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miércoles, 30 de junio de 2010

Cristianismo en la cultura occidental -2-

Primera parte.

El descenso a Jerusalén y la ejecución de Jesús.

El ministerio de Jesús en Galilea —en el que hay que insertar varias subidas a Jerusalén, con motivo de las fiestas judías, narradas sobre todo en el Evangelio de Juan— fue seguido por un ministerio de paso por Perea (narrado casi en exclusiva por Lucas) y el año 30 d. C, la bajada última a Jerusalén, donde se produjo su entrada en medio del entusiasmo de buen número de peregrinos que habían bajado a celebrar la Pascua y que conectaron el episodio con la profecía mesiánica de Zacarías 9, 9 y sigs.
Contra lo que se afirma en alguna ocasión, es imposible cuestionar el hecho de que Jesús contaba con morir de forma violenta. De hecho, la práctica totalidad de los historiadores da hoy por seguro que esperaba que así sucediera y que así se lo comunicó a sus discípulos más cercanos. Su conciencia de ser el Siervo de Yahveh del que se habla en Isaías 53 (Marcos 10, 43-45), un personaje inocente que moriría por la salvación de los demás, o la mención a su próxima sepultura (Mateo 26, 12) apenas unos días antes de su prendimiento, son solo algunas de las circunstancias que obligan a llegar a esa conclusión.
De hecho, cuando Jesús entró en Jerusalén durante la última semana de su vida ya había concitado frente a él la oposición de un amplio sector de las autoridades religiosas judías, que consideraban su muerte como una salida aceptable e incluso deseable (Juan 11, 47 y sigs.) y que no vieron con agrado la popularidad de Jesús entre los asistentes a la fiesta. Durante algunos días, fue tanteado por diversas personas en un intento de atraparlo en falta o quizá solo de asegurar de modo irrevocable su destino final (Mateo 22, 15 y sigs. y paralelos). La noche de su prendimiento, en el curso de la cena de Pascua, Jesús anunció la inauguración del Nuevo Pacto de Dios al que había hecho referencia medio milenio antes el profeta Jeremías (31, 27 y sigs.). Pero, de una manera extraordinariamente audaz, Jesús lo declaró basado en su próxima muerte, considerada de manera sacrificial y expiatoria.
Tras concluir la celebración, consciente de lo cerca que se hallaba de su prendimiento, Jesús se dirigió a orar a Getsemaní junto con algunos de sus discípulos más cercanos. Aprovechando la noche y valiéndose de la traición de uno de los apóstoles, las autoridades del templo —en su mayor parte saduceas— se apoderaron de él.
El interrogatorio, lleno de irregularidades, se celebró ante el Sanhedrín e intentó esclarecer, si es que no imponer, la tesis de que existían causas para condenarlo a muerte (Mateo 26, 57 y sigs. y paralelos). La cuestión se decidió en ese sentido sobre la base de testigos que aseguraban que Jesús había anunciado la destrucción del Templo (algo que tenía una clara base real, aunque con un enfoque radicalmente distinto al expuesto por la acusación) y sobre el propio testimonio del acusado que se identificó como el mesías-Hijo del hombre al que hace referencia la profecía contenida en el libro del profeta Daniel (7, 13).
El problema fundamental para llevar a cabo la ejecución de Jesús arrancaba de la imposibilidad por parte de las autoridades judías de aplicar la pena de muerte, una competencia de la que habían sido privadas por Roma. Cuando el preso fue llevado con esta finalidad ante el gobernador romano Pilato (Mateo 27, 11 y sigs. y paralelos), este comprendió que ante él se planteaba una cuestión meramente religiosa que no le afectaba y eludió en un principio comprometerse en el asunto. Posiblemente fue entonces cuando los acusadores comprendieron que solo un cargo de carácter político podría abocar a la condena a muerte que buscaban. En armonía con esta conclusión, indicaron a Pilato que Jesús era un sedicioso (Lucas 23, 1 y sigs.). Pero aquel, al averiguar que el acusado era galileo, y valiéndose de un problema de competencia legal, remitió la causa a Herodes (Lucas 23, 6 y sigs.), librándose en ese momento de dictar sentencia. Al parecer, Herodes no encontró políticamente peligroso a Jesús y, tal vez, no deseando hacer un favor a las autoridades del Templo apoyando su punto de vista en contra del mantenido hasta entonces por Pilato, prefirió devolvérselo a éste. El romano le aplicó entonces una pena de flagelación (Lucas 23, 13 y sigs.), quizá con la idea de que sería suficiente escarmiento  y que los acusadores de Jesús se darían por satisfechos. Sin embargo, la mencionada medida no quebrantó lo más mínimo el deseo de las autoridades judías de que Jesús fuera ejecutado. Cuando Pilato les propuso soltarlo acogiéndose a una costumbre —de la que también nos habla el Talmud— en virtud de la cual se podía liberar a un preso por Pascua, una multitud, tal vez reunida por los sacerdotes judíos, pidió que se pusiera en libertad a un delincuente llamado Barrabás en lugar de a Jesús (Lucas 23, 13 y sigs. y paralelos). Ante la amenaza de que aquel asunto llegara a oídos del emperador y el temor de acarrearse problemas con éste, Pilato optó al final por condenar a Jesús a la muerte en la cruz.
El reo se hallaba tan extenuado por el suplicio sufrido que tuvo que ser ayudado a llevar el instrumento de tormento (Lucas 23, 26 y sigs. y paralelos) por un extranjero, cuyos hijos serían cristianos después (Marcos 15, 21; Romanos 16, 13). Crucificado junto con dos delincuentes comunes, Jesús murió al cabo de unas horas. Para entonces la mayoría de sus discípulos habían huido a esconderse —la excepción sería el discípulo amado de Juan 19, 25-26, y algunas mujeres entre las que se encontraba su madre— y uno de ellos, Pedro, le había negado en público varias veces. Valiéndose de un privilegio concedido por la ley romana relativa a los condenados a muerte, el cuerpo fue depositado en la tumba propiedad de José de Arimatea, un discípulo secreto de Jesús. Sus enseñanzas podían haber sido, además de originales, sublimes. Ahora parecía que todo había terminado.

«... Cristo fue muerto por nuestros pecados, conforme a las Escrituras, y fue sepultado, conforme a las Escrituras, y se apareció a Pedro, y después a los Doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, de los que muchos viven aún, aunque algunos ya han muerto. Después se apareció a Santiago; después a todos los apóstoles, y el último de todos, como si fuera un aborto, a mí.»
(I Corintios 15, 3-8).

«Solamente tenían en su contra ciertas cuestiones acerca de su superstición y de un tal Jesús, muerto, que afirmaba que estaba vivo.»
(Hechos 25, 19).





18-  Véase, en este sentido, A. Sherwin-White, Roman Society and Roman Law in tbe New Testament, Oxford, 1963.

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