Búsqueda personalizada

TRADUCTOR

miércoles, 30 de junio de 2010

Cristianismo en la cultura occidental -5-

Segunda parte.


EL CRISTIANISMO Y LOS SIGLOS DEL MEDIEVO.
 
4


El Cristianismo frente a las invasiones bárbaras.

El imperio y la influencia del cristianismo.



El siglo III fue especialmente crítico para el imperio romano. Por un tiempo pareció que el aparato imperial creado a lo largo de varios siglos podría colapsarse. Si no fue así, se debió al recurso a la militarización, a una estatalización de tintes religiosos y a la reforma de la administración imperial en lo que se dio en llamar la tetrarquía. De estas tres medidas solo la última era original. Las otras dos apelaban a precedentes históricos. También iban a chocar con una fe como la cristiana profundamente pacifista y no solo crítica hacia el poder político, sino también contraria a la adoración del mismo. Que las persecuciones, a las que ya nos referimos en el capítulo anterior, crecieran en número e intensidad en medio de una sociedad cuyos valores no solo no se compartían, sino que se negaban frontalmente, no parece extraño sino trágicamente lógico.
Sin embargo, al cabo de unos años, y cuando acababa de emerger de la peor de las persecuciones, el cristianismo se convirtió en una religión tolerada e incluso favorecida por el imperio. Las razones de ese triunfo las hemos analizado en el capítulo anterior; las consecuencias debemos señalarlas, siquiera levemente, en éste.
El catalizador político —aunque no el causante— de este cambio de condición del cristianismo fue Constantino (hacia 274-337). Nacido con el nombre de Flavio Valerio Constantino, en Naissus (hoy, Nis, en la actual Serbia), Constantino era hijo de Constancio Cloro, el prefecto del Pretorio, y de una cristiana llamada Elena. Tras combatir a los sármatas, Constantino se unió a su padre en Britania, en el 306. Ese mismo año falleció Constancio, pero era ya tan popular entre sus tropas que le proclamaron augusto. Semejante acto iba a marcar el inicio de una serie de enfrentamientos con sus rivales que no concluyeron en realidad hasta el año 324. Para aquel entonces Constantino ya se había manifestado en favor del cristianismo. Esta acción no constituía sino el final de un proceso espiritual que había durado años. Creyente en un solo dios, en el 310 afirmó que había contemplado al dios Sol, mientras estaba en una arboleda de Apolo, en la Galia. Fue ese el mismo año en que derrotó a Maximiano, y cabría preguntarse lo que había detrás de ese testimonio. En cualquier caso, dos años después, antes de una batalla librada contra Majencio, un hijo de Maximiano, afirmó que había soñado con Cristo y que este le había ordenado que trazara las dos primeras letras de su nombre (XP, en griego) en los escudos de sus tropas. Al día siguiente, según Constantino, contempló una cruz superpuesta en el sol y las palabras «con este signo vencerás» (en latín, in hoc signo vinces). Haya lo que haya de verdad en este relato, lo cierto es que Constantino venció a Majencio en Puente Milvio, cerca de Roma, y aseguró así su triunfo, un triunfo que vinculó con el Dios de los cristianos. De hecho, de manera inmediata Constantino abandonó el paganismo, detuvo la persecución imperial desencadenada contra los cristianos y logró que Licinio Liciniano se le sumara en la proclamación del Edicto de Milán (313), que garantizaba la plena libertad religiosa para el cristianismo y la devolución de los bienes que habían sido incautados a las distintas iglesias.
Aunque Constantino no tardó en inmiscuirse en los asuntos eclesiásticos —por ejemplo, mediante la convocatoria del primer concilio ecuménico celebrado en Nicea en 325—, no puede decirse que el imperio se cristianizara. El mismo Constantino no fue bautizado en realidad hasta poco antes de su muerte, el 22 de mayo del 337, y cuando esta tuvo lugar el paganismo se encontraba sumido en un proceso de decadencia, pero no era otro que el que arrastraba desde hacía siglos. El cristianismo, por otro lado, aún no se había convertido —en contra de lo que se afirma con frecuencia— en religión oficial del imperio.
Sin embargo, no es menos cierto que la nueva —y ahora tolerada— fe no tardó en dejar su impronta en un derecho que defendía unos valores que, en términos generales, no eran precisamente los mismos que los sustentados por el cristianismo. Los ejemplos de la huella cristiana en la legislación constantiniana no son, desde luego, escasos. En el 325, por ejemplo, el emperador prohibió las luchas de gladiadores, pese a su popularidad , y ordenó que la pena de muerte que pesaba sobre aquellos que eran condenados a morir combatiendo en la arena fuera sustituida por la de trabajos forzados. De hecho, en términos generales la imposición de la pena capital se vio dificultada e incluso se abolió el suplicio de la cruz. Además, penas físicas como la marca con fuego en la frente o quebrarle las piernas a los reos quedaron excluidas del derecho penal romano.
No fue este el único terreno que se vio afectado por la carga humanitaria del cristianismo. Constantino promulgó también medidas que dificultaran el infanticidio y el abandono de niños. Por ejemplo, en África y en Italia se ordenó la entrega de diversas cantidades de dinero, alimentos y ropas a familias que, sometidas a difíciles circunstancias económicas, se sintieran inclinadas a tomar decisiones como las señaladas. Asimismo, prohibió la separación de las familias de esclavos cuando se dividían los fundos imperiales a los que estaban adjuntos y facilitó la manumisión en las iglesias, algo notable si se tiene en cuenta que Constantino no fue precisamente favorable a dulcificar la vida de estos desdichados.
Junto con la influencia humanitaria, Constantino incorporó, siquiera en parte, algunos de los principios cristianos relativos a la vida familiar y conyugal, y esto, muy posiblemente, por razones más prácticas que espirituales. Así, restringió las causas de divorcio, permitiendo a los hombres que repudiaran a sus esposas solo por causa de adulterio, envenenamiento o proxenetismo.
Por último, la Iglesia recibió beneficios sin precedente. Se reconoció la jurisdicción eclesiástica de los obispos en cuestiones estrictamente espirituales, pero, en virtud de una ley del 321, se admitió también la apelación a un tribunal episcopal como tribunal de arbitraje en asuntos civiles. De la misma manera, el derecho de asilo —propio de los templos paganos— fue extendido a las iglesias. Asimismo, se autorizó a estas para recibir legados y se eximió al clero de ejercer cargos municipales y, en menor medida, de pagar impuestos.
El proceso no fue del todo positivo ni estuvo exento de sombras. Por parte del imperio era obvio que no podía producirse una absorción total de los principios cristianos, unos principios que colisionaban en gran medida con los propios. Esta circunstancia explica que Constantino ni proclamara
2 el cristianismo religión oficial ni se apresurara a bautizarse. Por lo que se refiere al cristianismo sus triunfos en el terreno de la libertad, de los beneficios legales y de la tranquilidad en la influencia social deben contemplarse al lado de fenómenos como el de la creciente influencia del emperador en asuntos eclesiales —una conducta que acabaría siendo conocida como cesaropapismo y que pesaría en particular sobre las diócesis de la parte oriental del imperio—, el de la absorción de elementos a veces accesorios, a veces no tanto, procedentes del paganismo, y el de la relativización de principios morales como el pacifismo que, poco a poco, acabó viéndose convertido en una posición minoritaria inserta con dificultad en la de la defensa de un imperio que, de forma creciente, se consideró cristiano sin llegar a serlo nunca.
Es posible que la denominada, de manera un tanto impropia, cristianización del imperio hubiera podido ser incluso más fecunda. Basta leer la obra de Agustín de Hipona  para percatarse de ello. Agustín era un enamorado de la cultura clásica que se había convertido al cristianismo y que insistía en que la ruina del imperio no se podía achacar a los cristianos, sino a los propios males del paganismo. Es cierto que sigue siendo uno de los teólogos más brillantes de la Historia, sin embargo, su visión sobre aspectos prácticos de la existencia cotidiana —aún menos conocida— es una manifestación evidente de lo que hubiera podido ser el imperio de no haber sido aniquilado por los bárbaros. Defensor de la propiedad privada, Agustín supo, a la vez, insistir en la necesidad de socorrer a los más desfavorecidos (Sermón 36, 5, 7). Al mismo tiempo cuestionó la existencia de la esclavitud, ya que Dios no ha creado al hombre para ser dueño de sus semejantes (La ciudad de Dios 19, 15), e insistió en que todo tipo de trabajo era honroso si servía para cubrir las necesidades de la vida cotidiana (Enarratio in Psalmos 83, 8). En resumen, su pensamiento social —que partía medularmente de la Biblia— encarnaba la consideración de que todos los seres humanos han sido creados a imagen y semejanza de Dios y, por lo tanto, no pueden ser discriminados; la importancia de asistir a los necesitados; el valor de la cultura clásica y el culto al trabajo honrado. Sin duda, se trataba de mimbres muy relevantes para haber podido tejer un imperio ya destejido por las huestes bárbaras. No fue así. De hecho, la experiencia de la denominada Roma cristiana —una Roma que tuvo que enfrentarse con reacciones paganas como la de Juliano, fracasadas por su propia carencia de base social— sería breve, extraordinariamente breve. En realidad, no pasaría de ser un paréntesis entre el paganismo y el dominio de los bárbaros. Buena muestra de ello es que entre la clausura de los templos paganos, cada vez menos frecuentados, por parte de Teodosio, y el primer saqueo de Roma por los bárbaros tan sólo pasaron dieciocho años.
En buena lógica, la llegada de los bárbaros —que asolaron el imperio en oleadas sucesivas— tenía que haber significado no sólo la aniquilación de la herencia romana, sino también el final de un cristianismo que se había identificado con aquella con extraordinaria rapidez. Lo que sucedió fue muy distinto. La herencia romana no se vio anegada por el huracán de la Historia y los bárbaros la asimilaron en mayor o menor medida pese a crear distintas monarquías en los restos del imperio. La clave esencial de ese fenómeno fue el cristianismo, que había sido perseguido por el primero y que se convirtió en el único valladar civilizado frente a los segundos.
El final de la Roma imperial


Los contactos entre Roma y los pueblos germánicos fueron muy anteriores a la aparición del cristianismo. En torno al siglo II a. C. ya habían ocupado el norte de Germania —lo que correspondía grosso modo a la actual Alemania— y el sur de Escandinavia. En ese mismo siglo, los cimbrios y teutones —un nombre con el que aún hoy día se designa a los germanos— invadieron la Galia e intentaron dirigirse hacia Roma. Fue precisamente el general romano Mario, un tío de César, el que los contuvo en el que sería el primero de una serie casi ininterrumpida de enfrentamientos. Sobre el 58 a. C, los suevos, mandados por Ariovisto, intentaron penetrar de nuevo en la Galia, siendo detenidos en esta ocasión por el propio César. Durante algunas décadas, los romanos lograron neutralizar la amenaza germánica, pero sus éxitos se vieron cuando intentaron conquistar la zona oriental del río Rhin y Arminio los derrotó en la selva de Teutoburgo el 9 d. C. En el año 74, Roma consiguió controlar el territorio comprendido entre el Danubio y el Alto Rhin (los Agri Decumates), pero a mediados del siglo siguiente la presión germana sobre el limes romano adquirió caracteres preocupantes. El emperador Marco Aurelio logró contener a marcómanos y cuados, pero para aquel entonces en las filas romanas ya servían mercenarios germanos.
Durante el siglo III, las sucesivas oleadas germánicas descargaron un golpe tras otro sobre las fronteras imperiales. En el 213 fueron los alamanes; en el 236, los godos; en el 257, los francos. Tres años después, Roma abandonaba la línea retoaltorrenana y en el 270 se hizo lo mismo en Dacia, mientras los godos comenzaban a ocupar la zona del Danubio.
La incapacidad de Roma para enfrentarse con éxito a aquel empuje migratorio y su propia debilidad demográfica, a la que ya nos hemos referido en un capítulo anterior, llevaron al imperio durante el siglo IV a autorizar el establecimiento de grupos germanos en el interior de las fronteras del imperio. En teoría, eran aliados (foederati) que asumían la defensa del imperio a cambio de un pago anual. En la práctica, eran invasores a los que se intentaba disuadir de ocupar el imperio. Precisamente por ello el sistema fracasó. Durante el siglo V, los bárbaros se manifestaron con más claridad que nunca contrarios a dejarse convencer para seguir siendo aliados y se convirtieron de modo claro en pueblos que asolaban el imperio con el ansia de obtener botín, tierras y poder. La suerte del imperio estaba ya echada.
Los jalones de esta aniquilación, jirón a jirón, del imperio romano resultan fáciles de seguir. En el año 368, los godos causaban una derrota aplastante a las fuerzas romanas en Adrianópolis. Catorce años después, el emperador Teodosio les cedía el derecho de asentarse en Mesia y Tracia. Se trataba de una concesión que solo contendría a los bárbaros de manera temporal, porque el visigodo Alarico, que adoptaría el título de rey, no tendría el menor reparo en realizar impunes incursiones de pillaje por los Balcanes y el Peloponeso. Cuando se le nombre magister militum de Iliria en un nuevo —y fallido— intento de asimilar a los invasores a la suerte del imperio agonizante, Alarico responderá marchando en el 401 sobre Roma. El godo no llegó a tomar de inmediato la ciudad... gracias a la acción de Estilicón, un bárbaro al servicio de Roma. Pero cuando murió Estilicón reanudó el asedio y solo lo levantó en el 408, después de percibir un cuantioso tributo. La capital del imperio por razones de seguridad se había trasladado a Rávena, y Alarico también acudió a asediarla. Firmó con ocasión de este episodio un pacto con el emperador Honorio, pero no tenía intención de respetarlo. En el 410 el bárbaro conquistó y arrasó Roma, una ciudad que había permanecido inviolada desde hacía ocho siglos. Aquel mismo año falleció Alarico cuando se disponía a pasar a África, pero su muerte no significó el final de la amenaza bárbara. Ataúlfo, su sucesor, contaba con la suficiente fuerza como para contraer matrimonio con Gala Placidia, la hermana del emperador Honorio.
Y los visigodos no eran el único pueblo bárbaro que cuarteaba la debilitada estructura del imperio. En el 400 los burgundios habían hecho sentir su presión sobre un Rhin que ya no puede considerarse garantía de defensa. En el 406 los vándalos habían atravesado el limes para llegar tres años después a Hispania tras cruzar a sangre y fuego la Galia. En el 430, después de conquistar Hipona mediante un asedio en el que murió san Agustín, fundaron un reino africano, y en el 455 también ellos saquearon
Roma durante catorce días. En el año 451, Atila, el rey de los hunos, había sido contenido, pero el imperio se hallaba exangüe. Su acta de defunción la iba a firmar justo un cuarto de siglo después, el año 476, un caudillo secundario —Odoacro— de un pueblo bárbaro de escasa importancia, los hérulos.
Lo que quedaba de esta serie de enfrentamientos entre los bárbaros y el imperio era prácticamente la nada. Política y administrativamente, el imperio estaba despedazado en una serie de reinos cuya existencia era inestable y por añadidura efímera. Una vez más los datos resultan elocuentes. El reino africano de los vándalos apenas llega al siglo, del 429 al 534; algo similar sucede con el establecido en Tolosa por los visigodos (419-507) o con el de los burgundios (443-534). El reino ostrogodo de Italia, quizá el más importante y, desde luego, el que más se esfuerza por asimilar la herencia de Roma, no llega a los tres cuartos de siglo (493-553). Y junto con las correrías de los bárbaros, con sus saqueos intermitentes, con su inestabilidad política, con su violencia germánica desencadenada sobre poblaciones a las que consideran inferiores moral y racialmente, no podía sino producirse la desintegración, incluso el caos, y una acentuada sensación de desmoralización que obedecía a la terrible realidad vivida por lo que antaño fuera un altivo imperio. Gregorio Magno  nos ha transmitido precisamente una descripción del panorama contemporáneo que difícilmente puede resultar más elocuente:
   
¿Qué existe en este mundo que pueda causar nuestro agrado? Por todas partes solamente contemplamos pena y lamentos. Las ciudades y las villas se hallan arrasadas, los campos se encuentran asolados y la tierra está abandonada en su soledad. Ya no quedan campesinos que cultiven los campos, pocas gentes siguen habitando en las ciudades e incluso esos escasos restos de humanidad se encuentran expuestos a incesantes sufrimientos... A algunos los arrastran al cautiverio, a otros los mutilan y otros, más numerosos, son degollados ante nuestra vista... ¿Qué existe en este mundo que pueda causar nuestro agrado? Si seguimos deseando un mundo semejante lo cierto es que no ansiamos el placer sino la miseria.

Sí, el mundo se colapsaba y parecía absurdo buscar la satisfacción en él. Fue entonces cuando frente a los bárbaros el cristianismo opuso un mensaje, duro y directo, de juicio divino porque era absurdo pensar que Dios podría dispensar —mucho menos legitimar— las tropelías de los fuertes y la desgracia de los débiles. Quizá también el hecho de que durante estos siglos el cristianismo experimentara un auténtico esplendor litúrgico y una densa reflexión teológica no resultó ajeno al contexto terrible en que se desenvolvía. Con todo, en teoría al menos, en pura lógica, al igual que el imperio se había desmoronado, habría sido de esperar que el cristianismo se cuarteara y sufriera una Edad Oscura nada inferior en gravedad. Lo cierto, sin embargo, es que el cristianismo pervivió y al hacerlo logró que perviviera la cultura clásica.



Los monjes de Occidente.


El impacto que los bárbaros causaron sobre la cultura clásica y, de manera muy especial, sobre las instituciones educativas del imperio romano fue en verdad devastador. Lo que las propias invasiones no destruyeron de forma directa —y fue mucho— no tardó en declinar y morir en riguroso paralelo con el declive y la muerte de la vida urbana. Si los clásicos latinos lograron sobrevivir en medio de aquel terrible, pavoroso marasmo se debió de manera exclusiva a la acción del cristianismo y, de manera muy particular, a los monasterios.
Por lo general esta labor de preservación suele relacionarse con Benito de Nursia y el monacato benedictino. Lo cierto, sin embargo, es que resulta muy anterior y que fue paralela al desgajamiento del imperio. La llegada de los monasterios a Occidente hay que atribuírsela a Juan Casiano, también conocido como Johannes Eremita o Johannes Massiliensis. Nacido en torno al 360, es decir, algo más de un siglo antes de la desaparición del imperio romano de Occidente, pero escasos años antes del desastre de Adrianópolis, pasó en su juventud quince años entre los ascetas que se habían retirado a los desiertos de Egipto. No permaneció allí, sin embargo, y viajó a Constantinopla, donde cursó estudios con Juan Crisóstomo, que le ordenó diácono. En torno al año 415, siendo ya sacerdote, Juan Casiano se estableció en Marsella y comenzó allí una traslación del monacato oriental en Occidente. Fue así como fundó los monasterios de San Pedro y San Víctor, para hombres, y San Salvador, para mujeres. Tal vez no era consciente de ello, pero su incardinamiento dentro del cristianismo occidental de una institución oriental iba a tener una trascendencia histórica extraordinaria.
Además, en Occidente, los monasterios iban a disfrutar de algunas ventajas de las que no gozaron sus hermanos de la parte oriental del imperio. El control de la Iglesia por los emperadores, ya iniciado por Constantino, se tradujo en Oriente en la sumisión de los monasterios a la legislación de Justiniano, que llegó a adquirir un valor canónico. Sin embargo, en Occidente, en medio de un mundo que se asemejaba a un encrespado océano, los monasterios iban a convertirse en islotes de saber y piedad, de la Ciudad de Dios que Agustín de Hipona, otro partidario de la vida monástica, había contrapuesto a la Ciudad de los hombres.
Un ejemplo de la veracidad de esta tesis lo tenemos en Flavio Magno Aurelio Casiodoro . Nacido en torno al 490 en Scylacium (Calabria), de familia noble, su cultura constituyó una plataforma para entrar en una administración, la del reino ostrogodo de Italia, que apenas sabía dar trémulos pasos entre las ruinas del imperio. Teodorico I el Grande, el rey de los ostrogodos, lo designó ministro y a lo largo de su reinado desempeñó diversos cargos. Debió de desenvolverse en ellos con pericia porque cuando falleció Teodorico, en el 526, su hija Amalasunta, la heredera del trono, siguió encomendándole puestos políticos de relevancia. Sin embargo, lo más importante de la carrera del cristiano Casiodoro no fue tanto su capacidad para adaptarse a unos tiempos convulsos ni tampoco el que supiera hacerlo sin renunciar a sus creencias. Lo que en realidad llama la atención es que se percatara de que aquellos tiempos de crisis no durarían indefinidamente y de que, por lo tanto, había que construir para el mañana. En torno al 550, Casiodoro fundó el monasterio de Vivarium, en Bruttium. Su finalidad no era solo preservar una fe que se enfrentaba con un mundo cuarteado e inestable, sino también preservar para el mañana. Entre las paredes del recinto se iban así a traducir y conservar multitud de manuscritos antiguos cuyo contenido no siempre era cristiano, aunque sí indispensable para la cultura. Casiodoro no se equivocó. El reino ostrogodo de Italia desapareció después de una existencia breve. Las obras copiadas y preservadas en Vivarium permanecieron.
La sociedad monástica era autónoma y difícilmente podía ser controlada por un poder político semiinexistente en Occidente. Basada en la adhesión voluntaria, perseguía encarnar las enseñanzas de Jesús que — como la vivencia de la no-violencia— la amistad entre el cristianismo y el imperio había relegado a un segundo plano. El seguimiento de una regla pretendía determinar de forma meticulosa el empleo del tiempo en tareas divinas, pero también profanas, que se veían teñidas de eternidad. Sin embargo, la concretización de esta forma de vida no dependió de la influencia oriental de Casiano, sino de otro personaje en verdad esencial para la historia europea. Nos referimos —claro está— a Benito de Nursia.
Benito de Nursia  vino al mundo en una fecha cercana al 480, es decir, menos de un lustro después de la desaparición del imperio romano de Occidente. Había nacido en una distinguida familia de Nursia, una población de Italia central, y pasó sus primeros años estudiando en Roma. Sin embargo, para el joven Benito la vivencia de la Roma posimperial fue muy desagradable. Le pareció decadente, insípida, incluso degenerada, y decidió por ello retirarse a Subiaco donde durante tres años llevó la vida propia de un ermitaño. Abandonó aquel lugar para aceptar el oficio de abad de unos monjes que vivían en el norte de Italia. Sin embargo, el episodio estuvo a punto de concluir de forma dramática. Benito estaba impregnado de convicciones y los monjes decidieron desembarazarse de él recurriendo al veneno. Descubiertos aquellos planes, Benito optó por abandonar al grupo. No mucho después fundaba un nuevo monasterio en Montecassino.
En este nuevo lugar, Benito estableció una Regla de vida no del todo original pero con unas peculiaridades de enorme interés. En lugar de primar el aislamiento de los monjes —como sucedía en Oriente— se subrayaba en ella la vida comunitaria. Además, se primaba también de manera clara el trabajo manual. La vida del monje no podía ser solo «ora», sino también «labora». En la Regla, por ejemplo, se establecía que «el monasterio debería estar organizado de tal manera que todas las cosas necesarias, como el molino, los huertos y los talleres, se encontraran en el interior de su recinto». El monasterio venía a suceder a una entidad económica autónoma como había sido la villa bajoimperial. Sin embargo, la sustituía con enormes mejoras. No existía el trabajo esclavo, puesto que todas las tareas eran realizadas por los monjes, y además se abolía la distinción —tan nefasta históricamente— entre el trabajo como actividad propia de los siervos y el ocio característico de los hombres libres. En realidad, el monje era un hombre libre por naturaleza, ya que la Regla establece (L 8, 10) de forma taxativa:

Esta es la ley bajo la que quieres militar. Si deseas observarla, entra; pero si no puedes cumplirla, vete libremente.

Pero el ejercicio de esa libertad no se produjo —al contrario del precedente pagano— sobre la esclavitud de otros, la ociosidad explotadora, el desnudo materialismo o el desprecio del trabajo.
Al mismo tiempo, el monasterio se alzó como una defensa, más o menos sólida y efectiva, puesto que solo podía recurrir a la autoridad moral, contra los abusos de poder. Pocos relatos ejemplarizan mejor esa situación que la anécdota del encuentro entre Zalla y Benito de Nursia . El primero era un recaudador de impuestos godo. Ansioso de esquilmar a un campesino romano, cuando este no pudo pagar lo que le exigía, lo sometió a tortura. El desdichado rústico, en un deseo de librarse del tormento, alegó entonces que Benito tenía sus bienes. Zalla, tras obligar al campesino a que lo guiara hasta Montecassino, encontró al abad a la entrada del monasterio leyendo. El godo intentó quebrantar entonces la resistencia del abad, pero este, poco dispuesto a dejarse presionar, se limitó a contemplar compadecido al campesino. Zalla se sintió conmovido por la entereza del monje y se arrojó a sus pies. Benito le perdonó entonces, le encomendó a los demás hermanos para que le dieran de comer y beber, y regresó a la lectura. Zalla sería después amonestado para que no incidiera de nuevo en sus crueles comportamientos. Sea o no cierto el relato —y no existen razones para negarlo—, la imagen que emerge del mismo no puede resultar más obvia. El libro, la compasión y el perdón presentes, pero también la justicia y la esperanza futuras encontraban una sede natural en el monasterio. Por último, la Regla señalaba el camino para vivir en libertad, del propio trabajo, con una comunidad de bienes y una proyección diaria hacia lo trascendente.
La situación de Montecassino, desde luego, distó mucho de ser idílica. En el 581, por ejemplo, los lombardos arrasaron el monasterio y provocaron la huida de los monjes. Sin embargo, aquella diáspora tuvo un resultado directo, y fue la extensión de la nueva cultura monástica.
Es dudoso que en sus primeros momentos el monacato benedictino pretendiera convertirse en guía cultural. No obstante, eso fue lo que sucedió. De entrada, la vida de los monjes giraba en torno al mensaje contenido en las Sagradas Escrituras. Obligado resultaba, por lo tanto, aprender a leerlas y preservarlas mediante la imprescindible labor de copia. Pero, además, esas Escrituras se habían distribuido ya con amplitud en traducciones realizadas al latín partiendo de sus textos originales en hebreo y griego. El monasterio, sin percatarse de la trascendencia de sus actos, se convirtió así en una escuela donde se enseñaba a leer y a escribir, donde se comenzaban a cultivar artes como la caligrafía, el dibujo y la pintura, donde se cultivaba la música para alabar al Creador y donde no solo se preservaban, sino que además se experimentaba con formas nuevas de cultivo de la tierra, eso en unos momentos en que el imperio se había desmoronado frente a los empujes de pueblos que no eran, por regla general, agrícolas, sino ganaderos. De la simple y humilde —pero indispensable— sabiduría vinculada al cultivo de la tierra hasta la divina que conducía por el camino de la salvación, pasando por la que conservaba a Virgilio, a César y a Cicerón, todo quedaba compendiado en la labor de los monasterios.
Pero, además, estos centros acentuaron el carácter meritocrático propio del cristianismo. Los abades no eran necesariamente nobles o libres, urbanitas o sabios. Honorato, el fundador del monasterio de Fondi, era de origen servil y campesino y eso no le impidió gobernar a doscientos monjes. Precisamente, esa impronta meritocrática y la recuperación del culto al trabajo propio de la Biblia tuvo repercusiones económicas trascendentales. Un número considerable de los monjes era de origen campesino —como Equito, del que habla Gregorio en sus Diálogos (I, 4), haciendo uso de la guadaña— y pudo emplearse en la recuperación de tierras que habían quedado baldías por efecto de las invasiones bárbaras. El terreno estéril, el pantano, el páramo fueron cediendo poco a poco su lugar a un ejército civilizador que era, a la vez, pacífico y laborioso, en suma, que encarnaba dos de las virtudes cristianas más esenciales. A estas sumaba una tercera que ya había inquietado a los paganos sagaces como Juliano. Nos referimos a la caridad. En el capítulo 36 de la Regla de Benito de Nursia se afirma:

El cuidado de los enfermos debe estar por encima de todo, ya que en verdad deben ser atendidos como Cristo, porque Él mismo dijo: Estuve enfermo y me visitasteis, y Todo lo que hicisteis a esos pequeños, a Mí me lo hicisteis.

En los siglos siguientes, los monasterios constituirían focos de ayuda a los menesterosos, de defensa de los débiles y de resistencia crítica frente al poder político arbitrario. Así contribuirían a sentar las bases más sólidas de la Europa medieval.



Las misiones monásticas y el surgimiento de las culturas del noroeste y centro de Europa.


Pero el monacato no se limitó a restaurar lo dañado por los bárbaros ni a conservar lo creado por la cultura clásica. También extendió esa influencia a través de los misioneros hacia zonas que jamás habían conocido los beneficios derivados del gobierno romano, y lo hizo eliminando las barreras históricas entre romanos y bárbaros, igual que antaño lo había hecho entre judíos y gentiles.
El caso más paradigmático —que no el único— fue el de Irlanda, una isla que no había sido alcanzada por el influjo civilizador de Roma. El artífice, de nuevo, fue un hombre de extracción humilde, un origen que el cristianismo convirtió en indiferente de acuerdo con su propia tradición igualadora. Se llamaba Patricio  y nació en torno al año 389 en algún lugar al sudoeste de Gran Bretaña. A los dieciséis años fue secuestrado por piratas irlandeses y reducido a la esclavitud. En esa condición pasó seis años en la montaña Slemish en el condado de Antrim, según la tradición, o en el de Connacht (Connaught). Sin embargo, logró escapar, llegó al norte de la Galia y se convirtió al cristianismo.
La aceptación de la nueva fe le proporcionó una cosmovisión bien diferente a la que hubiera podido tener hasta entonces. Ansió regresar a Irlanda, la tierra de la amarga cautividad, pero no para vengarse, sino para compartir el Evangelio con aquellos que habían sido sus captores.
Tras ser ordenado sacerdote, logró su propósito, y en el año 431 fue nombrado obispo. Su tarea no resultó fácil —es conocida la anécdota de cómo recurrió al trébol, que acabaría convirtiéndose en símbolo suyo, para enseñar a los paganos irlandeses la doctrina de la Trinidad—, pero resultó fecunda, y no solo en términos espirituales. Uno de los cantos compuestos por él, el denominado Lorica, conservado en el Libro de los himnos, constituye de hecho el inicio de la literatura irlandesa, pero además su ejemplo cundió pronto llevando la lengua latina a los lugares más apartados de los mares del Norte, desde las Féroe a Islandia. Pero no se trató solo de la lengua del imperio, utilizada, entre otras cosas, para componer versos inspirados en los modelos de la Antigüedad. En los monasterios célticos se abordaron las cuestiones astronómicas, se establecieron cálculos cronológicos, se estudió la lengua griega —aquella en la que había sido redactado el Nuevo Testamento—, hasta el punto de que en el siglo IX no eran pocos los irlandeses que la conocían con una profundidad notable. Los evangeliarios y los salterios irlandeses  —¿acaso no iba a ser el arpa de David un componente esencial del escudo de Irlanda en el futuro?—, que aún provocan nuestra admiración, fueron solo algunas de las manifestaciones de una nueva cultura que sabía aunar bajo el impulso fraternal del cristianismo la lengua vernácula de los irlandeses con lo mejor de la cultura clásica.
A lo largo del siglo VII, los herederos de la Iglesia céltica de Patricio difundieron el Evangelio y la cultura clásica por el noroeste de Europa. Nombres como los de Valerio (m. 633), Gall (m. 640), Fara (m. 657), Omer (m. 670), Ouen y Filiberto (ambos m. 684) o Bertín (m. 709) son jalones masculinos y femeninos de una impregnación cultural entre los pueblos célticos y germánicos que nunca lograron las legiones romanas. Pero ahora el avance occidental no pretendía subrayar la superioridad de una raza, de una cultura, de una nación sobre otra, sino sellar la fraternidad entre pueblos diferentes en torno a un mensaje de salvación, caridad y esperanza. Quizá por ello no debería sorprender tanto que los resultados acabaran siendo radicalmente distintos.
Quizá una de las cumbres de este avance incontenible se produjo durante estos siglos con la conversión de los anglosajones. El origen de este episodio ha sido relatado en multitud de ocasiones. Gregorio Magno habría visto a unos esclavos anglos (angli) y, sorprendido por su prestancia, habría dicho que eran más bien ángeles (angeli), decidiendo alcanzarlos con el Evangelio. Gregorio Magno envió para esta misión a Agustín, un monje latino, que llegaría al reino de Kent sobre el año 596. Durante el siglo siguiente, el monacato occidental llegó a Northumbria de la mano de Vifredo (634-709) y Benito Biscop (628-690). Mientras un huido de la expansión islámica llamado Teodoro, ayudado por Adriano, que procedía de África, en torno al 669, convertía Canterbury en un centro de enseñanza, Benito Biscop importaba a Inglaterra la cultura occidental. En el curso de distintos viajes que realizó al continente, el monje fue tomando consigo manuscritos, pinturas, ropas, amén de albañiles, vidrieros y cantores que desembarcaron en una Inglaterra ayuna de todas aquellas exquisiteces. De la obra conjunta —no pocas veces coordinada— de los misioneros latinos y célticos surgieron los Evangelios de Lindisfarne, la literatura vernácula, la obra de Beda el Venerable, el arte de las cruces de piedra de los anglos y, por supuesto, el trasplante del mundo clásico a las tierras brumosas del norte donde nunca había podido arraigarse.
Al igual que las islas británicas, Germania se había mantenido siempre impenetrable al influjo del imperio. Quizá en mayor medida, ya que durante siglos Roma logró mantener un cierto control sobre Inglaterra hasta el limes formado por el muro de Adriano. Sin embargo, en relación con Germania, el imperio romano había conseguido como mucho detener el avance de sus belicosas tribus en algunas ocasiones. No obstante, nunca había dominado sus tierras ni, al fin y a la postre, se había mostrado capaz de paralizar por completo el avance de sus pobladores. No hace falta decir que tampoco logró imbuirles una cultura que ellos como nadie aniquilaron al paso de sus huestes. Esa tarea la cumplirían también los misioneros cristianos y, de manera muy especial, Bonifacio, un benedictino anglosajón.
Nacido en Kirton , en el reino de Wessex, en torno al año 675, Bonifacio se llamaba originalmente Wynfrid. Recibió su educación en el monasterio de Nursling (Hampshire), del que se convirtió en abad sobre el año 717. Al año siguiente, Gregorio II autorizó su misión evangelizadora en la pagana Germania. El recorrido de Bonifacio, a pie y en un ambiente abiertamente   hostil,   resulta   casi   sobrecogedor.  Durante   años   cruzó Turingia, Baviera, Frisia, Hesse y Sajonia. En el 723 tuvo que abandonar por un tiempo Germania para acudir a un llamamiento del Papa. La intención del obispo de Roma era consagrarle obispo y entregarle unas cartas dirigidas a Carlos Martel, el rey franco de Austrasia. Fue un paréntesis breve. En el 724, Bonifacio se hallaba en Hesse y se enfrentó con más energía que nunca al paganismo. En el año 738, tras ser nombrado arzobispo y primado de la Iglesia germana, Bonifacio realizó un tercer viaje a Roma. Le quedaba poco tiempo de vida, ya que unos paganos lo asesinaron en Dokkun, Frisia (hoy en los Países Bajos). Sin embargo, para aquel entonces el cristianismo —que no contaba ni siquiera con las armas de que habían dispuesto antaño las legiones romanas— ya había vencido en Germania. Bonifacio había mantenido unas relaciones que vinculaban entre sí lo mismo a la iglesia italiana que a las célticas con la nueva germánica. La unión imperial podía haberse desmoronado, pero se estaban sentando las bases de una nueva unidad europea que trascendiera incluso los límites máximos del imperio romano. No solo eso. Estaba a punto de asistirse a la reconstrucción del imperio de Occidente, un Occidente que, como veremos en el capítulo siguiente, se enfrentaba entonces a terribles amenazas.


«¡Combatid contra quienes, tras recibir la Escritura, no creen en Allah, ni en el último día, ni prohiben lo que Dios y Su enviado han prohibido, ni practican la religión verdadera, hasta que, humillados, paguen el tributo!».

(Corán 9,29).

«Realizan incursiones sobre Saqlaba navegando en barcos. Los capturan y los llevan a Jazar y a Bulkar, con las que comercian... cuando nace un niño, su padre lleva una espada desnuda al lugar donde se encuentra el recién nacido y la coloca en sus manos diciéndole: No te dejaré riquezas y solo tendrás lo que con la espada ganes para ti mismo.»

(Ibn Rusta, sobre los varegos).







56-  Sobre este periodo, en relación con la historia eclesiástica, véanse: J. Quasten, Patrología, Madrid, 1968, 1973 y 1981; C. Vidal, Diccionario de Patrística, Estella, 1997. Sobre temas más generales, véanse: E. Albertini, L'Empire romain, París, 1929; P. Allard, Julien l'Apostat, París, 1900-1903; P. Battifol, La Paix Constantinienne et le Catholicisme, París, 1914; G. Boissier, La fin du paganisme, París, 1922; J. B. Bury, History of the Later Roman Empire from the Death of Theodosius I to the Death of Justinian, Londres, 1923; J. Zeiller, L'Empire romain et l'Église, París, 1928.
57-  Precisamente esa popularidad explica las dificultades con las que chocó para su cumplimiento. En la parte oriental del imperio se cumplió sin dificultad; en la occidental hubo que esperar hasta inicios del siglo siguiente para que se respetara. En ese sentido, véase: A. H. M. Jones, Constantine and the Conversion of Europe, Nueva York, 1962, págs. 188 y sigs.
58-  Sobre Agustín y el cristianismo africano, véanse: G. Bardy, L'Afrique chrétienne, París, 1930; P. Brown, Agustín de Hipona, Madrid, 1969; C. Cecchelli, África cristiana: África romana, Roma, 1936; H. Lecrecq, L'Afrique chrétienne, 2 vols., París, 1904; L. Nos de Muro, San Agustín de Hipona, 1989; A. Trape, S. Agostino: l'uomo, il pastore, il místico, Fossano, 1976; F. Van der Meer, San Agustín, Barcelona, 1965.
59-  Sobre este tema, véase, en particular: J. Pelikan, The Emergence of the Catholic Tradition (100-600), Chicago y Londres, 1971, con abundante bibliografía. De interés además resultan : J. B. Bury, op. cit.; ídem, The Invasion of Europe by the Barbarians, Londres, 1928; H. M. Chadwick, The Heroic Age, Cambridge, 1912; E. K. Rand, Founders of the Middle Ages, Harvard, 1928.
60-  Homilías sobre Ezequiel, II, Epístola VI, 22.
61-  Sobre este tema, véase, en particular: J. Pelikan, The Emergence of the Catholic Tradition (100-600), Chicago y Londres, 1971, con abundante bibliografía. De interés además resultan: J. B. Bury, op. cit.; ídem, The Invasion of Europe by the Barbarians, Londres, 1928; H. M. Chadwick, The Heroic Age, Cambridge, 1912; E. K. Rand, Founders of the Middle Ages, Harvard, 1928.
62-  Sobre Juan Casiano, véase: O. Chadwick, John Cassian, Cambridge, 1968.
63-  Sobre Benito de Nursia, véanse: C. Vidal, «Benito de Nursia», en Diccionario histórico del cristianismo, Estella, 1999; C. Butler, Benedictine Monachism, Londres, 1919; S. Hilpisch, Geschichte des Benediktinischen Mönchtums, Friburgo, 1929; D. Knowles, El monacato cristiano, Madrid, 1969, págs. 37 y sigs.; H. Leclercq, L'ordre bénédictin, París, 1943; L. M. de Lojendio, San Benito, ayer y hoy, Zamora, 1985.
64-  El episodio ha sido recogido por Gregorio en Diálogos, 2, 31.
65-  Sobre Patricio y la expansión céltica del cristianismo, véanse: B. Bradshaw, An Introduction to Celtic Christianity, Edimburgo, 1989; A. Bellensheim, Geschichte der katholischen Kirche in Irland, I, Maguncia, 1890; J. B. Bury, The Life of Saint Patrick and his Place in History, Londres, 1905; T. Cahill, How the Irish saved the Civilization, 1995; L. Gougaud, Christianity in Celtic Lands, Londres, 1932; K. Hughes, The Church in Early Irish Society, Londres, 1966; J. R Kenney, The Sources of the Early History of Ireland, I, Nueva York, 1929; L. de Paor, Saint Patrick's World, Notre Dame, 1993; J. Ryan, Irish Monasticism, Londres, 1931
66-  Sobre estos, véanse: F. Henry, Irish Art, Nueva York, 1965, y C. de Hamel, A History of Illuminated Manuscripts, Boston, 1986.
67-  Sobre Bonifacio, véanse: H. Hahn, Bonifaz und Lul, Leipzig, 1883; A. Hauck, Kirchengeschichte Deutschlands, I, 3, 1922; G. Kurth, Saint Boniface, París, 1913; J. J. Laux, Der Heilige Bonifatius, Friburgo de Brisgovia, 1922.

No hay comentarios:

Publicar un comentario