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miércoles, 30 de junio de 2010

Cristianismo en la cultura occidental -5-

Segunda parte.

5

La reconstrucción del imperio y la Segunda Edad Oscura.

La amenaza islámica.


El cuarteamiento del imperio romano y su atomización en distintos reinos bárbaros no significó el inicio de la calma para reconstruir Occidente. Es cierto que el cristianismo estaba sentando las bases de una nueva cultura internacional y que comenzaba a transmitir no solo su mensaje evangélico, sino la cultura clásica, a pueblos nunca alcanzados por Roma. Con todo, las amenazas que iban a comenzar a cernirse sobre Occidente en el periodo situado cronológicamente entre el siglo VII y el X serían colosales y estarían a punto de sumirlo en un caos cultural, social y económico muy superior al ocasionado por las invasiones bárbaras. La primera de estas amenazas, una amenaza que duraría hasta el siglo XX, fue el islam. Sus jalones históricos son lo suficientemente conocidos como para que podamos abstenernos de su repetición exhaustiva, pero debemos, no obstante, detenernos en algunos aspectos esenciales para nuestra exposición. Mahoma, su fundador, vino al mundo en La Meca (Arabia) en torno al año 570. Su padre falleció antes de que tuviera lugar su nacimiento y su madre murió cuando Mahoma tenía cinco o seis años de edad. El cuidado del pequeño recayó entonces en su abuelo Abd al-Muttalib, y a la muerte de este, poco después, en su tío Abú Tálib. Sabemos poco de esta parte de la vida de Mahoma. Al parecer, viajó a Siria por razones comerciales y allí conoció a monjes cristianos. Desde luego, es indiscutible que las descripciones del infierno y del juicio final que se contienen en el Corán son muy similares a las que aquellos empleaban en sus predicaciones. A los veinticinco años, Mahoma contrajo matrimonio con una viuda rica, Jadija, lo que mejoró económicamente su suerte hasta el punto de permitirle retirarse con relativa frecuencia a la cueva de un monte para dedicarse a la meditación. Cuando rondaba los cuarenta años, según su testimonio, Mahoma recibió la visita de un ser angélico que le ordenó recitar lo que luego sería la sura 96 del Corán. Fue la insistencia de su esposa Jadija en que se trataba de una experiencia procedente de Dios lo que disipó las dudas de Mahoma. Este, de hecho, se encontraba en aquel entonces sumido en una situación de malestar espiritual y psicológico que estuvo acompañado, en ocasiones, de tentaciones de suicidio. El episodio de la primera revelación ha sido, a veces, explicado como producto de algún tipo de desarreglo psicológico, pero una explicación de ese tipo nunca llega a ser del todo convincente. Por otro lado, no parece que existan dudas razonables sobre la sinceridad de Mahoma. Su predicación de estos primeros tiempos, muy rudimentaria, se centró en proclamar a Allah —al que los árabes tenían como su dios más importante— como único Dios, y en insistir en la necesidad de ser honrado y de ayudar a los pobres. También se incluía en esta primitiva predicación el anuncio de un próximo fin del mundo. En términos generales, pues, la predicación de Mahoma no era original y, por el contrario, se asemejaba a la de ciertos monoteístas que entonces había en Arabia.
El factor diferenciador más claro era la identificación de Mahoma con el enviado de Allah.
La predicación de Mahoma no fue bien recibida por sus compatriotas y cuando hacia el año 619 murieron Jadija y Abú Tálib, el nuevo profeta se encontró sin ningún protector. Sobre estos años parece haber ido añadiendo a su mensaje inicial elementos tomados del cristianismo, como la creencia en el infierno y en el paraíso, la aceptación de Jesús como mesías, etc., y del judaísmo, como el reconocimiento de sus patriarcas y profetas, la prohibición de comer cerdo o la oración en dirección a Jerusalén.
La hostilidad creciente en La Meca y las relaciones que tenía con gente de Medina le impulsaron a enviar allí a algunos de sus fieles (otros ya habían huido antes a Abisinia), a los que siguió, acompañado de Abú Bakr, el año 622. Esta huida, hijra o égira, serviría de inicio de la era islámica y, ciertamente, marcó un punto de inflexión en la predicación y la conducta de Mahoma. La obtención del poder político y el rechazo de los judíos —que acusaban comprensiblemente las incoherencias entre el Antiguo Testamento y la predicación de Mahoma— le llevaron a adoptar una postura no solo de ruptura (la oración se haría en dirección a La Meca, etc.), sino de abierta hostilidad que, en ocasiones, rayó en el semiexterminio de los judíos y en el empleo de la violencia —incluyendo no solo la guerra, sino también el asesinato— dirigida contra sus enemigos.
En esta parte de su vida, resulta obvio que Mahoma tenía ya un mensaje espiritual bien definido y distinto del presentado por el judaísmo y el cristianismo, del que también se había ido desmarcando, negando, por ejemplo, la muerte y resurrección de Jesús, aunque existe la posibilidad de que, al principio, creyera en ambas. De este periodo proceden asimismo aquellas suras del Corán que se manifiestan hostiles a judíos y cristianos. Era obvio que Mahoma ya no esperaba una conversión derivada de la persuasión y que había decidido valerse de la espada para obtener sus objetivos.
En el 630, tomando como pretexto la petición de ayuda de sus aliados juza'a, Mahoma se dirigió con un ejército contra La Meca, a la vez que ofrecía una amnistía general. La ciudad optó por abrirle las puertas y se evitó el derramamiento de sangre. Sin embargo, la tolerancia religiosa desapareció por completo. En Arabia solo podrían vivir los musulmanes. A los que no se sometieran a la nueva fe les esperaba la muerte.
En el 632, Mahoma encabezó la denominada «peregrinación de la despedida», pronunciando en el monte Arafat un sermón en el que declaró suprimidas muchas de las doctrinas anteriores al islam e insistió en que se dejaran guiar por el Corán. Pocos meses después fallecía en Medina, quizá como consecuencia de las secuelas de un intento de envenenamiento realizado por una de sus esposas, judía, que deseaba vengar las persecuciones que el profeta había desencadenado contra su pueblo. Según una tradición, Ornar anunció que el profeta no había muerto, sino que resucitaría en unos días. Fue Abú Bakr el que negó tal extremo y ordenó a la gente que volviera su atención solo hacia Allah, que nunca muere.
La religión predicada por Mahoma no era solo abiertamente militante. Además, consideraba lícita la expansión mediante el recurso a la violencia e incluso prometía recompensas ultraterrenas en un paraíso descrito en términos materiales para aquellos que cayeran en el combate. En este sentido, planteaba una amenaza para los territorios cercanos a Arabia que muy difícilmente podían aceptar una religión que chocaba con sus creencias. Para los musulmanes, Mahoma es el enviado de Dios, el mayor y último de los profetas, y su revelación, contenida en el Corán, es asimismo la final y definitiva. Pero tal visión no podía ser aceptada de buena gana ni por judíos ni por cristianos. Para los primeros, había resultado evidente desde el principio que Mahoma conocía mal y de manera insuficiente el Antiguo Testamento y que el Corán presentaba contradicciones importantes con este como las de sustituir a Isaac por Ismael en lo relativo a las promesas, la de identificar a la María, hermana de Moisés, con la madre de Jesús, etc. El hecho de que Mahoma desencadenara una política de práctico exterminio contra las tribus judías de Arabia, sin duda, no contribuyó a mejorar tal opinión.
En el caso del cristianismo, el juicio sobre Mahoma no podía ser mejor. El Nuevo Testamento acepta la posibilidad de que se reciban mensajes procedentes de ángeles, pero insiste en que estos no deben ser jamás aceptados si se contradicen con la enseñanza del Evangelio (Gálatas 1, 6-9), puesto que el mismo Satanás puede disfrazarse como ángel de luz (II Corintios 11, 14). Partiendo de esa base, y aun admitiendo que Mahoma recibiera una revelación angélica, desde el punto de vista cristiano, ese ángel no podía haber procedido de Dios y una de las pruebas sería, como alegaban los judíos, las evidentes contradicciones entre el Corán y la revelación bíblica. El islam se oponía a muchas de las enseñanzas esenciales del cristianismo contenidas en el Nuevo Testamento, como eran la creencia en la Trinidad, la muerte redentora de Jesús en la cruz y su resurrección, etc.
Pero, casi con seguridad, lo que más colisionaba del islam con el cristianismo no eran las cuestiones teológicas, sino la figura del profeta y, en particular, los diferentes conceptos culturales. La figura de Mahoma no estaba desprovista de cualidades notables. Por ejemplo, no parece haber mostrado jamás deseos de enriquecerse, aunque pudo hacerlo, y murió en una condición económica modesta. De la misma manera, había insistido en la institución de la limosna y el interés por proporcionar a la oración un papel muy relevante en la vida espiritual. Sin embargo, otros rasgos de su carácter resultaban escandalosos. Entre ellos se hallaba la utilización de la guerra con fines religiosos —algo que, incluso después de la aceptación de la licitud de la guerra defensiva, resultaba repugnante para la mentalidad cristiana—; su pasión por las mujeres, que le llevó a superar el máximo de cuatro esposas permitido a sus seguidores, a desposarse con una niña de ocho-nueve años, y a tomar como mujer a la esposa de un familiar; su recurso político a la violencia casi ilimitada, como en el semiexterminio de algunas de las tribus judías de Arabia o en las órdenes de asesinar a algunos de sus enemigos políticos; o su tendencia al engrandecimiento personal, como se evidencia en las suras de Medina (2, 279; 9, 3; 24, 49), donde aparece la expresión «Dios y su mensajero».
Por lo que se refería a la cultura que podía emanar de la cosmovisión islámica, no podía chocar de modo más radical con la que estaba creando el cristianismo en Occidente. Frente a una  sociedad a la que intentaba impregnar de pacifismo, el islam propugnaba la guerra santa; frente a un universalismo por encima de las distintas culturas y pueblos, el islam asentaba una aristocracia árabe superpuesta sobre las poblaciones locales; frente a una ética del trabajo, el islam defendía un modelo social aristocrático en el que los conquistadores vivían de los impuestos arrancados a los vencidos pertenecientes a otra fe; frente al respeto al individuo, el islam significaba la creación de una sociedad en la que la persona no tenía existencia propia salvo como parte de la ummah o como miembro de una comunidad sometida; frente a una visión de la familia fiel, monógama y con un papel digno para la mujer, el islam abogaba por la poligamia, la libertad de concubinato y una relegación de la mujer solo semejante a la de algunas religiones orientales.
El cristianismo no había conseguido revertir la impronta de los derechos romano y germánico, y equiparar de manera total a las mujeres con los varones. Sin embargo, no podía sino contemplar con aversión afirmaciones como las contenidas en la aleya 34, de la sura 4:

¡Amonestad a aquellas de las que temáis que se rebelen! ¡Dejadlas solas en el lecho! ¡Golpeadlas! Si os obedecen, no os metáis más con ellas.

O en la 15 de la misma sura:

Llamad a cuatro testigos de vosotros contra aquellas de vuestras mujeres que sean culpables de falta de honestidad. Si dan testimonio contra ellas, encerradlas en casa hasta que mueran o hasta que Dios les procure una salida .

El avance —militar y religioso— del islam fue espectacular y superó en rapidez y capacidad de aniquilación a las invasiones germánicas. El califa Ornar, el segundo de los sucesores de Mahoma, conquistó Siria en 635, Palestina en 638 y Persia en 642, un año en el que uno de sus generales, Amr ibn al-As, llegó a Egipto. En un claro precedente de lo que sería en repetidas ocasiones la expansión islámica, el califa Ornar ordenó quemar la Biblioteca de Alejandría, alegando que si lo que en ella estaba custodiado era igual al Corán no era necesario y si discrepaba con el libro sagrado no tenía derecho a existir.
No solo los libros en que se recogía el saber de la Antigüedad iban a enfrentarse con un aciago destino. A los cristianos y judíos sobre los que cayeron las fuerzas musulmanas solo se les ofreció una alternativa, la misma que había concebido Mahoma y que había aplicado inexorablemente en Arabia: o la capitulación absoluta y la reducción al estado de población sometida  y  despojada  antes  de  que  se  cruzaran  las  espadas  o  el degollamiento de todos los varones y la esclavitud de las mujeres y los niños si habían osado defenderse y habían resultado derrotados.
La muerte de Ornar y las guerras civiles vinculadas con Alí y sus adversarios detuvieron el avance musulmán, pero se trató solo de una pausa momentánea. Es cierto que en el 667 Muhawiya fue contenido por Bizancio, pero eso no impidió que prosiguiera sus conquistas en Oriente por Kabul, Bujara y Samarkanda. En 689 Abd al-Malik conquistó Cartago y poco después penetró en Marruecos. En 711, valiéndose de las disensiones dinásticas visigodas, los musulmanes cruzaron el estrecho de Gibraltar y pisaron por primera vez territorio europeo. En apenas unos meses, deshicieron la monarquía germánica que reinaba en España y se dirigieron hacia el reino de los francos, situado al norte de los Pirineos.
Occidente, un Occidente que comenzaba a salir del marasmo de las invasiones germánicas gracias a la labor reconstructora del cristianismo, acababa de quedar embotellado, aislado del resto del mundo, por un poder islámico hostil y agresivo que controlaba el Mediterráneo. Pronto se vería enfrentado además con una nueva oleada de invasiones bárbaras que en nada desmerecería por su gravedad de las sufridas durante los siglos III-V. Sin embargo, antes de que así sucediera el cristianismo iba a ser un elemento esencial en un intento de reconstrucción del imperio romano y en la edificación de una cultura europea nueva en la que se entrelazaran la sabiduría clásica y la piedad cristiana.
La monarquía franca y la reconstrucción del imperio




Los francos era una tribu germánica que a mediados del siglo III hizo acto de presencia en el Medio y Bajo Rhin. Su establecimiento en tierras del imperio se produjo en torno al año 253 y poco después se dividieron en francos salios, asentados en el Bajo Rhin, y francos ripuarios, situados en el curso medio del mismo río. Como sucedió con otros pueblos germánicos, los salios se convirtieron en aliados de Roma, pero cuando esta abandonó el Rhin, a inicios del siglo V, aprovecharon el vacío de poder para controlar la práctica totalidad del territorio situado al norte del río Loira.
Con Clodoveo I, los salios prosiguieron su avance hacia Occidente. En el 486 Clodoveo destituyó a Siagrio, último gobernador romano de la Galia, y a continuación fue imponiendo su dominio sobre otras tribus germánicas como los alamanes, los burgundios, los visigodos de Aquitania y los francos ripuarios. Tal vez, la monarquía franca hubiera corrido una suerte efímera como la ostrogoda o la vándala de no haberse producido un acontecimiento de extraordinaria trascendencia. Clodoveo era consciente de las limitaciones con las que se enfrentaba para consolidar su reino y, sobre todo, casado con una princesa cristiana llamada Clotilde, justo diez años después de haber destituido al representante del poder imperial en la Galia, abrazó la fe cristiana. Como en el caso de Constantino, la razón fue política y bélica, aunque no se puedan descartar otras motivaciones. En vísperas de la batalla de Vouillé, en la que se enfrentó con los alamanes, el rey de los francos había orado: «Jesucristo, de quien dice Clotilde que eres el Hijo de Dios vivo: socórreme. Si me otorgas la victoria sobre el enemigo, creeré en Ti y me haré bautizar». Vencedor, cumplió su palabra.
La traducción en términos sociales de este acto fue de enorme trascendencia. A diferencia de lo sucedido con visigodos, burgundios o vándalos, los francos no privaron a la población autóctona de sus tierras y esta fue considerada súbdita del rey franco con igualdad de derechos con los germanos. Al cabo de dos generaciones, la fusión entre ambos pueblos era un hecho. También lo era una romanización de los germanos que se tradujo incluso en la utilización de una lengua romance y en la transformación de su reino en el más homogéneo de los bárbaros nacidos de la descomposición del imperio.
Sin embargo, una de las circunstancias que iban a revelarse más fecundas fue la estrecha relación que se estableció entre la monarquía franca y el Papado. Cuando, tras la muerte de Clodoveo, el reino se dividió entre sus cuatro hijos y poco a poco fue experimentando un debilitamiento del monarca en favor del mayordomo de palacio (major domus), esa relación no desapareció.
En el año 687, Pipino de Heristal, mayordomo de palacio de Austrasia, depuso a los gobernantes de Neustria (la parte occidental) y de Borgoña y se autonombró major domus de un reino franco unificado. Su hijo Carlos Martel amplió las fronteras del reino hacia el este y en el 732 repelió una invasión musulmana —ya muy debilitada por el papel de escudo que estaba desempeñando en España el reino cristiano de Asturias— en Poitiers. El islam seguía amenazando a Occidente, pero en España había cosechado su primera derrota y, a lo largo de los siglos siguientes, iría perdiendo casi palmo a palmo el territorio conquistado en Europa. Por su parte, las óptimas relaciones entre la monarquía franca y el obispo de Roma llegaron a su punto máximo con el nieto de Carlos Martel, Carlomagno, que protagonizaría el primer intento occidental de reconstrucción del imperio.
Carlos, el posterior Carlomagno, nació probablemente en Aquisgrán, en la actual Alemania, el 2 abril del 742, y era hijo del rey franco Pipino el Breve. En el 751, cuando Carlos era aún un niño, Pipino destronó al último rey merovingio y asumió el título real. Su acto —una mera formalización de una realidad material que duraba siglos— se vio sancionado mediante la coronación nevada a cabo por el papa Esteban II en el 754. Además, el Papa ungió a Carlos y a su hermano menor, Carlomán. Ese mismo año, como muestra de agradecimiento, Pipino invadió Italia para proteger al Papa de los lombardos. Cuando Pipino murió en el 768, el gobierno de sus reinos fue compartido entre sus dos hijos, pero en el 771 Carlomán murió de forma repentina y Carlomagno aprovechó para asumir el control de sus territorios. Al año siguiente, la intervención de Carlos en Italia para proteger al papa Adriano I de los lombardos confirmó una alianza que había sido beneficiosa para ambas partes.
Durante los años siguientes, Carlomagno se embarcó en una serie de campañas que pretendían proteger al Occidente más o menos cristianizado de la amenaza de musulmanes y paganos. En el 772, Carlomagno comenzó a repeler las incursiones de los sajones (una guerra intermitente que se alargaría tres décadas); en el 778 llevaría a cabo una campaña en España concluida con la derrota de Roncesvalles; en el 788 sometió a los bávaros, y entre los años 791 y 796 contuvo y conquistó el territorio de los ávaros, que equivalía, grosso modo, a las actuales Hungría y Austria.
Carlomagno estaba imbuido de una visión muy similar a la del imperio romano y creía estar defendiendo el orbe civilizado contra el asedio de pueblos bárbaros. Sin embargo, a esta antigua cosmovisión romana sumaba un elemento esencial, y era la convicción de que el nuevo imperio debía articularse ideológicamente sobre el cristianismo, y de manera más específica, sobre el cristianismo predicado por la sede romana, la más importante de todo Occidente. Este aspecto, además, tenía una importancia ineludible, ya que era el único vínculo real que podía entrelazar con solidez realidades culturales tan distintas como las de los pueblos que formaban su reino. No resulta por ello extraño que, en la Navidad del año 800, Carlomagno —que se había arrodillado para orar en la basílica de San Pedro en Roma— fuera coronado por el papa León III como gran y pacífico emperador de los romanos .
Es difícil exagerar la trascendencia de este acto que no se produjo en el vacío y que podía retrotraerse en sus intenciones al mismo momento en que Carlos fue coronado rey de los francos. A partir del 800, el territorio dominado por Carlomagno no aumentó, por lo que no fueron nuevas conquistas los resultados de la unción imperial. Más bien lo que hallamos es la aceptación de una serie de elementos derivados de la cultura cristiana de enorme importancia y fecundo porvenir.
Hasta aquel entonces, la legislación de los reinos occidentales había sido el derecho bárbaro con retoques más o menos profundos, en ocasiones del todo superficiales, de valores cristianos. La legislación carolingia significó una ruptura con el pasado. Pretendería —que lo consiguiera es cuestión diferente— promulgar unas leyes nuevas derivadas de la ética cristiana que pasara por encima de los precedentes romanos y germánicos. No deja de ser significativo que Cataúlfo en una carta dirigida a Carlos al inicio de su reinado le animara a seguir la Biblia para gobernar a la manera del consejo contenido en Deuteronomio 17, 18-20. Con ello, no se intentaba crear una teocracia, sino más bien establecer un constitucionalismo cuya legitimidad derivaría de la sujeción a ciertas normas éticas. Tampoco puede sorprender que la lectura favorita del emperador fuera la Ciudad de Dios de Agustín de Hipona. En otras palabras, su labor de gobierno pretendería traducir al terreno de la política principios ya presentes en el Nuevo Testamento, los de que la legitimidad se sustenta en la defensa de ciertos valores y que el abandono de los mismos legitima la desobediencia al gobernante. En el año 834, la deposición de Luis el Piadoso derivará precisamente de la aplicación práctica y real de estos principios.
El gobierno de Carlomagno no solo significó la aceptación de un núcleo de constitucionalismo político o un intento de reunificar el imperio —por lo tanto, un precedente de la Europa unida— frente a las amenazas externas. También implicó de manera muy principal la oficialización regia de la tarea cultural y educativa desempeñada por el cristianismo en los siglos anteriores. Entroncando con precedentes hispánicos —Teodulfo tenía claras conexiones con el polígrafo Isidoro de Sevilla y también lo conocía Alcuino de York, tal vez a través de Beda—, el denominado renacimiento carolingio va a constituir una fecunda fusión de la cultura clásica y la cristiana. La Biblia es el texto glosado con más frecuencia, pero seguido por Virgilio. Alcuino compone una guía para el estudio de la retórica basada en el De inventione de Cicerón, pero, a la vez, se ejecutan extraordinarias copias manuscritas de la Biblia. Eginardo historia dejando de manifiesto la influencia de César, Tito Livio, Floro, Tácito, Justino y Osorio, y, al mismo tiempo, supervisa la construcción de iglesias en las que se percibe —una vez más— la influencia artística española. Carlomagno — que gusta de ser llamado en privado David, como el rey bíblico— dispone que las sedes episcopales y los monasterios no se ocupen solo de cultivar la piedad, sino también de cultivar las ciencias y enseñar a los que no saben. Incluso —en un proyecto que no terminó de llevarse a la práctica— la Capitular I, 235 estableció que todos los niños debían recibir instrucción elemental, una instrucción que debía ser gratuita (Cap. I, 238). Las traducciones, la creación de bibliotecas, la recuperación y el fomento de las artes son solo algunas de las manifestaciones de un imperio que se desea cristiano y que, siquiera en parte, incorpora valores propios de esta fe. De estos, al lado de la sabiduría iba a ocupar su lugar la caridad.
Aun con la distancia del tiempo llama la atención la manera en que Carlomagno sintió preocupación por la asistencia social. Carlos se consideraba protector directo de débiles y necesitados (Cap. I, 93) y no cesó de articular medidas legales relacionadas con este tema. Por ejemplo, se prohibió de manera terminante negar techo, hogar y fuego a los viajeros; se castigó con severidad el rehusar socorro a un barco en peligro de naufragar; se mantuvieron los hospicios y xenodoquias en la mayor parte de las ciudades italianas y se crearon otros nuevos en las residencias episcopales del imperio franco al oeste del Rhin.
Además, se aprobaron normas que pretendían evitar la explotación de los más débiles. Así, se prohibieron los préstamos con interés (Cap. I, 244) y el acaparamiento de víveres de primera necesidad, se estableció el precio oficial de bienes imprescindibles como los alimentos (794) o la ropa (808) y se buscó, en términos generales, impedir la formación de monopolios y favorecer la circulación de bienes en beneficio del consumidor. Incluso en la legislación matrimonial, Carlos intentó defender a los más desprotegidos. Por ejemplo, se prohibió a los maridos repudiar a sus esposas y contraer nuevo matrimonio salvo que mediara el adulterio (Cap. I, 30), aunque, a la vez, se autorizó el divorcio por razones como la no consumación del matrimonio, el intento de asesinato, la entrada en religión o la negativa a seguir al cónyuge a otras tierras (Cap. I, 40 y sigs.).
Todo esto resultó paralelo —que no sustituyó— a la asistencia proporcionada por iglesias rurales y monasterios. De estos, la totalidad contaba con servicios de ayuda a los desfavorecidos y la mayor parte disponía de hospederías para viajeros. El monasterio de Saint-Riquier, por ejemplo, entregaba ayudas a diario a trescientos pobres y a ciento cincuenta viudas, una cifra elevada para la demografía de la época. Asimismo se construyeron, por lo general bajo el cuidado de instituciones eclesiásticas, hospitales para enfermos, leproserías o alojamientos para viajeros en los pasos montañosos de difícil acceso como el del Septimer. No fue menor el papel de la Iglesia en el aumento de las manumisiones, un fenómeno que ya tenía precedentes en los primeros años de tolerancia del imperio romano hacia el cristianismo.
Sin embargo, tampoco esta vez el intento de imperio, si no cristiano, sí influido por el cristianismo, iba a durar mucho. Antes de que Carlomagno exhalara su último aliento comenzó a quedar de manifiesto que sobre Occidente se cernían amenazas que en nada desmerecían por su gravedad de las que habían supuesto los bárbaros.


La segunda oleada de invasiones bárbaras y la segunda edad oscura.


Carlomagno, que en teoría estaba destinado a compartir la corona con un hermano suyo, gobernó en solitario, lo que le permitió controlar la totalidad de los territorios francos e incluso ampliarlos al rechazar las agresiones procedentes del este. Su obra, sin embargo, no iba a perdurar. A la muerte de su hijo Luis, el reino fue dividido entre sus tres vástagos supervivientes en virtud del Tratado de Verdún del 843. Para aquel entonces, no obstante, el sueño de un imperio cristiano había quedado anegado ante unas oleadas invasoras que sumergieron a Europa en una nueva Edad Oscura. La única excepción —sin duda notable— fue la península Ibérica, dividida en una España cristiana que resistía a los musulmanes convertida en bastión de defensa y la España sometida por el dominio árabe que estaba destilando la cultura acumulada durante siglos.
El final del siglo VIII estuvo caracterizado por la irrupción en Occidente de los denominados vikingos. El objetivo fundamental de sus expediciones era el saqueo y el pillaje, y entre sus víctimas principales se hallaron los centros de cultura cristiana. La primera incursión vikinga que se conoce fue dirigida en el año 793 contra la isla sagrada de Lindisfarne, donde se encontraba asentado un importante monasterio céltico. Al año siguiente, los vikingos asolaron Jarrow y en 802 y 806 destruyeron Iona.
La Irlanda cristiana soportó incursión tras incursión hasta que en 830 los vikingos constituyeron un reino en su zona oriental, como plataforma adecuada para devastar la Bretaña occidental, Francia y España. No deja de ser significativo que la ruta seguida por los misioneros cristianos con un afán evangelizador y civilizador fuera ahora surcada por los vikingos paganos con una finalidad de botín y destrucción. Ni Irlanda ni Northumbria lograron reponerse de aquel asalto y lo mismo puede decirse del imperio franco. En 845, los vikingos procedentes de Dinamarca remontaron el Weser y destruyeron Hamburgo. Al mismo tiempo, París fue sometida a un pavoroso saqueo y Carlos el Calvo, uno de los herederos de Carlomagno, se vio obligado a pagar un rescate. Se trató de una época nefasta para Occidente porque Roma estaba siendo atacada al mismo tiempo por los sarracenos que profanaron las tumbas de los apóstoles. La única nota de esperanza —y bien limitada— eran las repoblaciones realizadas por Alfonso II de Asturias en territorio español para garantizar la perdurabilidad del territorio recuperado de manos árabes.
Sin embargo, aún quedaba lo peor por llegar. Hacia el 850 se desencadenó una oleada de ataques sobre Occidente que transcurriría de manera casi ininterrumpida durante medio siglo. De 855 a 862, los vikingos se establecieron en el Loira y el Bajo Sena; en 865 invadieron Inglaterra, donde los contuvo por un tiempo la resistencia de un rey que había abandonado el monasterio para defender su reino, Alfredo el Grande; en 879 asolaron el territorio carolingio del Elba al Garona; en 880 aniquilaron al ejército imperial en Luneberg. Desde ese año hasta 886, en que arrasaron París, los vikingos asolaron sin piedad las tierras carolingias saqueando Colonia, Tréveris, Metz e incluso la tumba de Carlomagno en Aquisgrán. Para esas fechas, las culturas cristianas de Irlanda, Northumbria y Anglia oriental eran un recuerdo del pasado y el imperio carolingio estaba en vías de pasar ominosamente a la Historia. En ningún momento antes —ni siquiera con las invasiones germánicas de los siglos III-VI— estuvo Occidente tan cerca de verse sumergido en un caos de violencia y destrucción paganas, justo cuando el poder hegemónico en España era el del islam y cuando lo peor de las invasiones magiares ni siquiera había comenzado.
Las posibilidades de resistencia, desde luego, eran escasas. En el sur, los asturleoneses que se empeñaban en continuar la Reconquista contra los musulmanes apelaban de manera continua a la liberación de sus hermanos de fe. Alfonso III (866-910), autoproclamado rex totius Hispaniae, obtuvo su victoria más relevante frente a un Mahdí musulmán que pretendía aniquilar a sangre y fuego el minúsculo reino norteño. En el centro de Europa, la alianza entre el episcopado y el rey sentaba las bases un cuarto de siglo más tarde para la efímera reconstrucción del imperio en la persona de Otón I (936-973). El ahora denominado Sacro Imperio Romano-Germánico era carolingio en sus ideales, aunque no logró —salvo quizá durante el reinado de Otón III— acercarse a su cumplimiento. Tampoco pudo contener una presión que, procedente del este y del norte, amenazaba con aniquilar siglos de cultura y civilización. De hecho, una nueva oleada vikinga lanzada sobre Occidente en las postrimerías del siglo X demostró una capacidad de destrucción muy superior a la conocida hasta entonces. La casa regia de Alfredo —que había alcanzado su culmen bajo el rey Edgardo (959-975)— desapareció, abriéndose un cuarto de siglo de calamidades en que Inglaterra se vio saqueada por los invasores norteños. En las inmediaciones del año 1000 sobre el universo cristiano se cernían los peores auspicios.



Los misioneros cristianos salvan a Occidente.


Si esta nueva y más terrible Edad Oscura fue un fenómeno aciago pero temporal se debió —como había sucedido siglos atrás— a la influencia civilizadora del cristianismo, una influencia que, dicho sea de paso, ninguno de los invasores hubiera podido considerar tan vigorosa. En 1016, los vikingos llegaron al culmen de sus éxitos. Canuto, el hijo del caudillo que había encabezado la reacción pagana, se convertía en rey de Inglaterra y fundador de un imperio vikingo que se extendía por esta isla y Escandinavia. En apariencia, el triunfo del paganismo era total y había logrado un éxito ambicionado pero nunca conseguido por el imperio romano. En realidad, la marea ya estaba comenzando a cambiar de dirección.
El cambio se produjo además cuando los nuevos reinos bárbaros, lejos de hallarse sumidos en un periodo de decadencia, mostraban un vigor y una pujanza envidiables. Sus enemigos en el campo de batalla habían sido aniquilados hasta el punto del exterminio físico más literal, sus despojos superaban con mucho las previsiones más optimistas que hubieran podido tener. En apariencia, sus dioses les habían otorgado la mayor de las victorias. En la práctica, en un espacio de apenas unas décadas, estos reinos experimentaron masivas conversiones al cristianismo. Fue el caso de Vladimir en Rusia (asombrado por la liturgia bizantina que parecía transportar al mismo cielo), de Canuto el Grande en Dinamarca, de Olaf Trygvason y Olaf el Santo en Noruega, de Boleslav el Grande en Polonia... Todos ellos se rindieron ante la extraordinaria grandeza espiritual del cristianismo —Vladimir había incluso examinado otras religiones antes de su conversión—, humillado quizá en el campo de batalla (un terreno no concebido en principio para que librara en él sus lides) pero muy superior en los terrenos ético, moral y cultural. Los vikingos no solo no lograron imponer su religión guerrera. De hecho, se rindieron al cristianismo, una religión a la que habían golpeado sin misericordia durante siglos pero que, a pesar de todo, se había mantenido incólume.
Desde ese momento, Europa —la cultura occidental— se extendió de forma extraordinaria hacia el este y el norte. Desde el Báltico hasta el mar Negro, desde el Elba hasta el Alto Volga, se acababa de formar una segunda cristiandad nacida no del triunfo militar —¡los príncipes cristianos habían sido derrotados vez tras vez por los vikingos!—, sino de la fuerza mayor que emana del espíritu. A partir de entonces, serían incomprensibles sin referencia al cristianismo las culturas nacionales de Bulgaria —evangelizada por Cirilo y Metodio —, de Hungría, de Escandinavia, de Chequia, de Polonia y de Rusia. Cuando en el siglo XII llegaran procedentes de Asia central las hordas mongolas, esta última nación desempeñaría para Europa un papel muy similar al de España frente al islam. Se alzaría como un bastión de resistencia cristiana inicialmente vencida pero, poco a poco, restaurada, logrando con ello paralizar, primero, el empuje de la barbarie sobre el resto de Europa, y, después, recuperar su independencia. Sin ambos escudos de defensa, Europa hubiera perecido a manos de los invasores. Sin la inspiración medular proporcionada por el deseo de libertad nacional y de preservación de la fe cristiana ninguno de los dos pueblos hubiera podido representar ese papel.

«Solo el romano pontífice ha de ser llamado universal... él es el único hombre cuyos pies deben besar todos los príncipes... a él le es lícito deponer a los emperadores... el papa puede relevar a los súbditos del deber de fidelidad a los soberanos perversos.»
(Gregorio VII, Dictatus papae).


«El creador del universo puso dos grandes luminares en el firmamento; el mayor para gobernar el día, el menor para gobernar la noche. De la misma manera y para el firmamento de la iglesia universal... nombró dos grandes dignidades... la autoridad pontificia y el poder regio.»
(Inocencio III, Sicut universitatis conditor).





68-   No eran las únicas normas coránicas que situaban a la mujer en una situación de discriminación abierta. Así, por citar solo algunos ejemplos, el testimonio judicial de la mujer solo equivale a la mitad del masculino (2, 282); el hombre puede tener hasta cuatro esposas; salvo en el caso de que fuera una anciana (24, 59), está obligada a cubrir su rostro y no podía dejarse ver salvo por su esposo, parientes cercanos, esclavos, criados viejos y niños; durante la menstruación la mujer no puede tomar parte en las oraciones ni participar en el ayuno religioso, etc. En este sentido, no resulta chocante que el islam pudiera absorber tradiciones y prácticas antifemeninas, como la mutilación sexual de niñas, que originalmente no eran islámicas pero que no se consideraron incompatibles con la fe de Mahoma y que incluso hoy día se consideran aceptables en determinados países de mayoría musulmana.
69-  Sobre el periodo, véanse: J. Bryce, The Holy Roman Empire, Cambridge, 1922; C. J. B. Gaskoin, Alcuin. His Life and his Work, Cambridge, 1904; F. Kampers, Karl der Grosse, Munich, 1910.
70-  En la actualidad sigue siendo objeto de especulación el origen de este paso trascendental en la historia de Occidente. Eginardo, el biógrafo de Carlomagno, ha transmitido la noticia de que el rey franco quedó sorprendido por esta coronación y que, de haber sabido lo que iba a suceder, no habría entrado en la iglesia. Es difícil de creer, pero, en cualquier caso, sí esa fue la inclinación inicial de Carlomagno no resulta menos cierto que, con posterioridad, sus actos estuvieron por completo vinculados a la nueva dignidad imperial.
71-  Sobre el tema, véanse: P. H. Helm, Alfred the Great, Nueva York, 1995; J. Marsden, The Fury of the Northmen, Nueva York, 1993; A. Mawer, The Vikings, Cambridge, 1912; A. Olrik, Viking Civilization, Londres, 1930; C. Plummer, The Life and Times of Alfred the Great, Oxford, 1902; E. G. Oxenstierna, Los vikingos, Barcelona, 1977. De especial interés, como fuentes contemporáneas, Abbón de Saint-Germain y Guillermo de Poitiers, Testimonios del mundo de los vikingos, Barcelona, 1986.
72-  Sobre el tema, véanse: A. Poppe, The Rise of Christian Russia, Londres, 1982; J. M. Vesely, Cirilo y Metodio. La otra Europa, Madrid, 1986; D. Pospielovsky, The Orthodox Church in the History of Russia, Crestwood, 1998.
 


 

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