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jueves, 9 de septiembre de 2010

La sensibilidad del niño

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La sensibilidad del niño

Ya hemos insistido mucho sobre el clima im­prescindible para "hacer ortografía". El niño debe sentirse ayudado, guiado... y ¡admirado! Si falta esto, hay que temer que el gusto por el esfuerzo para superarse a sí mismo se marchite.

El nivel de un niño en ortografía es muy sensi­ble a los choques afectivos. Veamos un ejemplo que es bueno tener en cuenta...

• Caso de Santiago ~

En mis clases utilizo mucho la estadística. Eso me permite conocer muy bien el nivel de cada uno de mis alumnos, así como sus posibilidades, y sé con precisión lo que tengo derecho a exigir de cada uno.

Un día Santiago obtuvo un puntaje particular­mente bajo en la prueba de ortografía de uso. Este niño era habitualmente de un nivel ligeramente superior al promedio. O bien Santiago no había aprendido la lección que correspondía a la prueba, o bien le había ocurrido algo anormal.

Al fin de la hora de clase le pedí a Santiago que se quedara algunos minutos conmigo...

—Bueno... ¿Qué te ha pasado?

—Señor... —después, silencio.

—¿No trabajaste en tu casa?

—Sí. —Silencio.

—No comprendo...

—Es el portero.

—¿El portero...?

—Sí, señor, el portero. No me quiere, me trató

de ladrón. Le dijo a mi padre que yo había robado una moto...

Y Santiago, muchacho de 13 años, estalló en sollozos. Habló a tirones y me contó una historia confusa. La víspera, un compañero le había pres­tado su motocicleta hasta el día siguiente. San­tiago había vuelto a su casa —vive en un gran edi­ficio— y había colocado la moto en la baulera de sus padres. Siempre al acecho de las tonterías de chicos, el portero había ido a contar al padre de Santiago que su hijo era un ladrón, que si los padres dieran más y mejores palizas a sus hijos no habría tantos vagos y bandidos, que si él fuera el padre sabría bien lo que tenía que hacer, etcé­tera. Como consecuencia de esta escena, Santiago había recibido una dura lección de moral y un correctivo más duro todavía.

El choque emotivo que vivió Santiago se había reflejado inmediatamente en sus resultados de ortografía. Me juró que había estudiado la lección" y yo le'creí. Y tuve razón, pues los resultados del chico volvieron a progresar normalmente algunos días después.

• Caso de Yves

En un curso de 7° grado, Yves aparentemente no estudia sus lecciones. A pesar de que él afirma lo contrario, yo no le creo y sospecho que prefiere el fútbol al arduo aprendizaje de la ortografía. En suma, no nos hemos puesto completamente de acuerdo sobre las causas de sus malas notas. Yo estoy cada vez más inclinado a sostener mi opinión porque conozco bien a Yves: es un mucha­cho que tuve como alumno en años anteriores. Era uno de los mejores alumnos de la clase, y eso no le impedía tener siempre ganas de jugar, a menudo hasta de hacer el payaso.

Como sus resultados acusaban un decrecimiento general, muy ostensible en las pruebas de ortogra­fía, pensé que su lado juguetón y payaso había prevalecido sobre su lado "buen alumno".




En una reunión entre padres y docentes, en el mes de julio, me encontré con la mamá de Yves y le dije lo que pensaba de la evolución de su hijo.. Después dé diez minutos de discusión queda claro que esa noche habrá tormenta en casa de mi alum­no. Pero he aquí que al momento de salir, la mamá agrega:

— ¡Felizmente, su hermano jamás nos dará todas estas preocupaciones...!

—¿Su hermano? ¿En qué curso está?

—Acaba de entrar en 1er. año y solo recibo elo­gios de él...

¡Justamente! ¡Yo me había olvidado de él! ¡Vaya usted a acordarse de cada alumno, quién tiene un hermano, quién una hermana, quién un perro o un criadero de cobayos...! A pesar de la mejor voluntad del mundo, yo habla olvidado al hermano de Yves: sin embargo, estaba escrito en la ficha que yo había hecho llenar al comenzar el año.

—Yves me preocupa realmente —continuaba

la madre—. El año pasado todo iba bien. Este año tiene el diablo en el cuerpo. Siempre fue mo­lesto en casa pero en la escuela, al menos, nunca me había dado disgustos... Desde que su hermano está en 1er. año, es infernal. No comprendo...

—No es preciso que rete a su hijo. Olvide todo lo que le dije hace un momento. Nada de gritos esta tarde, nada de reproches. Simplemente dí­gale: "Sabes, he visto a tus maestros. No entien­den. ¡Tan bien que trabajabas el año pasado! No saben lo qué te pasa. Se preguntan si no será el crecimiento". ¡Sobretodo, no le grite! ¿Usted le da vitaminas...?

—No... ¿porqué?

—Déselas, pero sobre todo no se las dé al her­mano al mismo tiempo: él no las necesita. Yves necesita un "shock", sin duda por causa del cre­cimiento...

—¿Usted cree?

Por cierto que no, yo no creía nada de eso, y pido perdón a los médicos... No creo que las vi­taminas hayan podido servir para nada en el curso de la historia. Pero sé que una mamá que prepara una ampolla de vitaminas para su hijo es algo muy importante...

En la clase siguiente, cuando entraba al salón, me las arreglé para cruzar la puerta al mismo tiempo que Yves. Fue la ocasión para hacerle notar:

—Vi a tu mamá el sábado. No me habías dicho que tenías un hermano en 1er. año... Tu mamá me ha dicho que él trabaja casi tan bien como tú el año pasado...

Eso fue todo. La mamá siguió mi consejo. Yves trabaja de nuevo con gusto y sus resultados son buenos. Se puede decir que ha puesto al hermano en su lugar: el de un hermano y no el de un rival que le arrebataba el amor materno. Como me lo escribió un día un chico de 6o en un poema sobre el Día de la Madre:

"¡Ella alcanza para todos!''

Siempre noté que las notas en ortografía eran muy sensibles a los factores psicológicos y fisio­lógicos. Si el niño está fatigado, si le duele la ca­beza, si sus padres se pelearon la noche antes delante de él, infamablemente los resultados es­tarán en baja. Es mucho más una cuestión de equi­librio del niño que una cuestión de estudio.

Podrían multiplicarse los ejemplos para demos­trar que las dificultades en ortografía con frecuen­cia se originan en la familia. En materia de educa­ción, los padres tienen el papel principal respecto a sus hijos. Si aparece una dificultad y los padres no están allí para ayudar, para animar, para dar cariño, el tropiezo se convertirá en catástrofe.

Un chico desdichado no tiene ganas de hablar con los demás; con mayor razón, no tendrá ganas de escribir.


El gran problema.

Durante una reunión con los padres, un señor me preguntó lo que pensaba yo sobre el problema de la reforma de la ortografía.

—¿No cree que si se cambiara la ortografía, si se escribiera como se habla, seria mejor para nuestros hijos, que aprenderían a leer y a escribir más fácilmente?

—La reforma de la ortografía es un problema secundario. Que la ortografía sea simple o comple­ ja, eso no impedirá que haya niños desdichados, que son o se creen abandonados; eso no impedi­rá la crueldad y la humillación... Yo quisiera que se simplificara la ortografía. No obstante, aun con la ortografía difícil, los escolares pueden ser felices en clase. La ortografía es un juego, un jue­go algo complicado, de acuerdo, pero usted sabe que los niños no temen la dificultad, siempre que no se les presente toda de golpe. El grar problema no es simplificar la ortografía, sino sin; >lificar su aprendizaje... ¡Es completamente distinto! Ya ve, como primera reforma, he propuesto que se prohiba el famoso 'cero' en la escuela. ¿No cree que eso sería mucho más importante que una re­forma de la ortografía?

Cero significa el vacío, la nulidad... Hay que pensar en la humillación que encierra esa nota. ¿Cómo se puede esperar que el niño sienta el gusto por superarse, en esas condiciones? ¿Cómo se puede esperar que sienta el gusto de comuni­carse por escrito, si se le enseña que a partir de un cierto número de faltas lo que ha hecho es nulo, vale cerol

Sí se quiere reformar algo, reformemos el clima en el cual se enseña la ortografía. ¡Suprimamos los ceros!


¿Cómo hacer?

Cada vez son más los docentes que abandonan el cero en ortografía. Pero no por eso este "cero" subsiste menos en las pruebas de examen, donde influye decisivamente en la calificación que obten­gan los alumnos.

En clase, el cero es nocivo en h que respecta al aprendizaje de la ortografía. "Castiga" al niño y oculta los progresos de aquellos que cursan con dificultad.

Si el chico saca ceros en clase, conviene que los padres hagan como si los ceros no existieran.

¿Cómo? Bastante sencillo... Hágale hacer a su hijo un gráfico sobre el cual trasladará, no sus ce­ros, sino el número de "faltas". Así podrá trazar ' una línea que siga los resultados evaluados en su cuaderno por el maestro. Y su hijo verá con cla­ridad si hace progresos.

Si es necesario, hágale contar el número de palabras del texto de dictado o calcular su resul­tado con la técnica de los —3% ya explicada. Entonces verá nítidamente si mejora o no. Sobre todo verá que la nulidad no existe en ortografía. Aun con 20 errores en un texto de 100 palabras, ¡queda un 80% de palabras correctas!

La escuela "ceromaníaca" dice al niño que él es una nulidad. Dígale usted a su hijo que él ya sabe cómo se escriben un 80% de las palabras, ¡ lo cual está lejos de ser la nada!

El clima en el cual se va a enseñar la ortografía debe ser un clima de comunicación. Es preciso que el niño tenga el derecho de preguntar, y es preciso que las respuestas de sus padres le den ganas de seguir preguntando.

A menudo los padres me hacen notar que si su hijo les preguntara, ellos no sabrían qué respon­der.

La motivación

Caca uno de nuestros actos tiene una motiva­ción. Es un hecho que a menudo se olvida cuando se trata de ortografía. Todo ocurre entonces como si se pensara que los niños tendrán mejor ortogra­fía cuanto más sufran para aprenderla. Muchos actúan como si las colecciones de "ceros" tuvie­ran la virtud de motivar a los niños.

Se concluye exactamente en lo contrario. ¡Se encona a los chicos contra la ortografía, minu­ciosamente, a fuerza de ceros semanales! ¿Qué se puede esperar de una situación semejante, sino un clima de fracaso en el cual se desarrolla­rán quizá las neurosis, pero seguramente no las aptitudes para escribir sin errores?

Importa, pues, motivar a los niños. En realidad el problema es mucho más simple. El niño natu­ralmente siente el deseo de agradar a sus padres, a su maestro o a su maestra. Si él siente que su> adelantos proporcionan alegría a los adultos, hará fácilmente los esfuerzos que se esperan de él. El problema es que la mayor parte del tiempo los adultos utilizan un lenguaje que habría que desterrar del todo: "¡Otra vez con un cero! Bien hecho, no tienes más que poner atención y estu­diar las lecciones..." o "¡Ah, en mi tiempo..." o "¡Me das lástima! Mira a tu hermano (o her­mana). Él (o ella) al menos... Toma ejemplo de él (o de ella)..." o "Eres un incapaz, nunca harás nada bueno...", etcétera.

Sin felicitar al niño por cualquier cosa —él pronto se daría cuenta de que sus padres carecen de espíritu crítico—, es bueno alentarlo en cada progreso. Y para estar seguro de que los hará, es importante proponerle hacer solamente cosas de acuerdo con la medida de sus posibilidades.

Se puede afirmar, pues, que la motivación está unida a la definición de objetivos simples, precisos y accesibles. Jamás se insistirá bastante sobre este aspecto.


A menudo los padres dicen que hacen dictados a su hijo para ayudarle a preparar, por ejemplo, un examen de fin de año. Hasta conocí padres pre-. visores que le dictaban ejercicios propios de ni-~ veles de enseñanza muy avanzados respecto de los estudios que el hijo estaba cursando ¡Qué ambición! ¿Qué se puede esperar de tal actitud? ¿Adelantos? Seguramente que no. O el chico no tiene el nivel que se le exige y se va a desalentar, o bien tiene ya el nivel necesario y no se desani­mará. Pero ¿para qué sirven entonces los dicta­dos?

Una mamá muy inquieta

Hay que avanzar prudentemente, pues la moti­vación nace con la alegría de ver acumularse los progresos. Tomemos un ejemplo sencillo: su hijo de 4 o grado es flojo en ortografía. No haga como esa mamá que vino a verme un día:

— ¡Yo no entiendo nada! Mi hijo sabe las re­glas del uso de la g y continúa equivocándose al escribir...

—Señora, si usted tuviera un loro y con una paciencia infinita le enseñara esas reglas, estará de acuerdo conmigo en que el loro terminará por saberlas al dedillo y podrá recitárselas sin un error...

— ¡No veo la relación entre su loro y mi hijo!
El loro no tiene necesidad de...

—Su hijo tampoco, señora. Déjelo tranquilo con esa regla. ¿Notó usted si usa bien la c en los grupos ca, co, cu, ce, c/? ;

—No me fijé en eso especialmente ¡Lo que yo sé es que él siempre saca cero!

—El cero no significa nada. Ahora, cuando, vuelva a su casa, busque su cuaderno y fíjese si tiene bien en claro el uso de la c. Si es así, hágalo trabajar sobre ese punto determinado: dónde la c tiene sonido sibilante, y dónde suena como una k. Ni hable de los otros errores. Déjelos de lado. Hay palabras con c que nunca encontrará en su nivel: si no las sabe escribir, es simple ignorancia debida a la edad... En cuanto haya terminado con Ja c, pase a la g, una dificultad de uso por vez: las terminaciones -ger, -gir, -gerar, las combina­ciones gue, gui, gu, más adelante las diferencias entre gue, gui y güe, güi, etcétera. La compara­ción con el uso de la c puede ayudarle.

—Pero ¿cómo elegir los ejemplos? ¡Puede ser que elija alguna cosa demasiado difícil...!

—Si usted elige al azar, seguramente. Pero si usted convarsa con su hijo sobre las notas que va obteniendo, verá que se puede adivinar, a través de sus preguntas, las dificultades que ya están "maduras" para él. Un día el niño dirá: "Yo no entiendo nada: siempre me olvido de poner la u con los puntitos..." Si se plantea la cuestión de la diéresis, es que está listo para dar el paso que lo hará dominar esa dificultad. ¡Escúchelo bien! Él mismo te dirá lo que quiere hacer.

Objetivos en el nivel del niño

Una de las claves de la motivación es proponer siempre al niño aquello que puede y quiere apren­der para avanzar.

Si un alumno de grados superiores pregunta cómo se escribe adherir o aprehensión, escríbaselo usted mismo, sin comentarios. No comience con largas explicaciones donde corre el peligro de no salir airoso. En cambio, si el chico le da a leer un poema que ha escrito y en el cual "una sonrisa" ha resultado "sonrrisa", ayúdele a co­rregir su error y verifique si comprendió la regla de la r después de n.

Para esto, es inútil hacerle recitar la regla. Puede saberla muy bien de memoria y ser incapaz de aplicarla si no es por casualidad. Escríbale algunas palabras sobre una hoja: Enrique, enri quecer, enrejado, sonreír, etc. Muéstrele, si es necesario, la diferencia en el sonido de la r suave y la rr o r fuerte, y díctele algunas palabras que contengan ese grupo nr. Pero no se asombre si al día siguiente escribe "naración" por "narra­ción": esto prueba que el niño comprendió sus explicaciones y las generaliza (¿acaso la n de narrar no está antes que la rr?). Es buena señal.

Con mucha suavidad —¡es tan importante!— hágale comparar lo que acaba de escribir con lo que escribió la víspera. Él tendrá que encontrar la diferencia por sí mismo: esta diferencia es un límite a su generalización. El chico creyó, en un principio que la r siempre sonaba como rr si estaba después de n, aunque hubiera otras letras entre ellas. Ahora observará que eso no ocurre si no están juntas.

El niño descubre mediante tanteos

Así es como se hacen los descubrimientos: uno ensaya, se equivoca, se rectifica, empieza de nuevo, otra vez más... Y así es como el niño procedió cuando aprendía a caminar. Los padres estaban a su lado para alentarlo ante el más pequeño progreso. Este aprendizaje se hacía con alegría, ¡a pesar de los moretones y los raspones en las rodillas!

¡En ningún momento se le hubiera ocurrido a nadie organizar una carrera de 100 metros para ver si su hijo era capaz de ganarla! Y he aquí que cuando tiene que aprender la lengua escrita, no solamente han desaparecido las voces de aliento, no solo se guardó la pomada para curar lastimaduras, sino que se organizan competencias a porfía, se las llama dictados, se hacen pruebas de examen; hay severidad, maldad, a veces sadismo; se ponen ceros, se humilla al chico y se habla de crisis de la ortografía, o de reforma de la ortografía.

Por cierto, la ortografía no es algo natural como caminar: es una invención humana. Pero ¿por qué no-tener una actitud más natural? ¡Nadie habla de crisis de... la marcha! Sin embargo, se trata de una actividad muy compleja que después de los primeros pasos requiere una maduración que va a durar todavía años, para llegar progresivamente al máximo de su desarrollo.

En Educación Física todo el mundo admite per­fectamente que un niño de 8 años no puede correr una carrera de 100 metros; sin embargo, nadie admite que a la misma edad, la perfección en el uso de la g, en lo que concierne a la ortografía, está al mismo nivel que la carrera de 100 metros.

El delirio ortográfico

Pero la situación de la ortografía es todavía más asombrosa. Continuemos nuestra comparación con la educación física: todo ocurre como si se pretendiera que un niño de escuela primaria sepa desempeñarse en una buena carrera, una compe­tencia de fondo, salto en alto, salto en largo, sal­to con garrocha, lanzamiento de bala, levanta­miento de pesas, barra fija, barras paralelas, rugby, fútbol, handball, basketball, cross, hockey, natación, buceo y muchas otras cosas, algunas de las cuales no figuran siquiera en los Juegos Olímpicos...

¿Exageración? No lo es. Se sabe, gracias a numerosos estudios, cuáles son las palabras más frecuentes, las que más se necesitan entre los miles y miles que forman la lengua. Con 8000 de ellas alcanza para escribir casi todo lo que se quiere expresar y comunicar.

Se podría pensar que la escuela se limitará a enseñar primero la ortografía de esas palabras que se necesitan, y las otras después, cuando ya todos dispongan del elemento básico. No es asi, ün absoluto. ¡Todavía es frecuente que la escue­la enseñe con mucho cuidado las palabras que sir­ven menos, y no enseñe las palabras que sirven más!

El avance de la investigación nos permitiría saber cuáles son las palabras que es preciso ense­ñar a una edad determinada, teniendo en cuenta la edad del niño, sus centros de interés y sus posi­bilidades intelectuales. Pero por lo general esto no se tiene en cuenta. En la educación francesa, por ejemplo, un reciente método de lectura, que se considera científico, propone para los niños de 6 años palabras que, en el 60% de los casos, no están a su alcance. En el boletín A.L.P. de los Talleres de Pedagogía de Lyon, hemos publicado un trabajo que concluye así:

"Por fuerza hemos de temer que con los textos sobre los cuales se hace el aprendizaje de la lec­tura, el niño no pueda repetir por escrito entre el 30% y el 35% de las pplabras, después de la lec­tura. A título indicativo, se considera en general que en un texto común y corriente, solo el 3% de las palabras pueden dar lugar a dificultades de reescritura para un adulto; en un texto muy téc­nico ese porcentaje apéfías pasa el 15%. ¡Actual­mente observamos que una de cada 3 palabras no corresponden al nivel de un libro de ortografía, de lectura o de vocabulario!''

Parecería que se espera del niño que lo sepa todo, inmediatamente. Es necesario que los adultos —maestros, padres— no caigan por esa pendiente, que resulta desastrosa para tantos niños. La prudencia y el sentido común deben poner limitaciones a las exigencias desmesuradas con las que se suele enfrentar al niño.

Recordemos los primeros pasos de un chico. Cuando la madre animaba a su hijo a caminar un metro y él lo hacía, ¡era una hazaña! Se comen­taba, se llamaba inmediatamente por teléfono a la abuelita y se escribía la buena nueva a las tías lejanas. Y ahora que el niño ha crecido y es capaz de todos los esfuerzos para poner bien las haches, todo lo que el adulto encuentra para de­cirle es:

—Pero miren este tonto lo que me escribe: "En el zoológico vimos a la guirafa". "No hay guirafas", ¡idiota!"

Entonces el niño se aplica y corrige: "En el zoo­lógico vimos a la girafa"... Y de nuevo, el adulto:

— ¡Pero es increíble que sea tan torpe! ¡La jirafa, con /'! ¡Ahora vas a copiar diez veces la regla de la g!

Si en nuestro código civil existiera una ley para proteger a los niños de los insultos, más de uno estaría preso. Cuánto más sensata hubiera sido la actitud siguiente:

—¿Por qué pusiste guirafa aquí?

Y darle tiempo para que reflexione sobre su error. Y, en caso necesario, ayudarle a encontrar la manera de solucionarlo.

Y seguramente el chico se sentirá bien. Y mejor aún si uno no se olvida de felicitarlo por haber pensado que la g no necesitaba u para sonar como j...
Lo que, sin duda, se traducirá más adelante en hallazgos que pasarán inadvertidos.

Pero cómo ver esos hallazgos, si con la ortogra­fía se actúa como ciertos conductores al volante de su coche, siempre con la injuria en los labios...



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