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lunes, 14 de junio de 2010

Lenguaje, la acción de enunciar, cuando el verbo se hace carne

Cuando el verbo se hace carne.

"Lenguaje y naturaleza humana"

3.

Repetición de la antropogénesis..

I. De Martino: el hacer y deshacer de la autoconciencia.

Ha sido Ernesto de Martino quien mostró cómo la antropogénesis es un resultado inestable y, dentro de ciertos límites, reversible. Las prerrogativas sobresalientes del animal humano no son un trasfondo adquirido de una sola vez, contra el cual se perfilan los vaivenes tumultuosos y los fracasos ocasionales de la praxis histórica. El riesgo del fracaso o del retroceso concierne, a veces, a aquellas prerrogativas básicas. Y es el trasfondo como tal el que debe ser revocado en la duda, tornándose el epicentro de una crisis.

De Martino examina, ante todo, el hacerse y deshacerse de la autoconciencia. Lejos de constituir un presupuesto incondicionado, como afirmaba Kant, la “unidad sintética del apercibimiento” es el éxito incierto de un tránsito histórico-natural: tránsito que no se deja nunca a la espalda, hasta el punto de recorrerlo con frecuencia esquivamente. En un pasaje crucial del Mundo mágico, que tiene el mérito de haber atraído la ira y el escarnio de todos los idealistas domésticos de la filosofía italiana, de Martino escribe entre otras cosas:

Pero también el supremo principio de la unidad trascendental de la autoconciencia comporta un riesgo supremo para la persona, que es el riesgo de perder por ella el supremo principio que la constituye y funda. Este riesgo surge cuando la persona, en lugar de conservar la propia autonomía respecto de los contenidos, abdica de su tarea, dejando que los contenidos se hagan valer por fuera de la síntesis, como elementos sin amo, como datos en sentido absoluto. Pero cuando se perfila tal amenaza es la propia persona la que corre el riesgo de disolverse, desapareciendo como presencia [...]. Kant asumía como dato ahistórico y uniforme la unidad analítica del apercibimiento, o sea el pensamiento del yo que no varía con sus contenidos, sino que los comprende como suyos, y de este dato pone la condición trascendental en la unidad sintética del apercibimiento. Pero como no existen (sino por la abstracción) elementos y datos de la conciencia, del mismo modo no existe de ninguna manera una presencia, un ser empírico, que sea un dato, una inmediatez originaria a resguardo de cualquier riesgo, e incapaz en su propia esfera de cualquier drama o cualquier desarrollo: o sea, de una historia. (de Martino 1948, p. 188).

El “Yo pienso” no es un proceso garantizado: somos situaciones delicadas en las cuales figura hasta la puesta en escena. Antes de detenerse sobre los modos con los que la autoconciencia metaboliza una pérdida o una derrota, de Martino se ocupa de la pérdida y la derrota (ya no metabolizables) que embisten cada tanto a la propia autoconciencia. La “novela de la formación” del animal humano repropone sin pausa su primer capítulo, aquel en el que algunos requisitos distintivos de la especie no se destacan en alto relieve y las categorías trascendentales exhiben sin limitaciones su génesis empírica.
De Martino analiza, además, el hacerse y deshacerse de eso que Heidegger llama “ser en el mundo”. Lector precoz (aunque nunca muy complaciente) de Sein und Zeit [Ser y Tiempo], él afirma que la correlación fundamental Yo/mundo está expuesta al peligro de una catástrofe radical. También aquí su atención no se dirige hacia la posibilidad negativa incluida en una modalidad de la existencia humana, sino al eventual desmejoramiento de esta misma modalidad. No cuentan, para de Martino, la angustia o la molestia de las que somos presa ante el mundo, sino el eclipse de cualquier experiencia propiamente mundana, comprendidas obviamente aquella angustiante o tediosa. La psicopatología y la historia de las religiones afirman con claridad ejemplar la precariedad del itinerario antropogenético. El mito escatológico del fin del mundo pone de relieve, según de Martino, “el riesgo de `no-poder-ser-en-ningún-mundo-posible´” (1977, p. 85). No se trata de producto arbitrario de tormentos teológicos, es decir de una simple alteración cultural, sino del síntoma con que se manifiesta una propiedad natural de nuestra especie. La creencia en las periódicas destrucciones y regeneraciones del cosmos (“una de las actitudes humanas filogenéticamente más antiguas” [ibid. p. 74]) está unida a la configuración biológica de aquel primate superior que, careciendo de instintos especializados, se las debe ver con un contexto vital parcialmente indeterminado (el mundo, precisamente), no con un ambiente previsible en cada detalle.

El Día Final es siempre actual: en el modo de ser del animal humano, contingente no es solamente la experiencia bien definida, sino, en cierta medida, las mismas condiciones de posibilidad de la experiencia.
Crisis y reversibilidad de la unidad sintética del apercibimiento, crisis y reversibilidad del ser en el mundo. Radicalizando apenas un poco el diagnóstico propuesto por de Martino, se podría decir: la naturaleza humana consiste en tener siempre que ver con el origen del hombre en cuanto especie particular. O también: carácter distintivo del anthropos es la constante repetición de la antropogénesis. El acto inaugural no se hunde en un “otro momento” ya archivado, sino que permanece siempre en primer plano, concomitante a todas las articulaciones concretas de la praxis social y política. La prehistoria penetra en cada momento histórico singular.

2. Saussure: el origen como condición permanente.

Todos sabemos que el hombre existe desde aproximadamente cien mil años. ¿En qué sentido, entonces, sus orígenes están ante nuestros ojos? Es obvio que no asistimos cada mañana al logro de la postura erecta. Somos sin dudas pasajes evolutivos inmemoriales,  cuyo desarrollo no es reproducido de ningún modo en nuestra experiencia actual. La tactilidad típicamente humana presupone, pero no re-edita, la liberación de la mano de la carga de la deambulación. Debe valer, entonces, un criterio limitativo: la génesis de una especie puede ser considerada todavía actual sólo por aquellos aspectos en los cuales ella coincide en todo y por todo con el modo de funcionamiento ordinario de la especie en cuestión. La antropogénesis es evidente y recursiva allí donde predomina la indiscernibilidad entre proceso formativo y esquemas operativos completamente desarrollados, injerto y rutina, natura naturans y natura naturata. Entre los ámbitos en los cuales el resultado cumple fielmente la premisa, y la hominación se identifica con la naturaleza humana, salta por su importancia el lenguaje verbal.

Saussure y la teoría de la evolución de las especies: una relación fallida, mejor dicho, imposible. Esto sostienen los cultores de las ciencias cognitivas. Y tanto peor para Saussure, hacerse entender. Él se ocupaba solamente de la lengua como sistema completo y coherente, omitiendo con desenvoltura el acto de nacimiento del discurso humano, el cordón umbilical que lo une a formas precedentes de comunicación y pensamiento. Reproche insidioso y poco fundamentado. Bien mirado, es precisamente la lingüística estructural la que ha sugerido el principio metodológico que puede arrojar luz sobre el carácter iterativo de la antropogénesis. Saussure no elude la cuestión del origen del lenguaje. Al contrario, la extiende al punto de volverla coextensiva al estudio de cada enunciación particular. Escribe: “es una idea completamente falsa creer que en material de lenguaje el problema de los orígenes difiere del de las condiciones permanentes” (Saussure 1922, p. 18; cfr. Gambarara 1991).

Sopesemos cuidadosamente estas palabras. ¿Significa entonces que el lenguaje nace ya hecho? Que lo crea quien quiera: el prejuicio no es delito. Pero a mí me parece lo contrario: para Saussure el lenguaje lleva con sí, incluso en sus manifestaciones más complejas y cargadas de historia, la impureza y debilidad de su génesis. Es inútil buscar un estado surgente del lenguaje: pero es inútil solamente porque el lenguaje no ha salido nunca de aquel estado surgente. No tiene mucho sentido intentar volver a salir al incipit, dado que al incipit ya se está atado. El origen es siempre incumbente, como una práctica no concluida. La lingüística descriptiva, apenas cumple con escrúpulos su propio objetivo, delinea inevitablemente una logogénesis. Lo que fue en un principio perdura intacto en la experiencia de cada hablante. El funcionamiento actual de nuestros discursos repite sin pausas la “escena primaria” del habla humana. El animal que posee lenguaje es, en suma, un animal simil-nativo.

Según este modo de entender la afirmación de Saussure, la pregunta perspicua sería: ¿qué aspecto de las “condiciones permanentes” refleja en sí el “origen”? Y viceversa: ¿qué cosa del “origen” no se aparta jamás del todo, convirtiéndose entonces en regla y administración ordinaria? Me limito, aquí, a una alusión sin sutileza conceptual: un examen más adecuado de este punto se halla en otras partes del libro (cfr. infra, cap. 6, 4). El lenguaje verbal humano posee un fundamento negativo: surge, en efecto, de la carencia de un código de señales correlacionado de modo unívoco con las diversas configuraciones del ambiente circundante. Esta carencia, unida a la capacidad fisiológica genérica de proferir sonidos articulados, define del modo más pertinente a lo que llamamos facultad del lenguaje. Facultad significa potencia. Y potencial es eso que, de por sí, no tiene ningún relieve autónomo, presentando más bien los estigmas de la inactualidad y la latencia. Posee facultad del lenguaje sólo el ser viviente que nace afásico. Es logogenético el pasaje de la potencia al acto, de la facultad todavía indefinida al discurso puntual, de la afasia inicial a una ejecución verbal contingente.

Este pasaje es crónico, o mejor dicho, recursivo: no ha sucedido de una vez para siempre, en la época del Cro-Magnon o en la primera infancia, sino que distingue a toda la experiencia del locutor. Emile Benveniste aprehende bien la iteratividad de la logogénesis cuando constata cómo cualquier hablante, al dar lugar a una enunciación, debe ante todo “apropiarse de la lengua” (Benveniste 1970, p. 98). La necesidad de apropiación indica un estado preliminar de carencia y afasia, del cual es preciso emanciparse siempre otra vez. El umbral antropogenético no ha sido cruzado definitivamente in illo tempore: precisamente él, el umbral como tal, constituye la morada habitual del animal lingüístico. El “érase una vez” adopta el aspecto del “nuevamente una vez”.

Consideremos la comunicación de las abejas, esópica piedra de paragón de la filosofía del lenguaje. La danza con la que estos himenópteros señalan la distancia y dirección del lugar en que se halla el alimento se limita a seguir un libreto especificado en todas sus partes. Los rasgos sobresalientes del código-libreto son “la fijación del contenido, la invariabilidad del mensaje, la relación con una sola situación, la no-descomponibilidad del enunciado, su transmisión unilateral” (Benveniste 1952, p. 77). Pues bien, el libreto del que disponen las abejas ha tenido un origen filogenético que no se prolonga en su funcionamiento actual, ni es afirmado por él: el mensaje comunicativo expresado en el movimiento circular de las abejas  recolectoras presupone el código, pero sin volver a recorrer la formación. El lenguaje humano consiste, contrariamente, en la ausencia de cualquier libreto definido y, al mismo tiempo, en la potencia de construir libretos de todo tipo: “los morfemas, elementos de significado, se resuelven a su vez en fonemas, elementos de articulación sin significado [...] cuya combinación selectiva y distintiva da lugar a la unidad significante” (ibid., p. 76, cursivas del autor). El tránsito reiterado de la potencia al acto-y también, por otra parte, de los fonemas a los morfemas-corresponde a eso que, en el caso de las abejas, fue la formación filogenético del código-libreto.

Precisamente porque es una potencialidad amorfa e inarticulada, la facultad del lenguaje no se alza sobre sí misma, dotada de una realidad positiva propia. Por paradójico que pueda parecer, esta facultad se recorta sobre el fondo de sus ejecuciones, inseparable de ellas como la sombra del cuerpo. La condición de posibilidad es sostenida a su vez por los fenómenos que vuelve posibles. El pasaje de la facultad a la ejecución no da por sentada la logogénesis, pero es su copia conformada. Tomar la palabra rompiendo el silencio equivale a reproducir en pequeña escala la escena primaria del discurso humano: “antes de la enunciación, la lengua no es más que la posibilidad de la lengua” (Benveniste 1970, p. 99). Es la dupla potencia/acto en su conjunto la que cumple el doble juego: exordio y funcionamiento ordinario, “érase una vez” y “también una vez”.

Esto que vale para el lenguaje verbal, vale también para la temporalidad propiamente humana. También para esta última se puede hablar con justeza de una plena coincidencia entre orígenes y condiciones permanentes. Y sobre todo: también en el caso de la cronogénesis dicha coincidencia se refiere a la dupla potencia/acto.
Se intuye que no hay trazas del tiempo allí donde falta la experiencia del no-ahora.

Condición imprescindible del devenir es una falta de actualidad, un orificio en la red de los ahora. El “eterno presente” de Dios o del animal encastrado en un ambiente no es de ninguna manera un presente: bosqueja más que nada un modo de ser atemporal. Quien dice “no-ahora”, dice potencia. Lo potencial es, por definición, ausente, privado de realidad propia, extraño al transcurso cronológico. Quien dice “ahora” dice acto. Ser en acto significa ser presente. Potencia y acto son conceptos temporales. Es más: son conceptos temporalizantes (cfr. Virno 1999). Su relación es cronogética en tanto polaridad heterogénea. El acto coloca provisoriamente en mora a la potencialidad indeterminada, se le opone por un instante. Y dicho instante es el “ahora”. La sola definición pertinente de “ahora” es, entonces, no más no-ahora. La cronogénesis, es decir la dupla inactualidad/presencia, está trabajando en cada fragmento individual del devenir. Cualquier momento histórico comprende en sí potencia y acto, no-ya y ahora, un aspecto lacunoso y otro saturado. Cualquier momento histórico prolonga y renueva el incipit del tiempo. También aquí, como en el caso de la enunciación verbal, tenemos la constante reproducción a pequeña escala de un episodio antropogenético. No se trata de una simple analogía: ¿qué mas es la facultad del lenguaje, desde la perspectiva temporal, si no un no-ahora, una persistente inactualidad, algo no presente? ¿Y qué es un acto de palabra si no un ahora, o sea, un “no más no-ahora”? Parafraseando a Saussure, se puede decir: es una idea por completo falsa creer que en materia de temporalidad el problema de los orígenes difiera del de las condiciones permanentes.

Referido  a este punto nos parece oportuno introducir alguna precisión conceptual. De Martino habla de crisis de la antropogénesis, es decir de su recesión parcial. Pero tal crisis es imaginable sólo si la antropogénesis persiste siempre a la orden del día. Puede desistir o fallar un proceso en curso, no un resultado consolidado. La condición básica de la crisis es, entonces, el carácter símil-nativo del animal humano; o también, aunque es lo mismo, la coincidencia entre incipit y funcionamiento ordinario. De esta coincidencia ha hablado Saussure a propósito del lenguaje. Ella rige aún, también, en el ámbito de la temporalidad; y se puede presumir razonablemente que concierne a la autoconciencia y al ser en el mundo. La crisis de la antropogénesis, si por un lado presupone la persistencia o constante realizabilidad de esta última, por otro exige, como antídoto, la reafirmación de algunas prerrogativas especie-específicas del Homo sapiens. Exige la repetición de la antropogénesis. De ahora en adelante, por “repetición” no se entenderá más una recursividad genérica, sino solamente el rescate de la crisis. La identidad entre “origen” y “condiciones permanentes” postulada por Saussure es la premisa ontológica sobre la cual se apoyan ambas polaridades estudiadas por de Martino: tanto el colapso apocalíptico como la salvadora recuperación de ciertos requisitos fundamentales de la praxis humana. A la luz de esta premisa es preciso ahora analizar mejor las formas de la crisis (3), para luego detenerse en los modos en que sobreviene el rescate (4).

3. La flecha y el ciclo.

Los actos de palabra son contingentes e irrepetibles. Su sucesión es unidireccional, conforme a la imagen del tiempo como una flecha de alcance irreversible. Por otra parte, sin embargo, cada uno de estos actos está relacionado con la facultad del lenguaje, inmodificada desde el Cro-Magnon en adelante. Toda enunciación, cualquiera sea su contenido particular, brota siempre de la misma potencia de enunciar. La relación potencia/acto posee, entonces, el típico funcionamiento de un ciclo dedicado a la reiteración. La flecha y el ciclo se evidencian indirectamente en el interior de un enunciado singular, con tal de que se sepa distinguir en él dos aspectos concomitantes y, sin embargo, heterogéneos: es cíclica la toma de palabra, la acción de producir una voz significante, la ruptura del silencio, la transición de la potencia al acto; irreversible como la flecha es, al contrario, el particular contenido semántico, el mensaje comunicativo transmitido aquí y ahora, en suma, eso que de tanto en tanto se dice (cfr. supra, cap. 2). Es obvio que el lado recursivo de todo pronunciamiento verbal (o sea la pura y simple demostración de que se puede hablar), considerado como parte de un particular acto de palabra, asume una tonalidad contingente. Y a la inversa, si se pone en evidencia lo cíclico del pasaje de la facultad a la ejecución en múltiples enunciados, el contenido peculiar de estos últimos pierde peso, volviéndose una mera variable dependiente de la recursividad que distingue a la toma de palabra.

La relación potencia/acto es antropogenética. Su ciclicidad afirma que cualquier molécula de nuestra experiencia, estando cargada de la irrepetibilidad inherente a todo aquello que ocupa lugar en la flecha del tiempo, reproduce en miniatura el origen de la especie. La recursividad de la antropogénesis (el ciclo), lejos de inhibir o paralizar la historia garantiza la mutabilidad y la irreparable contingencia (la flecha). Si la facultad del lenguaje fuese un código-libreto, antes que una potencialidad inarticulada, el origen no sería una condición permanente. Pero si el origen no fuese una condición permanente no estaríamos ante una historia plagada de imprevistos, sujeta a desvíos y variaciones (cfr., infra, cap. 6). La flecha depende del ciclo. La praxis del animal lingüístico no dispone de un guión definido ni da lugar a un producto final (cfr., Sutra, cap. 1) precisamente porque recalca con pelos y señales la antropogénesis. La monótona ciclicidad, con la que reaflora la incertidumbre y la desorientación que parten del proceso formativo de la especie, garantiza y fomenta la proliferación de experiencias dignas de maravilla, porque realmente no tienen precedentes.

Y a todo esto es preciso agregar un corolario muy relevante: la relación potencia/acto es, ella misma, potencial. Puede, por lo tanto, debilitarse y desmoronarse. Si así no fuera, si la relación no conociese amenazas, no estaríamos ante una genuina potencia (indeterminada), sino solamente ante un catálogo muy detallado de ejecuciones eventuales. El ciclo potencia/acto-origen pero también condición permanente-no deja de interrumpirse y hasta de estallar. Ocurre a veces que la potencia se encierra en sí misma, sin exteriorizarse en acciones definidas; pero también ocurre, a la inversa, que la acción pierda todo halo potencial, adquiriendo la fijación alucinada del tic o del reflejo pavloviano. Son estas, precisamente, las dos formas principales con las que se manifiesta, según de Martino, la crisis de la antropogénesis.

El deshacerse de la autoconciencia y del ser en el mundo alcanza su culminación en la “pérdida de la presencia” (término empleado por de Martino como eco intencional del Dasein heideggeriano). La pérdida de la presencia, o sea del Dasein, posee desarrollos opuestos y simétricos. Puede consistir en un penoso “defecto de semanticidad”, pero también en el incontrolable vórtice inflacionario provocado por un “exceso de semanticidad no resoluble en significados determinados” (de Martino 1977, p. 89). El defecto de semanticidad se identifica con la reducción del discurso humano a una serie delimitada de señales monocordes. Los enunciados parecen desconectados de la facultad del lenguaje, ya no sujetos a la variabilidad que ella implica. El Yo se contrae en un conjunto de comportamientos estereotipados: prevalece la repetición compulsiva de las mismas fórmulas y de los mismos gestos; el mundo se reseca y simplifica hasta semejar un escenario de cartón piedra. El exceso de semanticidad equivale, en vez, a la prominencia solitaria de la facultad del lenguaje: una facultad de por sí inarticulada, que ya no arriba a hacer discursos unívocos. En tal caso el Yo es reabsorbido en un mundo amorfo, caótico por ser solamente potencial; los objetos no constituyen más una unidad discreta, fundiéndose más bien en un continuum inestable y envolvente. El defecto y el exceso de semanticidad suscitan terrores antinómicos: la propia corporeidad “se vuelve ahora una barrera rígida que separa del mundo sin posibilidad de comunicación significante, y ahora una barrera muy frágil atravesada caóticamente por el mundo” (ibid.).

Actos sin potencia, o, al contrario, potencia sin actos. En ambos casos el proceso antropogenético se resquebraja y retrocede. Finalmente, se lesiona el propio nexo entre recursividad e irreversibilidad de la experiencia humana. Consideremos a los enunciados desprendidos de la facultad del lenguaje. Ante todo, ellos parecen ahora sucederse en base a la flecha del tiempo. Pero no es así. Una vez fragmentado el ciclo potencia/acto, disminuye también aquella flecha: los enunciados-señales son estereotipados, rígidos e previsibles, jamás verdaderamente contingentes. Se precipitan en una especie de “eterno presente”. Examinemos ahora el caso inverso, aquel en que la facultad de lenguaje se esfuerza en traducirse en ejecuciones verbales adecuadas. Sólo en chanza se podrá hablar, aquí, de recursividad: el persistir de la potencia al que no se corresponden actos puntuales (el “no-ya” sin ningún “ahora”) no tiene nada en común con un movimiento cíclico, asemejándose antes a una parálisis sin fin. La flecha y el ciclo decaen juntos: “El mucho o muy poco de semanticidad que vulnera todo el frente del posible percibir intramundano, el mucho o muy poco de distancia del mundo respecto a la presencia y de la presencia respecto del mundo [...] se asocian coherentemente al síndrome de rechazo del devenir y del obrar” (ibid., p. 90).

4. Apocalipsis cultural..

La pérdida de la presencia hace necesaria su reconstitución. El “no más” en que se precipitan la autoconciencia y el ser en el mundo debe convertirse en un “no todavía”; es preciso que los fenómenos recesivos tomen el aspecto de pródromos. Son restablecidas, en suma, las mismas condiciones de posibilidad de la experiencia: el comenzar por el entrelazamiento básico entre potencia y acto, que la crisis ha dañado.
De Martino afirma que la repetición de la antropogénesis es atribuible a un imperativo categórico bizarro: el ser en el mundo, de por sí lábil y pasible de catástrofes, es tomado en cuidado por un “deber-hacerse”, él sí prioritario y fundante; el Dasein, siempre ruinoso, es salvaguardado o reafirmado otra vez (cuando lo es, obviamente) por un impulso ético que hace de la presencia un “valor”.
Leemos:

Que el Dasein esté in-der-Welt-sein es el tema fundamental del existencialismo heideggeriano. Pero el hacerse como ser-en-el-mundo nos remite a la verdadera condición trascendental del deber ser. En tanto es pensable la presencia en cuanto se despliega la energía presentante, el emerger valorizante de la inmediatez de la vida: lo cual significa que precisamente esta energía, este “más allá”, constituye la verdadera condición trascendental de la existencia. La mundanidad del hacerse nos remite al deber ser [...]. El hombre está siempre dentro de la exigencia del trascender, en los modos distintos de este trascender, y sólo dentro de la superación valorizante la existencia humana se constituye y se halla como presencia en el mundo, experimenta situaciones y tareas, funda el orden cultural, y participa y lo modifica (de Martino 1977, p. 670).

A mí me parece que aquí de Martino entra en un callejón sin salida. Peor aún: cuando recurre al “ethos de la trascendencia” (o sea, al deber-hacerse), él se resigna a vivir por debajo de sus propios medios, desconociendo las premisas muy originales de las que, sin embargo, partió. Si se atribuye a un imperativo categórico el mérito de iniciar el proceso de hominación, se vuelve enigmático el motivo por el cual este proceso ha conocido antes una crisis o un retroceso. ¿El “ethos de la trascendencia” estaba, quizá, adormecido? Como sea, ahora debemos preguntarnos porqué él a veces se oculta y a veces no. La inestabilidad de la autoconciencia y del ser en el mundo contagia fatalmente al propio imperativo categórico. El problema es solamente proyectado hacia atrás, mudado de una habitación a otra: la pretendida explicación requiere, a su vez, ser explicada.

De Martino ha detallado con envidiable seguridad el carácter condicionado, y por ello precario, del “Yo pienso” y del Dasein, de la autoconciencia pura y del ser en el mundo. Repito cuanto he dicho al comienzo: él no se ha limitado a censar la posibilidad defectuosa contenida en estos rasgos fundamentales de la naturaleza humana, sino que ha ilustrado acerca de su eventual decaimiento en tanto rasgos fundamentales. Los más sólidos a priori son, para él, reversibles: no solamente mesas en cuyos límites se desarrolla la partida, sino también puesta en escena. Allí se puede tener hasta  los a posteriori, puesto que ocurre que son destituidos o restablecidos de la praxis humana que precisamente ellos vuelven posible. La radicalidad de esta impostación no soporta atajos moralistas. La ruina y la reedición de ciertas prerrogativas características del Homo sapiens no pueden depender del estado de salud del “ethos de la trascendencia”.

Como ocurre a menudo, la entrada en escena del deber-ser traiciona-en el doble sentido de la palabra: revelar oblicuamente y deformar-una cuestión que se refiere ante todo al ser como tal. La repetición de la antropogénesis está referida a la ontología, no a la ética; la constitución biológica de nuestra especie, no una u otra actitud cultural. La repetición, tal como la crisis a la que enfrenta, hunde sus raíces en la identidad entre “origen” y “condiciones permanentes”, afirma lapidariamente Saussure. Esta identidad caracteriza a lo largo y a lo ancho al modo de ser del animal lingüístico. Precisamente porque su génesis permanece siempre en primer plano, el Homo sapiens no deja de tener que ver con el proceso de hominación, realizándose el debilitamiento que lo confirma. El origen, que también es administración ordinaria, consiste en el entrelazado entre potencia y acto. Pero este entrelazamiento, hemos visto, es él mismo potencial. Puede persistir, pero también puede faltar. La pérdida de la presencia y su rescate periódico corresponden, respectivamente, a la reducción y a la reconstitución del nexo potencia/acto.

De Martino denomina “apocalipsis culturales” a las situaciones en las que se experimenta del modo más agudo la exfoliación del ser en el mundo y, al mismo tiempo, se restablece su vigencia. Es máxima la ambivalencia de las manifestaciones empíricas que distinguen estos estados de emergencia inoculados en la experiencia cotidiana: “Conviene prestar atención al hecho de que, respecto al “sentido”, un mismo comportamiento puede aparecer en el mismo individuo dos veces: como síntoma de una crisis y como símbolo de reintegración” (ibid., p. 174). El Apocalipsis instala en escena, dentro de una sociedad y una cultura históricamente determinada, aquel umbral antropogenético a cuyo propósito es difícil trazar una discriminación neta entre “no más” y “no ahora”, pérdida en curso e inicio del rescate. En él se secunda la separación entre potencia y acto, es más se la hace resonar: pero con el objetivo de reafirmar su acostumbrado entrelazado. Quien vive un Apocalipsis cultural ensaya tanto el “defecto de semanticidad” (con los actos estereotipados y las frases-señales que él lleva consigo), como el especular “exceso de semanticidad no resoluble en significados determinados” (con el consiguiente predominio de una potencialidad informe): pero allí ensayan, aquel defecto y este exceso, el restablecimiento desde el inicio de las peculiares condiciones de posibilidad del discurso humano.

Un ejemplo mínimo, pero adecuado. Un hombre adulto, en un momento de flaqueza, habla sólo, y en voz alta. Este monólogo altisonante encaja, en muchos y decisivos aspectos, con los soliloquios no menos extrovertidos y sonoros mediante los que el niño comunica la posesión de la facultad del lenguaje (cfr., supra, cap. 2, 8 y 10). El niño entregado a letanías y fabulaciones “egocéntricas” logra la autoconciencia porque se experimenta a sí mismo como fuente de enunciaciones (no, ciertamente, por aquello que dice cada tanto). De un modo análogo, el hombre perturbado re-constituye la “unidad sintética del apercibimiento” porque se representa teatralmente a sí mismo como animal con lenguaje (por cierto, no en virtud de los ocasionales contenidos semánticos de las verbalizaciones a las que da lugar). Su monólogo exterior posee la típica ambivalencia de toda Apocalipsis cultural: índice de una laceración, pero también instrumento para cicatrizarla; marcha atrás en el trayecto ontogenético, y, al mismo tiempo, su corroborante duplicación. Otro ejemplo, más cercano a los fenómenos estudiados por de Martino: pensemos en el valor que tiene la glosolalia en muchas tradiciones religiosas. La emisión compulsiva de frases insignificantes afirma una fisura de la presencia. Sin embargo, aislando, la acción de tomar la palabra de cualquier intento comunicativo, el glosolalo se remonta a la condición que vuelve posible toda comunicación concreta: la capacidad de emitir sonidos articulados, la familiaridad con los fonemas vacíos de cuya combinación dependen los morfemas dotados de significado, en suma, la pura y simple potentia loquendi. Con su ejecución por la sola voz, él cumple una “iteración ritual del comienzo absoluto” (de Martino 1995, p. 173) y, así, comienza a sanar la fisura. También, a propósito de la glosolalia, resulta pertinente la observación de de Martino, según la cual un mismo comportamiento aparece tanto “como síntoma de una crisis” y “como símbolo de reintegración”.

El origen no difiere de las condiciones permanentes: es él quien funda la oscilación perpetua entre crisis y repetición de la antropogénsis. Pero esta oscilación, además de interminable, es tan frecuente que torna casi indiscernible a las dos polaridades. Recesión y restablecimiento no sólo se implican mutuamente, sino que se yuxtaponen hasta resultar coextensivas y concomitantes. La crisis ya es repetición, la repetición no se aleja realmente de la crisis. La presencia no es un astro dotado de características autónomas, que a veces se eclipsa para luego brillar de nuevo: coincide por completo, al contrario, con el movimiento oscilatorio entre pérdida y rescate; se unifica con su parcial indiscernibilidad. No hay anthropos por fuera de la crisis/repetición de la antropogénesis. Los Apocalipsis culturales revelan, o al menos recapitulan realistamente, la biológica simil-natividad del animal humano. Esta simil-natividad, cuya evocación estaba reservada en un tiempo a los rituales religiosos, atraviesa a lo largo y a lo ancho la vida cotidiana de la sociedad contemporánea (cfr., infra, cap. 6, 5).

Allí se la puede constatar a simple vista, junto a un rasgo fisonómico. El Apocalipsis es ubicuo y llamativo. Sus trompetas resuenan, hoy, en los comportamientos y los juegos lingüísticos más familiares.


 

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