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jueves, 23 de diciembre de 2010

La herejía es ortodoxia, por Javier Vilar

LA HEREJÍA ES ORTODOXA 

La historia del teatro de estos últimos treinta años —al menos como he creído necesario resumirla— aviva estas exigencias. Plantea a todo realizador los problemas de herejía que vamos a considerar:

¿Por qué el director de escena ha de someterse pasivamente al pensamiento ajeno antes que a su propio duende?
¿Por qué no considerar la obra escrita como un guión?
¿Por qué no obligarse en lo sucesivo a llenar todas las funciones del arte del teatro?
¿Por qué no escribir el guión de la pieza, redescubrir y restaurar todas las joyas olvidadas del arte del teatro: la escritura y el ritmo, la verosimilitud de los caracteres u su locura, la fatalidad del temal

La historia del teatro no se perjudicará en nada, porque, hay, bien lo sabemos, los autores dramáticos —no osemos en adelante llamarlos poetas— nunca se han desprendido totalmente de dos, al menos, de los privilegios de su arte: el ritmo y el verbo; dicho de otro modo, los medios poéticos.



Y puesto que es inevitable pensar que un período de gran poesía dramática no nace espontáneamente; que la historia nos enseña que Racine está ya en Garnier; que el alejandrino oratorio de Corneille ya aparece en Agripa de Aubigné; que el verbo y el movimiento poético de Moliere han sido tomados de las farsas de la feria y de las innumerables comedias de los predecesores a quienes plagió; que, por otra parte, las primeras obras importantes de la nueva generación obedecen a las reglas autoritarias de un programa filosófico; que el ritmo de la creación sigue en ellas la cadencia (exterior a los personajes) de la demostración; que no son esos lógicos quienes devolverán al teatro sus virtudes mágicas, el director de escena está en el derecho de pensar que, si el poeta dramático —si lo hay— no ha sabido crear o recrear su orden y sus disciplinas, él, director de escena, debe obrar como mejor le parezca, y a través de cualquiera sea la obra, haya o no haya escrito la trama o el texto. Porque él tiene su orden, sus disciplinas y aun sus tradiciones.

¿QUÉ HACER?

Esta conclusión momentánea es, evidentemente, muy peligrosa. Empuja a los que son depositarios de una técnica a separarse de la comunidad teatral. Les invita a actuar aisladamente, a hacer un trabajo egoísta. Tanto más nocivo, en verdad, cuanto que esta tentativa puede pagarse con un fracaso.
Si me explayo tan largamente acerca de estos pensamientos escondidos —tímidos acompañantes del pobre hombre, del director de escena—, es porque he creído reconocer, en cada uno de mis colegas, ese placer y esa hipnosis de apurar su tarea —iba a decir su destino— hasta el final y que, en definitiva, la condición última de ese artista plantea la elección de una de estas tres actitudes:
aceptación de ser esclavo del pensamiento de otros; creación personal y total; o bien entonces, abandono de este oficio. ¿Qué hacer?
En definitiva, ¿debe el director de escena atenerse a su papel de intérprete? ¿Y esto para el buen orden de la cosa teatral? Pero, Mounet-Sully tiene entonces el derecho de clamar que se atenta contra su libertad, su talento, su función. Soy yo —dice el intérprete de Hernani—* el único, el fiel, el primer servidor del poeta. Y Mounet-Sully tiene razón, porque, al fin y al cabo, él tenía que decir más de cincuenta versos como un dios. ¡Algunas noches!

Pero, aceptar el simple papel de intérprete, aunque fuese el número 1, no siempre es cosa satisfactoria para nuestros directores de escena, para los hombres a quienes el conocimiento y la fascinación de su oficio han colocado a la cabeza de la actividad teatral contemporánea. Y esto, tanto más cuanto que no han estado o no están en contacto con verdaderos dramaturgos; y que, finalmente, su imaginación, agudizada por la experiencia y la evidencia de ser los únicos iniciados, en este asunto, les invita, les obliga a crear, en definitiva, una obra personal.

Después de treinta a cincuenta años de considerar la dirección teatral como una actividad original, el teatro ha llegado a una situación caduca.

UNA PROPOSICIÓN

Puesto que admitimos que los autores dramáticos no poseen del teatro sino el sentido del diálogo, los Rossíni y no los J. S. Bach del teatro hablado; puesto que es sabido que el único poeta dramático francés —me refiero a Claudel— es un poeta católico encerrado en un mundo confesional contra el que se sublevan todas las otras religiones, filosofías y creencias del hombre; puesto que no hay poetas pero sí muchos autores dramáticos; puesto que en nuestra época no hay quien asuma efectivamente la función del dramaturgo; puesto que, por otra parte, los iniciados, los técnicos —los directores de escena— han traspasado, a veces con éxito, los límites que una moral conformista del teatro les había señalado, debe ser a estos últimos a quienes ofrezcamos la abrumadora tarea del dramaturgo y, una vez admitido esto, es preciso dejarles que maduren en paz su inquietud por lo absoluto.

Y es aquí donde, por la pendiente inevitable del razonamiento, nos encontramos de acuerdo, no con Gordon Craig, sino con Antonin Artaud.
Ciertamente, si es apresurado aprobar todas las proposiciones que nos presenta Artaud en su libro Le Theátre et son double, no es menos cierto que esa conformación que establece entre los efectos sociales e individuales que provocan la peste y los que debe provocar el teatro, nos recuerda la razón de ser de la obra escénica. Considerado desde el punto de vista de Artaud, que es el del demiurgo, el punto de vista de Esquilo, Shakespeare, Ford, Strindberg, Büch-ner, Kleist, la esencia del teatro, el hechizo, recupera sus derechos (algo que nos está vedado, a nosotros, los franceses, desde Racine); hechizo conseguido en otros continentes por el tam-tam de las celebraciones religiosas negras, por el chamisen y las melodías polifónicas de los teatros orientales; en Occidente, por los grandes órganos, los silencios, los balbuceos ritmados de las misas católicas, medios e instrumentos que el dramaturgo avisado reemplaza por los ritmos de su prosodia-Volveré aquí sobre una idea que me parece evidente, que me ha parecido evidente cada vez que los directores parisinos me han dado, más o menos libremente, los medios de llevar una obra a la escena.

Hemos sido privados de este poder de encantamiento porque los creadores dramáticos no son los trabajadores iniciados de un teatro al cual han sacrificado toda otra actividad o inclinación, sino solamente escritores; porque la concepción primera de la obra no pertenece al iniciado, sino al hermano predicador; no al organizador del espectáculo, sino al fabricante del diálogo; no al director, sino a ese hombre decidido, desenvuelto, jovial, sostenido por sociedades profesionales y de amigos, a ese hombre distinguido que lleva con orgullo el nombre de autor, hasta el día en que una gloria profesional le consagre presidente. Presidente de los autores. (Aristófanes en los infiernos debe lamentar no ser ciudadano de París 1946.).

Pero, dejemos esto. 
Volvamos a personas más serias. Volvamos a Antonin Artaud. Volvamos, en primer lugar, a Racine.

RACINE, ¿MAL EJEMPLO?

El favorito de Boileau hizo un daño inmenso a los poetas que le siguieron; dio a entender —no sin cierta razón— que era un hombre de letras y que los alrededores de un tintero, con sus ensoñaciones y sus pesadillas, eran el lugar privilegiado, único, de la creación escénica. Nosotros bien sabemos que no es éste sino un punto de vista a favor de los perezosos; que Racine dirigió, réplica por réplica, verso por verso, a la remolona Champmeslé; que Racine —para retomar una palabra del oficio de director —estaba en l'avant scéne y dirigía los ensayos de sus piezas; que era un admirable lector; que punteaba y —digamos mejor— que orquestaba sus obras. Y si la historia no nos ha dejado el nombre del primer director de las tragedias que van de Andrómaco a Fedra, es porque el mismo Racine asumió la difícil tarea.

A propósito de Racine y por intermedio de su obra, creo que se podría hacer la distinción entre el teatro que obedece a las leyes de la magia y del hechizo (leyes caras a Artaud) y el que sólo provoca excitaciones pasajeras; entre el que canta y nos anima y el que nos trastorna y argumenta; entre el que se dirige en primer lugar a nuestros sentidos y el que no es sino diálogo, porque el teatro de Racine sacrifica, si es necesario, la claridad literal al hechizo sonoro del verso; evita el argumento y sólo obedece a lo que es canto (quejas, salmodia, gritos y suspiros, canto melódico, etc.) y rechaza, finalmente, esa forma bastarda, castrada, del teatro: el diálogo, ejercicio de virtuosismo.

ANTONIN ARTAUD

Este rodeo en compañía de Jean Racine nos ha permitido avanzar algo, al menos así lo creo. Podemos actualmente preguntarnos qué medios de expresión empleará aquel a quien hemos confiado momentáneamente la suerte del teatro: el director. Pues no es cuestión de que mientras éste emplea la palabra, el dramaturgo moderno se atenga a los recursos de Jean Racine, de Shakespeare, de Esquilo. Su obra —si surge debe ser original. Es una aventura.
Aquí interviene Artaud. Es el único en proponernos una solución técnica. Ella no es irrealizable.
He aquí lo que propone Antonin Artaud:
Voy a plantear —dice— esta cuestión: ¿Por qué en el teatro, por lo menos el teatro tal como lo conocemos en Europa, o mejor aún en Occidente, todo lo que es específicamente teatral, es decir todo lo que no obedece a la expresión por la palabra, por la voz, o si se quiere, todo lo que no está contenido en el diálogo. . . es dejado en último término? El diálogo, cosa escrita y hablada, no pertenece específicamente a la escena, pertenece al libro. . . Y más lejos: Digo que la escena es un lugar físico y concreto que exige ser llenado y que se le haga hablar su lenguaje concreto . .. Opino que ese lenguaje concreto, destinado a los sentidos e independiente de la palabra, debe satisfacer en primer lugar a los sentidos; que hay una poesía para los; sentidos como la hay para el lenguaje y que este lenguaje físico y concreto al cual hago alusión no es verdaderamente teatral sino en la medida en que los pensamientos que expresa escapan al lenguaje articulado. Luego precisa lo que puede ser esta poesía: muy difícil y compleja, reviste múltiples aspectos: reviste primeramente los de todos los medios de expresión utilizables en la escena, como música, danza, plástica, pantomima, mímica, gesticulación, entonación, arquitectura, iluminación, decorado. (Pero prefiero remitir al aficionado al teatro al libro de Artaud y particularmente al capítulo: "La puesta en escena y la metafísica").

Concepción fundamental del arte del teatro, la proposición de Artaud no es utópica. Lo prueba el trabajo de algunos de nuestros colegas (J. L. Barrault, Decroux, la Compagnie des Quinze, los jefes de equipo de Trabajo y Cultura) y el éxito público de Numance y de La Faim. Sin embargo, las manifestaciones de un teatro de este tipo son raras. En doce años, no se cuentan más que tres o cuatro espectáculos fieles a las ideas que Artaud fue el primero en exponer sistemáticamente. Pero me parece que esta irregularidad en la producción coloca al teatro en su condición de arte privilegiado, la que tenía, al menos, en la Grecia del siglo v.
(Se sabe que el teatro no se manifestaba entonces públicamente más que tres veces por año: fin de enero, las Leneas; fin de marzo, las Dionisíacas de la ciudad; fin de diciembre, las Dionisíacas campestres).
El arte teatral no es tan extraño como podría creerse. He recordado que había obtenido éxitos de gran público. Tal vez sea necesario hacer un poco su historia.

Esta técnica del director nació, creo, en la época de las retretas borgoñonas de Copeau y de la primera compañía del Vieux Colombier. Desde entonces, todas las escuelas serias han tenido una clase de improvisación, donde han sido y son estudiadas la composición de los argumentos de improvisación (la trama, dirían nuestros autores), la gramática y, a veces, el idioma de los gestos, el buen funcionamiento del cuerpo y de la respiración, el desarrollo de la imaginación plástica. Práctica analítica del comediante, este ejercicio preocupó más o menos oscuramente a nuestros mayores. Gémier dirigía, participaba si nos guiamos por Paul Gsell— en lo que entonces sólo eran —y lo fueron por mucho tiempo ejercicios para comediantes. Y, finalmente, Artaud escribe acerca de esta preocupación esencial del director de compañía. Llama creación a lo que hasta él había sido solamente un trabajo pro domo.

SARDOU, EL ARISTÓTELES DEL TEATRO CONTEMPORÁNEO

Sin embargo, si procuramos entrever las probabilidades de expresarse regularmente que puede tener un teatro de este tipo, tropezamos con una situación de hecho: el estado social del teatro.
Ese arte puro de la escena de donde el dialoguista es proscrito choca, no con la indiferencia del público, sino con esta evidencia comercial: hay en París cuarenta salas por lo menos a las cuales hay que proveer de espectáculo. Para hacer vivir, aunque más no sea a comediantes y maquinistas, es necesario representar lo que haya. El hábito, las tradiciones,1 la ausencia de imaginación, hacen que raramente se manifieste una concepción verdaderamente original. Si bien a los ojos del público, y aun de los profesionales, el teatro no puede tener otras formas que aquellas usadas en tiempos de Sardou: trama, escena de garra, trozos de virtuosismo, diálogo.

PRIMER BALANCE

¿Qué hacer entonces puesto que, de conclusión en conclusión, se nos hace más difícil encontrar un medio moderno de expresión que satisfaga al artista y al público y que se incluya en la actual situación social?
En este estado de cosas poco podemos hacer nosotros, trabajadores de la escena. El teatro conservará su máscara de burgués aburrido mientras vivamos bajo un régimen que considera el teatro como un producto que en nada se diferencia jurídicamente del producto del industrial y del comerciante; en tanto no tome su lugar frente al actor esencial de la comunidad: el pueblo, en nuestros días. Corneille escribía para y como la derecha de los primeros de su tiempo; Racine lo hacía para Luis XIV, para Madame y por mandato suyo; Moliere, para los Conti, atendiendo a

1 Éstas tienen más fuerza en los teatros de dirección privada que en los teatros nacionales.

Conde y a Luis XIV, señor de su pueblo y cabeza de ballet.
Creo que daremos al teatro un sentido y una vida nueva, el día en que nuestros tablados desaparezcan del bulevard de la Madeleine o del triángulo republicano-burgués : Madeleine-Opéra-Saint-Lazare, o de los lugares consagrados.

EL TEATRO, UN ARTE DESCONOCIDO EN NUESTRA ÉPOCA

A decir verdad, cuando intentamos ver qué probabilidades tiene el teatro contemporáneo de reencontrar su gloria particular y su esplendor, no podemos librarnos del persistente y tanto más penoso pensamiento de que el teatro es un arte desconocido en nuestra época.
La mayor parte de los autores desconocen la razón profunda por la que emplean la actual forma dramática. "Nos fue legada", tal parecería ser la respuesta. Exceptuando a nuestros directores y a Claudel, ¿existe por lo menos en nuestros autores ese espíritu de rebeldía permanente que da sus frutos desde hace más de cincuenta años a la pintura francesa? ¿Qué obra dramática, representativa de nuestra condición, de nuestra agitada vida, puede ser comparada a la gracia inquieta de Matisse, a las formas trágicas de Picasso?
Los metafísicos y los moralistas se sirven de la escena para explicar o demostrar un postulado filosófico; los autores dramáticos de éxito la envuelven en una vestidura a la Bérard; los poetas, finalmente, la inundan con su incontinencia verbal. Y las artes en conserva, el cine y la radio, la encajonan. Pensamos con tristeza en Esquilo, en Sófocles, en los coregas que preparaban de abril a diciembre la realización escénica del poema dramático, construido sobre una idea simple, obediente a reglas estrictas, ideas y formas conocidas por todos, reclamadas por todos, concurrentes en una representación que no habría de ser realizada más que una vez, donde el hombre era, frente a los dioses, más grande a veces que los dioses mismos.

Puesto que lo que necesita el teatro (satírico o trágico) y que raramente encontramos en nuestro repertorio moderno, es el hombre que, colocado en la situación más baja, más vergonzosa y criminal, sepa elevarse por encima de esta condición y, si no hacerse su dueño, al menos juzgarla, cantarla (oh, recitado y coro de los griegos, monólogo de Racine, de Shakespeare, etc.) y dominarla. El héroe morirá al final, lo sabemos bien. No importa. Habrá vencido incansablemente sobre el destino que le había sido impuesto. Aun tinto en la sangre de otros, Macbeth es todavía el héroe con el que no tememos salir del teatro. Sigue cantando a nuestro lado la euforia de su alma, el orgullo de ser hombre.

A propósito de esto, voy a dar mi punto de vista de comediante más que el de director. Diremos primeramente que carezco del talento y de la inquietud necesarios para establecer una psicología del teatro. Apenas intento simplemente extraer algunas ideas generales de mi experiencia de comediante (experiencia todavía corta, por supuesto) y, en la medida en que mi sensibilidad es justa y puede controlar lo que es feo, banal o falso, decirlo o escribirlo.

Esto, por ejemplo: ¿no es inútil poner a un ser humano en evidencia sobre el escenario, vivamente iluminado, en el silencio total que sucede a los tres bastonazos y hacerle representar la parodia indiscreta del hombre o la demostración de una idea? Se puede representar muy bien lo primero en un salón, en un club, en una taberna; para la segundo serviría un anfiteatro de universidad.

El teatro no es la demostración analítica de nuestra condición: es el cainto ditirámbico de nuestros deseos profundos o de nuestro regocijo.
No creo estar fuera del tema: "el director y la obra dramática" recordando que varios de nuestros directores han abandonado ese arte del teatro por razones que nos hemos apresurado a juzgar inexplicables. Quiero hablar del alejamiento de Copeau (y, también, del abandono del mimodrama por Barrault), de esa como desencantada, intermitente, desdeñosa actividad de Jouvet, de Baty, de esa ironía rechinante de Pitoeff en el curso de los últimos años de su vida. Ocurre que nuestros directores han sido forzados a parodiar un papel que debió ser sagrado. Se les constriñó a la función de poner en escena una obra cuando pudieron convertirse en maestros de ceremonias. Algunos y no son los menos— prefirieron abandonar ese juego de parodia.

UNA SOLUCIÓN PARADOJAL 

No obstante, los optimistas afirman y querrían convencernos de que la luz nos viene del Oeste. Esto, que en astronomía sería una paradoja, paradoja estelar, es, quizás, una verdad artística. De la misma manera es fácil leer, o ver representar o ensayar las obras dramáticas que los Estados Unidos nos proponen. Pero el teatro norteamericano resiste difícilmente un análisis más profundo; las triquiñuelas son sólidas, como todo lo que viene de allá. Demasiado sólidas. Una destreza, una virtuosidad que recuerdan un mal Hugo, un Hugo que emplearía los modernos medios de expresión.

Antaño, en Francia, tratábamos los problemas del hombre bajo la forma de "lamento" al claro de luna, de monólogos históricos ante los sepulcros, no menos históricos; paseábamos sin rumbo nuestra alma desencantada por las campiñas italianas; afirmábamos sin temor de ser masoquistats que el dolor es nuestro maestro. La escena había tomado más o menos hábilmente del poema la atmósfera de los lagos y de los valles que cantó Lamartine. La escena ilustraba los estados de alma egotistas del poeta y su conducta sentimental.

Así, en nuestros días, la escena no es para algunos sino un medio de ilustrar un momento de su dialéctica. Pero lo que es convincente en el Chateaubriand de Cambré, es falso en el Musset italiano y en el Hernani español. Pues el teatro denuncia siempre lo que hay de artificial en una literatura. Llevados a la escena, aún con inteligencia, lo fácil, lo banal, la abstracción, se desenmascaran.

Lo que sigue, que concierne al teatro norteamericano, fue escrito en 1945-46, época en que los directores y comediantes se disputaban ásperamente los éxitos de Broadway.

EL ARSÉNICO ESTÁ EN LA COCA-COLA

De este modo, en los Estados Unidos de hoy, todo o casi todo es tratado en la escena por las virtudes pseudodramáticas del arsénico o de la metralleta, de la coca-cola o del upercut. Se tiene miedo de los parlamentos largos y de la palabra. Se mantiene un diálogo netamente realista, crudo, tal como una taqui-dactilógrafa podría tomarlo de la vida. Se evita la toma de conciencia de los personajes.

Ahora bien, creo que podemos admitir que no hay personaje de teatro donde no hay toma de conciencia. Y así hasta lo absoluto.
Todo el talento y, a veces el arte refinado (más de lo que se cree) de los autores dramáticos norteamericanos, se pone en evitar la toma de conciencia; y esto, porque nos muestran a los seres llamados de todos los días, en los que la reflexión sobrepasa apenas los límites de la estulticia. Exactitud de estado civil.

¿De qué nos sirve encontraír en el teatro lo que, por otra parte, el cinematógrafo sabe tratar tan bien cuando quiere? El tema de actualidad, el estilo coloquial son, entre otros, los medios de expresión del cine. Se olvida —y los directores de teatro no pueden ser perdonados por haberlo olvidado — que antaño, hace ya más de sesenta años, un hombre de teatro francés hizo o intentó hacer con la Escuela de Medan lo que el teatro norteamericano de Steinbeick, Sherwood, Wilder, Saroyan, Clifford Odets, O'Neill se retrasa en darnos: un cuadro de la vida según las teorías de la escuela naturalista. Que el pequeño burgués francés sea reemplazado por un cow-boy, que el asesino del marido de Teresa Raquin se haya transformado en pistolero de Texas, no cambia en nada la cuestión.

Algunos afirman que el medio de expresión es secundario; que lo que importa es el cuadro del hombre y de su condición y que si éste logra conmovernos, trastornarnos, habrá cumplido su finalidad; en una palabra, que la tragedia y el drama modernos no libran su suerte a instrumentos de expresión como el vocabulario, la prosodia o la sintaxis. Pero, ¿no es mucho desenfado asegurar esto?

El verdadero dramaturgo se afirma con la paulatina adquisición de los medios de expresión. Sintaxis, cadencias, ritmos, condicionan las virtudes emotivas. Ahora bien, el teatro es templo donde la emoción es soberana. En la audición de una obra dramática maestra, el contacto emocional entre el personaje y el público debe ser permanente. Este impacto no nace de la idea o (volvamos a los norteamericanos) del tono veraz, realista, del diálogo; no nace del verismo de estado civil (bueno para la novela); ese contacto emocional nace en el teatro del canto, de la cadencia, del ritmo. Un autor dramático no abandona sin peligro cierto los medios de Esquilo, de Shakespeare, de Lope de Vega, de Racine, de Corneille, de Aristófanes. Pero tendríamos que citar a todos los poetas dramáticos del pasado si quisiéramos recordar a, todos los que permanecerán eternamente como nuestros contemporáneos en el teatro.

En Francia, esta cuestión del teatro naturalista —y por consiguiente, del teatro norteamericano— es apreciada.
Por otra parte, no estoy muy seguro de que la obra actual de la Quinta Avenida dejará al repertorio futuro extravagancias tan sorprendentes como las de Courteline, flechazos tan precisos como los de Becque y los de Jules Renard —precursor el uno, atento observador del teatro libre, el otro— o de que legará un canto trágico y desesperado como el de Strindberg, del que bien sabemos que sufrió la influencia de André Antoine.

LA ÉPOCA DE LOS DESERTORES

El teatro interesa a los creadores, los testigos, cuando una creencia —ya sea confesional o política— hace elevar la voz del poeta dramático y agruparse a su alrededor a la muchedumbre enmudecida por una misma esperanza.
Ahora bien, es significativo que las obras-documentos de la época que va de fines del siglo xix a la guerra de 1940, sean obras para el alma solitaria. Es al individuo, tomado singularmente, a quien se dirigen el poeta y el novelista. Como si cada uno de nosotros hubiera reclamado de los creadores la satisfacción de una insaciable necesidad de aislamiento, nacen artes nuevas que se dirigen a la imaginación del solitario, al deseo doloroso y secreto de otra condición de vida.

Estas artes: la radio, el cine, el disco, se dirigen al alma solitaria, vuelta hacia sí. Es sabido que la lectura, ese acto de retiro manifiesto, es el entretenimiento más buscado por el hombre moderno; lectura que va desde la prensa cotidiana al semanario y, a veces, al libro.

Sin que hubiera proclamación o manifiesto, sin batalla de Hernani, la imaginación del creador y la del individuo se han encontrado por un lento pero inexorable acto de aislamiento, el uno escribiendo para sí y casi para su delectación personal lo que el otro gustará solo, aislado de la colectividad o, volviendo a nuestro tema, aislado del público.

Pues es en la novela donde se han expresado los verdaderos testigos de la época. Cincuenta años de vida artística nos dan —para no hablar más que de Francia— una sola obra dramática importante (Claudel, pero, ¿es de nuestro tiempo?, ¿pertenece a nuestro futuro?) frente a una literatura novelesca que deja como exponente: la obra de Zola, de Proust, de Gide, de Martin du Gard, de Malraux especialmente.

Si buscamos un testimonio de nuestro tiempo, una explicación de nuestras angustias; si el comediante que no ha perdido su humanidad intenta encontrar una obra o un personaje que le comunique con los secretos o las verdades de los demás (del público), no es paradójico afirmar que su búsqueda encontrará. Es evidente que se podrían citar muchos otros nombres y reemplazar en el gusto del lector Gide por Barres, Proust por France, Zola por Maupassant, Martin du Gard por Montherlant, etc. finalmente respuesta en las obras que, en su origen, fueron escritas para ser leídas solamente. Puesto a elegir entre los tipos que nos ofrecen los mejores escritores del teatro y los de la novela, es a esos testimonios vivientes de nuestro tiempo, a las criaturas del novelista, a quienes ese intérprete de todos —el comediante— resolverá doblegar su talento y su alma de hombre.

Estoy seguro de que no puede ser de otro modo si el actor se interroga a sí mismo, si tiene una elemental preocupación por su oficio y si admite que su arte de comediante, la vida dura que lleva, los años de aprendizaje, la incertidumbre cotidiana de su profesión, no deben acabar en un inofensivo entretenimiento, en un juego de tubo digestivo; si desea que el teatro llegue a ser algo más que lo que es en el presente: una cita para la indiscreción entre nueve y once horas de la noche, una postura imprescindible para formar parte de la buena sociedad.

Y volviendo a las obras-documentos de nuestro tiempo, considero lógico que haya habido divorcio entre los creadores y el arte teatral y que nuestras grandes obras contemporáneas pertenezcan a la composición musical, a la novela, al cine, a la pintura; a otros géneros, en definitiva, distintos del teatro.

UNA SOLUCIÓN INESPERADA PERO INEVITABLE

¿Qué hacer? ¿Habremos de permanecer inactivos? ¿Indiferentes? ¿Procuraremos creer en un ensayo general excepcional? ¿Concurriremos a las butacas de orquesta con la sonrisa fatigada del crítico? ¿Nos limitaremos al repertorio de nuestros antiguos maestros, Racine, Corneille y Moliere? ¿Está condenado un hombre de teatro contemporáneo a no ser otra cosa que el conservador de obras maestras del pasado? ¿Qué hacer? ¿Abandonaremos el teatro, arte inactual? A todas estas cuestiones, expresas o sobreentendidas en el curso de estas páginas no hay, creo yo, sino una respuesta y la única válida. Esta respuesta no es del dominio artístico.
Hay que construir una sociedad, después de la cual construiremos, tal vez, buen teatro.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

El director de escena y la obra dramática por Jean Vilar

EL DIRECTOR DE ESCENA Y LA OBRA DRAMÁTICA


Del actor al director de escena. — ¿Es la puesta en escena un arma peligrosa? — Actualmente, el director de escena es más creador que el autor. — La obra es¬crita es un guión, debemos reencontrar su poder de encantamiento. — El mal ejemplo de Racine. —- La solución de Artaud. — Historia de la técnica del director de escena. — El teatro burgués. — El teatro americano. — El teatro es lo que la sociedad quiere que sea; el teatro exige una definición ante los problemas sociales

"UNA HORRIBLE CLARA DE HUEVO"

Con fecha del 4 de diciembre de 1900, Jules Renard escribe en su periódico:

"Hernani en el Francés. — Mounet-Sully se da a cada instante cinco o seis golpes de pecho y, advirtiendo que no ha llegado la cuenta, se da todavía dos o tres más. Profiere un grito de foca, abre una boca de tubo digestivo, arremanga la nariz hasta el ojo que se asemeja a una horrible clara de huevo. No se le entiende —seguramente aulla—, pero hay en total unos cincuenta versos que dice como un dios".

Es preciso creer que esa representación de Hernani no obedecía a ninguna previsión meditada de la escena, dicho de otro modo, a ninguna puesta en escena.

Estas pocas líneas tan precisas de Jules Renard acerca del trabajo de un gran actor, establecen de manera clara, creo yo, la necesidad o la inutilidad de una concepción única, de un orden particular o general según se crea en las virtudes o en los males de la puesta en escena.

En efecto, dirigido Hernani por un director digno de ese nombre, hubiéranse sacrificado Mounet-Sully y sus cincuenta versos que decía como un dios, a una representación, no diré que mejor pero sí más homogénea; hubiérase sacrificado el genio irregular de uno solo a una disciplina total, más regular, de la representación escénica. "Menos poner los ojos en blanco y más dignidad".

Ahora bien, yo he comprobado que, actualmente, no hay comediante que no reclame los oficios del director. Temo, pues, que el genio escénico haya pasado del alma del actor a la del director de escena. Aquel que ilumina en definitiva la obra dramática con su inteligencia y con las riquezas de su sensibilidad es, me parece, ese extraño hombrecillo que puede verse o no sobre la escena según sea comediante o únicamente director de su teatro.

Se objetará que un gran comediante tendrá siempre la ciencia de incluir, en una puesta en escena, las cualidades de las que ha sabido dar muestras sobre escenas mediocremente dirigidas; no es menos cierto que su inspiración será, en el curso de los ensayos, cortésmente controlada, que se exigirá de él (pienso en los cincuenta versos de Mounet-Sully) no tanto un genio irregular como un talento permanente.

En nuestros días, el primer papel a lo largo de la vida de una pieza, no pertenece más a nuestros Mounet-Sully y a nuestras Sarah Bernhardt; comprobamos que es posesión más o menos reconocida de nuestros directores de escena.

Es ésta una evidencia que la historia teatral de los últimos veinte o treinta años nos impone.
Ella plantea problemas de todos los órdenes.
Estudiemos en primer término, el que se refiere a la conciencia del director de escena. Entiendo por conciencia, no solamente la honestidad intelectual y profesional, sino particularmente los porqué y los cómo de la reflexión en contacto con la obra a dirigir. Se trata de imaginar y de entender bien, sin vana complacencia, lo que podría llamarse el monólogo interior de esta eminencia gris.

Paso por sobre sus primeras reflexiones concernientes a dos acciones importantes de su oficio:
elección de la pieza, elección de los intérpretes, para llegar inmediatamente, ya designados pieza e intérpretes según contrato, al juego demoníaco de la creación escénica.

LA EMINENCIA, GRIS. SU MONOLOGO INTERIOR.

Ese monólogo expresa deberes. Expresa miramientos con respecto al pensamiento ajeno. Es como el fruto a la vez sabroso y agrio del injerto de dos funciones: la del autor, la del director de escena. Porque:

El director de escena no es un ser libre. La obra que va a representar o a hacer representar es la creación de otros. Da a luz criaturas ajenas. Es un mago-partero. Cumple una función eterna y secundaria a la vez. Está encadenado a un texto frente al cual asume todas las libertades. Pero sus ideas y sus aspiraciones son tributarios de las de otros.

Reflexiona, se exalta, grita "eureka", pero el monólogo interior le dicta:
Que se toma, ciertamente, demasiadas libertades frente a la obra; que el otro —es decir, el autor— no ha pensado, ciertamente, en este efecto; que tal idea extraordinaria es del "más puro teatro", cierto, pero que el otro —el autor— no había previsto en este pasaje un relieve escénico, que así modifica la estructura de la obra; y que, por último, la pieza fue en primer lugar escrita y no representada; "y que sería bueno, en consecuencia, que tuvieras más respeto por la obra aunque hicieras menos arte (o artificio)".

Quiérase o no, del hecho mismo de que el autor dramático necesite de los demás para hacer representar su pieza, nacen dos voluntades. Tenemos derecho a admirarnos de la ligereza con ¿fue ciertos comentaristas han escarnecido al director de escena. ¿Qué puede este trabajador contra una situación de hecho tan evidente? Sólo le cabe hacerse cargo del texto que se le propone de la primera a la última palabra y crear según su propia imagen, o dimitir.

¿HAY QUE MATARLOS?

Aquí se plantea, en mi opinión al menos, el problema policíaco del teatro contemporáneo: ¿Es el director de escena un infeliz sentenciado a muerte? ¿Sí o no? ¿Es la puesta en escena un arma peligrosa? ¿Sí o no?
Cada artista responde a esto de diferente manera. Y, como se sabe, en un tono más o menos categórico. Ciertos autores evitan responder. Un autor termina por admitir que puede pasarse sin los servicios del director de escena. Otro gran comediante se subleva contra lo que parece un atentado a su libertad, a su talento. Otro sabe doblegarle sus aptitudes. En cuanto al público, se vuelca hacia un espectáculo cuyo trabajo escénico es mera chapucería, antes que a otro rigurosamente dirigido de tal o cual director.

Para esta cuestión no hay veredicto. Por consiguiente, no hay conclusión ni juicio.
Sin embargo, no creo que sea útil para el futuro del arte del teatro atenerse al "renvoi sine die". Creo que es necesario que cada uno de nosotros se exprese francamente en esta materia. No con la vanidad de adelantar una opinión personal, sino porque considero que urge saber lo que el nuevo teatro, habiendo enjuiciado lo que ya ha sido hecho, tiene la intención de hacer y lo que puede hacer.

LOS VERDADEROS POETAS DRAMÁTICOS DEL SIGLO.

Anticiparé, pues, personalmente, la proposición siguiente: los verdaderos creadores dramáticos de los últimos treinta años no son los autores, sino los directores de escena.
Lo escribo sin regocijarme. Lo escribo porque entiendo que la obra de Charles Dullin es, por sus búsquedas, sus éxitos, sus fracasos, más instructiva que las de los autores contemporáneos que ha lanzado o representado. Esta búsqueda del estilo escénico por Dullin a través de la obra de Pirandello, Aristófanes adaptado, Balzac redescubierto, etc., sancionada por la aprobación o la indiferencia del público (o de la élite) es, a mi entender, más significativa de estos tiempos que la filosofía coja o el estilo banal de la mayor parte de los autores contemporáneos que representa o ha representado.

Creo, por otra parte, que el estilo de Louis Jouvet, estilo claro, puro, sin adornos inútiles, sin encantos demasiado buscados, supera en mucho las pobres virtudes dramáticas de las piezas de Jean Giraudoux y de Marcel Achard, las bromas un poco pesadas radical-socialistas de Jules Romains.
Sabemos también lo que hubiéramos deseado reencontrar sobre la escena de Pitoeff: el mundo secreto de la infancia y de los graneros, donde una vieja casa se transforma en trono real, un trozo de tela, en el turbante de Scheherezada. En todo caso, hay algo muy distinto del comistrajo de los autores con-temporáneos que Pitoeff representaba.

¿Enojaría a Gastón Baty afirmando que, si hubo un poeta que frecuentara las tablas de los diferentes teatros que él dirigió, no fue el autor de Maya o de Cabezas Trocadas, sino el mismo Gastón Baty?

Lo digo sin ironía. Y una vez más: sin regocijarme. La historia del teatro de los últimos treinta años se centra en torno a los nombres de Copeau, Gémier, Lugné-Poe, Dullin, Baty, Jouvet, Pitoeff, es decir, de los directores. No es cierto, por otra parte, que los años venideros puedan ofrecernos poetas de la escena de una tal autenticidad. Hemos vivido un período estrictamente original del teatro, sin punto de comparación con el pasado. Debo recordar que este estado de cosas no es una originalidad propia del teatro francés contemporáneo. Alemania con Rheinhardt; Rusia con Stanislavski, Meyerhold, etc.; Inglaterra con Gordon Craig; la raza judía con los animadores del teatro idish, ilustran, con más precisión, la preeinencia de los directores de escena sobre los autores.

El ejemplo de Claudel en Francia, de Pirandello en Italia, de Sygne en Inglaterra, de Chejov en Rusia, de Lorca en España, no invalida esta evidencia. Todos ellos no hacen sino agregar a la historia del teatro una obra más que ilustra también la obra de los distintos directores de escena. Por lo demás, la historia olvidará también los nombres dé Shaw y de Pirandello, por ejemplo, pero no podrá menos de recordar en lo sucesivo la obra no escrita de los directores de escena, así como tampoco ha olvidado el papel de la Commedia dell'Arte en los siglos xvi y xvii y principios del xviii.

Si me he extendido en la historia de estos últimos treinta años de teatro, ha sido con el fin de precisar ahora y sin reticencias, el primer punto de esta exposición, el de la dualidad en la creación escénica, dualidad que provoca en la conciencia del director de escena el dilema de Hamlet: ser o no ser.

LA MENTIRA.

Para volver a nuestro tema, estoy presto a afirmar, con mis maestros en teatro, mis mayores y mis camaradas directores de escena, que la primera cosa que cuenta en el teatro es el pensamiento del autor.
Desdichadamente, esto no es más que una actitud; la respuesta de un artista escrupuloso, un poco tonto o, por el contrario, muy astuto.
Su realidad, es una mentira.
A decir verdad, en el curso de los ensayos se produce ese inevitable fenómeno (extraño solamente a los ojos de los que asisten por primera vez a la gestación escénica de la obra escrita), de que el autor se muestre con la cara larga. Decididamente, él había imaginado otro desarrollo de su obra. La experiencia de los autores puede juzgarse sin temor de equivocación por el testimonio de su rostro más o menos estupefacto durante los ensayos. La reacción de Racine arrebatando a la compañía de Moliere el manuscrito de Andrómaco y llevándolo a otra compañía, es un gesto raro en la actualidad.
Pero no es el caso tratar del autor, de sus ideas o de sus reacciones ante la realización de su obra escrita.
Es del director de escena de quien debe tratarse aquí.
Sí, una cuestión punzante se propone a todo director de escena que no olvida que su primer deber con siste en montar la obra. Sería torpe esquivarla. Es una cuestión que se presenta a nosotros bajo muchas formas y es tanto más inquietante cuanto que se esfuerza en el discernimiento, en el examen razonable de su oficio.

Fuente Jean Vilar

martes, 21 de diciembre de 2010

Entrevista, fuente "De la tradición teatral de Jean Vilar"

Predecesores y extranjeros. -~ Ni "el arte de la puesta en escena", ni "el espectáculo por el espectáculo" son fines en sí mismos. — "¿Régisseur" o "Director"? — Los clásicos: tradición, interpretación. — La íra-gedia clásica. — El teatro extranjero. — Los autores jóvenes. — La crítica. — El público. — Flexibilidad necesaria del trabajo preparatorio. — Contra las re* constituciones. — La arquitectura teatral. - Teatro y cine. — El "director", ¿creador o intérprete?

¿Cómo se perfila la evolución de la puesta en escena en la historia del teatro y en qué forma hace usted su aporte personal?

Para ser preciso, sería necesario que existiese alguna relación entre los cabezas de compañía, directores de teatro de arte, y directores de escena. Y los autores. Ahora bien, no hay nada de eso. No nos frecuentamos. Y, por otra parte, ¿es la puesta en escena un arte suficientemente autónomo como para que se hable de su evolución? Ella depende todas las veces de la obra.

Hecha esta salvedad, no veo una evolución caracterizada. Pero, no asistiendo sino rara vez al espectáculo, mi juicio debe ser aceptado con reservas.

¿Considera usted que exista lo que podría llamarse una nueva "escuela" de la puesta en escena francesa?
No, y tanto mejor así, pues lo que hoy día importa ver desaparecer cuanto antes es, precisamente, "ese arte de la escena" considerado como fin y cuyo apogolista fue, entre otros, Gordon Craig.

¿Tiene usted algo en común con otros anima¬dores, predecesores o contemporáneos? ¿Con cuáles?
Es, sobre todo, por intermedio de algunas de sus reflexiones escritas, por lo que me considero tributario de la obra de ciertos predecesores.

Cuando Jouvet escribe: "En realidad, una pieza compone por sí misma su puesta en escena. Basta permanecer atento y no ser demasiado personal para verla cobrar movimiento, trabajar a los actores: actuando sobre ellos, misteriosamente, ella los prueba, los hace crecer o los empequeñece, los toma o los rechaza, etc."; cuando Pitoeff —al decir de H. R. Lenormand—- se niega a rebajar una obra maestra a la comprensión plácida del público para que éste llene la sala lo menos cien veces, entonces, me siento, como usted dice, ligado a ellos.

Pero haría falta también mencionar los escritos de Stanislavski, Baty, Dullin y Copeau, de Taima, la Clairon,1 etc.... Lo que conozco de la obra realizada en la escena por Antoine y por Gémier me deja, por el contrario, insensible. Debería decir hostil. Todo no consiste en ser mártir o profeta, es necesario, además, que se pertenezca a esa religión.

Creo que no hay nada de sorprendente en el hecho de tomar conciencia de mis deudas merced a los escritos y no a las prácticas escénicas (realización, puesta en escena, decorados, trajes, interpretación de los actores, etc.. . .) En efecto, si la actitud intelectual ante la obra es, sobre poco más o menos, idéntica y obligatoria (penetración y sinceridad, por lo menos), nuestras reacciones sensibles (orientación o, si usted prefiere, toma de posesión de los objetos y del sujeto) no pueden ser las mismas.

Inversamente, ¿en qué aspectos se opone usted a tal o cual fórmula —pasada o reciente— de la puesta en escena?

Estoy en contra de todas las puestas en escena cuya tendencia sea, según una horrible palabra usada hace algunos años, la "reteatralización" del teatro. Contra todo lo que sea "el espectáculo por el espectáculo". Contra la manía del decorado, en consecuencia. Contra el arte primario de la iluminación, contra la obsesión parisina del traje. Contra el simbolismo en el juego del actor.

Entre el realismo de Antoine y las "convenciones teatrales" de los que lo han seguido y combatido, queda lugar para un teatro de efectos simples, sin intenciones, familiares a todos. Lo que no quiere decir que el decorado deba ser despreciado, que el traje no haya de estudiarse cuidadosamente o que el gesto del actor deba ser el de todo el mundo. ¡Muy al contrario!

Algunos de nuestros antepasados en el teatro que vivieron en la pobreza, escucharían sorprendidos que sus realizaciones pertenecen, sin embargo, a un arte refinado del espectáculo. En efecto, ellos tomaron a menudo de ciertas artes mayores o menores (arquitectura, escultura, decoración, cinematógrafo, música, alta costura, etc.), el sobrante más sutil de sus prácticas. Es necesario volver resueltamente la espalda a esta concepción del teatro. Creo, por otra parte, que un pueblo a quien la guerra ha hecho reencontrar no solamente las necesidades primarias de la vida sino, acaso también, una conciencia más clara de la existencia, reclamará de nosotros algo más que una presentación dorada, refinada, del espectáculo. Aquí tendrán la palabra los comediantes improvisados de los teatros vocacionales.
Se trata, además, de saber si tendremos suficiente penetración o constancia para imponer al público lo que éste desea oscuramente. Será nuestro combate. Y sobrepasa, en verdad, el papel de director propiamente dicho.

¿Cuáles son, en general, las escuelas extran~ jeras que han influido en la puesta en escena francesa? ¿Y en lo que a usted concierne? ¿De qué manera?

Esta pregunta —como, por otra parte, las que preceden— está planteada en términos tales que, a decir verdad, usted pretende de nosotros todo un curso de la historia de dirección teatral. Aun admitiendo que estemos suficientemente documentados para responder, no bastarían unas pocos páginas. Sin embargo, intentemos una respuesta.

En la medida en que conozco los trabajos de nuestros ilustres mayores, veo la influencia de dos escuelas extranjeras en el arte de la escena (digamos lo menos posible puesta en escena, si me permite): la escuela alemana y la escuela rusa. Y, en otra medida, el teatro japonés. Y no olvidemos la Commedia dell'Arte. Pero, ¿qué quiere decir escuela rusa, por ejemplo? ¿Stanislavski, Meyerhold, teatro Kamerny, los ballets rusos? En el prefacio al libro de Stanislavski, escribe Copeau: "Si el relato de Mi Vida en el Arte hubiera aparecido algunos años antes, si me hubiera sido dado conocerlo antes de conocer al fundador del Teatro de Arte de Moscú, ¡cómo hubiera buscado acercarme a él! De igual manera, si en aquellas pocas pláticas de París, se hubiera dignado tomarme por confidente de su experiencia, sin duda hubiera yo abordado con espíritu más claro y avisado, los problemas que se me planteaban entonces y me aislaban entre mis compañeros".

Creo que en estas pocas líneas está todo dicho acerca de las relaciones entre los directores franceses y extranjeros, las cuales no fueron, frecuentemente, sino citas frustradas.
No quiero extenderme más sobre el tema sin antes remitirle a los libros y prefacios de Copeau, a las Conversaciones con Gémier recogidas por Paul Gsell, a las obras y artículos de Baty...
Me permito recordarle la influencia considerable de un técnico francés sobre el teatro europeo. Me refiero a Antoine. Sin embargo, en una carta escrita a Sarcey en 1888, un año después, por consiguiente, del nacimiento del Théátre-Libre, Antoine detalla con una minuciosidad admirable varios espectáculos de la célebre compañía del gran duque de Saxe-Meiningen, de paso para Bruselas, la misma que conmovió pro¬fundamente a Stanislavski. Hablando con propiedad creo, pues, que no ha habido influencia de tal escuela extranjera sobre tal otra escuela francesa, sino una suerte de interferencia entre las diversas escuelas, a veces imperceptible para los mismos técnicos. Por otra parte, si se considera históricamente la obra realizada respectivamente por Antoine, Lugné-Poe, Copeau, Gémier y los cuatro del Cartel, tendremos que admitir la originalidad de su trabajo, más aún por cuanto la influencia de las escuelas extranjeras no llegará a percibirse en él. Personalmente, y para responder a la última parte de su pregunta, debo decir que he seguido y escuchado con verdadera atención las indicaciones para la escena dadas por Wladimir Sokoloff y su paciente método de trabajo. Y, finalmente, al contacto con Charles Dullin, he comprendido que sin la emoción, sin la sinceridad profunda y generosa del intérprete, nuestro oficio no es nada, no es más que artificio. Pero, sobre todo, he trabajado solo.

¿Cuál es el papel del director o animador? ¿Cuál de estos dos términos le parece más apropiado?

¿El papel de director de escena? ¡Hm!, no sé nada de ello, no siéndolo yo.

¿Animador o director de escena? Ninguno de estos dos términos es exacto. Son palabras, como tantas otras en arte, que carecen de significación real. Después de todo, la palabra tégisseut que emplean los alemanes, y creo que también los ingleses, me parece más justa. Tiene, además, el atractivo de poseer títulos de nobleza más antiguos. Pero, ¿es realmente importante la última parte de su pregunta?

¿Qué lugar asigna usted a los clásicos en su repertorio? ¿Preferiría otro? ¿Y por qué razones?
Algunas de sus preguntas están formuladas en términos tales que, si no respondiera con una reserva inicial, se pensaría que hacemos lo que queremos.

Ahora bien, desdichadamente, no es ésa nuestra situación. Si fuéramos ayudados por el Estado o por las empresas privadas o públicas, como lo son los artistas de las tablas en Rusia, podríamos establecer un empleo regular del tiempo: no se olvide que, en efecto, este teatro exige de los comediantes una práctica cotidiana. Sus personajes, si no son frecuentados asiduamente, se mofan de usted con una desenvoltura de aristócratas, por la razón muy simple de que obligan a un conocimiento íntimo y dedicado de los medios vocales y plásticos. Se pueden soslayar las dificultades con un personaje de Becque, de Musset, de Claudel. Esto es imposible con Argos, Alcestes, Nerón, Hermión, con Andrómaco, el Cid, Polieuto. Todos ellos reclaman algo más que un generoso temperamento de comediante o de trágico; es necesario haber asimilado, haber hecho suya esa sintaxis y ese ritmo a la vez múltiples y estrictos. Es necesario hacer verosímil lo que es ficticio. En este aspecto, una buena parte de la superioridad de los comediantes del Théátre-Francais sobre sus camaradas, proviene de esa frecuentación permanente de las obras clásicas, de la cual el Conservatorio y la Comedia han hecho una norma. Esta frecuentación obligatoria, este agradable "matrimonio forzoso" se me antoja, por lo demás, el rostro familiar de la tradición. Si, a veces, se muestra mucha negligencia frente a la obra clásica en ensayo, al menos el tono general de la obra es audible y se respeta un cierto mecanismo de la interpretación, lo que antes se llamaba el arte de la declamación. O así era hasta 1942, poco más o menos.

Para volver a su pregunta, si el Estado o las empresas privadas quisieran tomarnos a su cargo y darnos así los medios —controlándonos financieramente, por supuesto— de utilizar un programa general, el estudio y la realización de las piezas clásicas sería nuestra tarea fundamental. No creo que mis colegas puedan pensar de otra manera. El olvido —o el desprecio— a este propósito indica, a mi entender, la importancia de la obra realizada. En todos los casos, para una escuela de arte dramático francés, célula inicial de la compañía, el repertorio clásico francés es el alfa y omega del aprendizaje.
Acaso la importancia de Jacques Copeau en Francia y otros países, se deba al hecho de haber sido el primero en restituir su plena claridad y su virtud de conmover, al repertorio de su raza.

¿Cómo ve usted la realización de la tragedia clásica y bajo qué condiciones (formación de los actores, gusto del público, etc.)?
¿Sabe usted que esta pregunta tan simple en apariencia sería tema para un libro y que nunca leeremos ese libro puesto que ni Taima ni Copeau lo han escrito? ¿Advierte el apuro en que ha puesto a su paciente? Aun cuando indicase —no exento de pedantería—', las condiciones necesarias, ¿cree que avanzaríamos un paso? No olvide que únicamente el escenario determina, por el éxito o el fracaso, las concepciones y las teorías teatrales. Particularmente las que conciernen a la tragedia clásica. ¡Ya lo creo! Y me permito recordarle mi respuesta a su precedente pregunta: la reali¬zación de una tragedia clásica no se improvisa en unos meses. En el Théátre-Francais como en cualquier otra parte. A menos de considerarla como una pieza para solistas. Lo que, por lo demás, ha sido frecuentemente el caso. Cuando el papel de Paulina está bien interpretado, el de Polieuto no lo está. Cuando hay un Pirro afligido, Hermión es asfixiante. ¿No ha sido así en todos los tiempos? Le planteo la cuestión. Recuerde el pasaje de Proust sobre la Berma, tan significativo de lo que el público de la época de los grandes trágicos (Sarah Bernhardt, de Max, Mounet-Sully, Mme. Bartet, etc.) iba a escuchar al teatro: el solo.
Ahora bien, esto no es la tragedia clásica. Y es una perogrullada observar que la tragedia es —al menos considerada en su conjunto— un cuarteto, un quinteto, un sexteto, etc., dentro del cual no está permitido al primer violín ejecutar como si interpretase un concierto o al fagot considerarse una voz inferior.

Tal vez seré más preciso afirmando que debería aplicarse a la tragedia un método de trabajo tan riguroso como el que Capet impuso a su cuarteto. Y, así como aquél compuso un Arte del Arco, sería necesario escribir (y volvemos al libro que no han escrito ni Taima, ni Copeau) un "mecanismo de la tragedia" para los que se consagren a este supremo arte.
Llevar a la escena una tragedia clásica es, desdichadamente, una tarea a la cual las jóvenes compañías francesas no podrán entregarse sin riesgo de fracaso (y aquí, verdaderamente, el éxito fácil es repugnante). Digamos, mejor, sin fracasar, pues es necesario un largo aprendizaje del equipo entero, y esto exige dinero puesto que demanda tiempo. Y dando por sentado que el cabeza de compañía dispone de sensibilidades emotivas o fuertes. Y admitiendo también que él mismo tenga un mínimo de delicadeza y sentido del pudor.

¿Qué lugar asigna usted al teatro extranjero?

Vuelta la paz, esperemos que se nos permita interpretar tantas obras extranjeras como deseamos. Le señalo que la Sociedad de Autores nos prohibe, en efecto, representar más de una pieza de autor extranjero sobre cuatro. Medida liberal, ¿no cree usted?

Esperemos también, que algunos de entre nosotros puedan —terminada la guerra— actuar no importa dónde en el mundo y que tengamos un espíritu suficientemente amplio y curioso para acoger a las nuevas compañías de arte dramático rusas, alemanas, inglesas y judías, si el teatro idish existe todavía.
Querríamos saber también lo que han hecho desde 1930, el "Teatro Guild", los "Provincetown Players", los "Little Theatre" y la sección dramática del Instituto de Pittsburg.
Creo que no llegaremos a realizar una obra a la vez actual y duradera sino en la medida en que estemos en relación los unos con los otros, en que podamos intercambiar proyectos, ideas, autores, necesidades y comparar nuestros fracasos.

. . .¿Y a los autores jóvenes?

La primera preocupación del director de una compañía teatral debería ser representar a los autores de su generación. Pero también haría falta que éstos tuvieran en cuenta que el arte dramático exige de ellos algo más que una atención pasajera de algunos meses. Que es un arte exigente y celoso. Por lo demás, el nú¬mero de los autores dramáticos de una época dada es reducido. Descubrirlos e interpretarlos es nuestra difícil, ingrata tarea. Solamente gracias a ellos, nuestra existencia de comediante de tal país y tal época no es vana, no es enteramente absurda y nos ofrece al menos nuestra profunda alegría de hombre. Pero esas autores nos huyen a veces y van a hacerse presentar en otra parte. Y tanto peor para nosotros y, a veces, para ellos.

¿Qué piensa de la crítica? ¿Qué aporta de efectivo al director de un teatro? ¿Cumple realmente su función de guía frente al público y frente al teatro?

Se pueden contar uno o dos, sin riesgo de exceder la cifra, si se quiere indicar el número de críticos auténticos en una generación, al menos si damos una significación a esta palabra y la tomamos en la acepción imperiosa pero necesaria de Jacques Copeau: "Exijo que sea sincero, grave, profundo, consciente de su función creadora respecto del autor, digno de colaborar en la misma tarea y de llevar, como él, la responsabilidad de la cultura". Qué admirable definición, ¿no es cierto?

Copeau fue, por lo demás, el primer crítico de arte dramático de su época. Relea sus estudios sobre Becque, Mirabeau, Renard, Rostand, Capus, etc. Zola escribió también excelentes cuadernos en Le Bien Public y Le Voltaire. La dramaturgia de Hambourg, de Lesing, es también obra de un verdadero crítico.
Citándole, a falta de otros, esos tres nombres de escritores que fueron además creadores, no crea que me aparto de su pregunta. Aunque se refieren a obras dramáticas de otra época, las páginas críticas de Lessing, de Zola y de Copeau, son para nosotros "una guía", para emplear su propia expresión. El tiempo ha consagrado la exactitud de los juicios que ellas proponían (kritein: discernir). Hay allí una labor creadora.

Pero, ¿las gacetillas, dirá usted? En la medida en que es inteligente y estudiosa, digámoslo así, la crítica es preciosa. En la situación actual del teatro, no es caprichoso asegurar que su función es tan importante como la de los directores. Ninguna tarea pública, eficaz y de largos alcances puede ser realizada sin su discernimiento y su generosidad.

En cuanto a su papel de guía frente al público, no tengo suficiente experiencia para juzgarlo con precisión.

¿Qué influencia —positiva o negativa— atri¬buye al público? ¿Es el público actual —en su totalidad o parcialmente — refractario a ciertas formas de teatro? ¿Cuáles son éstas? ¿Y por qué motivos?

Un director de teatro enojado, a quien, a propó¬sito del Calígula de Albert Camus, decía yo un poco ligeramente: "Pero el público desea, espera esto", me respondió: "¿Cree, pues, que el público quiere cualquier cosa?"

A riesgo de parecer prematuramente desengañado, me permito responder a esta pregunta. Sí, creo que el público es capaz de aceptarlo todo. Aun la belleza. Al menos el público que viene a nuestras salas de espectáculo, donde todo es ordenado, rotulado y de pago: el asiento, el vestuario, el bar, el programa, la orientación general, los lavabos, etc. Es decir, lo contrario de una fiesta.1

1 Me permito recordar que estas líneas fueron escritas varios años antes de Avignon y de mi nombramiento en el Teatro Nacional Popular.

En el momento de la creación de una pieza, ¿se esfuerza usted en subordinar los elementos necesarios a la idea de conjunto o bien modifica su concepción según los elementos de que dispone?
La realización escénica de una pieza es siempre el resultado de un compromiso. Compromiso, al menos, entre la imaginación visual y auditiva del director y la realidad viviente, anárquica, que son los actores. Por mi parte, nada definitivo, nada preciso ha sido fijado antes de los primeros ensayos. Nada de papeles, nada de notas, de plan escrito. Nada en las manos, en los bolsillos, todo en el cuerpo y en el alma de los otros. Del otro lado, el comediante.
Sí, obligar a una voz o a un cuerpo de intérprete, a integrarse en una armonía o en un juego plástico fijados previamente, parece amaestramiento. El comediante es algo muy distinto de un animal amaestrado o de un robot. Entre él y yo se crea, lentamente, pacientemente, una especie de familiaridad física que hace que nos comprendamos con pocas palabras. Necesito conocerle bien y, aun tratándose de alguien poco amable, necesito estimarle. No es posible realizar eficazmente una obra cuya suerte depende de tantas buenas voluntades; no es posible dirigir con acierto una pieza de teatro, con el concurso de gentes que no se profesan afecto. Amar el teatro no quiere decir nada, amar a quien lo practica es tal vez menos "de artista", pero de resultados más seguros. Sin embargo, si no me esfuerzo en subordinar —para emplear sus propios términos— los elementos necesarios a uña idea de conjunto, no es menos cierto que, después de cierto número de ensayos, me veo obligado, a veces, a llevar sutilmente a ciertos intérpretes no siempre es útil que tengan conciencia de ello—' a una idea de conjunto, a un cierto diapasón que no es escogido deliberadamente por el director, por cierto que no, sino que nace del contacto poligámico de las voces, de los cuerpos, del alma de los demás intérpretes y del texto. Llegados a este punto es necesario detenerse. A través de las idas y venidas, de los ruidos y de los incidentes menudos de los ensayos, ha llegado el momento misterioso en que se juega la suerte de la realización. No siempre el comediante se da cuenta de ello. Y tanto mejor así, porque fijaría lo que debe ser siempre espontáneo. Sea lo que sea, el director percibe entonces claramente lo que puede "dar" tal intérprete. Percibe, a veces, muchas otras cosas todavía y, por ejemplo, la importancia contra-puntística de un papel juzgado secundario hasta entonces.1 

A su sueño impreciso de lector enamorado de la pieza, han sucedido la visión plástica y la audición sinfónica de la obra por intermedio de las señoritas X o Y, de las señoras Z o W. La obra dramática acaba de nacer. Al menos para el director.

Es entonces cuando las cualidades de este autócrata paciente y suave arriesgan falsear el sentido de la pieza, es decir, arriesgan dar nacimiento a una pieza que el autor no ha querido o no ha escrito.

Es necesario volver nuevamente al autor. Escucharlo. Seguirlo. Desconfiar, en consecuencia, de los defectos de pequeño dictador a los cuales un director tiene siempre tendencia a ceder. Pero es necesario también instar al autor a no cerrarse a las quejas o a las sugestiones —a menudo mal expresadas— de un intérprete o de los intérpretes. Apeles escuchaba, al menos, al zapatero que criticaba el aspecto del zapato que había pintado. Por grande que sea un autor, si desprecia deliberadamente al comediante, debe ser expulsado del teatro.

Creo inútil describir más largamente la serie de ensayos. Si he logrado hacer algo de luz sobre ese compromiso del que hablaba más arriba, habré respondido a su pregunta sobre el director. Para terminar, tengo que censurarle por identificar al comediante, al director y al autor con los "elementos necesarios". Pase para el decorado, el dispositivo eléctrico y las dimensiones del escenario que, acaso, designaba su pregunta. Pero, ¿debo recordarle que esos elementos inanimados (sin alma) no son precisamente necesarios?


1 Tomemos, como ejemplo clásico, el papel de Don Sancho (Le Cid, de Fierre Corneille).

¿Atribuye usted superioridad a uno de los elementos* (texto, decorado, interpretación) en la realización del espectáculo?
¿A qué otros elementos que el texto y los intérpretes podría atribuir una superioridad? Mucho me temo que aquellos que tienen la obsesión del decorado —como otros la manía de la persecución— respondan de muy distinta manera.

¿Considera el desarrollo de la maquinaria en el teatro como un progreso o como un obstáculo?
¿Por qué un progreso?
¿Y por qué un obstáculo?
No hay progreso en arte, ¿no es así?
Y no debe haber obstáculo.
¿Estima posibles y bajo qué condiciones- los espectáculos que tiendan a reconstituir ciertas fórmulas teatrales del pasado, por ejemplo: teatro isábelino, teatro antiguo, teatro medieval, comedia italiana?

Usted me pregunta "si estimo posibles los espectáculos, etc...." No le he interpretado bien. ¿Desea saber si es posible que esas reconstituciones sean fieles a la presentación dada en vida del autor? ¿Y si, en caso de hacerlas, tienen algún interés artístico? ¿Si estas fórmulas escénicas tienen probabilidades de seducir al público de nuestros días? Respondamos grosso modo. Un trabajo tal, escrupulosamente realizado, siempre tiene interés, al menos para los artesanos del teatro. Pero dudo que se tengan los medios, por ejemplo, de hacer asequible a un público contemporáneo, la explosiva Comedia Italiana, sus burlas, sus temas. Era un arte de cómicos y especializados. Un arte que desapareció con ellos. Estaba hecho de tradiciones cuya transmisión oral (aprendizaje, experiencias, rutinas, etc.) paréceme haber sido capital y mucho más instructiva que la transmisión escrita (obras de Gherardi, etc.).

En resumen, para que una tradición popular se mantenga viva, no puede ser interrumpida sin peligro mortal.
En cuanto a los teatros isabelino y antiguo son, ante todo, teatros de autores. ¡Y qué autores! Todas las épocas han acudido a ellos. El Ricardo III interpretado por Irving o Garrick, el Volpone que interpretó Dullin, la Noche de Reyes realizada por Copeau tiene tanta importancia en la historia del teatro y de una sociedad, como las representaciones que sus creadores dieron de ellas sobre el Támesis hacia 1600. Por otra parte, si es en verdad cautivante asistir a una representación que se ha querido lo más fiel posible a la originaria, ¿qué comediante o qué director podrá asegurarnos sin forzar nuestra buena voluntad, que Burbage interpretaba Hamlet de tal o cual manera? . . . En definitiva, reconstitución y teatro me parecen hermanos enemigos.

¿Convendría —para ciertos espectáculos buscar nuevas fórmulas de arquitectura teatral?

Me inclino a responder de muchas maneras a su pregunta concerniente a la arquitectura teatral, lo cual es señal de ignorancia o de profunda indiferencia. Aquí convendría, quizá, recordar el adagio de Lope de Vega: "Tres cuadros, dos personajes, una pasión", al que se apela frecuentemente, sin obedecerle jamás.

¿Cuáles son los fracasos que ha preferido a los éxitos, y por qué?
¡Ahora sí que es indiscreto! Nos obligaría a mostrar demasiada seguridad en el resultado de nuestro trabajo si tuviéramos empeño en responder, si tuviéramos que afirmar que una determinada realización ha sido un éxito. No estamos frecuentemente de acuerdo con el público y aun nos hace falta admitir que el público siempre tiene razón. Porque el teatro es un arte público, ¿no es cierto? Pero, ¿amamos siempre lo que éste ha consagrado como un éxito? Lamento decirlo, pero su pregunta me es insoportable. Todavía soy joven. No tengo mi pasado ante mí. Jamás pienso en él. "Cuando empuñes el arado —prescribe el Evangelio— no dirijas nunca la mirada atrás". Le aseguro que no tengo ninguna dificultad en seguir este consejo.

¿Considera que el teatro ha sido perjudicado por la amplitud del desarrollo cinematográfico y, por ende, está destinado a sufrir una modificación profunda para poder subsistir, o que debe resolverse a no pertenecer más que a una minoría?

' Para responder eficazmente a su pregunta haría falta informarse en los servicios de la Administración Pública: ¿ha perjudicado el desarrollo de la industria cinematográfica a las recetas del teatro comercial, entre 1920 y 1929? Pues el primer enemigo dej teatro de arte no es el cinematógrafo, sino el espectáculo para tenderos, aquel donde todo se combina  en la sola preocupación por la fórmula, por la fórmula máxima. Como usted sabe, este género de espectáculo se manifiesta tanto en la escena como en las salas de proyección. ¿Es necesario agregar que una película de calidad pertenece a nuestro patrimonio o, cuando menos, a nuestra cultura, tanto como una buena novela o un cuadro de un maestro contemporáneo? El cine no puede, pues, combatir al arte del teatro. Muy al contrario, en la medida en que es agresivo y original, nos ayuda a mantener despiertos la curiosidad y el fervor del público.
No fueron las películas de Charlie Chaplin o El gabinete del doctor Caligari quienes condenaron a Jacques Copeau al cierre definitivo del Vieux-Colombier. No fueron tampoco las películas de Rene Clair, no fue Tempestad sobre el Asia o El Acorazado Potemkin o las películas de Murneau quienes provocaron los déficit del presupuesto de Pitoeff, de Jouvet, etc.

No creo, pues, que el desarrollo propiamente dicho de la industria cinematográfica haya provocado o amenace provocar modificaciones profundas en el arte del teatro. Cuando hubo modificaciones, las razones fueron otras, casi siempre de orden interno.

En cuanto a saber si el teatro puede no pertenecer sino a una minoría (y dejar ganancia, ¿no es cierto?), es éste un problema insoluble de nuestros días. Ello fue posible —en cierta medida— en el curso del siglo xvii francés. Y pienso que el bolsillo de los Grandes no era ajeno a ello. A este respecto, siempre me he preguntado cómo pudo Antoine, durante más de diez años, establecer un repertorio tan variado sin representar cada uno de sus espectáculos más que dos o tres veces. . . Queda por decir que, en la hora actual, no podemos construir nuestra casa, nuestro garage, nuestro taller, donde al menos podamos atraer a una minoría fiel y que la crisis actual de la vivienda nos coloca en la imposibilidad de encontrar siquiera una cochera en desuso y que sufrimos la escasez de la madera y de las manufacturas: sillas, sillones, aparatos eléctricos, serruchos, no obstante indispensables a nuestros espectáculos.

Para responderle en forma menos particular, le recordaré que las modificaciones profundas en el arte del teatro en el transcurso de los últimos cincuenta años, cuando menos, han sido casi siempre provocadas por una minoría: algunos comediantes o artistas en lo que concierne a lo práctico, un número reducido pero fiel de aficionados al teatro en lo que concierne al público: en Francia (Antoine, Copeau, el Cartel); en los Estados Unidos (Little Theatre, Provincetown Players); en Rusia, Stanislavski y las primeras compañías de aficionados, a continuación los estudios del Teatro de Arte de Moscú.

No es, pues, el desarrollo de la industria cinema¬tográfica lo que podría relegarnos a pertenecer a un público minoritario. Sería más justo decir que, en nuestro actual estado social y en la medida en que tal compañía provoca una modificación profunda del arte teatral, está condenada, durante todo ese tiempo de creación original, a no pertenecer sino a una minoría. En una sociedad mejor equilibrada, más vastamente organizada, estoy persuadido de que el gran público hará suyas las agresivas formas nuevas del arte. Pero, en cuanto al gran público, no es el elemento sensible de la nación, es decir, los obreros, los ingenieros, los soldados, la juventud estudiosa o desdichada el que concurre a nuestros teatros (el precio de las localidades es demasiado elevado), sino que son, ay, los tripudos magnates del mercado negro y los alegres rentistas. Por mi parte, prefiero representar ante los asientos vacíos y para mi placer, que vérmelas con un público cuya sola virtud es poder pagar por una localidad 90 ó 155 francos.

¿Es la puesta en escena una creación o una interpretación?

En el teatro, el creador es el autor. En la medida en que nos aporta lo esencial. Cuando las virtudes dramáticas y filosóficas- de su obra son tales que no nos permiten ninguna posibilidad de creación personal, cuando después de cada representación, nos sentimos todavía sus deudores. Lo que no significa que la obra sea perfecta. La perfección, por otra parte, es Voltaire dramaturgo.

Dar sentido, por el juego de los cuerpos y de las almas de los intérpretes, a una escena de Shakespeare, por ejemplo, es una tarea que exige del director el empleo de todas sus facultades de artista, pero ello no deja de ser una mera obra de interpretación. Ahí está el texto, abundante en indicaciones escénicas incluidas en las mismas réplicas de los personajes (montaje, reflejos, actitudes, decorados, trajes, etc.). Es necesario tener la sabiduría, de conformarse. Todo lo que puede crearse fuera de estas indicaciones es "puesta en escena" y, por eso mismo, debe ser despreciado. Y rechazado. He tomado el ejemplo de Shakespeare porque cada una de sus obras ofrece al director en exceso imaginativo, la ilusión y las tentaciones de la creación. No es la imaginación del director la que debe imponer aquí la visión de un personaje, esto es insoportable; es el personaje que, al desnudo, debe permanecer "abierto" a la imaginación del público. Esta desnudez, facilitada ya por las raras indicaciones escénicas de Shakespeare, implica, seguramente, un juego plástico ordenado, neto, pero exige del comediante, por el contrario, una sensibilidad siempre vibrante, siempre en contacto con el público.

Me permito agregar que si el director que "ensaya" una obra maestra se considera un creador, yo diría otro tanto de los actores. Y del público también, ¿por qué no? Recuerde aquella humorada de viejos comediantes: "El autor escribe una pieza, el comediante representa otra, el público comprende una tercera". Pero entonces, yo pregunto, ¿quién será el intérprete? Aunque no sea más que para dar un significado preciso a cada palabra de nuestra profesión, sería indispensable atenerse a una distinción razonable en lo que concierne a las nociones de creador y de intérpretes.

Queda, no obstante, un campo cerrado donde el director hambriento de creación puede hallar alimento para su genio devorador: cuando la pieza es nula; cuando, en el implacable correr de los ensayos, no es más que un pretexto, una inevitable ayuda de la memoria. Entre las prácticas del comediante existe, no obstante, un arte auténtico de creación. El arte del Mimo: "Dadle un argumento, y mi cuerpo hablará".

1 ¿Quién ha escrito mejor acerca de nuestro oficio que la bella Clairon? Jouvet me dijo un día: "No ha sido ella quien ha redactado sus Memorias". Yo persisto en creer que estaba equivocado.

Fuente Jean Vilar

domingo, 19 de diciembre de 2010

ASESINATO DEL DIRECTOR DE ESCENA

Algunos argumentos de artesano. — Lecturas a la italiana. — El comediante. — Humildad necesaria del decorado, de la música, de la iluminación. — Saber resumir la obra. — Saber desprenderse de ella. — Conocer a cada uno de los comediantes. — Sugerir, no imponer.

I

Las notas que siguen conciernen a una cierta técnica del arte del teatro, aquella que consiste en transportar una obra escrita del dominio imaginario de la lectura al plan concreto de la escena. Buscar en estas pocas líneas, a menudo voluntariamente ásperas, otra cosa que "medios para interpretar", sería vano.
Cuando tantas teorías, artes poéticas y metafísicas han sido generosamente formuladas respecto de este arte, quizá fuera conveniente exponer, para comenzar, algunos argumentos de artesano.


NECESIDAD DE NUMEROSAS LECTURAS A LA ITALIANA

II

Nunca se lee bastante una obra. El comediante no la lee nunca bastante. Cree haber comprendido la obra porque ha captado más o menos lúcidamente la trama. Es éste un error fundamental.
¿Es demasiado aventurado subrayar el poco caso que se hace de la inteligencia profesional del intérprete en las habituales puestas en escena? Sólo se le pide que sea un cuerpo, un peón nervioso sobre el tablero donde el director dirige el juego.

Luego de leída la pieza, una vez por el director y otra vez a la italiana, se manda al intérprete a escena. ¿Qué resulta de ello? Librado demasiado pronto a las exigencias de la plástica, el comediante se abandona a sus habituales reacciones conformistas y crea arbitraria y convencionalmente su personaje sin que su inteligencia profesional y su sensibilidad hayan podido adivinar a dónde se iba a conducirlo. ¡De ahí tantas vulgaridades de juego!

Porque hay una vulgaridad de juego en el comediante más sensible, como hay una vulgaridad de retórica en el escritor cuando se le apura o cuando está apurado. ¡Cuántos intérpretes —y de los mejores-nos susurran desde hace veinte años, con la misma voz, valiéndose del mismo comportamiento y de las mismas reacciones, haciendo vibrar el mismo timbre de sensibilidad, los personajes más opuestos!
De aquí la necesidad de numerosas "italianas". Alrededor de la tercera parte del número total de las repeticiones. Por lo menos. Manuscrito en mano. Bien sentados. El cuerpo en reposo. Y la sensibilidad profunda acercándose poco a poco al diapasón requerido, cuando el intérprete ha comprendido (o sentido) por fin, ese nuevo personaje que un día será él.


III

Todo personaje debe ser compuesto. No hay buen comediante sino composición. No existe papel que no sea de composición.

IV

La composición del personaje es el juego de la creación; sólo ella emparenta el oficio del comedian¬te con el artista. Pues componer un personaje implica elección, observación, búsqueda, inspiración, control.

V

DE LA ELECCIÓN

El comediante escoge dentro de sí y a su alrededor.
A su alrededor, porque la naturaleza que tiene ante sus ojos ofrece a su atención, digamos mejor a su contemplación, los tipos más diversos, más señalados.

Dentro de sí, porque si el comediante no observa bastante la vida que bulle a su lado, con frecuencia tampoco deja explayarse su sensibilidad a su contacto.

En suma, un comediante tiene que conservar en su memoria visual un tipo de hombre que haya llamado su atención, así como tiene que conservar en su memoria simpática (o sensible) las heridas recibidas, los sufrimientos morales sufridos. Debe saber usar de esta memoria y, mejor aún, cuidarla.

VI

DE LA MARCACIÓN

Aquí se trata de simplificar, de desnudar. Al con¬trario de muchas puestas en escena, no se requiere explotar el espacio, sino, más bien, desdeñar ese es¬pacio o ignorarlo.
Para que una realización posea pleno poder de sugestión, no es necesario que tal escena considerada de movimiento, tenga movimiento (con trenzados, boxeo, riñas, persecuciones más o menos simbólicas). Bastan uno o dos gestos y el texto. Pero es necesario que texto y gesto sean exactos.

VII

El trabajo del montaje y de la expresión debe ser realizado con bastante rapidez por un buen comediante profesional. Alrededor de quince ensayos sobre cuarenta.

VIII

DE LA EXPRESIÓN DE LOS SENTIMIENTOS

El talento del comediante —y del realizador— no reside necesariamente en la potencialidad de sus medios, en su multiplicidad (es éste un don del cielo bastante desdeñable), sino en el renunciamiento de su fuerza, en el rigorismo de su elección, en su voluntario empobrecimiento.

IX

TEATRO-MUSIC-HALL

Un gran actor, un traje suntuoso, un decorado extraordinario, una música en la que el genio desborda, una iluminación notablemente viva.

X

El comediante digno de este nombre no se impone al texto. Le sirve. Y servilmente. Que el electricista, el músico y el decorador sean, pues, más humildes aún que este cabal intérprete.

XI

EL PERSONAJE Y EL COMEDIANTE

Luego de estudiado discretamente el texto y presentidos los personajes hasta en sus más lejanas prolongaciones, en el curso de quince o veinte "italianas", el realizador se entrega ahora al juego propicio del montaje, lo regula y vuelve a la lucha con esos monstruos escurridizos que son los personajes. Esto es sabido por todos los intérpretes. Personaje y actor hacen dos. Durante días y días, el primero escapa al segundo con una soltura demoníaca. Lo peor, entonces, es querer luchar con ese fantasma, forzarlo a ser vuestro. Si queréis que venga dócilmente a integrarse en vuestro cuerpo y en vuestra alma, olvidadle. En esta persecución por ósmosis de la que es testigo avisado


XII

El director debe realizar la maqueta del decorador. O bien hace falta un director-constructor, brazo derecho del director de escena, y que tenga todos los derechos sobre el escenario. Hombre de buen gusto, dedicado a su tarea, cultivado. Duro oficio.

XIII

DEL TRAJE

En el teatro, a veces el hábito hace al monje.

XIV

¿DE QUÉ SE TRATA?

El programa exige un análisis de la pieza repre¬sentada. El director de la obra debe redactarlo y no menospreciar ese trabajo ingrato. La redacción de este análisis le impone el claro y riguroso conocimiento de la obra que ensaya.



XV

La cuestión está planteada: ¿Puede traducirse lo que no se comprende?

XVI

BREVE CONTINUACIÓN DE "¿DE QUÉ SE TRATA?"

Y, por otra parte, ¡cuántos autores serían incapaces de someterse a un análisis preciso de su pieza! ¡De la trama!

XVII

Un director que no sepa desprenderse de su trabajo en el curso de los últimos ensayos, cuando parecería que exige de él la más vehemente dedicación, no es más que un artesano laborioso. Se ciega y comete, por consiguiente, la más grave de las faltas. Olvida, el muy necio, que el teatro es un juego donde la inspiración y el arrebato infantil tienen más razón de ser que el sudor y el rictus colérico.
Saber desprenderse es, por otra parte, tan difícil, que no sorprende enterarse de que pocos directores lo desean o consiguen.

XVIII

Exactamente lo mismo que la sensibilidad y el ins¬tinto, hay una facultad necesaria al comediante en



XIX

El comediante no es una máquina. Esta perogrullada debe gritarse a voz en cuello. El comediante no es un peón, un robot. El realizador debe acordarle a priori todo el talento que debe poseer.

XX

ENTREACTO

"La ociosidad del artista es un trabajo, y su trabajo, un reposo" (firmado: Balzac).

XXI

El director peca a veces por olvidar que un personaje es, frecuentemente, ignorado por el intérprete hasta la víspera de la presentación.

XXII

No existe una técnica de la interpretación sino prácticas, técnicas. Todo es experiencia personal. Todo es empirismo personal.


XXIII

Para el director del espectáculo, cada comediante es un nuevo caso. Esto le impone conocer bien a cada uno de sus intérpretes; conocer su trabajo, es cierto, pero más todavía su persona, hasta el umbral mismo donde comienza su vida íntima, Y quizás fuera necesario franquearlo.

XXIV


DEL REALIZADOR Y DEL INTERPRETE

El arte del realizador es, frente al intérprete, un arte de sugestión. No impone, sugiere. Y, sobre todo, no debe ser brutal. El alma del actor no es una palabra vana. Su vigencia es más necesaria aún que en el caso del poeta. Ahora bien, no se maltrata a un ser para obtener su alma. Porque más todavía que de su sensibilidad, es del alma del comediante de lo que la obra necesita.

XXV

DE LA SELECCIÓN

Tres referencias:

1º) Shakespeare-Hamlet: "Te ruego que recites este pasaje tal como lo he declamado yo, con soltura y naturalidad, pues si lo haces a voz en grito, como acostumbran muchos de nuestros actores, valdría más

que diera mis versos a que los voceara el pregonero.. . No seas tampoco demasiado tímido en esto, tu propia discreción debe guiarte. .. etc. . ." y lo restante de ese pasaje célebre.

2º) Moliere: El Impromptu de Versátiles.

3º) Talma-Lekain: "Lekain rechazó ese amor por los aplausos que atormenta a la mayor parte de los actores y les hace extraviarse frecuentemente; no quiso complacer sino a la parte sana del público. Desechó toda esa charlatanería del oficio y, para producir un verdadero efecto, no apuntó a los efectos... Supo establecer una justa economía de los movimientos y de los gestos; consideraba ese aspecto del arte como algo esencial, pues su multiplicidad destruye la nobleza del porte." (Taima).

XXVI

Reducir el espectáculo a su más simple y difícil expresión, esto es, el juego escénico, o más exactamente, el juego de los actores. Y, por tanto, evitar hacer de la escena una encrucijada donde se encuentren todas las artes mayores y menores (pintura, arquitectura, electromanía, musicomanía, maquinaria, etc... .).
Reintegrar el decorador a su tarea específica, que es la de resolver el problema de los espacios, de las bambalinas y de realizar la construcción de los elementos escénicos (muebles o accesorios) estrictamente indispensables al juego de los actores.1

1 Su tarea principal es hallar la unidad de carácter del decorado, si éste hace falta.



Dejar al music-hall y al circo la utilización inmoderada de los proyectores, de las fanfarrias y del mercurio.
Dar a la parte musical el papel exclusivo de obertura o de eslabón entre dos cuadros. No utilizarla más que en los únicos lugares en que el texto indique formalmente la intervención de una música próxima o lejana, de una canción, de un intermedio musical.
En suma, eliminar todos los medios de expresión que son externos a las leyes puras y espartanas de la escena, y reducir el espectáculo a la expresión del cuerpo y del alma del actor.