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lunes, 14 de junio de 2010

Lenguaje, la acción de enunciar, cuando el verbo se hace carne

Cuando el verbo se hace carne.

"Lenguaje y naturaleza humana"


Tercera parte.

Desde siempre y ahora.


La facultad del lenguaje es un hecho diferente de la lengua
Ferdinand de Saussure.

El hombre es el animal no definido, de cualquier forma no
constituido de una vez y para siempre.
Arnold Gehlen.

La historia es la verdadera historia natural del hombre
Kart Marx.

6.
Historia natural.

1. La virtud del oxímoron.

El concepto de historia natural puede volverse, quizá, la piedra angular de un materialismo no claudicante o irrisorio. Pero a condición de enmendar tanto el sustantivo como el adjetivo de toda aureola metafórica.

Por historia debemos entender la contingencia de los sistemas sociales y la sucesión de los modos de producción, no ya la erosión de los continentes o la evolución de las especies. En cuestión no está la simple irreversibilidad temporal, sello común de los procesos entrópicos de disipación de energía y de las modernas sublevaciones proletarias, sino todo aquello que distingue a estas sublevaciones de aquellos procesos.

Lo historiador naturalista no se deja encantar por el demonio de la analogía. Circunscribe con avaricia, y prudentemente discrimina. Él se ocupa solamente de los eventos para descifrar en cuales se debe llamar al lenguaje verbal, al trabajo, a la praxis política. La historia de la que se ocupa la “historia natural” está limitada, entonces, a las formas de vida típicamente humanas; no posee otra textura más que las éticas acostumbradas, la tecnología, la luchas de clases, la trampa móvil de recuerdos y expectativas. En caso de ampliar la malla del concepto de historicidad, a fin de comprender a la miríada de acontecimientos únicos, irrepetibles, no necesarios y además casuales que  llenan la geología y la biología, se obtendría una visión panorámica no muy diferente de la del Día del Juicio Final: todos los fenómenos estarían unificados, en efecto, por el único requisito de la caducidad. Esta última es la moneda que permite equiparar las cosas más disímiles para luego  intercambiarlas unas con otras. La naturaleza, transitoria y efímera porque está atravesada por la flecha del tiempo, toma el aspecto de un drama histórico; a su lado, los hechos históricos ya archivados asumen la rigidez de cuerpos naturales. Ha sido Walter Benjamín quien demostró como la doble caducidad del ambiente terráqueo y de los organismos sociales alimentó el exterminado repertorio de las alegorías barrocas (Benjamín 1928, pp. 174 y sig.). Pero el primer objetivo de la historia natural consiste, por lo dicho, en resistir a la seducción de muchos retóricos, consiguiendo sin demora una áspera literalidad.

Por natural debemos entender la constitución fisiológica y biológica de nuestra especie, las disposiciones innatas que la caracterizan filogenéticamente (comenzando, como es obvio, por la facultad del lenguaje), en suma todo aquello que, no dependiendo ni poco n¡ mucho de mutables constelaciones culturales, permanece más o menos inalterado en el curso del tiempo. El adjetivo no tiene nada que ver, entonces, con la dudosa noción de “segunda naturaleza” con la que la ciencia cognitiva contemporánea se esfuerza para representar (y a veces exorcizar) la peculiaridad de los sistemas sociales. Utilizada al pasar por Marx, y luego continuada por Lukács en Teoria del romanzo (1920, pp. 97 y sig.), esta noción ha tenido en su origen una función polémica, casi sarcástica. Hablando de “segunda naturaleza” se denunciaba el jactancioso crédito del capitalismo, o sea su pretensión de construir una organización social ahistórica, unida con fuerza a inextirpables inclinaciones antropológicas, válida para siempre y por siempre. El pensamiento crítico no toma en serio este naturalismo, refutando la analogía entre los automatismos de las leyes de la sociedad burguesa y las leyes de la gravitación universal. Que hoy la imagen de la “segunda naturaleza” sea tomada por buena y tenida en cuenta dice mucho acerca del estado en que se halla el pensamiento crítico. Pero volvamos al punto. La naturaleza de la que se ocupa la “historia natural” es precisa y solamente la primer naturaleza. No la forma de mercancías vendida por una propiedad química de los objetos, sino el inmodificable núcleo biológico que califica la existencia del animal humano en los más diversos conjuntos económico-sociales. También en el caso del adjetivo “natural” es preciso munirse de una fuerte anteojera para evitar deslizamientos metafóricos.

La expresión “historia natural” merece interés sólo si los términos que la componen se mantienen en tensión perpetua entre ellos. Toda conciliación rápida de las dos polaridades heterogéneas dispersará la energía del concepto. Se trata ante todo de estirar la heterogeneidad, intentando luego conectar las antípodas en cuanto antípodas. Lo que cuenta es una relación inmediata entre los caracteres distintivos de la especie Homo sapiens y la más lábil propensión cultural, el “desde siempre” biológico y el “precisamente ahora” social, la disposición innata al lenguaje y una decisión política dictada por circunstancias excepcionales. Ni metafórica ni alegórica, la “historia natural” comparte en el mejor de los casos la virtud del oxímoron: postula un cortocircuito entre aspectos declaradamente contrastantes. Pareciera perspicuo, a tal propósito, el criterio enunciado por Theodor W. Adorno en una conferencia de 1932:

Si se quiere instalar seriamente la cuestión que trata acerca de la relación de la naturaleza y la historia, ella abre la perspectiva de una respuesta sólo si logramos concebir al ser histórico en su máxima determinación histórica, cuando él resulta máximamente “histórico”, como ser natural; y, viceversa, si logramos concebir a la naturaleza como ser histórico cuando ella se obstina en persistir en el modo aparentemente más profundo como naturaleza (Adorno 1974, p. 99).

La posibilidad de la historia natural depende de dos condiciones, una natural, la otra histórica. La primera: es necesario que la naturaleza humana, de por sí invariable, implique la máxima variabilidad de experiencias y praxis; en caso contrario, no habría efectivamente una “historia”. La segunda: es necesario que el cambiable decurso histórico se ocupe a veces del invariable biológico, exhibiéndolo en un estado concreto de cosas; en caso contrario, la historia no tendría nada de “natural”. Decisiva, por necesaria y suficiente, es la última cláusula. De ella se puede lograr el modo de obtener, aún de modo abstracto, el concepto-oxímoron al que están dedicadas estas notas. La historiografía naturalista tiene como objeto privilegiado los eventos políticos y sociales en los que el animal humano es colocado en relación inmediata con la metahistoria, o sea con los rasgos inalterables de su especie. Tal historiografía colecciona los hechos empíricos (lingüísticos, económicos, éticos) que, desde el interior de una coyuntura cultural irrepetible, dejan ver aquello que se repite sin pausa desde el Cro-Magnon en adelante. Colecciona, por ejemplo, las formas discursivas históricamente circunscriptas (pensemos en la glosolalia en el cristianismo primitivo) cuya única función es poner de relieve la facultad del lenguaje, es decir una prerrogativa metahistórica del Homo sapiens. Llamo natural a la historia que tiene en la naturaleza humana no sólo su recóndito presupuesto, sino también su contenido manifiesto. Son histórico-naturales, entonces, los fenómenos contingentes que revelan al invariable biológico, asegurándole por un momento una llamativa prominencia en el plano social y político. La historia natural es una historia reflexiva: enlaza las ocasiones más diversas en el curso del tiempo, en la que la praxis humana se aplica sin medios términos a los mismos requisitos que vuelven humana a la praxis; las ocasiones en que el anthropos, trabajando y hablando, vuelve a recorrer las etapas sobresalientes de la antropogénesis; las ocasiones en que se hace experiencia de las mismas condiciones trascendentales de la experiencia. Conviene agregar ahora que esta reflexividad no es asunto de la conciencia: ella pertenece, por el contrario, a la estructura objetiva de los fenómenos histórico-naturales.

Marx ha escrito que “la historia es la verdadera historia natural del hombre” (Marx 1932, pp. 268 y sig.). Afirmación irreprochable, pero a condición de tomar en la secuencia histórica también, y quizá especialmente, a la móvil articulación de eterno y contingente, biología y política, repetición y diferencia. Antes que disolver lo eterno (propiedad distintiva de la especie humana) en lo contingente (disposiciones productivas, paradigmas culturales, etc.), o, peor aún reducir lo contingente a lo eterno, la historia natural despliega la crónica meticulosa de sus cambiantes intersecciones.

Para ensayar la fuerza explicativa del enfoque histórico-naturalista, debemos volver a transitar un sendero accidentado. El primer paso consiste en examinar críticamente la discusión entre Noam Chomsky y Michel Foucault sobre la noción de “naturaleza humana” (2-3). Muy lejano en el tiempo, aquel diálogo documenta aún una bifurcación desastrosa, cuyos daños aún hoy pueden apreciarse. Es beneficioso liberarse de este antecedente hipnótico, enucleando una posición que se distancie de ambos contendientes. De por sí espinosa y pomposa, la cuestión de la “naturaleza humana” halla sin embargo su sobrio experimentum crucis en el modo de entender la facultad del lenguaje, y también la relación entre ella y la lengua históricamente definida (4).

Desplazándose desde algunas consideraciones acerca de la facultad del lenguaje, luego se preguntará cómo explicar en clave naturalista la recurrente oposición entre “naturaleza” y “cultura”; pero también cuales son las condiciones históricos-sociales que permiten cerrar dicha fractura (5). Sólo en este punto será posible reaferrar el hilo mayor de la madeja, delineando en forma más concreta el concepto de historia natural (6).





2. La disputa entre Foucault y Chomsky sobre la “naturaleza humana”.


En 1971, en Eindhoven (Holanda), Noam Chomsky y Michel Faucault tuvieron ocasión de discutir personalmente en ocasión de una transmisión de televisión. Fue la primera y última vez que se encontraron. El coloquio gravitó sobre la “naturaleza humana”, es decir sobre el inmutable trasfondo especie-específico contra el que se desenvuelve la mercurial variabilidad de los acontecimientos históricos. Chomsky, en virtud de sus estudios sobre gramática universal, afirma la existencia de dicho fondo e indica sus características sobresalientes. Foucault juega en oposición: distingue, precisa, objeta.

Los duelistas se tergiversan con frecuencia y a propósito, o al menos se evitan, procediendo en paralelo. Los argumentos de uno no chocan realmente con los del otro: falta el roce. Las cosas cambian en la segunda parte del diálogo, allí donde son tratadas las consecuencias sociales y políticas de las consideraciones recién ofrecidas acerca de la “naturaleza humana”. El contraste entre Chomsky y Foucault se vuelve ahora cerrado y minucioso. Ambos autores concuerdan en múltiples objetivos políticos concretos (la oposición a la guerra de Vietnam, el apoyo incondicional a las luchas obreras más radicales, etc.). La disidencia se refiere ante todo a una cuestión de principio: la posibilidad de obtener un modelo de sociedad justa a partir de ciertas prerrogativas biológicas del animal humano.

El coloquio de Eindhoven ratifica de modo muy vívido la ruptura entre materialismo naturalista y materialismo histórico (en la acepción más extensa, o menos utilizada de los términos), que ha signado la segunda mitad del Novecientos y aún hace sentir sus efectos. Desde 1971 en adelante, la separación de las dos orientaciones será completa y rigurosa. La indagación puntillosa de los procesos productivos y de las cambiantes relaciones de poder ha impedido remontar desde lo adquirido a lo innato: con el resultado paradójico de no ver que precisamente lo innato, es decir el invariable biológico, ha sido tomado a cargo, en forma históricamente determinada, por la producción y los poderes contemporáneos. Por su parte, el programa de naturalización de la mente y del lenguaje, propugnado por Chomsky y desarrollado sistemáticamente por las ciencias cognitivas, ha resultado carente de troneras que se asomen hacia la historia. De sociedad y de política los cognitivistas se ocupan sólo en los intervalos de sus actividades filosóficas, en suma, cuando dejan de pensar. En Eindhoven se asiste al último intento de mantener unidas biología e historia. Y también a su teatral fracaso.

Tanto el intento como el fracaso giran alrededor de la figura de Chomsky. A diferencia de sus secuaces cautos y escépticos, él ha dedicado una parte conspicua de sus energías intelectuales a la actividad política. No se resigna fácilmente, por lo tanto, a la escisión entre análisis lingüístico y análisis social. Si en otro lugar se limita a alternarla en un régimen de pareja dignidad, en Eindhoven busca un nexo intrínseco entre una y otra. Busca y, desde luego, no halla.

Examinemos algunos pasajes cruciales del diálogo. Para avalar la idea de que hay una naturaleza humana invariable, o sea metafísica, Chomsky pone en el banco de los testimonios a la facultad del lenguaje. Esta última es “una propiedad de la especie, común a todos los miembros de la especie y esencialmente única respecto de otras especies” (Chomsky 1988, p. 37). La competencia lingüística es innata: no depende del ambiente social, de no ser por su ocasional detonador. Desde el principio el uso de la palabra revela una “regularidad instintiva”, o sea una organización sintáctica que sobrepasa largamente los “datos”, parciales y a menudo mediocres, provistos por los locutores circunstantes. Similar a un órgano que se desarrolla por sí solo, el lenguaje está dotado de estructuras selectivas y de esquemas combinatorios cuya autónoma productividad nada tiene que ver con la experiencia empírica del hablante. La gramática universal, subyacente a las diversas lenguas históricas, forma parte de nuestro patrimonio genético.

Si fuésemos capaces de especificar en términos de redes neuronales la propiedad de la estructura cognitiva humana que permite al niño disponer de estos sistemas complejos, no podríamos describir dicha propiedad como un componente de la naturaleza humana. En tal caso existe un elemento biológico inmodificable, un fundamento sobre el que se apoya el ejercicio de nuestras facultades mentales (Foucault y Chomsky 1994, pp. 474 y sig.).

La réplica de Foucault es, al menos en apariencia, conciliadora. Si el vacila en hacer suya la noción de naturaleza humana, y hasta está un poco intimidado, es sólo porque le parece errónea la difusa tendencia a elevarla al rango de concepto científico. Bien mirado, ella no posee otra función más que circunscribir un ámbito de investigación, distinguiéndolo con cuidado de otros ámbitos adyacentes o rivales. No es un objeto de indagación, sino un criterio epistemológico, útil a lo sumo para poner límites y modalidades a la propia investigación.

No es estudiando la naturaleza humana que los lingüistas han descubierto las leyes de la mutación consonántica, ni Freud los principios del análisis de los sueños, ni los antropólogos culturales la estructura de los mitos. En la historia del conocimiento, la noción de naturaleza humana me parece que ha girado esencialmente hacia el papel de un indicador epistemológico para designar a cierto tipo de discurso en relación u oposición a la teología, a la biología o a la historia. Me cuesta reconocer en ella un concepto científico (ibid., p. 474).

Que está en juego algo más que un inocuo matiz metodológico resulta claro cuando Chomsky se detiene en otro requisito fundamental de la facultad del lenguaje (o, aunque es lo mismo, de la naturaleza humana). Más que innata, esta facultad es creativa. Todo hablante hace “un uso infinito de medios finitos”: sus enunciados, no derivando de estímulos externos ni de estados interiores, están inclinados a la innovación y hasta la imprevisibilidad. No se trata por cierto de un talento excepcional, como es el del físico teórico o el del poeta, sino de una creatividad “de bajas revoluciones”, normal, difusa, casi inevitable. Ella posee, de hecho, un fundamento biológico. Descuidado por el conductismo de Skinner y también de la lingüística saussuriana, el carácter innovador de las performances lingüísticas está estrechamente relacionado a una limitación inicial: lejos de contradecir su vigencia, la creatividad se sirve de las estructuras y los esquemas que discriminan a priori lo decible de lo indecible. Las reglas inapelables de la gramática universal y la libertad de los usos lingüísticos se implican mutuamente. Aquí Foucault deja de lado la diplomacia y declara abiertamente su desacuerdo. Es cierto que puede haber creatividad sólo a partir de un sistema de reglas vinculantes. Pero Chomsky falla al colocar estos principios normativos dentro de la mente individual. Los esquemas y las estructuras sobre los que se injertan las variaciones creativas tienen un origen suprapersonal. Y suprapersonal, para Foucault, quiere decir histórica. Las reglas sobre las que se conforma el individuo, y de las que eventualmente se desvía, no son innatas, sino que toman cuerpo en las prácticas económicas, sociales, políticas (ibid., pp. 488 y sig.). No reconocerlo es típico de quien, por lo dicho, cambia la naturaleza humana por un concepto científico determinado, en lugar de considerarla un simple “indicador epistemológico”. Este inicial quid pro quo hace que las vicisitudes histórico-sociales de la especie sean reconducidas por completo a la estructura psicológica del individuo aislado. Chomsky cruje, confirmando con testarudez tanto la índole metahistórica como el carácter individual de la creatividad lingüística: “la naturaleza de la inteligencia humana no ha cambiado sustancialmente desde la época del Cro-Magnon en adelante” (ibid., p. 491).

Alguna seña, ahora, sobre la disputa acerca de la “desobediencia civil” con la que concluye el coloquio de Eindhoven. Chomsky no vacila en deducir un proyecto político de ciertos aspectos persistentes de la naturaleza humana. La creatividad del lenguaje, característica biológica de nuestra especie, es defendida llamando a una lucha sin cuartel contra todos los poderes constituidos (capitalismo, Estado centralizado, etc.) que la inhiben o reprimen. “Un elemento fundamental de la naturaleza humana es la necesidad de trabajo creativo, de búsqueda creativa, no limitada arbitrariamente por instituciones coercitivas. Una sociedad decente deberá maximizar la posibilidad de realización de esta característica humana fundamental” (ibid., p. 494). Un atributo metahistórico del Homo sapiens constituye, entonces, el perno de una posición política anarco-sindicalista. Y también el criterio en base al cual decidir si y cuando desatender las normas vigentes. La salvaguarda de la creatividad especie-específica es la idea reguladora que, por sí sola, puede legitimar la desobediencia civil. Admirable desde muchos ángulos, este intento de entrecruzar biología y praxis histórica es aún inconsistente.  Y hasta peligroso: otro científico que pusiese de relieve un aspecto distinto de la naturaleza humana, por ejemplo la búsqueda de seguridad, podría fomentar con igual derecho medidas políticas autoritarias y feroces. Juega un buen juego Foucault (un Foucault por una vez mimético en las confrontaciones con el marxismo) al poner en relieve las contradicciones que carga quien quiere proponer un modelo social ideal.

Las nociones de naturaleza humana, de justicia, de realización de la esencia humana, son nociones formadas en el interior de nuestra cultura, en nuestro tipo de saber, en nuestra forma de filosofía; en consecuencia, ellas forman parte de nuestro sistema de clases y no pueden ser válidas para describir o justificar una lucha que debería sacudir los fundamentos mismos de nuestra sociedad (ibid., p. 506).

La desobediencia civil no puede reivindicar un sempiterno fundamento biológico, siendo ante todo funcional al logro de objetivos que suceden precisa y solamente en una peculiar coyuntura histórica. “Antes que pensar en la lucha social en términos de justicia, conviene pensar en la justicia en términos de lucha social” (ibid., p. 502).

La discusión sostenida en Eindhoven provoca una sensación de incomodidad bastante permanente como para que resulte instructiva. Y quizá sea este su mayor valor. Al leer la trascripción del diálogo se comprueba una doble y concomitante insatisfacción. La reserva en las confrontaciones con ciertas afirmaciones de Chomsky no se traducen en un asentimiento a las objeciones que mueven a Foucault; y viceversa, la laguna advertida en la argumentación de este último no parece colmarse con las réplicas polémicas de su adversario. Conviene adecuarse, entonces, a un estado de indecisión, es más, de indecibilidad, no muy diferente, para entendernos, de aquel en que se halla quien es interrogado acerca de la verdad o falsedad del enunciado “Yo miento”.

Naturalmente, muchos lectores, chomskyanos fervientes o foucultianos de profesión, no están indecisos (así como nunca falta quien se obstina en reputar falso o proclamar verdadero al enunciado paradójico “Yo miento”). Los partidarios de Chomsky afirman que el coloquio de 1971 inaugura la declinación del relativismo historicista, culpable de haber disuelto la naturaleza humana en un caleidoscopio de diferencias culturales, como si fuese una pastilla de Alka Seltzer. Los adeptos de Foucault afirman, al contrario, que en Eindhoven ha sido batido el último de los innumerables intentos, al mismo tiempo ingenuos y pretenciosos, de hacer valer el mito de una realidad natural siempre igual a sí misma contra la densidad de la experiencia histórica. Pero de tal modo que, más que chocar, se eluden: como ya sucedió entre Chomsky y Foucault hace treinta años. Antes que reproducir infinitamente los movimientos de la antigua confrontación, es preferible bajar el telón sobre la incomodidad y la indecibilidad de lo que se dijo. Conviene hacer hincapié en la insatisfacción simultánea que producen las argumentaciones de ambos interlocutores. El ni-ni recorta un espacio vacío, digno de cualquier exploración; define con suficiente precisión, en suma, el ámbito de la historia natural.

Foucault tiene razón cuando señala la presencia de una hipoteca sociopolítica en todo discurso sobre la naturaleza humana. Pero no es justo utilizar esta constatación como prueba de la insubsistencia de la naturaleza humana. Es un caso clásico de inferencia que demuestra demasiado: ilegítima por exceso de celo. Que la metahistoria filogenética sea objeto de múltiples representaciones históricamente condicionadas, alguna de las cuales posean un tenor contingente, no implica de ningún modo su desintegración en cuanto metahistoria; nada aleja la persistencia de ciertas prerrogativas especie-específicas “desde el Cro-Magnon en adelante”. De acuerdo: el invariable biológico nunca puede ser separado del cambiante decurso histórico: pero no es este argumento suficiente para negar lo invariable como tal, o para desatender los modos en los que él-permaneciendo invariable- irrumpe sobre la superficie de los diversos sistemas sociales y productivos. He aquí la insatisfacción en la confrontación del Foucault de Eindhoven por parte quienquiera que tenga en el corazón la posibilidad de una historia natural, consiste, en última instancia, en el hecho que él entiende la recursividad con la que se manifiesta lo invariable en coyunturas históricas particulares como una afirmación de su...variabilidad (es decir, como una confutación del mismo invariable).

Pero hay más. Es incontrovertible la observación de Foucault según la cual la naturaleza humana, antes que constituir el objeto de la búsqueda, ha sido con frecuencia un mero “indicador epistemológico”, esto es, una grilla conceptual destinada a organizar preventivamente la mirada del investigador. Sin embargo, si no se quiere abandonar al más desenfrenado idealismo trascendental, se debe admitir que la existencia de categorías a priori (o grillas, o indicadores epistemológicos) presupone, ella también, una base biológica. Pongámoslo así: el “indicador epistemológico”, si no designa algún fenómeno determinado (inherente más bien al modo en que se estructura la representación), se apoya sobre una realidad empírica especie-específica: la facultad innata del lenguaje, las peculiares estructuras del pensamiento verbal, etc. pues bien, la naturaleza humana coincide totalmente con la realidad empírica que está a espaldas de los “indicadores epistemológicos”; no es algo distinto, entonces, del conjunto de condiciones materiales que subyacen a la formación de las categorías a priori. En un cierto momento Foucault dice:

Quizá la diferencia entre nosotros reside en el hecho de que cuando Chomsky habla de ciencia, piensa en la organización formal del conocimiento, mientras que yo hablo del conocimiento mismo, o sea del contenido de los diversos conocimientos dispersos en una sociedad particular, que impregnan esta sociedad y constituyen el fundamento de la educación, de las teorías, de las prácticas (ibid., p. 489).

Justo. Salvo agregar que la partida sobre la naturaleza humana se juega precisa y solamente alrededor de la “organización formal del conocimiento”. Mientras se queda enraizada en el “contenido de los diversos conocimientos” es fácil poner en duda la existencia de constantes metahistóricas. Fácil, pero también irrelevante.
La insatisfacción en las confrontaciones del Chomsky de Eindhoven se dice pronto: él reabsorbe lo variable en lo invariable, reduce la historia a la metahistoria. Podríamos expresarlo de modo más vago y circunspecto, pero la sustancia es esta. No conviene dejarse engañar por la genuina pasión política de la que da pruebas el autor de Syntactic Structures. Para Chomsky, una “sociedad decente” requiere de una corrección naturalista de las distorsiones producidas por la historia errabunda. Se ha visto: la creatividad del lenguaje (y, mediadamente, del trabajo y de la investigación científica), es un requisito innato del Homo sapiens, que debe ser siempre reafirmado contra las pretensiones, injustas por ser innaturales, de este o aquel sistema de poder. Deducir un ideal sociopolítico del invariable biológico significa, en efecto, exorcizar la variabilidad social y política, a al menos tener frenado el mal que ella trae consigo. Igualitaria, para Chomsky, sería la organización social que no se alejase un palmo de la metahistoria, coincidiendo punto por punto con aquellos rasgos distintivos del animal humano que persisten inmutables desde el Cro-Magnon. Frente a este lío rousseauniano, no es posible afirmar que conviene ocuparse sólo de las teorías lingüísticas de Chomsky, no de sus reflexiones políticas. Esa astucia, adecuada para un concurso universitario, sería sin embargo injusta para con la vida como con la obra del mismo Chomsky. Que el nexo entre facultad del lenguaje y acción política propuesto por él resulta inaceptable no dispone tanto en contra de su política, como contra su modo de concebir la facultad del lenguaje (y, por consiguiente, la invariable naturaleza humana). La pregunta filosóficamente relevante suena así: ¿cuáles aspectos de la lingüística chomskyana obstruyen desde el principio la posibilidad de articular una relación creíble entre innato y adquirido, invariable y variable, metahistórico e histórico? ¿Cuáles aspectos de esta lingüística resultan incompatibles, en consecuencia, con una historiografía naturalista?

Me parece que son dos las cuestiones neurálgicas. En primer lugar: si se atribuye a la facultad del lenguaje una gramática definida (a pesar de ser “universal”), es decir, un conjunto de reglas y esquemas, ella se asemejará a una lengua histórica, a al menos a la media ponderada de las lenguas históricas, perdiendo así lo que es más suyo: el status de potencialidad aún indeterminada, de genérica disposición fisiológica a la articulación verbal. Este deslizamiento implica consecuencias fatales. La metahistórica facultad del lenguaje, reducida a mínimo común denominador de las lenguas, introduce subrepticiamente en sí un cierto número de caracteres propiamente históricos. Con una doble desventaja: debilitamiento de la metahistoria y congelamiento de la historia. Al atenuarse la distinción entre “desde siempre” invariable y contingente “precisamente ahora”, no puede más que prevalecer una región intermedia en la cual la biología provee directamente los criterios de la justicia social. Para restablecer aquella distinción, y dar a cada uno lo suyo, conviene ante todo descartar la idea de que la metahistórica naturaleza humana consista en la “creatividad de los usos lingüísticos”, o en otras propiedades sobresalientes, aislables como pepitas de un peculiar peso específico. La facultad del lenguaje garantiza la historicidad del animal humano, o sea las condiciones de posibilidad de la historia, pero no funda de ningún modo uno u otro modelo de sociedad o de política. Sobre todo esto volveremos más adelante (4).

Y vayamos a la segunda cuestión. Chomsky y la ciencia cognitiva instituyen un cortocircuito pernicioso entre especie e individuo aislado. No hay hesitaciones, es más, en identificar sin residuos ambos términos. En esto, lo sepan o no, son muy cristianos: “El paganismo piensa y comprende al individuo solamente como parte diferente del todo, de la especie, el cristianismo, al contrario, solamente en inmediata, indistinguible unidad con la especie. [...] Para los cristiano Dios es el concepto de la especie considerada como individuo” (Feuerbach 1841, pp. 165 y sig.). El error no está, desde luego, en tomar como punto de partida la mente lingüística individual, sino en desconocer o removerle sus caracteres transindividuales. Prestemos atención: por “transindividual” no se debe entender el conjunto de requisitos que acomunan al individuo con otros individuos, sino a lo que se refiere únicamente a la relación entre individuos, sin que pertenezca firmemente a ninguno de ellos en particular. La transindividualidad es el modo en que se articula, dentro de la propia mente individual, el salto entre especie e individuo. Ella es un espacio potencial todavía vacío, no un conjunto de propiedades positivas: estas últimas, lejos de situarse en un “entre”, constituyen el patrimonio exclusivo de un determinado Yo. En el singular, los aspectos transindividuales de la facultad del lenguaje, es decir de la naturaleza humana, se presentan inevitablemente como incompletad, laguna, potencialidad. Pues bien, estas características deficientes, pero innatas, señalan que la vida de la mente es, desde el principio, una vida pública. Haciendo desatendido la dimensión transindividual, Chomsky y los cognitivistas afirman que el intelecto del individuo es autosuficiente y, por lo tanto, despolitizado. En su libreto, la praxis social entra en escena sólo en el segundo acto, cuando interactúan mentes ya completas en sí mismas, esencialmente privadas. La esfera pública es entonces un optional [opcional], del que siempre se puede prescindir. El “animal que posee lenguaje” no es, en cuanto tal, un “animal político”. El estruendo de la historia no echa raíces en la naturaleza humana: al contrario, es en nombre de esta última que conviene esforzarse en amortiguar aquel barullo, enmendando las disonancias.


3. Invariable biológico y horizonte religioso.

La historia natural se ocupa de censar las formas más diversas con las que los presupuestos biológicos de nuestra especie afloran como tales sobre el plano empírico, encarnándose en fenómenos  sociopolíticos absolutamente contingentes. Presta particular atención al modo en que las condiciones filogenéticos que garantizan la historicidad del animal humano toma a veces la semblanza de hechos históricos bien determinados. Defiende con firmeza tanto la invariabilidad de lo invariable como la variabilidad de lo variable, excluyendo compromisos sólo en apariencia juiciosos. Para hacer valer la propia instancia, la historia natural debe rechazar en bloque las orientaciones opuestas o simétricas que se encontraron en la discusión de 1971. Debe rechazar una y otra orientación, pero en especial la alternativa que en conjunto configuran: o disolución de la metahistoria en la historia empírica (Foucault) o reabsorción de la historia en la metahistoria (Chomsky). Mientras en ámbito de las posibles elecciones parezca saturado de estas dos polaridades, la historia natural permanecerá como un inmigrante clandestino, sin derecho de ciudadanía.

Arreglar cuentas con Foucault y Chomsky habría sido muy complicado. Nos hemos limitado aquí a extrapolar el coloquio de Eindhoven, reconociendo en él el síntoma ejemplar de una parálisis que perdura hasta hoy. Lo que se ha pretendido es estilizar, y así aguzar, un problema teórico. Esta estilización requiere aún un paso, pero que ya no concierne al menos directamente, de los interlocutores de Eindhoven. Consideremos otra vez el brusco aut-aut ante el que estamos: o disolución de la metahistoria en la historia empírica o reabsorción de la historia en la metahistoria. Por extraño que pueda parecer, ambas opciones guardan algún notable nexo con una perspectiva mítico-religiosa. Nexo distinto en cada caso, sí, pero igualmente robusto.

La disolución historicista de la metahistoria prevé su pena de la represalia al reavivar el mito o la inclinación religiosa. La pretensión de reducir los rasgos distintivos de la especie Homo sapiens a las relaciones de producción y de poder tiene como consecuencia que del invariable biológico se hace cargo la liturgia, o una cultura impregnada de pulsiones teológicas. La primera naturaleza, si es compactada en los pliegues liliputienses de la denominada “segunda naturaleza”, halla una expresión indirecta, y un resarcimiento sarcástico, en la proliferación de valores que reivindican fieramente a la propia independencia de la praxis social y política. El materialismo histórico, fagocitando o aniquilando al materialismo naturalista, prepara efectivamente el propio auto de fe: fomenta la aparente deshistorificación de las formas de vida, y también la reedición de lo sacro en formato de bolsillo. Acerca de la vengativa metamorfosis de la metahistoria biológica en metahistoria religiosa se ha detenido Sebastiano Timpanaro: “En conjunto, creo que se puede constatar cómo todo desconocimiento de la biologicidad del hombre conduce a un contragolpe espiritualista, puesto que se termina a la fuerza atribuyendo al “espíritu” todo lo que no se logra explicar en términos económicos-sociales” (Timpanazo 1975, pp. 46 y sig.). Con un poco de ironía se podría decir que el auténtico punto de contacto entre “naturaleza” y “cultura” está garantizado, a menudo, por las formas más desencarnadas de la cultura: comenzando por la teología. Ya que a su modo subraya el peso de la metahistoria en los acontecimientos sociopolíticos, la dimensión religiosa es el calco negativo, o el sosías edulcorado, de la historia natural. En síntesis: señala la falta. Es por completo erróneo afirmar, como acontece con cierto marxismo pordiosero, que la religión esté destinada a marchitarse en una situación histórica que finalmente le de la espalda a la alienación económica. No la negación de la trascendencia, sino solamente la reformulación histórico-naturalista puede conferirle al ateísmo un caudal lógico. El otro lado de la praxis histórica, es decir eso que no depende de ella y siempre la sobrepasa, es su más acá: materia orgánica e inorgánica, sinapsis químicas, constitución fisiológica y disposiciones innatas del animal humano. El ateísmo deja de ser una instancia parasitaria y subalterna allí donde logra articular distintamente la relación entre metahistoria biológica e historia social, invariable y variable, “desde siempre” y “precisamente ahora”. No, por cierto, allí donde se encierra en el segundo término de esta dupla, omitiendo o ridiculizando el primero.

Pasemos ahora a lo otra posibilidad del aut-aut: reabsorber la historia cambiante en un conjunto de determinaciones inoxidables metahistóricas. En este caso, la religión no figura ya como pena de represalia, sino que se eleva nada menos que al rango de modelo operativo. Ernesto de Martino-tal como Mircea Eliade o Gerardus van der Leeuw-delinea así, en suma síntesis, el procedimiento mítico-religioso: “El rito es el comportamiento que remite siempre de nuevo el “esta vez” histórico al “una vez” metahistórico, que es también “una vez para siempre”. [...] Lo histórico es resuelto en un metahistórico idéntico que se reitera” (de Martino 1977, p. 378). La inquietante metástasis del devenir es vigilada evocando a lo que permanece inmutable, y se repite incesantemente, desde siempre: ab illo tempore, recitan las fórmulas litúrgicas; “desde el Cro-Magnon en adelante”, dice Chomsky. La incertidumbre de la que es presa quien debe vérselas con eventos contingentes e imponderables puede ser calmada rarefaciendo la trama de la historia (poco importa si mediante expedientes rituales o epistemológicos), de modo de conectar la situación actual con el comienzo de todas las cosas (creación del cosmos, bagaje filogenético del Homo sapiens, o cualquier otro). La empresa ahora en curso trae legitimidad y valor de la persistente intimidad que la liga a un “entonces” mítico, es decir a un estado anterior al que se le atribuye la invariabilidad del arquetipo. Así, la política destinada a defender la innata “creatividad de los usos lingüísticos” de toda ingerencia del poder, ¿no hace más que levantar un presupuesto inmutable contra los estados de cosas que parecen apartarse? Esta política, derivada directamente de ciertas prerrogativas especie-específicas del animal humano, en “una técnica del retorno hacia atrás, que retoma el perverso pasado y atenúa la historicidad del devenir” (ibid., p. 390). Más prudentes y, sobre todo, menos generosos que Chomsky, sus discípulos cognitivistas han renunciado a semejante deducción, cortando al ras toda relación residual entre metahistoria biológica y praxis política. Pero no hay ninguna diferencia sustancial entre el triste intento de conformar el “esta vez” contingente al “una vez para siempre” especie-específico, y la franca expulsión del “esta vez” del horizonte de la búsqueda. En su conjunto, la ideología cognitivista ha desplegado un papel análogo al pensamiento mítico-religioso (que, por otra parte, ha sido un competente administrador delegado por la invariable naturaleza humana): el reclamo por el arquetipo biológico sirve, a menudo y de buena gana, para escapar de la inquietud suscitada por las paradojas que medran en la actualidad sociopolítica.


4. Facultad del lenguaje.

La historia natural tiene su banco de pruebas decisivo en el modo de concebir la facultad del lenguaje. Para decirlo de una vez, es esta mi convicción: la existencia de una facultad genérica distinta de la miríada de lenguas bien definidas, afirma límpidamente la índole no especializada del animal humano, es decir, su familiaridad innata con una dynamis, potencia, nunca pasible de realizaciones exhaustivas. Pobreza de instintos y potencialidad crónica: estos aspectos invariables de la naturaleza humana, deducibles de la facultad del lenguaje, implican la ilimitada variabilidad de las relaciones de producción y de las formas de vida, pero sin sugerir algún modelo de sociedad justa. En ellos enraíza, del Cro-Magnon en adelante, la extrema contingencia de la praxis política.

Diego Marconi, llamando la atención sobre el coloquio de Eindhoven, atribuye a Chomsky el mérito de haber confutado también en aquella ocasión al argumento cardinal del historicismo, parafraseado a grandes rasgos así: “la variedad de las lenguas testimonia la independencia del lenguaje de la biología; pero una lengua es el corazón de una cultura y el vehículo-sino la esencia-de una forma de pensamiento; entonces lo que en el hombre es natural (en el sentido biológico del término) no determina lo que en el hombre es propiamente humano, su pensamiento y su cultura” (Marconi 2001, pp. 127 y sig.). La confutación chomskyana, de la cual deriva el nuevo crédito acordado a la noción de “naturaleza humana”, consiste, como sabemos, en relevar la presencia de una facultad especie-específica, dotada de sus propias estructuras gramaticales, por debajo de las múltiples lenguas históricas. El acento puesto sobre la disposición congénita al lenguaje ha hecho justicia, según Marconi, a la teoría según la cual “la humanidad, más que una especie, era una capacidad de interpretación” (ibid., p. 127). ¿Pero qué es, efectivamente, la facultad del lenguaje? Una vez admitido sin inquietudes su carácter biológico, queda aún abierta la cuestión principal: ¿la facultad es lo mismo que la realidad última de las lenguas históricas, o constituye solamente su condición de posibilidad? ¿Debemos vernos con una convexidad evidente o, al contrario, con un espacio cóncavo aún indeterminado? En las próximas páginas nos limitaremos a señalar la que parece ser la dirección argumentativa más prometedora. Quede claro que señalar algo es diferente de recorrerlo. La exposición, necesariamente estenográfica, estará sembrada de algunas afirmaciones perentorias que sólo en broma podrían llamarse “tesis”.

a) Lo más importante es la diferencia no atenuable, es decir la inconmensurabilidad, que subsiste entre facultad de lenguaje y lenguas históricas determinadas. No son decisivos uno u otro término, tanto menos uno en desmedro del otro, sino su permanente descarte y su permanente entrecruzamiento.
Por “facultad” se entiende la capacidad de proferir sonidos articulados inherente a un cuerpo viviente, o sea el conjunto de requisitos fisiológicos que permiten producir una enunciación: boca liberada de tareas prensiles gracias a la postura erecta, descenso de la epiglotis, músculo lingual carnoso y móvil, ciertas propiedades del tracto vocal supralaríngeo, y otros. Por “lengua” se entiende, como es habitual, un particular sistema fonético, lexical, gramatical, del que ningún fragmento “podrá fundarse sobre algo distinto de su no-coincidencia con el resto” (Saussure 1922, p. 143).

La disputa sobre la naturaleza humana halla en esta pareja conceptual buena parte del propio arsenal. Hemos visto: quien valoriza la facultad le pone sordina a los cambios sociales y culturales, subrayando por sobre todo la existencia de un bosquejo invariable y metahistórico. Y viceversa, quien privilegia la lengua afirma que sólo en esta última, no en la auroral y rarefacta facultad, se puede aprehender el verdadero funcionamiento del lenguaje verbal y, por ende, el auténtico signo de reconocimiento del animal humano. Biológica la facultad, histórica la lengua; innata la primera, adquirida la segunda; atinente a la mente individual la primera, inconcebible por fuera del nexo social la otra. El juego está dado, los papeles de la comedia distribuidos. El lingüista de la facultad del lenguaje se ocupará del sustantivo “naturaleza”, el lingüista de la lengua del adjetivo “humana”. Obviamente, los protagonistas de la contienda, siendo tipos de mundo, no dejan de rendir homenaje a la pasión predominante del adversario. Pero sólo se trata de bon ton.

Pero la dupla facultad/lengua, evocada por ambas formaciones, no tarda en encogerse y evaporarse. Cualquiera que sea la importación prevalerte, los dos conceptos en cuestión dejan de ser, efectivamente, dos. Se debilitan hasta hacer desaparecer el hiato que los separa y distingue. Una de las polaridades termina por anexarse a la otra, reduciéndola a un corolario subalterno o una premisa débil: en un caso, la facultad-prototipo comprende en sí, como apéndices variopintos pero no esenciales, a las lenguas; en el otro, la lengua es el estadio final en que se resuelve la facultad para siempre, habiendo agotado la función propedéutica que le compete. Pareciera oportuno elaborar un esquema de razonamiento en el cual la asimilación de las dos antípodas resulte imposible. Quien busca incluir la lengua en la facultad o, al contrario, la facultad en la lengua, presupone inevitablemente que el incluyente y el incluido son afines y conmensurables. Pero no es así. Ni convergentes ni traducibles uno en el otro, facultad y lengua exhiben ante todo una persistente heterogeneidad. Y precisamente esta heterogeneidad impide todo tipo de reductio ad unum.

b) La facultad del lenguaje coincide en todo y por todo con la antigua noción filosófica de dynamis, potencia.
Facultad de lenguaje significa lenguaje en potencia o potencia de lenguaje. Complementarios y hasta indisolubles, acto y potencia son sin embargo términos completamente heterogéneos. Con “acto” se indica eso que es real y presente, contenidamente determinado, dotado de propiedades inconfundibles, mientras que con “potencia” se señala a eso que es ausente y todavía indefinido. Según la acepción original, dynamis es sinónimo de me einai: no ser, laguna, falta. Posee facultad del lenguaje sólo el ser viviente que carece de un repertorio de señales correlacionado de modo biunívoco con las diversas configuraciones, nocivas o propicias, del medio ambiente circundante.

Escribe Saussure: “La facultad del lenguaje es distinta de la lengua, pero no puede ejercerse sin ella. Con palabra se designa al acto del individuo que realiza su facultad por medio de aquella convención social que es la lengua” (Saussure 1922, p. 385 [cfr., el pasaje en ms 160 B Engler]). El descarte entre facultad y lengua no es cicatrizable precisamente porque la primera no posee ninguna manifestación autónoma. Si dispusiera de una realidad por su causa, con estructuras ramificadas y prestaciones peculiares, la facultad del lenguaje sería una lengua ancestral o arquetípica (un sánscrito de rostro universal, para entendernos): de modo que entre ella y las lenguas históricas subsiste solamente una diferencia de grado o de extensión, análoga a la que existe entre una clase y su subclase. Pero la facultad, considerada en sí, es inactual, careciente de determinaciones positivas, amorfa. La potencia es un todo sin partes, indivisible en alícuotas o porcentajes. Ella es a los actos correspondientes como un número irracional lo es a los racionales: en ambos casos está vigente la inconmensurabilidad (cfr. Virno 1999, pp. 69-71).

El lenguaje distinto de las lenguas históricas es, al mismo tiempo, biológico y solamente potencial. No un paisaje de la topografía detallada, sino la tierra de nadie de la que hacen experiencia directa el niño, el afásico, el traductor.

c) Es engañoso intercambiar la facultad del lenguaje por una protolengua hablada por toda la especie. Y no es menos afirmar que la facultad sea un mero antecedente cronológico de la lengua materna, propensa a desaparecer si dejar trazas una vez finalizado el aprendizaje de esta última. Lejos de extinguirse, la potencia-facultad coexiste con la lengua en acto, caracterizando así toda la experiencia del locutor.

En caso de que se identifique la facultad con un cierto número de estructuras circunstanciadas, no se trata realmente de la facultad sino del mínimo común denominador de las lenguas históricas. Se despeja entonces el parentesco entre afasia y facultad, equiparando injustamente el vacío poder-decir a un complejo de reglas muy generales que gobernarían todo decir. La indagación sobre la “gramática universal”, por fundamental que sea, no roza a la facultad como tal (concerniendo a lo sumo al pasaje de ella a la lengua singular).

En contra del otro posible malentendido, según el cual la facultad sería un interregno provisorio, se puede aducir una advertencia de Saussure: “es una idea completamente falsa creer que en materia de lenguaje el problema de los orígenes difiere del de las condiciones permanentes” (Saussure 1922, p. 18). La relación entre facultad y lengua, vacío y lleno, inactualidad y presencia no está confinada a la edad preescolar, sino que atraviesa sin pausa los discursos elegantes del locutor adulto. Dicho de otro modo: en la praxis lingüística perfectamente desarrollada sobrevive siempre un aspecto defectuoso o lagunoso. Es totalmente compartible cuanto escribe Fanco Lo Piparo sobre la afasia como “estado lingüístico permanente” de los hablantes:

Siendo el punto de partida de la humanidad la afasia o infantia linguae, las lenguas son el resultado, nunca llevado a término, de una progresiva y laboriosa construcción humana. El mecanismo que pone en movimiento el proceso psico-lingüístico es la tensión, jamás superada definitivamente, entre “pobreza de habla y necesidad de explicarse y hacerse entender” (Lo Piparo 1987, p. 6; cfr., también, Virno 1995, pp. 133-43).

El acceso al lenguaje no es un episodio inaugural y transitorio, sino un modo constante de expresar al mismo lenguaje. Emile Benveniste observa que cualquier locutor, al dar lugar a una enunciación, debe ante todo “apropiarse de la lengua” (Benveniste 1970, p. 98). Una fórmula instructiva, si se la toma al pie de la letra. Sería insensato apropiarse de algo que ya está establemente en nuestra posesión. La necesidad de apropiación perfila entonces un estado preliminar (no solo infantil, sino crónico) de carencia y afasia, del cual se debe salir cada vez. Este estado preliminar, señalado por el me einai, no es diferente de la indeterminada potentia loquendi: “antes de la enunciación la lengua no es más que posibilidad de lengua” (ibid., p. 99).

Por un lado, la facultad es una disposición genérica, exenta de esquemas gramaticales, irreducible a una masa más o menos extensa de enunciados eventuales, innata pero grosera, biológica pero solamente potencial. Por el otro, esta disposición genérica persiste, como un fondo imborrable, también cuando se domina con maestría una u otra lengua histórica. La potencia no es una laguna incidental, destinada a ser colmada antes o después. También si hablase sin pausa por centenares de años mi facultad del lenguaje permanecería igual, conservando sus caracteres sobresalientes: indeterminación, latencia, etc. La dynamis no se agota a causa de las palabras efectivamente pronunciadas. Ni se transforma nunca en un catálogo de ejecuciones predefinidas. La denominada “creatividad” del lenguaje, sobre la cual vuelve a menudo Chomsky, depende del permanente connubio de vacío y lleno, número irracional y número racional, potencial y acto; no de cierta propiedad positiva de una superlengua subyacente a la lengua materna.

d) La facultad de lenguaje comprueba la pobreza instintiva del animal humano, su carácter indefinido, la constante desorientación que lo distingue.
Los filósofos cuya brújula apunta hacia Chomsky sostienen que la facultad del lenguaje es un instinto altamente especializado. Y precisan, todos al unísono, que se trata de una especialización a la polivalencia y a la generalización, o también, aunque sea lo mismo, de un instinto para adoptar comportamientos no prefijados. Ahora, afirmar que el animal lingüístico es supremamente hábil en...dejando de lado toda habilidad particular, sólo significa participar en el festival internacional del sofisma. Es cierto, la facultad del lenguaje es una dotación biológica innata. Pero no todo lo que es innato posee las prerrogativas de un instinto unívoco y detallado. La capacidad de hablar, siendo congénita, es solamente dynamis, potencia. Y la potencia, en sentido propio, o sea distinta de una categoría bien definida de prestaciones hipotéticas, coincide con un estado de indeterminación y de incertidumbre. El animal que posee lenguaje es un animal potencia. Pero el animal potencial es un animal no especializado.

El concepto de potencia recapitula del modo más pertinente, e ilumina con  nuevas luces, algunos notables resultados de la investigación biológica (Bolk, Portmann, Gould), paleontológica (Leroi-Gourhan), antropológica (Gehlen, pero antes Herder). Basten aquí dos citas, cuya función es apenas iconográfica. Escribe Leroi-Gourhan (1964, pp. 140 y sig.):

De ser continuada en el sentido de una corticalización cada vez más acentuada del sistema neuromotor, la evolución, para el hombre, habría concluido con un ser parangonable a los insectos más evolucionados. Al contrario, las áreas motoras son estados superados de zonas de asociación, de las más diversas características que, en vez de orientar al cerebro hacia una especialización técnica siempre más acentuada, lo han abierto a la posibilidad de generalizaciones ilimitadas, por lo menos en comparación con los demás de la evolución zoológica. Durante todo el curso de su evolución, a partir de los reptiles, el hombre aparece como heredero de aquella criatura que ha huido de la especialización anatómica. Ni los dientes, ni las manos, ni los pies, y ni siquiera el cerebro han alcanzado en él el alto grado de perfección de los dientes del mamut, las manos y los pies del caballo, el cerebro de algunas aves, de modo que él ha permanecido capaz de todas las acciones posibles.

La penuria de los instintos especializados, signo distintivo del Homo sapiens, se desplaza en primer lugar por la facultad del lenguaje. Sobre este punto ha insistido Herder (1770, pp. 46, 58):

Que el hombre, en cuanto a fuerza y seguridad de sus instintos, sea muy inferior a los animales; que, al contrario, no posea aquellos que nosotros, refiriéndonos a tantas especies animales, llamamos actitudes e instintos técnicos innatos, es un hecho concreto. [...] El hombre ¿qué lenguaje posee instintivamente, tal como todos los animales, en su interior y en conformidad con la propia especie, posee uno propio? La respuesta es neta: ninguno. Y precisamente esta respuesta neta es decisiva. [...] La abeja zumba tanto como liba, el pájaro canta tanto como nidifica, pero ¿cómo habla el hombre por naturaleza? No habla, como por otra parte poco o nada hace con el instinto absoluto [...]. Aparte de los mecanismos de su mecanismo sensitivo, el neonato es mudo.

Potencialidad, por consiguiente no especialización. La base filogenético tanto de una como de otra es la neotenia, o sea la “persistencia de rasgos juveniles también en sujetos adultos, debida a un retraso del desarrollo somático” (Gould 1977, p. 483). El carácter genérico y lacunoso del animal humano, la indecisión a la que es afecto, en suma, la dynamis que le es consustancial, echan raíces en ciertos primitivismos orgánicos y anatómicos, o, si se prefiere, en su incompletad congénita. El Homo sapiens es “un parto constitutivamente inmaduro” (cfr. Portmann 1965 y Mazzeo 2003) y, precisamente por esto, queda como “animal no definido” (Gehlen 1940, p. 43). Con las palabras de Eric H. Lennerberg:

En el cerebro del chimpancé, los eventos maduradores de la infancia difieren de los del hombre por el hecho de que en el nacimiento el cerebro del chimpancé es mucho más maduro, y probablemente todos sus parámetros son más estabilizados que los del hombre [...] Relacionada con la extensión de su proceso madurativo, se halla la hipótesis de que hombre constituiría una versión “fetalizada” del desarrollo más general de los primates (Lennerberg 1967, p. 99).

La neotenia explica la inestabilidad de nuestra especie, y también la necesidad de un aprendizaje ininterrumpido. A una infancia crónica le corresponde una inadaptación crónica, que deberá ser mitigada cada vez mediante dispositivos sociales y culturales. La infancia prolongada se identifica con el componente transindividual de la mente humana, sistemáticamente desconocido por la ciencia cognitivista. Recordemos: transindividual es lo que pertenece únicamente a la relación entre individuos. En el individuo, el “entre” existe solamente como vacío o laguna. Pues bien, este espacio insaturado y potencial, que garantiza desde el principio la publicidad de la mente, no es algo distinto de la “persistencia de rasgos juveniles también el los sujetos adultos”.

Las mejores confirmaciones de la neotenia pueden ser halladas en los autores más dispuestos a ponerla en duda. Un solo ejemplo: Konrad Lorenz. Este, al criticar la tesis de Gehlen según la cual un conjunto de carencias orgánicas induce al ser humano a adquirir técnicas adaptativas siempre nuevas, constata que muchas otras especies animales, abundando en instintos especializados, deben sin embargo pasar por una prolongada fase de aprendizaje. La infancia, con su plétora de posibilidades y sus procesos de adiestramiento, no sería entonces un estigma exclusivo del Homo sapiens. Excepto que, en el momento de efectuar la suma, el mismo Lorenz avala el único punto que en verdad importa en la tesis opuesta: la irreversibilidad o persistencia de la infancia específicamente humana.

Una cosa en particular distingue al comportamiento explorador de cualquier animal respecto al del hombre: se manifiesta sólo en el curso de una breve fase del desarrollo del animal. Todo lo que el cuervo adquiere en su primera fase de vida mediante la experimentación activa, de modo similar a la humana, se fija rápidamente en adiestramientos siempre poco modificables y adaptables de modo de no distinguirse casi de los comportamientos instintivos. [...]. En el hombre el comportamiento explorador perdura hasta cerca de la vejez: el hombre es, y permanece, un ser en devenir (Lorenz 1974, pp. 253-55).

A la neotenia, como a la no especialización y a todos los demás rasgos peculiares de nuestra especie, se llega partiendo de una adecuada comprensión del concepto de dynamis, potencia. Dirimente desde todo ángulo es la oposición radical entre potencia (infraccionable, tosca, duradera) y actos potenciales (no menos determinados que los actos reales en lo que concierne al contenido y la forma). Los animales no humanos disponen por cierto de un repertorio de actos potenciales, muchos de los cuales están sujetos a aprendizaje: el cocodrilo, que aún en la orilla puede aún nadar; el cuervo o la corneja aprenden un cierto número de operaciones virtuales para proporcionarse el alimento. Neoténico, o crónicamente infantil, es solamente el viviente que posee familiaridad con una dynamis permanente e inarticulada, intraducible en una serie de ejecuciones discretas (reales o eventuales). Solamente el viviente, por consiguiente, que debe resolver siempre de nuevo con el me einai, la inactualidad, la ausencia (cfr. Virno 1999, pp. 67 y sig.).

Radicada biológicamente en la neotenia, la potencialidad del animal humano posee su correlato objetivo en la ausencia de un ambiente circunscrito y bien delimitado en el cual introducirse con pericia innata, de una vez y para siempre. Si un ambiente es “el conjunto de las condiciones [...] que permiten a un determinado organismo sobrevivir gracias a su organización particular” (Gehlen 1983, p. 112) queda claro que un organismo no especializado es también un organismo desambientado. En él las percepciones no se convierten armónicamente en comportamientos unívocos, sino que dan lugar a una superabundancia de estímulos indiferenciados, no finalizados en una precisa tarea operativa. En una anotación incidental, Kafka ha escrito que los animales no humanos, encastrados como están en un habitat delimitado, parecen imperturbables y beatos porque “nunca han sido expulsados del paraíso terrestre”. No disponiendo de un nicho ecológico que prolongue su cuerpo como una prótesis, el animal humano se halla en un estado de inseguridad también allí donde no haya señales de peligros circundantes. Se puede coincidir con esta afirmación de Chomsky: “El modo en que nos desarrollamos no refleja la propiedad del ambiente físico, sino la de nuestra naturaleza esencial” (Chomsky 1988, p. 129). Pero a condición de agregar que “nuestra naturaleza esencial” está caracterizada en primer lugar por insubsistencia de un ambiente determinado y, por consiguiente, por una duradera desorientación.

La inestabilidad del animal humano no disminuye nunca. Por esto, la potencia permanece inalterada, sin agotarse en los actos correspondientes. Por esto, la genérica facultad del lenguaje, o sea el afásico poder-decir, no se resuelve en la lengua, sino que se hace valer como tal en cada enunciación particular. Contrariamente a cuanto sugiere un modo de expresarse familiar pero inadecuado, el acto no realiza la potencia, sino que se le opone (cfr. Virno 1999, pp. 71 y 92 y sig.). Cuando  se cumple una acción particular o se pronuncia un discurso puntual, se detiene por un momento la dynamis inarticulada, substrayéndose a la incertidumbre que ella implica. Una relación polémica, como se puede ver. Si la potencia es indeterminación y desambientación, el acto no la secunda, sino que se le opone y la aplasta.

5. Irrupción de la metahistoria en la praxis social: estado de excepción o rutina.

Hemos dicho al comienzo que el empeño principal de la historia natural consiste en coleccionar los eventos sociales y políticos en los que el animal humano es puesto en relación directa con la metahistoria, o sea con la inmodificable constitución biológica de su especie. Histórico-naturales son los fenómenos máximamente contingentes que muestran, en diversas formas pero con similar inmediatez, la invariable naturaleza humana. Las observaciones sobre la facultad del lenguaje expuestas hace poco permiten designar con mayor precisión la constante metahistórica a la que a veces se aplica, con un movimiento circular o reflejo, la propia praxis histórica. El invariable biológico que diferencia al animal humano del Cro-Magnon en adelante es la dynamis o potencia: la no especialización, la neotenia, la falta de un ambiente unívoco. Los problemas con que debe entrecruzarse la historia natural son ahora los siguientes: ¿en cuales fragmentos sociopolíticos aflora la no especialización biológica del Homo sapiens? ¿Cuándo y cómo el genérico poder-decir, distinto de la lengua histórica, asume un papel relevante dentro de un modo de producción peculiar? ¿Qué semblanzas económicas o éticas toma cada tanto la neotenia?

En las sociedades tradicionales, incluyendo en cierta medida a la industrial clásica, la potencialidad inarticulada goza de la típica apariencia de un estado de cosas empírico solamente en situación de emergencia, es decir en el curso de una crisis. En condiciones ordinarias, el trasfondo biológico especie-específico es en cambio ocultado, o hasta contradicho, por la organización del trabajo y por pesadas costumbres comunicativas.

En suma, predomina una robusta discontinuidad, mejor dicho una antinomia, entre “naturaleza” y “cultura”. Quien objete que esta discontinuidad es sólo una mediocre invención cultural, imputable al bilioso antropocentrismo de los filósofos espiritualistas, facilitará enormemente su vida, desatendiendo la tarea sin dudas más interesante: individuar los motivos biológicos de la persistente bifurcación entre biología y sociedad. Un programa de naturalización de la mente y del lenguaje que renunciase a una explicación naturalista de la oposición entre “cultura” y “naturaleza”, prefiriendo reducir toda la cuestión a...un choque de ideas, daría pruebas de la más desfachatada incoherencia.

Atengámonos a formulaciones resabidas y hasta estereotipadas. Es potencial el organismo corpóreo que, careciendo de su propio ambiente, debe enfrentarse con un contexto vital siempre parcialmente indeterminado, es decir con un mundo en el cual la superabundancia de solicitudes perceptivas apenas llega a traducirse en un eficaz código operativo. El mundo no es un ambiente particularmente vasto y variado, ni la clase de todos los ambientes posibles: hay un mundo, por el contrario, solamente allí donde hace falta un ambiente. La praxis social y política ofrece un remedio provisorio (en modos variables y distintos) a esta falta, construyendo pseudoambientes en cuyo interior los estímulos omnilaterales e indiscriminados son seleccionados buscando acciones ventajosas. Esta praxis se opone, entonces, a su presupuesto invariable y metahistórico.

O mejor: lo afirma justamente en la medida en que lo corrige. Si quisiéramos utilizar un concepto extraído de la semiótica de Charles S. Peirce, podríamos decir que la cultura es un “Signo por Contraste” de humana la inexperiencia instintiva especie-específica: un signo que denota su objeto sólo en virtud de una reacción polémica a la cualidad de este último (cfr. Peirce 1931-58, p. 156). La exposición al mundo se evidencia, ante todo y por lo general, como necesaria inmunización del mundo, como adopción de conductas repetitivas y previsibles. La no especialización se explica como puntillosa división del trabajo, hipertrofia de papeles permanentes y de funciones unilaterales. La neotenia se manifiesta como defensa ético-política de la indecisión neoténica. En tanto dispositivo a su vez biológico (es decir, funcional a la conservación de la especie), la cultura se obstina en estabilizar al “animal indefinido”, en mitigar u ocultar su desambientación, a reducir la dynamis que lo caracteriza a un conjunto circunscrito de actos potenciales. La naturaleza humana es tal que implica a menudo un contraste entre sus expresiones y sus premisas.

Sobre este trasfondo, evocado aquí con la brevedad de un estribillo, se recorta el punto crucial, carente de matices y sutilezas. Ya nos ha hecho señas: en las sociedades tradicionales, lo invariable biológico (lenguaje distinto de la lengua, potencialidad cruda, no especialización, neotenia, etc.) adquiere una empalagosa visibilidad histórica cuando, y sólo cuando, una cierta disposición pseudoambiental es sometida a violentas tracciones transformadoras. He aquí el motivo por el cual la historia natural coincide habitualmente con la historia de un estado de excepción. Ella describe con exactitud la situación en la que una forma de vida pierde toda obviedad, tornándose problemática y friable. Es esta la situación el la cual las defensas culturales fracasan y se ve la obligación de subir por un momento a la “escena primaria” del proceso antropogenético. Es precisamente en tales coyunturas que la desambientación crónica del animal humano asume un relieve político contingente.

El desastre de una forma de vida, con la consiguiente irrupción de la metahistoria en el círculo de los hechos históricos, es lo que Ernesto de Martino, uno de los pocos filósofos originales del Novecientos italiano, ha llamado “apocalipsis cultural”. Esta última es la ocasión históricamente determinada (ruina económica, innovación tecnológica repentina, etc.) en la cual se torna visible a simple vista, y es colocada dramáticamente en tema, la diferencia misma entre facultad de lenguaje y lengua, potencialidad inarticulada y gramática bien estructurada, mundo y ambiente. Entre los múltiples síntomas con que se anuncia una “apocalipsis” según de Martino, hay uno de importancia estratégica para la historia natural. La destrucción de una constelación cultural provoca, entre otros, “un exceso de semanticidad no resoluble en significados determinados” (de Martino 1977, p. 9). Asistimos a una progresiva indeterminación de la palabra: resulta difícil “torcer el significante como posibilidad en el significado como realidad” (ibid., p. 632); el discurso, desvinculado de referencias unívocas, se carga de una “oscura alusividad”, entreteniéndose en el ámbito caótico del poder-decir (un poder-decir que supera a cualquier palabra dicha). Ahora, este “exceso de semanticidad no resoluble en significados determinados” equivale en todo a la facultad del lenguaje. En la crisis apocalíptica de una forma de vida, la facultad biológicamente innata exhibe abiertamente la brecha que siempre la separa de una u otra lengua definida. A la prominencia obtenida por el ondulante poder-decir corresponde la enorme fluidez de los estados de cosas y la incertidumbre creciente de los comportamientos. Escribe de Martino: “las cosas no se mantienen en sus límites domésticos, pierden su cotidiana operatividad, aparecen despojadas de toda memoria posible de conductas” (ibid., p. 91).

El mundo, ya no filtrado selectivamente por un conjunto de costumbres culturales, se muestra como un contexto amorfo y enigmático. He allí donde la conflagración de un ordenamiento ético-social revela dos aspectos, correlacionados, de la invariable “naturaleza humana”: facultad del lenguaje distinta de la lengua, mundo opuesto a cualquier (pseudo)-ambiente. Pero esta doble revelación es transitoria y parentética. El apocalipsis, o estado de excepción, tiene su salida final en la institución de nuevos nichos culturales, a fin de ocultar y amortiguar una vez más el “desde siempre” biológico, es decir, la dynamis inarticulada y caótica.

Lo que se ha dicho aquí vale únicamente para las sociedades tradicionales. El capitalismo contemporáneo ha modificado hasta la raíz la relación entre prerrogativas filogenéticas inalterables y praxis histórica. Las formas de vida hoy prevalentes no ocultan, sino que ostentan sin demoras los rasgos diferenciales de nuestra especie. La actual organización del trabajo no atenúa la desorientación y la inestabilidad del animal humano, sino que, al contrario, la extrema y valoriza sistemáticamente. La potencialidad amorfa, es decir la persistencia crónica de caracteres infantiles, no relampaguea amenazadoramente en el curso de una crisis, sino que infiltra todos los pliegues de la más trillada rutina. La sociedad de las comunicaciones generalizadas, lejos de temerle, obtiene beneficios del “exceso de semanticidad no resoluble en significados determinados”, confiriéndole entonces un máximo relieve a la indeterminada facultad del lenguaje. Según Hegel, la primera tarea de la filosofía es aferrar el propio tiempo con el pensamiento. El precepto proverbial, similar a la tiza que cruje contra el pizarrón para quien se deleita en estudiar la mente ahistórica del individuo aislado, se actualiza así: tarea prominente de la filosofía es ponerse al frente de la inédita superposición entre eterno y contingente, invariable biológico y variable sociopolítico, que denota de modo exclusivo a la época actual.

Digamos además: es precisamente esta superposición la que explica el renovado prestigio que rodea, en cualquier década, a la noción de “naturaleza humana”. Este no depende de admirables estremecimientos telúricos dentro de la comunidad científica (la impiadosa crítica que Chomsky dirige al Verbal Behavior de Skinner o algún otro), sino de un conjunto de condiciones sociales, económicas, políticas. Creer lo contrario es una mayúscula demostración de idealismo culturalista (muy académico, además) por parte de lo que nunca dejan de chillar por un programa de naturalización de la mente y el lenguaje. La naturaleza humana retorna al centro de la atención ya no por ocuparse de biología y no de historia, sino porque las prerrogativas biológicas del animal humano han adquirido un inesperado relieve histórico en el actual proceso productivo. Por lo tanto, porque hay una peculiar manifestación empírica de ciertas constantes filogenéticas, metahistóricas, que marcan la existencia del Homo sapiens. Si es por cierto oportuna una explicación naturalista de la autonomía atinente a la “cultura” en las sociedades tradicionales, no lo es menos una explicación histórica de la centralidad obtenida por la “naturaleza” (humana) dentro del capitalismo posfordista.

En nuestra época, la historia natural no tiene por objeto un estado de emergencia, sino la administración ordinaria. Antes que detenerse en la exfoliación de una constelación cultural, ahora debe ocuparse de su plena vigencia. No se limita a hurgar en los “apocalipsis culturales”, sino que estrecha la presa sobre la totalidad de los sucesos contemporáneos. Como la metahistoria biológica no irrumpe más junto al límite de las formas de vida, allí donde ellas se resquebrajan y giran en vacío, sino que domina establemente en el centro geométrico, asegurando su funcionamiento regular, todos los fenómenos sociales pueden ser considerados con justeza fenómenos histórico-naturales.

La carencia de instintos especializados y la penuria de un ambiente circunstanciado, siempre igual desde el Cro-Magnon, aparecen explícitamente, hoy, como distinguidos recursos económicos. No es difícil constatar la correspondencia teatral entre ciertos caracteres sobresalientes de la “naturaleza humana” y las categorías sociológicas que más le sientan a la actual situación. La no especialización biológica del Homo sapiens no permanece sobre el fondo, sino que gana la mayor emergencia histórica como flexibilidad universal, que poseen las prestaciones laborales. El único talento profesional que realmente cuenta en la producción posfordista es la costumbre de no contraer costumbres duraderas, o sea la capacidad de reaccionar tempestivamente ante lo inesperado. Una competencia unívoca, modulada en detalle, constituye ahora un auténtico handicap [ventaja] para quien se ve obligado a vender su fuerza de trabajo. Y más aún: la neotenia, es decir la infancia crónica y la conexa necesidad de un adiestramiento continuado, traspasa linealmente, sin mediaciones de ninguna clase, las reglas sociales de la formación ininterrumpida. Las carencias del “parto constitutivamente prematuro” se convierten en virtudes productivas. No importa lo que se aprende de a poco (papeles, técnicas, etc.) sino la exhibición de la pura potencia de aprender, siempre excedente respecto a sus actuaciones particulares. Es totalmente evidente, además, que la precariedad permanente de los empleos, y además la inestabilidad experimentada por los inmigrantes contemporáneos, reflejan en un modo históricamente determinado la ausencia congénita de un habitat uniforme y previsible (cfr. Mezzadra 2001). Precariedad y nomadismo ponen al desnudo sobre el plano social la presión incesante y omnilateral de un mundo que no es jamás ambiente. E inducen una paradójica familiaridad con el flujo de estímulos perceptivos que no se dejan traducir en acciones unívocas. Esta superabundancia de solicitudes indiferenciadas no es verdadera en última instancia, sino en primera; no es un inconveniente a corregir, sino el terreno positivo de cultivo del actual proceso laboral. En fin, la consideración tal vez más relevante y comprensiva: la potencia inarticulada, no reducible a una serie de actos potenciales prefijados, toma un aspecto extrínseco, mejor dicho pragmático, en la mercancía fuerza de trabajo. Con este término se designa, en efecto, al conjunto de facultades psicofísicas genéricamente humanas, consideradas como mera dynameis aún no aplicada. La fuerza de trabajo hoy coincide en gran medida con la facultad del lenguaje (cfr. Virno 1986 y Marazzi 2002). Y la facultad del lenguaje, en cuanto fuerza de trabajo, muestra claramente su diferencia respecto de la lengua estructurada gramaticalmente. Facultad del lenguaje y fuerza de trabajo se colocan sobre la línea de confín entre biología e historia: y agreguemos que esta línea de confín ha asumido, en nuestra época, una precisa semblanza histórica.

Afirmar que la forma de vida contemporánea posee por emblema a la facultad del lenguaje, la no especialización, la neotenia, la desambientación, no significa sostener que ella esté desregulada. Todo lo contrario. La familiaridad con la potencialidad omnilateral exige, como inevitable contrapunto, la existencia de normas mucho más minuciosas que las  vigentes en un seudoambiente cultural. Normas tan minuciosas como para ser válidas tendencialmente para un único caso, una ocasión contingente e irreproducible. La flexibilidad de las prestaciones laborales implica la ilimitada variabilidad de las reglas, pero también, en el breve intervalo en que entran en vigencia, su paroxística rigidez. Se trata de reglas ad hoc, de modo de prescribir en detalle el modo de consumar una acción, y sólo esa. Es precisamente allí, donde logra su máximo relieve sociopolítico la innata facultad del lenguaje, que se manifiesta burlonamente como un conjunto de señales elementales, idóneas para enfrentar una eventualidad particular. El “exceso de semanticidad no resoluble en significados determinados” se vuelca, con frecuencia, en el recurso compulsivo a una fórmula estereotipada.  Asume así las formas, sólo en apariencia paradójicas, de un defecto de semanticidad. Esta oscilación depende, en sus dos polaridades, de la ausencia de pseudoambientes estables y bien articulados. El mundo, ya no oculto por un nicho cultural protector, se expresa en toda su indeterminación o potencialidad (exceso de semanticidad); pero esta indeterminación evidente, que se contiene y disminuye cada vez de modos distintos, provoca como reacción comportamientos disparadores, tics obsesivos, el drástico empobrecimiento del ars combinatoria, la inflación de normas lábiles pero férreas (defecto de semanticidad). La formación ininterrumpida y la precariedad de los empleos, si por una parte garantizan la plena exposición en el mundo, por otra fomentan la reducción recurrente de este último en una casa de muñecas espectral o repulsiva.

Esto explica el sorprendente connubio entre facultad del lenguaje y señales monocordes.
Recapitulemos. En las sociedades tradicionales, el invariable biológico es grabado en primer plano cuando una forma de vida implota o se disgrega; en el capitalismo contemporáneo, cuando todo funciona regularmente. La historia natural solo intenta registrar con la precisión de un sismógrafo las crisis y los estados de excepción, pero hoy se aplica, además, a la administración ordinaria del proceso productivo. En nuestra época, los requisitos biológicos del Homo sapiens (facultad del lenguaje, no especialización, neotenia, etc.) encajan punto por punto con las más significativas categorías sociológicas (fuerza de trabajo, flexibilidad, formación ininterrumpida, etc.).

El propósito de Adorno, citado al principio como un criterio metodológico, ha encontrado, hoy, una realización factual: “el ser histórico en su máxima determinación histórica, es decir allí donde resulta máximamente “histórico”, es en verdad, desde toda perspectiva, un “ser natural”; y viceversa, la naturaleza humana, “allí donde se obstina en persistir en el modo aparentemente más profundo como naturaleza”, es en verdad, desde toda perspectiva, un “ser histórico”. A la situación actual se corresponden sin esfuerzo dos breves frases de Marx, extraídas de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844. La primera dice: “Es evidente cómo la historia de la industria, la existencia objetiva de la industria, es el libro abierto de las fuerzas esenciales humanas, la psicología humana sensiblemente presente. [...] Una psicología que haya cerrado este libro no puede volverse una ciencia real” (Marx 1932, p. 232). Paráfrasis: la actual industria-basada en la neotenia, la facultad del lenguaje, la potencialidad- es la imagen extrovertida, empírica, pragmática, de la psiquis humana, de sus caracteres invariables y metahistóricos (comprendidos, por supuesto, aquellas características transindividuales acerca de los cuales la ciencia cognitiva permanece serenamente en la ignorancia). La actual industria constituye, entonces, el único manual fidedigno de filosofía de la mente.

Y aquí la segunda frase de Marx: “Toda la historia es la historia de la preparación para que el “hombre” se vuelva objeto de la conciencia sensible” (ibid., p. 233). Una vez eliminado el énfasis escatológico (la historia no prepara nada, seamos claros), parafraseamos así: en la época de la flexibilidad y de la formación continua, la naturaleza humana constituye ya una evidencia casi perceptiva, y también el contenido inmediato de la praxis social.

6. Materialismo y revelación. Por una semiótica de los fenómenos histórico-naturales.

Estando en el final nos parece oportuno volver sobre nuestros pasos, definiendo desde el inicio, pero con medios menos rudimentarios, el concepto de historia natural. El sendero recorrido debe darnos datos acerca del punto de partida. Todo el edificio está llamado a sostener ahora, entonces, el muro maestro del que depende. En las páginas precedentes e han indicado tanto las tendencias como la idiosincrasia de la historiografía naturalista, los caminos que ella descubre y los que bloquea, su índole constructiva y su vena polémica. De dicha historiografía se ha circundado, además, el campo de aplicación, registrando y analizando los fenómenos que constituyen su materia prima. Falta también una visión de conjunto. Y  una evaluación imparcial de la incidencia que la instancia histórico-naturalista puede tener sobre algunas cuestiones canónicas de la filosofía. El reconocimiento que ahora continuará, leído como continuación y desarrollo de las afirmaciones definitorias contenidas en el primer parágrafo de este capítulo, se despliega en cuatro direcciones limítrofes a las que corresponden otras tantas palabras-clave: a) semiótica; b) revelación; c) fenómeno; d) política.

a) La historia natural es una semiótica. Lo es porque toma lo variable como signo de lo invariable; porque denota lo biológico mediante su nombre social; porque toma en lo contingente una puntillosa contrafigura de lo eterno. Conviene sin embargo ilustrar las propiedades características de los signos histórico-naturales, es decir el modo específico en que ellos están por su referente. Recurro por brevedad a las categorías elaboradas por Peirce. La historia natural se ocupa de los fenómenos transitorios a los que se dedica como ícono de ciertas prerrogativas metahistóricas del animal humano. Íconos, decimos: no índices, ni mucho menos símbolos.
Hagamos el identikit de estas nociones semióticas, por otra parte muy notables, teniendo presente ahora la puesta en escena: lo que distingue al ícono del índice y del símbolo es también, al mismo tiempo, la discriminación que separa la historia natural de otras orientaciones filosóficas. Escribe Peirce: “Un Ícono es un signo que se refiere al Objeto que denota simplemente en virtud de sus propios caracteres [...]. Cualquier cosa, ya sea cualidad, o individuo existente, o leyes, es un Ícono de algo, en la medida en que es similar a aquella cosa” (Peirce 1931-58, p. 140). Son tres los atributos más vistosos del ícono: persuasiva analogía con el objeto denotado, independencia causal de este ultimo, irreductibilidad parcial a las operaciones psíquicas de aquel que lo utiliza. Y vayamos al índice. El es un indicio, a veces hasta un efecto, del ente del que da cuenta: “no es la pura semejanza a su objeto lo que lo vuelve signo, sino la efectiva modificación súbita por parte del Objeto” (ibid.). Índice de la lluvia es el barómetro que registra la baja presión; índice de un visitante es el golpe en la puerta. El símbolo, luego, es un “signo convencional [...] instituido en base a un hábito adquirido o innato” (ibid., p. 169). Peirce afirma que nuestras palabras son todas, o casi todas, símbolos. El vocablo “pájaro” no se asemeja en nada al objeto que designa (por lo tanto no es el ícono), ni tampoco es un indicio de su presencia: si realmente denota a un volátil es sólo gracias a un procedimiento mental autónomo del “interpretante”. A diferencia del índice, “físicamente conexo” a su referente (no tan rara vez como a la propia causa eficiente), el ícono no tiene “ninguna conexión dinámica con el objeto que representa” (ibid., p. 170). A diferencia del símbolo, el ícono no es el resultado exclusivo de un acto psíquico, puesto que “simplemente denota en virtud de sus propios caracteres”.

Algunos hechos empíricos, históricamente determinados, son íconos de la invariable naturaleza humana. Así es posible constatar una semejanza objetiva entre esos hechos y uno u otro aspecto de esta naturaleza. Ejemplo: la actual flexibilidad de las prestaciones laborales denota la no especialización biológica del animal humano precisa y solamente porque llama analógicamente a sus rasgos esenciales (carencia instintiva, indecisión, adaptabilidad, etc.). A la par de cualquier ícono genuino, la flexibilidad es independiente, desde una perspectiva causal, del referente metahistórico al que se asemeja: no es provocada por la no especialización biológica, sino que constituye el logro contingente y controvertido de las relaciones de producción contemporáneas.

Además, junto a cualquier genuino ícono, la flexibilidad no es un signo convencional, no siendo entonces reducible por completo a los procesos psíquicos del historiógrafo. Lamente del “interpretante” aprehende la afinidad material entre el ícono y el objeto, pero no la instituye. Conviene agregar, para completar, que a los fenómenos histórico-naturales-descifrables sólo mediante conceptos sociopolíticos pero parecidos a una estructura metahistórica- se agregan las especies en las que, según Peirce (ibid., pp. 156-59), se subdivide el ícono: imagen y diagrama. La imagen es el signo icónico que reproduce fielmente la cosa denotada por medio de sus “cualidades simples” (el aspecto físico, los rasgos fisonómicos, etc.). El diagrama, al contrario, es el signo icónico que tiene en común con el propio referente solamente una relación entre las partes (pensemos en una mapa o una ecuación algebraica). La fuerza de trabajo genérica, no equiparable a un conjunto prefijado de funciones eventuales, es la imagen histórica de la potencialidad inarticulada que distingue desde siempre al animal humano. Los “apocalipsis culturales” son diagramas históricos de la antropogénesis: exhiben en escala reducida la misma relación entre desorientación crónica (“exceso de semanticidad”) y creación de filtros culturales (comportamientos uniformes y previsibles) que se halla en la base de la hominación.

Vale la pena detenerse brevemente sobre los inconvenientes calamitosos en los que incurre quien intercambia la historia social y política por el índice del invariable biológico o, respectivamente, por su símbolo. Sólo así, mediante un contraste, puede advertirse plenamente la importancia filosófica del ícono. Consideremos el primer caso: la historia como índice de la metahistoria, la política como síntoma de la biología, el “precisamente ahora” como indicio del “desde siempre”. No diferentemente del golpe en la puerta o del barómetro que indica baja presión, los hechos históricos son tenidos por un efecto inmediato del objeto que denotan (los requisitos filogenéticos del Homo sapiens). La consecuencia es intuitiva: como el efecto remite imperativamente a su causa, así la historia-índice debe ser reconducida sin restos a la metahistoria, o sea a todo aquello que perdura “desde el Cro-Magnon en adelante”. En cuanto índice de la naturaleza humana, la praxis social y política no conserva ninguna autonomía, mereciendo un veredicto de irrelevancia epistemológica. ¿No es esta la posición de la ciencia cognitiva y, al menos en parte, del Chomsky de Eindhoven? Consideremos el segundo caso: la historia como símbolo de la metahistoria. El nexo entre sucesos contingentes y presupuestos biológicos se transforma ahora en un nexo solamente convencional, fruto de la “idea de la mente que usa el símbolo” (ibid., p. 170). Y puesto que la mente del historiógrafo está, ella misma, históricamente condicionada, lo invariable especie-específico al cual se refiere el símbolo equivale, en última instancia, a una construcción cultural, sujeta por definición a innumerables metamorfosis.

También aquí la consecuencia es intuitiva: la metahistoria se disuelve en la historia empírica. En cuanto es simbolizada por la praxis social y política, la naturaleza humana se presenta como un mito petulante y superfluo. ¿No es, esta, la posición de la hermenéutica y, al menos en parte, del Foucault del Eindhoven? A la historia-índice y a la historia-símbolo, ásperamente en conflicto entre ellas, se opone con similar intransigencia la historia-ícono.

b) La historia natural es la versión materialista, rigurosamente atea, de la Revelación teológica. Como la encarnación del Dios eterno en un cuerpo caduco es el hecho empírico sobre el que se vuelca la fe cristiana, así la vívida exhibición del invariable biológico en la praxis social y política es el hecho empírico al cual se aplica la historia natural. En ambos casos la metahistoria adopta semblanzas contingentes, pero sin deja de ser lo que es. Que se trate del creador del mundo o de las prerrogativas filogenéticas del animal humano, algo inalterable hace su aparición en un lábil hic et nunc, entra en escena como fenómeno entre los fenómenos, asume un aspecto que también hubiera podido ser muy diferente. Otras arrugas o manos podría haber tenido el Hijo, otras formas pudo recibir la manifestación histórica de la neotenia. La revelación de la naturaleza humana, tal como la parousia cristiana, tiene sus fibras hilvanadas por circunstancias particulares y por particulares conflictos políticos: no se cumple a pesar de esta particularidad sino gracias a ella. Único e irrepetible, o sea exquisitamente histórico, es el estado de cosas en el cual, cada tanto, lo implícito deviene explícito.

Queda claro que, para la historia natural, lo que se revela no es Dios, sino el inmutable fondo biológico de nuestra especie: la innata facultad del lenguaje y la ausencia congénita de un ambiente unívoco. Además, la revelación no trae consigo alguna salvación: su trámite concreto, por ejemplo la flexibilidad de la producción contemporánea, tiene muy poco de mesiánico.

La historiografía naturalista, habiendo metabolizado y rescrito la lógica de la revelación, le quita su fundamento a la filosofía trascendental. Aquella historiografía y esta filosofía se excluyen mutuamente, precisamente porque no son coextensivas, o sea porque se hacen cargo del mismo problema, pero dándole soluciones antitéticas. La relación entre eterno y contingente, invariable y variable, condiciones de posibilidad de la experiencia y fenómenos empíricos, puede ser concebida seriamente en clave trascendental o en clave histórico-naturalista. La legitimidad de un enfoque implica la ruina del otro. El contraste no concierne por cierto a la existencia de categorías trascendentales. La historiografía naturalista reconoce sin hesitación que la facultad del lenguaje es la condición a priori de todo género de discursos; y también, algo menos obvio, que las condiciones inmutables poseen características propias, muy distintas de las atribuibles  al cambiante condicionado. El contraste concierne a las eventuales manifestaciones empíricas de lo trascendental, es decir a la eventual revelación de lo eterno en lo contingente. La historiografía naturalista, que se hace fuerte en esta manifestación reveladora, afirma que las mismas condiciones de posibilidad de la experiencia constituyen, a veces, un objeto de experiencia directa.

El punto maestro de la filosofía trascendental es sostener que los presupuestos invariables de la praxis humana, de los cuales dependen los hechos y los estados de cosas, no se presentan jamás, a su vez, como hechos o estados de cosas. Los presupuestos permanecen confinados en sus escondidos “pre”, sin ser nunca, a su turno, “puestos”. Aquello que funda o posibilita todas las apariencias, en sí no aparece. El campo visual no puede ser visto, la historicidad no cae en el círculo de los eventos históricos, la facultad del lenguaje no es enunciable (“lo que en el lenguaje  expresa  el lenguaje no podemos expresarlo mediante el lenguaje” [Wittgenstein 1922, 4.121]). La historiografía naturalista, conformándose a la lógica de la revelación, refuta estas convicciones. Pero sin descuidar o vilipendiar la preocupación de donde se originan. Ella se cuida bien de reducir desenvueltamente lo invariable a variable, de equiparar el campo visual a la suma de los entes visibles, de intercambiar la historicidad por una colección de hechos históricos. La historiografía naturalista demuestra, ante todo, que lo trascendental, conservando sus típicas prerrogativas, dispone sin embargo de un peculiar correspondiente fenoménico propio. Son fenómenos empíricos que reproducen punto por punto la estructura ósea de lo trascendental; que delinean, como decíamos antes, la imagen o el diagrama. Más allá de ser el presupuesto, lo invariable se manifiesta, en cuanto tal, en uno u otro estado de cosas variable. No solo da lugar a los eventos más diversos, sino que, por ello, tiene lugar en el curso del tiempo, asumiendo una fisonomía evenemencial. El presupuesto invariable adquiere una facticidad y deviene, así, un post-puesto. Hay coyunturas históricas (apocalipsis culturales, etc.) que muestran como en una filigrana las condiciones de posibilidad de la historia. Hay aspectos de nuestros repetidos enunciados que ponen de relieve la indeterminada facultad del lenguaje; modos de decir que expresan adecuadamente “eso que se expresa en el lenguaje” (cfr., Sutra, cap. 2). En cierto sentido, entonces, somos objetos visibles que ostentan en sí el campo visual que los comprende. El fundamento trascendental, que vuelve posibles todas las apariencias, aparece a su vez: es más, se hace notar, atrae las miradas, instala el tema de su propia aparición, mereciendo por lo tanto aquel aumentativo de “aparente” que es llamativo.

Recordemos otra vez la disputa entre Foucault y Chomsky sobre la naturaleza humana. Y las dos opciones antagónicas que entonces se enfrentaron: disolución de la metahistoria en la historia empírica (Foucault), reabsorción de la historia en la metahistoria invariable (Chomsky). La historiografía naturalista, absolutamente insatisfecha con ambas orientaciones, contrapone a ellas la posibilidad de historicizar la metahistoria. Atención: afirmar que la metahistoria toma semblanzas históricas, dándose expresiones factuales y contingentes, no es diferente a afirmar que lo trascendental sea llamativo, es decir, que disponga de un equivalente empírico propio. Y como la vistosidad de lo trascendental no implica de ningún modo su abrogación en cuanto trascendental, así la historización de la metahistoria está muy lejos de postular el aniquilamiento de esta última, y ni siquiera su relativa languidez. Repitamos lo que ya debe ser obvio: historizar la metahistoria no significa otra cosa más que reconstruir los diversos modos en los que ella, en toda su efectiva invariabilidad, aflora sin embargo en el decurso histórico, constituyendo un campo operativo de la praxis social. Y esto, convengamos, es mucho más complicado e interesante que cualquier repudio exorcizante de la noción de “naturaleza humana”. Por otra parte, precisamente porque se manifiesta en el plano empírico-factual, volviéndose objeto de conflictos políticos, la metahistoria no puede reabsorber en sí misma la variabilidad de la historia contingente. Y mucho menos puede dictar el ideal de una sociedad justa.

En su momento hemos visto que las dos opciones teóricas enfrentadas en Eindhoven estaban objetivamente correlacionadas a un horizonte mítico-religioso. El intento de disolver la metahistoria (naturaleza humana, facultad innata del lenguaje, neotenia, etc.) en la historia social y política prevé, como su castigo en represalia, el restablecimiento o la agudización de pulsiones religiosas. El “desde siempre” invariable, removido del materialismo histórico, es puesto a cargo de la teología. Por su parte, la pretensión de reabsorber el mercurial “precisamente ahora” en el invariable metahistórico no hace más que recalcar servilmente la instancia mítica de un retorno a los orígenes. El arquetipo inmutable, al que sería remitida la proliferación incontrolable de los eventos históricos, cumple una evidente función apotropaica. La historia natural, en cuanto historización de la metahistoria, huye hacia el horizonte mítico-religioso. No se expone a la pena religiosa por represalia, puesto que da a la metahistoria biológica el relieve que le toca. No reedita inconscientemente el modelo mítico de una reducción del devenir a los arquetipos, ya que preserva la contingencia de los hechos históricos (hasta el punto de detenerse en el aspecto histórico-contingente que a veces le toca en suerte a la misma metahistoria filogenético). La historiografía naturalista es, entonces, atea: allí donde por “ateísmo” se entienda una cuestión lógica, no un capricho psicológico o una reacción polémica (cfr., infra, Apéndice). Lejos de quedarse como una jaculatoria del ochocientos, el ateísmo se unifica con la afirmada vistosidad de lo trascendental: coincide, entonces, con un empirismo a la enésima potencia, capaz de incluir entre sus posesiones hasta la condiciones de posibilidad de la experiencia. Pero entonces, se objetará con irritación, ¿por qué nunca se ha querido indicar un nexo entre historia natural y teología de la revelación? El motivo es simple: la misma idea de revelación plantea la superación radical de la teología, aunque aún en el ámbito teológico. No es una superación cualquiera, sino la única verosímil y perspicua. Solamente si asumen una forma empírica y contingente, no si se acantonan con gesto expeditivo, la metahistoria y lo trascendental eliminan toda apariencia sacra. La revelación fenoménica del invariable biológico desautoriza tanto a la posibilidad de refigurar a este último como un arquetipo que lleva siempre otra vez al devenir, como a la posibilidad de elevarlo o objeto de culto en cuanto insondable “excedente” respecto de las relaciones de producción y de poder. Es decir, desautoriza las dos posibilidades realmente religiosas. Por esto, la teología de la revelación presenta algún interés por el empirismo integral (lógicamente ateo) al que se atiene la historia natural. Sólo por esto, desde luego, pero no es poco.

c) Cuando se habla de fenómenos estéticos, o de fenómenos químicos, se recurre implícitamente a un criterio selectivo en base al cual los fenómenos en cuestión son, al mismo tiempo, calificados y circunscriptos. Lo mismo vale para los fenómenos histórico-naturales. Ellos no encajan con la totalidad de los fenómenos históricos o con la totalidad de los fenómenos naturales, pero configuran una región bien delimitada en la que rige la plena superposición entre unos y otros. La región, como sabemos, en que la historia, en lo que tiene de más histórico (lenguaje verbal, trabajo, política), refleja sin mediación alguna los aspectos más tercamente naturales, o sea no pasibles de transformaciones culturales, de la naturaleza humana. Lo que identifica a los fenómenos histórico-naturales, separándolos de todos los otros, es un conjunto de requisitos muy peculiares. Tras haberlos examinado uno por uno, de dichos requisitos se puede dar ahora la lista completa, de modo de tornar perceptibles el encadenamiento y la implicación recíproca. El catálogo es este.

Los fenómenos histórico-naturales son fenómenos icónicos. Tienen que ver con eventos contingentes que ofrecen, sin embargo, la imagen o el diagrama de una estructura especie-específica inmutable. De esta estructura, aquellos eventos no son nunca, en cambio, el índice (el efecto) ni el mero símbolo.

Los fenómenos histórico-naturales son fenómenos reveladores. Le confieren al invariable biológico una innegable prominencia social o ética. Trasladan el fondo al primer plano, vuelven extrínseco lo intrínseco, explícito lo implícito. Dan relieve político a lo que parecía una recóndita premisa metahistórica: facultad del lenguaje (biológica y solo potencial), no especialización del animal humano, neotenia, descarte entre “mundo” y “ambiente”.

Los fenómenos histórico-naturales son fenómenos trascendentales. Esta expresión, que a primera vista puede parecer una contradicción de términos, señala sin embargo el punto filosóficamente dirimente: la vistosidad (o facticidad) de lo trascendental. Los fenómenos histórico-naturales implican la posibilidad de hacer experiencia directa de las...condiciones de posibilidad de la experiencia.

Los fenómenos histórico-naturales son fenómenos reflexivos. Son lo mismo que las ocasiones en las que la praxis histórica sumen como contenido propio, o campo operativo, sus propios presupuestos biológicos; aquellos presupuestos (potencialidad, neotenia, etc.) que permiten la existencia de algo como una “praxis histórica”. En los fenómenos histórico-naturales, la especie mira su propia nuca, o, si se prefiere, reedita episodios cruciales de la antropogénesis. Eso es a lo que alude Marx cuando escribe que llega un momento en el que la naturaleza humana constituye, en cuanto tal, el objeto de la percepción sensible. Para evitar equívocos conviene, sin embargo, agregar una advertencia. No es la conciencia la que vuelve reflexivos a los fenómenos histórico-naturales: también en tal sentido el prejuicio trascendental debe ser abandonado. Al contrario, es la extrínseca reflexividad de estos fenómenos la que solicita y favorece ciertas prestaciones reflexivas de la conciencia.

Los fenómenos histórico-naturales son, en fin, fenómenos transindividuales. Fenómenos en los que se vuelve visible a plena vista la incompletud de la mente individual. No pudiendo ser jamás llenada por el singular, esta incompletud nos devuelve siempre a la praxis colectiva, a eso que sucede “entre” los individuos (sin ser inherente a ninguno de ellos en particular). La mente del individuo, en su constitución biológica originaria, es siempre más que individual: es precisamente transindividual. Y mejor aún: es pública.

Los fenómenos histórico-naturales ilustran la innata publicidad de la mente humana. Marx alude a la índole extrínseca del Yo cuando escribe que la industria es “la psicología humana sensiblemente presente”; o cuando, en un texto de la madurez, acuña el oxímoron “individuo social” (Marx 1939-41, p. 401; cfr., infra, cap. 7).

d) La historia natural, de por sí, no funda ni avala ninguna política. Resulta abusivo, y sobre todo veleidoso, todo intento de deducir linealmente de ella objetivos y tácticas. Pero es verdad que la historia natural indica con precisión cual es el terreno del conflicto político. Indica las cuestiones sobresalientes a propósito de las cuales pueden perfilarse alternativas radicales y ásperas contiendas. Todas las teorías políticas se miden, de hecho, con los apocalipsis culturales y con la revelación empírica de la metahistoria. Pero se miden en nombre de intereses contrastantes. Todas las teorías políticas otorgan la mayor atención a las situaciones en que la praxis humana se aplica del modo más directo al conjunto de requisitos que vuelven humana la praxis. Pero esta común atención da lugar a propósitos antipódicos, cuya realización depende de las relaciones de fuerza de que se sirven, no de su mayor o menor conformidad a la “naturaleza humana”. La política en general, y la contemporánea en modo exasperado, busca su materia prima en los fenómenos histórico-naturales, en los sucesos contingentes en que salen a la luz los rasgos distintivos de nuestra especie. La materia prima: ya no, repitámoslo de nuevo, un canon o un principio inspirador.

En vano Chomsky apela a la inalterable dotación biológica del Homo sapiens para corregir la injusticia insita en el capitalismo contemporáneo. Antes que constituir el aliciente o el parámetro de la eventual emancipación, la congénita “creatividad del lenguaje” se presenta hoy como un ingrediente de la organización despótica del trabajo; se presenta como un fructífero recurso económico (cfr. Virno 2002, pp. 49-65). En la medida en que consigue una inmediata consistencia empírica, el invariable biológico es parte del problema, no de la solución. Tanto la política que prolonga la opresión como la que quiere poner fin a la opresión, tienen íntima relación con la metahistoria encarnada en estados de cosas contingentes. La discriminación entre una y otra concierne, sobre todo, a las diversas formas que puede asumir la manifestación del “desde siempre” en el “precisamente ahora”. Que la congénita potencialidad del animal humano aparezca sin velos en el plano económico-social es un hecho irreversible; pero que dicha potencialidad, al aparecer, esté obligada a tomar la apariencia de la fuerza de trabajo no es, por cierto, un destino sin escapatoria. Se trata, al contrario, de una salida transitoria, contra la cual vale la pena batirse políticamente. Que la transindividualidad de la mente humana devenga una evidencia factual es una premisa ahora ineludible; pero que dicha transindividualidad, al volverse factualmente evidente, deba conformarse a las exigencias de la industria posfordista, pues bien, esto no debe darse por descontado. Del mismo modo, no está escrito en ningún lado que el ícono de la no-especialización biológica del animal humano continuará siendo, siempre, la servil flexibilidad de la que se jacta el actual proceso laboral. Y esto vale, obviamente, para todas las otras propiedades características de los fenómenos histórico-naturales. La historiografía naturalista no atenúa, sino acrecienta enormemente el peso específico de la acción política. El peso y la frágil dignidad.

7. Multitud y principio de individuación. 


1. El Uno y los Multi.


Las formas de vida contemporáneas afirman la disolución del concepto de “pueblo” y la renovada pertinencia del concepto de “multitud”. Estrella fija del gran debate del Seiscientos del que desciende gran parte de nuestro léxico ético-político, estos dos conceptos se colocan en las antípodas. El “pueblo” tiene una índole centrípeta, converge en una voluntad general, es la interfaz o el reverbero del Estado; la multitud es plural, aborrece la unidad política, no estipula pactos ni transfiere derechos al soberano, rehúsa la obediencia, se inclina hacia formas de democracia no representativa. En la multitud Hobbes reconoció a la mayor insidia para el aparato estatal (“Los ciudadanos, cuando se rebelan contra el Estado, son la multitud contra el pueblo” [Hobbes 1642, XII, 8]), Spinoza, la raíz de la libertad. Desde el Seiscientos en adelante, casi sin excepciones, ha prevalecido incondicionalmente el “pueblo”. La existencia política de los multi en cuanto multi ha sido suprimida del horizonte de la modernidad: no solo por los teóricos del Estado absoluto, sino también por Rousseau, de tradición liberal, del mismo movimiento socialista. Pero hoy la multitud toma su revancha, caracterizando todos los aspectos de la vida asociada: costumbres y mentalidad del trabajo posfordista, juegos lingüísticos, pasiones y afectos, modos de entender la acción colectiva. Cuando se constata esta revancha conviene evitar al menos un par de necedades. No es que la clase obrera se haya extinguido beatamente para dejar su lugar a los “multi”: más bien, y la cuestión es mucho más complicada e interesante, los obreros actuales, como tales, no poseen ya la fisonomía del pueblo, sino que ejemplifican a la perfección el modo de ser de la multitud. Además, afirmar que los “multi” caracterizan a las formas de vida contemporáneas no tiene nada de idílico: las caracterizan tanto para bien como para mal, en el servilismo como en el conflicto. Se trata de un modo de ser: distinto de aquel “popular”, es cierto, pero en sí no poco ambivalente, estando provisto también de sus propios venenos específicos.

La multitud no deja de lado con gesto desenvuelto la cuestión de lo universal, de lo común/compartido, en suma del Uno, sino que la recalifica de arriba abajo. Ante todo, se produce un vuelco en el orden de los factores: el pueblo tiende al Uno, los “multi” derivan del Uno. Para el pueblo la universalidad es una promesa, para los “multi” una premisa. Cambia, además, la misma definición de lo que es común/compartido. El Uno hacia donde gravita el pueblo es el Estado, el soberano, la voluntad general; el Uno que la multitud lleva a sus espaldas consiste, al contrario, en el lenguaje, en el intelecto como recurso público o interpsíquico, en las facultades genéricas de la especie. Si la multitud rehuye de la unidad estatal es solamente porque ella está relacionada con todos los demás Uno, preliminar antes que concluyente. Sobre esta relación, señalada otras veces en el pasado (cfr. Virno 1994 y 2002), es conveniente interrogarse más a fondo.

Una contribución importante es la ofrecida por Gilber Simondon, filósofo muy caro a Deleuze, hasta ahora casi desconocido fuera de Francia. Sus reflexiones versan sobre los procesos de individuación. La individuación, el pasaje de la genérica dotación psicosomática del animal humano a la configuración de una singularidad irrepetible, es quizá la categoría, más que ninguna otra, inherente a la multitud. Bien visto, la categoría de pueblo se aplica a una miríada de individuos no individuados, sobreentendidos como sustancias simples o átomos solipsísticos. Precisamente porque constituyen un punto de partida inmediato, o sea el éxito extremo de un proceso accidentado, tales individuos necesitan de la unidad/universalidad procurada por el conjunto estatal. Y viceversa, hablando de multitud se pone el acento precisamente en la individuación, en la derivación de cada uno de los “multi” de algo unitario/universal. Simondon, como además el psicólogo soviético Lev S. Vygotskij y el antropólogo italiano Ernesto de Martino, han colocado en el centro de la atención a dicha derivación. Para estos autores, la ontogénesis, la fase de desarrollo del “Yo” individual autoconciente, es prima filosofía, único análisis perspicuo del ser y del devenir. Y es antes filosofía la ontogénesis porque coincide en todo y por todo con el “principio de individuación”. La individuación permite delinear la diferente relación Uno/multi a la que se señalaba hace poco (diferente de la que identifica al Uno con el Estado). Ella, por lo tanto, es una categoría que concurre a fundar la noción ético-política de multitud.

Gastón Bachelard, uno de los mayores epistemólogos del siglo XX, ha escrito que la física cuántica es un “sujeto gramatical” para el que resulta oportuno emplear los más heterogéneos “predicados” filosóficos: si a un problema determinado se adapta un concepto de Hume, a otro le puede convenir, por qué no, una rama de la lógica hegeliana o una noción extraída de la psicología de la Gestalt. Igualmente, el modo de ser de la multitud debe ser calificado con atributos hallados en muy diversos ámbitos, tal vez hasta alternativos entre sí. Hallados, por ejemplo, en la antropología filosófica de Gehlen (inexperiencia biológica del animal humano, carencia de un “ambiente” definido, pobreza de instintos especializados), en las páginas de Ser y Tiempo dedicadas a la vida cotidiana (cháchara, curiosidad, equívoco, etc.), en las descripciones de los diversos juegos lingüísticos realizada por Wittgenstein en la Ricerche filosofiche. Todos estos, ejemplos opinables. Pero es indiscutible la importancia que asumen, como “predicados” del concepto de multitud, dos tesis de Gilbert Simondon:

1) el sujeto es una individuación siempre parcial e incompleta, consistiendo ante todo en el entrelazamiento mutable de aspectos preindividuales y aspectos efectivamente singulares;
2) la experiencia colectiva, lejos de señalar la decadencia o el eclipse, prosigue y afina la individuación. Omitiendo muchos otros (incluida la cuestión, obviamente central, de cómo se realiza, según Simondon, la individuación), vale la pena aquí concentrarse en esta tesis algo contra-intuitiva y hasta escabrosa.


2. Preindividual.

Volvamos a comenzar. La multitud es una red de individuos. El término “multi” indica un conjunto de singularidades contingentes. Estas singularidades no son, sin embargo, un hecho inapelable, sino el resultado complejo de un proceso de individuación. Es claro que el punto de partida de toda auténtica individuación es algo de no ahora individual. Eso que es único, irrepetible, lábil, proviene de cuanto, al contrario, es indiferenciado y genérico. Los rasgos peculiares de la individualidad hunden raíces en un conjunto de paradigmas universales. El sólo hablar de principium individuationis significa postular una inherencia estrecha entre el singular y una u otra forma de potencia anónima. Lo individual es efectivamente tal no porque se mantiene al margen de lo que es potente, como un zombie exangüe y rencoroso, sino porque es potencia individuada; y es potencia individuada porque es sólo una de las posibles individuaciones de la potencia.

Para fijar el antecedente de la individuación, Simondon emplea la expresión, nada críptica, de realidad preindividual. Cada uno de los “multi” posee familiaridad con este polo antitético. ¿Pero qué es, precisamente, el “preindividual”? Simondon escribe:

Se podría llamar naturaleza a esta realidad preindividual que el individuo leva consigo, esforzándose por encontrar en la palabra “naturaleza” el significado que le atribuían los filósofos presocráticos: los Fisiólogos iónicos tomaban el origen de todas las especies de ser, anterior a la individuación; la naturaleza es realidad de lo posible, con el aspecto de aquel apeiron del que Anaximandro hace manar a toda forma individuada. La Naturaleza no es lo opuesto al Hombre, sino la primera fase del ser, mientras que la segunda es la oposición entre individuo y ambiente (Simondon 1989, p. 158).

Naturaleza, apeiron (indeterminado), realidad de lo posible, un ser ahora privado de fases: y se podría continuar con variaciones sobre el tema. Pero aquí me parece oportuno proponer una definición autónoma de “preindividual”: no contradictoria con aquella de Simondon, desde luego, pero independiente de ella. No es difícil reconocer que, bajo la misma etiqueta, coexisten ámbitos y niveles muy distintos.
Preindividual es, en primer lugar, la percepción sensorial, la motilidad, el fondo biológico de la especie. Ha sido Merleau-Ponty, en su Fenomenología de la percepción, quien observó que “yo no tengo conciencia de ser el verdadero sujeto de mis sensaciones, más de lo que tengo conciencia de ser el verdadero sujeto de mi nacimiento y de mi muerte” (Merleau-Ponty 1945, p. 293). Y más: “la vista, el oído, el tacto, con sus campos, son anteriores y permanecen extraños a mi vida personal” (ibid., p. 451).

La sensación escapa a una descripción en primera persona: cuando percibo, no es un individuo individuado el que percibe, sino la especie como tal. A la motilidad y la sensibilidad se le adosa el pronombre anónimo “se”: se ve, se oye, se siente dolor o placer. Es cierto que la percepción posee a veces una tonalidad autorreflexiva: basta con pensar en el tacto, en aquel tocar que es siempre, también, un ser tocado por el objeto que se está manipulando. El que percibe, se advierte a sí mismo cuando se extiende hacia la cosa. Pero se trata de una autorreferencia sin individuación. Es la especie la que se auto-advierte en el manejo, no una singularidad autoconciente. Se equivoca quien, identificando dos conceptos independientes, afirma que, allí donde hay autorreflexión, se puede constatar también una individuación; o viceversa: que no habiendo individuación, no es lícito hablar de autorreflexión.

Preindividual, en un nivel más específico, es la lengua histórico-natural de la propia comunidad de pertenencia. La lengua es inherente a todos los locutores de una comunidad determinada, no diferente a un “ambiente” zoológico, o de un líquido amniótico tan envolvente como indiferenciado. La comunicación lingüística es intersubjetiva mucho antes que se componga de verdaderos “sujetos”. Siendo de todos y de ninguno, también le concierne el anónimo “se”: se habla. Ha sido sobre todo Vygotskij quien subrayó el carácter preindividual, o inmediatamente social, de la locución humana: el uso de la palabra, desde el principio, es interpsíquico, público, compartido, impersonal. Al contrario de cuanto afirmaba Piaget, no se trata de evadirse de una condición autista originaria (hiperindividual), entrando en el camino de una socialización progresiva: al contrario, el fulcro de la ontogénesis consiste, para Vygotskij, en el pasaje de una socialidad envolvente a la individuación del hablante: “el movimiento real del proceso de desarrollo del pensamiento se cumple no desde lo individual a lo socializado, sino desde lo socializado a lo individual” (Vygotskij 1934, p. 350). El reconocimiento del carácter preindividual (“interpsíquico”) de la lengua hace que Vygotskij se adelante a Wittgenstein en la confutación de cualquier “lenguaje privado”; además, y esto es lo que cuenta, permite incluirlo con todo derecho en la magra lista de pensadores que han colocado en el centro de la escena a la cuestión del principium individuationis. Tanto para Vygotskij como para Simondon, la “individuación psíquica”, (o sea la constitución del Yo autoconciente) sobreviene sobre el terreno lingüístico, no sobre el perceptivo. Dicho de otro modo: mientras que los preindividual insito en las sensaciones parece destinado a permanecer como tal perennemente, lo preindividual coincidente con la lengua es, por el contrario, susceptible de una diferenciación interna que tiene como resultado a la individualidad.

No es el caso de analizar críticamente aquí los modos en que, para Simondon y para Vygotskij se cumplimenta la singularización del hablante; ni mucho menos de incluir alguna hipótesis complementaria (pero cfr., supra, cap. 2, 9). Lo importante solo es fijar el descarte entre ámbito perceptivo (dotación biológica sin individuación) y ámbito lingüístico (dotación biológica como base de la individuación).

Preindividual es, en fin, la relación de producción dominante. En el capitalismo desarrollado, el proceso laboral moviliza los requisitos más universales de la especie: percepción, lenguaje, memoria, afectos. Papeles y funciones, en el ámbito posfordista, coinciden largamente con la “existencia genérica”, con el Gattungswesen del que hablan Feuerbach y el Marx de los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, a propósito de las facultades más basales del género humano. Preindividual es, por cierto, el conjunto de las fuerzas productivas. Pero entre ellas tiene un marcado relieve el pensamiento. El pensamiento objetivo, no correlacionable con este o aquel “yo” psicológico, cuya veracidad no depende del asentimiento de los individuos. Respecto de esto Gottleb ha utilizado una fórmula quizá torpe, pero eficaz: “pensamiento sin portador” (cfr. Frege 1918). Marx ha acuñado, al contrario, la expresión, famosa y controvertida, de general intellect, intelecto general: sólo que, para él, el general intellect (el saber abstracto, la ciencia, el conocimiento impersonal) es también “el eje central en la producción de la riqueza”, allí donde por “riqueza” debe entenderse, aquí y ahora, el plusvalor absoluto y relativo. El pensamiento sin portador, el general intellect, imprime su forma al “propio proceso vital de la sociedad” (Marx 1939-41, vol. II, p. 403), instituyendo jerarquías y relaciones de poder. En síntesis: es una realidad preindividual históricamente calificada (cfr. Virno 1994 e Illuminati 1996). Sobre este punto  no insistiremos más. Baste con tener presente que, al preindividual perceptivo y al lingüístico, es conveniente agregarles un preindividual histórico.


3. Sujeto anfibio.

El sujeto no coincide con el individuo individuado, pero siempre comprende en sí una cierta cuota ineliminable de realidad preindividual. Es un compuesto inestable, algo espurio. Esta es la primera de las dos tesis de Simondon sobre las que quiero llamar la atención. “Existe en los seres individuados una cierta carga de indeterminado, de realidad preindividual, que pasa por la operación de individuación sin ser efectivamente individuada. Se puede llamar naturaleza a esta carga de indeterminado” (Simondon 1989, p. 168). Es del todo erróneo reducir el sujeto a lo que en él hay de singular: “Se atribuye abusivamente el nombre de individuo a una realidad más compleja, la del sujeto completo, que lleva en sí además de la realidad individuada, un aspecto no individuado, preindividual, o sea natural” (ibid., p. 164). Lo preindividual es advertido ante todo como una especie de pasado irresoluto: la “realidad de lo posible”, de la que emerge la singularidad bien definida, persiste aún al lado de ésta última; la diacronía no excluye la concomitancia. Por otra parte, lo preindividual que entreteje íntimamente al sujeto se manifiesta como ambiente del individuo individuado. El contexto ambiental (perceptivo o lingüístico o histórico), donde se inscribe la experiencia del singular es, en efecto, un componente intrínseco (si se quiere: interior) del sujeto. El sujeto no tiene un ambiente, sino que es, en alguna parte suya (la no individuada), ambiente. Desde Locke a Fodor, las filosofías que desatendieron la realidad preindividual del sujeto, ignorando aquello que en él es ambiente, están destinadas a no encontrar nunca un camino entre “interno” y “externo”, entre Yo y mundo. Caen en el malentendido denunciado por Simondon; equiparar el sujeto al individuo individuado.

La noción de subjetividad es anfibia. El “yo hablo” convive con el “se habla”; lo irrepetible se entrelaza con lo recurrente y serial. Más precisamente, en la textura del sujeto figuran, como partes integrantes, la tonalidad anónima de lo percibido (la sensación como sensación de la especie), el carácter inmediatamente interpsíquico o “público” de la lengua materna, la participación en el impersonal general intellect. La coexistencia de preindividual e individuado dentro del sujeto es mediada, según Simondon, por los afectos. Emociones y pasiones señalan la provisoria integración de los dos lados. Pero también el eventual despegue: no faltan crisis, recesiones, catástrofes. Hay temor pánico, o angustia, cuando no se sabe componer los aspectos preindividuales de la propia experiencia con lo individuados:

En la angustia el sujeto se siente existir como problema por sí mismo, siente su división en naturaleza preindividual y ser individuado; el ser individuado es aquí y ahora, y este aquí y este ahora impiden a una infinidad de otros aquí y de otros ahora manifestarse: el sujeto toma conciencia de sí como naturaleza, como indeterminado (apeiron) que nunca podrá actualizarse en un hic et nunc, que nunca podrá vivir (ibid., p. 197).

Puede constatarse aquí una extraordinaria convergencia objetiva entre el análisis de Simondon y el diagnóstico de las “apocalipsis culturales” propuesto por Ernesto de Martino. El punto crucial, para de Martino como para Simondon, está en el hecho de que la ontogénesis, o sea, la individuación, nunca está garantizada para siempre: puede volver sobre sus pasos, debilitarse, conflagrar (cfr., Sutra, cap. 3). El “Yo pienso”, además de tener una génesis accidentada, es parcialmente retráctil, superado por lo que lo excede. Según de Martino, a veces lo preindividual parece sumergir al yo singularizado: este último es como aspirado en la anonimia del “si”. Otras, en forma opuesta y simétrica, se esfuerzan vanamente en reducir todos los aspectos preindividuales de la propia experiencia a la singularidad puntual. Las dos patologías-“catástrofe del confín yo-mundo en las dos modalidades de la irrupción del mundo en el hacerse y del deflujo del hacerse en el mundo” (de Martino 1977, p. 76- son solo los extremos de una oscilación que, en forma más contenida, es sin embargo constante e insuprimible.

Muchas veces el pensamiento crítico del Novecientos (pensamos en particular en la “escuela de Frankfurt”) ha entonado una endecha melancólica sobre el presunto alejamiento del individuo de las fuerzas productivas sociales, y también sobre su separación de la potencia insita en las facultades universales de la especie (lenguaje, pensamiento, etc.). La infelicidad del individuo ha sido imputada, por eso, a este alejamiento o separación. Una idea sugestiva, pero errónea. Las “pasiones tristes”, para decirlo junto con Spinoza, emergen sobre todo de la mayor vecindad, incluso la simbiosis, entre individuo individuado y preindividual, mientras que esta simbiosis se presenta como desequilibrio y laceración. En lo bueno y lo malo, la multitud muestra la mezcla inseparable de “yo” y “si”, singularidad irrepetible y anonimia de la especie, individuación y realidad preindividual. En lo bueno: cada uno de los “multi”, llevando lo universal sobre las espaldas, a modo de premisa o ante-hecho, no necesita de aquella universalidad postiza que es el Estado. En lo malo: cada uno de los “multi”, en cuanto sujeto anfibio, puede siempre vislumbrar en la propia realidad preindividual una amenaza, o al menos una fuente de inseguridad. El concepto ético-político de multitud está encarnado ya sea en el principio de individuación como en su incompletud constitutiva.

4. Marx, Vygotskij, Simondon: el concepto de “individuo social”.

En un célebre pasaje de los Grundrisse (el denominado “Fragmento sobre las máquinas”), Marx indica con el epíteto de “individuo social” al único protagonista verosímil de cualquier transformación radical del actual estado de cosas (cfr. Marx 1939-41, vol. II, pp. 389-403). A primera vista, el “individuo social” parece un bello oxímoron, una confusa mezcla de contrarios, en suma un manierismo hegeliano. Pero es posible  tomar este concepto al pie de la letra, a fin de hacer con él un instrumento de precisión para relevar modos de ser, inclinaciones y formas de vida contemporáneas. Pero esto es posible, en buena medida, gracias a las reflexiones de Simondon y de Vygotskij sobre el principio de individuación.

En el adjetivo “social” se debe reconocer la forma de aquella realidad preindividual que, según Simondon, pertenece a cada sujeto. Así como en el sustantivo “individuo” se reconoce la singularización sucedida a cada uno de los componentes de la multitud actual. Cuando habla de “individuo social”, Marx se refiere al entrelazado  entre “existencia genérica” (Gattungswsen) y experiencia irrepetible, que es el sello de la subjetividad. No es el caso si el “individuo social” hace su aparición en la misma página de los Grundrisse en que se introduce la noción de general intellect, de un “intelecto general” que constituye la premisa universal (o preindividual), y también la partitura común de las obras y los días de los “multi”. El lado social del “individuo social” es, sin dudas, el general intellect, o sea, con Frege, el “pensamiento sin portador”. Y no sólo: consiste también en el carácter interpsíquico, público, de la comunicación humana, enfocado con gran eficacia por Vygotskij. Además, si se traduce correctamente “social” como “preindividual”, convendrá reconocer que el individuo individuado del que habla Marx se recorta realmente sobre el fondo de la anónima percepción sensorial.

Social en fuerte sentido es tanto el conjunto de las fuerzas productivas históricamente definidas, como la dotación biológica de la especie. No se trata de una conjunción extrínseca, o de una mera superposición. Y hay más. El capitalismo plenamente desarrollado implica la plena coincidencia entre las fuerzas productivas y los otros dos tipos de realidad preindividual (el “se percibe” y el “se habla”). El concepto de fuerza de trabajo permite ver esta perfecta fusión: en cuanto genérica potencia física y lingüística-intelectiva de producir, la fuerza de trabajo es, sí, una determinación histórica, pero incluye en sí por completo a aquel apeiron, o naturaleza no individuada, de la cual discute Simondon, y también el carácter impersonal de la lengua, que Vygotskij ilustra a lo largo y a lo ancho. El “individuo social” señala la época en la que la convivencia de singular y preindividual deja de ser una hipótesis heurística, o un oculto presupuesto, y deviene fenómeno empírico, verdad echada a la superficie, dato de hecho pragmático. Se podría decir: la antropogénesis, o sea la propia constitución del animal humano, llega a manifestarse en el plano histórico-social, se hace por fin visible a simple vista, conoce una especie de revelación materialista. Las denominadas “condiciones trascendentales de la experiencia”, antes que permanecer en el fondo, pasan a primer plano y, lo más importante, devienen objeto de experiencia inmediata.

Una última observación, marginal pero no demasiado. El “individuo social” incorpora a las fuerzas productivas universales, pero declinándolas según modalidades diferenciadas y contingentes; es efectivamente individuado porque da una configuración singular, traduciéndola en una muy especial constelación de cogniciones y afectos. Por esto fracasa todo intento de circunscribir al individuo por la vía negativa: no es la amplitud de lo que se excluye sino la intensidad de lo que converge para connotarlo. Tampoco se trata de una positividad accidental y desregulada, inefable (por otra parte, nada es más monótono y menos individual que lo inefable). La individuación es escandida por la progresiva especificación, y también por la combinación excéntrica, de reglas y paradigmas generales: no es el agujero en la red, sino el lugar en que la malla es más densa. A propósito de la singularidad irrepetible, se podría hablar de un excedente de legislación. Para decirlo con la fraseología del epistemólogo, las leyes que califican lo individual no son ni “afirmaciones universales” (es decir, válidas para un complejo homogéneo de fenómenos), ni “afirmaciones existenciales” (relevamientos de datos empíricos por fuera de cualquier regularidad o esquema conector): son, en vez, verdaderas y propias leyes singulares. Leyes porque están dotadas de una estructura formal virtualmente comprensiva de una “especie” completa. Singulares porque son reglas de un único caso, no generalizables. Las leyes singulares refiguran lo individual con la precisión y la transparencia reservadas por norma a una “clase” lógica: pero una clase de un solo individuo.

Llamo multitud al conjunto de los “individuos sociales”. Hay  una especie de preciosa concatenación semántica entre la existencia política de los multi en cuanto multi, el antiguo problema filosófico sobre el principium individuationis, la noción marxista de “individuo social” (descifrada, con la ayuda de Simondon, como mezcla inextricable de singularidad contingente y realidad preindividual). Esta concatenación semántica permite redefinir en sus raíces naturaleza y funciones de la esfera pública y de la acción colectiva. Una redefinición que, como es obvio, desquicia el canon ético-político basado en el “pueblo” y la soberanía estatal. Se podría decir-junto con Marx, pero por fuera y en contra de buena parte del marxismo-que la “sustancia de las cosas esperadas” está en conferir la máxima importancia y el máximo valor a la existencia irrepetible de cada uno de los miembros singulares de la especie. Por paradojal que pueda parecer, aquella de Marx debe ser hoy entendida como una teoría rigurosa, realista y compleja del individuo. Es decir, como una teoría de la individuación.


5. El colectivo de la multitud.

Examinemos ahora la segunda tesis de Simondon. Ella no tiene precedentes. Es anti-intuitiva, es decir viola convicciones enraizadas en el sentido común (como sucede, por otra parte, con muchos otros “predicados” conceptuales de la multitud). Usualmente se considera que el individuo, apenas participa en un colectivo, debe abandonar al menos algunas de sus características propiamente individuales, renunciando a ciertos inescrutables y llamativos signos distintivos. En el colectivo, parece, la singularidad se destempla, disminuye, retrocede. Pues bien, a juicio de Simondon, esta es una superstición: epistemológicamente obtusa, éticamente sospechosa. Una superstición alimentada por aquellos que, descuidando con desenvoltura el proceso de individuación, presumen que el individuo es un punto de partida inmediato. Si, al contrario, se admite que el individuo proviene de su opuesto, de lo universal indiferenciado, el problema del colectivo toma otra apariencia. Para Simondon, contrariamente a cuanto afirma un sentido común deformado, la vida en grupo es la ocasión de una ulterior y más compleja individuación. Lejos de retroceder, la singularidad se afina y alcanza su culminación al actuar concertadamente, en la pluralidad de las voces, en suma, en la esfera pública.

El colectivo no menoscaba ni atenúa la individuación, sino que la prosigue, potenciándola enormemente. Esta prosecución concierne a la cuota de realidad preindividual que el primer proceso de individuación había dejado irresuelta. Escribe Simondon:

No se debe hablar de tendencias del individuo hacia el grupo; porque estas tendencias no son, hablando propiamente, tendencias del individuo en cuanto individuo, ellas son la no-resolución de los potenciales que han precedido la génesis del individuo. El ser que precede al individuo no ha sido individuado por entero; no ha sido totalmente resuelto en individuo y ambiente; el individuo ha conservado en sí algo de preindividual, puesto que todos los individuos poseen una especie de trasfondo no estructurado a partir del cual una nueva individuación podrá producirse (Simondon 1989, pp. 155 y sig., cursivas del autor).

Y ahora:”No ya como individuos los seres se correlacionan unos con otros en el colectivo, sino en cuanto sujetos, en cuanto seres que tienen en sí algo de preindividual” (ibid., p. 164). El grupo tiene su fundamento en el elemento preindividual (se percibe, se habla, etc.) presente en cada sujeto. Pero en el grupo la realidad preindividual entrelazada a la singularidad se individua a su vez, asumiendo una fisonomía peculiar.

La instancia del colectivo es también una instancia de individuación: la puesta en juego consiste en imprimir una forma contingente e inconfundible al apeiron (indeterminado), o sea a la “realidad de lo posible” que precede a la singularidad; al universo anónimo de la percepción sensorial; al “pensamiento sin portador” o general intellect. Lo preindividual, inamovible dentro del sujeto aislado, puede aún asumir un aspecto singularizado en las acciones y las emociones de los multi. Así como en un cuarteto el violoncelista, interactuando con los otros artistas ejecutantes, recibe algo de su propia partitura que hasta ese momento se le escapaba. Cada uno de los multi personaliza (parcial y provisoriamente) el propio componente impersonal por medio de las vicisitudes típicas de la experiencia pública. La exposición a los ojos de los otros, la acción política sin garantías, la familiaridad con lo posible y lo imprevisto, la amistad y la enemistad, todo eso ofrece al individuo la destreza para apropiarse en alguna medida del anónimo “si” del que proviene, para transformar en biografía inconfundible el Gattungswesen, la “existencia genérica” de la especie. Contrariamente a cuanto afirmaba Heidegger, es sólo en la esfera pública que se puede pasar del “si” al “si mismo”.

La individuación de segundo grado, que Simondon llama también “individuación colectiva” (un oxímoron afín al contenido en la expresión “individuo social”), es una cuña importante para pensar en modo adecuado la democracia no representativa. Puesto que el colectivo es teatro de una acentuada singularización de la experiencia, por lo tanto constituye el lugar donde puede finalmente explicarse lo que en cada vida humana es inconmensurable e irrepetible, nada de eso se presta a ser extrapolado o, peor aún, “delegado”. Pero atención: el colectivo de la multitud, en cuanto individuación del general intellect y del fondo biológico de la especie, es lo opuesto a cualquier anarquismo ingenuo. Confronta ante todo al modelo de la representación política, que con aquello de voluntad general y “soberanía popular” aparece como una intolerable (y a veces feroz) simplificación. El colectivo de la multitud no hace pactos, no transfiere derechos al soberano, porque es un colectivo de singularidades individuadas: por ello, repitámoslo otra vez, lo universal es una premisa, ya no una promesa.

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