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jueves, 26 de mayo de 2011

Amor a la ansiedad

El Amor a la Ansiedad.

Las expresiones con que se describe a si misma una época no son siempre los indicios mejores de su verdadero carácter. En cambio, si lo son de lo que esa edad desea o teme. Entre todos los títulos que se han aplicado al momento presente de la historia, ninguno, a mi entender, ha tenido mayor aceptación que el de "Época de la Ansiedad". Y no cabe duda de que tenemos hoy motivos fundamentados para estar "ansiosos", o inquietos. Tenemos los motivos antiguos de la gente de todos los tiempos, aunque no tantos como nuestros antepasados. Pero, al igual que ellos, vivimos seguros de que vamos a conocer el dolor, el desengaño y la muerte, aunque con la incertidumbre de cuando y como nos van a afligir estas plagas que nos recuerdan nuestra mortalidad.

Además de estos motivos, tenemos otros especiales para sentirnos victimas de la ansiedad. Es incierto el futuro de la raza, no solo la índole de ese futuro, sino si va a haber porvenir alguno. Y aunque no fuese así, seguiríamos sintiendo que la tierra temblaba bajo nuestros pies y las estrellas ya no estaban fijas en el firmamento. La generación de edad madura puede recordar una depresión devastadora, un depravado culto politico que se ,„, apodero de una nation educada como una obsesion, los desenganos y crueldades doctrinarias a que nos ha llevado la Utopia politica, y una guerra pavorosa que termino en una paz fria y precaria. Y, despues de la guerra, esa generation y otra nueva han vivido en un mundo en que los continentes parecen flotar a la deriva. Se ha destruido el antiguo y tranquilizador equilibrio del poder entre Oriente y Occidente. El Africa y la America Latina, a las que Occidente sumiera hace cuatro siglos en un estado de postracion que ha durado hasta hace muy poco, están ahora penetrando en la corriente caudalosa de la politica y cultura occidentales, y trastornando, a su vez, los fundamentos tradicionales de su seguridad. Y mientras esto sucedia, se ha estado desarrollando una voraz revolución tecnológica, cuyas consecuencias de vastos alcances se manifestaron en la Revolucion Agrícola o en la Revolución Industrial. 

Ya ha cambiado nuestros hogares, ciudades, trabajos, juegos y gobiernos, asi como nuestras ideas sobre los beneficios de la luna; y nos consta que apenas ha comenzado a hacer sentir sus efectos. Y lo que es mas importante todavia: ha acelerado enormemente el ritmo del cambio. No puede uno casi sustraerse al sentimiento de que, aunque pudiesemos encontrar las ideas que necesitamos para vivir en este mundo y dominarlo, estarían pasadas de moda cuando diesemos con ellas. El que estime que la ansiedad es buena para el alma humana, estara sumamente satisfeeho con nuestro mundo, tal como es ahora.

Pero hay otro tipo de angustia que estamos padeciendo muchos. Es una inquietud sin fundamento, que nosotros mismos fomentamos; es indicio de nuestro amor positivo a la ansiedad. Y este culto de la ansiedad constituye la expresión de un fenómeno moral mayor que cuantos he mencionado. Es el sentimiento —particularmente en boga entre quienes se han iniciado en las tradiciones de las artes liberales, de las ciencias y de las profesiones— de que en nuestro mundo, tal como es y probablemente sea más adelante, los ideales de la cultura liberal, de la humanidad y de la libertad no ocupan un lugar importante. Es una sensación de separación general, de no pertenecer a nada, de no tener un asidero; un convencimiento cansino y desengañado de que, aunque pudieran arbitrarse solucio¬nes a nuestros problemas, serían desmañadas e inhumanas, porque tendrían que conciliarse con un mundo inhumano y desmayado.

Al otear las perspectivas futuras de la civilización occidental, Max Weber, al que debemos tantas ideas sobre la sociedad moderna, expresó este sentimiento de expatriación moral con bastante exactitud. O tienen que surgir "profetas totalmente nuevos", o se producirá "un renacimiento ,poderoso de las viejas ideas y de los ideales antiguos", escribió. De otra manera, estamos perdidos; sólo podremos esperar una "petrificación mecanizada", un mundo de "especialistas sin espíritu ni visión, y hedonistas sin corazón". 

Los imperativos fundamentales, según se cree en muchos sectores, de la existencia humana en una sociedad moderna, organizada tecnológicamente, son tales que el entendimiento, la imaginación, la personalidad individual, las intimidades de la experiencia humana, no constituyen más que molestias, y como tales habrá que tratarlas. Nuestras ciudades están hechas de frío acero y cristal; y, dentro de estos estuches transparentes, los hombres oprimen los botones de sus máquinas y esperan a que éstas les resuelvan todo.

Sencillamente, la marcha irreversible de los hechos está contra nosotros.
Quisiera advertir que esta forma vaga, pero general, de ansiedad se basa en razones equivocadas, y se orienta hacia asuntos equivocados. Es una ansiedad artificial, que expresa la tendencia a rehuir enfrentarnos con las preocupaciones de nombre y localización determinada que tenemos, porque nos resulta difícil y peligroso hacerlo, y nos es más fácil consolarnos con la idea de que el que tiene la culpa en fin de cuentas, es el cosmos sin corazón. Tras el fenómeno de la separación intelectual —estudiada—, hay, según creo, sistemáticas razones intelectuales —doctrinas aceptadas a medias, ideologías explícitas, convicciones e incredulidades arraigadas— que nos plantean dilemas insolubles, y nos dejan en un estado de ansiedad, producto de nuestro propio pensamiento. Estas ideas, gozan de gran prestigio y autoridad. Se dan por supuestas calladamente en grandes sectores del mundo intelectual, y son compartidas, en forma más o menos desvaída, por muchísima gente que vive de fórmulas en esta era de fáciles comunicaciones, de la misma manera que nuestros abuelos aceptaban la sabiduría popular. Son amalgamas de convicciones sobre hechos, juicios respecto a la historia, principios morales y suposiciones filosóficas. Orientan nuestra mente en determinadas direcciones, impulsándonos, según creo, a formular preguntas sobre nosotros mismos y sobre nuestra situación, a las que sólo pueden darse determinado tipo de contestaciones, desesperanzadas y angustiadas, por cierto. Sin embargo, tengo para mí que la mayor parte de estas ideas no pueden resistir la luz del día.

Evidentemente, es imposible estudiar siquiera sea someramente todas las ideas que palpitan tras el culto contemporáneo a la ansiedad. Pero parécerne que hay dos o tres particularmente decisivas y sintomáticas de las demás. Son ideas relativas a las características fundamentales de nuestra civilización. La primera se refiere a la tecnología.

He aquí lo que dice C. P. Snow sobre la Revolución Industrial en su conferencia, de la que tanto se ha hablado, titulada Las Dos Culturas y la Revolución Científica:

Casi en ninguna parte. comprendieron los intelectuales lo que estaba pasando. Por lo menos, los escritores no. Muchos rehuyeron el bulto, como si el curso debido de los sentimientos humanos fuese desentenderse de las cosas; algunos, como Ruskin, William Morris,- Thoreau, Emerson y Lawrence, arbitraron distintas clases de fantasías, que de, hecho no eran sino gritos de horror. Apenas se encuentra un escritor de categoría, que, encalas de su comprensión imaginativa, apreciase al mismo tiempo las horribles callejuelas traseras, las chimeneas humeantes, el precio interno, y además los horizontes de vida que se abrían para los pobres, las exigencias, hasta entonces desconocidas de todos, menos de los afortunados, que iban a poder satisfacer el  por ciento restante de los hombres, sus hermanos... Porque, claro está, hay algo indiscutible: la industrialización es la única esperanza de los pobres.

Naturalmente, en términos muy generales, Snow tiene razón. Siempre que reconozcamos los distintos niveles que hay de industrialización y sus diferentes maneras de entenderla, y que la adoptada en Inglaterra, Estados Unidos o Rusia no tiene por qué ser la misma que la que se aplique en Perú o Birmania, y reconociendo, además, que hay condiciones políticas, educativas, sicológicas y antropológicas a las que debe atenderse antes de que eche raíces la industrialización —y ya van siendo muchas salvedades— la industrialización ha constituido, y constituye, la única esperanza de los pobres. Es un proceso doloroso, traumático; pero, en general, ha sido la solución de un problema desesperado, no su origen. Muchas de las protestas que se elevaron en el siglo XIX contra el proceso de la industrialización, y muchas de las que hoy se hacen todavía, cometen por ejemplo la equivocación de no distinguir entre la miseria y la desorentación producida por la introducción de las fábricas, y la que se debe a la súbita elevación demográfica en el siglo XVIII. El problema era parecido a los actuales de Asia, África y América Latina. En todo caso, había éxodo hacia las ciudades; la solución de los pobres —y ya es algo que tengan donde escoger— fue entonces, y es ahora, entrar a trabajar en las fábricas o pedir limosna en la calle.

Pero Snow no toma en cuenta muchas cosas además. Describe la entrada en la fábrica como una decisión sin dificultades de los pobres. ''Con singular unanimidad", dice, "en cualquier país donde los pobres han tenido oportunidad de hacerlo, han abandonado la tierra y se han metido en las fábricas en la proporción en que éstas los admitían". Pero la verdad es que los pobres han abandonado las tierras, en grandes números, porque se los ha echado de ellas, porque eran muchos, porque sus pequeños agros no les daban para vivir. En todo el mundo de nuestros días, hay numerosos campesinos, sobre todo los más jóvenes, que llegan a las ciudades, sin duda alguna, atraídos por las muchedumbres, las luces, la diversión o el pecado. Pero hay muchísimos, como los negros procedentes del Sur, o los puertorriqueños de su isla, que no vienen por amor a 4a ciudad ni a las fábricas, sino simplemente, por desesperación.

Y Snow describe con colores pálidos lo que se encontraron los pobres de la primitiva Inglaterra industrial cuando llegaron a las ciudades fabriles. Habla de "las horribles callejuelas traseras, las chimeneas humeantes, el precio interno". Éstos son eufemismos para expresar el excremento humano en los barrios bajos, la tuberculosis, las bandas salvajes de niños perdidos, el régimen militar de las fábricas, las mujeres haciendo trabajos de hombre, los hombres sin trabajo, sin respeto a sí mismos, sin sus posiciones clásicas de autoridad. Fue John Stuart Mili, el economista y el lógico, no Ruskin ni William Morris con sus ideales nostálgicos sobre la artesanía, el que escribió, pese a toda su simpatía por la ciencia y la industria, que la Revolución Industrial no había mejorado la condición de la masa de la humanidad, sino que la había empeorado. Snow califica a los intelectuales de "luditas naturales", sólo que los "luditas" originales que destruían las máquinas, no eran escritores, sino pobres. Y muchos murieron por lo que hicieron.

Ésta es, sin duda alguna, la consideración más importante que se le escapa a Snow. La industrialización era para los luditas, y para los escritores que exhalaban gritos de horror, una decisión humana. No se trataba sólo de que las fábricas fuesen feas, o el aire del etéreo, o que la industrialización, que era, según Snow, la única esperanza de tantos seres, humanos, los hubiese destruido y despojado de toda esperanza. Lo que ocurría, era que todo esto se hacía en nombre de una doctrina, según la cual, no debían tomarse en cuenta los costos, porque eran inevitables, y que lo único que interesaba era la aceleración de la industrialización, única manera de mejorar la razaí. Los escritores e intelectuales se oponían a un evangelio —al evangelio de la anarquía más un representante de la justicia, como lo definió Carlyle— no sólo a un proceso histórico. 

Se pronunciaban contra la que podemos llamar doctrina del Aislamiento Moral de la Tecnología, según la cual, no deben criticarse las innovaciones industriales, ni realizarse esfuerzo alguno por reducir los costos o distribuirlos equitativamente.

Nos estremecemos de horror, y con razón, ante la ideología de hierro que han utilizado los líderes rusos y chinos en este siglo para justificar las calamidades que la industrialización ha acarreado a su pueblo. Pero los hombres que fueron a la cabeza de la industrialización en Inglaterra y los Estados Unidos —que fueron quienes más se aprovecharon de ella— profesaban ideologías de hierro muy afines. Y acaso estuviesen en lo cierto; la victoria sobre la escasez y la penuria es la fundamental y acaso no haya otra manera de lograrla que despojar a los pobres de su haraganería y supersticiones. Pero precisamente lo que no preguntaron era si las cosas estaban así, o sea, la cuestión que la doctrina del Aislamiento Moral de la Tecnología decía que no podía formularse. La posibilidad de alternativas, no para la tecnología sino para los métodos existentes de introducirla y administrarla, no se tenía presente.

Por eso, los críticos tenían razón a su manera, y Snow no les hace justicia. Pero hoy, tenemos que atender también a los críticos. Porque lo que muchos de ellos hicieron en realidad, fue propugnar, desde su punto de vista, la misma doctrina del Aislamiento Moral de la Tecnología. Y así lo hacen hoy muchos de sus críticos. F. R. Leavis, en su airada réplica a Snow, ha insistido en que no debemos considerar inevitables las "consecuencias culturales de la tecnología, ni "Conformarnos con que sean aceptadas mecánica e inconscientemente". He aquí lo que dice de Snow: "Si se insiste en la necesidad de otro tipo de preocupaciones, previsiones prudentes, acción y realización respecto al futuro humano —de otro tipo de recelo— que el que habla en términos de productividad, niveles materiales de vida, progreso higiénico y técnico, se es para [Snow] un ludita".2 Pero, prescindiendo de si Snow siente otro tipo de preocupación (y creo que sí, a juzgar por los indicios), ¿qué otra clase de preocupación es la que cree Leavis que deberíamos tener? Es una preocupación, no por la civilización externa sino por la vida interior del individuo, por su calidad de conciencia, por la profundidad y delicadeza de sus sentimientos. Creemos entenderlo y aceptarlo. Pero después termina Leavis preguntando: "¿Quién puede asegurar que el miembro corriente de una sociedad moderna es más humano, o tiene más vida que un bosquimano, un campesino hindú, o un miembro de uno de esos pueblos primitivos que todavía se las arreglan para sobrevivir, con sus artes maravillosas, sus talentos y su inteligencia vital?" Y de nuevo nos encontramos con el Aislamiento Moral de la Tecnología.

Porque, sólo contra el fondo de la tecnología, se ha planteado la cuestión de la humanidad y la calidad de conciencia del miembro corriente de una sociedad, como cuestión seria y práctica sobre el mundo actual. 

Sólo en el mundo industrializado, nos inquieta esta cuestión, sólo en este mundo se ha formulado en general y con insistencia. Aristóteles pensaba que algunos hombres son esclavos por naturaleza; ésta ha sido la actitud práctica fundamental que ha regulado la marcha de la mayor parte de las sociedades en lo referente al destino de sus miembros en este mundo. Esta actitud que han aceptado muchos campesinos hindúes, y que aún siguen aceptando. Y ésta es la actitudjgue cambia la tecnología. Triunfa sobre la pobreza extrema, así lo promete; excita la envidia y ambiciones del pobre; provoca temores y remordimientos a los ricos; tiende a sustituir las antiguas relaciones entre las clases sociales y la vieja ética de deferencia a los superiores y benevolencia con las inferiores, por relaciones nuevas basadas en negaciones y contratos, y por una ética nueva que proclama la igualdad y la aplicación equitativa de reglas impersonales a todos los hombres.

Y no debe olvidarse que la tecnología separa a los hombres de sus costumbres y los somete a nuevos arreglos, que son evidentemente instrumentos humanos; por tanto, los invita a verse distintos de la red de circunstancias que los rodea, a apartarse de los arreglos que regulan su vida y a pensar en otras soluciones. En una palabra, estimula a los hombres a distinguir entre costumbre y razón, entre hábitos y moralidad. En este sentido, constituye una iniciación en la vida de la reflexión, y produce actitudes que incitan naturalmente a preguntarse si hay animación y vigor en la vida de la gente corriente.

Leavis habla del "movimiento acelerado de la civilización externa... que está determinado por los progresos de la tecnología". Pero ésta no es sólo un fenómeno externo, para el cual tenemos que buscar una vestidura de moralidad y sensibilidad, sino que constituye un fenómeno interior, un fenómeno de la historia de la moralidad y sensibilidad. Y sus consecuencias no consisten únicamente en la subversión de la moralidad y de la sensibilidad, sino que tienen muchas facetas, como las de cualquier episodio de la historia moral de nuestra raza.

Si damos por supuesto que la tecnología es sólo "externa", y que la "humanidad" es interior, podemos negar con toda razón que seamos luditas o que queramos destruir las máquinas; pero lo que decimos en realidad, es que no nos cabe hacer otra cosa respecto a la tecnología, sino resistir y protestar, que ambas pertenecen a mundos totalmente distintos y que no tienen mucho que ver entre sí. En el terreno de la práctica, el criterio del humanista iracundo se concilia perfectamente con el del ingeniero amable. Éste dice que a él no le concierne la moralidad; el humanista, dice que a él no le concierne la tecnología. Esto deja a uno y a otro con el sentimiento angustioso de que se ha pasado por alto algo importante que debería hacer. Por otra parte, también deja en libertad a los dos para seguir su camino. La ansiedad es un precio exiguo para pagar esta venturosa solución.

Pero no es mi propósito, al llegar a este punto, pasar revista a nuestros juicios sobre tiempos anteriores y criticarlos. El hecho es que todavía está vigente entre nosotros la doctrina del Aislamento Moral de la Tecnología. Con gran repugnancia y después de luchas encarnizadas, nos hemos habituado a ideas como la de que debería haber límites para las horas de trabajo, o comprobaciones y saldos en la economía, como los que representan las negociaciones colectivas. También reconocemos que debe haber defensas contra los riesgos de la tecnología para la vida y la salud, aunque la neblina de Londres, las estadísticas de los accidentes en carretera, y el hedor de los vapores de combustión de todas las ciudades indican lo lento y esporádico de este reconocimiento. Pero, en general, seguimos considerando las innovaciones técnicas como un fenómeno natural por el estilo de la lluvia. Se presentan, y el cuerno de la abundancia rebosa; y si da la casualidad de que esta, prosperidad le perjudica a usted, no le cabe hacer otra cosa más que no estorbar. Es usted sencillamente un tipo raro que está echando a perder la fiesta."

La reducción de empleos y producción, y el paro cada día mayor por la automatización son síntomas de que no hay preocupación sistemática por los costos de la innovación tecnológica —costos en orgullo humano, en el envejecimiento y desaprovechamiento forzoso de las capacidades humanas, en el trastorno de hogares y vecindades—, con que cargan algunos miembros de la comunidad mientras otros se aprovechan. Al faltar una previsión organizada respecto a las consecuencias sociales y morales de la innovación técnica, al no haber procedimientos establecidos para distribuir equitativamente los costos de dicha innovación, los perjudicados no tienen más que medidas defensivas, hostilidad y resistencia obstinada, y a apelar en nuestros tiempos a criterios luditas.

Esta falta de previsión, este interés exclusivo por las consecuencias de lá tecnología en el campo de la mera productitvidad, es resultado de la hipótesis implícita de que la innovación tecnológica es un bien sin mezcla de mal. No discuto que sea un bien en general, pero tiene mezcla. Creo que podemos considerar las consecuencias de las innovaciones a la luz de una gama más amplia de valores que la que actualmente empleamos, e incluir a los más inmediatamente afectados por ellas entre los que piensan y planean primero las condiciones en que va a introducirse las innovaciones. La falta de tales medidas es una razón fundada y de peso de la ansiedad que experimenta el individuo y su sentimiento de separación.

Pero sólo estoy afirmando que esas medidas son posibles. No aseguro que sean fáciles. Hay que enfrentarse con las constelaciones del dinero, del poder y de los intereses; y lo mismo por parte de la gerencia como por parte del obrero, añadiría yo. Y, para establecer estas medidas, iba a hacer falta algo más que buena voluntad, trabajo tenaz y decisión para aguantar algunos golpes duros. Si estamos preparados para apoderarnos de nuestra tecnología desbocada y ponerle coto, habrá que volver a estudiar y rectificar las posiciones intelectuales y morales tan enérgicamente defendidas. Porque si a los ingenieros les da por considerar que no les concierne las perturbaciones sociales y morales producidas por la técnica, debe decirse que pocos humanistas han emprendido la tarea de desarrollar los conceptos positivos de la vida buena, que pueden aplicarse en la edad industrial y democrática. Celan sus valores humanísticos como si' fuesen a agotarse al ser usados. Lo cual nos lleva a otra doctrina compañera de la del Aislamiento Moral de la Tecnología: la Separación de las Ciencias y las humanidades.

Preguntaron una vez a un hombre si creía en el bautismo de los niños. "¿Qué si creo en él?" replicó. "¡Si lo he visto!" Que existe en todo colegio y universidad, y hasta en la sociedad, separación entre ciencias y humanidades es un hecho tan obvio como el bautismo de los niños. Más aún, ha venido existiendo desde hace muchos siglos; y no se trata únicamente de la separación que haya entre un geólogo y un físico, o un estudiante de la literatura inglesa y un especialista en los volúmenes del Mar Muerto. O sea, no se trata de una simple diferencia entre individuos de especialidades distintas, quienes en consecuencia, se ven al principio en dificultades para entenderse recíprocamente. Hablamos de una separación marcada y caracterizada por la desconfianza y el antagonismo; y es bastante intensa. No sé si tiene razón Sir Charles Snow al hablar de "dos culturas"; pero hay un conflicto, que se parece mucho al de los dos bloques mundiales de poder. Penetra en nuestra educación y en nuestro concepto del mundo, con el convencimiento de que existe un abismo infranqueable entre el saber y el poder que estamos acumulando más y más cada día, y los valores más amados y respetados por nosotros. La consecuencia natural es la ansiedad.

Pero, 'aunque este conflicto es verdadero, rara vez se contesta con claridad a algunas preguntas bastante elementales sobre él. ¿Qué diferencias hay entre ciencias y humanidades? ¿A qué se debe el que se dé tan generalmente por descontado que la división entre estos dos dominios de la mente no tenga remedio?

Quizás la respuesta más corriente es que las ciencias estudian fenómenos no humanos, y las humanidades se ocupan de los humanos. Pero esto no es verdad. La sicología, la sociología y la arqueología tienen motivos suficientes para ser consideradas como ciencias, Y, si se dijere que no son ciencias muy exactas, ¿qué diremos de la meteorología? La teoría de la evolución formulada por Darwin, pese a su grandeza y a que hizo época en la historia de la ciencia, no es una teoría altamente elaborada y precisa; y, por otra parte, hay estudios en la lingüística y en el derecho que se aproximan a las matemáticas en su exactitud.

Se ha dicho repetidas veces, es verdad, que la diferencia entre fenómenos físicos y conducta humana es tan radical que hay que aplicar una lógica completamente distinta en cada uno de estos dominios, y que, por tanto, es imposible que el estudio de las cosas humanas pueda ser ciencia jamás. No es éste, lugar a propósito para estudiar los pros y los contras de esta difícil y compleja cuestión. Pero, si por "ciencia se entiende el esfuerzo realizado para probar una opinión con hechos, sistemáticamente recogidos y valorados, y de carácter público; y, si no es igual un estudio documentado, por ejemplo, de la fuente de las imágenes de un poeta (como John Livingston Lowes, autor de The Road to Xanadu), que una elocubración arbitraria sobre dichas fuentes, no hay motivo claro para asegurar que la "ciencia" no cabe en el estudio de los asuntos humanos.

Así pues, ¿consiste la diferencia entre ciencias y humanidades, en que las primeras son neutrales en cuanto a los valores y las segundas no? Esta distinción también se desvanece cuando se hace hincapié en ella. No puede aplicarse a grandes áreas de ninguno de los dos campos. Es verdad que las exposiciones científicas son, en general, de carácter descriptivo, y que la verdadera esencia de las tareas del científico consiste en prescindir de sus preferencias cuando se trata de hechos. Pero esto no quiere decir que tales explicaciones no tengan que ver con lo que se considera generalmente como .valores. Al contrario, las exposiciones científicas han minado las creencias religiosas, han revelado las supersticiones en que se fundamentan los sistemas económicos y los programas políticos, y han echado por tierra las ideas en que se basan algunos de nuestros códigos morales celosamente guardados. Éste es uno de los motivos por los que la ciencia despierta frecuentemente tantas antipatías. Y, por otra parte, si hay partes de la química o de la zoología que parecen no tener relación clara con los valores humanos, otro tanto cabe decir de porciones sumamente vastas de las humanidades: por ejemplo, de la música o de la pintura de Mondrian. 

Naturalmente, podrá decirse, y con razón, que estas cosas son valores por sí mismas, o que aumentan nuestra capacidad de discriminación y apreciación. Pero cabalmente puede decirse otro tanto de las satisfacciones que produce el estudio de la ciencia. Y, sin embargo, estas distinciones acusan indudablemente algunas diferencias genuinas e importantes entre ciencias y humanidades. Consideramos que un científico está fuera de su terreno si se dedica a moralizar y creemos que un humanista es pedante cuando se niega a criticar la vida. Esperamos y deseamos que los científicos expongan abstracciones, y las admiramos más todavía cuando, son muy amplias y abarcan gran campo; y al contrario, queremos y esperamos que los profesores de literatura nos retrotraigan a los principios sólidos de las cosas y hechos concretos y tangibles.

Más aún, podemos considerar interesantes las opiniones de un científico, pero no le tendremos en concepto muy alto si lo único que nos expone son sus opiniones; y, por el contrario, acaso aplaudamos al humanista que se esfuerza en corroborar sus opiniones con consideraciones que no son cuestión de opinión, pero no lo juzgaremos muy humanista si no manifiesta un positivo gusto personal, ni preferencias que lo distingan de los demás y lo revelen en su especialidad. Y estimo que estas diferencias entre ciencias y humanidades se sintetizan en dos puntos. El primero es que las ciencias, incluso las humanas, nos proporcionan conocimientos, en tanto que las humanidades, cuyo primer ejemplo es la literatura, no exponen juicios, entre otras cosas. El segundo punto es que las ideas de autoridad intelectual en ambos campos son distintas.

Éstas son las razones principales, me permito insinuar, de las sospechas que hay entre los dos dominios. 

Claro está, hay además otros motivos. Los científicos e ingenieros tienden a aprender más, poseen hoy más influencia social, se internan en áreas como el planeamiento educativo o la moralidad política, donde antes sólo intervenían los humanistas. Pero estos conflictos reflejan los aspectos que he mencionado, cuando adoptan forma intelectual. Y el primero es el que existe entre conocimiento y juicio. Los humanistas dudan que la gente preparada exclusivamente en el campo científico, cuyas ideas están llenas de abstracciones y estadísticas, tengan capacidad para estudiar situaciones ambiguas, altamente emotivas e individuales, que es el terreno en que tratan los hombres entre sí. Dudan —y creo que con razón— de que quienes nunca han sentido o experimentado las diversas posibilidades de la vida, ni la ambición de Macbeth o el crimen de Raskolikov, aunque sólo sea someramente, puedan tener el sentido adecuado de las dimensiones de lo humano para conocerse a sí mismos y a los demás, y ser conscientes de las decisiones que adoptan por sí mismos o por los demás.

El juicio no es conocimiento. No es la capacidad de formular proposiciones abstractas y dar razones objetivas de su veracidad, sino la capacidad de elegir y obrar: de distinguir lo importante de lo que no lo es, de diferenciar los valores y calibrarlos, de acomodar los propios hábitos e ideas a los casos concretos. Juicio es lo que esperamos de un juez, un jugador, un novelista, un compañero agradable. El conocimiento abstracto de los postulados, o de los principios de probabilidad, o de las leyes del yo y de la realidad, o de la forma de conquistar amigos e influir en la gente, son sustitutos muy deficientes. En realidad, probablemente produzcan errores doctrinarios, si no se usan con criterio sensato. El juicio es, sin duda alguna, el ingrediente generalmente responsable de la labor científica importante, el factor que distingue las estrategias desplegadas por el intelecto científico de primera categoría, de las actividades rutinarias del técnico.

Pues bien, la literatura, el derecho y la historia son depositarios de este tipo de juicios sobre la escena humana. Un estudio humanísticamente orientado de las ciencias —que las considerase como realizaciones humanas en un tiempo y lugar concreto— revelaría igualmente que eran depositarías de juicios humanos sobre la forma de llevar a cabo investigaciones fecundas. Pero esto sería porque las ciencias eran tratadas como humanidades. El estudio de éstas, no garantiza que se tenga buen juicio. Después de todo, las humanidades pueden estudiarse también pedante e inhumanamente. Sin embargo, la adopción de un programa de formación científica y técnica sin que sus estudiantes se preparasen en disciplinas humanísticas, sólo .contribuiría, según creo, a producir mentes arrogantes y simplistas. Los humanistas tienen perfecto derecho a pensar que nuestras vidas estarían truncadas y mal reguladas, si interrumpimos nuestra relación con las tradiciones de las humanidades.

Sin embargo, el juicio solo no basta. Tiene limitaciones muy importantes. Únicamente gracias al desarrollo de instituciones científicas, ha podido la raza crear defensas continuas contra los peligros del buen juicio exclusivo. Porque el juicio, que no es ciencia, se refiere a algo actual y presente; se basa en opiniones no sistematizadas, cuyas fronteras son imprecisas, y en juicios de valores que representan experiencias al azar. 

Los instrumentos con que se han elaborado, son analogías precipitadas, imágenes, ejemplos, antecedentes; sólo valen en tanto en cuanto una situación nueva, con sus características peculiares y todo, no difiera demasiado de otras anteriores en que se ha empleado el juicio. Por eso es por lo que un hombre de criterio en cuestiones pictóricas, puede pensar como un niño en política o educación; y por lo que individuos de buen juicio respecto a negocios o asuntos de gobierno en un país, pueden ser lamentablemente despistados cuándo se trata de los negocios o go¬bierno de otros países.

Además, gran parte del buen criterio —y del malo también— se impone, no porque dé buen resultado en la práctica, sino porque exterioriza y prueba la verdad de opiniones aceptadas convencionalmente, por lo menos se cree así. O sea, porque otros piensan de esta manera y obran en consecuencia. También se da muchas veces el caso contrario. El buen criterio produce resultados, pero no por las verdades que se quiere ilustrar con él. La perogrullada que se deja soltar a plomo nada tiene que ver lógicamente con las acciones que en su nombre se emprenden. Pero el éxito de la acción corrobora la autoridad de la perogrullada. Ahí tenemos, por ejemplo, la economía norteamericana y el alto grado de intervención gubernamental que hay en ella; examínense los panegíricos repetidos que hacen de la libre empresa, hombres cuyo juicio es tenido por bueno. "No hay dificultad en fallar un caso", dijo Lord Mansfield al gobernador recién nombrado de una colonia, que no entendía de derecho. "Sólo hay que oír pacientemente a las dos partes, luego considerar lo que usted crea que sea de justicia, y decidir en consecuencia; pero nunca exponga sus razones, porque probablemente su juicio sea certero, pero lo más seguro es que no lo sean sus razones".

Quizás lo peor de todo, es que el juicio puede desarrollar su "provincialismo" en propia defensa. El hombre de criterio sospecha frecuentemente en principio de las ideas o abstracciones amplias, y del pensamiento sistemático y del planeamiento a largo plazo. Prefiere pasar de una situación a otra, resolviendo tada una en su propio medio, impulsado por la intuición, por el sentido cpmún, por su olfato en cada caso; sospecha de las ideas demasiado simples y escuetas al enfrentarse con lo complejo de la situación concreta. ¿Pero cuánto es lo que escapa a su criterio sobre el caso? ¿Estudia sus problemas uno por uno, sin caer en la cuenta de su carácter epidémico? De hecho, esta misma idea de que haya problemas epidémicos escapó a los hombres de buen juicio durante muchos siglos. Es que no tiene otra manera de comprobar sus juicios, que su propio juicio. Y esto sólo da resultados en tanto en cuanto el terreno en que emplea su criterio no cambie demasiado rápidamente, o se llene demasiado aprisa de factores desconocidos. Porque, si el campo en cuestión cambia desconcertan-temente, ceñirse a cada caso concreto según va surgiendo, vendrá a ser como tañer brava y noblemente la cítara mientras arde Roma.

En una palabra, el buen juicio no es un sustituto para orientar las ideas o el saber exacto. Por tanto, tiene que someterse a la crítica de la ciencia, lo cual no es una reacción simple a la experiencia, sino un esfuerzo por controlarla para que encauce las ideas, y las acciones por las cuales puedan afinarse y corregirse. Por eso existe, según creo, hostilidad entre ciencias y humanidades. No es que las primeras sean más abstractas, ni sólo que muchas de ellas sean más inaccesibles porque utilizan palabras e instrumentos intelectuales que la gente ordinaria no comprende. Estas nuevas palabras fijan diferencias que no se han establecido en virtud del sentido común; la maquinaria intelectual pone las ideas en orden más severo y permite sacar de ellas conclusiones que no capta el sentido común. Desde hace algunos siglos, la cienca ha venido cambiando al mundo, de tal manera que ya no tienen aplicación los juicios antiguos; más aún, ha estado invadiendo campos en que antaño prevalecieran los juicios fundados de las humanidades, y poniendo sobre el tapete de la autoridad de estos juicios. Considérese, por ejemplo, la influencia de los conocimientos científicos sobre la moralidad sexual, o la invasión de la política por los métodos de las encuestas. Esto trastorna la paz intelectual y moral; y porque la ciencia perturba la paz, es por lo que inspira tantas antipatías, y por lo que hoy, en un mundo en que la ciencia es algo tan sumamente distinto de antes, padecemos un sentimiento crónico e insidioso de ansiedad. Para despojarnos de él, opino que volvemos a la idea de qué, no sólo son distintas las humanidades de las ciencias, sino que tienen que serlo sin remedio.

Esta perturbación de nuestra seguridad intelectual plantea también interrogantes sobre nuestros conceptos de la autoridad intelectual. Éste es el punto segundo en que chocan las ciencias y las humanidades Las primeras se proponen fundamentar las ideas en datos de carácter público. Al formular ideas susceptibles de pasar por esa prueba factual, deben dejarse de lado las preferencias, se despojan las palabras del énfasis y de las asociaciones que tanto nos gustan, y se formulan preguntas más precisas que las corrientes y burdas que normalmente estimulan la actividad mental. Por eso, el estilo de la ciencia choca con muchos hábitos mentales, arraigados desde hace largo tiempo en el campo de las humanidades.

Para expresarlo de la manera más sencilla: la ciencia exige pruebas de opiniones que nadie pensara antes en someter a crítica. Representa una actitud nueva respecto a la autoridad recibida, y hasta respecto á todo tipo de autoridad: implícitamente sostiene que ninguna idea o institución debe tener autoridad si no es capaz de resistir a la investigación continuada. No hay manera de resolver el conflicto entre este principio normativo y la idea de que el descubrimiento y transmisión de nuestro patrimonio moral pertenece exclusivamente a las humanidades; ni puede conciliar se este principio, que es de disciplina intelectual general y no sólo de la ciencia, con el concepto de que las verdades formuladas por las humanidades tienen una autoridad infalible, que las inmuniza contra las pruebas de la investigación científica. Porque tiene que haber forzosamente malentendidos y fricciones entre los que buscan pruebas de las opiniones que quieren impartir a los demás, y quienes no se preocupan por ellas, o se las arreglan para elaborar definiciones de pruebas que no afectan para nada a sus ideas queridas. Entre los primeros, los hay humanistas profesionales; y entre los segundos, los hay científicos. Pero seguirá en pie el conflicto entre ciencias y humanidades hasta que se acepte la ética del argumento impersonal y del dato público, en la formación de las opiniones humanas.

Así pues, vuelvo al amor de la ansiedad, después de una vuelta que parecerá de muchos rodeos. Tenemos motivos importantes para sentirnos angustiados. Pero muchos de estos problemas auténticos quedan sin resolver, porque los envolvemos en un manto de ansiedad más amplia y comprensiva: ansiedad porque, sencillamente, tenemos el santo de espalda, porque el universo es de tal naturaleza que, fatalmente, de un lado estarán nuestro saber y nuestras capacidades y por el otro, nuestras esperanzas e ideales. Es la ansiedad de nuestra "edad de la ansiedad", la que muchos parecen considerar descubrimiento característico de nuestros tiempos, y que muchos, sin duda alguna, parecen cultivar y amar en nuestros días. Porque, aparentemente, a muchísima gente la desconcierta menos creer que nuestra civilización está rajada por la mitad —o sea, que la tecnología y la ciencia van en un coche y los valores humanos en otro—, que la idea de explorar y tratar de resolver las cuestiones planteadas por la ciencia a nuestros juicios tradicionales y a nuestras nocidnes predilectas sobre la autoridad intelectual. No quiero decir, naturalmente, que pueda eliminarse definitivamente la tensión entré ciencia y opinión. No creo que sería bueno. Una cosa es generalizar, y otra proceder en circunstancias concretas. No estimo que todos nuestros problemas intelectuales puedan resolverse, acudiendo a la "ciencia" como a la gran panacea universal. Estos problemas son filosóficos, lógicos y morales. La ciencia puede contribuir a resolverlos, pero con carácter auxiliar. Lo importante, en realidad, es procurar que, de tener solución, no exijan una Gran Solución Única. 

Hay que resolverlos allí donde se produzcan conflictos concretos. Pero, para eso, hace falta una disposición general a inquirir y analizar, y hay que rechazar el principio de que nuestra vida moral e intelectual está dividida por la mitad, cayendo de un lado la ciencia y el laboratorio, y de otro la humanidad y la vida buena.

Naturalmente, esta disposición general para inquirir y analizar provocará también sus ansiedades. Sin duda alguna, los hombres se aventuran a peligros interiores y exteriores cuando se niegan a reconocer que haya creencias o prácticas humanas —entre ellas, las suyas propias—;, cuyo campo esté a seguro de la investigación racional. Esta negativa ha producido, y siempre producirá, una ansiedad considerable. Pero se corre un peligro tan grande, por lo menos, cuando no se tiene esta disposición a inquirir y analizar, y mayores riesgos todavía cuando se aferra uno equivocadamente a la idea de que algunas de sus convicciones y valores más queridos estén por encima de la investigación y de la prueba. La disposición de seguir el raciocinio hasta donde nos lleve produce un tipo de ansiedad más concreta, más tratable y más pro¬ductiva que la ansiedad cósmica. En todo caso, es el tipo de ansiedad que prefiere deliberadamente un entendimiento civilizado.

Fuente, Charles Frankel.

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