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jueves, 23 de diciembre de 2010

La herejía es ortodoxia, por Javier Vilar

LA HEREJÍA ES ORTODOXA 

La historia del teatro de estos últimos treinta años —al menos como he creído necesario resumirla— aviva estas exigencias. Plantea a todo realizador los problemas de herejía que vamos a considerar:

¿Por qué el director de escena ha de someterse pasivamente al pensamiento ajeno antes que a su propio duende?
¿Por qué no considerar la obra escrita como un guión?
¿Por qué no obligarse en lo sucesivo a llenar todas las funciones del arte del teatro?
¿Por qué no escribir el guión de la pieza, redescubrir y restaurar todas las joyas olvidadas del arte del teatro: la escritura y el ritmo, la verosimilitud de los caracteres u su locura, la fatalidad del temal

La historia del teatro no se perjudicará en nada, porque, hay, bien lo sabemos, los autores dramáticos —no osemos en adelante llamarlos poetas— nunca se han desprendido totalmente de dos, al menos, de los privilegios de su arte: el ritmo y el verbo; dicho de otro modo, los medios poéticos.



Y puesto que es inevitable pensar que un período de gran poesía dramática no nace espontáneamente; que la historia nos enseña que Racine está ya en Garnier; que el alejandrino oratorio de Corneille ya aparece en Agripa de Aubigné; que el verbo y el movimiento poético de Moliere han sido tomados de las farsas de la feria y de las innumerables comedias de los predecesores a quienes plagió; que, por otra parte, las primeras obras importantes de la nueva generación obedecen a las reglas autoritarias de un programa filosófico; que el ritmo de la creación sigue en ellas la cadencia (exterior a los personajes) de la demostración; que no son esos lógicos quienes devolverán al teatro sus virtudes mágicas, el director de escena está en el derecho de pensar que, si el poeta dramático —si lo hay— no ha sabido crear o recrear su orden y sus disciplinas, él, director de escena, debe obrar como mejor le parezca, y a través de cualquiera sea la obra, haya o no haya escrito la trama o el texto. Porque él tiene su orden, sus disciplinas y aun sus tradiciones.

¿QUÉ HACER?

Esta conclusión momentánea es, evidentemente, muy peligrosa. Empuja a los que son depositarios de una técnica a separarse de la comunidad teatral. Les invita a actuar aisladamente, a hacer un trabajo egoísta. Tanto más nocivo, en verdad, cuanto que esta tentativa puede pagarse con un fracaso.
Si me explayo tan largamente acerca de estos pensamientos escondidos —tímidos acompañantes del pobre hombre, del director de escena—, es porque he creído reconocer, en cada uno de mis colegas, ese placer y esa hipnosis de apurar su tarea —iba a decir su destino— hasta el final y que, en definitiva, la condición última de ese artista plantea la elección de una de estas tres actitudes:
aceptación de ser esclavo del pensamiento de otros; creación personal y total; o bien entonces, abandono de este oficio. ¿Qué hacer?
En definitiva, ¿debe el director de escena atenerse a su papel de intérprete? ¿Y esto para el buen orden de la cosa teatral? Pero, Mounet-Sully tiene entonces el derecho de clamar que se atenta contra su libertad, su talento, su función. Soy yo —dice el intérprete de Hernani—* el único, el fiel, el primer servidor del poeta. Y Mounet-Sully tiene razón, porque, al fin y al cabo, él tenía que decir más de cincuenta versos como un dios. ¡Algunas noches!

Pero, aceptar el simple papel de intérprete, aunque fuese el número 1, no siempre es cosa satisfactoria para nuestros directores de escena, para los hombres a quienes el conocimiento y la fascinación de su oficio han colocado a la cabeza de la actividad teatral contemporánea. Y esto, tanto más cuanto que no han estado o no están en contacto con verdaderos dramaturgos; y que, finalmente, su imaginación, agudizada por la experiencia y la evidencia de ser los únicos iniciados, en este asunto, les invita, les obliga a crear, en definitiva, una obra personal.

Después de treinta a cincuenta años de considerar la dirección teatral como una actividad original, el teatro ha llegado a una situación caduca.

UNA PROPOSICIÓN

Puesto que admitimos que los autores dramáticos no poseen del teatro sino el sentido del diálogo, los Rossíni y no los J. S. Bach del teatro hablado; puesto que es sabido que el único poeta dramático francés —me refiero a Claudel— es un poeta católico encerrado en un mundo confesional contra el que se sublevan todas las otras religiones, filosofías y creencias del hombre; puesto que no hay poetas pero sí muchos autores dramáticos; puesto que en nuestra época no hay quien asuma efectivamente la función del dramaturgo; puesto que, por otra parte, los iniciados, los técnicos —los directores de escena— han traspasado, a veces con éxito, los límites que una moral conformista del teatro les había señalado, debe ser a estos últimos a quienes ofrezcamos la abrumadora tarea del dramaturgo y, una vez admitido esto, es preciso dejarles que maduren en paz su inquietud por lo absoluto.

Y es aquí donde, por la pendiente inevitable del razonamiento, nos encontramos de acuerdo, no con Gordon Craig, sino con Antonin Artaud.
Ciertamente, si es apresurado aprobar todas las proposiciones que nos presenta Artaud en su libro Le Theátre et son double, no es menos cierto que esa conformación que establece entre los efectos sociales e individuales que provocan la peste y los que debe provocar el teatro, nos recuerda la razón de ser de la obra escénica. Considerado desde el punto de vista de Artaud, que es el del demiurgo, el punto de vista de Esquilo, Shakespeare, Ford, Strindberg, Büch-ner, Kleist, la esencia del teatro, el hechizo, recupera sus derechos (algo que nos está vedado, a nosotros, los franceses, desde Racine); hechizo conseguido en otros continentes por el tam-tam de las celebraciones religiosas negras, por el chamisen y las melodías polifónicas de los teatros orientales; en Occidente, por los grandes órganos, los silencios, los balbuceos ritmados de las misas católicas, medios e instrumentos que el dramaturgo avisado reemplaza por los ritmos de su prosodia-Volveré aquí sobre una idea que me parece evidente, que me ha parecido evidente cada vez que los directores parisinos me han dado, más o menos libremente, los medios de llevar una obra a la escena.

Hemos sido privados de este poder de encantamiento porque los creadores dramáticos no son los trabajadores iniciados de un teatro al cual han sacrificado toda otra actividad o inclinación, sino solamente escritores; porque la concepción primera de la obra no pertenece al iniciado, sino al hermano predicador; no al organizador del espectáculo, sino al fabricante del diálogo; no al director, sino a ese hombre decidido, desenvuelto, jovial, sostenido por sociedades profesionales y de amigos, a ese hombre distinguido que lleva con orgullo el nombre de autor, hasta el día en que una gloria profesional le consagre presidente. Presidente de los autores. (Aristófanes en los infiernos debe lamentar no ser ciudadano de París 1946.).

Pero, dejemos esto. 
Volvamos a personas más serias. Volvamos a Antonin Artaud. Volvamos, en primer lugar, a Racine.

RACINE, ¿MAL EJEMPLO?

El favorito de Boileau hizo un daño inmenso a los poetas que le siguieron; dio a entender —no sin cierta razón— que era un hombre de letras y que los alrededores de un tintero, con sus ensoñaciones y sus pesadillas, eran el lugar privilegiado, único, de la creación escénica. Nosotros bien sabemos que no es éste sino un punto de vista a favor de los perezosos; que Racine dirigió, réplica por réplica, verso por verso, a la remolona Champmeslé; que Racine —para retomar una palabra del oficio de director —estaba en l'avant scéne y dirigía los ensayos de sus piezas; que era un admirable lector; que punteaba y —digamos mejor— que orquestaba sus obras. Y si la historia no nos ha dejado el nombre del primer director de las tragedias que van de Andrómaco a Fedra, es porque el mismo Racine asumió la difícil tarea.

A propósito de Racine y por intermedio de su obra, creo que se podría hacer la distinción entre el teatro que obedece a las leyes de la magia y del hechizo (leyes caras a Artaud) y el que sólo provoca excitaciones pasajeras; entre el que canta y nos anima y el que nos trastorna y argumenta; entre el que se dirige en primer lugar a nuestros sentidos y el que no es sino diálogo, porque el teatro de Racine sacrifica, si es necesario, la claridad literal al hechizo sonoro del verso; evita el argumento y sólo obedece a lo que es canto (quejas, salmodia, gritos y suspiros, canto melódico, etc.) y rechaza, finalmente, esa forma bastarda, castrada, del teatro: el diálogo, ejercicio de virtuosismo.

ANTONIN ARTAUD

Este rodeo en compañía de Jean Racine nos ha permitido avanzar algo, al menos así lo creo. Podemos actualmente preguntarnos qué medios de expresión empleará aquel a quien hemos confiado momentáneamente la suerte del teatro: el director. Pues no es cuestión de que mientras éste emplea la palabra, el dramaturgo moderno se atenga a los recursos de Jean Racine, de Shakespeare, de Esquilo. Su obra —si surge debe ser original. Es una aventura.
Aquí interviene Artaud. Es el único en proponernos una solución técnica. Ella no es irrealizable.
He aquí lo que propone Antonin Artaud:
Voy a plantear —dice— esta cuestión: ¿Por qué en el teatro, por lo menos el teatro tal como lo conocemos en Europa, o mejor aún en Occidente, todo lo que es específicamente teatral, es decir todo lo que no obedece a la expresión por la palabra, por la voz, o si se quiere, todo lo que no está contenido en el diálogo. . . es dejado en último término? El diálogo, cosa escrita y hablada, no pertenece específicamente a la escena, pertenece al libro. . . Y más lejos: Digo que la escena es un lugar físico y concreto que exige ser llenado y que se le haga hablar su lenguaje concreto . .. Opino que ese lenguaje concreto, destinado a los sentidos e independiente de la palabra, debe satisfacer en primer lugar a los sentidos; que hay una poesía para los; sentidos como la hay para el lenguaje y que este lenguaje físico y concreto al cual hago alusión no es verdaderamente teatral sino en la medida en que los pensamientos que expresa escapan al lenguaje articulado. Luego precisa lo que puede ser esta poesía: muy difícil y compleja, reviste múltiples aspectos: reviste primeramente los de todos los medios de expresión utilizables en la escena, como música, danza, plástica, pantomima, mímica, gesticulación, entonación, arquitectura, iluminación, decorado. (Pero prefiero remitir al aficionado al teatro al libro de Artaud y particularmente al capítulo: "La puesta en escena y la metafísica").

Concepción fundamental del arte del teatro, la proposición de Artaud no es utópica. Lo prueba el trabajo de algunos de nuestros colegas (J. L. Barrault, Decroux, la Compagnie des Quinze, los jefes de equipo de Trabajo y Cultura) y el éxito público de Numance y de La Faim. Sin embargo, las manifestaciones de un teatro de este tipo son raras. En doce años, no se cuentan más que tres o cuatro espectáculos fieles a las ideas que Artaud fue el primero en exponer sistemáticamente. Pero me parece que esta irregularidad en la producción coloca al teatro en su condición de arte privilegiado, la que tenía, al menos, en la Grecia del siglo v.
(Se sabe que el teatro no se manifestaba entonces públicamente más que tres veces por año: fin de enero, las Leneas; fin de marzo, las Dionisíacas de la ciudad; fin de diciembre, las Dionisíacas campestres).
El arte teatral no es tan extraño como podría creerse. He recordado que había obtenido éxitos de gran público. Tal vez sea necesario hacer un poco su historia.

Esta técnica del director nació, creo, en la época de las retretas borgoñonas de Copeau y de la primera compañía del Vieux Colombier. Desde entonces, todas las escuelas serias han tenido una clase de improvisación, donde han sido y son estudiadas la composición de los argumentos de improvisación (la trama, dirían nuestros autores), la gramática y, a veces, el idioma de los gestos, el buen funcionamiento del cuerpo y de la respiración, el desarrollo de la imaginación plástica. Práctica analítica del comediante, este ejercicio preocupó más o menos oscuramente a nuestros mayores. Gémier dirigía, participaba si nos guiamos por Paul Gsell— en lo que entonces sólo eran —y lo fueron por mucho tiempo ejercicios para comediantes. Y, finalmente, Artaud escribe acerca de esta preocupación esencial del director de compañía. Llama creación a lo que hasta él había sido solamente un trabajo pro domo.

SARDOU, EL ARISTÓTELES DEL TEATRO CONTEMPORÁNEO

Sin embargo, si procuramos entrever las probabilidades de expresarse regularmente que puede tener un teatro de este tipo, tropezamos con una situación de hecho: el estado social del teatro.
Ese arte puro de la escena de donde el dialoguista es proscrito choca, no con la indiferencia del público, sino con esta evidencia comercial: hay en París cuarenta salas por lo menos a las cuales hay que proveer de espectáculo. Para hacer vivir, aunque más no sea a comediantes y maquinistas, es necesario representar lo que haya. El hábito, las tradiciones,1 la ausencia de imaginación, hacen que raramente se manifieste una concepción verdaderamente original. Si bien a los ojos del público, y aun de los profesionales, el teatro no puede tener otras formas que aquellas usadas en tiempos de Sardou: trama, escena de garra, trozos de virtuosismo, diálogo.

PRIMER BALANCE

¿Qué hacer entonces puesto que, de conclusión en conclusión, se nos hace más difícil encontrar un medio moderno de expresión que satisfaga al artista y al público y que se incluya en la actual situación social?
En este estado de cosas poco podemos hacer nosotros, trabajadores de la escena. El teatro conservará su máscara de burgués aburrido mientras vivamos bajo un régimen que considera el teatro como un producto que en nada se diferencia jurídicamente del producto del industrial y del comerciante; en tanto no tome su lugar frente al actor esencial de la comunidad: el pueblo, en nuestros días. Corneille escribía para y como la derecha de los primeros de su tiempo; Racine lo hacía para Luis XIV, para Madame y por mandato suyo; Moliere, para los Conti, atendiendo a

1 Éstas tienen más fuerza en los teatros de dirección privada que en los teatros nacionales.

Conde y a Luis XIV, señor de su pueblo y cabeza de ballet.
Creo que daremos al teatro un sentido y una vida nueva, el día en que nuestros tablados desaparezcan del bulevard de la Madeleine o del triángulo republicano-burgués : Madeleine-Opéra-Saint-Lazare, o de los lugares consagrados.

EL TEATRO, UN ARTE DESCONOCIDO EN NUESTRA ÉPOCA

A decir verdad, cuando intentamos ver qué probabilidades tiene el teatro contemporáneo de reencontrar su gloria particular y su esplendor, no podemos librarnos del persistente y tanto más penoso pensamiento de que el teatro es un arte desconocido en nuestra época.
La mayor parte de los autores desconocen la razón profunda por la que emplean la actual forma dramática. "Nos fue legada", tal parecería ser la respuesta. Exceptuando a nuestros directores y a Claudel, ¿existe por lo menos en nuestros autores ese espíritu de rebeldía permanente que da sus frutos desde hace más de cincuenta años a la pintura francesa? ¿Qué obra dramática, representativa de nuestra condición, de nuestra agitada vida, puede ser comparada a la gracia inquieta de Matisse, a las formas trágicas de Picasso?
Los metafísicos y los moralistas se sirven de la escena para explicar o demostrar un postulado filosófico; los autores dramáticos de éxito la envuelven en una vestidura a la Bérard; los poetas, finalmente, la inundan con su incontinencia verbal. Y las artes en conserva, el cine y la radio, la encajonan. Pensamos con tristeza en Esquilo, en Sófocles, en los coregas que preparaban de abril a diciembre la realización escénica del poema dramático, construido sobre una idea simple, obediente a reglas estrictas, ideas y formas conocidas por todos, reclamadas por todos, concurrentes en una representación que no habría de ser realizada más que una vez, donde el hombre era, frente a los dioses, más grande a veces que los dioses mismos.

Puesto que lo que necesita el teatro (satírico o trágico) y que raramente encontramos en nuestro repertorio moderno, es el hombre que, colocado en la situación más baja, más vergonzosa y criminal, sepa elevarse por encima de esta condición y, si no hacerse su dueño, al menos juzgarla, cantarla (oh, recitado y coro de los griegos, monólogo de Racine, de Shakespeare, etc.) y dominarla. El héroe morirá al final, lo sabemos bien. No importa. Habrá vencido incansablemente sobre el destino que le había sido impuesto. Aun tinto en la sangre de otros, Macbeth es todavía el héroe con el que no tememos salir del teatro. Sigue cantando a nuestro lado la euforia de su alma, el orgullo de ser hombre.

A propósito de esto, voy a dar mi punto de vista de comediante más que el de director. Diremos primeramente que carezco del talento y de la inquietud necesarios para establecer una psicología del teatro. Apenas intento simplemente extraer algunas ideas generales de mi experiencia de comediante (experiencia todavía corta, por supuesto) y, en la medida en que mi sensibilidad es justa y puede controlar lo que es feo, banal o falso, decirlo o escribirlo.

Esto, por ejemplo: ¿no es inútil poner a un ser humano en evidencia sobre el escenario, vivamente iluminado, en el silencio total que sucede a los tres bastonazos y hacerle representar la parodia indiscreta del hombre o la demostración de una idea? Se puede representar muy bien lo primero en un salón, en un club, en una taberna; para la segundo serviría un anfiteatro de universidad.

El teatro no es la demostración analítica de nuestra condición: es el cainto ditirámbico de nuestros deseos profundos o de nuestro regocijo.
No creo estar fuera del tema: "el director y la obra dramática" recordando que varios de nuestros directores han abandonado ese arte del teatro por razones que nos hemos apresurado a juzgar inexplicables. Quiero hablar del alejamiento de Copeau (y, también, del abandono del mimodrama por Barrault), de esa como desencantada, intermitente, desdeñosa actividad de Jouvet, de Baty, de esa ironía rechinante de Pitoeff en el curso de los últimos años de su vida. Ocurre que nuestros directores han sido forzados a parodiar un papel que debió ser sagrado. Se les constriñó a la función de poner en escena una obra cuando pudieron convertirse en maestros de ceremonias. Algunos y no son los menos— prefirieron abandonar ese juego de parodia.

UNA SOLUCIÓN PARADOJAL 

No obstante, los optimistas afirman y querrían convencernos de que la luz nos viene del Oeste. Esto, que en astronomía sería una paradoja, paradoja estelar, es, quizás, una verdad artística. De la misma manera es fácil leer, o ver representar o ensayar las obras dramáticas que los Estados Unidos nos proponen. Pero el teatro norteamericano resiste difícilmente un análisis más profundo; las triquiñuelas son sólidas, como todo lo que viene de allá. Demasiado sólidas. Una destreza, una virtuosidad que recuerdan un mal Hugo, un Hugo que emplearía los modernos medios de expresión.

Antaño, en Francia, tratábamos los problemas del hombre bajo la forma de "lamento" al claro de luna, de monólogos históricos ante los sepulcros, no menos históricos; paseábamos sin rumbo nuestra alma desencantada por las campiñas italianas; afirmábamos sin temor de ser masoquistats que el dolor es nuestro maestro. La escena había tomado más o menos hábilmente del poema la atmósfera de los lagos y de los valles que cantó Lamartine. La escena ilustraba los estados de alma egotistas del poeta y su conducta sentimental.

Así, en nuestros días, la escena no es para algunos sino un medio de ilustrar un momento de su dialéctica. Pero lo que es convincente en el Chateaubriand de Cambré, es falso en el Musset italiano y en el Hernani español. Pues el teatro denuncia siempre lo que hay de artificial en una literatura. Llevados a la escena, aún con inteligencia, lo fácil, lo banal, la abstracción, se desenmascaran.

Lo que sigue, que concierne al teatro norteamericano, fue escrito en 1945-46, época en que los directores y comediantes se disputaban ásperamente los éxitos de Broadway.

EL ARSÉNICO ESTÁ EN LA COCA-COLA

De este modo, en los Estados Unidos de hoy, todo o casi todo es tratado en la escena por las virtudes pseudodramáticas del arsénico o de la metralleta, de la coca-cola o del upercut. Se tiene miedo de los parlamentos largos y de la palabra. Se mantiene un diálogo netamente realista, crudo, tal como una taqui-dactilógrafa podría tomarlo de la vida. Se evita la toma de conciencia de los personajes.

Ahora bien, creo que podemos admitir que no hay personaje de teatro donde no hay toma de conciencia. Y así hasta lo absoluto.
Todo el talento y, a veces el arte refinado (más de lo que se cree) de los autores dramáticos norteamericanos, se pone en evitar la toma de conciencia; y esto, porque nos muestran a los seres llamados de todos los días, en los que la reflexión sobrepasa apenas los límites de la estulticia. Exactitud de estado civil.

¿De qué nos sirve encontraír en el teatro lo que, por otra parte, el cinematógrafo sabe tratar tan bien cuando quiere? El tema de actualidad, el estilo coloquial son, entre otros, los medios de expresión del cine. Se olvida —y los directores de teatro no pueden ser perdonados por haberlo olvidado — que antaño, hace ya más de sesenta años, un hombre de teatro francés hizo o intentó hacer con la Escuela de Medan lo que el teatro norteamericano de Steinbeick, Sherwood, Wilder, Saroyan, Clifford Odets, O'Neill se retrasa en darnos: un cuadro de la vida según las teorías de la escuela naturalista. Que el pequeño burgués francés sea reemplazado por un cow-boy, que el asesino del marido de Teresa Raquin se haya transformado en pistolero de Texas, no cambia en nada la cuestión.

Algunos afirman que el medio de expresión es secundario; que lo que importa es el cuadro del hombre y de su condición y que si éste logra conmovernos, trastornarnos, habrá cumplido su finalidad; en una palabra, que la tragedia y el drama modernos no libran su suerte a instrumentos de expresión como el vocabulario, la prosodia o la sintaxis. Pero, ¿no es mucho desenfado asegurar esto?

El verdadero dramaturgo se afirma con la paulatina adquisición de los medios de expresión. Sintaxis, cadencias, ritmos, condicionan las virtudes emotivas. Ahora bien, el teatro es templo donde la emoción es soberana. En la audición de una obra dramática maestra, el contacto emocional entre el personaje y el público debe ser permanente. Este impacto no nace de la idea o (volvamos a los norteamericanos) del tono veraz, realista, del diálogo; no nace del verismo de estado civil (bueno para la novela); ese contacto emocional nace en el teatro del canto, de la cadencia, del ritmo. Un autor dramático no abandona sin peligro cierto los medios de Esquilo, de Shakespeare, de Lope de Vega, de Racine, de Corneille, de Aristófanes. Pero tendríamos que citar a todos los poetas dramáticos del pasado si quisiéramos recordar a, todos los que permanecerán eternamente como nuestros contemporáneos en el teatro.

En Francia, esta cuestión del teatro naturalista —y por consiguiente, del teatro norteamericano— es apreciada.
Por otra parte, no estoy muy seguro de que la obra actual de la Quinta Avenida dejará al repertorio futuro extravagancias tan sorprendentes como las de Courteline, flechazos tan precisos como los de Becque y los de Jules Renard —precursor el uno, atento observador del teatro libre, el otro— o de que legará un canto trágico y desesperado como el de Strindberg, del que bien sabemos que sufrió la influencia de André Antoine.

LA ÉPOCA DE LOS DESERTORES

El teatro interesa a los creadores, los testigos, cuando una creencia —ya sea confesional o política— hace elevar la voz del poeta dramático y agruparse a su alrededor a la muchedumbre enmudecida por una misma esperanza.
Ahora bien, es significativo que las obras-documentos de la época que va de fines del siglo xix a la guerra de 1940, sean obras para el alma solitaria. Es al individuo, tomado singularmente, a quien se dirigen el poeta y el novelista. Como si cada uno de nosotros hubiera reclamado de los creadores la satisfacción de una insaciable necesidad de aislamiento, nacen artes nuevas que se dirigen a la imaginación del solitario, al deseo doloroso y secreto de otra condición de vida.

Estas artes: la radio, el cine, el disco, se dirigen al alma solitaria, vuelta hacia sí. Es sabido que la lectura, ese acto de retiro manifiesto, es el entretenimiento más buscado por el hombre moderno; lectura que va desde la prensa cotidiana al semanario y, a veces, al libro.

Sin que hubiera proclamación o manifiesto, sin batalla de Hernani, la imaginación del creador y la del individuo se han encontrado por un lento pero inexorable acto de aislamiento, el uno escribiendo para sí y casi para su delectación personal lo que el otro gustará solo, aislado de la colectividad o, volviendo a nuestro tema, aislado del público.

Pues es en la novela donde se han expresado los verdaderos testigos de la época. Cincuenta años de vida artística nos dan —para no hablar más que de Francia— una sola obra dramática importante (Claudel, pero, ¿es de nuestro tiempo?, ¿pertenece a nuestro futuro?) frente a una literatura novelesca que deja como exponente: la obra de Zola, de Proust, de Gide, de Martin du Gard, de Malraux especialmente.

Si buscamos un testimonio de nuestro tiempo, una explicación de nuestras angustias; si el comediante que no ha perdido su humanidad intenta encontrar una obra o un personaje que le comunique con los secretos o las verdades de los demás (del público), no es paradójico afirmar que su búsqueda encontrará. Es evidente que se podrían citar muchos otros nombres y reemplazar en el gusto del lector Gide por Barres, Proust por France, Zola por Maupassant, Martin du Gard por Montherlant, etc. finalmente respuesta en las obras que, en su origen, fueron escritas para ser leídas solamente. Puesto a elegir entre los tipos que nos ofrecen los mejores escritores del teatro y los de la novela, es a esos testimonios vivientes de nuestro tiempo, a las criaturas del novelista, a quienes ese intérprete de todos —el comediante— resolverá doblegar su talento y su alma de hombre.

Estoy seguro de que no puede ser de otro modo si el actor se interroga a sí mismo, si tiene una elemental preocupación por su oficio y si admite que su arte de comediante, la vida dura que lleva, los años de aprendizaje, la incertidumbre cotidiana de su profesión, no deben acabar en un inofensivo entretenimiento, en un juego de tubo digestivo; si desea que el teatro llegue a ser algo más que lo que es en el presente: una cita para la indiscreción entre nueve y once horas de la noche, una postura imprescindible para formar parte de la buena sociedad.

Y volviendo a las obras-documentos de nuestro tiempo, considero lógico que haya habido divorcio entre los creadores y el arte teatral y que nuestras grandes obras contemporáneas pertenezcan a la composición musical, a la novela, al cine, a la pintura; a otros géneros, en definitiva, distintos del teatro.

UNA SOLUCIÓN INESPERADA PERO INEVITABLE

¿Qué hacer? ¿Habremos de permanecer inactivos? ¿Indiferentes? ¿Procuraremos creer en un ensayo general excepcional? ¿Concurriremos a las butacas de orquesta con la sonrisa fatigada del crítico? ¿Nos limitaremos al repertorio de nuestros antiguos maestros, Racine, Corneille y Moliere? ¿Está condenado un hombre de teatro contemporáneo a no ser otra cosa que el conservador de obras maestras del pasado? ¿Qué hacer? ¿Abandonaremos el teatro, arte inactual? A todas estas cuestiones, expresas o sobreentendidas en el curso de estas páginas no hay, creo yo, sino una respuesta y la única válida. Esta respuesta no es del dominio artístico.
Hay que construir una sociedad, después de la cual construiremos, tal vez, buen teatro.

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