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miércoles, 30 de junio de 2010

Cristianismo en la cultura occidental -4-

Primera parte.

3

El Cristianismo conquista el imperio.

El imperio perseguidor.

La ejecución de los dirigentes cristianos más relevantes —la única excepción sería la de Juan, e incluso este no pudo escapar de la reclusión en la isla de Patmos— no pudo producirse en un contexto menos favorable para un movimiento que aún era muy joven. Es cierto que su extensión territorial era importante y real, pero, a la vez, eso ampliaba las dificultades con las que tenía que enfrentarse. Se trataba de un colectivo demasiado dilatado en el espacio y que se acercaba a lo que los sociólogos de la religión consideran el inicio del espacio de tiempo —la cuarta década— en que una nueva fe puede consolidarse como tal, estancarse o incluso desaparecer.
A esta circunstancia ciertamente desfavorable se sumaban otras dos. La primera iba a ser la hostilidad creciente del imperio romano; la segunda, la vivencia de una forma de vida enfrentada con los valores sociales del mismo imperio. En relación con la oposición estatal hay que señalar que ya había sido vaticinada por Jesús. De acuerdo con las enseñanzas de éste, resultaba imposible que un profeta o un discípulo no se enfrentara con el rechazo y la oposición (Mateo 5, 12; Marcos 10, 30) en un mundo cuyos valores resultan distintos a los del cristianismo (Juan 15, 18-20). Sin embargo, a diferencia de la enseñanza de otras religiones sin excluir al judaísmo, Jesús había enseñado que esa situación, lejos de generar odio, debía llevar al discípulo a orar por sus perseguidores (Mateo 5, 44), sabiendo además que existía una bendición en esa situación (Mateo 5, 10) y que contaba con la ayuda de Dios para enfrentarse a ella (Mateo 10, 19 y sigs.; Lucas 21, 12-15).
Una visión idéntica a la de Jesús aparece reproducida en la experiencia apostólica (Hechos 8, 1; 11, 19; 13, 50) y en las cartas de Pablo (Romanos 8, 35; I Corintios 4, 12; II Tesalonicenses 1, 14; II Timoteo 3, 11), donde se llega a afirmar taxativamente que todo el que desee vivir de manera piadosa sufrirá persecución (II Timoteo 3, 12). Se piense lo que se piense de esta creencia, lo cierto es que la historia del cristianismo primitivo se vio marcada de manera muy directa por el fenómeno de la persecución.
Tradicionalmente se ha hecho referencia a diez persecuciones generales contra el cristianismo además de algunas locales. De las primeras, alguna es dudosa históricamente; en cuanto a las segundas, nunca podremos cuantificar con seguridad el número exacto de episodios anticristianos. Sin embargo, lo cierto es que a medida que la nueva fe fue ganando en número e influencia la actitud del imperio se fue encrespando crecientemente en su contra. De esta manera, si hasta mediados del siglo III las persecuciones derivaron más bien de la hostilidad local que de una política imperial específica, a partir de ese siglo nos encontramos con verdaderas campañas de exterminio cuyo significado queda aún más de manifiesto si tenemos en cuenta que el imperio romano solía caracterizarse por una actitud de tolerancia hacia las más diversas religiones, sin excluir ni siquiera el monoteísmo judío. Los datos históricos, sin embargo, no pueden ser más elocuentes.
En el año 64 se desencadenó la primera persecución contra los cristianos durante el principado de Nerón. El hecho de que se iniciara al descargar este emperador sobre los cristianos la responsabilidad de haber incendiado Roma pone de manifiesto que el colectivo era bastante impopular y que, hasta donde sabemos, nadie protestó ante el hecho de que se les convirtiera en chivos expiatorios de un desastre quizá fortuito. Para los cristianos, aquella primera persecución imperial resultó acentuadamente traumática. No solo es que todo hace pensar que durante ella murieron los apóstoles Pedro y Pablo, sino que además resulta más que verosímil que tuviera algún efecto en provincias a juzgar por los datos proporcionados por el libro de Apocalipsis . A partir de ese momento, el imperio se reveló como la Bestia —el significado de 666, el número de la Bestia, no es otro que «Nerón César»— que había desencadenado la guerra contra los discípulos de Jesús matándolos (Apocalipsis 13, 1-10) y que buscaba la alianza de Babilonia la grande. Esta no es sino un símbolo de las autoridades judías que habían iniciado el proceso del mesías y después habían causado la muerte de Esteban, Santiago y otros judeocristianos, algo que se desprende con facilidad del texto de Apocalipsis. De ella se dice que es la «gran ciudad» (Apocalipsis 14, 8), que quedó dividida durante su asedio por parte de Roma (Apocalipsis 16, 19) —un dato confirmado por Flavio Josefo— y que en ella fue crucificado Jesús (Apocalipsis 11, 8). Aunque su poder había descansado sobre el del imperio de las siete colinas (Roma) — una referencia apenas encubierta a la manera en que el Sanedrín judío había recurrido a Pilato para ejecutar a Jesús—, lo cierto es que al final sería aniquilada por este mismo poder político (Apocalipsis 17, 9).
En contra de lo señalado en ocasiones, hoy día ya no puede sostenerse que hubo una persecución bajo Domiciano —mucho menos que esta es la descrita en Apocalipsis—; sin embargo, sí es posible que la ejecución de Flavio Clemente y el destierro de Domitila estuvieran relacionados con su conversión al cristianismo.
Por lo tanto, la segunda persecución tuvo lugar bajo el emperador Trajano. Su correspondencia con Plinio (112) deja claramente de manifiesto que se celebraron juicios contra los cristianos en Bitinia. Por lo que relata Plinio, se trataba de gente inofensiva cuyo único delito consistía en reunirse los domingos a adorar a Cristo. Sin embargo, ni siquiera esta circunstancia apartó de ellos la posibilidad de la persecución. Trajano no simpatizaba con ellos y, aunque ordenó a Plinio que no los buscara para juzgarlos, dejó de manifiesto que en caso de mediar una denuncia debía procederse en su contra. El que la muerte o la prisión de una persona pudiera depender de una delación por profesar una fe distinta muestra que el imperio distaba mucho de considerar con tolerancia a los cristianos. De hecho, un rescripto de Adriano en el que se prohibía la persecución de los cristianos, salvo que fueran culpables de algún crimen concreto, obliga a pensar que en alguna ocasión el mero hecho de ser cristiano había ocasionado sanciones penales.
Ni siquiera emperadores con fama —más o menos merecida— de ilustrados se vieron libres de desencadenar el arma de la persecución contra los aborrecidos cristianos. El ejemplo más palmario es, desde luego, el de Marco Aurelio. El emperador sentía una clara aversión hacia los cristianos y apoyó de manera directa una severa persecución acontecida en Lyon (177). Aún más: consciente de que semejante conducta debía contar con una legitimación presunta, incluso impulsó a Celso a escribir una obra en contra de los seguidores de Jesús. No sería el primero ni el último intelectual que prostituyera su talento justificando el exterminio físico de una minoría perseguida, pero al leer los fragmentos que han sobrevivido de su obra no se puede evitar que una creciente sensación de repugnancia se vaya apoderando de nosotros. Lo que justifica la eliminación física de los cristianos es, ni más ni menos, que creen de manera diferente, que contemplan la existencia de manera diferente, que viven de manera diferente. No ilegal o perversamente. Solo diferente. Que un emperador al que se ha denominado «filósofo» —con razón— adoptara esa postura resulta más que revelador. De hecho, hasta el reinado de Cómmodo (180-192), los cristianos no volvieron a disfrutar de tolerancia.
Incluso entonces fue por un periodo breve de tiempo. Bajo el emperador Septimio Severo, la conversión al cristianismo se convirtió en un delito penado por la ley. Tras su muerte en el 211 se inició un periodo de tolerancia relativa, pero no llegaría al cuarto de siglo. Reinando Maximino, en el 235 volvió a producirse una nueva persecución contra los cristianos. Fue solo un anticipo de la gran persecución que tendría lugar bajo Decio.
Para aquel entonces, el imperio no consideraba a los cristianos meramente como oportunos chivos expiatorios (Nerón), miembros de una minoría despreciable a los que podía ejecutarse si se hacía pública su condición (Trajano) o seguidores de un culto repugnante que merecían la proscripción y la muerte (Marco Aurelio). Se habían convertido en un grupo social cuya escala de valores —y cuya influencia— colisionaba, directamente con el imperio. De hecho, la orden, promulgada por Decio, de sacrificar a los dioses imperiales (250) no carecía del todo de precedentes, pero en su contexto implicó un ataque directo contra el cristianismo, y que así era no escapó a los contemporáneos. Durante la persecución —una persecución en que se podía presentar con facilidad a los cristianos como enemigos del imperio— el número de martirizados fue muy considerable y, casi por primera vez, las apostasías no fueron escasas. Sin embargo, era solo el primero de una serie de golpes que iban a descargarse con una violencia creciente ya hasta el siglo IV.
En el 257, bajo el emperador Valeriano, se prohibieron las reuniones cristianas y se procedió al arresto de numerosos obispos. Quizá se esperaba que el ataque contra los dirigentes debilitaría de manera irreversible el movimiento. Valeriano no tardó en percatarse de su error de juicio. Al año siguiente, convencido de que la aniquilación de la jerarquía no se traduciría en el final del cristianismo, ordenó la ejecución de todos los sacerdotes y laicos de relevancia que no apostataran. La nueva medida —fuente de un número de muertes en absoluto escaso— estuvo en vigor durante dos años y solo concluyó cuando Galieno decidió derogarla y devolver sus propiedades a las iglesias.
En apariencia, el cristianismo iba a disfrutar de un status de tolerancia en el futuro. En realidad, le esperaba una de sus peores pruebas en una historia que nunca estaría exenta de ellas. En el 303, Diocleciano ordenó, por influencia de Galerio, la destrucción de las iglesias y la quema de todos los volúmenes donde aparecieran recogidas porciones de las Sagradas Escrituras . Se trataba, como había sucedido con Valeriano, solo de un primer paso. La medida, pese a su rigor, no obtuvo los objetivos esperados, y un edicto promulgado al año siguiente autorizó incluso el empleo de la pena de muerte contra los cristianos.
Ni siquiera la abdicación de Diocleciano significó el final de la persecución. Los cristianos eran considerados enemigos directos del imperio y esta convicción tuvo como resultado el que continuara la persecución, aunque su intensidad variara según los distintos gobernantes. Por fin, en el 311, Galerio promulgó un edicto de tolerancia que obligó al año siguiente a Maximino, un feroz perseguidor de los cristianos, a seguir su ejemplo. De la misma manera Constantino y Licinio proclamaron la libertad religiosa completa. A partir de ese momento se dan por concluidas las persecuciones imperiales, aunque lo cierto es que tanto Licinio (322-323) como Juliano (361-363) las desencadenarían nuevamente en intentos anacrónicos de aplastar una fe que ya había vencido al imperio.
Pero ¿por qué esa contumacia persecutoria?, ¿por qué emperador tras emperador intentaron acabar con un colectivo religioso que, lejos de debilitarse, emergía siempre más fuerte?, ¿por qué, por último, este emergió vencedor del paganismo?



El enfrentamiento entre el cristianismo y el imperio
(I): la mujer


Existe la tesis —tan repetida como inexacta— de que el cristianismo acabó imponiéndose sobre el paganismo meramente en virtud de la utilización de la fuerza bruta. Un cristianismo intolerante e inculto se habría así alzado vencedor gracias al apoyo imperial y habría eliminado a un paganismo tolerante e ilustrado amén de pujante. No hace falta decir que la defensa de esa tesis es fácilmente instrumentalizable como un arma dialéctica en contra del cristianismo y en favor de las supuestas virtudes humanistas de la sociedad pagana. La realidad histórica resulta, según se desprende de las distintas fuentes, muy diferente. Lo cierto es que el paganismo demostró sobradamente su intolerancia al perseguir vez tras vez a una pacífica minoría religiosa que —a diferencia de, por ejemplo, los judíos que se alzaron en el 66 d. C. y a inicios del siglo II bajo Bar Kojba, solo por citar los dos ejemplos más sobresalientes— ni una sola vez se enfrentó con las armas al imperio romano. Lo cierto es que la sociedad pagana encarnaba unos valores que difícilmente, a diferencia de los del cristianismo, podrían ser defendidos en la actualidad en su mayoría; asimismo, que el cristianismo no hubiera podido imponerse mediante el único recurso a la fuerza como no lo consiguió frente a él la cultura pagana. La verdad es, finalmente, que la supervivencia del cristianismo frente a las continuadas ofensivas imperiales revirtió en consecuencias positivas para la historia ulterior de Occidente.
Desde luego, el choque de valores entre las dos cosmovisiones no podía resultar más obvio. Sin duda, unos ejemplos bastarán para dejarlo de manifiesto e indicar al mismo tiempo las consecuencias que debían derivarse de un enfrentamiento en el que, más tarde o más temprano, una de ellas debía alzarse con la victoria.
La sociedad imperial se regía por ese prodigioso entramado de normas que conocemos como derecho romano. Dado que su influencia llega hasta nuestros días, poco puede cuestionarse que nos hallamos ante un auténtico monumento de la mente humana capaz de sobrevivir al paso de los siglos y a las no escasas alteraciones históricas sufridas por Occidente. Resultaría, sin embargo, una grave equivocación equiparar perdurabilidad e incluso pragmatismo con bondad ética. El derecho romano estaba concebido en función de los varones romanos y libres. Poca atención, salvo cuando se cruzaban en el camino de estos, concedía a las mujeres, a los no-romanos o a los esclavos, a los que se consideraba res, palabra que en latín significa cosa y que en castellano ha terminado por designar, no sin razón etimológica, a las cabezas de ganado.
Por otro lado, la sociedad romana se asentaba en buena medida en un culto a la violencia física que no solo se manifestaba, como en otras a lo largo de la Historia, en su abierto militarismo, sino, de manera muy especial, en las propias diversiones de la gente. Resulta revelador que la plebe pudiera ser complacida mediante panem et circenses, es decir, pan y circo, cuando esos juegos incluían de forma ineludible los combates de gladiadores que se saldaban con la muerte en la arena. Este culto a la violencia tenía además un reverso y era el claro desprecio por todo aquello que pudiera ser considerado débil o meramente molesto.
Los ejemplos que se pueden aducir en defensa de nuestra tesis a partir de las fuentes resultan numerosísimos. Comencemos por el status de las mujeres. La cultura grecolatina era todo salvo benévola hacia ellas. En la cultivada Atenas  —una de las ciudades donde el apóstol Pablo predicó el Evangelio— su situación era, sin ningún tipo de exageración, penosa. Para empezar, su número era reducido a causa del muy común infanticidio femenino. Además, se les proporcionaba poca o nula educación y se concertaba su matrimonio en la infancia, celebrándose apenas llegada la joven a la pubertad y en ocasiones incluso con anterioridad. Legalmente, su status era similar al de un niño, aunque en la práctica no pasaba de constituir una propiedad en manos de un varón. Incluso aunque podían poseer alguna propiedad, ésta, en realidad, quedaba en manos del hombre que gobernaba su vida. Porque eso era lo que hacía y no precisamente de manera benévola. Llegado el caso, podía divorciarse de la mujer sin indemnización ni compensación mediante el fácil expediente de expulsarla de su casa. Era esta una medida obligatoria legalmente si la mujer, por ejemplo, había sido violada. Por lo que se refería a la mujer, si deseaba el divorcio se veía subordinada al hecho de que algún varón de su familia aceptara defenderla ante los tribunales.
La condición femenina en Roma no resultaba desde luego mejor. El estudio de las fuentes epigráficas romanas deja de manifiesto que las mujeres romanas se casaban en su mayoría cuando eran simples niñas  que, en no pocos casos, ni siquiera habían alcanzado la pubertad. Esta grave circunstancia no excluía —todo lo contrario— a las mujeres pertenecientes a las clases altas. Así, Octavia se casó a los once años; Agripina, a los doce; Tácito contrajo matrimonio con una joven de trece años, o Quintiliano tuvo su primer hijo de una esposa de esa misma edad. Plutarco menciona que los romanos entregaban a sus hijas para que contrajeran matrimonio cuando «tenían doce años o incluso menos» , y encontramos noticias similares en otros historiadores como Dión Casio. Es cierto que el derecho romano consideraba edad núbil para la mujer los doce años, pero ni siquiera esa barrera era respetada siempre. De hecho, la niña podía ser casada antes, aunque solo se la considerara esposa legal cuando alcanzaba los doce años. Desde luego, las críticas frente a esos comportamientos eran del todo inexistentes y las evidencias arqueológicas muestran que los matrimonios —incluso si se celebraban antes de que la niña alcanzara los doce años— eran consumados . De ahí que no resulte sorprendente que la ley romana incluso se ocupara de articular mecanismos sancionatorios para las adúlteras de menos de doce años .
Sin duda, la suerte de aquellas niñas no era envidiable y, sin embargo, en el contexto de la época hay que considerarlas obligatoriamente afortunadas, ya que, al menos, habían logrado llegar a esa edad. El infanticidio era no solo común en el mundo clásico, sino además totalmente tolerado y legitimado. Séneca contemplaba el hecho de ahogar a los niños en el momento del nacimiento como algo provisto de razón, y, por supuesto, la idea de que debiera mantenerse la vida de un hijo no deseado provocaba una repulsa directa. Al respecto, debe recordarse que Tácito censuró como una práctica «siniestra y perturbadora» el que los judíos condenaran como «pecado el matar a un hijo no deseado» (Historias 5,5). No se trataba, desde luego, de excepciones. Platón (República 5) y Aristóteles (Política 2,1) habían recomendado el infanticidio como una de las medidas políticas que debía seguir el Estado.
Por supuesto, los niños abandonados o muertos tras nacer pertenecían a ambos sexos, pero, de manera ostentosamente preferente, este triste destino recaía en las hembras o los enfermos. Al respecto, no deja de ser interesante la carta que un tal Hilarión  envió a su esposa Alis, que estaba encinta:

Sabe que estoy aún en Alejandría y no te preocupes si todos regresan y yo me quedo en Alejandría. Te ruego que cuides de nuestro hijito y tan pronto como me paguen te haré llegar el dinero. Si das a luz, conservarlo si es varón, y si es hembra, desembarázate de ella. Me has escrito que no te olvide. ¿Cómo iba a olvidarte? Te suplico que no te preocupes. [La cursiva es nuestra.]

Hilarión, amante esposo y afectuoso padre, aunque sólo de hijos varones, no constituía un caso marginal. Simplemente, era un ejemplo de lo que aparecía en las normas legales y en la práctica cotidiana. La ley de las Doce Tablas, por ejemplo, permitía al padre abandonar a cualquier hembra o a cualquier varón, si bien en este último caso debía tratarse además de una criatura débil o con malformaciones. Por otro lado, recientes excavaciones han dejado de manifiesto que de las docenas de niños arrojados a la muerte en una ciudad mediterránea de la época la inmensa mayoría eran hembras . Que los hombres superaran a las mujeres demográficamente en una proporción de 131 a 100 en la ciudad de Roma y de 140 a 100 en Italia, Asia Menor y África  no era sino una consecuencia de la nula consideración que se tenía socialmente hacia el sexo femenino. ¿Acaso podía ser de otra manera cuando era rara la familia que aceptaba en su seno más de una hija? De acuerdo con un estudio arqueológico realizado por Lindsay, de seiscientas familias estudiadas en una de las ciudades del imperio solo seis —es decir, el 1 por 100— contaba con más de una hija .
Teniendo en cuenta que ya constituía una verdadera fortuna el poder sobrevivir hasta la pubertad para contraer enseguida matrimonio, no debería sorprendernos que el papel de las mujeres en las religiones paganas fuera mínimo. El movimiento de la Nueva Era —tan ahistórico e indocumentado en la práctica totalidad de sus manifestaciones— ha insistido en las últimas décadas en contraponer a un cristianismo supuestamente patriarcal la imagen de un paganismo felizmente feminista. Semejante pretensión no pasa de ser un dislate histórico de enorme envergadura. Si, en ocasiones, hubo mujeres que desempeñaron algún papel en ciertos templos y santuarios paganos, los grupos religiosos a los que pertenecían y los centros en que desempeñaban sus funciones eran tan periféricos que apenas tenían importancia en el seno de la sociedad pagana. Por otro lado, religiones como el mitraísmo permitían solo una participación masculina.
El contraste que el cristianismo ofrecía frente a esta cosmovisión no solo aceptada socialmente, sino además estructurada de forma legal, era, pura y simplemente, extraordinario. Como ya tuvimos ocasión de ver, Jesús había actuado en agudo contraste con otra cultura —la judía— donde la situación de la mujer era, no obstante, mejor que en el mundo clásico. Para sorpresa —y escándalo— de sus contemporáneos, las había integrado entre sus seguidores otorgándoles un trato igualitario. Lo mismo había sucedido con sus discípulos posteriores. Pablo había afirmado que en el seno de la comunidad cristiana no existían diferencias entre hombre y mujer (Gálatas 3, 27-28), y a juzgar por los datos que se desprenden de las fuentes paleocristianas hay que concluir que semejante afirmación no fue una mera declaración de buenos principios. En su Epístola a los Romanos (16, 1 y sigs.), por ejemplo, Pablo menciona un número considerable de colaboradores de los que, prácticamente, la mitad son mujeres. De entre estas, Febe (16, 1-2) era diaconisa en la comunidad cristiana de Cencrea, y Junia era «insigne entre los apóstoles» (16, 7). La participación femenina en los oficios eclesiales vuelve a repetirse en otros escritos paulinos como las pastorales, y así en I Timoteo 3,11 y sigs., Pablo indica los requisitos que debían cumplir las aspirantes al diaconado. No se trataba de una excepción. Plinio el Joven, al relatar la persecución desencadenada contra los cristianos, informa de que había torturado a dos jóvenes «que eran diaconisas» . Encontramos también testimonios similares en Clemente de Alejandría y en Orígenes, así como en decisiones conciliares como las del Concilio de Calcedonia del año 451, que marcó distintas condiciones para que las mujeres accedieran al diaconado.
Sin embargo, el acceso de las mujeres a un ministerio religioso no era, muy posiblemente, lo que más las atraía hacia la nueva fe. El factor esencial era la manera tan distinta en que esta las contemplaba y cómo tenía consecuencias, literalmente, de vida o muerte. De entrada, el cristianismo condenaba sin ningún tipo de paliativos el infanticidio. Por supuesto, no hacía acepción de sexos al respecto, pero no puede dudarse, por lo ya visto, que los principales beneficiarios de esa actitud eran los recién nacidos de sexo femenino. El privar de vida a un bebé se consideraba moralmente nefasto y, a diferencia de lo contenido en la carta de Hilarión, no se aceptaba una excepción con el caso de las niñas.
Pero, además, los cristianos propugnaban estrictas normas morales en el terreno de la vida conyugal, equiparando de nuevo al hombre y a la mujer. Así, condenaban el divorcio (con matices, porque aceptaban algunas causas), el incesto, la infidelidad matrimonial y la poligamia. Por supuesto, el cristianismo valoraba la castidad femenina, pero, al mismo tiempo, rechazaba la doble vara de medir que consideraba con benevolencia el adulterio masculino . Por el contrario, la infidelidad masculina era objeto de una censura tan acentuada como la femenina . De la cristiana se podía esperar una conducta de fidelidad, pero a la vez era consciente de que su esposo se vería sometido a las mismas exigencias morales. Una vez más la equiparación entre ambos sexos era considerada natural.
Además, las mujeres que se convertían al cristianismo gozaban de ventajas adicionales. Por ejemplo, contraían matrimonio a una edad mayor que sus coetáneas y tenían posibilidad de escoger a su cónyuge. De nuevo los estudios arqueológicos resultan contundentes. Una mujer pagana tenía tres veces más posibilidades que una cristiana de haber contraído matrimonio antes de los trece años; y el 44 por 100 de las paganas ya estaban casadas a los catorce años en comparación con el 20 por 100 de las cristianas, es decir, menos de la mitad. De hecho, el 48 por 100 de las cristianas eran solteras aún a los dieciocho años .
Si se producía la viudedad, la situación que el cristianismo ofrecía a las mujeres era también considerablemente mejor a la que estas experimentaban en la sociedad clásica. La crisis demográfica relacionada con la propia ética del paganismo se traducía en una enorme presión social—incluso legal— para que las viudas volvieran a contraer matrimonio. Augusto llegó a disponer que si la nueva boda no se celebraba en un plazo de dos años las viudas se vieran sujetas a una sanción legal. Por el contrario, el cristianismo manifestó desde un principio un respeto muy especial hacia las viudas e incluso organizó un sistema de asistencia de sus necesidades que carecía de parangón en la Antigüedad.
Los orígenes de este sistema asistencial se hallan desde luego en el cristianismo apostólico. De hecho, Pablo menciona en las pastorales el cuidado que la congregación debía tener para con aquellas viudas que carecían de recursos (I Timoteo 5, 3 y sigs.). Una vez más no se trató de una excepción, sino de una práctica que se vio continuada de manera fecunda. En el año 251, por ejemplo, precisamente en medio de la terrible persecución de Decio, Cornelio, el obispo de Roma, escribía a Fabio, obispo de Antioquía, que las iglesias de su diócesis estaban atendiendo «a más de mil quinientas viudas y personas desamparadas».
¿Supieron las mujeres de la época apreciar la situación muy superior que les ofrecía el cristianismo en relación con el paganismo? Una vez más, las fuentes son terminantes al respecto. El cristianismo tuvo un éxito extraordinario entre la población femenina del imperio mucho antes de convertirse en religión oficial. De hecho, el número de fieles femeninas de la nueva fe debió de exceder de manera considerable el de varones, y esto en una sociedad donde la ratio demográfica por sexos era exactamente la contraria . Por ejemplo, en un inventario de la propiedad confiscada en una iglesia de la ciudad norteafricana de Cirta durante una persecución en el año 303, hallamos dieciséis túnicas de varón frente a ochenta y dos de mujeres... ¡una desproporción superior a cinco a uno!
La crítica racionalista ha intentado en ocasiones minimizar esta circunstancia aludiendo a la escasa racionalidad de las mujeres. El argumento, sin embargo, es ridículo. Si la clave de las conversiones femeninas hubiera sido la supuesta irracionalidad habrían abarrotado también los templos paganos, lo que, desde luego, no fue el caso. Si, en buena medida, las mujeres se adhirieron al cristianismo fue, ni más ni menos, que porque las consideraba seres humanos, porque condenaba su exterminio, porque las equiparaba con los varones, obligando además a estos a adoptar patrones de conducta igualitarios como, por ejemplo, el de la fidelidad conyugal, y porque les otorgaba un status muy superior al reconocido por el paganismo en terrenos como la vida conyugal, la familia o la viudedad.
Como señaló muy adecuadamente Chadwick , el cristianismo no solo tuvo un enorme éxito entre las mujeres, sino que además fue gracias a ellas como penetró en estratos superiores de la sociedad. Es conocido el caso de la cristiana Marcia, una concubina del emperador Cómmodo, que logró que se indultara a Calixto, futuro obispo de Roma, de una sentencia de trabajos forzados en las minas. No fue el suyo un caso excepcional. De hecho, las disposiciones eclesiásticas muestran un número creciente de cristianas que contraían matrimonio con paganos e incluso una considerable comprensión hacia esas situaciones. El cristianismo no temía perder miembros en esos matrimonios. Por el contrario, tal y como se desprende incluso de las fuentes bíblicas (I Pedro 3, 1-2; I Corintios 7, 13-4), contaba con razonables esperanzas de lograr la conversión de los esposos paganos. Calixto, ya convertido en obispo de Roma, encontró incluso admisible el concubinato entre una cristiana y un pagano siempre que se guardara la fidelidad propia del matrimonio . Por supuesto, los hijos nacidos de esos matrimonios —y otras uniones— solían ser educados en la fe cristiana.

A la altura del siglo IV, cuando el cristianismo estaba en puertas de convertirse en religión del imperio, al menos la mitad de la población era ya cristiana. Sin embargo, su influencia demográfica era mucho mayor, ya que el porcentaje de conversas femeninas era más elevado y se extendía sobre familias en las que el esposo continuaba siendo pagano. Para alcanzar esa situación, en contra de lo sostenido por los apologetas del paganismo, la nueva fe no había tenido que recurrir a la violencia ni al respaldo estatal. Más bien, enfrentarse con ambos.



El enfrentamiento entre el cristianismo y el imperio (II): el rechazo de la esclavitud y la defensa de la vida


Pese a lo que hemos examinado en las páginas anteriores, el cristianismo no solo resultaba atractivo para la población femenina del imperio. Había otros sectores, no necesariamente formados por mujeres, que también eran considerados con dignidad por la nueva fe. Entre ellos ocupaban un lugar predominante los extranjeros y los esclavos, precisamente aquellos para los que, según Pablo había señalado en su Epístola a los Gálatas, no existían barreras en el seno de la comunidad cristiana.
En verdad, la situación de los esclavos era todo menos envidiable en el mundo clásico. Algunos conseguían la emancipación y su paso al estado de libertos, pero hasta donde sabemos se trataba más bien de casos excepcionales. La suerte, desde luego, de los esclavos que trabajaban en el campo era pésima, ya que se les sometía a una vida miserable basada en los consejos de personajes avariciosos y codiciosos como Columela (De Agricultura 1.8.1, 2, 5, 6, 9, 10, 11, 16, 18, 19) o Catón el Viejo (De Agricultura 2, 56-59). Con todo, resultaba casi envidiable si se la comparaba con la de aquellos que trabajaban en las minas (Diodoro Sículo, Historia, 5, 38, 1). Pero incluso aquellos esclavos que vivían en las ciudades al servicio de un gran señor no podían escapar de un destino pespunteado de circunstancias aciagas. Las fuentes clásicas nos señalan que era normal en la existencia de los esclavos el sufrir la flagelación (Marcial, Epigramas, 3, 94), la mutilación a veces por puro divertimento (Plinio el Viejo, Historia natural, 9, 39, 77) y el sadismo más brutal e injustificado (Juvenal, Sátiras, 6, 475-6; 480-4; 490-3).
La ley romana era además considerablemente dura con los esclavos. Por ejemplo, cualquier esclavo objeto de una investigación judicial era siempre sometido a tortura porque se partía de la base de que mentiría, y en caso de que se sospechara que un esclavo era culpable de la muerte de su amo se procedía a la ejecución de todos y cada uno de los esclavos de la casa. Tácito (Anales 14, 42-45) recogió, en este sentido, cómo el homicidio de Pedanio Secundo fue castigado con la ejecución de sus cuatrocientos esclavos, y esto con la sanción directa del Senado. Era el propio amo el que podía administrar la última pena a los esclavos y, de hecho, tal medida no cambió hasta Adriano (Scriptores Historiae Augustae, Vita Adriani, 18, 7-11), que exigió que la ejecución fuera llevada a cabo por la autoridad imperial. Por añadidura, la esclavitud no implicaba solo maltratos físicos, sino la sumisión a una condición terrible en virtud de la cual los esclavos dependían de los deseos sexuales de sus amos, se veían obligados a contemplar cómo sus hijos nacían esclavos y podían ser separados de ellos y del resto de su familia. Incluso en el más que improbable caso de que alguien lograra recuperar la libertad, esta no era absoluta e implicaba una perpetua vinculación a los intereses del antiguo amo.
Frente a esa situación, el cristianismo consideraba que los esclavos eran seres humanos en todo el sentido del término. No deja de ser significativo que en uno de los escritos de la cautividad del apóstol Pablo, la Epístola a Filemón, el apóstol ordene a este, un cristiano propietario del esclavo Onésimo, que no solo no castigue a su siervo por haber huido, sino que además lo trate como a un «hermano amado» (Filemón 16). Tampoco deja de llamar la atención que entre los distintos grupos humanos a los que se dirigen las epístolas se repita una y otra vez el colectivo de los esclavos. Lo hallamos en los escritos paulinos (Colosenses 3, 22 y sigs.; Efesios 6, 5 y sigs.; Tito 2, 9 y sigs.) y a partir de ahí en toda la literatura cristiana posterior. Roma había temido durante siglos las revueltas serviles de las que la de Espartaco estuvo a punto de doblegar todo el sistema. Para evitarlas había articulado un entramado de medidas represivas cuyo conocimiento provoca en nosotros una comprensible sensación de espanto. Sin embargo, a este sector enorme de la población —el que más trabajaba y más sufría— el cristianismo no le ofrecía ni la sublevación ni tampoco el desprecio. Le brindaba, por el contrario, fraternidad, dignidad, igualdad en el seno de sus comunidades y en buen número de casos la libertad mediante la influencia sobre sus amos. Además, les hablaba de una esperanza superior que trascendía su existencia terrena. Los esclavos no aceptaron el cristianismo porque se les impusiera. Por el contrario, tuvieron que enfrentarse no pocas veces a sus amos para creer en él y lo hicieron porque lo que les ofrecía era infinitamente mejor que la realidad que sufrían de manera cotidiana.
El cuidado que el cristianismo mostraba de forma natural hacia los débiles y despreciados —mujeres, niños, viudas, esclavos...— se extendió hacia otras víctimas de la cosmovisión pagana como los condenados a morir en el circo o los no nacidos.
Los sangrientos juegos de gladiadores contaron no solo con el respaldo del pueblo que los disfrutaba de manera enfervorizada, sino con el apoyo de las instituciones y la legitimación de los intelectuales clásicos. César, Augusto, Calígula, Nerón, Domiciano y un etcétera en el que no falta casi ningún emperador los ofrecieron, rivalizando en el número de víctimas. De Cicerón a Plinio el Joven pasando por Séneca se justificaron apenas sin matices. Es peligroso cuestionar el sistema de producción de una sociedad, pero no lo es menos censurar sus diversiones y ocios. El cristianismo no dejó de mostrar una indiscutible aversión hacia esas manifestaciones de violencia, ha Tradición Apostólica de Hipólito de Roma (16) ya indica al referirse a los que desean convertirse en cristianos que «el gladiador y el que enseña a luchar a los gladiadores, el bestiario que participa en la lucha de animales en la arena y el funcionario relacionado con los juegos dejarán de hacerlo o serán rechazados». De acuerdo con esta fuente de finales del siglo II o inicios del III, la participación —o relación— con los juegos de gladiadores era tan condenable moralmente como la idolatría, la prostitución o la homosexualidad. Su punto de vista no era excepcional, sino generalizado.
Lo era también en virtud del respeto a la vida el rechazo al uso de las armas. Durante los tres primeros siglos de su existencia, lo que hoy denominaríamos objeción de conciencia fue una práctica generalizada en el seno del cristianismo:
Los ejemplos al respecto son numerosísimos y, como es lógico, derivaban de las enseñanzas de Jesús.
Recuérdense las referencias a no resistir al mal (Mateo 5, 39 y sigs.), a amar a los enemigos y perdonarlos (Mateo 5, 44 y sigs.), a rechazar el uso de la espada (Mateo 26, 52) o a afirmar que sus discípulos no combaten precisamente porque el Reino en que creen no es de este mundo (Juan 18, 36).
Justino, que fue martirizado durante la persecución de Marco Aurelio, insistió en que los cristianos no hacían «la guerra a nuestros enemigos» (Apología I, c. 39). Ireneo, obispo de Lión, señaló que «los cristianos no combaten» (Contra Haereses IV, 4). Clemente de Alejandría (m. 215) dejó el testimonio de que los cristianos no se entrenaban para la guerra (Stromata IV, 8; Pedagogo I, 12). Tertuliano (160-220) transmitió la enseñanza eclesial de que un cristiano no podía ser soldado ni siquiera en tiempo de paz (De Corona 11; De Idololatria 19). Orígenes (m. 254), respondiendo el ataque de Celso, legitimador de la persecución de Marco Aurelio, dejó de manifiesto que ni siquiera era lícito para un cristiano el recibir entrenamiento militar (Contra Celso 5, 33). Lactancio (m. 320) volvió a repetir que no era «lícita la milicia de las armas» para los cristianos (Divinae institutiones VI, 20). Las mismas Actas de los mártires recogen varios casos de cristianos que fueron ejecutados precisamente por rehusar servir en el ejército, ya que consideraban que ese comportamiento colisionaba de manera frontal con su fe. Este respeto a la vida, que aparecía en las condenas de las luchas de gladiadores y en la negativa a servir en el ejército, tuvo otra manifestación en el rechazo ya mencionado del infanticidio y en el del aborto.
La cultura pagana no tenía ninguna objeción moral contra el aborto e incluso había aducido razones en su favor. Platón (República 5, 9) había escrito que el Estado debía convertir en obligatorio el aborto para las mujeres que superaban los cuarenta años y también como una manera de controlar el crecimiento de la población. Aristóteles, asimismo, había suscrito el punto de vista de que solo debía procrearse hasta una edad determinada y que, superada esta, había que recurrir al aborto (Aristóteles, Política, 7, 14, 10). La sociedad romana, desde luego, consideraba normal que los varones dispusieran de los fetos de sus esposas o amantes, y conocemos, por ejemplo, el caso de Julia, la sobrina de Domiciano, a la que este ordenó abortar cuando quedó embarazada por mantener relaciones sexuales con él.
El cristianismo, y en esto seguía al judaísmo , consideraba, sin embargo, un grave atentado contra la moral la destrucción de la vida que estaba albergada en el vientre de una mujer. La Didajé, la primera catequesis cristiana de la que tenemos noticia, cuya fecha de redacción puede incluso ser anterior al año 70 d. C, ya consignaba la siguiente prohibición: «No matarás a un niño recurriendo al aborto ni lo matarás una vez que haya nacido». De la misma manera, la I Apología de Justino dejaba de manifiesto que «se nos ha enseñado que es una perversidad abandonar a los niños recién nacidos».
La posición del cristianismo primitivo hacia el aborto y el infanticidio no tardó en convertirse en una abierta denuncia dirigida a las más altas instancias del imperio. Atenágoras (Apología 35) ya señaló en el siglo II al emperador Marco Aurelio que «decimos a las mujeres que utilizan drogas para provocar un aborto que están cometiendo un asesinato, y que tendrán que dar cuentas a Dios por el aborto... contemplamos al feto que está en el vientre como un ser creado, y por lo tanto como un objeto del cuidado de Dios... y no abandonamos a los niños, porque los que los exponen son culpables de asesinar niños». Sabido es que la apología no disuadió al emperador de convertirse en un perseguidor de los cristianos. Pero tampoco la persecución apartó a los cristianos de sus puntos de vista. A finales del siglo II, Minucio Félix (Octavio 33) volvía a condenar el aborto y lo relacionaba —con razón— con la propia mentalidad pagana.
Se pensara lo que se pensara, lo cierto es que a lo largo de tres siglos el cristianismo fue concitando no solo las simpatías de amplios sectores sociales —esclavos y mujeres, pero también aquellos que estaban asqueados profundamente de la moral pagana—, sino también reuniendo en su seno un potencial demográfico que no podía ser igualado por una sociedad que abandonaba a sus hijos, que practicaba el aborto libremente y que sometía a las mujeres a un trato injusto y discriminatorio. En los siglos anteriores César había recompensado con tierras a los padres que engendraran tres o más hijos (59 a. C); y Augusto (29 a. C. y 9 d. C.) había promulgado normas que otorgaban preferencia política a los padres de tres o más hijos, que sancionaban a las parejas sin hijos, a las solteras de más de veinte años y a los solteros de más de veinticinco. Emperadores sucesivos habían incidido en estas políticas demográficas desde el poder, pero, como señalaría Tácito (Anales 3, 25), la ausencia de niños seguiría prevaleciendo. A inicios de la Era cristiana la tasa de fertilidad del imperio ya era negativa ; por el contrario, el cristianismo iba implantándose en los sectores de la población capaces de revertir esa terrible tendencia y les infundía una ética —siquiera en lo tendente a evitar el infanticidio y el aborto— que tenía consecuencias demográficas muy positivas. Pese a la persecución, la tortura y las ejecuciones, lo cierto es que el cristianismo crecía demográficamente en un imperio que retrocedía en ese terreno.
Pero, aparte de lo anterior, el cristianismo contaba con un factor más que le iba a permitir imponerse sobre el paganismo de una manera no-violenta y decisiva. Su base se hallaba en el mandato del amor al prójimo sin ningún género de excepciones y tendría consecuencias prácticas de una enorme relevancia.



El enfrentamiento entre el cristianismo y el imperio
(III): la asistencia social


La ética específica del cristianismo le permitió, a pesar de la oposición consciente y progresiva del imperio romano, no solo ir aumentando su influencia, sino también incardinarse en un conjunto de circunstancias que favorecían su crecimiento continuado en un imperio demográficamente decreciente. Estos factores quedaron acentuados además por la norma ética que caracterizaba al cristianismo como considerablemente distinto de cualquier otra creencia. Nos referimos al precepto de amor al prójimo.
Como ya hemos visto, ese mandamiento implicaba no solo otorgar una dignidad hasta entonces negada a cualquier ser humano con independencia de su condición, sino que también significó adoptar medidas positivas para liberarle del mal (el infanticidio, el aborto, la esclavitud) y hacerle el bien (asistencia a las viudas). Esta última circunstancia tendría una especial importancia sobre todo a partir de los últimos años del siglo II.
En el año 165, durante el reinado del emperador perseguidor Marco Aurelio, una terrible epidemia asoló el territorio del imperio romano. No se ha podido determinar con exactitud el tipo de enfermedad del que se trataba , pero durante década y media dejó sentir su pavoroso impacto acabando con la vida de una parte de la población del imperio que pudo llegar a un tercio del total o, como mínimo, a la cuarta parte . El mismo Marco Aurelio pereció por esta causa en 180 y el impacto demográfico resultó tan considerable que, unido a la baja tasa de natalidad, llevó a asentar a poblaciones bárbaras en el imperio con intenciones repobladoras, corroyendo aún más los cimientos del poder. Era solo el principio. Un siglo después, una nueva plaga volvió a golpear el imperio y en su punto más álgido causó hasta cinco mil muertes diarias tan solo en la ciudad de Roma. La catástrofe no solo era extraordinaria en términos sociales. Además puso a prueba la fuerza interna del paganismo y de un cristianismo perseguido y minoritario.
La respuesta de ambos sistemas de creencias fueron diametralmente opuestas. Los profesantes del paganismo buscaron sobre todo poner a salvo su vida y, por supuesto, abandonaron a aquellos que ya habían empezado a sufrir la enfermedad. Según escribió Dionisio de Alejandría:

Desde el mismo inicio de la enfermedad, echaron a los que sufrían de entre ellos y huyeron de sus seres más queridos, arrojándolos a los caminos antes de que fallecieran y trataron los cuerpos insepultos como basura, esperando así evitar la extensión y el contagio de la fatal enfermedad; pero haciendo lo que podían siguieron encontrando difícil escapar.

En realidad, los paganos del imperio no eran peores que los de otras épocas si contrastamos su conducta con la descrita por Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso (2, 47-55) al relatar la peste que asoló Atenas. Sin embargo, volvieron a poner de manifiesto el carácter despiadado de los valores que formaban la sociedad en que vivían. Si consideraban lícito el infanticidio o el aborto, si no censuraban el abandono de las hijas o su entrega al matrimonio antes de la pubertad, si disfrutaban con el derramamiento de sangre en los espectáculos públicos, ¿por qué razón deberían haber permanecido al lado de seres que podían contagiarles una enfermedad letal? Galeno, el célebre médico, vivió la epidemia que se produjo durante el reinado de Marco Aurelio y su comportamiento fue completamente paradigmático. Desde luego, no pensó en quedarse en la ciudad de Roma para asistir profesionalmente a los enfermos. Por el contrario, abandonó la ciudad con la mayor rapidez y se dirigió a sus posesiones en Asia Menor.
La conducta de los cristianos no pudo ser más diferente. Cipriano de Cartago (Mortalidad 15-20) escribió una descripción angustiosa de la manera en que había causado estragos, pero, a la vez, dejó constancia de que mientras que los paganos habían huido los cristianos, que morían de la misma manera, optaron por quedarse al lado de los enfermos:

... los que están bien cuidan de los enfermos, los parientes atienden amorosamente a sus familiares como deberían, los amos muestran compasión hacia sus esclavos enfermos, los médicos no abandonan a los afligidos... estamos aprendiendo a no temer la muerte.

Dionisio de Alejandría, en torno al 260 , señalaba una situación muy similar:

La mayoría de nuestros hermanos cristianos mostraron un amor y una lealtad sin límites, sin escatimarse y pensando solo en los demás. Sin temer el peligro, se hicieron cargo de los enfermos, atendiendo a todas sus necesidades y sirviéndolos en Cristo, y con ellos partieron de esta vida serenamente felices, porque se vieron infectados por otros de la enfermedad... Los mejores de nuestros hermanos perdieron la vida de esta manera, un cierto número de presbíteros, diáconos y laicos llegaron a la conclusión de que la muerte de esta manera, como resultado de una gran piedad y de una fe fuerte, parece en todo similar al martirio.

Enfrentados con una crisis a vida o muerte, el paganismo y el cristianismo observaban comportamientos distintos. El primero buscaba la supervivencia del individuo por encima de cualquier consideración sin descartar la muerte de los semejantes; el segundo consideraba que era indispensable ayudar al prójimo aunque eso implicara un riesgo cierto de muerte, una muerte tan digna como la del martirio por la fe.
Pero, además, ambas creencias ofrecían una esperanza distinta en medio de situaciones desesperadas. El paganismo carecía de respuesta para catástrofes de este tipo. Sus dioses no tenían interés en el bienestar de los seres humanos, no iban a brindarles consuelo y, a juzgar por el comportamiento de sus sacerdotes, solo podía esperarse de ellos un distanciamiento desolador. Por el contrario, el cristianismo no solo brindaba remedios prácticos a la crisis, sino que, además, insistía en que todo —absolutamente todo— tenía un sentido vital, aunque este quizá no fuera accesible. Ese sentido derivaba directamente de la creencia en que «Cristo Jesús, siendo en forma de Dios, no se aferró a ser igual a Dios, sino que se anonadó tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres, y siendo hombre se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Filipenses 2, 5-8).
A los paganos no se les escapó que aquel comportamiento cristiano que atendía a enfermos y viudas, a niños abandonados y a mujeres, a esclavos y desdichados, tenía un impacto corrosivo sobre su monopolio ideológico. Fue precisamente Juliano, el protagonista del último intento imperial de restauración del paganismo, el que captó con más claridad la fuerza de esta diferencia. En una carta dirigida en el año 362 a un sumo sacerdote de Galacia, Juliano instaba a los paganos a igualar las virtudes de los cristianos, ya que su expansión se debía a su «c P. Johnson, A History of Christianity, Nueva York, 1976, pág. 75.
arácter moral» y a su «benevolencia hacia los extraños y el cuidado por las tumbas de sus muertos». En otra misiva dirigida a otro sacerdote, Juliano le insistía: «Creo que cuando los sacerdotes descuidaron y pasaron por alto a los pobres, los impíos galileos se percataron de ello y se entregaron a la caridad»; y en otro lugar añadía: «Los impíos galileos no solo sustentan a sus pobres, sino también a los nuestros, todos pueden ver que nuestra gente carece de ayuda nuestra» (la cursiva es nuestra). Juliano atribuía las peores motivaciones a la caridad cristiana, pero lo que no podía era ni negarla ni pasar por alto el impacto que estaba teniendo sobre un paganismo que, en términos generales, estaba desprovisto de piedad, de compasión, de solidaridad e incluso de esperanza.
Se ha señalado que el cristianismo había creado un «estado del bienestar en miniatura en un imperio que en términos generales carecía de servicios sociales» . Es verdad, pero no toda la verdad. Lo cierto es que el paganismo carecía de fibra moral para asistir a los desfavorecidos cuando precisamente no tenía reparos en arrojarlos a la cuneta social —o incluso a la muerte— y profesaba un culto evidente a la fuerza, el poder y la violencia. Al mismo tiempo, era incapaz no solo de brindar su asistencia social, sino también de otorgar la más mínima esperanza a sectores importantes de su población, precisamente aquellos —mujeres, esclavos, extranjeros, desposeídos, enfermos— por los que sentía un claro menosprecio.
El cristianismo venció finalmente al paganismo, pero no porque contara con la fuerza, sino porque, a pesar de la violencia dirigida en su contra, supo infundir misericordia, caridad y esperanza en una sociedad desprovista de estas conductas; porque abrió sus brazos de la misma manera a sectores sociales humillados y ofendidos (por utilizar la expresión de Dostoievski), y porque implicaba una ética elevada de respeto por la vida que tuvo muy positivas repercusiones demográficas.
Cuando a comienzos del siglo IV tuvo lugar la conversión del emperador Constantino, de manera más o menos profunda, a la fe de un movimiento proscrito y perseguido desde la cúpula del poder, se trató de una respuesta realista ante un movimiento de extraordinaria pujanza incluso en medio de las peores pruebas y no la causa de la victoria final de este. Constantino no estaba ocasionando el triunfo del cristianismo sobre el paganismo; se rendía sólo —inteligentemente— ante la evidencia . Para entonces, como se desprende de recientes estudios, cerca de la mitad de la población del imperio romano podía ya considerarse cristiana . Se trataba de una victoria espiritual sin paralelos antes y después en la Historia de la Humanidad.
Sin embargo, la victoria no iba a implicar la aniquilación del adversario. En las décadas siguientes, la influencia cristiana dulcificaría la legislación imperial de acuerdo con algunos de sus principios más esenciales. Luego, en un ejemplo extraordinario de recepción de lo valioso, de seguimiento del mandato del apóstol que llamaba a «examinar todo y conservar lo bueno» (I Tesalonicenses 5, 21), el cristianismo salvaría para la posteridad la herencia clásica. Pero esos son temas que debemos abordar en otros capítulos.






30-  Sobre esta obra, véanse: C. Vidal, Los textos que cambiaron la Historia, Barcelona, págs. 125 y sigs.; ídem, El judeocristianismo..., Madrid, págs. 69 y sigs.
31-  Se ha hecho referencia tradicionalmente a una novena persecución bajo Aureliano. Lo cierto es que, como en el caso de Domiciano, no se produjo ninguna persecución bajo este emperador y semejante afirmación no pasa de lo legendario.
32-  Sobre la situación de la mujer en Grecia, véanse: M. Finley, Economy and Society in Ancient Greece, Nueva York, 1982; M. Guttentag y P. E. Secord, Too Many Women? The Sex Ratio Question, Beverly Hills, 1983; S. Pomeroy, Goddesses, Whores, Wives, Slaves: Women in Classical Antiquity, Nueva York, 1975.
33-  Sigue siendo clásico el artículo de K. Hopkins, «The Age of Roman Girls at Marriage», en Population Studies, 1965, 18, págs. 309-327. Un estudio también interesante basado sobre todo en inscripciones, en A. G. Harkness, «Age at Marriage and at Death in the Roman Empire», en Transactions of the American Philological Associatìon, 27, págs. 35-72.
34-  Hopkins, op. cit., pág. 314.
35-  En este sentido, mostrando que los matrimonios eran consumados incluso antes de que la esposa alcanzara la pubertad, véase: M. Durry, «Le mariage des filies impubères dans la Rome antique», en Revue Internationale des Droits de l'Antiquité, ser. 3, 2, 1955, págs. 263-73.
36-  En ese sentido, véase: Hopkins, op. cit
37-  Reproducida en Lewis, op. cit., pág. 54.
38-  L. E. Stager, «Eroticism and Infanticide at Ashkelon», en Biblical Archaeology Review, 17, 1991, págs. 34-53. Estos cuerpos infantiles contaban apenas con unos días cuando fueron abandonados, según P. Smith y G. Kahila, «Bones of a Hundred Infants Found in Ashkelon Sewer», en Biblical Archaeology Review, 17, 1991, pág. 47.
39-  J. C. Russell, Late Ancient and Medieval Population, Filadelfia, págs. 14 y sigs.
40-  J. Lindsay, The Ancient World: Manners and Morals, Nueva York, 1968, Pág. 168.
41-  No fue un caso excepcional. B. Bowman Thurston, The Widows: A Women's Ministry in the Early Church, Minneapolis, 1989, en un estudio que puede considerarse clásico, indica cómo del número considerable de mártires femeninas hay que deducir que las autoridades romanas las identificaban con ciertas posiciones ministeriales en el seno de la iglesia primitiva.
42-  A. T. Sandison, «Sexual Behavior in Ancient Societies», en D. Brothwell y A. T. Sandison (eds.), Diseases in Antiquity, Springfield, págs. 734-755.
43-  H. Chadwick, The Early Church, Harmondsworth, 1967, pág. 59.
44-  Cifras con tablas comparativas, en Hopkins, op. Cit.
45-  En el mismo sentido, véanse: R. L. Fox, Pagans and Christians, Nueva York, 1987; A. Harnack, The Mission and Expansion of Christianity in the First Three Centuries, Nueva York, 1908, t. II, pág. 73.
46-  H. Chadwick, op. cit., pág. 56.
47-  A. Harnack, op. cit., t. II, págs. 83 y sigs.
48-  Sobre precedentes judíos en Flavio Josefo y el Pseudo-Foclides, aparte de un desarrollo del tema, véase: M. J. Gorman, Abortion and the Early Church, Downers Grove (Illinois), 1982.
49-  En este mismo sentido, véanse: A. M. Devine, «The Low Birth-Rate in Ancient Rome: A Possible Contributing Factors», en Rheinisches Museum, 128, 3-4, págs. 313-317; T. G. Parkin, Demography and Roman Society, Baltimore, 1992; A. E. Boak, Manpower Shortage and the Valí of the Roman Empire in the West, Ann Arbor, 1955.
50-  Hans Zinsser, Rats, Lice and History, Nueva York, 1960, sostuvo, por ejemplo, que había sido el primer brote de viruela en Occidente.
51-  En ese mismo sentido, véase: W. H. McNeill, Plagues and People, Garden City, 1976.
52-  Eusebio, Historia eclesiástica, 7, 22.
53-  P. Johnson, A History of Christianity, Nueva York, 1976, pág. 75.
54-  En el mismo sentido, R. Stark, The Rise of Christianity, San Francisco, 1997, pág. 10.
55-  Ibídem, pág. 14.






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