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miércoles, 10 de noviembre de 2010

El niño aprende a leer: ¿Cuándo hay que aprender?

¿Cuando hay que aprender a leer a leer?

¿Existe un período privilegiado durante el cual este aprendizaje debe desarrollarse o puede efectuarse con el máximo de probabilidades de éxito?

Diversas comprobaciones y experiencias permiten dar una primera respuesta a esta pregunta: es posible aprender a leer a cualquier edad, siempre que el sujeto posea las capacidades necesarias y que encuentre en su ambiente los apoyos técnicos y afectivos indispensables.
 
Así, muchísimas personas han aprendido a leer y a escribir en una edad madura, hasta avanzada, como lo demuestran, por ejemplo, las campañas de alfabetización realizadas en los países del Tercer Mundo.

Asimismo, ciertas investigaciones experimentales realizadas con niños de tres a cuatro años, es decir, niños que ya han adquirido los fundamentos del lenguaje oral, muestran que con la ayuda de un material apropiado es posible encarar tal enseñanza y, conduciéndola bien, obtener resultados plenamente satisfactorios.
 
Por otra parte, las mamas saben bien que un día u otro su niño, interesado por las palabras que descubre en las revistas, en los carteles publicitarios o en la pantalla de la televisión, preguntará qué quieren decir, y que, a partir de esa iniciación, un cierto aprendizaje es posible.
 
A veces solo se trata de un interés pasajero o limitado al reconocimiento de ciertos términos que presentan un valor particular para el niño, pero no siempre es así. En algunos casos el deseo de saber leer todo se manifies ta con absoluta claridad y sume entonces a la mayoría de los padres en una confusión extrema que ellos resuelven como pueden.

Algunos disimulan su turbación bajo jórmulas tales como "no eres bastante grande para leer", "cuando seas más grande, aprenderás en la escuela". Otros en cambio intentan, sin temor de afrontar la dificultad, responder de una manera u otra a la demanda de su hijo, pero continúan interrogándose sobre el acierto de su actitud ya que, según un concepto generalizado, hasta los seis años no se aprende a leer.
 
¿Qué pasa con esta norma? ¿Cuál es, actualmente, su significación?
 
De la edad "oficial" a la edad mental.

Desde hace largo tiempo la edad de seis años es la edad de la lectura. Las reglamentaciones que, desde hace mucho tiempo, instituyeron ia obligación escolar, se fundaron sin duda sobre la comprobación empírica, convertida progresivamente en casi certeza, de que es en ese estadio de la infancia cuando el aprendizaje de la lectura se hace posible y se muestra más eficaz. Coincidía, también, con el comienzo de la escolaridad obligatoria.

Ahora bien: a comienzos del siglo XX, los primeros estudios de psicología científica sobre el comportamiento del hombre y su inteligencia iban a demostrar que, si cada individuo tiene una edad cronológica dada, definida por su fecha de nacimiento, su nivel de desarrollo intelectual, su "edad mental" podía ser diferente.
 
Así, un niño de seis años puede ser tan inteligente como uno de siete o no serlo más que uno de cinco años; es decir que los resultados que se obtienen de ciertas pruebas, resueltas por centenares de sujetos de cinco, seis y siete años, sitúan a este niño en un grado de inteligencia que no corresponde necesariamente a la edad que señala su documentación civil.
 
La edad de cada niño, como la de todo ser humano, puede entonces computarse según una doble perspectiva. A veces ocurre que ambos indicadores coinciden, pero no siempre es así y esto es lo que, en "particular, explica que no todos los niños de seis años de edad cronológica aprendan a leer de la misma manera. Para algunos es demasiado pronto mientras que, para otros, tal vez sea demasiado tarde.

Tener seis años y aprender o no a leer.
 
Para cada niño existe un tiempo privilegiado, correspondiente más o menos a la edad mental de seis años, durante el cual el aprendizaje de la lectura puede efectuarse en las mejores condiciones posibles, porque en ese momento la maduración neurológica, intelectual y social ha llegado a un punto tal que la actividad léxica puede, en algunos meses, manifestarse y florecer.

Como esta "edad de gracia", propia de cada uno, no concuerda necesariamente con las exigencias de la institución escolar, cuando la diferencia entre lo que el niño podría aprender y lo que se le propone es demasiado importante, sobrevienen dificultades capaces de perturbar no solo su escolaridad, sino también la totalidad de su desarrollo.

Algunos ejemplos ilustrarán nuestra afirmación.
 
Lidia, o los riesgos  "de un aprendizaje prematuro".

Lidia, de seis años y dos meses, ingresa a primer grado. Ha concurrido al jardín de infantes desde la edad de tres años, porque su mamá trabaja; se la ha considerado como una niña más bien torpe, de lenguaje relativamente pobre. Casi siempre tímida, participa en las actividades pero "se desengancha" en cuanto sobreviene una dificultad. Sus primeras semanas en la escuela primaria, a pesar de la comprensión y la experiencia de su maestra, son poco satisfactorias. Muy pronto parece que Lidia "anda mal"; las letras y las palabras siguen siendo para ella cosas extrañas que la dejan bastante indiferente.

Pasan los meses. En agosto descifra algunas sílabas, lee penosamente algunas palabras, reconoce y repite frases aprendidas de memoria, en tanto que la mayoría de los otros chicos de su clase han progresado muy visiblemente.

Consultado el psicólogo escolar, este considera, de acuerdo con la maestra y con los padres, que se impone una repetición de primer grado; Lidia, a pesar de su edad, no tiene todavía la madurez necesaria para el aprendizaje de la lectura.
 
Para ella, este año era demasiado pronto. La repetición del primer grado, por el contrario, iba seguramente a permitirle leer. Por lo demás, tanto el concepto de su maestra como la evaluación, más técnica, del psicólogo tienden a demostrar que ninguna carencia grave obstaculizaba este aprendizaje; el fracaso de Lidia bien pronto será borrado.
 
Sin embargo es cierto que, durante muchos meses, la pequeña vivió en un clima de inseguridad, de inferioridad, hasta de vergüenza.
 
Siempre resulta desagradable no alcanzar lo mismo que los demás, no ser como ellos, sentir que se agranda la diferencia entre aquellos que "llegan" y uno. Es doloroso ser víctima de los juicios, siempre brutales a esta edad, de compañeritos que gritan: "¡Qué tonta, no sabe leer...!"
 
Algunos niños experimentan ante el fracaso un sufrimiento muy intenso, agravado tal vez por la confusa inquietud de los padres, que no admiten que se pueda tener la edad de aprender a leer y no se aprenda. Pero, sin llegar a situaciones extremas, para todos los niños que encuentran dificultades en la lectura, se acrecientan los riesgos de una ulterior escolaridad mediocre, ya que el "disgusto por la escuela" aparece a menudo y algunas veces perdura...
 
También puede uno preguntarse si no convendría crear una clase especial, de poca exigencia, destinada a los niños que desde el jardín de infantes parecen predispuestos a tener dificultades en el aprendizaje de la lectura.
 
Una pedagogía individualizada, que respete el ritmo de cada uno y sus particularidades, permitiría a algunos niños aprender a leer más lentamente, mientras que otros, gracias a actividades educativas adaptadas a su desarrollo y a sus intereses, se beneficiarían con los estímulos y la aceleración del aprendizaje que una maduración mayor reclama.
 
Sobre todo, nadie se vería reducido y condenado al fracaso, ya que así todos, aunque de manera diversa, estarían en condiciones de realizar un aprendizaje exitoso y de progresar en él.
Horacio, o los peligros de un aprendizaje tardío
 
Este caso es bien diferente pero no menos preocupante.
 
Horacio es activo, se expresa con precisión, y tanto por sus conocimientos como en su manera de conducirse da pruebas de una gran madurez. Entra a primer grado a una edad normal. Aprende a leer con facilidad, más rápidamente que la mayoría de sus compañeros, cuya lentitud lo irrita a veces; "él comprende todo", dice su maestro.

Sin embargo, al cabo de unas semanas la situación se deteriora. Horacio, que siempre ha terminado su trabajo antes que los demás, que responde siempre a las preguntas del maestro y a su vez también le formula preguntas, que ha leído no solo su librito de lectura —del cual está descontento porque dice que "es para bebés"— sino otros libros que el maestro le da. Horacio se distrae, se agita, se interesa cada vez menos en la clase. Se aburre, todo le parece demasiado fácil. Ahí está el drama.
 
A pesar de la imaginación desplegada por el maestro para proponerle o imponerle un trabajo "de más" o mejor adaptado a sus posibilidades, poco a poco el niño pierde el gusto por el esfuerzo. Cada vez aprecia menos la alegría de la dificultad vencida y superada, se hunde en la pasividad y la indisciplina, se instala en el marasmo intelectual. Ciertamente, sus resultados son todavía excelentes y la libreta de calificaciones lo testimonia, pero el corazón está allí cada vez menos. Su maestra del jardín de infantes reconoce que efectivamente él hubiera podido, y sin duda debido, aprender a leer antes, pero... eso no se hizo.

¿Qué pasará con Horacio? ¿No es de lamentar, por él pero también por la sociedad, que sus aptitudes, no ejercitadas en tiempo oportuno, estén amenazadas de estancamiento, quizá de extinción?
Si la democratización de la enseñanza consiste precisa y justamente en dar a todos, y sobre todo a los más desfavorecidos, el máximo de oportunidades para triun¬far, y esto cualesquiera que sean las diferencias de na¬cimiento, ¿no es limitar los alcances de esta democratización olvidar que ella implica también que los que pueden más estén en condiciones de desarrollarse plenamente...?
¿No sería necesario que los niños que se consideran mejor dotados se beneficien con modalidades particulares de escolarización y que, al no estar constreñidos a la organización escolar tradicional, puedan —por ejemplo— avanzar en su aprendizaje más rápidamente que otros y según su grado de desarrollo? Así podría evitarse la fatiga que nace de tareas repetitivas o mal adaptadas que no los estimulan y que comprometen su evolución posterior.
Indudablemente, habría que hacer muchas precisiones y examinar muchos matices con respecto a tales sugerencias. Como todos los niños, aquellos dotados de una inteligencia vivaz o muy superior son ante todo personas, es decir, seres únicos, a los que no se puede aplicar, sin peligro de fracaso, principios generales concebidos para todos y, por lo tanto, en última instancia, inadecuados para cada uno.
No lo haremos aquí, ya que eso escaparía del marco de esta obra. Nos contentaremos con subrayar de pasada la gravedad de ese problema, puesto que los estudios estadísticos indican que afecta a un 2 ó 3 % de los niños de una misma clase de edad...

Pedro, o saber leer  antes de ingresar a la escuela primaria.

Examinemos por fin este último caso.
 
Pedro, que está por cumplir los cinco años, termina la sección media del jardín de infantes. Su maestra lo define como "inteligente, muy sociable, maduro para su edad", un futuro excelente alumno, por así decir. Sus padres pertenecen a la clase media y prestan una atención suficiente a la escolaridad de su hijo, al que tratan de educar lo mejor que pueden.
 
Ahora bien: después de las vacaciones de invierno, Pedro volvió al jardín con un verdadero frenesí de lectura, de escritura. Aprovecha o provoca todas las ocasiones posibles para leer con su maestra; le pide palabras, las escribe. Su sed de aprender es tal que la maestra responde a ella. Aunque en principio esto sea cosa prohibida, de pleno acuerdo con la mamá —que sufre iguales exigencias— hace tanto y tan bien que el niño se pone a leer.

En poco tiempo (algunas semanas) adquiere el sentido de la lectura. No solo es capaz de reconocer los signos de textos relativamente complejos, sino que los comprende. Mejor aún, demuestra sin ambigüedades que todavía y siempre tiene ganas de leer, de saber. No obstante, en marzo Pedro tendrá cinco años cumplidos y deberá permanecer todavía un año en preescolar, donde le serán propuestas actividades que ya no corresponden a su ritmo de desarrollo, no responden a sus necesidades.


¿Qué elegirá como reacción a eso? ¿El aburrimiento, la pasividad indiferente o la turbulencia...? ¿No correrá peligro, a largo plazo, de sentir una aversión creciente hacia la escuela, y en consecuencia sentirse marginado, promovido o relegado al papel de "burro" o de niño "lamentable", si la institución escolar no responde como se debe a sus aspiraciones? Pero ¿qué hacer?
 
Si la hipótesis de mantenerlo en la sección preescolar puede ser rechazada de entrada, ¿en qué grado inscribirlo? ¿En primer grado? Pero él ya sabe leer... ¿En el grado siguiente? Pero es probable que eso no convenga. Una solución de compromiso fue lo que se aplicó para Pedrito, y se lo ubicó en una clase de dos niveles. Inscripto regularmente en primer grado, podía seguir también las enseñanzas del grado inmediato superior.

Casos como este no son para nada excepcionales. En Francia, las estadísticas oficiales revelan, por ejemplo, que en 1970-1971 cerca de mil niños inscriptos en el primer grado de la escuela primaria no tenían más que cinco años. Así, algunos desearían que se crearan nuevas estructuras (o se desarrollaran, puesto que ya existen a título experimental) que integraran la última sección del jardín de infantes y los dos primeros grados del ciclo elemental. Estas estructuras permitirían resolver los problemas mencionados con métodos adecuados, sirviendo mejor al interés conjunto de los niños y de la sociedad.
 
El niño que pueda hacerlo estaría entonces en condiciones de efectuar en dos años un recorrido escolar que exigía anteriormente tres, mientras que otro, en cambio, se beneficiaría durante más de un año con las actividades y estímulos educativos que le son necesarios para que se organice y se realice la función léxica.

De esta manera, todos tendrían la posibilidad de aprovechar las máximas facilidades que podría ofrecer una escuela bien concebida y que, entre otras cosas, permitiría a cada niño aprender a leer desde que puede y lo desea, es decir, en el momento más oportuno (por ejemplo, para algunos, a los cinco años).



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