotros, es, como tal, salvador. No importa si sus frases resultan muy enigmáticas y hasta amenazadoras: lo que realmente cuenta es el pronunciamiento. Ya la sola enunciación de la palabra divina instituye una proximidad protectora entre creador y creatura. Queda claro que el Verbo suministra la prueba decisiva de su performatividad incondicional cuando, según la tradición cristiana, se hace carne, por lo tanto, aliento y sonido material. La perceptible voz significante del Dios encarnado no explica ni describe, sino realiza la presencia del Verbo en el mundo, aquella presencia que es, a un tiempo, prueba de salvación y salvación efectiva.

11.3. La bendición y la maldición constituyen una versión degradada e imperfecta, pero no infiel, de algunos rasgos salientes de la palabra de Dios. En la acción de bendecir o maldecir se hace valer a escala infinitesimal, alargándolo máximamente en dos polos opuestos, aquel poder intrínseco del acto de enunciar que el Verbo (al menos en el Cristianismo) luce sólo con finalidad salvadora. Escribe van der Leeuw: “La maldición es un efecto de la potencia, que no requiere de dioses o espíritus para volverla eficaz” (ibid., p. 319). Y luego: “La bendición, que los antiguos Germanos llamaban “salvación por la palabra”, no es de ninguna manera un augurio pío: aplica, mediante la palabra, bienes que confieren la felicidad; es entonces una potencia concreta” (ibid., p. 320). Podrá también no rendir cuentas aquel que maldice o bendice, puesto que reproduce, aún de modo limitado, la típica performatividad de los discursos divinos.
Al igual que el nombre “Dios”, también los verbos “bendecir” y “maldecir” no poseen realidad alguna por fuera de su pronunciamiento concreto. El significado de estos verbos (como además el de los pronombres “esto” y “yo”) coincide con la acción de pronunciarlos. Pero, a diferencia de “Dios” (y de “esto” y “yo”), “bendecir” y “maldecir” llaman explícitamente al pronunciamiento en que se resuelve por completo su realidad: ambos contienen “-decir” como parte constituyente. La presencia de “-decir” distingue a “bendecir” y “maldecir” también de los verbos delocutivos (cfr. § 4.2), que, al designar el acto de pronunciar una locución (por ejemplo, “saludar” significa “decir: `salus´”), no mencionan de ninguna manera a la actividad discursiva que ellos mismos cumplen. A propósito del verbo “bendecir”, Benveniste observa: “precisamente porque los dos componentes conservan su autonomía, bene dicere no llega a ocupar el lugar del auténtico delocutivo, que hubiera sido un verbo derivado directamente de bene” (Benveniste 1958c, p. 340). Entonces ¿cómo están las cosas?
La situación delineada por bene dicere y male dicere es similar, en cierta forma, a la del performativo absoluto “Yo hablo”, cuya paráfrasis adecuada es, como sabemos, “decir: `digo´”. También en los dos verbos en cuestión el “decir” aparece tanto a derecha como a izquierda de los dos puntos: “bendecir” significa “decir: `digo (bien) ´”, “maldecir” significa “decir: `digo (mal) ´”. También en ellos hay, luego, una evidente constipación, dado que la acción de enunciar, además de constante lógica (“decir:`...´”), es al mismo tiempo parte decisiva de la variable (“...:`digo bien´”). Es cierto que, a diferencia del enjuto “decir: `digo´”, que descompone analíticamente al performativo absoluto, nos tropezamos aquí con dos calificaciones opuestas: “bene (-decir)”, “male (-decir)”. Pero preguntémonos: ¿en que consisten, finalmente, el bien y el mal del que se hacen cargo “bendecir” y “maldecir”? No por cierto en una ventaja o un daño contenidamente determinados. Ni tampoco en la corrección o descuido de la dicción. Lo que ambos verbos evocan es el “mal” o el “bien” consustanciales al mero gesto de tomar la palabra. El ellos, el acto de enunciar declara el propio poder apotropaico o calamitoso, y, declarándolo, lo pone realmente en acción. Las fórmulas religiosas “Te bendigo” y “Te maldigo” evidencian la protección y el riesgo insitos en el hecho-que-se-habla; dejan ver el caudal ético de todo performativo absoluto.


12. La lengua del culto

El culto religioso tensiona, y parcialmente opone, la acción de enunciar y el contenido de los enunciados. Celebra la distinción entre lenguaje y lenguas histórico-naturales. Administra el hiato entre la potencia biológica genérica de decir y el conjunto de textos reales o eventuales. La praxis litúrgica puede colmar progresivamente los desvíos que sin embargo atiza, reconciliando al final las dos polaridades; o también puede radicalizar su contraste, a fin de tornarlo crónico (este suceso prevalece, obviamente, en la experiencia mística).

12.1 El lenguaje distinto de las lenguas histórico-naturales se presenta ante todo como una “lengua” sui generis: idioma especial del culto, jerga casi incomprensible, dialecto excéntrico empleado solamente en los confines entre el mundo humano y el más allá. La facultad del lenguaje, más universal que la lengua singular, está paradójicamente señalada por una zona mucho más estrecha de la lengua; para hacer las veces de aquella facultad hay formas discursivas artificiosas y marginales, extrañas al uso ordinario. Pensemos en el carácter abiertamente insignificante, o al menos misterioso, de “ciertos vocablos usados en el culto, como aleluya, kyrieleison, amén, om om”. Según van der Leeuw, ellos “tienen un color, una resonancia, mística; la potencia misteriosa es aumentada por la incomprensibilidad. Así se forma una lengua cultual realmente peculiar” (Leeuw 1956, pp. 317 y sig.)

Más allá de ser un léxico privado (o desprovisto) de toda consistencia semántica, el rito religioso se ha servido de muchos expedientes para rebosar de la lengua histórico-natural de la comunidad en que es oficiado. A menudo y de buena gana ha adoptado lenguas muertas. Basta con unos pocos ejemplos para probarlo: la adopción del obsoleto alfabeto avéstico en la liturgia iraní, el recurso al sánscrito en las ceremonias sacras del budismo chino y japonés, el uso del hebreo clásico en presencia de fieles que se expresan sólo en arameo, la persistencia del latín en el culto católico reconciliar. En las religiones más antiguas fue, a veces, la misma escritura la que adoptó la función de idiolecto cultual, de pseudo-lengua capaz de garantizar la comunicación con el dios (Herrenschmidt 1996, pp. 63 y sig.). La lengua muerta (o extranjera o escrita) evoca sensiblemente todo aquello que, en general, sobrepasa al ámbito institucional de la lengua, de cualquier lengua; materializa en sonidos determinados, pero ignotos, la indeterminada y conocida facultad de hablar. En forma no muy diferente a la del niño dedicado al soliloquio altisonante, el fiel que repite “om, om” o “amén”, o que recita salmos en un idioma fuera de uso, ignorado por él, toma distancia de la lengua materna, colocándose en aquella tierra de nadie que es la competencia lingüística en cuanto requisito biológico-potencial de la especie.

El prototipo de toda lengua cultual es, sin dudas, la glosolalia, o sea la acuñación compulsiva de palabras sin sentido. Afirmada en el cristianismo primitivo y en muchos movimientos religiosos antiguos y recientes, ella exhibe un estado intermedio entre facultad de lenguaje y lengua, el umbral ambivalente entre una y otra, el precipicio flanqueado a veces por el traductor. Escribe van der Leeuw: “El glosolalo habla sin querer; en muchos casos parece que está dispuesto a hablar; a veces no ocurre ni siquiera esto, sino que habla maquinalmente, o, más precisamente, el discurso sale de él hablando de sí. Antes de hablar ignora qué dirá; aferra la palabra solamente después de pronunciarla, como si fuese de otros” (Leeuw 1956, p. 336). Muy próximos a la glosolalia están a veces los cantos religiosos. Escribe Clarisse Herrenschmidt:

Los guerrero guayaqui cantan por la noche, junto al fuego, estrechándose unos con otros [...]. Cada guerrero canta una melopea que en la cacofonía general nadie puede sentir o comprender, una misma palabra brutal de glorificación de sí [...] “yo, yo, yo”. Cantada en presencia de los otros, esta palabra es sin embargo solitaria, pronunciada al vacío de cualquier escucha. Allí, entonces, el lenguaje no es de los hombres y la palabra no pertenece al sujeto (Herrenschmidt 1996, p. 51).

La glosolalia, pura no-lengua o idioma radicalmente extranjero, expresa de un modo exacerbado pero perspicuo la humildad penitencial que distingue, al menos por un momento, tanto al culto religioso al que se dedica el fiel como a la producción de un performativo absoluto por parte de un hablante descreído. En ambos casos el desmoronamiento del contenido semántico es la puerta estrecha a través de la cual es necesario pasar para retornar al genérico poder-decir partiendo de la propia lengua materna. En ambos casos, vale el lema evangélico “Húndete y será elevado”: sólo aquel que vuelve indiferente o irrisorio el propio mensaje comunicativo llega a representarse a sí mismo como “portador” de la facultad del lenguaje.

12.2. Cualesquiera que sean las semblanzas específicas que asuma (idioma fuera de uso, glosolalia, etc.), la lengua de culto se reduce siempre, según van der Leeuw, a una forma peculiar de silencio: “El lenguaje fijo de la liturgia, donde ningún elemento es arbitrariamente modificable, tiende por aproximación a alcanzar al silencio. Todo oficiante lo ha experimentado, al pronunciar la palabra de esos textos él mismo debe callar. El uso cultual de una lengua extranjera se aproxima él mismo al silencio” (Leeuw 1956, 0. 337; cfr. Gambarara 2000). Entendamos: el hablante está destinado a ser silenciado en cuanto autor de un dictum particular, de un mensaje particular. La recitación automática del texto sacro coloca sordina a cualquier otro texto. El “silencio” ritual consiste en el aniquilamiento de esto-que-se-dice. Es realmente taciturno quien se limita a tomar la palabra (por ejemplo pronunciando una oración en lengua ignota). Por lo tanto, quien acepta reducir la propia prestación locutoria a la mera emisión de sonidos articulados. Escribe Florenskij:

Una curandera, con sus fórmulas memorizadas cuyo significado no comprende, o un sacerdote que pronuncia plegarias, parte de las cuales resultan incomprensibles hasta para él mismo, no son, sin embargo, fenómenos absurdos, como superficialmente pudiera parecer. Apenas aquella fórmula es pronunciada se indica y fija la intención relativa: el propósito de pronunciar la fórmula (Florenskij 1990, p. 76)

El silencio semántico al que tiende el culto religioso es, al menos, ruidoso. Lejos de excluir al  pronunciamiento sonoro, lo implica y hace fuerte. Es un silencio “a voces”: provocado y sostenido por una voz que es solamente voz.
Cuando es litúrgicamente distinto de la lengua histórico-natural el lenguaje se materializa en cierta medida en el sonido, coincide en parte con el trabajo de los órganos fonatorios. La vocalización, precisamente porque simboliza a la facultad del lenguaje, es regulada con obsesiva meticulosidad por el culto. La omisión o la alteración con que se mancilla el fiel al pronunciar un enunciado sacro pueden tener consecuencias fatales. Van der Leeuw subraya así el poder operativo (o sea la performatividad) de la fonología en el ámbito religioso: “Quien pronuncia palabras pone potencia en movimiento. Pero la potencia de la palabra aumenta de varios modos. Alzar la voz, insistir o acentuar, la unión del ritmo y de la rima, son elementos que confieren mayor energía a la palabra” (Leeuw 1956, p. 317). Y también: “Cualquiera que pronuncie exactamente sus frases y posea `la voz justa´ puede afrontar los peligros del mundo” (ibid., p. 318). Se trata, como dice el verso 719 de la Coefora de Esquilo, de mostrar “la fuerza de la boca”. Una fuerza que se sirve de los más variados registros: la voz ejercita su función cultual cuando adopta tonos decisivos y pomposos, pero también acomodándose al “pianíssimo”, o sea, susurrando cansadamente. La oscilación a la que está sujeto el pronunciamiento de la palabra religiosa llega hasta el límite extremo del balbuceo (ibid., p. 336): es más, precisamente en él se advierte el deferente titubeo que el acto de enunciar siempre merece a causa de su magnitud intrínsecamente ritual.

La emisión de sonidos, el movimiento de la lengua contra el paladar, el desplazamiento de aire son indispensables requisitos lógicos del performativo absoluto (dado que, recordemos, garantizan la autorreferencia integral de “Yo hablo”), y al mismo tiempo, preciosos ingredientes culturales de la religión. La centralidad de la fonación en el ámbito litúrgico muestra hasta qué punto la experiencia religiosa está conectada a los aspectos fisiológicos del lenguaje humano. La voz significante, no uno u otro significado particular, se halla en condiciones de hacer las veces de médium entre el hablante y su Dios. Sólo ella puede relacionar al locutor individual con aquel exorbitante interior biológico (filogenético y ontogenético) que, trascendiendo todo enunciado definido, asume siempre de nuevo formas divinas. Reconocer sin dudas el papel asumido por la fonación en la praxis religiosa permite entender de un modo más adecuado, o sea, menos condescendiente y despreciativo, las palabras de Ludwig Feuerbach, autor maltratado tanto por los filósofos analíticos como por los continentales: “otra cosa no es Dios, sino el concepto de la inmediata unidad de especie e individuo” (Feuerbach 1841, p. 167). Pues bien, el individuo que habla experimenta su unidad inmediata con la especie mediante la emisión de sonidos articulados. Por esto, tal emisión es lo que resta y vale cuando se dirige verbalmente a Dios (que, por esto mismo, de aquella unidad es el concepto). Por esto, la voz es sacra.

12.3. La tensión entre lenguaje y lengua histórico-natural alcanza su culminación en la confesión. Nunca como en este rito la contraposición entre el mensaje comunicativo y la simple acción de enunciar aparece tan conmovedora y dramática. Nunca el performativo absoluto cumple una función tan delicada. Aquel que declara el mal realizado, por ejemplo un robo a mano armada o un homicidio, expresa terribles contenidos semánticos en italiano o portugués. Para purgar tales golpes no hay otro medio más que hablar en voz alta. El acto de enunciar constituye, aquí, el único antídoto válido contra el veneno contenido en el texto de los enunciados. El tomar la palabra, que sobrepasa los confines de la lengua particular y llama sensiblemente a la facultad del lenguaje, desdice al mal recién descrito y, de este modo, alivia y sana. En la confesión, esto-que-se-dice es, literalmente, el pecado del que conviene enmendarse; redentor o salvador es, al contrario, el hecho-que-se-habla y solamente él.

13. De la plegaria.

La plegaria en voz alta, que tanta importancia posee en el culto religioso, prolonga y desarrolla el lenguaje egocéntrico infantil. Hereda ciertas funciones salientes. Y retoma descaradamente, a veces complicándola en desmesura, sus modalidades típicas: la masa de fieles, a fin de alabar o suplicar, da lugar a una secuela de “monólogos colectivos”, en los que predominan la ecolalia, la fabulación, el anuncio de lo que se está haciendo o se desea hacer.
Hemos visto antes (§10) que el lenguaje egocéntrico del niño, contrariamente a cuanto hipotetiza Vygotskij, no se transforma totalmente en el silencioso pensamiento verbal del adulto. Muchos de sus rasgos cruciales-precisamente aquellos de los que dependen la formación de la autoconciencia y el principio de individuación- están indisolublemente conectados, de hecho, a la vocalización. Los estigmas del soliloquio infantil perceptible reaparecen, ante todo, en los discursos realmente pronunciados en los que un locutor experto y astuto se limita a afirmar: “Yo hablo”. Reaparecen, entonces, en los juegos lingüísticos distintivos de la producción de un performativo absoluto. Son ejemplares, desde este punto de vista, los monólogos exteriores con los que el adulto, hablando consigo mismo, se exhorta o reprende: “Has hecho mal, no puedes continuar así”, “Basta ya”, “Piedad, Señor”, etc. Son precisamente estas erupciones fonológicas con las que se infringe el silencio del pensamiento verbal las que pueden ser equiparadas con justicia a la plegaria propiamente religiosa.

La semejanza más vistosa entre la oración proferida en el templo y el monólogo altisonante de un adulto turbado reside en su superfluidad. Si recordamos la observación de Husserl (cfr. 10.2): puesto que cuando habla consigo mismo el locutor no se comunica más que con “experiencias psíquicas” que ya conoce perfectamente, el monólogo es “una expresión sin señal”, totalmente inútil desde las perspectiva informativa. También la plegaria es pleonástica; también en su caso puede parecer que se habla fingidamente. Como el monologante no necesita informarse acerca de sus propias “experiencias psíquicas”, de igual modo el orante no necesita notificar a Dios esto que piensa y desea, pues Dios ya está al corriente. En el De Magistro, Agustín de Ippona se detiene en el carácter redundante de la plegaria vocalizada: “Agustín- ¿No te parece entonces que el lenguaje haya sido instituido sólo para enseñar o para hacer recordar? Adeodato- Podría parecerme, de no ser porque me resulta dudoso el hecho de que para orar, sin embargo, hablamos. Es absurdo pensar que nosotros enseñamos o recordamos algo a Dios” (De Mag., I, 2). Pocos renglones después queda claro que la plegaria, estéril como es de mensajes comunicativos, es pronunciada sonoramente “no porque Dios escuche, sino porque los hombres escuchan, y por un cierto común acuerdo, transmitiendo este reclamo a la memoria, se elevan a Dios” (ibid.) Los dialogantes concuerdan en el hecho que, “al orar a Dios, del cual no podemos pensar que reciba una enseñanza o esté dispuesto a recordar, las palabras sirven para exhortarnos a nosotros mismos” (ibid., 7. 19).

La plegaria, por otra parte superflua, es pronunciada nada menos que con el objetivo de representarse como hablantes. La elevación a Dios y la íntima exhortación se apoyan precisamente sobre esta representación autorreflexiva. Para confortar y purificar al pío locutor es la exposición de sí como fuente de enunciaciones o detonador de las voces significantes. También en las “expresiones de la vida psíquica aislada” no se hace más, según Husserl, que refigurarse “como personas que hablan y comunican”. Tanto quien se dice a sí mismo “He obrado mal, no puedo continuar así”, como quien reza exclamando “Dios mío, perdóname”, se limita a poner en escena la propia facultad del lenguaje, a dar prueba de poder hablar. Ambas formas del discurso son, en realidad, una misma. La oración religiosa regula y potencia los soliloquios verbalizados del adulto, confiriéndoles semblanzas culturales. Pero como estos soliloquios perpetúan muchas características peculiares del lenguaje egocéntrico infantil, se podría también decir que la oración es un lenguaje egocéntrico de segundo grado.

13.1. La representación de sí mismo como hablante, peso y jactancia de la oración, constituye también el perno del principio de individuación. El niño se destaca de la vida preindividual cuando se manifiesta, a los otros y a sí mismo, como “portador” singular de la facultad del lenguaje, sustrato particular de la potencia biológica de hablar. La plegaria renueva aquella separación. Valoriza o restablece entonces la individuación del hablante. Es evidente que la necesidad de valorizar o restablecer se advierte solamente cuando se llega a una crisis. La plegaria religiosa es un excelente documento de las crisis periódicas que salen al encuentro de la individuación, y, al mismo tiempo, un modo eficaz de enfrentarlas y superarlas. Pronunciar en voz alta palabras superfluas, que no comunican nada, señala el empañamiento de la singularidad del hablante y, al mismo tiempo, ayuda a restablecerla. En cuanto muestra el deshacerse de la individuación, la plegaria es una ontogénesis al revés, o sea una marcha hacia atrás, hacia aquella realidad preindividual de la que nos emancipamos parcialmente durante la infancia. Pero cuando asegura un rescate de la crisis, reconfirmando así la individuación, ella es una ontogénesis ritualmente duplicada.

13.2. Reza desamparadamente (o, más pedestremente, estalla en una exclamación destinada a sí mismo, tipo “No puedo continuar así”) aquel que siente amenazada la propia singularidad. La presión de la vida preindividual parece, por un momento, insostenible. El “Yo” bien diferenciado ya no es una certeza incuestionable: se tiene la impresión de que él fluye en el mundo de todos y de ninguno (cfr., infra, cap. 3, 3).

La plegaria refleja la situación ambigua en la que rige una fusión más o menos acentuada entre individuo y especie, es decir, entre Yo y Dios. Escribe Eugène Minkowski: Es falso comenzar diciendo que en la plegaria hay un Dios y un yo que se dirige a él; esto sería alterar el fenómeno que nos proponemos estudiar” (Minkowski 1968, p. 105). Primaria e insuperable es la viscosa unidad de ambos polos, y la indistinción entre emisor y destinatario. Paul Tillich nota cuan bizarro y hasta estridente  es “hablar a alguien al que no se puede hablar porque no es ´alguien´[...]; el decir “tu” a quien está más próximo al Yo que el Yo a sí mismo” (Tillich 192, pp. 134 y sig.) Por un lado, el Dios suplicado se coloca en las antípodas de la individualidad (No es “alguien”); pero por otro, él está muy próximo a resultar muy familiar (“más cercano al Yo que el propio Yo”). El orante registra con espanto y maravilla la intimidad de lo preindividual, o sea la prevalencia de los caracteres biológicos de la especie en las anfractuosidades más recónditas de su psiquis. Y hay luego un caso extremo. Cuando advierte la labilidad del Yo, quien reza puede también decidir salir de la incertidumbre radicalizando la crisis de la individuación. Se efectúa, entonces, la resuelta conversión a una existencia impersonal: antes que temerle, se la desea y bendice. Simone Weil, quien ha cultivado tenazmente esta posición, escribe: “No poseemos nada del mundo-ya que este puede interrumpirse por completo-sino el poder de decir Yo. Y es esto lo que debemos donar a Dios, es decir, destruir” (Weil 1947, p. 35). Y también: “Una vez que hayamos comprendido que no somos nada, el objetivo de todos los esfuerzos deberá ser el ser nada. Es para esto [...] que se reza. Dios mío recuérdame no ser nada” (ibid, p. 44). Para Weil, la divinidad entra en contacto con el individuo humano sólo a condición de que este último deje de ser tal; o sea sólo a condición de que él anule, mediante el rezo, la propia y embarazosa singularidad.
Si la oración religiosa (como el lenguaje egocéntrico) es un hablar a sí mismo, conviene no obstante agregar que este “sí mismo” asume, aquí, aspectos inestables y ruinosos.

13.3. Cuando nos parece que nuestra singularidad es aspirada en la informe vida preindividual intentamos en general (no compartiendo las inclinaciones de Simone Weil, obviamente) reactivar el proceso de individuación. A tal fin recurrimos al mismo lenguaje egocéntrico de segundo grado, la plegaria, que muestra la fragilidad y las grietas de la individuación. Esta realización apotropaica no consiste por cierto en expresar las características distintivas de un cierto Yo: esto que ahora parece en equilibrio y a salvo es el Yo como sustrato unitario que enlaza recuerdos bien equilibrados y notas biográficas incomparables. La oración no es entonces una acción individual, puesto que su objetivo consiste en emancipar ritualmente al locutor de la experiencia impersonal que lo invade. Ella es, ante todo, una acción individuante. Evoca y renueva el pasaje del anónimo pronombre “si” al “yo”. La glosolalia, que luego es un modo ardoroso de rezar, aclara bien el punto: nada menos individual que una secuencia de sonidos insignificantes, pero al mismo tiempo, nada más individuante que el puro tomar la palabra con el que el fiel exhibe la inherencia del genérico poder-decir a su cuerpo viviente individual. No individuales sino individuantes resultan por otra parte, todos los enunciados cuyo primer y último sentido es “Yo hablo”.
Precisamente por neoplástica y superflua bajo el perfil comunicativo (Dios ya sabe lo que se está diciendo), la oración religiosa permite al hablante representarse otra vez a sí mismo como “portador” individual de la facultad del lenguaje, como contingente e irrepetible personificación de la potencia biológica de hablar. En la oración cultual se cumple de nuevo, tras haber experimentado la decadencia provisoria, la encarnación del Verbo en un cuerpo caduco. El núcleo exquisitamente natural del principio de individuación se condensa en el versículo más enigmático de Juan: Et verbum caro factum est.


14. In limine.

Una mirada retrospectiva. El performativo absoluto “Yo hablo” es la forma lógica, o al menos la paráfrasis más adecuada, de todos los juegos lingüísticos en que se da el máximo relieve al hecho mismo de tomar la palabra, mientras se torna secundario o desdeñable el mensaje comunicativo concreto. El estudio de la estructura y de las funciones del performativo absoluto (relación con los actos locutorios y los verbos delocutivos, primacía de la vocalización, inmunidad de las carencias de infelicidad y vacuidad, etc.) ha ocupado los parágrafos 1-7 del presente capítulo. A continuación nos preguntamos por dos ámbitos en los que despliegan un papel crucial los equivalentes implícitos del enunciado “Yo hablo”: el lenguaje egocéntrico infantil (§§ 8-10) y la palabra religiosa (§§ 11-13).
El performativo absoluto se instala en la encrucijada de cuestiones filosóficas no poco relevantes. Recordemos las principales, estrechamente entrelazadas y hasta yuxtapuestas: a) la distinción entre lenguaje y lengua histórico-natural; b) la formación de la autoconciencia; c) el principio de individuación; d) el fundamento lingüístico de la típica ritualidad del animal humano; e) la necesidad periódica de evocar con fines apotropaicos las etapas sobresalientes de la antropogénesis. Lo que más importa es el aspecto empírico, factual, fenoménico que asumen tales cuestiones cuando son examinadas a la luz del performativo absoluto. Los juegos lingüísticos que privilegian al acto de enunciar, tornando casi irrelevante al texto del enunciado, aseguran una plena e inmediata visibilidad a los presupuestos trascendentales de la comunicación. Las condiciones de posibilidad de la experiencia se inscriben en el círculo de los hechos realmente realizados. El fundamento oculto del discurso humano se manifiesta como un fenómeno discursivo peculiar; en suma, como un específico modo de decir. El performativo absoluto es, entonces, el órgano de una revelación de molde materialista, gracias al cual la raíz aflora a la superficie; o mejor aún: muestra estar siempre.             

14.1. Los juegos lingüísticos en los que predomina el enunciado “Yo hablo” aparecen en las  formas de vida más diversas, situándose sin embargo en su límite. Es decir que intervienen cuando una cierta forma de vida deja de ser obvia o se torna, al contrario, impenetrable o controvertida. El empleo del performativo absoluto señala el “estado de emergencia” en el cual se vierte un contexto de experiencia que, hasta aquel momento, había constituido un cauce seguro para la praxis.

Ahora, para concluir, vale la pena avanzar sobre una hipótesis ulterior. Nada más que una ayuda memoria o una deuda que saldaremos rápidamente. Hela aquí: en las formas de vida contemporáneas el performativo absoluto no tiene más una ubicación periférica o intersticial, sino que preside el centro de la escena; no señala más un “estado de emergencia”, sino que garantiza la administración ordinaria. Los juegos lingüísticos basados sobre el enunciado “Yo hablo” (o sea sobre la exhibición de la propia facultad de lenguaje) representan, hoy, el auténtico fulcro de la comunicación social. Baste con pensar en cómo la actual organización del trabajo moviliza la competencia lingüística genérica (potencial, biológica) del animal humano: en la ejecución de innumerables tareas y funciones no cuenta tanto la familiaridad con una clase determinada de enunciados, sino la actitud de producir todo tipo de enunciaciones: no esto-que-se-dice, sino el simple y puro poder-decir (cfr., infra, cap. 6, 5).

Esta hipótesis implica al menos una consecuencia importante. Hemos observado que el performativo absoluto ofrece la posibilidad de volver a recorrer resumidamente algunos pasajes del proceso de hominación. Y que esta posibilidad es recorrida en caso de dificultad o malestar. Pero esto vale sólo mientras el performativo absoluto permanece como un dispositivo marginal, que opera en el límite de todas las formas de vida, pero sin caracterizar ninguna. Las cosas cambian, evidentemente, cuando él deviene el perno visible a cuyo alrededor gira la práctica lingüística cotidiana. Si fuese cierto que el enunciado “Yo hablo” señala acabadamente a la actual sociedad de la comunicación, convendría pensar que la repetición de la antropogénesis ya no es, en nuestra época, un recurso apotropaico al cual acudir para detener los golpes de una crisis, sino un inmediato y muy considerable contenido de la experiencia ordinaria. Convendría pensar, entonces, que la praxis humana está en el punto de poner explícitamente en tema (y en obra) las propias condiciones de posibilidad; de asumir como si fuese su materia prima los rasgos diferenciales de la especie; de aplicarse del modo más directo al conjunto de requisitos que vuelven humana a la praxis.

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