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martes, 10 de julio de 2012

LA ABSTENCION (I)


LA ABSTENCION (I)
El Período de la Infancia
Frente a los peligros enormes a que el pecado original expone a los niños, hay padres animosos que cargan con sus responsabilidades. Hay otros que huyen de ellas; sea por inexperiencia, sea por timidez, se abstienen de interve­nir en la educación de la pureza.
Hay dos períodos, especialmente, en los que esa tácti­ca de la abstención se practica con gran detrimento para las almas. La primera abarca los años de la infancia, la se­gunda los de la adolescencia.
Esas dos épocas son muy diferentes; en la primera, la sensualidad del corazón y de los sentidos todavía no está despierta; en la segunda, por el contrario, aparece sobre-excitada.
¿Qué debemos pensar primeramente de la abstención de los padres en el período de la infancia?
Si la vida fuera sólo juego, podríamos regocijarnos del retardo de la conciencia en el desarrollo de los sentidos. Mientras la razón, envuelta en los pañales, permaneciera dor­mida, uno podría dispensar a la naturaleza sus leyes in­teriores, uno podría entregarse sin temor, y hasta sin re­mordimientos, a los placeres que para los hombres serán pecados. Sin daño, por otra parte; el tiempo borraría las hue­llas de pasos en el camino que no se recorrería otra vez.
Dicen que todo pasa y que todo muere; que hay que saborear los goces de la juventud.
Esa es la filosofía de los despreocupados.
Desgraciadamente, los padres que se inspiran en tales máximas han perdido el buen juicio. Porque las edades de la vida humana dependen unas de otras, tan estrechamen­te como las estaciones. No solamente nuestros actos nos si­guen, sino que nuestros estados permanecen. Las cosechas del verano son, más bien, las cosechas, en el verano, de los largos trabajos del año; la nieve, las heladas, como todo lo demás, han desempeñado su papel en la preparación del terreno. En la vida del hombre todo se liga así. El pre­sente es la forma sensible del pasado. Es el pasado mismo bajo las apariencias del presente.
Insistimos en esta verdad porque es uno de los funda­mentos de la educación. Hay que basar el sistema de edu­cación en la ley de la continuidad, si no, se edificarán teo­rías en el aire.
¿No deben hacer los padres un esfuerzo para descender de las nubes a la realidad de los hechos?
Que reflexionen sobre lo indestructible que es el pasa­do, antes de razonar sobre el porvenir de los hijos.
Miremos a los niños a medida que van creciendo. Este tiene una cicatriz en la frente. En el pasado que señala su presencia. ¿Recordáis el día y la hora en que se produjo el accidente? Un instante bastó para hacerle un tajo; es inde­leble. Aquel otro se parece a su padre; éste a su abuelo. Es posible que uno de vuestros hijos tenga las facciones de ' un antepasado. Son sus ojos; y en sus ojos la misma mi­rada, la misma melancolía, la misma desconfianza. ¿No po­dría decirse, verdaderamente, que la misma alma habita ese cuerpo joven, y que el espíritu encuentra en él, para llegar de nuevo al mundo, los mismos arbitrios, y los mis­mos medios de expresión? El anciano ha sobrevivido, o ha resucitado.
Esta indefectibilidad de las formas y de las tendencias, se manifiesta hasta en los más pequeños detalles. Se le ob­serva no solamente en la comisura de los labios, en el rit­mo del paso, en la figuración de los gestos más comunes, sino en ciertos gustos estéticos o morales. Las cosas no se presentarían de otro modo si el pasado no constituyera el fondo mismo del presente, si el presente no fuera más que la superficie transparente del pasado.
No olvidemos que la civilización, la tradición, la cultu­ra humana, la herencia, toda la riqueza de la vida indivi­dual y nacional serían inconcebibles sin la presencia de los seres, de sus cualidades, de sus caracteres. Sin la du­ración, no se vería en los campos sembrados, más que el trabajo de la noche anterior; los tallos verdes que esta ma­ñana han atravesado la tierra húmeda y caliente, no han brotado de la nada, con toda seguridad. Las causas y las condiciones de esa germinación, vienen de tiempo atrás.
Un filósofo dice: “Es en el tiempo donde se producen todos los progresos, todas las caídas, todos los reconocimien­tos. El tiempo madura el fruto y lo pudre; mejora el vino y lo agria. Del mismo modo, todos los problemas que se nos plantean, se reducen a la mejor forma de emplear nuestro tiempo. Podemos hacer de él el mejor de los usos o el peor”, iii
Pues bien, no hay un caso en que el buen uso y el mal uso del tiempo tengan consecuencias más hondas y repercu­siones más lejanas, que en el de la pureza. Nunca es en vano que se preserva a la infancia, o que ésta arde en la fiebre de los sentidos. Todo ataque del vicio en la juventud, deja su marca indeleble para toda la vida. Las causas de la permanencia de esas huellas funestas, pueden escapár­senos.
Cualesquiera que sean, es un hecho innegable que to­do acto que desde el nacimiento del niño ataque las con­diciones mismas de la pureza, hace muy difícil de mante­ner la pureza toda la vida.
¿Habría un límite de energía física y moral, más aKá del cual se haría imposible practicar la pureza? Conside­rando únicamente los recursos humanos, no se puede dudar de ello. Hay naturalezas que son inevitablemente viciosas, degeneradas, degradadas, porque están anonadadas por el ' peso insostenible de los errrores pasados. Sólo la Gracia tie­ne el poder de devolver la confianza a aquéllos que deses­peran de poder librarse del yugo que magulla su carne.
Es por eso que, la abstención de los padres en la edu­cación del corazón y de los sentidos de sus hijos, es un homicidio moral. No exageramos al condenar severamente su pecado de omisión.
Aquéllos que, por sus costumbres culpables, encadenan, como con lazo preparado de antemano, la libertad moral de sus hijos, ¿no son acaso responsables de las dolorosas con­secuencias de esa herencia? La propagación de ciertas enfermedade físicas causa horror. Pero, ¿no es más odiosa la propagación de ciertas miserias morales?
En cuanto a los padres, sanos de cuerpo, que se ima­ginan que sus deberes de educadores no empiezan sino el día en que el niño es capaz de pecar gravemente, ¡qué im­prudencia no cometen!
Parecen ignorar que existen dos clases de integridad, por decirlo así: la integridad moral y la integridad física. La integridad moral es efectivamente completa, mientras el pecado no ha violado la conciencia. Los niños que no comprenden la gravedad del mal, conservan puro el santuario de su alma. Sin embargo, su integridad física ha podido ser ya profundamente minada, desmantelada. Muchas veces la integridad moral subsiste en el centro de un ser cuyos ins­tintos, temperamento, reacciones psíquicas, costumbres y tendencias, están ya entregados a la corrupción. A veces sucede que la integridad física ya no existe en un ino­cente. Como puede no tenerla un loco, irresponsable.
Este distingo permitirá a los educadores comprender mejor su tarea. Los padres que se abstienen de educar la pureza en la infancia, están expuestos a arruinar la integri­dad física de sus hijos, y a comprometer seriamente su futuro moral. Porque la integridad moral no tiene ninguna estabilidad en un temperamento avasallado por costumbres perversas. Desaparece tan ligero como se apaga una llama bajo la abundancia del agua. Muy a menudo se obra como si los actos que son funestos al adulto no lo fueran para el niño, bajo pretexto de que sus sentidos no están todavía despiertos. La verdad es, por el contrario, que lo que no daña al adulto por su fuerza de resistencia, es perjudicial para el niño, a causa de su impresionabilidad y de su maleabilidad.
Aún más, sería prudente y justo considerar al niño, no como a un ser sin defectos, por educar, sino como a un ser caído, al que hay que reeducar. No se trata sólo de educar­lo, sino de levantarlo de su caída. Partamos de la idea de que, salvado de la muerte por el bautismo, empieza enton­ces su convalecencia. Su convalecencia durará lo que du­re su vida; atravesará crisis peligrosísimas; tal vez habrá recaídas. Pero si esas recaídas fueran demasiado graves y demasiado frecuentes, su alma difícilmente alcanzaría la Vida eterna; y si se condenara, ¿de qué le serviría haber nacido? El primer pecado mortal, nunca se comete aquí en la tierra, en plena salud, en plena fuerza, como fué cometido en el Paraíso. Al contrario, la caída acusa un antiguo foco, mal apagado; es como una hemoptisis que revela la enfermedad secreta.
¿Teníamos, o no, razón al decir hace un momento que la integridad moral subsistía, aun cuando la integridad fí­sica estuviese ya atacada? No del todo. Hablábamos con op­timismo excesivo. En realidad, la integridad moral no exis­te completa en un niño de un día. El bautismo no le ha de­vuelto los privilegios del Paraíso. Esa integridad misma está comprometida, además, a la medida en que el pecado ori­ginal ha herido a la naturaleza humana, en forma quizás mucho más amplia de lo que nosotros nos figuramos.
¿Cuán­do seremos consecuentes con nuestra fe cristiana?
¿Cuán­do la virtud de la fe nos inspirará la virtud de la prudencia?
¿Será necesario que los psicólogos y los médicos nos convenzan de la verdad que el catecismo nos enseña?
El Dr. Freud ha vulgarizado, por decirlo así, las teorías psico-analíticas.
El psicoanálisis es un método de regresión, sobre el pasado vivido y perdido en lo “inconsciente”. Como un via­jero retrocede en su camino, para hallar sus huellas y los ob­jetos perdidos en su viaje, así se invita al adulto a remontar, por el recuerdo, la pendiente de su vida psicológica, para encontrar el origen de sus males. La explicación de las lacras de la madurez se halla en la adolescencia; los desórdenes de la adolescencia se deben a las miserias de la infancia; los afectos de esa primera edad, provienen a su vez de períodos precedentes. Sin duda, no está contenido en los gérmenes; sería negar la libertad y el poder de la vida. Pero el numero de las perversiones morales, que tienen su fuente de origen en la historia, como los ríos en los flancos obscuros de las montañas, desafía nuestros cálculos.
Por cierto, ya sabemos que Freud ha llevado sus con­clusiones hasta lo absurdo; con razón se le critica. De nin­guna manera os aconsejamos que practiquéis el psicoaná­lisis, como método útil bajo todo punto de vista. Es, a menudo, un arma 'envenenada en manos de los médicos. Pero la crítica misma de un exceso corre el peligro de em­pujarnos al exceso contrario. Freud está equivocado; no se necesita más para que cada uno vuelva a su inconsciencia. Todo sigue como si la ciencia no hubiera dicho nada que mereciera retener la atención.
Y sin embargo, no es él mucho más pesimista que Bos- suet en su Tratado de la Concupiscencia. El optimismo de Bossuet se funda en el poder de la gracia. El de Freud, en el psicoanálisis. Pero uno y otro juzgan a la naturaleza de otro modo que Rousseau. Ellos la condenan, y creen nece­sario corregirla por medio de la educación.
Lo admito otra vez, Freud es un obsesionado, un deli­rante. Tiene, como dicen, su óptica propia.
¿Pero so le lle­vará la contra en lo que sostiene hasta el punto de negar lo que la Santa Iglesia enseña?
¿No hay entre los dogmas y los hechos ninguna correlación?
¿No es el pecado original el principio de una especie de corrupción universal?
El Buen Dios permite que seamos despertados de nuestra somnolen­cia por los que le prenden fuego a la casa. Antes que Freud, desde hace ya muchos años, médicos célebres, de los que el mismo Freud fué discípulo, han insistido sobre la impor­tancia capital de la primera formación del niño, aun en el mismo seno de su madre, y en los años que preceden a la pubertad.
Desafiamos a los padres a que encuentren un solo mé­dico en el munndo, que no crea en la influencia preponde­rante de esa pre-educación maternal y familiar sobre la vida moral de los niños. No hay uno solo que no esté dis­puesto a firmar lo que dice H. Marión: “Toda mujer, desde el día en que tiene la esperanza de ser madre, debería re­doblar su vigilancia moral, como si el fruto que lleva de­biera beneficiarse con los méritos que adquiera, o, por lo contrario, llevar la marca y sufrir la pena de los desórdenes que ella se permita”. 
Los padres nos dirán: “Nos apuráis a que obremos. ¡Pero indicadnos qué es lo que debemos hacer!”
Les contestamos que los maestros de pedagogía les han trazado sus deberes. Esta obra les dará unos buenos conse­jos. Pero ¿se tomarán ellos el trabajo de estudiar su oficio de educadores? La experiencia nos ha demostrado que muy pocos padres y madres tienen ese valor. Así, pues, les deci­mos: antes de estudiar la táctica resolveos a tomar una re­solución enérgica. Decidios a luchar. La ofensiva es en esto una cuestión de vida o muerte. Cueste lo que costare hay que obrar de acuerdo a planes estudiados. Hay que seguir una regla. Hay que imponerse a sí mismo el esfuerzo, a ve­ces heroico, de una disciplina. Hay que execrar la doctrina de la comodidad, su vástago es la impureza. Hay que re­montar el curso de la vida como quien sube una pendiente. Hay que elegir los puntos de resistencia. Hay que saltar los obstáculos más bien que dar vuelta alrededor de ellos. Es necesario que la vida de los niños sobreabunde en fuerzas físicas y morales. Cuanto más crezcan las fuerzas interio­res, mejor será. Busquemos la alegría, la tristeza es la hez de las bebidas deleitosas. Pero esto no es una razón para que suprimamos las dificultades. Recordemos que la alegría es el fruto sabroso de la victoria. Hay que tender sólo a la alegría victoriosa. Cuanto más se asoleen las fuerzas del es­píritu, más se asegurará el triunfo del alma. Demos a nues­tros hijos la alegría de los monjes; serán así mucho más ' felices que con todas nuestras golosinas y todos nuestros mimos; éstos concluyen por producir aseo y excitar apetitos. En una palabra, no excitemos los sentidos en ninguna forma.
Esos principios de pedagogía, ¿no son contrarios a todo lo que todo el mundo inventa para dar bienestar a los niños? Hoy más que nunca, “todo lo del mundo, como dice San Juan, es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos, y orgullo de la vida” (-).
(1)     Marión. La solidariU morale.

(2)     I Jo., II, 16.
Sólo por ignorancia o por cobardía puede pretenderse, en el siglo XX, que es imposible salvaguardar la pureza de los niños. Nosotros esperamos demostrar que el mundo mo­derno ofrece tantos remedios para la concupiscencia, como provocaciones para el'mal. Pero para tomar esos remedios se requiere que los padres tengan una gran energía, y vir­tudes sólidas. ¿Las tendrán? Que piensen en las respon­sabilidades que el matrimonio les confiere. La carga de un alma es más pesada que la de un cuerpo. Está en juego la vida eterna. ¡Que haya un condenado que pueda acusar a sus padres de haberlo perdido! Es idea que hace estremecer. En un universo atacado por todos lados por el poder de las tinie­blas, toda alma bautizada es como una patria de Dios, rodea­da de fronteras sagradas. Se trata de saber si, antes de la declaración oficial de la guerra demoníaca, los padres de­jarán abiertas las fronteras, o si, por el contrario, las for­tificarán contra las invasiones del enemigo. Sabemos lo que le cuesta a un país el ser invadido, y qué difíciles son de reconstruir las ruinas de una invasión. La abstención, la falta de preparación, la improvisación, nos parecen críme­nes. Esos crímenes son tanto más graves cuanto menos se haga por preservar a los hijos de la Muerte espiritual 
iii      Louis Lavelle. La conscience de soi, pág. 229.

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