EL DIRECTOR DE ESCENA Y LA OBRA DRAMÁTICA
Del actor al director de escena. — ¿Es la puesta en escena un arma peligrosa? — Actualmente, el director de escena es más creador que el autor. — La obra es¬crita es un guión, debemos reencontrar su poder de encantamiento. — El mal ejemplo de Racine. —- La solución de Artaud. — Historia de la técnica del director de escena. — El teatro burgués. — El teatro americano. — El teatro es lo que la sociedad quiere que sea; el teatro exige una definición ante los problemas sociales
"UNA HORRIBLE CLARA DE HUEVO"
Con fecha del 4 de diciembre de 1900, Jules Renard escribe en su periódico:
"Hernani en el Francés. — Mounet-Sully se da a cada instante cinco o seis golpes de pecho y, advirtiendo que no ha llegado la cuenta, se da todavía dos o tres más. Profiere un grito de foca, abre una boca de tubo digestivo, arremanga la nariz hasta el ojo que se asemeja a una horrible clara de huevo. No se le entiende —seguramente aulla—, pero hay en total unos cincuenta versos que dice como un dios".
Es preciso creer que esa representación de Hernani no obedecía a ninguna previsión meditada de la escena, dicho de otro modo, a ninguna puesta en escena.
Estas pocas líneas tan precisas de Jules Renard acerca del trabajo de un gran actor, establecen de manera clara, creo yo, la necesidad o la inutilidad de una concepción única, de un orden particular o general según se crea en las virtudes o en los males de la puesta en escena.
En efecto, dirigido Hernani por un director digno de ese nombre, hubiéranse sacrificado Mounet-Sully y sus cincuenta versos que decía como un dios, a una representación, no diré que mejor pero sí más homogénea; hubiérase sacrificado el genio irregular de uno solo a una disciplina total, más regular, de la representación escénica. "Menos poner los ojos en blanco y más dignidad".
Ahora bien, yo he comprobado que, actualmente, no hay comediante que no reclame los oficios del director. Temo, pues, que el genio escénico haya pasado del alma del actor a la del director de escena. Aquel que ilumina en definitiva la obra dramática con su inteligencia y con las riquezas de su sensibilidad es, me parece, ese extraño hombrecillo que puede verse o no sobre la escena según sea comediante o únicamente director de su teatro.
Se objetará que un gran comediante tendrá siempre la ciencia de incluir, en una puesta en escena, las cualidades de las que ha sabido dar muestras sobre escenas mediocremente dirigidas; no es menos cierto que su inspiración será, en el curso de los ensayos, cortésmente controlada, que se exigirá de él (pienso en los cincuenta versos de Mounet-Sully) no tanto un genio irregular como un talento permanente.
En nuestros días, el primer papel a lo largo de la vida de una pieza, no pertenece más a nuestros Mounet-Sully y a nuestras Sarah Bernhardt; comprobamos que es posesión más o menos reconocida de nuestros directores de escena.
Es ésta una evidencia que la historia teatral de los últimos veinte o treinta años nos impone.
Ella plantea problemas de todos los órdenes.
Estudiemos en primer término, el que se refiere a la conciencia del director de escena. Entiendo por conciencia, no solamente la honestidad intelectual y profesional, sino particularmente los porqué y los cómo de la reflexión en contacto con la obra a dirigir. Se trata de imaginar y de entender bien, sin vana complacencia, lo que podría llamarse el monólogo interior de esta eminencia gris.
Paso por sobre sus primeras reflexiones concernientes a dos acciones importantes de su oficio:
elección de la pieza, elección de los intérpretes, para llegar inmediatamente, ya designados pieza e intérpretes según contrato, al juego demoníaco de la creación escénica.
LA EMINENCIA, GRIS. SU MONOLOGO INTERIOR.
Ese monólogo expresa deberes. Expresa miramientos con respecto al pensamiento ajeno. Es como el fruto a la vez sabroso y agrio del injerto de dos funciones: la del autor, la del director de escena. Porque:
El director de escena no es un ser libre. La obra que va a representar o a hacer representar es la creación de otros. Da a luz criaturas ajenas. Es un mago-partero. Cumple una función eterna y secundaria a la vez. Está encadenado a un texto frente al cual asume todas las libertades. Pero sus ideas y sus aspiraciones son tributarios de las de otros.
Reflexiona, se exalta, grita "eureka", pero el monólogo interior le dicta:
Que se toma, ciertamente, demasiadas libertades frente a la obra; que el otro —es decir, el autor— no ha pensado, ciertamente, en este efecto; que tal idea extraordinaria es del "más puro teatro", cierto, pero que el otro —el autor— no había previsto en este pasaje un relieve escénico, que así modifica la estructura de la obra; y que, por último, la pieza fue en primer lugar escrita y no representada; "y que sería bueno, en consecuencia, que tuvieras más respeto por la obra aunque hicieras menos arte (o artificio)".
Quiérase o no, del hecho mismo de que el autor dramático necesite de los demás para hacer representar su pieza, nacen dos voluntades. Tenemos derecho a admirarnos de la ligereza con ¿fue ciertos comentaristas han escarnecido al director de escena. ¿Qué puede este trabajador contra una situación de hecho tan evidente? Sólo le cabe hacerse cargo del texto que se le propone de la primera a la última palabra y crear según su propia imagen, o dimitir.
¿HAY QUE MATARLOS?
Aquí se plantea, en mi opinión al menos, el problema policíaco del teatro contemporáneo: ¿Es el director de escena un infeliz sentenciado a muerte? ¿Sí o no? ¿Es la puesta en escena un arma peligrosa? ¿Sí o no?
Cada artista responde a esto de diferente manera. Y, como se sabe, en un tono más o menos categórico. Ciertos autores evitan responder. Un autor termina por admitir que puede pasarse sin los servicios del director de escena. Otro gran comediante se subleva contra lo que parece un atentado a su libertad, a su talento. Otro sabe doblegarle sus aptitudes. En cuanto al público, se vuelca hacia un espectáculo cuyo trabajo escénico es mera chapucería, antes que a otro rigurosamente dirigido de tal o cual director.
Para esta cuestión no hay veredicto. Por consiguiente, no hay conclusión ni juicio.
Sin embargo, no creo que sea útil para el futuro del arte del teatro atenerse al "renvoi sine die". Creo que es necesario que cada uno de nosotros se exprese francamente en esta materia. No con la vanidad de adelantar una opinión personal, sino porque considero que urge saber lo que el nuevo teatro, habiendo enjuiciado lo que ya ha sido hecho, tiene la intención de hacer y lo que puede hacer.
LOS VERDADEROS POETAS DRAMÁTICOS DEL SIGLO.
Anticiparé, pues, personalmente, la proposición siguiente: los verdaderos creadores dramáticos de los últimos treinta años no son los autores, sino los directores de escena.
Lo escribo sin regocijarme. Lo escribo porque entiendo que la obra de Charles Dullin es, por sus búsquedas, sus éxitos, sus fracasos, más instructiva que las de los autores contemporáneos que ha lanzado o representado. Esta búsqueda del estilo escénico por Dullin a través de la obra de Pirandello, Aristófanes adaptado, Balzac redescubierto, etc., sancionada por la aprobación o la indiferencia del público (o de la élite) es, a mi entender, más significativa de estos tiempos que la filosofía coja o el estilo banal de la mayor parte de los autores contemporáneos que representa o ha representado.
Creo, por otra parte, que el estilo de Louis Jouvet, estilo claro, puro, sin adornos inútiles, sin encantos demasiado buscados, supera en mucho las pobres virtudes dramáticas de las piezas de Jean Giraudoux y de Marcel Achard, las bromas un poco pesadas radical-socialistas de Jules Romains.
Sabemos también lo que hubiéramos deseado reencontrar sobre la escena de Pitoeff: el mundo secreto de la infancia y de los graneros, donde una vieja casa se transforma en trono real, un trozo de tela, en el turbante de Scheherezada. En todo caso, hay algo muy distinto del comistrajo de los autores con-temporáneos que Pitoeff representaba.
¿Enojaría a Gastón Baty afirmando que, si hubo un poeta que frecuentara las tablas de los diferentes teatros que él dirigió, no fue el autor de Maya o de Cabezas Trocadas, sino el mismo Gastón Baty?
Lo digo sin ironía. Y una vez más: sin regocijarme. La historia del teatro de los últimos treinta años se centra en torno a los nombres de Copeau, Gémier, Lugné-Poe, Dullin, Baty, Jouvet, Pitoeff, es decir, de los directores. No es cierto, por otra parte, que los años venideros puedan ofrecernos poetas de la escena de una tal autenticidad. Hemos vivido un período estrictamente original del teatro, sin punto de comparación con el pasado. Debo recordar que este estado de cosas no es una originalidad propia del teatro francés contemporáneo. Alemania con Rheinhardt; Rusia con Stanislavski, Meyerhold, etc.; Inglaterra con Gordon Craig; la raza judía con los animadores del teatro idish, ilustran, con más precisión, la preeinencia de los directores de escena sobre los autores.
El ejemplo de Claudel en Francia, de Pirandello en Italia, de Sygne en Inglaterra, de Chejov en Rusia, de Lorca en España, no invalida esta evidencia. Todos ellos no hacen sino agregar a la historia del teatro una obra más que ilustra también la obra de los distintos directores de escena. Por lo demás, la historia olvidará también los nombres dé Shaw y de Pirandello, por ejemplo, pero no podrá menos de recordar en lo sucesivo la obra no escrita de los directores de escena, así como tampoco ha olvidado el papel de la Commedia dell'Arte en los siglos xvi y xvii y principios del xviii.
Si me he extendido en la historia de estos últimos treinta años de teatro, ha sido con el fin de precisar ahora y sin reticencias, el primer punto de esta exposición, el de la dualidad en la creación escénica, dualidad que provoca en la conciencia del director de escena el dilema de Hamlet: ser o no ser.
LA MENTIRA.
Para volver a nuestro tema, estoy presto a afirmar, con mis maestros en teatro, mis mayores y mis camaradas directores de escena, que la primera cosa que cuenta en el teatro es el pensamiento del autor.
Desdichadamente, esto no es más que una actitud; la respuesta de un artista escrupuloso, un poco tonto o, por el contrario, muy astuto.
Su realidad, es una mentira.
A decir verdad, en el curso de los ensayos se produce ese inevitable fenómeno (extraño solamente a los ojos de los que asisten por primera vez a la gestación escénica de la obra escrita), de que el autor se muestre con la cara larga. Decididamente, él había imaginado otro desarrollo de su obra. La experiencia de los autores puede juzgarse sin temor de equivocación por el testimonio de su rostro más o menos estupefacto durante los ensayos. La reacción de Racine arrebatando a la compañía de Moliere el manuscrito de Andrómaco y llevándolo a otra compañía, es un gesto raro en la actualidad.
Pero no es el caso tratar del autor, de sus ideas o de sus reacciones ante la realización de su obra escrita.
Es del director de escena de quien debe tratarse aquí.
Sí, una cuestión punzante se propone a todo director de escena que no olvida que su primer deber con siste en montar la obra. Sería torpe esquivarla. Es una cuestión que se presenta a nosotros bajo muchas formas y es tanto más inquietante cuanto que se esfuerza en el discernimiento, en el examen razonable de su oficio.
Fuente Jean Vilar
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