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miércoles, 30 de junio de 2010

Cristianismo en la cultura occidental -3-

Primera parte.

2

La nueva fe alcanza al imperio romano.


El movimiento sobrevive a la muerte de Jesús.


La ejecución de Jesús en la cruz debió de provocar en sus contemporáneos la sensación —seguramente de alivio para no pocos— de que todo lo relacionado con él podía darse por terminado. Para Pilato significaba, desde luego, la conclusión de un engorroso episodio susceptible de ocasionar molestias sin cuento; para las autoridades judías del Sanhedrín implicaba también la desaparición de un elemento conturbador en medio de las relaciones, por lo general buenas, con Roma (Juan 11, 45 y sigs.). Ni siquiera los seguidores de Jesús se sustrajeron a la sensación de que todo había acabado. El relato de los discípulos de Emaús recogido en Lucas 24, 13 y sigs. muestra que incluso entre los más cercanos a él había cundido el desánimo y el desconcierto, amén de la sensación de que las esperanzas relacionadas con Jesús podían darse por finiquitadas.
La razón de que al final el cristianismo no fuera uno de tantos movimientos mediterráneos muertos apenas nacidos se debió a un acontecimiento que sobrepasa el terreno de lo meramente histórico para adentrarse de lleno en el de la fe religiosa. A los tres días de llevarse a cabo la sepultura de Jesús, algunas mujeres, que habían ido a llevar aromas para el cadáver, encontraron el sepulcro vacío (Lucas 24, 1 y sigs. y paralelos). En el espacio de apenas unas horas algunos de los seguidores de Jesús fueron informados de que no solo aquellas mujeres habían hallado la tumba abierta y sin el cuerpo del ejecutado en su interior, sino también de que se les había anunciado la resurrección del mismo (Lucas 24, 22-3). La primera —y comprensible— reacción de los discípulos al escuchar que Jesús había resucitado fue de incredulidad (Lucas 24, 11). Algunos sectores del judaísmo —como los fariseos— afirmaban la creencia en la resurrección de los muertos, pero no la de anticipos históricos de ese magno evento escatológico. Incluso aunque la idea de un mesías muerto no era ajena al judaísmo como se desprende de diversos textos del Talmud , sin embargo, se afirmaba que éste sería arrebatado hasta la presencia de Dios, de donde regresaría al final de los tiempos para inaugurar el mundo venidero.
Pese a todos estos aspectos contrarios, lo cierto es que la creencia en la resurrección de Jesús se extendió en un plazo brevísimo. Pedro, uno de sus discípulos más cercanos, quedó convencido de la realidad de lo que las mujeres habían anunciado tras visitar el sepulcro (Lucas 24, 12; Juan 20, 1 y sigs.), y en el curso de pocas horas varios discípulos afirmaron haber visto a Jesús resucitado (Juan 20, 24 y sigs.).
La afirmación podría haber sido descartada con absoluta facilidad si las autoridades judías o romanas hubieran podido presentar el cuerpo muerto de Jesús, pero, para desgracia suya, tal circunstancia se reveló imposible. Incluso, en un plazo de tiempo muy breve, el fenómeno dejó de circunscribirse a los seguidores de Jesús y trascendió a los confines del grupo.
Un par de décadas después de la muerte de Jesús, las fuentes  hacen referencia a una multitud de testigos de la resurrección de los que algunos de los más significativos no habían formado parte de los discípulos inicialmente. Así, Santiago, el hermano de Jesús, que no había aceptado con anterioridad las pretensiones de éste, pasó ahora a creer en él como consecuencia de una de estas apariciones (I Corintios 15, 7). Para entonces, según la misma fuente, Jesús se había aparecido ya a más de quinientos discípulos a la vez y muchos vivían todavía un par de décadas después (I Corintios 15, 6).
Las escuelas interpretativas de la denominada «Alta crítica» han intentado desde finales del siglo XIX explicar los datos de los Evangelios al respecto como relatos cargados de simbolismo. Lo cierto, sin embargo, es que semejante pretensión implica un grave desconocimiento de la época en que se escribieron, pero, sobre todo, pasa por alto el hecho de que aquellos que decidieron unirse al grupo de los seguidores de Jesús no lo hicieron por la riqueza simbolista de su predicación, sino porque estaban en absoluto convencidos de que el crucificado se había levantado de entre los muertos (Hechos 2, 14 y sigs.). Para ellos no existía el problema —tan común en algunos teólogos contemporáneos— de intentar adaptar a una visión marcadamente escéptica enseñanzas religiosas incompatibles con la misma. Desde su punto de vista, la afirmación de que Jesús había resucitado no significaba otra cosa que el hecho de que había sido ejecutado en la cruz pero había regresado de la muerte con un cuerpo transformado que le había permitido incluso comer con sus discípulos (Lucas 24, 36-43; Juan 21, 10-14). Cualquier otro significado —por muy hermoso que pueda parecemos a finales del siglo XX— carecía de sentido para ellos y, desde luego, no les hubiera impulsado a adoptar una forma de vida difícil y despreciada.
Esta circunstancia explica hasta qué punto la creencia en la resurrección no solo no nació de la comunidad cristiana, sino que, por el contrario, el grupo inicial de discípulos brotó de aquella. De hecho, las experiencias concretas del resucitado provocaron un cambio radical en los hasta entonces atemorizados discípulos que, solo unas semanas después, se enfrentaron con denuedo a las mismas autoridades que habían orquestado la muerte de Jesús (Hechos 4). En términos históricos resulta difícil discutir que sin la fe convencida en que «a este Jesús lo resucitó Dios de lo cual todos nosotros somos testigos» (Hechos 1, 32) el cristianismo se hubiera visto abortado antes de nacer. Por el contrario, su expansión geográfica en apenas unos años resultó en verdad espectacular.
El entramado teológico del cristianismo que conocemos a través de las páginas del Nuevo Testamento estaba del todo configurado ya a las pocas semanas de la muerte de Jesús y, de hecho, los primeros escritos cristianos fueron en buena medida o testimonio de esas creencias ya establecidas o traducción de éstas al lenguaje cultural de pueblos distintos del judío a los que iba alcanzando la nueva fe. Afirmaciones esenciales como las de que Jesús era el mesías que había cumplido las profecías contenidas en el Nuevo Testamento, que era el Hijo de Dios, que su muerte era la expiación por el pecado, que había resucitado al tercer día o que regresaría a juzgar a los vivos y a los muertos aparecen vez tras vez en las fuentes más antiguas (Hechos 2, 3 y 4), y hasta el día de hoy siguen constituyendo el núcleo de la doctrina cristiana por encima de las distintas divisiones confesionales producidas históricamente.
A pesar de la oposición inicial de las autoridades judías que se tradujo en encarcelamientos (Hechos 8, 1 y sigs.; 12, 1 y sigs.), flagelaciones y algunas muertes (Hechos 7, 54 y sigs.; 12, 1 y sigs.) , el cristianismo no optó por una vía de oposición violenta al poder establecido, pero sí señaló que, entre la disyuntiva de someterse a las autoridades o a determinados principios morales considerados superiores, su actitud sería la de «obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hechos 5, 29).
Junto con esa visión crítica del poder, prácticamente a los pocos meses de la muerte de Jesús, el cristianismo ya había comenzado también a romper las barreras étnicas típicas del judaísmo. Sobre el año 32-33 d. C. tenemos noticia de la aceptación en el seno de la nueva fe de prosélitos de Samaria (¡el pueblo archienemigo de Israel!) (Hechos 8,5 y sigs.) y de Etiopía (Hechos 8, 26 y sigs.), así como de la expansión en zonas gentiles como Damasco (Hechos 8, 10), Lida o Sarón (Hechos 8, 36). Pero —lo que resulta más importante— también se produjo la entrada de los primeros gentiles. El relato —contenido en Hechos 10 y 11— indica que los primeros conversos eran miembros de la familia de un centurión romano de Cesarea, y que su inclusión en el seno de la incipiente comunidad vino de la mano de Pedro sobre la base del principio de que «ahora entiendo que Dios no hace acepción de personas, sino que siente agrado por todo aquel que en toda nación le teme y hace lo correcto» (Hechos 10,33-4).
Desde su mismo nacimiento, la nueva fe mostró, por lo tanto, una tendencia cosmopolita relacionada —y no debería extrañarnos— con los discípulos judíos más cercanos a Jesús. No era el único aspecto en que la herencia específica de Jesús era seguida por el movimiento que predicaba su mesianidad, muerte y resurrección. Ya en sus prístinos inicios, la comunidad cristiana afincada en Jerusalén había optado por mantener un sistema de asistencia a los necesitados (Hechos 2, 43-47; 4, 33-37) que perseguía la erradicación de la pobreza y que, al parecer, funcionó con cierto éxito aunque tuviera que irse sofisticando precisamente para evitar los roces que planteaba su aplicación al crecer el número de miembros de la comunidad (Hechos 6, 1 y sigs.).
A menos de una década de la muerte de Jesús, el cristianismo iba mostrando ya de manera muy distintiva algunos de los rasgos que lo diferenciarían —y definirían— de otras creencias de la época. Al etnicismo nacionalista oponía el universalismo y la negación de la discriminación por cualquier razón personal; a la sumisión acrítica al poder, una visión realista y crítica de éste sustentada sobre valores que consideraba superiores; a la inmediatez, un sentido finalista de la Historia que concluiría cuando Jesús regresara a juzgar a los vivos y a los muertos; y al aislacionismo social propio de otros grupos religiosos, la búsqueda del final de la pobreza con acciones concretas y prácticas derivadas de la propia comunidad cristiana. En todos y cada uno de los casos, la nueva comunidad podía remitirse a la enseñanza de Jesús; en todos y cada uno de los casos, presentaba una fresca originalidad que contaría con un dilatado futuro.


Pablo y la expansión del cristianismo en Europa.



Pese a todo lo anterior, casi durante un par de décadas desde su nacimiento, el cristianismo quedó muy circunscrito geográficamente a uno de los extremos del imperio. Es cierto que la expansión por Samaria o por Siria —y eso entre samaritanos y sirios, no solo entre judíos— implicaba un salto cuya trascendencia se nos escapa en buena medida en la actualidad. Sin embargo, basta observar un mapa para percatarse de que aquella fe no arrancaba de los límites, no precisamente amplios, del mundo bíblico.
La salida de esa zona del Mediterráneo y —lo que resulta históricamente más importante— el paso de la nueva fe a Europa iban a estar relacionados con un personaje llamado Pablo de Tarso. Nació en Tarso con el nombre de Saulo o Saúl en una fecha cercana al 10 d. C. Aunque se ha insistido hasta la saciedad en que Saulo era un judío helenizado, en que se hallaba del todo —o en buena medida— separado de sus raíces hebreas y en que a él debe atribuirse la fundación del cristianismo, lo cierto es que ninguna de estas tres afirmaciones soporta el escrutinio de las fuentes .
En verdad, Saulo era ciudadano romano al parecer en virtud de una concesión recibida por su familia, pero, por lo demás, su judaísmo hay que identificarlo con el estricto de Palestina y no con el más helenizado de la Diáspora. Miembro de la tribu de Benjamín —a fin de cuentas llevaba el nombre del único rey, Saúl, que había pertenecido también a la misma—, no estudió en el extranjero, sino en Jerusalén, y además con el rabino Gamaliel. No debe sorprender por ello que se adhiriera al grupo estricto de los fariseos (Filipenses 3). Son distintas —y unánimes— las fuentes que mencionan su animadversión inicial hacia el cristianismo. En torno al año 33 d. C. participó incluso en el linchamiento del judeocristiano Esteban (Hechos 7), un episodio que se produjo aprovechando un vacío de poder romano en Jerusalén . Tras su intervención en este hecho, Pablo fue comisionado por el Sanhedrín judío a fin de que viajara a Damasco y prendiera a los cristianos de esta ciudad (Hechos 9, 1 y sigs.). En este viaje se iba a producir un acontecimiento, sin embargo, que alteraría de forma sustancial el curso de su existencia y, con ello, el de la Historia universal.
Cuando se hallaba relativamente cerca de la mencionada ciudad, Saulo experimentó una visión de Jesús resucitado que le reprendió la manera en que estaba persiguiendo a sus discípulos y que le instó a unirse a ellos. El mismo Pablo dejó un repetido testimonio de este episodio en sus escritos (I Corintios 15, 1 y sigs.; Gálatas 1 y sigs., etc.). Los intentos de explicar el episodio en cuestión han sido diversos, pero lo cierto es que no alteran los hechos históricos concretos: Saulo quedó convencido de la resurrección de Jesús por aquella visión, abrazó la nueva fe y se entregó con fervor a su expansión. Algunos años después relataría que aquel encuentro en el camino de Damasco era lo que había cambiado su vida y apuntaría al paralelo de su experiencia con la de centenares de personas que aún vivían (I Corintios 15, 1 y sigs.).
Cegado temporalmente, Saulo fue llevado a Damasco, donde fue bautizado e instruido en la nueva fe y de donde tuvo que huir de manera clandestina para evitar ser asesinado por un grupo de judíos que se resintieron de sus creencias (Hechos 8, 20 y sigs.). Hacia el año 35 d. C. bajó a Jerusalén con la intención de contrastar sus creencias con las del grupo de discípulos más cercanos a Jesús. En contra de lo que ha repetido vez tras vez la «Alta crítica» desde el siglo XIX, las fuentes de la época nos informan de que Saulo pudo comprobar que su comprensión del cristianismo era similar a la de los dirigentes judeocristianos de esta ciudad (Gálatas 1, 18 y sigs.) incluyendo a Pedro, a Santiago y a Juan.
Se trataba de un hombre ya entusiasmado con la idea de extender la nueva fe, pero durante más de una década llevó una existencia más bien tranquila. Del año 35 al 46 estuvo en Siria y Cilicia (Gálatas 1), estableciéndose por fin en la comunidad cristiana de Antioquía. Esta había manifestado desde el principio un interés muy especial por hacer negar la nueva fe a los no-judíos y era el lugar donde por primera vez —y casi con seguridad en tono despectivo— los discípulos habían sido llamados «cristianos» (Hechos 11, 26). Es muy posible que para Pablo —un judío de acusada etnicidad hasta entonces— resultara sorprendente el comprobar que la nueva fe no se cerraba sobre sí misma y sobre sus miembros predominantemente (exclusivamente en un primer momento) judíos. De hecho, su paso por Antioquía coincidió con la apertura de la nueva fe a los gentiles que Pedro había llevado a cabo en Cesarea (Hechos 10 y 11).
Hacia el año 46, Saulo volvió a descender a Jerusalén (Hechos 11, 29-30; Gálatas 2, 1 y sigs.), donde tanto él como un amigo llamado Bernabé recibieron el beneplácito de los dirigentes judeocristianos para ocuparse de la evangelización entre los gentiles. Fue así como se originaría lo que convencionalmente se conoce como el primer viaje misionero de Pablo (47-8 d. C). Se trató de un periplo que tendría importantísimas consecuencias. En el curso del mismo, por ejemplo, alcanzó por primera vez tierra europea, aunque se limitó a la isla de Chipre —Bernabé era chipriota— y Galacia. Pero, sobre todo, poco después motivó el que Saulo —a partir de entonces llamado Pablo, quizá como una forma de congraciarse con sus prosélitos de origen no-judío— escribiera la primera de sus epístolas, la dirigida a los gálatas.
Redactada en el año 48 d. C, ya hemos indicado en otro lugar  cómo constituye uno de los documentos más importantes de la Historia de la Humanidad. Tras su marcha de las comunidades fundadas por Pablo en Galacia, estas recibieron la visita de algunos judeocristianos que deseaban mantener enclaustrada a la nueva fe en los estrechos límites del judaísmo. De acuerdo con sus enseñanzas, los nuevos fieles debían circuncidarse y guardar la ley de Moisés si deseaban salvarse; en otras palabras, para ser cristianos debían ser primero y ante todo judíos. El cristianismo quedaba así reducido a ser un movimiento en el seno del judaísmo. El más completo, el único del todo realizado si se deseaba, pero un movimiento judío más a fin de cuentas.
La tesis de Pablo es radicalmente opuesta a lo expresado por los judeocristianos que habían perturbado a sus prosélitos, y para dejar de manifiesto lo peligroso de su postura redactó el escrito que conocemos como Carta o Epístola a los Gálatas. Se trata de una obra breve. Dividida en la actualidad en seis capítulos, en su conjunto se extiende a lo largo de cinco o seis páginas en cualquier edición de la Biblia.
Pablo comienza su epístola indicando cuál ha sido su trayectoria vital. Para empezar, desea dejar claro que su labor no arranca de la legitimidad que deriva de una institución humana, sino del propio Jesús (1, 12). A diferencia de sus adversarios que, quizá, habían intentado imponer sus puntos de vista apelando a alguna autoridad humana, Pablo señalaba que él debía solo a Jesús precisamente el haber pasado de ser un antiguo perseguidor del cristianismo (1, 13-4) a cristiano. No es que con esta afirmación deseara distanciarse de los otros apóstoles o descalificarlos, pero sí quería dejar de manifiesto que, en primer lugar, no existía una jerarquía que pudiera imponer sus opiniones sobre las de él; segundo, que lo que él predicaba no se contradecía con lo que aquellos anunciaban, y tercero, que la guía de los creyentes no podía ser nunca la de uno o varios hombres, sino solo el Evangelio.
La manera en que Pablo desarrolla estos aspectos en los dos primeros capítulos de la carta es en verdad brillante. Para empezar, señala que aunque había tenido la posibilidad de visitar Jerusalén dos veces después de su conversión y charlar con Pedro, Juan y Santiago, en ningún momento descalificaron lo que él enseñaba. Además, habían compartido su postura de no obligar a los gentiles a convertirse en judíos solo porque habían creído en Jesús. De hecho, Tito, uno de sus colaboradores más cercanos «con todo y siendo griego» (2, 3), no había sido obligado a someterse a la circuncisión pese a las presiones que en este sentido habían realizado algunos judeocristianos, y tanto él como Bernabé habían sido reconocidos por los apóstoles como las personas que debían encargarse de transmitir el Evangelio a los gentiles (2, 9-10). Pablo reconocía que, en el curso del proceso de no someter al judaísmo a los cristianos de origen gentil, se había visto sometido a ataques en medio de los que no todos habían sabido mantenerse a la altura de las circunstancias. A este respecto, el comportamiento del apóstol Pedro en Antioquía había constituido un verdadero ejemplo de cómo no debían hacerse las cosas. La reacción de Pablo ante ese comportamiento que vulneraba los principios más elementales del Evangelio había sido fulminante:

... cuando vi que no caminaban correctamente de acuerdo con la verdad del Evangelio dije a Pedro delante de todos: ¿Por qué obligas a los gentiles a judaizar cuando tú, pese a ser judío, vives como los gentiles y no como un judío? Nosotros, que hemos nacido judíos, y no somos pecadores gentiles, sabemos que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe en Jesús el mesías, y hemos creído asimismo en Jesús el mesías a fin de ser justificados por la fe en el mesías y no por las obras de la ley, ya que por las obras de la ley nadie será justificado (2, 14-16).

Con un valor que hoy resultaría difícil de concebir en situaciones equivalentes, Pablo había reprendido en público a Pedro acusándolo de actuar con hipocresía y contribuir con ello a desvirtuar el mensaje del Evangelio. Este, de acuerdo a Pablo, señalaba que la justificación no procedía de cumplir las obras de la ley, sino, por el contrario, de creer en Jesús el mesías, una cuestión reconocida en octubre de 1999 por una declaración conjunta de teólogos católicos y luteranos. Precisamente por ello, el someter a los gentiles a un comportamiento propio de judíos no solo era un sinsentido, sino que contribuiría a que estos creyeran que su salvación podía derivar de su sumisión a la ley y no de la obra realizada por Jesús. Para Pablo este aspecto resultaba tan esencial que no dudó en formular una afirmación, clara, tajante y trascendental, la consistente en señalar que si alguien pudiera obtener la salvación por obras no hubiera hecho falta que Jesús hubiera muerto en la cruz:

... lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí. No rechazo la gracia de Dios, ya que si fuese posible obtener la justicia mediante la ley, entonces el mesías habría muerto innecesariamente (2,20-21).

La afirmación de Pablo resultaba tajante (la salvación se recibe por la fe en el mesías y no por las obras) y no solo había sido aceptada previamente por los personajes más relevantes del cristianismo primitivo, sino que incluso podía retrotraerse a las enseñanzas de Jesús. De hecho, Pablo podía citar precedentes de su enseñanza sobre la justificación por la fe en el mismo Antiguo Testamento y, más concretamente, de su primer libro, el del Génesis, ya que en éste se relata (Génesis 15, 6) cómo Abraham, el antepasado del pueblo judío, fue justificado ante Dios, pero no por obras o por cumplir la ley mosaica (que es varios siglos posterior), sino por creer. Como indica Génesis: «Abraham creyó en Dios y le fue contado por justicia». Esto —como bien supo ver Pablo— tenía una enorme importancia no solo por la especial relación de Abraham con los judíos, sino también porque cuando Dios lo había justificado por la fe ni siquiera estaba circuncidado. En otras palabras, una persona puede salvarse por creer sin estar circuncidado ni seguir la ley mosaica, y el ejemplo más obvio de ello era el propio Abraham, el padre de los judíos. Por añadidura, Dios había prometido bendecir a los gentiles no mediante la ley mosaica, sino a través de la descendencia de Abraham, lo que significa el mesías:

... a Abraham fueron formuladas las promesas y a su descendencia. No dice a sus descendientes, como si se refiriera a muchos, sino a uno: a tu descendencia, que es el mesías. Por lo tanto, digo lo siguiente: el pacto previamente ratificado por Dios en relación con el mesías no lo deroga la ley que fue entregada cuatrocientos treinta años después porque eso significaría invalidar la promesa, ya que si la herencia fuera por la ley, ya no sería por la promesa, y, sin embargo, Dios se la otorgó a Abraham mediante la promesa (3, 16).

El argumento de Pablo es de una enorme solidez porque muestra que más de cuatro siglos antes de la ley mosaica e incluso antes de imponer la marca de la circuncisión, Dios había justificado a Abraham por la fe y le había prometido bendecirle no a él solo, sino a toda la Humanidad, mediante un descendiente suyo. Ahora bien, la pregunta que surgía entonces resulta obligada: ¿para qué había dado Dios la ley a Moisés? La respuesta de Pablo era de nuevo radicalmente clara. Si Dios había entregado la ley a Israel, había sido como una medida meramente pedagógica y no como el final de un proceso:

Entonces, ¿para qué sirve la ley? Fue añadida por causa de las transgresiones hasta que viniese la descendencia a la que se había hecho la promesa... antes que viniese la fe, estábamos confinados bajo la ley, recluidos en espera de aquella fe que tenía que ser revelada de tal manera que la ley ha sido nuestro ayo para llevarnos hasta el mesías, para que fuéramos justificados por la fe; pero llegada la fe, ya no estamos bajo ayo, pues todos sois hijos de Dios por la fe en Jesús el mesías (3, 19-26).
También digo que mientras el heredero es niño no se diferencia en nada de un esclavo aunque sea señor de todo. Por el contrario, se encuentra sometido a tutores y cuidadores hasta que llegue el tiempo señalado por su padre. Lo mismo nos sucedía a nosotros cuando éramos niños: estábamos sometidos a la esclavitud de acuerdo con los rudimentos del mundo. Sin embargo, cuando llegó el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiéramos la adopción de hijos (4, 1-5).

La ley de Moisés era de origen divino y, por supuesto, había tenido un papel en los planes salvadores de Dios, pero ese papel era limitado en el tiempo, extendiéndose desde su entrega en el Sinaí hasta la llegada del mesías. También era limitado su papel en términos espirituales. Fundamentalmente, cumplía una misión de preparar a las personas para reconocer al mesías. Igual que el esclavo denominado por los griegos paidagogos (ayo) acompañaba a los niños a la escuela pero carecía de papel una vez que estos llegaban al estado adulto, la ley servía para mostrar a los hombres que el camino de la salvación no se podía encontrar en las obras, sino en la fe en el mesías.
De esto además se desprendía otra consecuencia no carente de relevancia y que podía hundir sus raíces en la propia enseñanza de Jesús. En la nueva comunidad, la raza, la nación, la condición social, incluso el género sexual carecían de importancia. Por primera vez en la Historia, una comunidad religiosa se convertía en totalmente universal:

Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Jesús el mesías y sois del mesías, sois realmente linaje de Abraham y herederos de acuerdo con la promesa (3, 28-29).

Semejantes palabras, sin duda, podían ser interpretadas de manera muy ofensiva por los judíos de la época de Pablo, ya que separaban, en un sentido espiritual, de Israel a un número considerable de ellos y por añadidura concedía tal consideración a gentiles de origen pagano. Con todo —insistamos en ello— Pablo no era, en absoluto, original. Podrían incluso mencionarse algunos precedentes en el propio judaísmo. De hecho, fue Juan el Bautista y no Pablo el que señaló que solo aquellos que se volvían a Dios eran hijos de Abraham y no todos sus descendientes, ya que Dios podía levantar hijos de Abraham hasta de las piedras (Lucas 3, 8-9 y paralelos). De la misma manera, Isaías, quizá el profeta más importante del Antiguo Testamento, consideró que los judíos contemporáneos que se negaban a volverse a Dios no eran tales judíos, sino miembros de Sodoma y Gomorra (Isaías 1, 10).
La desvinculación de la ley mosaica —indispensable para que el cristianismo fuera lo que debía ser— no iba a implicar, sin embargo, el seguimiento de un rumbo de relajación moral. En realidad, debía traducirse en un compromiso ético del todo diferente de libertad, pero no de libertinaje, que, por sus propias características, tenía que superar a la normativa de la ley mosaica:

Por lo tanto, permaneced firmes en la libertad con que el mesías nos liberó y no os sujetéis de nuevo al yugo de la esclavitud... del mesías os desligasteis los que os justificáis por la ley, de la gracia habéis caído... porque en el mesías Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor sino la fe que actúa mediante el amor... porque vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad solo que no debéis usar la libertad como excusa para la carne, sino que debéis serviros los unos a los otros por amor, ya que toda la ley se cumple en esta sola frase: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (5,1,6,13-4).

Lo que tenía que caracterizar, pues, sobre todo al creyente era el hecho no de que se había visto liberado de la ley y caía en una especie de indeterminación ética, sino, por el contrario, que ahora, como hijo de Dios y descendiente espiritual de Abraham, se sometía al Espíritu Santo. Esto debía tener como consecuencia su repulsa ante las obras de la carne y su caracterización por los frutos del Espíritu:


Por lo tanto, digo: Andad en el Espíritu y no satisfagáis los deseos de la carne porque el deseo de la carne es contrario al Espíritu y el del Espíritu es contrario al de la carne... Sin embargo, si sois guiados por el Espíritu no os encontráis bajo la ley. Las obras de la carne son evidentes: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, disensiones, envidias, iras, contiendas, enfrentamientos, herejías, celos, homicidios, borracheras, orgías y cosas similares a estas, sobre las que os amonesto, como ya he dicho con anterioridad, que los que las practican no heredarán el reino de Dios. Pero el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, gobierno de uno mismo. Contra estas cosas no existe ley (5, 16-23).

Sin duda, el modelo ético de Pablo era más difícil que el centrado en el cumplimiento de la ley, en la medida en que implicaba no tanto ceñirse a un código moral como incorporar una serie de principios éticos coronados por el del amor al prójimo. Que se trataba de una concepción inspirada en la de Jesús resulta innegable, pero que de ella se derivaba una enorme dificultad práctica también resulta imposible de discutir. Precisamente por ello, Pablo insistía en la necesidad de someterse a esa nueva vida del Espíritu sin desanimarse por los posibles contratiempos y de comprender que lo importante en Jesús es transformarse en una nueva criatura:

No os engañéis. De Dios nadie se burla porque todo lo que el hombre siembra, lo segará. Porque el que siembra para su carne, segará corrupción de la carne, pero el que siembra para el Espíritu, segará vida eterna del Espíritu. Por lo tanto, no nos cansemos de hacer el bien, porque llegado el tiempo segaremos si no hemos desfallecido... en Jesús el mesías no tienen ningún valor ni la circuncisión ni la incircuncisión, sino una nueva creación (6, 7-9,15).

Examinadas con la perspectiva de casi veinte siglos, hay que señalar que las conclusiones expuestas por Pablo en la Epístola a los Gálatas no podían resultar más trascendentales. En primer lugar, el apóstol dejaba de manifiesto que la salvación era por fe sin las obras de la ley y que los cristianos gentiles no estaban sometidos a esta última. De esto se derivaba que la nueva fe era universalista, repudiando las divisiones por razón de cultura, raza, condición social o género sexual, pero que además el profesarla implicaba un compromiso ético profundo que se resumía en el amor al prójimo. Lejos, sin embargo, de manifestarse como un pensador original, Pablo insistía en que estos puntos de vista eran compartidos por los judeocristianos de Palestina sin excluir al mismo Pedro, aunque este en algún caso no hubiera sido consecuente consigo mismo por razones de estrategia misionera, lo que había provocado una discusión en Antioquía con Pablo (Gálatas 2, 11 y sigs.).
La visión universalista de Pablo —con precedentes explícitos en Jesús, Pedro o la comunidad de Antioquía— se vio del todo consagrada en torno al año 49 d. C, en lo que se denomina convencionalmente el Concilio de Jerusalén. En esta asamblea se volvió a afirmar que la salvación era por gracia y no por las obras de la ley (Hechos 15, 8-11) y que, por lo tanto, los gentiles no estaban obligados a guardar la ley de Moisés, aunque sería conveniente que las iglesias de Antioquía, Siria y Cilicia adoptaran ciertas medidas destinadas a evitar el escándalo de los posibles conversos del judaísmo (Hechos 15, 22-31). El cristianismo, de manera más formal, pero, desde luego, no más material, había dejado de ser una secta judía más para confirmarse como fe universal. Cuando en torno al año 90 d. C. el concilio judío   de   Jamnia   expulsara   del   seno   del   judaísmo   a   los   últimos judeocristianos, la ruptura formal entre ambas fes quedaría definitivamente concluida .
Ese mismo año, Pablo inició su segundo viaje misionero y en el curso del mismo se produjo la llegada a Europa de la nueva fe. Esta vez acompañado por Silas, Pablo atravesó Asia Menor hacia Macedonia y Acaya (Hechos 16-17). El texto lucano (Hechos 16, 6-7) señala que en principio Pablo había pensado en seguir su periplo en dirección a Asia, pero que fue una intervención directa del Espíritu Santo la que se lo impidió, impulsándole a dirigirse a Europa. Es obvio que se puede interpretar este pasaje de distintas maneras y, por supuesto, cuestionar su contenido espiritual. Lo que resulta innegable es que el inicio de la misión paulina en Europa cambió la Historia.
En el 50 d. C, Pablo ya escribía epístolas dirigidas a fieles de la nueva fe afincados en Europa —las dos a los tesalonicenses— y desde ese año hasta el 52 su base misionera estuvo establecida en Corinto (Hechos 18). Descendió ese año a Jerusalén (Hechos 18, 19-21), pero ya su tercer viaje misionero, emprendido inmediatamente a continuación, estuvo centrado en Europa, contando como escenario con Éfeso, Macedonia, Ilírico y Acaya (Hechos 19-20).
Escribió en esa época las Cartas a los corintios (55-56) y a los romanos (inicios del 57) y por ellas sabemos que en Corinto habían estado también otros misioneros cristianos como Apolos y el apóstol Pedro. Este es muy posible que no hubiera llegado a Roma todavía porque no se le menciona en la epístola dirigida por Pablo a la comunidad cristiana de esta ciudad, pero no deja de ser significativo que, un cuarto de siglo después de la ejecución de Jesús, la doctrina predicada por éste se hubiera extendido por el Mediterráneo oriental y alcanzado la capital del imperio. Además — como tendremos ocasión de señalar después— la nueva fe, en contra de lo tantas veces señalado, no era una creencia de parias y desposeídos. En realidad, su mayor crecimiento estaba dándose entre las clases medias e incluso en las altas, y eso en medio de una sociedad cuyos valores eran aún más radicalmente opuestos a los cristianos que la judía.
En mayo del 57, Pablo visitó por cuarta y última vez a la iglesia judeocristiana de Jerusalén . Llevaba donativos de las iglesias fundadas por él en tierras de gentiles y fue recibido calurosamente por Santiago, el hermano de Jesús, quien le rogó que, para acallar los ataques que se le hacían de llevar a los judíos a apostatar de la ley, procediera a pagar los votos de unos jóvenes nazireos (Hechos 21, 1-16). Pablo aceptó la posibilidad, pero en su visita al templo de Jerusalén fue atacado por la multitud que lo acusaba de introducir gentiles en su interior (Hechos 21, 17 y sigs.). La oportuna intervención de la guarnición romana evitó que Pablo fuera linchado por un grupo de fanáticos judíos y su traslado a Cesárea le salvó de una conspiración urdida para asesinarlo (Hechos 22-3).
Permaneció encarcelado hasta el 59 (Hechos 24) y, vista su causa por el procurador Festo, en presencia del rey Agripa, apeló al césar, en su calidad de ciudadano romano. Esta acción impidió quizá su puesta en libertad, ya que no era culpable de ningún crimen, pero, al decidir su traslado a Roma, estuvo cargada de importancia.
Partió hacia la capital del imperio en septiembre del 59 (Hechos 25-6). Tras un accidentadísimo viaje (Hechos 27, 1-28, 10) —que incluyó un naufragio y una breve estancia en la isla de Malta— llegó por fin a Roma en febrero del 60 (Hechos 28, 11 y sigs.). Hasta el año 62 estuvo sometido a arresto domiciliario y, durante ese periodo, escribió las denominadas Cartas de la cautividad (Efesios, Filipenses, Colosenses y Filemón), dirigidas todas ellas a comunidades asentadas en territorio europeo. Con posterioridad, según algunos autores, fue ejecutado después de escribir las epístolas pastorales (I y II Timoteo, Tito). Otra posibilidad es que fuera liberado hacia el 62 por prescripción de la causa y hubiera visitado España en torno al 65. Detenido por esa fecha (en el 64 fue el incendio de Roma), habría sido trasladado a Roma, donde sufrió el martirio.
Por aquel entonces cualquier observador imparcial hubiera juzgado que el cristianismo estaba viviendo sus últimos días. Desde luego, las desgracias se habían sucedido sobre la nueva fe en auténtica cascada. En el año 62, Santiago, el máximo dirigente de la comunidad judeocristiana de Jerusalén, fue asesinado por las autoridades judías, que aprovecharon un vacío de poder romano . Dos años después, cuando ni con mucho el cristianismo podía haberse repuesto de semejante golpe, se desencadenó la primera persecución imperial contra los cristianos, en el curso de la cual perecieron Pedro y Pablo, dos de los tres personajes más relevantes en su extensión por el mundo gentil. En el año 66, en Palestina estalló una sublevación contra el poder romano que acentuó —más de lo habitual— la aversión que Roma sentía hacia todo lo judío. Sin duda, se trató de una circunstancia que no operó precisamente en favor de una religión cuyos vínculos con el judaísmo seguían siendo muy estrechos y cuyo fundador (¡ajusticiado por un procurador romano!) y principales dirigentes también eran en su mayoría judíos.
La revuelta antirromana tampoco se tradujo en un mayor aprecio del cristianismo por parte de las autoridades judías. La oposición de los cristianos a la violencia nacionalista los convirtió en un grupo verdaderamente odioso cuyo seguimiento se asimilaba con la traición . Poco después del 66 d. C. y de las primeras victorias judías contra Roma, la comunidad judeocristiana de Jerusalén decidió abandonar una ciudad sumida en el fervor nacionalista y refugiarse en la población de Petra. Se trató de una medida sensata que salvó a los judeocristianos de la destrucción de Jerusalén, llevada a cabo por las legiones del romano Tito en el año 70 d. C. Sin embargo, no parece verosímil que esa circunstancia le otorgara una situación mejor durante el proceso represivo que se extendió a lo largo de los años siguientes.
Al comenzar la penúltima década del siglo I, los cristianos eran una minoría detestada tanto en el ámbito judío como en el gentil. Para los primeros eran traidores y, a partir del concilio fariseo de Jamnia en el 90 d. C, se convertirían de forma oficial en herejes expulsados de Israel. Para los segundos, constituían una minoría odiosa, una superstición que no alcanzaba la categoría de religión lícita,cuyo final era más que deseable e intentaría lograrse eventualmente en virtud de medidas policiales. En apariencia su impronta universalista, misericordiosa, crítica hacia el poder, cargada de esperanza, vinculada con la idea del amor al prójimo, no solo había constituido una rara extravagancia, sino que además estaba condenada a la extinción, privada como se había visto de figuras de relevancia en apenas unos años.
La realidad sería muy distinta. En apenas dos siglos, la fe perseguida y despreciada se convirtió en la religión del imperio. El cómo se produjo un fenómeno tan extraordinario tendremos ocasión de contemplarlo, siquiera someramente, en el capítulo próximo.


«No odiarás a ningún hombre, sino que a algunos los reprenderás, por otros orarás y a algunos los amarás más que el aliento de vida que hay en ti.»
(Didajé, 4, 7).

«Somos de ayer y ya hemos llenado todo vuestro mundo: ciudades, islas, fortalezas, urbes, mercados, el campo, las tribus, las compañías, el palacio, el senado, el foro. ¡Solo os hemos dejado los templos!».
(Tertuliano, Apología, 37, 4).







19-  Al respecto, véase: C. Vidal, El judeocristianismo..., Madrid, págs. 308 y sigs.
20-  El testimonio más importante —aunque en absoluto único—, en I Cor 15, 1.
21-  Un relato de este primer periodo del cristianismo con abundante bibliografía, en C. Vidal, El judeocristianismo..., págs. 123 y sigs.
22-  La bibliografía acerca de Pablo es extensísima. De especial interés, por la discusión de la problemática sobre esta figura, son: C. Vidal, «Pablo», en Diccionario de Jesús...; ídem, «Pablo de Tarso», en Diccionario histórico del cristianismo, Estella, 1999; F. F. Bruce, Paul and Jesus, Grand Rapids, 1982; J. A. Fitzmyer, Teología de san Pablo, Madrid, 1975; M. Hengel, The Pre-Christian Paul, Filadelfia, 1991; E. Cothenet, San Pablo y su tiempo, Estella, 1995.
23-  En este sentido, de especial interés es la obra de M. Hengel, The Pre-Christian Paul, Filadelfia, 1991.
24-  Sobre la muerte de Esteban con bibliografía, véase: C. Vidal, El judeocristianismo..., págs. 129 y sigs.
25-  C. Vidal, Los textos que cambiaron la Historia, Barcelona, 1998, págs. 103.
26-  Sobre este episodio, véase: C. Vidal, El judeocristianismo..., Madrid, págs. 191 y sigs. y 195 y sigs. Pese a todo, la imbricación de cristianismo y judaísmo prosiguió durante siglos.
27-  Acerca de este episodio, véase: C. Vidal, El judeocristianismo..., págs. 179, y sigs.
28-  La muerte de Santiago —narrada por Flavio Josefo, como vimos en el capítulo anterior— no es mencionada en el libro de los Hechos de los Apóstoles, pese a la importancia que este le concede. Semejante circunstancia es uno de los argumentos para fijar la redacción de este escrito veterotestamentario antes del año 62 d. C.
29-  Al respecto, véase: C. Vidal, El judeocristianismo..., págs. 189 y sigs.

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