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lunes, 14 de junio de 2010

Lenguaje, la acción de enunciar, cuando el verbo se hace carne

Cuando el verbo se hace carne.

"Lenguaje y naturaleza humana"


Apéndice.

Wittgenstein y la cuestión del ateísmo.

1. Metafísica blasfema.

Recordar de tanto en tanto las críticas que Wittgenstein ha levantado contra la metafísica, y hasta contra la filosofía tout court es un inocuo tic facial, incontenible y recurrente. Por otra parte, semeja una fórmula de buena educación: algo como “How are you?”. Frase que no espera respuesta, limitándose a establecer un contacto con el interlocutor. El tic y la fórmula son perspicuos, desde luego: es indudable que Wittgenstein nunca ha dejado de golpear ese clavo. Pero queda por preguntarse si la disolución sistemática de las tradicionales cuestiones metafísicas, consumadas en nombre del funcionamiento efectivo de nuestro lenguaje, es de sello empírico-naturalista o francamente religioso. Es estas notas pretendemos apoyar la segunda hipótesis. La furia de Wittgenstein contra los “falsos problemas” constituye, viéndolo bien, una protesta contra la irreverencia, o mejor, contra el carácter irremediablemente blasfemo de la metafísica. La eliminación de los rompecabezas filosóficos no es algo diferente al respeto riguroso a la antigua admonición: “no nombrar en vano el nombre de Dios”.

Contrariamente a cuanto se pueda suponer, la inflexión religiosa  no desautoriza la empírico-naturalista. Al contrario: la secunda y refuerza. Ya que Dios no debe ser nombrado en vano, y que del “significado de la vida” nada sensato puede ser dicho, es finalmente posible eliminar cualquier embarazosa construcción de cartón piedra interpuesta entre las prestaciones terrestres de nuestros discursos y lo inefable (“lo que verdaderamente cuenta”); es entonces posible, finalmente, detenerse en el lenguaje verbal en cuanto dotación biológica de la especie Homo sapiens. La crítica religiosa de la metafísica coincide, durante un largo trayecto, con el naturalismo más radical y consecuente. Algo de esto ya sucedió, por otra parte, en el caso de Schilling, con la sólida alianza instituida por él entre empirismo antimetafísico y revelación teológica.

La lucha sin cuartel que Wittgenstein ha llevado adelante contra la blasfemia: he aquí pues el tema de las observaciones que seguimos. Nada más que apuntes estenográficos, sin embargo. Apuntes, es decir citas estipuladas consigo mismo y con el lector, en espera de una futura profundización. Para comenzar una advertencia de carácter cubital: la crítica religiosa de la metafísica tiene poco que ver con la biografía del autor, con las fantásticas volutas de su Yo psicológico; y tampoco es un indicio esotérico atrapado en un “diario secreto”. Está allí, a plena vista. Alude a nociones de absoluto relieve: aquellas de “límite” y de “autorrefrencia”, por ejemplo. Preguntémonos: ¿Cuál es la forma lógica de los textos de Wittgenstein? Tanto en el Tractatus como en la Ricerche filosofiche la argumentación gira alrededor de la relación entre decible e indecible, es decir, entre sensato e insensato. Pero con una progresiva radicalización. En el Tractatus predomina el sublime kantiano: lo irrepresentable es exhibido mediante el choque de la representación contra su propio ángulo ciego. En la Ricerche tenemos, en cambio, el consiguiente ascetismo. De modo que está vigente una separación drástica entre “cosas penúltimas” (usos lingüísticos ordinarios) y “cosas últimas” (el significado de la vida, lo que es verdaderamente importante). No hay más puntos de contacto; ni siquiera aquel punto singular que constituyen los límites del lenguaje.

El esquema argumental del Tractatus es expuesto con nitidez en la Lecture on Ethics, llevada a cabo en 1939 en Cambridge, por el círculo “The Heretics”. Este escrito, sólo en apariencia lineal, puede ser considerado una especie de discours sur le méthode retrospectivo. Es muy difícil individualizar un organon por el trabajo desarrollado por Wittgenstein desde el principio de los años treinta en adelante. La causa de dicha dificultad no es extrínseca: precisamente el mayor grado de ascetismo implica la ausencia-esta vez rigurosa, intransigente-de todo metadiscurso, es decir de toda “escala” de donde salir tras haber subido. Cualquier indicación puede recabarse, sin embargo, en los  93-133 de la Ricerche.

Si la forma lógica del Tractatus (para entendernos, el “silencio proclamado”) puede ser ilustrada mediante el “Análisis de lo sublime” de la Crítica del juicio kantiano, la forma lógica de la Ricerche (que podríamos llamar “silencio practicado”) halla, en cambio una adecuado contrapunto en la más desprejuiciada teología negativa de nuestra época, por ejemplo aquella de Simone Weil o del pastor luterano Dietrich Bonhoeffer, ahorcado por los nazis en 1945. Es significativo que la primer obra esté  emparentada con un texto de importancia cardinal de la tradición filosófica, mientras la segunda (integralmente antimetafísica, al punto de constituir la estrella polar del actual enfoque analítico) exija, para ser bien comprendida, una referencia abierta a la experiencia mística.

2. Lo sublime como forma lógica del Tractatus.

El sentimiento de lo sublime brota, según Kant, de la inclinación a aprehender en fenómenos naturales singulares una imagen de lo que está por fuera de la naturaleza. Más precisamente: mana del intento de obtener de este o aquel hecho intramundano una refiguración del mundo como “totalidad completa”. La pretensión de exhibir empíricamente las ideas trascendentes de la razón (en primer lugar la idea de mundo) está destinada a un seguro fracaso. Pero permite representar la catástrofe de la representación. Y es precisamente la puesta en escena de dicha catástrofe la que señala-aunque en modo negativo-lo que está más alto. La insuficiencia de cualquier imagen constituye la única “imagen” posible de lo supersensible: lo indica como eso que sale del campo visual (Kant 1790, pp. 120 y sig.).

En la Lecture on Ethics, Wittgenstein paragona el estado de ánimo ético a un “milagro”. Se compagina al detalle con el sublime kantiano.  Milagrosa es, antes que nada, la maravilla que se siente por la misma existencia del mundo (Tractatus 6.44: “No como el mundo es, es lo Místico, sino que es”). Dicha maravilla es el resultado de un impulso y, al mismo tiempo, de su necesario fracaso. Impulso de mirar al mundo desde afuera (como la “totalidad completa” de la que hablaba Kant); fracaso debido a la imposibilidad de omitir el ámbito en que se está confinado. Si no hubiera impulso, o si este tuviera éxito, en ambos casos no habría ninguna maravilla. Esta última se resuelve en una frustración instructiva. Como en el caso de lo sublime, también en el del milagro la ruina a la que va al encuentro la exposición está en armonía con lo que se desea exponer. A Dios podemos dirigirnos solamente con expresiones cuya insensatez deja a la vista el hecho de que “Dios no se revela en el mundo” (Tractatuts 6.432).

La maravilla por la existencia del mundo es indistinguible, para Wittgenstein, de la maravilla por la existencia del lenguaje. El discurso significante no puede dar cuenta del hecho de que el mundo es. Por los mismos motivos que le impiden dar cuenta de su propio ser. “Ahora estamos tentados de decir que la expresión justa en la lengua para el milagro de la existencia del mundo, aunque no sea alguna expresión en la lengua, es la misma existencia del lenguaje” (Wittgenstein 1966, p. 17). Si logramos representar con la palabra nuestra facultad de hablar, entonces dispondremos de términos adecuados para tratar al mundo como totalidad. Pero esto, según Wittgenstein, no es posible: el lenguaje no llega nunca a dar razón de sí mismo (Tractatus 4.121: “Eso, que se expresa en el lenguaje, nosotros no podemos expresarlo mediante el lenguaje”). Por lo tanto, “transfiriendo la expresión de lo milagrosos de una expresión por medio del lenguaje a la expresión por la existencia del lenguaje, sólo ha dicho otra vez que no podemos expresar lo que queremos expresar y que todo lo que decimos sobre lo milagroso absoluto no tiene sentido” (Wittgenstein 1966, p. 17).

La cuestión cosmológica (considerar al mundo como una “totalidad delimitada”) comparte la estructura y las aporías con la autorreferencia lingüística (en la cual no está en juego lo que se dice sino el hecho que se habla). Cuando se intenta vanamente afirmar algo sensato sobre la existencia del mundo, se está intentando al mismo tiempo, y no menos vanamente, ver la nuca del lenguaje, refigurarlo por fuera. Mundo y lenguaje remiten uno a otro como las dos primeras figuras de la Trinidad cristiana: durante un coloquio con Friedrich Waismann, habiendo éste preguntado “La existencia del mundo ¿está conectada con lo ético?”, Wittgenstein responde: “Se da aquí una conexión, los hombres la han sentido y expresado así “El Padre ha creado el mundo, el Hijo (o la Palabra, que procede de Dios) lo Ético””” (Waismann 1967, pp. 107 y sig, cursivas del autor).

Lo sublime, la forma lógica del Tractatus, tiene su epicentro en el concepto de límite. Límite uno y dos, se entiende: “Die Grenzen meiner Sprache bedeuten die Grenzen meiner Welt”, los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo (Tractatus 5.6). la finalizar la Lecture, Wittgenstein admite que, hablando del bien y del significado de la vida, se proponía “ir más allá del mundo, o sea del lenguaje significante” (Wittgenstein 1966, p. 18, cursivas del autor). La metafísica cree poder adentrarse al otro lado del mundo con el auxilio del lenguaje. La crítica religiosa de la metafísica halla, al contrario, su piedra angular en aquel “o sea”, que sanciona la identidad del límite que subyace a ambos conceptos. La coextensividad entre mundo y lenguaje implica que uno sólo sea el “más allá”: ni mundano ni lingüístico, adopta inevitablemente una tonalidad teológica. La autorreferencia es la ocasión-sublime por antonomasia-en la que, buscando en vano ir “más allá”, se representa la catástrofe de la representación y, así, se piensa negativamente en Dios como eso que es blasfemo nombrar.

Mundo equiparado al lenguaje, límite (común a ambos términos), autorreferencia (como frustración instructiva); he aquí las tres nociones-clave lógicas, no biográfico-psicológicas-en las que se encarna, en la época del Tractatus, la liquidación religiosa de los irreverentes disparates de la filosofía. De ella se recaba que el mundo (Welt) del animal humano no es equivalente a un ambiente (Umwelt), y también al mismo tiempo, que el tener un mundo implica el retorno a un Deus absconditus (unidad indisoluble del Padre-Creador y del Hijo-Palabra), absolutamente impronunciable. Veamos mejor esta doble inferencia.

Un “ambiente” zoológico (Umwelt) es una clase-de percepciones, comportamientos, acciones, conocimientos-que no se incluye a sí misma; con tal de no advertir su propio límite. Se podría pensar que el “mundo” humano, en cuanto coextensivo al lenguaje verbal, es un “ambiente” particularmente comprensivo: digamos el Umwelt de todos los Umwelten, la clase de todas las clases que no se incluyen a sí mismas. Perspectiva sugestiva, pero no convincente.  Debemos preguntarnos, en efecto, si la clase de todas las clases que no se incluye a sí misma, o sea el Umwelt de todos los Umwelten, se incluye o no a sí misma. Cada una de las dos posibles respuestas conduce a un callejón sin salida: si se incluye a sí mismo, el mundo-lenguaje no es un “ambiente”; si no se incluye a sí mismo, no es la clase de todos los “ambientes”. La idea del mundo-lenguaje como Umwelt de todos los Umwelten radica recalca la antinomia que, según Russell, socava la obra de Frege sobre los fundamentos de la matemática. ¿Cómo son las cosas entonces? Entre Welt y Umwelt hay una diferencia de naturaleza, no de grado. Los dos conceptos están en una relación de recíproca exclusión: si es “mundo”, entonces no es “ambiente” (mejor aún: “mundo” porque no es “ambiente”). El choque sublime contra el límite y las aporías de la autorreferencia afirman que el mundo-lenguaje instala el tema de su propia existencia, es decir, es una función que se toma a sí misma como argumento. Por lo tanto el hombre no tiene un “ambiente” (sin con este término se entiende un ámbito biológico del que no se perciben los confines). Por otra parte, aquel mismo límite y aquellas aporías muestran que el lenguaje se instala a sí mismo como una incógnita irresoluble, como una “x” sin expresión determinada: he aquí la raíz de lo Místico. El tener un “mundo” (Welt), coincidiendo integralmente con el tener un lenguaje es la fuente, en el Wittgenstein sublime, del sentimiento religioso: “Mi tendencia [...] ha sido arrojarme contra los límites del lenguaje. Este arrojarse contra las paredes de nuestra jaula es perfectamente, absolutamente desesperado”; sin embargo, concluye Wittgenstein, “la tendencia, el choque, indica algo” (Wittgenstein 1966, p. 18).


3. La Ricerche o del ascetismo consecuente.

La famosa, o tristemente célebre, cuestión de la continuidad/discontinuidad entre el Wittgenstein del Tractatus y el Wittgenstein de la Ricerche filosofiche es concebida, quizá, como el traspaso de una orgullosa enunciación de la instancia ascética a su escrupulosa ejecución. En síntesis: lo sublime altisonante le cede finalmente el paso a lo místico inaparente.

El error más grande, para el Wittgenstein realmente ascético de los juegos lingüísticos, consiste en querer mostrar oblicuamente lo indecible mediante el choque contra el límite insito en lo decible. Por esto la polémica contra las preocupaciones filosóficas fomentadas por un uso extravagante de nuestras palabras, por esto la liquidación de los problemas que surgen de la “vacante” del lenguaje. En la Ricerche filosofiche, ya no hay ningún límite contra el cual golpear la cabeza. En consecuencia, no hay ya modo de indicar-ya sea en forma negativa o mediante el auto de fe de la representación- lo que verdaderamente importa. Los procedimientos sublimes están ahora fuera de juego. Es sublime, en efecto, la imagen proposicional de un hecho mundano que, intentando en vano demostrar la existencia del mundo (o del lenguaje), precipita en una instructiva insensatez. Excepto que, en la Ricerche, nuestro lenguaje no es más imagen, sino gesto, componente pragmático de un estado de cosas; no espejo, sino ingrediente opaco de una forma de vida. Pues bien, si nuestras proposiciones no son imágenes del mundo, sino simples gestos, ellas no pueden más que fracasar, y, fracasando, indicar por defecto o por contrario a Dios. “El orden perfecto debe entonces estar presente hasta en la proposición más vaga” (Ricerche I, 98).

La forma lógica de la Ricerche llama por lo tanto a la paradojal dialéctica entre “cosas penúltimas” y “cosas últimas”, sobre las que se detiene largamente el teólogo Dietrich Bonhoeffer en su Ética. Penúltima es la existencia natural de la especie humana: formas de vida, juegos lingüísticos, técnicas, costumbres. Considerado en sí, lo natural-penúltimo no posee fallas ni imperfecciones. No implica algo de “último”, ni tampoco padece su ausencia. El término “penúltimo” puede engañar, haciendo creer que la dotación biológica del animal humano sea de algún modo deficitaria, de modo de exigir una integración. Nada de esto: lo “penúltimo” es tal precisamente y solamente porque no requiere de ninguna enmienda mejoradota; por lo tanto, porque no se percibe como “penúltimo”. Es completo en sí mismo, saturado, sin inquietudes o presagios. Según Bonhoeffer, una realidad deviene penúltima “solamente a partir del último, o sea en el mismo momento en el que es invalidad”; y es invalidad no obstante su natural perfección, cuando sea la “justificación del pecador por la gracia”. Dicho de otro modo: “El ser penúltimo no es una condición en sí, sino un juicio de la realidad última sobre lo que la precede” (Bonhoeffer 1949, p. 114, cursivas del autor). Realidad última es la libre, autónoma palabra de Dios, que “contiene la ruptura con todo lo que es pasado y penúltimo, de modo que ella no constituye la conclusión natural o necesaria del camino ya recorrido, sino sobre todo su absoluta depreciación o condena. Esta palabra excluye cualquier método humano tendiente a alcanzarla” (ibid., p. 106).

En la Ricerche, entre las “cosas últimas” (Dios, lo que hace a la vida digna de ser vivida, etc.) y las “cosas penúltimas” (pluralidad de los juegos lingüísticos) no hay ningún tipo de relación, ni siquiera una relación negativa. Entonces, sería erróneo hablar ahora de una cesura o desproporción. Lo natural no es lo contrario de lo absoluto; no confina con él, ni siquiera mediante una valla infranqueable. Para ser rigurosos, disminuye el concepto mismo de trascendencia. Pero no se advierte la ausencia de Dios del mundo (como en cambio en el Tractatus). Dios no está de ninguna manera ausente.

La inmanencia absoluta, el retraerse de toda práctica humana en el dominio del “penúltimo”, delinea rectamente el espacio lógico de lo que es más alto. Sólo si está excluido cualquier comercio con lo “último”, él conserva su rango, perfilándose verdaderamente como “último”. Y viceversa: sólo si las proposiciones inherentes a un cierto juego lingüístico no tienen algo de defectuoso o enigmático, en suma de “penúltimo”, ellas podrán revelarse en algún momento (cuando pienso en mis pecados, por ejemplo) sin verdadera importancia, despreciables, “penúltimas”. Quien quiera rezar a Dios, debe hacerlo en secreto respecto de los demás hombres, pero sobre todo debe hacerlo pensando que Dios no existe: es esta, y solamente esta, la gran lección del ascetismo místico.

Como epígrafe de la Ricerche podría figurar dignamente la siguiente proposición de Bonhoeffer: “El permanecer deliberadamente en el ámbito de las cosas penúltimas ¿no es tal vez el modo más auténtico de remitirse a la palabra suprema que Dios dirá en su momento? ¿No estamos siempre otra vez obligados a atenernos a la realidad penúltima, y a hacerlo con buena conciencia, precisamente por el motivo de la realidad última?” (ibid., p. 108). Nada muy diferente parece entender Wittgenstein cuando escribe:

¿De donde adquiere importancia nuestra indagación, desde el momento que ella parece solamente destruir todo lo que es interesante, grande e importante? (Pareciera destruir, por así decirlo, todos lo edificios, dejando por detrás solo escombros y ruinas). Pero lo que destruimos son solo edificios de utilería, y destruyéndolos hacemos escombros el terreno del lenguaje sobre el cual ellos surgían. (Ricerche I, 118).


Lo que parece “grande e importante” es lo incomprendido sobre lo que se atarea sin pausa la metafísica; ello debe ser eliminado mediante una reconstrucción naturalista de los comportamientos del animal humano. Pero debe ser eliminado, esto incomprendido, por un motivo eminente: porque usurpa el puesto que le corresponde a lo que es realmente incomprensible.

Las “cosas penúltimas” son entonces autosuficientes y sin enigmas. Para este propósito, repitámoslo, ya no se puede utilizar un concepto enfático de límite. Conviene releer íntegramente el 499 de la Ricerche:

El decir: “Esta combinación de palabras no tiene sentido” excluye a la combinación del dominio del lenguaje, y con ello delimita la región del lenguaje. Pero cuando se traza un confín se puede tener diversas y variadas razones. Si delimito un área con un cerco, con una línea, o de cualquier otro modo, puedo tener el objetivo de no dejar entrar o salir a alguien; pero también puedo tomar parte de un juego en el cual los jugadores deban, por ejemplo, saltar más allá de los confines; o bien puedo indicar donde termina la propiedad de una persona y se inicia la de otra, etc. por ello, trazando un confín, no se dice también porqué se lo traza.

La evaporación del límite repercute inevitablemente sobre la cuestión de la autorreferencia. Esta última, lejos de escenificar entonces un sublime fracaso, se vuelve trivial. Basta con pensar en la Ricerche I, 120:

Cuando hablo del lenguaje (palabra, proposición, etc.) debo hablar el lenguaje de todos los días. Este lenguaje ¿es tal vez muy grosero, material, para lo que queremos decir? Y entonces, ¿cómo se hace para construir otro? – ¡Y qué extraño es que con el nuestro podamos hacer cualquier cosa! Que en mis explicaciones concernientes al lenguaje yo deba aplicar un lenguaje completo (no un lenguaje preparatorio o provisorio) me permite ver que en torno al lenguaje solo puede producirse exterioridad. Pero entonces ¿cómo pueden satisfacernos estas explicaciones?- Pues bien, también tus preguntas han sido formuladas en este lenguaje; debieron ser expresadas en este lenguaje si eran algo que se pedía. Y tus escrúpulos son malos entendidos. Tus preguntas se refieren a palabras; debo por lo tanto hablar de palabras. 

Los círculos viciosos de la autorreferencia lingüística son desajustados (y hasta puestos en ridículo). No teniendo ningún límite unitario y obligatorio contra el cual arrojarse, del lenguaje puedo hablar con la misma perspicua vaguedad con la que discurro de una lamparita o de una mesa. Todo pertenece al ámbito del “penúltimo”: todo discurso sobre el discurso es sólo otro discurso posible, toda afirmación sobre el mundo como totalidad es sólo un hecho del mundo. Pero he aquí el punto: el ámbito del “penúltimo”-sin lagunas ni rendijas-toma el aspecto, él sí, de un Umwelt, de un ambiente en el que no se puede percibir los confines. Puesto que el lenguaje no es más una función que pueda asumir (ni siquiera aporéticamente) su propia existencia como argumento, el “mundo” parece compartir las características definitorias de un “ambiente”. El pasaje del Tractatus a la Ricerche, de la sublime locuacidad al ascetismo irreprochable, implica también, por paradójico que pueda parecer, la transformación del Welt en una especie de Umwelt postizo.

Si la relación entre mundo y lenguaje, que es signo distintivo del Tractatus, reproduce aquella entre Padre e Hijo, por el contrario, en la Ricerche se delinea el reino del Espíritu Santo: la comunidad natural de los hablantes. Una comunidad que, dejando de lado toda jactancia trascendente, configura un Umwelt biológico-místico en el cual “se está siempre obligado a atenerse a la realidad penúltima, y de hacerlo de buena fe, precisamente por el motivo de la realidad última”. En los Diarios de 1936-37, contemporáneos a la redacción de la primera parte de la Ricerche, Wittgenstein ha fijado así el verdadero estatuto del Umwelt biológico-místico: “Que se hable la propia lengua madre, y no se crea que se puede salir del pantano aferrándose de los propios cabellos [...]. Sólo debemos eliminar los equívocos. Creo que esta es una buena proposición. ¡Lode soltando a Dio!” (Wittgenstein 1997, p. 103).


4. Por una crítica atea de Wittgenstein.

Pareciera posible emplear algunos argumentos en defensa de la metafísica sometida a una crítica religiosa. Cuando Wittgenstein afirma que los problemas filosóficos nacen de una ausencia del lenguaje, obviamente tiene razón. Excepto que es lícito afirmar que dicha “ausencia”, es decir el uso barroco, extraño a los habituales juegos lingüísticos, de cierta palabra sea el modo (muy natural, por otra parte) de expresar los problemas esenciales de nuestra existencia, nuestro ser hechos así y así. “A causa de un mal entendido pareciera que la proposición hace algo extraño” (Ricerche I, 93): no, se podría replicar, somos nosotros que quizás, pensando en el significado de la vida, hacemos algo insólito con las proposiciones. Como, por otra parte, hacemos algo insólito cuando construimos un lenguaje formalizado, adecuado al conocimiento científico. Entonces: “Un extraño uso de la palabra “esto” se repite sin dudas sólo cuando se hace filosofía” (ibid., 38). Exacto. Pero lo que importa, quizás, es preguntarse cual problema efectivo se oculta por el uso anómalo del “esto”; y también cual es la peculiar filosofía sometida a uno u otro empleo bizarro del pronombre demostrativo (tode ti aristotélico, Diese hegeliano, This russelliano). Y así seguimos. Pero parece evidente que una arenga de este tipo sonaría flaca y fatua. Cosas de abogado de oficio, en suma.

El punto crucial está, más bien, en hilvanar una crítica atea de la metafísica. Esta es el único móvil de cualquier interés de jugar una confrontación con Wittgenstein. La cuestión del ateísmo, de ninguna manera obsoleta y desacreditada, pasa a ser aquí un tema exquisitamente teórico, es decir, lógico-lingüístico. Muy lejos entonces del análisis chismoso de inclinaciones privadas o idiosincrasias. Wittgenstein muestra hasta qué punto el naturalismo empirista y la instancia religiosa, en lugar de elidirse, pueden ir lado a lado, complementarios y recíprocamente funcionales. Por esto sería incongruente oponer a la crítica mística de la metafísica las razones del naturalismo. Por esto, una metacrítica atea (no genéricamente “materialista”) es oportuna y quizá hasta necesaria.

No se la desarrollará aquí, que quede claro. Lo que si puedo es detenerme en sus contornos, como se hace con una tarea por ahora postergada.
Lo importante es describir de otro modo la constelación conceptual constituida por tres palabras-clave: límite, autorreferencia y mundo. Sobre eso, sabemos, se articula la demolición religiosa de la filosofía por parte de Wittgenstein. Con eso debe medirse, entonces, todo intento de delinear un ateísmo lógico-lingüístico. Recapitulemos brevemente. En el Tractatus, la autorreferencia se resuelve en el choque contra el límite del campo visual: choque sublime, que señala a cuanto trasciende tanto al mundo como al lenguaje; en la Ricerche, la autorreferencia es desactivada: no nos es dado percibir ningún límite dentro de lo “penúltimo” (equivalente a un seudo-Umwelt), todo está en su lugar así como es. En el primer caso la autorreferencia es imposible, en el segundo trivial. Pues bien, estando así las cosas la metacrítica atea deberá cumplir un doble paso cruzado.

En primer lugar es preciso restablecer la diferencia (de naturaleza, no de grado) entre Welt y Umwelt, “mundo” y “ambiente”, que en el último Wittgenstein se esfuma progresivamente hasta casi cancelarse. La multiplicidad de las formas de vida y de los juegos lingüísticos no excluye en absoluto, sino que al contrario, vuelve más realista y apropiada la definición del mundo como función que se toma a sí misma como argumento, o ámbito que tematiza su propio límite. Que los distintos complejos de hábitos vitales (con sus gramáticas específicas) no sean jerarquizables en base a la lógica de las clases, sino sólo enumerables mediante la conjunción y la disyunción del cálculo proporcional, no impide que cada uno de ellos exhiba, de un modo cada vez distinto, el límite común a todos. Se podría entonces decir: de la Ricerche hacia el Tractatus, al menos en lo que concierne al inextricable nexo entre Welt y Grenze, mundo y límite.

Se instala aquí el segundo paso, decisivo, de una metacrítica atea. Para enunciarlo, valga en principio una secuencia de preguntas retóricas. ¿Es entonces verdad que “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”? ¿O se trata de poner en duda precisamente dicha coincidencia? Cuando Wittgenstein escribe “ir al otro lado del mundo, o sea del lenguaje significante”, ¿es tan pacífico el “o sea”? ¿No conviene postular ante todo una asimetría fundamental ente los dos términos y, entonces, el parcial exceso de uno respecto del otro? Las preguntas retóricas indican una dirección argumentativa que puede ser ilustrada con pocas afirmaciones esquemáticas.

1. Antes que corresponderse punto por punto, compartiendo un idéntico confín, lenguaje y mundo se cruzan como una abscisa y una ordenada, sobrepasándose recíprocamente. 2. El mundo material-sensible trasciende nuestro lenguaje, puesto que es el contexto exorbitante en que se inscribe la palabra.
3. Pero a su vez el lenguaje trasciende aquel mundo que, sin embargo, lo excede e incluye: este último, de hecho, deviene el contexto insuperable de toda experiencia solamente en virtud de la inserción en él del discurso (o sea, literalmente, de un texto). 4. El mundo sensible como “el otro lado” del lenguaje es sin embargo algo que ahora puede ser percibido; igualmente, el lenguaje como “el otro lado” del mundo sensible es sin embargo algo que ahora puede ser proferido. Para siempre percibible o para siempre proferible, en ambos casos no se trata de un auténtico “otro lado” (es decir, ni mundano ni lingüístico).
5. La trascendencia recíproca entre percepción sensorial y discurso articulado excluye a la trascendencia propiamente teológica. 6. La crítica atea de la metafísica (y de Wittgenstein) se compendia, quizá, en esta simple constatación: los límites de mi lenguaje no son los límites de mi mundo.


























2 comentarios:

  1. Hemos leído una parte del texto que colocáis en vuestro blog y nos ha entusiasmado. Por ahora estamos pensando y discutiendo el tema. Tenemos intención de plantearos problemas y dudas si es que estáis de acuerdo en tratar la cuestión. Hemos leído la parte referida a Kant y el fetichismo. Pero vamos a darnos un tiempo para leer el texto entero. Nosotros tenemos un blog en el que estamos trabajando la cuestión del pensamiento en Deleuze (Diferencia y Repetición)y pensamos la manera en que Deleuze trata la Idea kantiana como problema. Ya se que esto es un poco precipitado, por si os interesa dejamos la dirección de nuestro blog: diagrama-sebas-marieta.blogspot.com
    Cuando hayamos trabajado un poco más el texto os escribiremos a estos comentarios para seguir hablando.

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  2. Hola, gracias por su comentario.
    Los artículos que aparecen en este blog me los facilitan otras personas, yo los leo y después los subo a la red, si tuviera algún material para compartir estoy para eso, dar una mano.

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