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miércoles, 30 de junio de 2010

Cristianismo en la cultura occidental -6-

Segunda parte.

6

Del mundo feudal a la ciudad medieval.


El movimiento de reforma del siglo XI.


La terrible amenaza de una segunda Edad Oscura se vio conjurada, como tuvimos ocasión de examinar en el capítulo anterior, por la influencia directa del cristianismo. Del siglo X emergió Occidente no anegado por las últimas invasiones del paganismo o las más antiguas del islam, sino comunicando a otros pueblos el legado cultural del cristianismo y ampliando sus fronteras hacia el este y el norte. Si Occidente llegaba hasta el Rhin en el siglo IX, podemos afirmar que limitaba con Islandia y Kiev en el siglo X. Sin embargo, el desplome del imperio carolingio y la pulverización de prácticamente toda autoridad como consecuencia de las invasiones bárbaras y de la anarquía feudal no dejaron de tener una influencia extraordinaria —y negativa— sobre la vida del cristianismo. No se trató solo de que iglesias y monasterios fueran objetivos privilegiados, sino también de que el poder político intentó apoderarse de abadías y sedes episcopales para convertirlas en una pieza más de la sociedad feudal. Se consideró así lícito recompensar a los vasallos fieles lo mismo con un condado que con un episcopado, y las penosas consecuencias morales y sociales de esta actitud no tardaron en hacerse sentir.
La respuesta del cristianismo frente a una evolución política que vulneraba algunos de sus principios esenciales —la legitimidad obligatoria del poder para que se le prestara obediencia, la defensa de los débiles y oprimidos, la libertad del individuo...— no tardó en articularse. Al principio, la reacción cristiana revistió formas puramente espirituales, de carácter fundamentalmente monástico. En todos y cada uno de los casos, sin embargo, los monasterios no fueron sino fruto de conversiones particulares acaecidas en la época. Primero, se trató de Cluny en Borgoña (910), luego de Brogne y Gorze en Lorena y Camaldoli en Toscana, ya rebasado el jalón del año mil.
Los monjes reformadores  no eran simples ascetas que pretendían huir de un mundo que se resquebrajaba desoladoramente. En realidad, encarnaban el reavivamiento de una cosmovisión que, como ya hemos tenido ocasión de contemplar antes, pretendía vivir el cristianismo con todo lo que éste tenía de defensa de los oprimidos y de crítico del poder político. Los ejemplos al respecto resultan abundantes y reveladores. Odón, el segundo abad de Cluny (927-942), basó su obra magna, las Collationes, en la tesis del enfrentamiento entre dos razas espirituales, la maligna que desciende de Caín y la buena que procede de Abel. Sin embargo, a diferencia de Agustín de Hipona, el mayor peligro no se hallaba extraportas, sino en el seno de una cristiandad que no vivía con plenitud el cristianismo. La mayor desgracia social derivaba de la opresión injusta de los desfavorecidos, «pues los banquetes de los poderosos se guisan con el sudor de los pobres» (Collationes 3, 26-30). Al mismo tiempo, Odón era lo bastante desconfiado del poder político —de nuevo, una constante del cristianismo— como para esperar que éste pusiera remedio a los males de la sociedad. La única salida para la sociedad radicaba en una conversión, en una vuelta hacia los principios del cristianismo que se enfrentan con valentía a la opresión y ofrecen caridad, compasión y esperanza.
El movimiento de reforma surgió de manera espontánea en Flandes, en Francia, en Italia e incluso en Inglaterra. Gante, Grotaferrata, Vallombrosa, Fleury, Dijon, Verdún, Volpiano constituyen solo algunos de los jalones de una verdadera red de comunidades encaminadas a devolver su nervio espiritual a Occidente y a defender la justicia. Rainiero, marqués de Toscana, narraba —y era solo un ejemplo más— el temor que le inspiraban las miradas de Romualdo, el monje, un personaje que aun después de su muerte siguió conservando una aureola de defensor de los oprimidos.
A inicios del siglo XI, la reforma se había traducido además en un renacimiento cultural y comenzaba a afectar la visión política. De hecho, emperadores como Enrique II o reyes franceses como Roberto el Piadoso se esforzaron por informar su gobierno con los principios morales de la reforma. En realidad, hasta la muerte de Enrique III (1056) las relaciones entre la autoridad espiritual y el poder político difícilmente pudieron ser mejores, en un intento por reconstruir una sociedad colapsada tan solo unas décadas antes. Este episodio tendría una importancia extraordinaria —y trágica— en la historia ulterior. Enrique IV, un menor al producirse la muerte de su padre, se opondría a la política reformadora por considerarla lesiva de su poder y encontraría enfrente de él a uno de los papas más enérgicos y convencidos de la Edad Media: Gregorio VII.
Nacido en Toscana en torno al año 1020, Hildebrando, el futuro Gregorio VII , procedía de una familia de escasos medios. El carácter democratizador de la educación proporcionada por los centros cristianos permitió que Hildebrando superara esa circunstancia desfavorable. Enviado a estudiar a Roma, fue ordenado clérigo y, con posterioridad, el papa Gregorio VI le nombró su capellán. La influencia de Hildebrando fue muy considerable, pero en ningún momento la utilizó para su beneficio personal. Cuando en 1073 accedió al trono papal con el nombre de Gregorio VII su principal objetivo era consumar una reforma iniciada décadas antes.
Las medidas adoptadas por el Sínodo romano de 1075 para eliminar la simonía (venta de cargos eclesiásticos) y promocionar el celibato del clero contribuyeron a enfrentar al emperador Enrique IV con el Papa. La postura de Gregorio VII no pretendía ser política, sino moral, con una inspiración bíblica, en particular la que derivaba de los profetas del Antiguo Testamento que se habían enfrentado con monarcas indignos. En ese sentido, venía a recoger toda una cosmovisión antigua pero renovada en personajes como Odón de Cluny. Esta tesis explica que intentara liberar a la Iglesia de la férula del poder político que pesaba de manera extraordinaria sobre ella, por ejemplo, en Bizancio, y que ofreciera a los reinos cristianos más remotos la alianza con su sede. Castilla, Dinamarca, Hungría y Croacia iban a vincularse así a Roma en un paso cargado de enorme trascendencia.
Por su extraordinaria fecundidad, el ejemplo castellano merece una mención especial. No solo significó el final de una autonomía eclesial centrada en el antiguo rito mozárabe, sino también —y sobre todo— la reconexión de España con la Europa a la que había protegido del peligro islámico. En pocos aspectos quedó esto tan de manifiesto como en el caso del Camino de Santiago. Según la leyenda, el hallazgo de la tumba del apóstol Santiago se había producido a comienzos del siglo IX en la diócesis de Iria Flavia. Alfonso II el Casto, el monarca asturiano, convirtió —o, al menos, lo intentó— al apóstol en un símbolo del combate contra el islam. Sin embargo, el fenómeno de las peregrinaciones tardaría en cuajar. En el siglo XI fue el rey navarro Sancho III el Mayor (1004-1035) el que lo alentó guiado por el deseo de las ganancias materiales que dejaban en sus dominios los peregrinos. Sin embargo, su universalización vino de la mano de Alfonso VI (1065-1109) y su aceptación de la sumisión a la sede romana. A principios del siglo XII, merced en buena medida a los esfuerzos de los monjes de Cluny, partidarios convencidos de la reforma eclesial, ya estaban fijados los itinerarios principales de la ruta. Se iniciaba así un período fecundo que llegó hasta el siglo XIII, el mismo en que se consagró la catedral de Santiago de Compostela, con la asistencia del rey castellano Alfonso IX (1188-1230). Gracias al Camino, de España saldría el románico hacia el resto de Europa —y no al revés, como se repite tantas veces— y de Europa llegarían los cantares de gesta y los artesanos. Hasta el Gran Cisma de Occidente y la aparición de la peste negra la importancia de esta ruta, nacida de la conexión española con la reforma eclesial europea, sería extraordinaria.
Pero ahora regresemos a Gregorio VII. La articulación práctica de sus principios se puso de manifiesto, además, de manera dramática. En respuesta al intento de salvaguardar la libertad del clero, Enrique IV declaró depuesto al Papa en la Dieta de Worms. La respuesta de Gregorio VII consistió entonces en excomulgar al emperador, lo que implicaba un cuestionamiento de su legitimidad para gobernar y el desligamiento de obediencia de sus súbditos. En 1077, presionado por la rebeldía de estos, Enrique IV hizo penitencia en el exterior del castillo de Canossa y obtuvo el perdón papal. Se trató de una breve reconciliación. Al estallar la guerra civil en Alemania, Enrique dirigió su ejército contra Roma, donde logró entrar una vez que la población se alzó en contra de Gregorio y le obligó a abandonar la ciudad. El 25 de mayo de 1085, el Papa moría en Salerno. En apariencia, sus esfuerzos se habían saldado con una derrota en la que además le había ido la vida. No fue así. En 1122, el Concordato de Worms entre Enrique V y Calixto II ponía fin al sistema cesaropapista. La Iglesia iba a perder poder temporal, pero, a cambio, había acrecentado su autoridad moral.
El juicio sobre la obra de Gregorio VII debe estar forzosamente sujeto a matices. A pesar de su canonización por la Iglesia católica ya en la época de la Contrarreforma, no puede considerarse como positivo todo lo llevado a cabo por él. De hecho, no todas sus acciones podían apelar a precedentes históricos. Por ejemplo, y esto tal vez derivó de su propia condición monástica, hizo bascular la reforma —por motivos obvios pero en exceso— sobre los monjes, operando así en detrimento de los obispos; promulgó el Dictatus papae, que afirmaba la condenación eterna del que no estuviera sometido al obispo de Roma —una medida que solo podía servir para ahondar la situación de cisma en que vivían la Iglesia oriental y la occidental, y que chocaba de modo frontal con la historia eclesiástica anterior—; defendió el poder temporal del Papado, cuya existencia solo podía señalarse desde el siglo VIII, y minimizó el papel de los laicos, dejando una impronta que difícilmente puede considerarse positiva. Con todo, su resistencia frente al imperio marcó un punto de enorme trascendencia en la historia de Occidente.
A partir de Gregorio VII quedó consagrado un principio de resistencia a la autoridad injusta que estaba ya contenido en el Nuevo Testamento. Lejos de consagrarse el despotismo oriental de las monarquías de derecho divino o el pagano del poder absoluto de los reyes guerreros, lo que se subrayó fue la necesidad —ya afirmada antes— de que el monarca se sujetara a principios éticos superiores de los que derivaba su legitimidad. Esta visión, expresada, por ejemplo, en la Carta a Gerardo de Manegoldo de Lautenbach, contiene un cuestionamiento frontal del principio de la monarquía de derecho divino y su sustitución por una teoría del contrato social de carácter prácticamente democrático. El poder nunca podría apelar a la mera unción para considerarse legítimo. Para serlo, necesitaría cumplir con una serie de condiciones éticas indispensables.


El mundo de la cultura caballeresca y cortesana.


El movimiento de reforma del siglo XI no reconstruyó la unidad occidental a pesar del poder temporal añadido con que emergió de aquél el Papado (y quizá precisamente por eso). Sin embargo, la cultura occidental se vio enriquecida con nuevos aportes de extraordinaria importancia. Sobre los escombros del antiguo imperio de Carlomagno habían ido surgiendo nuevas entidades políticas procedentes, en parte, de los invasores del norte —como los distintos reinos normandos— y del este, y, en parte, de los intentos fallidos de reconstruir el sueño imperial franco.
Estas entidades políticas se caracterizaban por un impulso guerrero y su cosmovisión no solo era bélica, sino que se sustentaba sobre todo en la existencia de un vínculo de lealtad entre el monarca y los vasallos, que sólo la visión cristiana de la legitimidad política pudo dulcificar y contener para que no derivara hacia una arbitrariedad centrada en la obtención de botín y el uso de la espada.
No se trataba, por lo tanto, de una cultura propia y medularmente cristiana, pero sí de una militar impregnada de algunos elementos cristianos. Esa conmixtión se aprecia de manera especial en la aparición del cantar de gesta. Hasta nosotros han llegado unos ochenta poemas épicos, en su mayoría de autores anónimos, con una extensión media de ocho mil a diez mil versos. Del Cantar de Roldán al castellano de Mio Cid, de la anglosajona Lay of Maldon (posiblemente el poema guerrero más importante en lengua inglesa) al Beowulf, nos encontramos con un conjunto grandioso de creaciones literarias en las que la cultura bárbara se ve preservada, conservada, pero también decantada y —seamos sinceros— mejorada gracias a la influencia cristiana. No es sólo que los monjes representan un papel esencial en estas composiciones, sino que además se produce una sublimación de los ideales bárbaros originales. Los cantares de gesta son bárbaros como lo es en buena medida la sociedad nacida de la segunda Edad Oscura. Sin embargo, en ellos se ha producido una sublime elevación de ideales. En ellos se reconoce un derecho superior al derivado de la fuerza cuyo origen es divino y en el que se han entroncado valores cristianos como la defensa de los débiles, la exigencia de la legitimidad del poder político (¿acaso es otro el punto de partida del destierro del Cid que ha exigido de Alfonso VI que disipe cualquier duda sobre la ilegitimidad de su acceso al trono?) y la entrega a una lealtad espiritual más elevada.
La influencia cristiana en una sociedad sustancialmente violenta no se iba a dejar notar solo en el terreno literario. Justo en un momento en que surgía como institución sincrética una caballería en la que se unían comportamientos paganos sublimados por el tamiz de los valores cristianos, se produjo un intento organizado y sistemático en pro de suprimir los males derivados de la guerra. Así es como nacieron instituciones como la Paz de Dios y la Tregua de Dios y con ellas lo que en la actualidad se conoce como derecho humanitario de guerra.
La Paz de Dios había intentado proteger a los indefensos contra los abusos no solo de los conflictos bélicos, sino de una nobleza carente de un mínimo sentido de la justicia. No fue una intromisión de la Iglesia en el ámbito civil. Por el contrario, se trató de un intento por defender — ¡una vez más!— a los débiles en medio de una sociedad donde las autoridades políticas no podían o no deseaban protegerlos. En 987, el Sínodo de Charroux ya había fulminado el anatema contra aquellos que robaban los rebaños de los campesinos o saqueaban las posesiones eclesiásticas. De manera bien significativa, el pan de los trabajadores y los bienes eclesiales eran colocados en el mismo punto de mira protector.
Después, la abadía de Cluny con el abad Odón al frente en colaboración con Ricardo de San Vannes trató de extender estas decisiones al sur y este de Francia. Así se formaron en diversos lugares ligas pacíficas cuya finalidad era defender a los no-combatientes, en especial campesinos y clérigos, de los males de la guerra.
La Tregua de Dios intentó además eliminar la violencia en ciertas ocasiones concretas. Así, prohibió las hostilidades entre el sábado por la noche y el lunes por la mañana. En 1027, la prohibición se extendió a todo tipo de guerra privada. Una docena de años después quedó exento de la violencia el espacio de tiempo transcurrido entre la puesta del sol del viernes y su salida del lunes. Con posterioridad se vieron también libres del derramamiento de sangre bélico las estaciones de Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua. El cristianismo no podía eliminar —como había sido su vocación primera— la guerra.
Sin embargo, la restringía de una manera sin precedentes y lo hacía recurriendo al único poder con el que contaba, el espiritual, ya que la sanción por violar la tregua no era otra que la excomunión. La Tregua de Dios no tardó en extenderse por Occidente. Primero, y con rapidez, fue aceptada en Francia, Italia y Alemania. En 1179, un concilio la consideró de aplicación en toda la cristiandad occidental.
No obstante, al igual que el cristianismo no había podido civilizar en su totalidad la cosmovisión de los bárbaros y se vio limitado a sublimarla y dulcificarla, sucedió algo muy similar con la influencia del islam, el otro gran enemigo de Occidente, que seguía retrocediendo en España y que continuaba siendo un poder amenazante en el Mediterráneo oriental. Si de los bárbaros tomó la sociedad feudal el culto a la violencia, de los musulmanes absorbió la idea de guerra santa —en absoluto extraña al cristianismo— y, en parte, la del amor cortés. De la primera nacieron las Cruzadas, un intento occidental de aliviar la presión —y las matanzas— que el islam había desencadenado sobre los pacíficos peregrinos cristianos que acudían a Tierra Santa; de la segunda, mezclada con influencias que iban del bíblico Cantar de los Cantares a Ovidio, una poesía amorosa en la que el enamorado, por lo general un caballero, aspiraba al amor de una dama —no pocas veces casada y de alcurnia superior— e intentaba conseguirlo mediante la cortesía. La influencia cultural en ambos casos, pese a su carácter islámico, no fue la misma. En las Cruzadas hallamos el reverso —la respuesta— a una tradición bélica consagrada y legitimada por el Corán. En el amor cortés, una decantación de algunos de los logros culturales más sofisticados de la España musulmana, justo la que los duques de Aquitania habían comenzado a conocer al anexionarse el ducado de Gascuña, tradicionalmente español, en 1030 y al combatir a los musulmanes de Zaragoza, tras concluir la toma de Barbastro en 1064. Nacido en España, ese culto al amor cortés dará algunas de sus piezas más notables al norte de los Pirineos, como fue el caso del Lancelot del poeta francés Chrétien de Troyes, del Tristán e Isolda (1210) —uno de los grandes mitos europeos retomados una y otra vez— de Gottfried von Strassburg, del Roman de la rose (hacia 1240) de Guillaume de Lorris y Jean de Meun, y, por supuesto, el ciclo artúrico, cuyo origen es bárbaro pero que absorberá temas cristianos como el del Santo Grial.



El renacimiento cultural: De la Escuela de Traductores de Toledo al nacimiento de la universidad.


En otros casos, la cultura cristiana volvió a dar muestras de una capacidad de absorción —la vieja máxima del apóstol Pablo que ordenaba «examinad todo y retened lo bueno»— que no hizo excepciones con un islam refractario a recibir influencias cristianas e incluso despectivo frente a éstas. Uno de los ejemplos más paradigmáticos de esa capacidad de beber de otras fuentes filtrando lo valioso se produjo en España. Nos referimos a la Escuela de Traductores de Toledo. Aunque sus integrantes fueron no sólo cristianos, sino también judíos y musulmanes, sus inicios en la primera mitad del siglo XII se debieron al impulso de un eclesiástico, el arzobispo don Raimundo, quien realizó su labor en Toledo entre 1130 y 1150, y su época de máximo esplendor se desarrolló bajo un monarca cristiano, con veleidades imperiales, Alfonso X el Sabio (1252-1284).
La labor de la Escuela de Traductores resultó de una importancia extraordinaria, porque no solo permitió a Occidente recuperar obras de la sabiduría clásica que solo se habían conservado en traducciones árabes, sino que además sentó las bases para la investigación en el área de disciplinas tan diversas como la geografía y las matemáticas, la astronomía y la cartografía, la filosofía y la medicina, la teología y la botánica. Sin la Escuela de Traductores de Toledo, las famosas escuelas de Chartres no hubieran existido, y lo mismo podría decirse de la universidad de la Sorbona, y no resulta extraño porque lo más granado de la cultura extracristiana (Mosé Sefardí, Abraham bar Hiyya, Abraham ibn Ezra, etc.) y cristiana (Dominico Gundisalvo, el arcediano de Segovia, Juan Hispalense, un judío converso de Sevilla, Gerardo de Cremona, Adelardo de Bath, Roberto de Retines, Rodolfo de Brujas, Alfredo de Sareschel, Miguel Scoto, Hermann el Alemán, etc.) se dio cita allí.
La misma Escolástica fue otro ejemplo de la capacidad cristiana para «examinar todo y retener lo bueno». En este caso, el fin de esa recepción no fue otro que la filosofía de Aristóteles aplicado a todo objeto. Desde mediados del siglo XI hasta mediados del siglo XV, su ideal último consistió en integrar en un sistema racional y ordenado el saber clásico —el mismo que se había preservado en buena medida en los monasterios durante los siglos anteriores— con el del cristianismo. Los escolásticos no pretendían —como en ocasiones se ha afirmado— que la razón hubiera quedado exenta de la Caída, ni tampoco consideraban que las verdades derivadas de la filosofía pudieran estar a la misma altura que la revelación. Sin embargo, sí concedían una importancia relevante al uso de la razón y, sobre todo, consideraban que ésta no se hallaba reñida con la fe. Los escolásticos, además, rendían culto a los clásicos, pero, al menos en el caso de figuras como Tomás de Aquino o Duns Escoto, fueron muy flexibles e independientes en su utilización. El hecho de que se admitiera a Aristóteles como autoridad máxima en materias de carácter científico, en lugar de primar la observación directa, acabó teniendo un resultado pésimo para esta escuela de pensamiento. Sin embargo, el saber del pleno Medievo giró en Occidente en torno a personajes como Anselmo, Pedro Abelardo, Roscelino, Tomás de Aquino, Alberto Magno, Roger Bacon, Duns Escoto o Enrique de Gante. La Escolástica sería cuestionada ya en el siglo XIV, pero continuaría dando frutos fecundos hasta el siglo XX en los escritos de Jacques Maritain o de Etienne Henri Gilson.
Pero la gran contribución del cristianismo a la cultura medieval posterior al siglo XI no fue la recepción y transmisión de los conocimientos procedentes de otras culturas. Tampoco la elaboración del gigantesco sistema filosófico que constituyó la Escolástica. Su gran creación, persistente de manera indisoluble del concepto de cultura hasta el día de hoy y constituyente de uno de los grandes jalones de la Historia de la Humanidad, fue la creación de las universidades. Conocida inicialmente como universitas magistrorum et scholarium, es decir, unión de maestros y estudiantes, su finalidad era el beneficio mutuo y la protección legal de unos y de otros.
Con una enseñanza impartida en latín —la lengua del imperio y también de la sagrada liturgia—, en el siglo XII se estableció ya en París una universidad dedicada a la enseñanza de la teología y de la filosofía. El modelo no tardó en extenderse a Italia —Bolonia, fundada en 1088, sería durante siglos el centro occidental de la enseñanza del Derecho— y a partir del siglo XIII era ya común en Francia, España (Salamanca fue fundada en 1230), Inglaterra, Escocia, Alemania, Bohemia y Polonia. Durante los siglos siguientes, la idea del saber, de investigación, de cultura resultaría inseparable de la universidad. A este gran aporte cultural, el cristianismo añadiría uno más al que nos referiremos a continuación.


La ciudad medieval.


Fue Ernst Troeltsch, siguiendo a Max Weber, el que sostuvo la tesis de que la ciudad medieval había sido la primera en crear las condiciones favorables para la cristianización de la vida social. Como otras opiniones del brillante sociólogo, resulta discutible, pero no puede negarse que la ciudad bajo-medieval fue un producto directo del cristianismo, una fe que, desde sus mismos comienzos, fue fundamentalmente urbana.
La ciudad recogía en su seno la encarnación de algunos de los valores propios del cristianismo. Constituía una comunidad de trabajadores libres —no de señores propietarios de esclavos o de siervos como la antigua Roma o el sistema feudal— que vivían en paz bajo el imperio de la ley y que no rendía culto a la violencia típica de las culturas bárbaras. Además, la ciudad contaba con mecanismos de control del poder de carácter popular. Una vez más, el poder estaba condicionado en su ejercicio por la legitimidad, una legitimidad que, de manera creciente, estaba condicionada a la voluntad libremente expresada de los habitantes de la ciudad. El nuevo gobierno municipal no conectaba —pese a lo que se ha escrito con frecuencia— con modelos anteriores como el romano. En realidad, buscaba dar voz a la única clase no privilegiada, y aquí retomamos otra de las constantes habituales de la influencia cristiana, la de evitar la marginación y la indefensión de los más débiles.
Fue de esta manera como nació una de las instituciones medievales más importantes, la comuna. Esta era la asociación de los habitantes de la ciudad para preservar la paz, mantener las libertades y asegurar el imperio de la ley. Respetaba la autoridad moral de la Iglesia, pero, a la vez, dejaba de manifiesto su independencia frente al poder temporal del obispo.
En los años siguientes del Medievo, la ciudad permitiría la aparición de un estilo artístico magnífico y naturalista —el gótico— cuyas atrevidas realizaciones tanto material como ideológicamente hubieran resultado imposibles para una cultura monástica. Sería también el lugar ideal para la aparición de nuevas órdenes religiosas que o reaccionaron contra los valores materiales que podían desplazar a los cristianos (los franciscanos) o supieron aprovechar las oportunidades que les brindaba la aparición de las universidades y de la nueva cultura urbana (los dominicos).
Universidades, gótico, leyes humanitarias, libertades urbanas, caridad y piedad... En apariencia, la cultura medieval había llegado a su cima. No era menos cierto que se hallaba al borde de la extenuación. La Escolástica comenzó a dar señales de agotamiento en el siglo XIV, obstaculizando en lugar de impulsando el pensamiento, en particular el científico; la jerarquía eclesial se enfangó en estériles controversias y en una relajación moral que tuvieron como dos de sus manifestaciones más escandalosas —por desgracia, no las únicas— el traslado de la corte papal a Aviñón y el Gran Cisma de Occidente; el sistema gremial paralizó el crecimiento económico iniciado en las ciudades..., la sociedad medieval acababa de entrar en una crisis abierta de la que se mostraba incapaz de salir por sí sola. Fue justo entonces cuando el cristianismo —y más en concreto el regreso a la Biblia— provocó un vuelco histórico de extraordinarias características. De él nacería, con lágrimas y sangre, como en todos los partos, la modernidad.






73-  Sobre el tema, véanse: D. Knowles, op. cit.; L. Lekai, Les Moines blancs, París, 1957; E. Vacandard, Vie de S. Bernard, 2 vols, París, 1895-1897; J. Lecrecq, Histoire de la Spiritualité Chrétienne, 2 vols., París, 1961; J. M. Clark, The Abbey of St. Gall, Cambridge, 1926; N. Hunt, Cluny under St. Hugh, 1049-1109, Londres, 1967.
74-  Sobre éste y los sucesivos pontífices remitimos a nuestro Diccionario de papas, Barcelona, 1998.


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