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miércoles, 30 de junio de 2010

Cristianismo en la cultura occidental -7-

Tercera parte.

EL CRISTIANISMO Y LA MODERNIDAD.
 
7

La Reforma y el nacimiento de la modernidad.


La decadencia de la Iglesia medieval.



El siglo XIV no pudo desenvolverse desde un punto de vista espiritual bajo peores auspicios. Durante la centuria anterior, las apetencias de poder espiritual del Papado habían corrido parejas con una relajación de costumbres y una confianza en la represión como forma de pastorear la Iglesia —la Inquisición se instituyó en 1232, aunque contara con algunos precedentes—, y los resultados de esa visión no se hicieron esperar. Por un lado, se acentuó el desprestigio de una institución que parecía ansiar más poder precisamente cuando de más poder disfrutaba; por otro, comenzaron a surgir movimientos que buscaban una alternativa espiritual o bien en la recuperación de viejas herejías (albigenses), o bien en el regreso a una lectura de la Biblia desprovista de mediador humano (valdenses). No tardó en confirmarse así uno de los postulados elementales del desarrollo histórico del cristianismo, el de que cuanto más se aleja de sus principios fundacionales más se debilita en su interior, aunque política, económica y socialmente pueda dar una impresión distinta.
Con Bonifacio VIII , el Papado pareció llegar a la cima de su poder. En 1302, la bula Unam sanctam desquiciaba la doctrina cristiana sobre la legitimidad del poder político y la subvertía, afirmando la sumisión de toda autoridad regia al Papado. En otras palabras, el Pontífice se colocaba en lugar de las leyes divinas. Era bien cierto que, en teoría al menos, las representaba, pero la práctica histórica había dejado de manifiesto muchas veces —¡demasiadas!— que también las había conculcado en repetidas ocasiones para obtener beneficios personales.
Las pretensiones de Bonifacio VIII —por otro lado, nada originales— resultaron flor de un día. Felipe IV secuestró al Papa en su palacio de Agnani, proporcionando un trágico final a su reinado, y en 1309 logró que su sucesor, Clemente V, abandonara Roma para establecer su corte en Aviñón. Hasta 1377, los papas residirían en la ciudad francesa. Sería un periodo conocido como el «cautiverio de Babilonia»  por su paralelismo cronológico con los setenta años de cautividad judía en Babilonia. Sin embargo, lo que dañó sobremanera el prestigio del Papado no fue solo la mudanza a la ciudad francesa. Fue, sobre todo, la forma en que su comportamiento desmerecía de la más mínima dignidad. De los ciento treinta y cuatro cardenales creados por los papas de Aviñón, ciento once fueron franceses, y a una circunstancia como esta se unió una práctica descarada del nepotismo, un tren de vida lujoso costeado con impuestos crecientes y una dedicación a la política partiendo de criterios bien distantes de los principios cristianos. Gregorio XI logró regresar por fin a Roma, pero, lejos de lo que se hubiera esperado, la cristiandad occidental no experimentó una restauración, sino una crisis aún mayor. A la ruptura con las iglesias ortodoxas, sellada de manera definitiva en 1054, se sumó ahora un cisma occidental de aún peores características.
En 1378 resultó elegido papa Urbano VI, pero aquella elección no tardó en convertirse en semillero de conflictos. Los cardenales que habían procedido a su elección, disgustados con su comportamiento, no tardaron en declararla nula, y en su lugar eligieron a otro nuevo papa, Clemente VII. La respuesta de Urbano consistió en excomulgar a Clemente. Este se trasladó a Aviñón y, tras obtener la adhesión del monarca francés, consolidó el cisma. Duró este medio siglo, y al concluir el prestigio del Papado no solo había descendido más, sino que era común la tesis de que el concilio le era superior. De hecho, fue un concilio —el de Constanza (1414-1418)— el que acabó deponiendo a los papas (llegó a haber tres, que se excomulgaban entre sí) y eligiendo a otro nuevo, Martín V (1417-1431), como solución del conflicto.
Al desmoronamiento de la Iglesia se sumaron pronto otras desgracias durante los años crepusculares de la Edad Media. Inglaterra y Francia se vieron enzarzadas en la denominada Guerra de los Cien Años (1339-1453); el imperio germánico sufrió el desgarro de las guerras husitas (1419-1485), que pretendían asegurar la libertad religiosa para los seguidores de Juan Hus, ejecutado en el Concilio de Constanza; Inglaterra padeció el terrible conflicto dinástico entre la casa de Lancaster y la de York, conocido como Guerra de las Dos Rosas (1455-1485); la Europa sudoriental experimentó el empuje de los turcos otomanos, que no sólo ocuparon los Balcanes, sino que aniquilaron en 1453 al imperio romano de Oriente, y a todo ello se sumó espantosa e incontenible la peste negra. Quizá uno de los pocos acontecimientos políticos positivos para Occidente en aquella época fue la reunificación de los reinos peninsulares con los Reyes Católicos y la conclusión de la Reconquista en España en 1492.
No resulta extraño que el Viejo Mundo, desgarrado en sus luchas internas y amenazado por su implacable enemigo islámico, deseara encontrarse a sí mismo. Intentó lograrlo cruzando los océanos, y lo hizo casi con ritmo febril. Durante el siglo XV se mejoró la cartografía, se perfeccionaron la brújula y el sextante, se pasó de la navegación de cabotaje a la de alta mar. De 1419, en que llegaron al archipiélago de Madeira, a 1487, en que Bartolomé Díaz dobló el cabo de Buena Esperanza, los portugueses marcharon en cabeza de ese esfuerzo exploratorio. A partir de 1492 y del descubrimiento de América, ese puesto fue ocupado por los españoles, y de él no se verían desalojados hasta, como mínimo, el siglo XVIII.
Pero también se volcó a conseguir esa meta del encuentro consigo mismo regresando a sus raíces cristianas, unas raíces que identificó, sin duda muy acertadamente, con el regreso a la Biblia y a la piedad caritativa. En ocasiones los movimientos inspirados por esa inquietud sobrepasaron los límites de la Iglesia jerárquica. Fue el caso de John Wyclif y los lolardos, o el de Hus, a cuya ejecución ya hemos hecho referencia, y los hermanos checos. En otros, no pretendieron combatir la institución, por muy deformada que la juzgaran, sino vivir más profundamente las enseñanzas evangélicas. Es lo que hallamos sobre todo en la Devotio moderna, en los Amigos de Dios, en las beguinas y begardos, y en personajes como Tomás de Kempis, el autor de la difundidísima Imitación de Cristo.
No resulta por ello sorprendente que, cuando Juan Gutenberg (1400-1467) inventó la imprenta de letras metálicas móviles, la primera obra que se imprimiera fuera precisamente la Biblia. Tampoco lo es que a ella se dirigieran con entusiasmo los primeros humanistas, desde Erasmo de Rotterdam —que recuperaría el texto griego del Nuevo Testamento— a Juan Luis Vives, pasando entre otros por John Colet, Tomás Moro o la fecunda escuela de Alcalá de Henares impulsada por el cardenal Cisneros.
Occidente se sabía en crisis, una crisis de la que la principal autoridad espiritual, el Papa, era a la vez causa y fin; una crisis en la que el cosmos parecía haberse ampliado para incluir mundos y razas ignotos; una crisis en la que la espada del islam volvía a ser blandida de manera amenazante, aniquilando la extraordinaria cultura bizantina y avanzando hasta el corazón de Europa. En ese momento, Occidente se iba a volver, de manera más o menos consciente, hacia la Biblia. De esa conversión nacería la Reforma, y de esta, la modernidad.



Lutero y el inicio de la Reforma.



La figura de Lutero, y es lógico que así haya sucedido, ha sido objeto durante siglos de exposiciones que han ido de la alabanza más rendida al juicio denigratorio más encarnizado. Si para Durero podía ser un profeta o un padre, para Denifle era una sentina de vicios y maldades. Ninguna de esas versiones hace justicia a la documentación histórica y, en cualquier caso, resultan hasta cierto punto indiferentes para el objeto de esta obra. Lo que nos interesa no es tanto el teólogo Lutero o el hombre Lutero cuanto el movimiento que se desencadenó con él y, muy especialmente, la manera en que influyó en la cultura occidental.
Los jalones de la vida de Lutero son bien conocidos. Nacido en 1483, tras estudiar filosofía en la Universidad de Erfurt (1501-1505), entró en el monasterio agustino de la misma localidad al parecer en cumplimiento de un voto pronunciado durante una tormenta en la que temió perecer. Ordenado sacerdote en 1507, enseñó desde 1508 en la Universidad de Wittenberg. Dos años después visitó Roma —un viaje del que regresó profundamente decepcionado— y en 1511 comenzó a enseñar Escritura en Wittenberg. Entre esa fecha y 1515, en que fue nombrado vicario de su orden, teniendo a su cargo once monasterios, Lutero atravesó una profunda crisis espiritual en el curso de la cual, de manera creciente, fue desconfiando del sistema sacramental católico como garantía de que el hombre puede ser perdonado y aceptado de Dios. Alma escrupulosa, no podía dejar de reflexionar en el hecho de que nunca estaba seguro de haber recordado todos los pecados en la confesión y, por lo tanto, no tenía la seguridad de haber recibido la absolución. A diferencia de aquellos que encuentran en el sacramento de la penitencia una liberación de su culpa, Lutero descubría de manera repetida aquellos obstáculos formales que le impedían estar seguro del perdón que trae consigo la paz espiritual.
De esa situación de zozobra espiritual salió Lutero después de la denominada Turmerlebnis o experiencia de la torre, en que, reflexionando sobre los escritos del apóstol Pablo, llegó a la conclusión de que el hombre es justificado ante Dios no por obras, sino por fe. La enseñanza de la justificación por la fe se convirtió así de inmediato en la piedra angular del pensamiento teológico de Lutero. No se trataba de una conclusión original, ya que, como vimos al inicio de esta obra, esa enseñanza se halla contenida en epístolas paulinas como las dirigidas a los romanos y a los gálatas. Además, Lutero leía estos escritos de Pablo a través de la teología de Agustín (en especial, de sus tratados contra Pelagio, donde se resaltaba el papel de la gracia de Dios en la salvación humana) y de Tauler. De manera lógica, Lutero llegó a la conclusión de que el individuo no necesita para salvarse la mediación de la institución eclesial o de los sacerdotes, sino solo tener fe en la expiación realizada por Jesús en la cruz. Es Cristo el que ha pagado por todos los pecados y el pecador que recibe por fe el efecto de su muerte en el Calvario es declarado justo por Dios. Por lo tanto, se produce una liberación de aquellos requisitos formales que, supuestamente, se traducen en la obtención de la salvación y se opera una experiencia del amor de Dios que repercute en una visión más alegre de la existencia, precisamente la del hombre que ha sido perdonado sin merecerlo gracias a la pura misericordia divina. Lutero no era consciente de ello, pero las consecuencias de esta manera de ver las cosas no podían resultar más fecundas. Liberado el ser humano del formalismo sacramental, se iba a subrayar su libertad de conciencia, su autonomía individual y su capacidad de acción no de cara a obtener unos resultados redentores, sino porque la redención se había producido ya de manera gratuita.
Pese a todo, Lutero no pensó al principio que sus tesis sobre la justificación por la fe chocaban con la ortodoxia católica. Esa actitud se debía a varias razones: la primera, que el peso de san Agustín en la teología católica continuaba siendo extraordinario en lo relativo a la gracia, y la segunda, que la misma Iglesia no definiría de manera excluyente determinados aspectos relacionados con la justificación hasta el Concilio de Trento, ya en plena controversia antiprotestante.
En realidad, la prueba de fuego para esta visión se produjo en 1517 cuando Tetzel predicó las indulgencias ofrecidas por León X para la construcción de la basílica de San Pedro en Roma. Lutero opuso a esa predicación noventa y cinco tesis  que, en sí mismas, no se oponían al pensamiento católico ni tampoco cuestionaban la existencia del purgatorio, un dogma relativamente reciente que además se había desarrollado en especial durante la Baja Edad Media. Sin embargo, en ese contexto, provocaron una extraordinaria reacción. Ampliamente difundidas por una Alemania en la que el nacionalismo antipapal se estaba convirtiendo en un factor de creciente importancia, Lutero fue amonestado por el cardenal Cayetano, lo que le llevó a buscar la protección del príncipe elector Federico III de Sajonia. Durante ese año, Lutero se comprometió incluso a guardar silencio siempre que sus adversarios hicieran lo mismo, pero el ambiente era ya todo menos propicio a ese comportamiento.
En 1519, en la Disputa de Leipzig, donde tuvo como adversario a Eck, Lutero negó el primado papal y la infalibilidad de los concilios generales. De esa manera se colocaba ya sin lugar a dudas fuera de la ortodoxia católica y, al mismo tiempo y de manera impensada, se acercaba a uno de los principios esenciales de la Reforma protestante, el de que la Biblia es la única regla de fe y conducta.
Al año siguiente, la ruptura con Roma se convirtió en un hecho cuando Lutero publicó sus obras An den christlichen Adel deutscher Nation (en que invitaba a los príncipes alemanes a asumir la dirección de la necesaria Reforma eclesial), De Captivitate Babylonica Ecclesiae (en que sostenía que la Iglesia estaba en la cautividad babilónica al negar la comunión bajo las dos especies a los laicos y afirmar la transubstanciación y el carácter sacrificial de la Eucaristía) y Von der Freiheit eines Christenmenschen (en que negaba la necesidad de las obras para la salvación, ya que esta era un regalo gratuito de Dios entregado a los que tenían fe en el carácter expiatorio de la muerte de Cristo en la cruz).
Lutero no sólo estaba repitiendo posturas muy cercanas a las de personajes como Juan Hus —que había ardido en la hoguera como hereje— , sino que además cuestionaba sin ambages una institución, la papal, que desde hacía varios siglos estaba siendo objeto de encendidas controversias y que en las últimas décadas no había dejado de incurrir en comportamientos de enorme torpeza. No puede resultar por ello extraño que el 15 de junio de 1520 el papa León X decretara la bula Exsurge Domine, en la que se condenaban como heréticas cuarenta y una de las proposiciones de Lutero.
Lutero respondió a la condena de León X apelando a la tradición multisecular de negación del poder que se consideraba ilegítimo. Procedió, por lo tanto, a quemar la bula papal. La reacción de León X resultó también lógica: excomulgó a Lutero mediante la bula Decet Romanum Pontificem de 3 de enero de 1521. La Dieta imperial de Worms de ese mismo año confirmó la condena papal, y Lutero habría acabado entonces en la hoguera de no ser porque el Elector de Sajonia lo secuestró y ocultó en su castillo de Wartburg.
Durante los siguientes ocho meses, Lutero escribió varios tratados teológicos, pero, sobre todo, comenzó una labor que iba a marcar de manera extraordinaria el curso de la historia posterior. Nos referimos a su traducción de la Biblia a una lengua vernácula. Auténtico monumento de la lengua alemana y excelente trabajo de traductor, puede decirse que a ella se debe la creación de una lengua alemana moderna. Pero la importancia de esta tarea excedió con mucho lo lingüístico y lo literario. En realidad, deriva del hecho de que procedió a colocar la Biblia en manos del pueblo llano, lo que no solo sacudiría la cosmovisión política y social, sino que además tendría fecundas repercusiones en el panorama educativo. A partir de ese momento, el mundo protestante —todavía en ciernes— se caracterizaría por su vinculación a un texto escrito y con ello obligaría a alfabetizar a poblaciones que no podían ser instruidas mediante el uso de las imágenes (¿acaso no están proscritas por la Biblia en Éxodo 20, 4 y sigs.?), sino sólo recurriendo a la letra impresa. Además, al admitir el principio de libertad de examen de cada fiel, sentaría las bases de una individualidad no solo crítica, sino también generalizada, porque la lectura del texto sagrado no quedaría limitado a las clases instruidas conocedoras del latín, sino que se abriría a todo el pueblo.
En 1522, y ante las noticias que le llegaban de la situación en Wittenberg, Lutero decidió abandonar el castillo de Wartburg, donde estaba custodiado, y dirigirse a aquella localidad. A partir de ese momento, la Reforma se convirtió en una realidad fáctica que trascendió de las simples formulaciones teológicas. Lutero comenzó por suprimir la confesión, los ayunos o las misas privadas, en la convicción de que no se contemplaban en las Sagradas Escrituras y de que el regresar a la pureza de un cristianismo como el del Nuevo Testamento era una meta alcanzable. Sin embargo, su optimismo al respecto no le acompañaría mucho tiempo.
Quizá haya que datar en el año 1523 su renuncia a lograr una plena restauración del cristianismo primitivo tal y como él la entendía. En uno de sus escritos menos conocidos, Acerca del tercer orden del culto, Lutero señala lo que, a su juicio, sería una Iglesia realmente reformada que hubiera vuelto al auténtico espíritu del Nuevo Testamento. Se trataría de una congregación donde la gente se reuniera para orar, escuchar la Biblia y celebrar la Eucaristía y donde además existiera un fondo de ayuda para los necesitados. La descripción, conmovedora en su sencillez, recuerda mucho a la de las comunidades primitivas que aparecen en las cartas del apóstol Pablo. Sin embargo, Lutero indica a continuación que, por desgracia, no conoce gente que esté dispuesta a formar parte de un grupo de esas características y deja entender que, a la fuerza, la Reforma tendría que ser muy limitada en sus logros espirituales. Curiosamente, el hombre que propugnaba la fe en contraposición a las obras muertas dejaba de manifiesto en ese escrito poco conocido su carencia de fe en una reforma total. Desde luego, a partir del año siguiente, en que contrajo matrimonio con la antigua monja Catalina Bora, Lutero llegó a la conclusión, de manera   más   o   menos   consciente   y   con   un   sentido   muy   poco providencialista, de que su futuro estaba ligado al triunfo de los príncipes. No resulta por ello sorprendente que apoyara la terrible represión que éstos realizaron contra los campesinos alemanes.
Esa dependencia del poder político que iba a manifestar el luteranismo —no, por cierto, las otras ramas del protestantismo— quedó reforzada cuando la Dieta de Spira (1526) estableció el derecho de los príncipes a organizar iglesias nacionales. Sin embargo, no iba a tardar en hacer acto de presencia uno de los males congénitos del protestantismo: su terrible tendencia hacia la fragmentación. En 1529, en el Coloquio de Marburgo, Lutero y Zuinglio, un teólogo seguidor de Erasmo que había comenzado la reforma en Suiza, quedaron definitivamente separados por su comprensión distinta de la Eucaristía. El principio del libre examen, sin ningún género de dudas, acentuaba la autonomía individual y subrayaba la libertad de conciencia, pero, al mismo tiempo, alimentaba un subjetivismo que llevaría al protestantismo a dividirse una y otra vez en los siglos siguientes y que, como dejarían de manifiesto en 1537, los artículos de Smalkalda eliminaban cualquier posibilidad de conciliación confesional por más que así hubiera quedado expresada tímidamente en la Confesión de Augsburgo de 1530. Dos años después, la sanción del matrimonio bígamo de Felipe de Hesse resaltó la dependencia cada vez mayor que Lutero tenía de la protección de los príncipes. Pero al producirse su fallecimiento, en 1546, el fenómeno iniciado por él era ya imposible de sofocar y se había extendido casi por media Europa.
¿Logró Lutero lo que pretendía, es decir, el regreso de la Iglesia a la pureza del cristianismo descrito en el Nuevo Testamento? Por mucha simpatía que se pueda sentir hacia los esfuerzos del reformador, debe responderse de manera negativa. Difícilmente podría considerarse que una iglesia que dependía del apoyo del príncipe para sobrevivir y cuyo grado de reforma se limitaba, según propia confesión de Lutero, al presumible grado de adhesión respondía a un modelo neotestamentario. Por otro lado, la referencia al principio de sola Scriptura creaba las bases ideales para una atomización creciente del protestantismo. Si para los católicos Lutero era el culpable de desgarrar la túnica ya dividida de Cristo, para muchos protestantes lo sería de no llevar la Reforma hasta sus últimas consecuencias. Pero Lutero no iba a ser el único teólogo del protestantismo.


Calvino y la sistematización del protestantismo.



De mucha mayor relevancia para el desarrollo del protestantismo iba a ser un francés cuya formación no había sido solo teológica, sino también humanística. Nacido en 1509, Juan Calvino había estado destinado a la carrera eclesiástica. De hecho, recibió su primer beneficio —y la tonsura— a los doce años. De 1523 a 1528 estudió teología en París, y a partir de entonces cursó estudios en Orleáns y Bourges. Tal vez no hubiera pasado de ser un abogado o un funcionario regio de no haberse producido un acontecimiento que cambió su vida. En Bourges, Calvino entró en contacto con el círculo protestante de Melchor Wolmar. En 1533 rompió con la Iglesia católica y al año siguiente marchó a Noyon, donde renunció a todos sus beneficios eclesiásticos y se vio encarcelado por un tiempo. Salió bien parado de aquella experiencia, pero decidió actuar con prudencia. En 1535 abandonó Francia y en 1536 publicó la primera edición de una de las obras más decisivas de la Historia moderna, la Institución de la religión cristiana. Al igual que Lutero, Calvino se había percatado de que la victoria del protestantismo vendría de la lectura, y se cuidó de que el libro tuviera el tamaño exacto para caber en un bolsillo. La Reforma no solo estaba aprovechando como nadie el invento de la imprenta, sino que además se adelantaba a formas editoriales que harían extraordinaria fortuna en nuestro siglo. La Institución pretendía compendiar los principios fundamentales del protestantismo, pero, en realidad, adelantaba algunas de las interpretaciones propias del calvinismo. Ese mismo año Calvino aceptó, tras ser rogado con insistencia por Guillermo Farel, la dirección de la Reforma en Ginebra.
La experiencia ginebrina no resultó feliz. En 1538, la insistencia de Calvino en aplicar la excomunión —entendida la misma sólo como exclusión de la Eucaristía— a algunos ginebrinos y su negativa a conformar el ordenamiento eclesial ginebrino al de Berna provocaron la expulsión de la ciudad del reformador francés y de Farel. Hasta 1541, Calvino enseñó en la Facultad de Teología de Estrasburgo. Durante este período hizo amistad con otros teólogos protestantes como Martín Bucero y Felipe Melanchthon, el amigo de Lutero y del español Francisco de Enzinas,  autor  de  la  primera  traducción  del  Nuevo  Testamento  al castellano . Por esa época, Calvino comenzó a escribir comentarios a los libros del Nuevo Testamento y redactó su famosa Epístola al cardenal Sadoleto, en la que se oponía al intento de éste de traer a Ginebra de nuevo al seno del catolicismo. En 1541, Calvino fue llamado una vez más para regresar a Ginebra. Allí permaneció catorce años transformando la ciudad en una teocracia, un período de tiempo en el que fue ejecutado el español Miguel Servet , condenado también y previamente a muerte por la Inquisición católica. Durante estos años fue redactando comentarios de todos los libros del Nuevo Testamento —salvo el Apocalipsis— y de buena parte de los del Antiguo. Para 1555 ya se había convertido en amo total de la ciudad de Ginebra y lo continuaría siendo hasta su fallecimiento.
A diferencia de Lutero, Calvino no contó con el apoyo de los príncipes y abogó por la separación de la Iglesia y el Estado. Pese a todo, su influencia teológica superó con mucho a la del reformador alemán. El carácter sistemático de sus obras —todo lo contrario del circunstancial que impregna los escritos de Lutero— y su tendencia a buscar aplicaciones prácticas a las enseñanzas de la Biblia en los más variados detalles le proporcionaron un predicamento que no sólo se enraizó en su Francia natal o en la Suiza que le había proporcionado albergue, sino que además llegó a las costas atlánticas, estableciéndose en Bélgica y Holanda, y pasó el canal para informar los principios de la Reforma escocesa y, en menor medida, de la inglesa.
Cuando se produjo la muerte de Calvino, el protestantismo no había superado su tendencia a la fragmentación. Sin embargo, contaba ya con unas características comunes a sus diversas confesiones. Pese a la considerable diferencia entre los distintos cuerpos protestantes, entre ellos existía —e iba a seguir existiendo— una unidad en cuanto a cuáles eran esos principios comunes, unos principios que se resumirían en las expresiones latinas solus Christus, sola Scriptura y sola gratia (o sola fide).
De acuerdo con el primero, el protestantismo solo reconocía a Cristo como único Señor, Salvador e intercesor (Hechos 4, 11-2; Juan 14, 6; I Timoteo 2, 5). Obviamente, esto significaba la aceptación de dogmas históricos compartidos con la Iglesia católica y la ortodoxa, como el de la Trinidad o la resurrección. Sin embargo, asimismo implicaba el rechazo de mediadores en la salvación, de la intercesión de María y de los santos y del culto a las imágenes.
El segundo principio defendía la tesis de que la Biblia es la única regla de fe y conducta (II Timoteo 3, 16-17). Esto implicaba en pura lógica el rechazo de los dogmas no contenidos en las Escrituras, así como de la tradición que no derivara directa y explícitamente de la Biblia. El último principio señalaba que la salvación procedía sólo de la gracia y que el hombre sólo se la podía apropiar —nunca ganar— mediante la fe, de tal manera que sus buenas obras no eran realizadas para obtener la salvación, sino porque ya había sido salvado (Efesios 2, 8-10).
El golpe que la admisión de estos principios significaba para la teología católica era extraordinario. Sin embargo, las repercusiones del protestantismo iban a trascender sobremanera del terreno espiritual y a resultar, además, de extraordinaria relevancia. Su análisis detallado resulta impensable en una obra de estas características, pero es ineludible realizar una mínima referencia a ellas. A ello dedicaremos el apartado siguiente.


El legado de la Reforma.


La cosmovisión espiritual protestante no triunfó en toda Europa. También es cierto que no pudo ser erradicada de la mitad de Occidente. Sin embargo, no deja de ser revelador que algunos de sus valores éticos, derivados directamente de su teología, acabaran con el paso de los siglos trascendiendo de sus límites confesionales y fueran aceptados por sociedades que no eran protestantes. Las razones para esa influencia no resultan difíciles de entender.
En primer lugar, el protestantismo afirmaba la libertad del ser humano frente a las autoridades no sólo religiosas, sino también políticas. Lutero podía haber deseado evitar esto al apoyar a los príncipes contra los campesinos, pero el principio quedaba afirmado. El 25 de septiembre de 1555, la Dieta del imperio alemán promulgó la Paz de Augsburgo, en la que se consagraba la libertad religiosa para los protestantes. Los representantes en la Dieta lo ignoraban, pero acababan de consagrar legalmente la primera libertad política de la Historia moderna. De esta manera comenzaba una evolución política que tendría pasos atrás, pero que acabaría resultando irreversible. Era lógico. Si un individuo podía examinar libremente la Palabra de Dios, si tenía derecho a adorar a Dios de acuerdo con los dictados de su conciencia, ¿qué le impediría someter a escrutinio cualquier otro aspecto de su existencia obviamente de menor relevancia que la Revelación divina?
En segundo lugar, la Reforma —en cualquiera de sus formulaciones— implicó un regreso directo, concreto, sin mediación, a la Biblia, partiendo del principio de sola Scriptura. En verdad, ese retorno agudizó la atomización protestante, pero, a la vez, permitió recuperar los valores integrados en las Escrituras. Los ejemplos son muy numerosos y además fecundos. Desde el siglo XI, la sociedad occidental se había visto impregnada más que nunca por el culto a la superioridad de la aristocracia militar. Se trataba de una herencia de los bárbaros que el cristianismo había matizado y dulcificado, pero que no había conseguido eliminar. El regreso a la Biblia de los reformadores se tradujo, por el contrario, en una afirmación del valor del trabajo —cualquier trabajo, siempre que fuera digno— y del ahorro. El apóstol Pablo había elaborado tiendas de campaña para costearse sus viajes misioneros (Hechos 18, 1-3), y no sólo no había considerado que se tratara de una ocupación servil, sino que incluso lo había ponderado como una virtud (I Tesalonicenses 2, 9). No sólo eso. Había considerado que una de las muestras de la conversión era dejar la existencia ociosa, trabajar y compartir el fruto del trabajo con los necesitados (Efesios 4, 28). Los países protestantes iban, por lo tanto, a lanzarse a un culto al trabajo que les proporcionaría una ventaja de al menos dos siglos sobre los católicos. Hasta finales del siglo XVIII no eximirá Carlos III de España de su carácter infamante al trabajo manual. Para ese entonces, Inglaterra ya había experimentado el inicio de la revolución industrial e iniciado una hegemonía económica que duraría hasta el final de la Primera Guerra Mundial.
No era sólo en este terreno donde los principios de la Reforma iban a tener consecuencias profundas. Si los reformadores opusieron la consideración extraordinaria del trabajo frente a la carga negativa con que éste era visto, sí enfrentaban la virtud del ahorro y de la sobriedad (que no la pobreza) frente al culto al dispendio y a la vanagloria cortesanas, no menos relevante fue el papel que concedieron a la educación. Las razones, en principio, no podían ser más pragmáticas. Un buen católico podía ser perfectamente analfabeto. Las vidrieras de las iglesias, las portadas de las catedrales, la recitación de las oraciones, la contemplación de las imágenes podían educarle de forma espiritual. Algo muy similar sucedía en la cristiandad oriental con los iconos. Para el protestante, que repudiaba el culto a las imágenes apelando al mandato contenido en Éxodo 20, 4 y sigs., tal camino era impensable. Su instrucción, además, solo podía derivar de la lectura de la Biblia. Alfabetizar a la población resultaba obligado, y muy pronto el índice de analfabetismo fue muy inferior entre las poblaciones protestantes que en el seno de las católicas.
El acceso a la educación y la valoración del trabajo facilitó también la recuperación de otro de los principios neotestamentarios, el igualitario y meritocrático. La sociedad europea del siglo XVI descansaba en una división estamental procedente de la herencia bárbara. Esta estratificación comenzaría a cuartearse también con la Reforma. El protestantismo —en especial cuanto más apartado del catolicismo se ubicó— abogó por un modelo en el que, por utilizar las palabras del apóstol Pablo en Gálatas 3, 28, no deberían existir diferencias raciales, sociales o de género sexual. A pesar de la herencia bárbara, no faltaron las mujeres que desempeñaron ministerios religiosos, en especial en los grupos de dissenters, donde se abogaba por una rígida separación de la Iglesia y el Estado y un regreso meticuloso a la Biblia. En adelante, el modelo no sería estamental, sino igualitario y meritocrático.
Quizá donde quedaría más claramente de manifiesto este aspecto sería en el protestantismo anglosajón. Contra lo que se ha repetido hasta la saciedad, Enrique VIII de Inglaterra no fue un monarca protestante, sino meramente cismático. Para los detractores católicos de la Reforma, Enrique VIII resultaba un argumento ideal para mostrar la depravación moral de sus adversarios. La realidad histórica es bien distinta. Las formulaciones teológicas de Enrique VIII podían implicar la ruptura con Roma, pero en absoluto la aceptación de los principios reformados. Hasta su muerte, siguió creyendo —y obligando a sus súbditos a creer— precisamente en los dogmas que aún hoy día separan al catolicismo de la Reforma. No resulta por ello extraño que a lo largo de todo su reinado se siguieran sucediendo las ejecuciones de protestantes a los que consideraba, como su canciller Tomás Moro, al que acabó decapitando al no aceptar su divorcio de Catalina de Aragón y conspirar contra él, no sólo peligrosos herejes, sino también desestabilizadores del orden social.
Un caso distinto al de Enrique VIII fue el de su hijo Eduardo, que sí apoyó la posibilidad de una Reforma en Inglaterra basada en buena medida en las definiciones del calvinismo. Sin embargo, el suyo fue un reinado breve, y hasta casi finales del siglo XVI, con la excomunión de Isabel I por el Papa, Inglaterra pudo volver al seno del catolicismo. Lo hizo incluso de manera temporal bajo María Tudor, a la que los ingleses denominarían «la sanguinaria» por las persecuciones desencadenadas durante su reinado contra los protestantes. Estas acciones de la hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, en no poca medida, despertaron una repugnancia instintiva hacia el catolicismo y sus métodos inquisitoriales. Por último, fue esa combinación de violencia, de deseo de independencia nacional frente a las injerencias extranjeras —en especial las de la Santa Sede y España— y de torpeza papal la que contribuyó de forma decisiva a que la Iglesia anglicana dejara de ser cismática para convertirse en reformada, aunque esto ya sucedió después de la muerte de Enrique VIII.
La evolución peculiar del protestantismo inglés dibujó una división que contaba, por un lado, con una Iglesia oficial —la anglicana— que conservaba buena parte de la teología católica, incluida la doctrina de la sucesión episcopal, y, por otro, con una serie de grupos disidentes que abogaron por el reconocimiento de la libertad, la separación de la Iglesia y el Estado y, como veremos más adelante, el control del poder político por los gobernados. A este segundo grupo pertenecerían John Bunyan, el autor de El progreso del peregrino; John Milton, el creador de El paraíso perdido; Oliver Cromwell, el parlamentario puritano que se alzó contra Carlos I y lo destronó, o los cuáqueros de George Fox. En todos y cada uno de los casos, pese a sus diferencias entre sí, se hallaría una defensa de la libertad y de la consideración del ser humano por sus méritos y no por su origen social. Trasplantados a América, estos dissenters fueron la semilla de la que nacería la primera democracia moderna, la de Estados Unidos, una cuestión sobre la que volveremos más adelante.
Antes, sin embargo, debemos referirnos a una aportación añadida del pensamiento reformado. A partir del siglo XIII, como ya indicamos en un capítulo anterior, la Escolástica había encadenado la actividad científica con el aristotelismo. Este seguimiento servil y exangüe del modelo aristotélico iba a traducirse en episodios como el proceso de Galileo, partidario de un modelo empírico. Los reformadores defendieron no sólo la ruptura con un sistema filosófico que identificaban —no sin razón— con el paganismo, sino además una observación directa de la Naturaleza, partiendo del principio bíblico de «conocerla y sojuzgarla» contenido en el primer libro de la Biblia. A partir de ese momento, la ciencia iba a convertirse en casi un monopolio de los países protestantes o con poblaciones protestantes. En tiempos contemporáneos, tanto Alfred North Whitehead (1861-1947), director del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, como J. Robert Oppenheimer (1904-1967) reconocerían en distintas obras cómo la base de la ciencia moderna se hallaba en el cristianismo y, de manera muy especial, en la versión protestante del mismo. Los ejemplos al respecto son muy abundantes. Francis Bacon, al que se ha denominado el mayor profeta de la revolución científica, señalaría en su Novum Organum Sdentiarum (1620) la base bíblica de la investigación científica. A su caso pueden añadirse los de Johannes Kepler y Robert Boyle, los de Michael Faraday y Clerk Maxwell, los de Newton y Leibnitz, ejemplos estos dos últimos en verdad paradigmáticos, ya que no sólo se entregaron a la investigación científica, sino que además redactaron interesantes tratados de teología.
Libertades, educación, ciencia... el legado de la Reforma no se limitó a esos terrenos. Además —en contraposición a los valores nobiliarios heredados de las naciones bárbaras— sentó las bases de la democracia moderna. Las razones para ello fueron diversas y todas emanaban del texto bíblico. La primera fue, paradójicamente, la convicción de que el hombre era un ser caído. La lectura de la Biblia a través de Agustín de Hipona podía dar una imagen pesimista del ser humano — ¿acaso era optimista la afirmación de Jesús de que somos enfermos necesitados de médico?—, pero considerablemente práctica.
La Reforma no creyó, como el liberalismo rousseauniano, que el ser humano fuera bueno por naturaleza. Por el contrario, profesó que tenía una natural predisposición al mal como consecuencia de la Caída. Precisamente por ello, el poder político, formado a fin de cuentas por seres humanos, debía ser dividido en su ejercicio y sometido a organismos de control. Un poder absoluto, no dividido y no fiscalizado, solo podía desembocar en tiranía más tarde o más temprano.
No se trataba de una discusión meramente teórica. El liberalismo rousseauniano, convencido de la bondad natural del ser humano y del efecto benéfico del culto a la diosa Razón, tuvo como hija a la Revolución francesa; el desconfiado protestantismo, a la Constitución norteamericana, con su refinado sistema de checks and balances, de frenos y contrapesos. La primera Revolución derivó — ¿podemos no creer que de manera lógica?— en la guillotina, el Terror y, por último, la implantación de una dictadura militar disfrazada de imperio; la segunda trazó un modelo político de división de poderes (división calcada de la estructura de gobierno eclesial de los presbiterianos ingleses) que ha funcionado hasta el día de hoy sin derivar en dictaduras.
La mayoría de los aportes de la Reforma no fueron originales. Estaban ya contenidos en la Biblia y, en mayor o menor medida, se fueron manifestando durante el primer milenio y medio de historia del cristianismo. Sin embargo, la evolución última de la cristiandad medieval actuó más como un freno sofocante que como un caldo de cultivo idóneo para su desarrollo. A inicios del siglo XVI, ni las embrionarias formas democráticas de las comunas bajomedievales ni el incipiente capitalismo flamenco e italiano contaban con suficiente vigor como para sobrevivir. Si, al final, fue así se debió, sin ningún género de dudas, al nuevo armazón de valores que estructuró la Reforma al llamar al género humano a regresar a la Biblia. Así, el capitalismo y la democracia se iban a manifestar antes — con todas sus limitaciones— en países de sociología protestante que en aquellos que permanecieron fieles a Roma, y, dentro de los primeros, en los que se adherían a formas de protestantismo más distanciadas del catolicismo con preferencia a aquellos que se diferenciaban menos de él.
Basta examinar los frutos del arte barroco —un arte que dio magníficas muestras tanto en territorio católico como protestante— para comprender que la división de Occidente era radical y que sus resultados estarían preñados de consecuencias. La Europa católica del barroco (pensemos en Velázquez, en Murillo, en Zurbarán) canta a los Austrias, a los monjes, a los santos; la Europa protestante del barroco (recordemos a Rembrandt como pintor paradigmático) nos muestra la industria pañera, el autogobierno ciudadano, el estudio de la anatomía, los temas bíblicos. Grandiosas las creaciones de los dos mundos religiosos, su nervio resulta bien diferente. Uno alza la bandera de la piedad medieval —y la sociedad estamental—, reafirmada en el Concilio contrarreformista de Trento; el otro enarbola junto a la Biblia valores como el trabajo bien hecho y productivo, las libertades humanas, el estudio científico. Uno descorre el velo de un cosmos que cree que se hará más acepto a Dios mediante la recepción —incluso la provocación— del sufrimiento propio; el otro se considera ya salvado por la fe (incluso por la predestinación) y emprende, libre de cuidados espirituales, la conquista del universo que el Creador entregó ya a Adán y Eva. Uno recorrerá con sus misioneros nuevos mundos descubiertos por España —y, en menor medida, por Portugal—, sin poder aprovechar las posibilidades materiales ofrecidas por ellos; el otro, económicamente desfavorecido, revertirá, partiendo de los principios bíblicos recuperados, su mala colocación en la línea de salida y acaudillará la revolución económica de los siglos XVII-XIX. Son, sin duda, dos cosmovisiones grandiosas que apelaban en ambos casos al cristianismo y que resultaban muy superiores en sus logros a cualquier otra que pudiera existir en ese momento en un punto cualquiera del globo. Sin embargo, sus frutos serían muy diferentes. Quizá no eran conscientes de ello, pero al devolver la Biblia al pueblo en su lengua vernácula los reformadores no sólo estaban llevando a cabo una revolución espiritual, sino un fenómeno social y cultural cuyas consecuencias seguimos contemplando en el día de hoy.

« ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes...? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades que, de los excesivos trabajos que les dais, incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día?... Tened por cierto, que en el estado que estáis no os podéis salvar más que los moros o turcos, que carecen y no quieren la fe de Jesucristo.»

(Fray Antón Montesino, citado por fray Bartolomé de Las Casas).

«Los gobiernos, como los relojes, derivan del movimiento que les proporcionan los hombres; y al igual que los gobiernos están formados y son movidos por los hombres, también son arruinados por ellos. Por lo tanto, los gobiernos dependen más de los hombres que los hombres de los gobiernos. Que los hombres sean buenos, y el gobierno no podrá ser malo y si enferma lo curarán. Pero si los hombres son malos, el gobierno nunca podrá ser bueno y se las arreglarán para dañarlo y expoliarlo a su vez.»

(William Penn).

«Se requieren dos cosas para comenzar a ser cristiano. La primera es una fe y una confianza firmes en el Dios todopoderoso para obtener toda la misericordia que nos ha prometido, mediante los merecimientos y los méritos de solamente la sangre de Cristo, sin consideración por nuestras propias obras. Y la otra es que abandonemos el mal y nos volvamos hacia Dios para guardar sus leyes y combatir contra nosotros mismos y nuestra naturaleza corrupta perpetuamente a fin de que podamos hacer la voluntad de Dios cada día y cada vez mejor.»

(William Tyndale).

«Cristo Jesús comunica constantemente su fuerza a los justos... Esta fuerza precede, acompaña y sigue siempre a las buenas obras porque sin ellas no tendrían título alguno para ser agradables a Dios y merecer... por esta razón, los que obran bien hasta el fin y esperan en Dios, reciben la vida eterna, como la recompensa que Dios mismo, según su promesa, concederá fielmente por sus buenas obras y sus méritos.»

(Concilio de Trento, Sesión VI, cap. 16).






75-  Sobre el mismo, con bibliografía, véase: C. Vidal, Diccionario de papas, Barcelona, 1998.
76-  Sobre el episodio, véase: C. Vidal, Diccionario histórico del cristianismo, Estella, 1999.
77-  Sobre Lutero, véanse: J. Atkinson, Lutero y el nacimiento del protestantismo, Madrid, 1971; H. Oberman, Lutero, Madrid, 1991; D. Olivier, El proceso Lutero, Buenos Aires, 1973; R. G. Villoslada, Raíces históricas del luteranismo, Madrid, 1976; ídem, Martín Lutero, Madrid, 1976; J. Delumeau, La Reforma, Barcelona, 1977; R. Stauffer, La Reforma, Barcelona, 1974; G. Martina, La época de la Reforma, Madrid, 1974; Daniel-Rops, La Reforma protestante, Madrid, 1978; J. Lortz, Historia general de la Reforma, Madrid, 1963; E. G. Leonard, Historia general del protestantismo, vol. I, Barcelona; C. Vidal, «Lutero», en Diccionario histórico del cristianismo, Estella, 1999.
78-  Sobre esta obra, véase: C. Vidal, Los textos..., págs. 243 y sigs. Sobre la evolución de la creencia en el purgatorio, véase: J. Le Goff, El nacimiento del purgatorio, Madrid, 1985.
79-  Son casi inexistentes los estudios dedicados a Calvino en castellano, y la práctica totalidad adolecen de un planteamiento tendencioso a favor o en contra. Existe, sin embargo, una magnífica edición de la Institución publicada en Rijswijk en 1981. En otras lenguas, son de interés las obras de: J. Bohatec, Calvins Lehre von Staat und Kirche, mit besonderer Berücksichetung des Organismusgedanken, Breslau, 1937; J. Boisset, Sagesse et sainteté dans la pensée de Calvin, París, 1959; E. Choisy, Calvin et la science, Ginebra, 1931; E. Doumergue, ]ean Calvin, Lausana, 1899-1917, 7 vols.; G. Harkness, John Calvin. The Man and his Ethics, Nueva York, 1958; W. A. Hauck, Calvin un die Rechtfertigung, Gütersloh, 1947; J. Mac Kinnon, Calvin and the Reformation, Londres, 1936; y A. M. Schmidt, Jean Calvin et la tradition calvinienne, París, 1957. Como introducciones más específicas a su teología, son de interés: J. D. Benoit, Calvin directeur d'âmes, Estrasburgo, 1947; W. Niesel, Die Theologie Calvins, Múnich, 1938, y, muy especialmente, K. Barth, The Theology of John Calvin, Grand Rapids, 1992.
80-  Hemos relatado de manera novelada la peripecia del Nuevo Testamento de Enzinas, en C. Vidal, El libro prohibido, Barcelona, 1999.
81-  Acerca de Servet, véanse: J. Barón, Miguel Servet. Su vida y su obra, Madrid, 1970; R. H. Bainton, Servet, el hereje perseguido, Madrid, 1973.

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