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miércoles, 12 de enero de 2011

El desarrollo psicomotor de la primera infancia

El desarrollo psicomotor de la primera infancia.

Fuente:
Dr. Cyrille Koupernik y Dr. Michel Soulé

“Numerosos factores intervienen entre el nacimiento y la edad de dos años para transformar al niño, haciendo de él un ser más complejo y evolucionado. Siempre nos ha parecido vano pretender captar la naturaleza íntima de esta metamorfosis limitando su punto de vista a una sola serie de factores”.
La naturaleza de la formación médica de los autores les impulsa a utilizar el método clínico, “que ha demostrado su capacidad en el terreno del conocimiento del hombre”. Basándose en esto, su mentor, el Profesor G. Heuyer (1952), concede una importancia de primer orden al estudio, del desarrollo.

Desde el punto de vista metodológico se pueden presentar esquemáticamente tres tipos de trabajos:

1) Estudios longitudinales: un solo niño (o un grupo reducido de niños) es observado durante tres años y estu¬diado muy de cerca. Éste es el caso, en particular, de la monografía de Shinn (1900), y del estudio de Pichón (1936) (véanse sus constantes referencias al niño WF). A decir verdad, estos estudios sólo son posibles en el marco familiar. Son ricos en verdad humana. Tienen en cuenta la realidad del medio sociopsicológico. Pero son difíciles de utilizar científicamente, pues obligan a inducir en vez de deducir.

2) Estudios sistemáticos de grupos de niños de deter¬minada edad. Esta labor sólo es posible si se fragmenta su comportamiento en sectores y si se estudia desde un punto de vista estadístico la aparición de tal o cual rasgo de con¬ducta. El estudio puede limitarse a un sector. Así, Bergeron (1947) estudió la motricidad del niño lactante. H. Halverson (1931), la prensión, M. B. McGraw, diversos aspectos de la maduración neurológica (1937, 1940, 1943). Por el contrario, también puede pretender englobar el conjunto del problema, y ahí radica el mérito de su maestro A. Gesell (1940, 1947): haber emprendido este estudio concén¬trico, imitado, por lo demás, por los autores vieneses y especialmente por Ch. Bühler (1930), Hetzer y Wolff (1928). Una tendencia extrema consiste en pretender obtener datos cuantitativos, numéricos y expresar por una cifra única el momento de desarrollo del niño. Ésta es la posición de Cattell (1940) y, con grandes atenuaciones, las de O. Brunet e I. Lézine (1951). Dijimos, a su debido tiempo, cuáles eran los peligros de una creencia demasiado sistemática en la virtud de las cifras (1952).

Los trabajos de este tipo han permitido analizar objetivamente el desarrollo del niño. En la opinión de los autores, no brindan una visión auténtica de todos los aspectos del desarrollo y su tendencia general consiste en explicar lo misterioso mediante lo evidente; en otras palabras, en admi¬tir el dogma del paralelismo psicomotor. R. A. Spitz (1946, 1948), que aportó una valiosa contribución a la metodolo¬gía del desarrollo, intentó eludir la dificultad utilizando cocientes fragmentarios de desarrollo, un cociente de apti¬tud motriz corporal, un cociente de manipulación y uno de sociabilidad. Sin embargo, el valor estadístico de estas ci¬fras es muy débil, ya que generalmente sólo se apoyan en uno o dos tests.

3) Finalmente, agruparemos en tercer lugar unos tra¬bajos bastante diferentes por su inspiración, que poseen una base común: todos ellos parten de una idea a priori y pretenden buscar su justificación en la historia natural del desarrollo. Se nos presenta un primer ejemplo con el «behaviorismo» de J. B. Watson (1928), o doctrina del condicionamiento, recogida, al parecer, con modificaciones por los neopavlovianos (Stchelovanoff) (1951). El segundo es, naturalmente, el psicoanálisis. Más adelante citaremos los trabajos de Klein y de los representantes de la escuela de «psicología genética». Desde el punto de vista metodo¬lógico, la posición de Klein es muy particular. Parte de un hecho relativamente objetivo: las fantasías de niños de tres a cinco o seis años, que relaciona con «experiencias psico¬lógicas» más precoces que intentar imaginárselas; obra así como Mendeleieff, que asignó un lugar en su tabla a los elementos químicos que todavía no habían sido descu¬biertos.

Tendremos ocasión de demostrar que frecuentemente este tipo de trabajo es bastante discutible desde un punto de vista científico, y sin embargo, es incuestionable que el pensamiento psicoanalítico nos ha brindado la posibilidad de captar la constitución del ser humano en lo que tiene de dinámico.

Existe una vieja querella que no puede soslayarse cuan¬do se estudia el desarrollo del niño, y es la de la Naturaleza y el Ambiente. No entra en nuestras intenciones abordar esta cuestión desde el punto de vista filosófico, pero consideramos útil recordar brevemente, en forma de compara¬ción dialéctica, la historia de las sucesivas concepciones.

Durante mucho tiempo, el niño fue considerado un adulto en miniatura. Esta opinión se halla todavía dema¬siado difundida, tanto entre los médicos como entre los profanos, para que no la tengamos en cuenta.
La primera revolución se caracterizó por el adveni¬miento del «behaviorismo» de J. B. Watson. Vamos a pre¬sentar varias citas de este autor a fin de ilustrar su pensa¬miento.
El «behaviorismo» cree que nada se desarrolla desde el interior. Si se empieza con un cuerpo saludable, el número conveniente de dedos en manos y pies, dos ojos y algunos movimientos elementales presentes en el nacimiento, no se requiere ninguna otra materia prima para hacer un hombre, tanto si se trata de un genio, de un «gentleman» o de un vagabundo (1928)
Más adelante dice:
El recién nacido es un protoplasma informe, un metal en fusión. La semejanza en el desarrollo de los niños es debida a la similitud de su formación.
Desde este momento, la crianza del niño se convierte en una responsabilidad demasiado abrumadora para ser confiada a manos inexpertas. De ahí que Watson diga:
En la hora actual, nadie sabe criar a los niños. Sería necesario que se interrumpieran los nacimientos durante veinte años, excepto para fines experimentales.

Además:
Me pregunto si, en verdad, es necesaria la existencia de hogares familiares para los niños y hasta si deben conocer a sus verdaderos padres.
La reacción contra esta actitud inhumana se dejará sen¬tir en dos tiempos. En primer lugar, en el pleno científico, A. Gesell da una fórmula válida para el concepto de ma¬duración.
La maduración está representada por el conjunto de las modificaciones que se producen en un organismo en vías de crecimiento bajo la acción de una fuerza de organización intrínseca, ésa que C. von Monakow y R. Mourgue (1928) llaman la «hormé».

A. Gesell (1940) manifiesta:
El crecimiento se convierte en un concepto clave en la interpretación de las diferencias individuales. Existen leyes de secuencia y maduración que explican las semejanzas y las líneas generales de desarrollo del niño.
Las diferencias individuales se explican esencialmente por una diferencia de posibilidades.
Sin embargo, no existen dos niños (con la excepción par¬cial de los gemelos idénticos) que se desarrollen de forma absolutamente igual. Cada niño posee un ritmo y un estilo de crecimiento que son tan característicos de su individualidad como los rasgos de la cara.
En otro lugar, y ése es en el fondo el punto esencial¬mente criticable de su doctrina, Gesell compara las relaciones de la naturaleza y el ambiente con las de la mano y el guante. El guante se amolda a la mano, pero no por ello determina su forma.

Otro punto fundamental de esta doctrina es el globalismo.
Los diversos sectores del comportamiento son semejan¬tes. La postura, la locomoción, el lenguaje, el comporta¬miento adaptativo y el comportamiento «personal-social» obedecen a leyes comunes (ibíd.).
Así es como aparece la ambivalencia de Gesell: por una parte es jansenista porque admite la predestinación; por otra proclama que el medio debe admitir al niño tal como es, que, literalmente, debe moldearse sobre la plástica endó¬gena de la personalidad.

La aportación de Gesell ha sido inmensa. Ha conse¬guido despejar los rasgos analizables de la conducta y crear una verdadera semiología del desarrollo psicomotor. Sin embargo, su obra encierra dos puntos débiles.

1. Carece de rigor científico en su parte neurológica.
2. No ha empleado las técnicas adecuadas en su apre¬ciación del papel que desempeña el ambiente.

Así, pues, en lo que se refiere al aspecto propiamente neurológico de la maduración, recurriremos a otras fuentes. Aquí sólo examinaremos los trabajos de conjunto, reser¬vándonos citar en el capítulo consagrado al examen neuro¬lógico los estudios de detalle. Deben retenerse tres nombres, los de A. Minkowski, M. B. McGraw y A. Thomas.

En una serie de trabajos admirablemente documentados y claros, Minkowski (1938) se ha dedicado a demostrar la realidad del proceso de elaboración del sistema nervioso del feto y del niño de pecho. Ha adoptado, de esta manera,

el dogma enunciado por R. Mourgue y C. von Monakow (1928) del «orden de localización cronógena». Aquí sólo podemos destacar algunos puntos de su luminoso informe. Los primeros reflejos propioceptivos aparecen en el período de organización bulboespinal, o sea en el 4.° ó 5.° mes de la vida fetal. Veremos cuál es el lugar que ocupan en el aspecto neurológico del recién nacido. En el mismo perío¬do, la cara es ya más excitable que el resto del revesti¬miento. En el período siguiente, tegmento bulboespinal, hace su aparición el reflejo plantar. En este período, sobre todo, la mielinización realiza manifiestos progresos. Se tra¬duce por el desarrollo de vainas de substancia lipoide alre¬dedor de los cilindroejes de las fibras nerviosas. Aunque no se sepa todavía con exactitud las relaciones que existen entre la mielinización y la función nerviosa, y que parece como si aquélla no fuese la condición sine qua non de ésta, la mayoría de los autores considera que entre ambas existe un estrecho paralelismo.
Esta mielinización sigue una progresión regular. Dire¬mos, pues, a título de ejemplo, que la mielinización de la rama vestibular del octavo nervio craneal precede en dos meses a la de la rama coclear. Ahora bien, más adelante vemos cómo las respuestas vestibulares en el recién nacido muestran mayor evolución que las respuestas auditivas. La mielinización indica el punto de partida de un prodigioso sistema de conducción del influjo nervioso, base anatómica de las futuras integraciones.
La fase siguiente es una fase fetal tardía. A partir del principio del séptimo mes el prematuro es viable. Los re¬flejos tendinosos se afirman, la mielinización prosigue su marcha ascendente, poco antes del nacimiento interesa por primera vez un terreno cortical, las zonas primordiales de Flechsig (regiones inmediatamente yuxtarrolándicas y diversas zonas parietales, temporales y occipitales). Pero, sin embargo, en ese momento existe desde este punto de vista anatómico un neto adelanto de las instancias subcorticales. Volveremos sobre este aspecto cuando estudiemos desde el punto de vista clínico el cuadro neurológico del recién nacido. El sistema nervioso central del recién nacido se encuentra en perpetua ordenación, se crean nuevas cone¬xiones que permiten el establecimiento de circuitos reflejos cada vez más desarrollados. En un estudio del desarrollo neuropsíquico del niño no es posible abstraerse de esta compleja orquestación, de esta aspiración biológica a un devenir humano, lo que equivale a decir lo lejos que esta¬mos de ese metal en fusión sobre el que Watson pretendía realizar una obra de creador. ¿Es necesario recordar que esta infraestructura del desarrollo es absolutamente inde¬pendiente de toda influencia psicológica, por lo menos en el estado actual de nuestros conocimientos?

El final de la vida infrauterina no señala la interrup¬ción de esta actividad de conjunto. Minkowski describe una efímera fase cortical en el recién nacido, que se traduce por la mielinización de los campos intermedios de Flechsig. Minkowski admite que en la práctica ésta se encuentra en el fondo de la respuesta en flexión al estímulo plantar. La fase es efímera y en el curso del primer año los centros subcorticales se mostrarán a la par mejor equipados y funcionalmente más activos. Aquí encontramos dos ideas sobre las que M. B. McGraw y sobre todo A. Thomas y sus co¬laboradores insistieron justamente: toda la historia del des¬arrollo del niño, desde su paso de feto al de niño de jardín de infancia, se resume en una corticalización progresiva. Por otra parte, esta corticalización está en función estrecha con las experiencias vividas.

Tendremos oportunidad en varias ocasiones de extraer de la obra de M. B. McGraw valiosos antecedentes, en par¬ticular dado que su obra representa una transición natural entre la concepción geselliana de la maduración y el punto de vista más estrictamente neurológico de A. Thomas. M. B. McGraw (1946) también toma en consideración el principio de maduración. Pero, para ella «las modificaciones de naturaleza o de calidad de los movimientos musculares reflejan (1) la maduración del sistema nervioso central» (y no forzosamente la maduración del psiquisnio). El parale¬lismo dé ambas series depende de este paso del período sub-cortical al período cortical. Pretender admitir una identidad más íntima (volveremos oportunamente sobre el concepto de «paralelismo psicomotor», defendido especialmente por E. Dupré) es querer despreciar una noción capital: la de la integración. McGraw la indica claramente al decir: Los mantenedores de la teoría de la maduración se han apode¬rado del frente de batalla dominado por los partidarios de la teoría del instinto y reafirman el papel de la herencia biológica en el desarrollo de manifestaciones del comporta¬miento (ibíd.). Esta noción de integración se halla admira¬blemente expuesta por A. Thomas y Sainte Anne (1952, a):
No basta la transmisión hasta le medula de los influjos que nacen en la zona motriz para asegurar la puesta en actividad de las funciones práxicas y motrices de la corteza. El recién nacido (2), para poder desarrollarse normalmente, ha de conocer el nuevo ambiente donde se debate, y la corteza se encarga de la percepción del medio recogiendo todas las aferencias sensoriales y afectivas que se despren¬den de aquél; las registra, asociándolas en el tiempo y el espacio, y de esta forma se prepara a distinguirlas y reconocer su naturaleza y a apreciar sus cualidades y propie¬dades. Semejante tarea sólo puede realizarse mediante el establecimiento de relaciones anatómicas y funcionales entre los diversos territorios sensitivos de la corteza y la recepción simultánea de sensaciones de naturaleza diversa suministradas por el mismo objeto.
Debemos también a estos autores la formulación más clara del doble fenómeno que caracteriza la evolución neurológica del niño de pecho (1952, b). Se traduce, de una parte, por la progresiva desaparición de los reflejos arcai¬cos, que son verosímilmente inhibidos por la entrada en acción de centros superiores que van a «tocar» los centros subcorticales. Por otra, se produce una adquisición ince¬sante de nuevas aptitudes; dicho en otros términos: una auténtica inscripción biológica de circuitos funcionales. De esta forma nacen los automatismos secundarios o cortica¬les. Esa misma progresión que hemos descrito aparece en M. B. McGraw (1943), que insiste sobre el hecho de que al reflejo primario sucede una fase de extinción total debida a la inhibición cortical, y que solamente más tarde aparece la función definitiva de tipo cortical. Tendremos ocasión de aquilatar más de un ejemplo de esta concepción al es¬tudiar las secuencias de la motricidad.

He aquí delimitado el papel de eso que se llama la cons¬titución del antecedente biológico. El enunciado de la do¬ble ley de A. Thomas (insignificancia de los circuitos ciegos de nivel subcortical y adquisición progresiva de circuitos más transformables, más flexibles y sobre todo mejor adap¬tados de nivel cortical) nos permite examinar ahora la acción formativa del medio. Hasta aquí sólo hemos hablado del medio físico, pero es evidente que sería artifical consi¬derar al niño fuera de otro ambiente igualmente real: el ambiente social y afectivo. Pertenece al psicoanálisis el in¬menso mérito de haber llevado al niño a su marco natural. La concepción psicoanalítica aplicada a la sociología y a la etnología nos permite, además, captar algunos aspectos constantes de esta acción.

Al intentar incorporar los datos analíticos al edificio del desarrollo del niño, tropezamos con una doble objeción. Una puede provenir, dicho sea con toda justicia, de los propios psicoanalistas. Es posible que nosotros interprete¬mos mal determinados conceptos. El lenguaje psicoanalítico es, a veces, sorprendentemente hermético y el pensamiento mismo se toma singulares libertades con las nociones admi¬tidas corrientemente. Estas dos citas permitirán formarse un juicio:
La asunción jubilatoria de su imagen especular por el ser aún sumergido en la impotencia motriz y la dependencia alimenticia en la que se encuentra el hombre en el período infans, nos parecerá desde ese momento manifestar en una situación ejemplar la matriz simbólica, donde el yo se pre¬cipita en una forma primordial, antes que no se objetive en la dialéctica de la identificación en el otro y que el len¬guaje le restituya en lo universal su función de sujeto. ( ]. Locan, 1949.)

A partir de mediados del primer año, las frustraciones orales del niño, conjuntamente con el acrecentamiento de su sadismo oral, liberan las pulsiones edipianas. El Super-Yo empieza a desarrollarse en el mismo momento. La consecuencia inmediata de la frustración oral 'es el deseo de incorporar el pene paterno. Sin embargo, ese deseo va acompañado por la teoría de que la madre incorpora y retiene el pene paterno. (Klein, 1932).
El otro peligro consiste en que incluso la relación tan escueta y simple como sea posible que nos esforzaremos en asignar a este pensamiento, parecerá todavía demasiado ardua a nuestros lectores no psiquiatras. Pero es necesario, a toda costa, que este pensamiento tan rico y tan estimu¬lante, cuyo advenimiento revolucionó la psiquiatría, salga por fin de su orgulloso hermetismo sin caer en una vulgari¬dad mutilante.
Es indiscutible que el verdadero pensamiento psicoanalítico se halla animado del sincero deseo de síntesis entre lo orgánico y lo psicógeno. La mejor prueba de ello nos es dada por la evolución de este pensamiento, tal como inten¬taremos demostrarlo. ¿Puede ser útil recordar la sólida formación neurológica de Freud? Sin embargo, es vano negar que, en una segunda época, el psicoanálisis ha atraído a aquellos a quienes repugnaba el molesto organicismo, tanto médicos como personas ajenas a la medicina. Hemos denunciado un poco más arriba los excesos de los organicistas; el psicoanálisis ha desencadenado un extraordinario florecimiento de excesos psicogenistas. En numerosas oca¬siones tendremos la oportunidad de exponer las concepcio¬nes de R. A. Spitz, que representa brillantemente esta tendencia psicofisiológica del psicoanálisis, en la que nos inspiramos ampliamente en el presente trabajo, Pero he aquí lo que adelanta este autor hablando de las frustracio¬nes afectivas precoces (1945, a):
Una observación formulada por Margaret Ribble sobre la frustración de succión es significativa y clara para sus¬tentar nuestra tesis. Cuando algunos recién nacidos realizan sus primeros esfuerzos de succión tienen dificultad en to¬mar contacto con el pezón. Al cabo de dos o tres fracasos se quedan pasmados. Estos bebés producen la impresión de haber perdido la función cerebral, caen en un sueño comatoso con una respiración de Cheyne-Stokes, una extre¬ma palidez y una sensibilidad disminuida. Parecen haber regresado a un modo funcional fetal, casi vegetativo. La simple introducción de alimentos por vía oral no mejora ese estado. Los niños deben ser tratados por los métodos que utilizan el shock, tales como el gota-a-gota rectal, per¬fusiones de glucosa, o transfusiones. Una vez han supe¬rado semejante estado, deben ser reeducados en lo referente a la succión con ayuda de estimulantes. Si no se trata inme¬diatamente este estado, se pondrá en peligro la vida del niño.
Es evidente que Jos niños de que habla Spitz tienen una lesión cerebral, probablemente hemorrágíca o edematosa, y que el trastorno de la succión constituye uno de los sín¬tomas.

Cuando E. Stern (1951) dice:
El hecho más importante que se desprende de todas las investigaciones sobre el primer desarrollo del niño puede formularse de la siguiente manera: la actitud de la madre hacia el niño se halla en la base no sólo de su total desarrollo afectivo, sino, en gran medida, también de su desarrollo físico; es tan decisiva para su normalidad como para even¬tuales manifestaciones morbosas y hasta incluso enferme¬dades,
no podemos dejar de pensar que, en su caso, la objetividad cede a una generosa pero vaga aspiración.
Ahora bien, en el mismo autor encontramos una deli¬mitación muy legítima de lo esencial en la aportación psicoanalítica:

Hay que decir que también la psicología ha cambiado notablemente desde principios de siglo: tiende, cada vez más, a no limitar sus investigaciones a situaciones creadas artificialmente en el laboratorio, sino a extenderlas al hom¬bre colocado en las situaciones reales de la vida (3). El psi¬coanálisis y las diferentes escuelas de él nacidas tienen el gran mérito de haber suscitado este cambio. Hasta el que no es psicoanalista ortodoxo y no cree que pueda aceptar todos los puntos de la doctrina freudiana, se ve obligado a reconocer que en nuestra época no puede concebirse una psicología sin psicoanálisis.
Hemos dicho que en la concepción psicoanalítica latía un esbozo de síntesis de lo dado y lo adquirido. En efecto, podremos ver hasta qué punto los instintos innatos, cuya existencia admite Freud, son un elemento del antecedente vegetativo y biológico; sin embargo, la importancia conce¬dida a los lazos madre-hijo (véase el texto de Stern que acabamos de citar) y, más tarde, padre-hijo, acerca el psico¬análisis al «behaviorismo». Existe una diferencia capital, la que separa el condicionamiento experimental, arbitrario y artificial de un condicionamiento natural y en gran parte inconsciente, formado por situaciones reales.

Ante todo, recordaremos la primera posición psicoana¬lítica, tal como se desprende de la obra del mismo Freud.
Freud partió del postulado del instinto. El primer ins¬tinto sobre el que edifica el conjunto de su concepción es la libido. La libido es fuente de la energía mental, es in¬consciente (aun cuando sólo sea porque la conciencia, tal como la comprendemos, no parece que pueda ser asignada al recién nacido). Más tarde la libido se encuentra en la base e la sexualidad adulta. Su función más general es buscar a satisfacción inmediata: el ser vivo en sus principios, estructura vegetativa sin inserción social, obedece al prin¬cipio del Placer o «Lust-Prinzip».

Luego, al parecer por razones dogmáticas, Freud admi¬tió la existencia de un instinto destructor, agresivo, el instinto de la muerte. En términos de conducta ulterior, alimentará la agresividad. Este instinto no es fácil de inter¬pretar como antecedente inicial, incluso en los escritos de los psicoanalistas. ¿Acaso es un choque regresivo de la libido, cuando la necesidad de satisfacción inmediata (o gratificación) tropieza con la pared de una prohibición o de una imposibilidad? ¿Acaso es un antecedente en el suje¬to, una tendencia a la autodestrucción (de la que propor¬cionan ejemplos el suicidio y la anorexia mental en la psicopatología adulta)? ¿O acaso es, como sugiere J. Lacan (1938), un deseo de regreso a la vida intrauterina (y este autor interpreta así la analogía que aparece en copioso folklore entre la tierra y la madre, el ataúd y el útero?) No es de nuestra incumbencia dar una respuesta a tales interrogaciones.

Sea como fuere, este sistema maniqueo es el que se halla en la base de todo el desarrollo ulterior. Parece como si el esquema de la evolución ulterior (períodos oral, anal y fálico) pusiese de relieve tres procesos metodológicos:
1." La observación directa, a decir verdad bastante superficial e incompleta en lo que se refiere a los dos pri¬meros períodos. La vida del recién nacido se centra en la alimentación, el niño a los dos años aprende a ser limpio, y he aquí propuestos los «polos» oral y anal de la sexuali¬dad pre y extragenital. El tercer período, fálico, es mucho más original: en efecto, antes de Freud se negaba la constancia del interés del niño, a partir de los dos años y medio; a tres, por sus órganos genitales externos.

2.a El estudio clínico regresivo obtenido del análisis de los sujetos adultos y neuróticos, en quienes los temas de las imágenes y de los recuerdos están asimismo orientados en torno a estas tres zonas.

3.° La posición mitológica inconsciente. Boca significa ingestión, alimento y también satisfacción gustativa. Ano tiene un matiz peyorativo: es el rechazo de lo inútil, del excremento maloliente; también constituye un placer (él de la defecación), pero que no se goza en público. En fin, es los Campos Elíseos de los pederastas. Falo es sinónimo de masculinidad, de agresividad y de goce admitido, y también es símbolo de la fecundidad y de la permanencia de la especie.

En esta primera concepción, el punto e inserción de las neurosis es, esencialmente, el período fálico. En efecto, este período se halla señalado por el complejo de Edipo y la ansiedad de la castración. Hasta ese momento, el niño bus¬caba en sí mismo la satisfacción de sus deseos, primero por la succión, luego por la eliminación diferida, finalmente por la masturbación. Con el período fálico, la libido se fija en el padre del sexo opuesto. Esta situación hetero, y ya no autosexual, es la que ofrecerá analogía con las situacio¬nes ulteriores. Habiendo llegado a esta frase y antes de abor¬dar el estudio de las investigaciones más recientes, nos es¬forzaremos en exponer lo que puede llamarse dinámica freudiana. Sean cuales fueren las modificaciones que se ha¬yan podido aportar a la descripción de los períodos, la concepción de la evolución continúa siendo la misma.

Hemos partido de un sistema maniqueo; este sistema constituye el «Ello» (traducción del término alemán «Es») o «Id» en terminología anglosajona.
Este sistema, y especialmente su componente libidinal, obedece al principio del Placer o «Lust-Prinzip». La evolución ulterior va a efectuarse hacia la constitución de una verdadera trinidad.

El primer término es el «Ello». Formado en primer lu¬gar, actúa en el subconsciente (algo semejante a los indíge¬nas de un país conquistado que huyen a la selva). Desde allí continuará alimentando con su energía toda la vida mental. En realidad, constituye la verdadera unión psico-vegetativa.

El tercer término es el «Super Yo», instancia psicosocial sobre la cual hablaremos, y el segundo es el «Yo». La función esencial del Yo es lo que podría llamarse una homeostasis activa con respecto al ambiente real; no está gobernado por el «Lust-Prinzip» como el «Ello», sino por el «Real-Prinzip» o Principio de lo real.

El Yo, en la óptica de la trinidad, establece el equilibrio entre las pulsiones ciegas, biológicas del Ello y las prohi¬biciones emitidas por la sociedad y de las que el Super Yo (merced a un mecanismo llamado de introyección, sobre el que hablaremos más adelante) es el representante. Sin em¬bargo hay más; junto al mundo interno víscero y propioceptivo y el mundo social, se encuentra el mundo físico, el de los objetos y las personas.

El Yo maduro ha de tenerlo en cuenta, inevitable¬mente, ya que sólo se forma haciendo el aprendizaje de este mundo. ¿Cómo se realiza tal aprendizaje? Nuevamente debemos emplear — a falta de otro — el término Yo, pero en un sentido diferente (aunque no incompatible). La mejor manera de ilustrarlo es oponiéndolo al No-Yo. El Yo, así definido, representa todo lo que, físico o psíquico, perte¬nece al individuo.
Este aprendizaje, que es progresivo, sólo resultará po sible si se satisfacen dos condiciones. (Esta parte de nuestra exposición no es, hablando con propiedad, freudiana; sin embargo, se halla implícitamente contenida en la obra de Freud y explícitamente en la de sus discípulos, cuyos tra¬bajos analizaremos más adelante.)

a) La maduración de las antenas sensoriomotrices.
b) La vida es un ambiente real que provee al niño de situaciones que pueda captar verdaderamente.

La clasificación, la permanente elaboración de estos an¬tecedentes dispares, son obra de la corteza. Como dejamos dicho, encontramos esta idea en McGraw (1946) y, de forma todavía más explícita, en A. Thomas (1952, a).

Tal como podremos ver en los admirables estudios na¬turalistas de A. Gesell (1940-1947), encontramos pruebas evidentes de esta toma de posesión entre el Yo y el No-Yo. El niño sigue con la vista, se mira las manos, distin¬gue a extraños y familiares, se coge los pies, se los lleva a la boca, se reconoce en el espejo.

Pero el ambiente no se contenta con suministrar situa¬ciones neutras al niño. A cada instante limita sus aspira¬ciones, se opone a sus deseos. Se puede admitir que du¬rante la vida intrauterina normal todos los deseos del niño son automáticamente satisfechos. Al nacer empieza el su¬frimiento, el cual, desde luego, queda atenuado en gran parte por la madre — o su substituía —, sin la cual el niño estaría condenado a morir. Veremos un poco más adelante que, según las concepciones psicoanalíticas modernas, al principio el niño considera a la madre parte de sí mismo, pero acaba considerándole ajena a él, en parte porque sus antenas se desarrollan (visión, audición, tacto) y en parte porque ella lo «frustra» (por ejemplo, al no satisfacer su apetito).

A partir de ese momento, de esa primera separación entre Yo y No-Yo, cristaliza su libido. La madre es un «objeto» (puede parecer inadecuada esta expresión, pero bien se dice «el objeto de mi amor»). En psicoanálisis, a esta cristalización se le llama una «catexis».

A partir de ese período (observaremos que los autores modernos tienden a situarlo en época mucho más tempra¬na que la indicada por Freud) se hace posible el mecanismo de identificación. «La identificación, dice I. Hendrick (1951), es un proceso psicoanalítico que tiene su origen en el deseo de ser semejante a otro individuo, y se realiza dentro de la asimilación de estos atributos del otro, asimi¬lación que es resultado de los elementos estables y perma¬nentes de la personalidad total.» Estas líneas resumen toda la formación de la persona humana. La identificación se distingue de la imitación por su permanencia y porque abarca la personalidad entera.
La noción de relaciones de objeto nos permite captar mejor la situación edipiana. Esta situación es doble, en tér¬minos analíticos: ambivalente. El lado positivo (tomaremos el caso del muchacho, el de la muchacha es más complejo) es proporcionado por el amor del hijo por la madre. El lado negativo es más delicado de captar. Al principio, está amasado de sentimientos agresivos frente al padre, rival afortunado. Esta agresividad, este deseo de alejar o matar al padre, que sólo podría hacerse a costa de un perjuicio a su propia seguridad, crea ansiedad en el niño. Para luchar contra esta ansiedad, el niño utiliza un mecanismo de defensa. Proyecta (mecanismo de proyección) sus deseos agresivos y hostiles sobre aquel que es el blanco. Dicho de otra manera, presta sus deseos hostiles a su padre. Edifica un sistema fantasmático en el que su padre alimenta estos sombríos propósitos. Así es como nace, encargada de yugu¬lar el deseo incestuoso y el de mutilación o muerte del padre, Ja ansiedad de Ja castración. Y, al propio tiempo, se establecen nuevas relaciones con este padre que ha ganado Ja primera partida. La rivalidad amorosa pasa a segundo plano, el amor se sublima (cesa de ser carnal), queda (en los casos favorables) una identificación más evolucionada, más especializada que la primera; es la identificación con un ideal masculino. No obstante, persiste la memoria de esta derrota; Ja imagen (o imago) amenazadora y prohibitoria del padre es asimilada por un mecanismo de introyección; el censor externo es absorbido por el interior convirtiéndose en el Super Yo. Con el tiempo este Super Yo pierde su aspecto figurado, se vuelve inconsciente como el Ello. De ahora en adelante, la conciencia moral se opondrá al libre juego de las pulsiones instintivas, libidinosas o agresivas.

Los psicoanalistas admiten que la hipótesis de una neurogénesis edípica es muy fecunda. Un conflicto no liquidado de este período repercute en el futuro, según el mecanismo de reviviscencia del complejo que estudiaremos más adelante.

Es cierto que numerosos acontecimientos ocurren antes del estado edipico. Todavía más que el propio Freud, uno de sus discípulos, M. Klein (1932), se ha asomado a los abismos de la prehistoria ontogenética.
Ha trabajado sobre «un material» diferente del de Freud, analizando a niños de dos años y nueve meses a cinco años y medio, todos neuróticos. En sus fantasmas (4) en¬contró temas de un carácter oral-sádico, edificando sus concepciones sobre los resultados de sus comprobaciones. Es sabido que la imagen, lo mismo que el sueño, es considerada por los psicoanalistas como una representación de la dinámica del subconsciente. Cuanto se capta en el niño posee el mérito de ilustrarnos sobre su organización men¬tal. De todos modos, este extremo no posee un valor pri¬mordial para nosotros, pues se refiere a niños de tres años en adelante.

Esa imagen es elaborada en virtud de un doble proceso. De una parte se encuentran en ella experiencias vividas, lo que le da auténtico valor; de otra, estas experiencias fueron tratadas por el niño tal como tratará más tarde la situación edipiana. Son generadoras de ansiedad, y él se protege con unos mecanismos defensivos que también contribuyen a formar la imagen. De ahí que ésta jamás sea el producto puro de una experiencia.
Aunque el pensamiento de Klein tiene rasgos más o menos idénticos al de Freud, existe una gran diferencia de tiempo. Por eso, ya durante el período oral nacerá una primera imagen, dando lugar a una primera relación obje¬ta] con el seno materno. Este seno es un «objeto bueno», puesto que sacia el hambre. El niño de pecho tenderá a incorporado (la incorporación es algo así como la forma arcaica específicamente oral de la introyección). Pero este seno, cuando es negado, puede ser también un «objeto malo», un seno frustrador. La agresividad surge de esta frustración, y debido a su violencia, al obscuro temor de un castigo, es motivo de ansiedad. Y el mecanismo de de¬fensa, la agresividad oral, se proyecta sobre el seno, que se convierte en seno devorador, en seno que amenaza de muerte. Luego, nos dice Klein, «a partir de mediados del primer año, las frustraciones orales del niño y el acrecen¬tamiento de su sadismo oral dan libre curso a las pulsiones edipianas». Hemos citado ya esa extraordinaria frase donde una respetable mujer acusa al niño de pecho de querer devorar el pene paterno, en el que centraría idéntico deseo.

Observaremos, de paso, que aquí introyección y proyec¬ción se refieren a partes de objetos. Esta noción, fecunda y capital, de madre-primera-etapa-del-descubrimiento-del-mundo, de madre-aprehendida-fragmento-por-fragmento, es la que hay que retener de esta concepción prelógica por sí misma.

El mundo visto por Klein recuerda, en efecto, menos en la belleza de la descripción, el infierno de Dante:
Podernos admitir que la lucha entre los instintos de vida y muerte ya existe durante el nacimiento y aumenta la an¬siedad de persecución creada por esta dolorosa experien¬cia (5). Parece como si esta experiencia tuviera el efecto de hacer aparecer hostil el mundo exterior, comprendido el primer objeto exterior, esto es, el seno materno... El niño quiere que la frustración por el seno, que de hecho signi¬fica un peligro para la vida, sea una venganza, un castigo de sus pulsiones destructivas dirigidas contra ese seno y que ese seno frustrador le persiga. Ese seno se convierte en el representante externo del instinto de muerte.
Por último, un tercer punto merece ser destacado en la obra de Klein. A finales del primer año, el niño atraviesa un estado depresivo. Ese estado es debido al temor de ver desgarrado en pedazos (por sus propias tendencias destruc¬toras) el buen objeto incorporado. Este período sería el «punto de inserción» de las psicosis depresivas ulteriores.
Esta concepción ha promovido críticas entre los mismos psicoanalistas. E. Glover (1945) ha demostrado que debía distinguirse, frente a esta mitología alarmante que representa un esfuerzo de formulación verbal de unas imágenes no verbales, cuya existencia es de las más dudosas, otras con¬cepciones más sensatas. Una de ellas es la del aprendizaje progresivo del mundo exterior que, al principio, está prác¬ticamente limitado al seno. La otra es la distinción precoz entre lo positivo y lo negativo, que conducirá finalmente a esa primera escala de valores que es el Super Yo edipiano.

Partiendo de estas bases consideraremos ahora un ter¬cer sistema psicoanalítico: la psicología genética (6). Esta tendencia ha inspirado los trabajos de I. Hendrick (1942, 1943, 1951), de R. A. Spitz (1945, a), b), 1946, a), b), 1948), de H. Hartman, E. Kris y de R. M. Loewenstein (1946).

He aquí cómo plantea el problema I. Hendrick (1942):
El punto de partida de este artículo reside en la opinión de que el psicoanálisis ha creado un cuadro de las primeras experiencias del niño, cuyas pretensiones de validez son harto dudosas. De igual forma, ciertos retrasos psicoanalíticos del niño parecen más bien la proyección de la teoría analítica y de pasiones adultas que una observación cientí¬fica. En mi opinión, deberíamos, por lo tanto, acentuar el hecho muy probable de que los residuos de la infancia que estudiamos en la vida ulterior son resultados terminales de desarrollos muy complejos, y no repeticiones de las expe¬riencias primarias.
Hendrick llama la atención sobre el hecho de que
el psicoanálisis ha descuidado la abrumadora evidencia de que la necesidad de aprender cómo hacer las cosas, tal como se manifiesta en la práctica de los medios sensoriales, motores e intelectuales del niño, medios que le conducen a la posesión del ambiente que le rodea, es, por lo menos, tan importante como los mecanismos de búsqueda del placer en lo referente a su comportamiento y su desarrollo durante los dos primeros años.
Así es cómo I. Hendrick (1942, 1943) llega a proponer el concepto de un «instinto de posesión». Su objeto es ejer¬cer una función con éxito, sin tener en cuenta su valor sensual. Este placer no tiene nada de sádico.
De semejante manera se precisa en la doctrina de esta escuela de psicología genética una doble transformación. En realidad, se trata de dos aspectos: uno biológico de madu¬ración, el otro «behaviorista» de una misma evolución.
R. A. Spitz (1945, a), Psych. Rev.) ha propuesto una división funcional del sistema nervioso en un sistema que llama cenestésico (y que corresponde al período emotivo de H. Wallon, 1925) y un sistema diacrítico (o sensorial). Asigna a la región pálido-estriada, al tálamo y al hipotálamo, la función cenestésica. La función diacrítica depende de la corteza. Esta dicotomía no solamente es especial, sino también temporal debido a la misma progresión de la ma¬duración del sistema nervioso.
El sistema cenestésico es esencialmente víscero y propioceptivo. Registra vagas sensaciones difusas (distensión intestinal, lipotimia, etc.). Gobierna los músculos lisos, los músculos posturales y los músculos de la mímica. De esta forma, más tarde, su «lenguaje» (el de las emociones) será el de las sensaciones viscerales (torácicas o abdominales), de las actitudes corporales (llegando hasta la huida) y de las expresiones involuntarias, no elaboradas, del rostro.
El sistema diacrítico, por el contrario, recibe los antece¬dentes de los órganos de los sentidos. Es, por consiguiente, esencialmente extroceptivo. Aporta sensaciones localizadas, circunscritas e intensas. Rige los músculos estriados de la vida de relación (7).

La boca, nos dice R. A. Spitz, es el órgano que forma el primer eslabón entre el modo vegetativo de vida y un inicio de orientación sensorial. Nada es más cierto, y este punto merece ser considerado atentamente. Diremos más adelante que, en el recién nacido, la zona bucal es la única adaptada a una función de relación con el mundo exterior. En el período oral no sólo existe un com¬ponente libidinal: existe también un componente cognosci¬tivo. El niño que mama «aprende» la forma del pezón, se adiestra en este movimiento, puede, hasta cierto punto, pre¬ver una serie simple de acontecimientos ya vividos. Esta facultad de previsión es uno de los elementos esenciales de la «posesión» de que hablaba I. Hendrick. Asimismo en¬contramos en ella la comprobación de la noción seno-primer objeto, que, como hemos podido apreciar, representa un gran papel en la concepción kleiniana.

Esta fusión de lo libidinal y lo cognoscitivo la encontra¬remos, en lo referente a la zona facial, en dos manifesta¬ciones más. Una, el conocimiento del cuerpo: el niño de pecho que se chupa el pulgar siente un placer, pero, al propio tiempo, las terminaciones sensitivas de la mucosa bucal le informan sobre la forma y la consistencia de ese pulgar. Y llegará un día en que, si cabe decir esto, el pulgar se sentirá chupado y esta doble sensación se encontrará en el origen de un engrama.
La otra es la sonrisa. Hemos visto que R. A. Spitz re¬lacionaba la motilidad facial con el sistema cenestésico. La expresión facial de estados viscerales o posturales hasta el segundo mes se condiciona, en ese momento, a un con¬junto cuya vista se halla asociada a la satisfacción de las necesidades — el rostro humano (véase la monografía de R. A. Spitz: «The Smiling Response: A contribution to the ontogénesis of social relations», 1946). Esta primera res¬puesta se encontrará en la base de la mímica facial volun¬taria. El niño, sin embargo, responderá muy pronto a la sonrisa con una sonrisa: aprenderá a interpretar este sistema de señales que es la mímica.
Y podemos admitir, tal como proponen H. Hartmann, E. Kris y R. H. Loewenstein (1946), que el primer período cognoscitivo es esencialmente oral y consiste en separar poco a poco a la madre (y al principio a una parte de ella, el seno) de sí mismo. El niño de pecho tiene acceso a dos experiencias: mamar del pecho de su madre y chuparse el pulgar. La primera se acompaña con un contacto con el cuerpo de la madre, con la satisfacción del hambre, la pro¬yección de un líquido; la segunda con un inicio de sensa¬ción diacrítica al nivel del pulgar succionado. La situación se complica, ciertamente, cuando el seno es sustituido por el biberón, aunque debe admitirse que la asociación de la madre que sostiene y el líquido nutritivo constituye un subs¬titutivo bastante eficiente.
Una segunda fase es marcada por la conquista del mun¬do exterior. Más adelante diremos que para efectuar esta conquista, el niño de pecho recurre a la visión, la prensión, la locomoción; sin embargo, desde el punto de vista psico¬lógico, el hecho importante es aquí también, como dicen H. Hartmann y sus colaboradores, un inicio de posible pre¬visión de los acontecimientos exteriores. De esta forma setraza el camino que conduce del «Lust-Prinzip» al «Real-Prinzip».
El descubrimiento de la madre y el descubrimiento del mundo exterior se inician por objetivaciones fragmentarias. A partir del momento en que el niño es capaz de concebir lo que se podría llamar la «Gestalt» de un ser humano, a partir del momento en que se comunica con los que le rodean mediante el lenguaje, se inicia otra conquista que es, al propio tiempo, una esclavitud: su integración en el medio social. Aquí asoma una segunda diferencia funda¬mental entre la pseudociencia «behaviorista» de Watson y la prodigiosa riqueza del pensamiento psicoanalítico. La pri¬mera diferencia residía en la importancia concedida por los psicoanalistas al instinto libidinal; la segunda es el hecho de lo que se podría llamar sociología psicoanalítica. Así, pues, entre la libido centrífuga, fuerza ciega que busca su objeto y el aparato cultural de una sociedad, que acoge a miembros jóvenes para modelarlos, se establece un verda¬dero campo de acción de fuerzas que define las relaciones del individuo y su ambiente. Nadie mejor que J. Lacan (1938) ha demostrado la fuerza de estos imperativos cultu¬rales, pues fue él quien creó el término tan sugestivo de «herencia psicológica».
La familia — nos dice — prevalece en la educación pri¬mera, la represión de los instintos, la adquisición de la len¬gua fusiónente llamada materna... De igual forma esta¬blece entre las generaciones una continuidad psíquica cuya causalidad es de orden mental.
Y J. Lacan demuestra que esta contención ejercida por el adulto, que por lo general no suele ser meditada ni con¬certada, es la verdadera base arcaica de nuestra moral Con todo, el gran mérito de J. Lacan es haber afirmado lo que constituye la originalidad de la psicología psicoanalítica, esto es, el abandono del estudio de los instintos en be¬neficio de los complejos. Esta palabra, de amplia difusión entre un público incompetente, mancillada y utilizada para todos los guisos, merece ser definida. En realidad, debido a su misma naturaleza dinámica, responde a dos órdenes de hechos. Un complejo es la experiencia vivida de una situación real; es la resultante de ese campo de fuerzas de que hablamos, el producto del encuentro del instinto y la sociedad. Contemplado desde esta perspectiva, el complejo de Edipo se halla en el punto de unión de la libido infantil con la institución del matrimonio (y también con la realidad psicológica individual de la pareja de progenitores). Sin embargo, también es memoria, sensibilidad, anafilaxis. Que se produzca más tarde en la vida una situación que, por razones misteriosas, tenga una íntima resonancia con la precedente — la inicial—, y el sujeto tenderá a reempren¬der su experiencia anterior en el punto en que la aban¬donó. Tomemos como ejemplo los celos: si no ha liqui¬dado, sublimado, su «complejo de Caín», es probable que se inclinará a reaccionar de forma infantil, instintiva, im¬pulsiva, en todas las ocasiones en que la sombra de un rival se perfile en el horizonte.
Acabamos de exponer como ejemplo dos complejos bastantes desarrollados que corresponden a la fase triádi-ca (8). Pero J. Lacan recuerda que los complejos se inician con la vida aérea. El primero es, naturalmente, la alimen¬tación. En nuestras sociedades comporta una contrapartida traumática, cultural y no biológica: el destete. Sin embargo, J. Lacan va más lejos: la alimentación en lo que representa de fusión íntima entre madre y niño, es como una revivis¬cencia de la vida in útero, y el primer destete, el primer traumatismo es, en realidad, el nacimiento.
Tales son, brevemente esbozadas, quizá demasiado sub¬jetivamente, las principales teorías. En nuestra opinión no poseen más utilidad que permitir abordar el terreno de los hechos con hipótesis de trabajo y un sistema de referencia. He aquí los hechos: entre el nacimiento y el tercer año se produce una verdadera metamorfosis. Hemos pretendido es¬quematizarla con una tabla sucinta (tabla I). Esta metamor¬fosis se produce de forma suficientemente idéntica en los niños para que se pueda admitir la existencia de normas de desarrollo; sin embargo, a medida que cada niño crece, se revela diferente, se afirma su personalidad, se precisan sus características. Y he aquí por qué, a fin de cuentas, preferimos la clínica a la psicometría.

Si no nos ha parecido posible mostrarnos plenamente objetivos en la exposición de las teorías existentes, es por¬que cada vez que se aborda el hecho psíquico se termina reaccionando subjetivamente. Creemos desprovisto de inte¬rés entregarnos a una simple recopilación impersonal de hechos de desigual importancia. Que no sea, pues, motivo de sorpresa si acentuamos el valor funcional de los com¬portamientos.
Se puede admitirla existencia de dos componentes cons¬titucionales del comportamiento. Uno es la calidad. En cada ser hay, con toda probabilidad, cierta constitución psicoquímica del cerebro, y el diapasón de las futuras po¬tencialidades se encuentra limitado por estas propiedades; dicho en otros términos; hay buenos cerebros como hay buenos hígados. La respuesta a la tensión, al agotamiento, variará de un sujeto a otro. El segundo componente es temporal: cada sistema nervioso se desarrolla según un plan preconcebido (tal como lo ha demostrado, en particular, M. Minkowski); a esta fuerza de organogénesis se le puede llamar «hormé», con R. Mourgue y C. von Monakow. Esta elaboración posee un ritmo variable de un sujeto a otro; en todo estado de causa obliga a considerar al ser que crece en función de un sistema de normas.

Tal como han mostrado A. Gesell, M. B. McGraw y A. Thomas, para no citar sino a los autores más precisos en su formulación, no debemos olvidar que una nueva apti¬tud sólo puede adquirirse si el organismo está fisiológica¬mente preparado para ella, así el andar o la aprehensión. El punto de vista de H. Wallon (1925) es muy parecido; lo expondremos al intentar deslindar la noción de las fases, que él supo valorar con justeza. En otras palabras, lo que suele llamarse, con un término bastante vago, constitución, proporciona al niño, en cada etapa de su desarrollo, ante¬nas sensoriomotoras y analizadoras, de las que a él sólo incumbe servirse.
Y sólo puede servirse de ellas si encuentra en su am¬biente materia para la experiencia. Dos palabras pueden resumir la función del ambiente: aprendizaje y cristalización. No insistiremos sobre el aprendizaje sensoriomotor del mundo físico; sin embargo, creemos esencial afirmar que el aprendizaje de las relaciones interhumanas no es diferente en su naturaleza. Si se admite el concepto de la libido, se puede decir que la- cristalización de ésta en personas reales permite al niño pequeño aprender a amar. Lección que, como las demás, no será olvidada a lo largo de la existen¬cia. Tendremos oportunidad, asimismo, de demostrar que la carencia de lo real, de objetos reales y personas reales, es lo que grava tan pesadamente el porvenir intelectual y afectivo del niño criado en el ambiente artificial de una guardería.

Así, pues, naturaleza y ambiente:

1.° Aportan cada uno un elemento dinámico, la «nor¬mé», base de la madurez neurológica por una parte, y, por otra, la psicodinámica libidinal, factor de una verdadera maduración social y afectiva.
2.° Proporcionan cierto número de caracteres fijos que se encuentran en todos los niños, y las secuencias de ma¬duración, las reglas de crianza, hasta la concepción general de los lazos entre los padres y el niño, propios de una sociedad dada (noción de herencia psicológica de J. Lacan).
3.° Una y otro se encuentran en el origen de las varia¬ciones individuales, diferencias de potencial neuropsíquico y ritmo de desarrollo y en la constelación de factores psico¬lógicos propios a una familia.

Debido a la existencia de normas, nos ha parecido útil y posible redactar este trabajo; como sea que el estudio de cada niño nos lleva, a fin de cuentas, a la evaluación de una personalidad que no se parece a ninguna otra, hemos dado a la clínica una prioridad sobre la contabilidad.

Empezaremos por exponer los principales métodos de investigación del desarrollo de un niño; luego describire¬mos la base de partida: es decir, el estado del recién nacido. Consagraremos un capítulo a la descripción de diversas secuencias de desarrollo, motrices, sensoriales y psíquicas; luego intentaremos una síntesis del niño tal como «funcio¬na» en diversos niveles cronológicos de su desarrollo. Y de paso, a título de ilustración, opondremos lo normal frente a lo patológico.

(1) Esta palabra la subrayamos nosotros.
(2) ¿No sería más justo decir el niño de pecho?
(3) El subrayado es nuestro.
(4) Representación imaginativa más o menos libre, tal como la observada en la ensoñación despierta, en S. Lebovici: «Le développement moral et affectíf de l'enfant: conceptions psychanaly-tiques». Sauvegarde, 2.° año, 15-16 Nov.-Dic. 1947, 6-16.
(5) Esto coincide con la teoría de O. Rank (1924) sobre la ansiedad-reminiscencia de la asfixia obstétrica
(6) Como es natural, el término «genético» no se ha tomado aquí en e! sentido de hereditario, sino en lo referente al enlazamiento orgánico de los hechos.
(7) No estamos de acuerdo con R. A. Spitz cuando manifiesta que el sistema cenestésico rige igualmente los sueños, en tanto que el diacrítico tiene por función el pensamiento consciente. La dico¬tomía se vuelve allí artificial y académica. Asimismo es artificial pretender que el cenestésico funciona de forma condicional y el diacrítico de forma voluntaria.
(8) Padre-madre-niño en oposición a la fase diádica madre-hijo.










2 comentarios:

  1. como se llama el libro de donde sacas las fotografias???

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  2. Estimado, así recibí el texto... y es verdad faltan las fotos...

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