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lunes, 8 de noviembre de 2010

El niño aprende a leer 1.

Esta primera entrega sobre el aprendizaje de la lectura del niño es un documento que tiene ya más de treinta años, sin embargo creí oportuno compartir esta lectura para más adelante ver cuánto se  ha avanzado en igualar  oportunidades de aprendizaje entre los niños y jóvenes de las diferentes clases sociales  en este mundo que fomenta la competencia, la especulación y la lucha  de clases.

Primera entrega:

¿Qué es leer?

A menudo observamos que, explícita o implícitamente, se define sumariamente la acción de leer como el hecho de "conocer y saber combinar las letras". Esta definición, aunque muy simple, no resulta satisfactoria, puesto que reduce la lectura a una trivial composición de un todo a partir de los elementos que lo constituyen; en este caso, la construcción de una palabra o de una serie de palabras a partir de las letras que las componen.

Pues bien: leer es mucho más que eso, y la actividad relacionada con la lectura, llamada léxica, resulta inevitablemente compleja, ya que conduce a asociar, íntimamente, un sonido y un significado a un signo gráfico.

Así la palabra pájaro, por ejemplo, no será verdaderamente leída hasta que, habiendo sido reconocido su dibujo, el niño sepa simultáneamente pronunciarla y sobre todo darle una significación. Esos tres actos elementales se efectuarán cada vez más rápidamente en el curso del aprendizaje, hasta el momento en que ni siquiera se tiene conciencia de la necesidad de realizarlos.

Antes de llegar a ese resultado transcurrirán varios años y se habrán verificado muchos progresos en otros dominios.

Hacia su primer año, el niño empieza a caminar, adquiere la posición vertical y toma posesión de un espacio más y más amplio.

Poco después, su lenguaje se enriquece con términos nuevos, se estructura en frases que le permiten comunicarse con los demás; y si a los diez u once meses conoce apenas pocos vocablos, en su tercer año ya entiende y utiliza varios centenares de palabras.

Sus capacidades de comprensión se hacen cada vez más evidentes. Su inteligencia se desarrolla, pero pasarán meses antes de que alcance el estadio de la lectura.

En efecto, toda una organización que abarca el conjunto de su persona deberá estructurarse progresivamente y coordinarse, a fin de que un día el niño sepa leer y dé un sentido a lo que hasta entonces no era más que trazados lineales extraños, más o menos misteriosos, que veía pero no comprendía verdaderamente.

Pero es necesario que eso sea posible, o sea que exista el conjunto de las condiciones requeridas para un aprendizaje correcto.

Las condiciones previas.

Ninguna criatura puede empezar a leer antes de haber alcanzado un cierto grado de madurez, de desarrollo global, que varía según los individuos, el medio en el cual viven y, sobre todo, según las relaciones que se establecen entre cada individuo y su ambiente.

Más aún, como ningún ser humano es absolutamente igual a ningún otro, puesto que ninguno se halla ubicado en el mismo ambiente, inmerso en una atmósfera educativa estrictamente comparable, la originalidad será la regla y las diferencias interpersonales, lo esencial.

Sin embargo, cualquiera que sea la situación de cada uno, cualesquiera que sean las características que presente siempre y que lo diferencian de todos los demás —aun en el seno de la fatria, es decir, en el conjunto de sus hermanos y hermanas—, cuando llega el tiempo de leer todos los niños son en cierta manera comparables, ya que para lograrlo todos deben contar con los diversos elementos necesarios para esa conquista.

Así, el niño que se inicia en la lectura deberá gozar de su integridad sensorial, es decir, de órganos de los sentidos (visión, audición...) en perfecto estado de funcionamiento. Deberá disponer, también, de las aptitudes intelectuales que facilitan este aprendizaje.

Y, todavía más —esto merece ser subrayado—, es preciso que esté motivado, que tenga de algún modo "ganas" de leer y que, a ese deseo suyo de conocer y de comunicar, su ambiente responda de un modo satisfactorio.

La integridad sensorial.

Desde la agudeza visual, hasta una audición normal, se requieren muchas predisposiciones.

Si una de ellas falta o se revela como deficiente; si, por ejemplo, una miopía o una visión astigmática hacen defectuosa de entrada —o hasta imposible— toda visión correcta de una letra (sea porque está demasiado lejos del sujeto o porque este no puede percibirla tal como está trazada), esa deficiencia comprometerá tal vez gravemente el aprendizaje y, por lo menos, perturbará su desarrollo.

Por cierto muchos padres, si no todos, consideran que sus hijos tienen "buena vista" y que, en el caso contrario, naturalmente ya se habrían dado cuenta. Pero sabemos muy bien que muchos alumnos de primer grado revelan cada año ser víctimas de diversas perturbaciones de la vista que solo la escuela permite, a veces, poner en evidencia. Así ocurre cuando la maestra se asombra, por ejemplo, de las muecas que tuercen la carita de Pablo al intentar descifrar, acercándose, los trazos blancuzcos que apenas puede entrever sobre la superficie coloreada del pizarrón.

Nuestras aulas tradicionales están concebidas de tal modo que algunos niños se encuentran "adelante" y otros "atrás". Y la mitología escolar todavía se inclina con frecuencia a poner "al fondo" a los que no trabajan "bastante". No se puede menos que sentir pavor cuan do se descubre, en ocasión de un control de investigación, que Pedrito—presentado como revoltoso y negligente— no puede leer claramente lo que está escrito en el pizarrón y a causa de su comportamiento ha sido relegado al último pupitre donde, con toda seguridad, ni. su visión ni por consiguiente su comportamiento podían mejorar.

La anécdota es caricaturesca o al menos debería serlo, puesto que la misión preventiva de la medicina escolar consiste, particularmente, en descubrir tales casos lo más temprano posible.

Un material adaptado a los niños que todavía no saben leer puede permitir también, desde la segunda sección del jardín de infantes, un examen sistemático de la visión para detectar a los que deberían llevar lentes correctores o seguir un tratamiento apropiado.

Parecidas dificultades existen a veces con respecto a la audición y resultan tanto más perniciosas en cuanto son más difíciles de descubrir.

Así, por ejemplo, algunos niños sufren de hipoacusia, es decir, de una leve sordera —que en el seno de la familia crea pocos problemas, ya que el hábito y el conformismo de las comunicaciones vienen a suplir las deficiencias de percepción—: no provoca conflictos ni inquietud y ni siquiera se descubre hasta el día en que el niño, convertido en escolar, resulta ser el que "no oyó" y "está siempre en la luna", y entonces atraerá la atención del maestro.

Lo mismo ocurre con el niño que, cuando lee un texto en voz alta, pronuncia de la misma manera dos sonidos próximos pero distintos, que él confunde porque los oye como idénticos aun cuando son otros los que leen.

Tales casos, por raros que sean, existen. La confusión auditiva, al deformar toda comunicación, no puede menos que perturbar el aprendizaje de la lectura y comprometer la escolaridad si no se hace algo rápidamente para remediar esas fallas. También aquí un control aúdiométrico, practicado por el médico escolar o por un especialista, permitirá establecer un diagnóstico y to¬mar las medidas apropiadas que se imponen.

Así, es importante aconsejar a los padres, a todos los educadores de niños pequeños, que vigilen estos aspectos. Y, si les parece útil, no vacilen en encarar los exámenes necesarios.

No se trata, por supuesto, de "patologizar" cada cosa extraña precipitándose en ló del especialista ante algún intento de estrabismo (¿quién no ha probado alguna vez a bizquear?), algunas palabras mal repetidas o algunos signos de tartamudez. La prudencia debe ser la regla. Pero más vale una consulta superílua que semanas o meses de malestar y de fracaso... para el alumno y para su familia.

Las aptitudes intelectuales.

El desarrollo intelectual del niño desempeña igualmente un papel esencial en el aprendizaje de la lectura, en la actividad léxica. Para efectuar las operaciones complejas que implica el acto de leer se necesita un cierto nivel intelectual. .

En otros términos, el cociente intelectual debe situarse por encima de un umbral crítico que separa los sujetos capaces de aprender a leer "normalmente" de los que no llegarán nunca a hacerlo o lo harán mal.
Esta noción de "medida límite" no debe ilusionarnos: es una probabilidad, no una certeza; una indicación, no un veredicto."

De hecho, ciertos deficientes mentales, gravemente perjudicados en su intelecto y su motricidad, están incapacitados para leer. Pero con muchos niños deficientes intelectuales "leves" o llamados "de inteligencia lenta", cuyo nivel de desenvolvimiento es inferior al promedio, ocurre lo mismo con la lectura que con otras adquisiciones: métodos pedagógicos apropiados y utilizados con amor por educadores competentes producen, a veces, felices e imprevisibles efectos.

Nunca se insistirá bastante, en este aspecto, en el hecho de que la vida y el dinamismo de todo ser humano son portadores de cambios, y por poco que se les ayude verdaderamente conducen a progresos que serán por cierto limitados, pero siempre liberadores.

Estas observaciones sobre la importancia del nivel intelectual global, que subrayan la importancia de la actividad cerebral llamada inteligente, deben ser completadas.

En efecto, ciertas características personales, propias de cada uno y ligadas a su desarrollo, intervienen en el aprendizaje de la lectura y ejercen una influencia particular.

Leer implica, por ejemplo, cierto dominio del espacio y del tiempo. Del espacio, ya que todo texto se inscribe generalmente en un plano. Del tiempo, porque el proceso mismo de la lectura lo requiere, al componer el conjunto de las palabras una frase que generalmente no se percibe al instante, sino gracias a una "exploración" visual de los signos que la componen.

Pero esa exploración no es posible si el ojo no es capaz de realizarla. O sea, depende de que la maduración nerviosa y la organización neuronal hayan alcanzado tal grado de control y de coordinación que la mirada del lector pueda seguir la línea impresa, detenerse o hasta volver atrás cuando le es necesario y esto sin que errores de maniobra demoren el desplazamiento o traben la comprensión.

Más aún: el espacio y el tiempo de la lectura son orientados; se imponen una dirección y un orden especial. 
Leer, en Occidente, es descifrar, comprender, de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo. Esto es fácil cuando nuestra "estructuración espacio-temporal", es decir, la manera como percibimos el espacio y el tiempo y lo vivimos, corresponde a esas exigencias culturales. Todavía más: es preciso que el niño sitúe correcta-. mente su cuerpo en el mundo que lo rodea, que se sienta como poseedor de un cuerpo finito, limitado, del cual él domina los menores movimientos y además puede representárselos. Si su "esquema corporal" es deficiente, es decir, si la sensación y la idea que tiene de su cuerpo son defectuosas, pueden suscitarse pro¬blemas que perturbarán la actividad léxica.

Por consiguiente, si por cualquier razórr que sea, la percepción de un texto, de palabras o de ciertas letras se efectúa de derecha a izquierda o de abajo hacia arriba, es evidente que el aprendizaje de la lectura como el de la escritura o de la ortografía corren el riesgo, también, de encontrar serios obstáculos, independientemente del grado de inteligencia general.

La motivación.

Sobre todo, el niño debe estar "motivado", o sea que debe sentir el deseo, la necesidad de saber leer.

Célestin Freinet recordaba que no se puede hacer beber a aquel que no tiene sed. Análogamente, entendemos que no se puede enseñar verdaderamente a leer a aquel que no quiere o no tiene ganas de hacerlo, aunque pueda, aunque todas las otras condiciones estén dadas. Por lo demás —y a la inversa— aprenderá quien lo desee verdaderamente, aun si lo traban considerablemente ciertas limitaciones o perturbaciones que impedirían esperar los mismos logros de otro que no fuera él.

De manera que el asunto de la motivación, de las razones profundas, a menudo inconscientes, que impulsan al ser humano a actuar o no, a buscar la satisfacción de las necesidades que suele sentir en forma confusa, tiene una importancia decisiva. Y según el modo con que se responda a esta demanda, la evolución, el porvenir de un niño, pueden experimentar grandes cambios.

Un chiquito siente el deseo de saber leer "para ser grande", para hacer "como papá" o "como mamá"; otro, para que le regalen —como a su hermano—, lindos libros o revistas en premio a su trabajo, pues al haber leído bien fue "muy simpático"; otro, en fin, porque "ir a la escuela" es aprender a leer como tantos lo hicieron antes que él.

Otro niño, en cambio, no aprenderá a pesar de exhortaciones o amenazas; tal es el caso de Pablito, por ejemplo, que está completamente devorado por la espantosa idea de que su mamá ya no lo quiere porque después del nacimiento de su hermanita no se ocupa más de él.

Tantos niños, tantos móviles ocultos, tantos comportamientos distintos que, ubicados ante la misma exigencia —saber leer—, responderán a ella de un modo siempre personal, aun si son metidos de a treinta en ese lugar extraño que es un aula.

¡No nos engañemos! Es cierto que los esfuerzos, a menudo loables y fecundos, que proporcionan los padres y los maestros para "motivar" al niño-alumno, "interesarlo", "despertar sus ganas de" u "obligarlo", no son inútiles. Efectivamente, pueden reforzar (o en ocasiones ¡ay! destruir) un impulso inicial que solo pide crecer y desarrollarse y en cuyo caso la energía y la astucia pedagógicas desplegadas se justifican y parecen necesarias.

Pero a pesar del deseo de muchos educadores de encontrar allí el motor esencial de la acción y el reconocimiento de su poder... esta estimulación no es más que una etapa, no es más que un aspecto de una evolución más compleja de la cual solo el niño tiene el secreto. A veces es difícil estimular al niño, en algunos casos hasta imposible o poco deseable, ya que, en definitiva, él sentirá las ganas de aprender o no, independientemente de las exhortaciones del adulto.

Todos los artificios que se pueden poner en práctica, todas las técnicas, aun las más elaboradas, serán vanas o tendrán solo un débil impacto si no se incorporan en el sentido del devenir del sujeto, si no se insertan en la significación que él da al mundo y a sí mismo en ese mundo. En una palabra, si no acepta los objetivos que se le proponen, aunque sea de manera indirecta, y por tanto no participa en alguna forma del mismo ideal que aquellos que se encargan de educarlo.

Todos los padres han tenido o tendrán la cruel experiencia del niño que no satisface completamente sus aspiraciones, que no rinde a sus eminentes cualidades el justo homenaje que ellos esperan, es decir, el niño que no es lo que debería ser a sus ojos.

"Cuando se tiene la suerte de tener padres como los tuyos —se oye decir a veces—, no hay que portarse de ese modo..." Nosotros, los padres, ¿nos hemos preguntado si nuestro hijo o nuestra hija tenía el derecho de ser él o ella y hemos aceptado que sea así?

El señor X deseaba que su hijo Pedro ingresara a primer grado a los cinco años. Quería que "no perdiera tiempo", y supiera rápidamente leer y trabajar muy bien. Su sueño era verlo entrar en una "gran escuela" y para hacerlo estaba dispuesto —nos dijo— a "todos los sacrificios", comprometiéndose por adelantado, si su demanda era aceptada, a "hacerlo trabajar todas las tardes"... ¿Y dónde estaba Pedrito a todo esto? 
¿Quién era, sino únicamente el hijo de su padre? Nosotros intentamos, suavemente, hacer comprender a ese señor que, por justificado que pareciera su deseo, no era de él de quien se trataba, sino de su hijo, lo cual era muy diferente.

La importancia del medio.

En última instancia —y este punto debe ser destacado— el ámbito material y afectivo que rodea al niño, sus condiciones de vida, desempeñan un papel esencial en el acceso a la lectura y en su desenvolvimiento ulterior.

La influencia del medio es general. Incide sobre el conjunto de la vida escolar y parece hasta condicionar de antemano su evolución y sus dificultades. El ambiente determina que, según se haya nacido "pudiente" o "miserable", un niño logre mejores resultados que otro, cualesquiera que sean, en la mayoría de los casos, las aptitudes individuales.

Consideremos dos niños educados en medios diferentes. No conocerán el mismo destino. Aquel que vive en una familia culturalmente rica y estimulante, se beneficiará de la extrema ventaja de haberse familiarizado, desde su más tierna edad, con la lengua llamada culta que esté en uso; mientras que el otro, menos favorecido por la suerte o la situación económica, deberá no sólo aprender a leer, sino también adaptarse a un lenguaje y a modos de comunicación que no pertenecen a su vida cotidiana.

Aun si la hija del peón es tan inteligente como la del profesor, aun si las dos están en la misma aula, sus oportunidades de aprender bien a leer son, desde ya, diferentes. Y, sin duda, "leer" jamás tendrá una significación idéntica para ambas.

En 1969 se realizó en Francia una encuesta que abarcó un gran número de alumnos de primer grado. Sus resultados mostraron que el 60 % de los niños de clases populares no obtenían más que resultados mediocres, o bien nulos, mientras que más del 80 % de aquellos que provenían de clases sociales llamadas superiores podían ser considerados como buenos alumnos.

¿Habría que pensar que existe una relación entre inteligencia y situación socio-económica?

Los investigadores franceses complementaron esos resultados con otras estadísticas:

De los hijos cuyos padres actúan en cuadros superiores o ejercen una profesión liberal, el 33 % se integrará también en cuadros superiores, el 30 % se insertará en cuadros medios y el 13% se desenvolverá en la categoría de obreros.

Pero solo el 9 % de los hijos de obreros actúan en los cuadros superiores y medios (2 y 7% respectivamente), mientras que el 75 % de ellos son siempre obreros.

La desigualdad de oportunidades es flagrante.

Por otra parte, esto se puede comprobar en el transcurso de la escuela secundaria. Si los alumnos pertenecen a niveles socialmente altos, continúan sus estudios, mientras que si vienen de clases menos favorecidas, muchos de ellos se orientan hacia una formación práctica o entran, según la expresión consagrada, en la vida activa.

En la enseñanza superior se vuelven a encontrar desigualdades parecidas, Un informe de la Comunidad Europea indica que en 1968 las oportunidades dé acceso a la Universidad variaban de 1 a 3 % para los hijos de trabajadores manuales, hasta el 60 % para los de cuadros superiores. Si algunas reformas han permitido remediar en parte esta situación, se comprueba a pesar de todo que el 47 % de los estudiantes provienen de grupos sociales que no constituyen más que un 14 % de la población (puestos gerenciales, cuadros superiores, profesiones liberales), mientras que la categoría obrera, o sea 36 % de la población, no está representada más que por el 8 % de los estudiantes. 

Se han alegado muchas razones para explicar esas disparidades. Más aún que el nivel económico, parece que fuera el nivel cultural de los padres lo que ejerce mayor influencia, ya que, como lo muestran los estudios estadísticos, a igual nivel de ingresos, existe un vínculo estrecho entre el éxito escolar de los niños y el grado de instrucción del padre.

Una encuesta de 1965, realizada en Francia, indicaba que, para un mismo ingreso global de 1700 francos por mes, la proporción de "buenos alumnos" variaba del 42 al 68 % según que el padre hubiera concluido el bachillerato (o tuviera un título equivalente) o no hubiera terminado esos estudios.

Niveles socio-económicos y socio-culturales están frecuentemente ligados y toda familia que dispone de ingresos que le aseguren más de lo necesario puede, por eso mismo, gozar de muchas facilidades materiales y culturales. A la inversa, aquellos limitados por condiciones económicas de estrechez, se ven privados de tales posibilidades y, con más frecuencia todavía, las ignoran. Consideran, por ejemplo, que leer, ir al teatro o modelar arcilla son cosas destinadas a otros, a quienes "tienen los medios".

Esta visión es esquemática y conviene tener en cuenta ciertos matices.

En efecto, felizmente no faltan familias trabajadoras que viven a la vez difíciles fines de mes y brillantes éxitos escolares y humanos; así como, a la inversa, se encuentran en medios "acomodados" niños y adolescentes con dificultades y cuya escolaridad está perturbada. Por eso no conviene adjudicar a las estadísticas otro valor que el indicativo. Si bien ponen en evidencia procesos generales, de los cuales debemos descubrir el significado, no por eso corresponden necesariamente a la situación real de X o de Y.

Por interesantes que sean, los números no son la vida.

Además, la verdadera influencia del medio no puede ser traducida en cifras. Escapa todavía —y sin duda por mucho tiempo aún— a la matemática, puesto que resulta no de lo que se puede cuantificar, sino de la atmósfera efectiva, de la cualidad de las relaciones que unen a los diversos miembros de una misma familia, del afecto que se demuestran, es decir, cosas que pueden ser sentidas, pero jamás medidas.

Lo importante, pues, no es lo que puede ser cuantificado, sino aquello que se vive.

En el acceso a la lectura como en todas las activida¬des, escolares o no, lo que estimula al niño y Jo alienta a crecer es la actitud de sus educadores y, en particular, el amor que le profesan sus padres.

Integridad y agudeza sensoriales, aptitudes intelectuales y motrices suficientes, existencia simultánea de una motivación respecto de la actividad léxica y de un medio estimulante. Cuando estas condiciones se han reunido, indican que el momento de aprender a leer ha llegado. Pero, ¿cuándo ocurre eso?



Fuente Georges Piaton

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