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lunes, 14 de junio de 2010

Lenguaje, la acción de enunciar, cuando el verbo se hace carne

Cuando el verbo se hace carne.

"Lenguaje y naturaleza humana"

Segunda parte

Para la crítica de la interioridad.

 El último objetivo puede ser, entonces, que todo el mundo
interno quede expuesto como visible en el mundo externo
Friedrich W. J Schelling.

El mismo don del lenguaje podría ser asumido como una
prueba del hecho que el hombre está provisto por naturaleza
de un instrumento capaz de transformar lo invisible en una
apariencia.
Hannah Arendt.

Previamente a todas las funciones destinadas a la conserva-
ción del individuo y de la especie se encuentra el simple hecho
del aparecer como auto-exhibición.
Adolf Portmann.


4
Sensismo de segundo grado. Proyecto de fisiognomía. 

1. Sensaciones conclusivas.

Toda filosofía francamente naturalista es un comentario (no siempre inconciente: cfr. Deacon 1997, pp. 309 y sig.) sobre el versículo del Evangelio de Juan: “Y el verbo se ha vuelto carne”. Dos son las direcciones principales hacia donde puede dirigirse este comentario desprejuiciado y simpatético.

La primera, que aquí desatenderemos, consiste en resaltar la realidad sensible subyacente al habla humana. El lenguaje verbal se vuelve posible por una configuración corpórea específica: posición erecta, amplitud del tracto vocal supralaríngeo, lengua carnosa y móvil. Está bien y es justo reivindicar las raíces fisiológicas del discurso declamado, aprehender en la voz el presupuesto trascendental de toda fineza semántica.

Acompañando a Juan, resulta fácil confutar a aquellos imaginarios materialistas que se deleitan en oponer el cuerpo deseante a un logos que, habiendo sido desencarnado subrepticiamente, parece luego exangüe e impalpable.
La segunda dirección, que aquí prefiero, consiste, por el contrario, en resaltar la realidad sensible producida por el habla humana. La glosa naturalista a la frase evangélica vierte, en tal caso, sobre los efectos corporales del verbo: sobre las experiencias visuales, auditivas, táctiles, que precisamente él permite lograr. Fisiológico no es solamente el fundamento de nuestras proposiciones, sino también, quizá, su punto de llegada. En muchas ocasiones la percepción más vívida es precedida y preparada por el pensamiento verbal: no la verificaríamos en absoluto si no fuera pronunciada por las palabras. Las siguientes páginas intentarán hallar el estatuto de las sensaciones que constituyen sapiencia extrema, o el último anillo, de una praxis lingüística desplegada por completo. Las llamaré, para abreviar, sensaciones conclusivas.

Esta interpretación del versículo de Juan apunta hacia la resolución del impasse que vuelve a menudo quejoso e impotente al sensismo filosófico. Él falla allí donde pretende deducir un concepto verbal-por ejemplo, el concepto de negación, o el de melancolía-de la experiencia sensible. Pero podría lograr una preciosa revancha si se empeñase en censar con cuidado las percepciones suscitadas por los conceptos verbales: por ejemplo, ciertas salidas carnales de la palabra “no” y “melancolía”. Su objetivo más ambicioso es mostrar que el happy end de una inferencia lógica consiste con frecuencia en una nueva percepción directa. El sensismo, tomado en serio, es todo menos que un incipit o un tranquilo fundamento. Conviene entenderlo, ante todo, como la coronación o culminación del pensamiento proposicional; como una meta compleja hacia la cual convergen prestaciones intelectuales sumamente sofisticadas.

Se trata de indagar, entonces, la experiencia sensible que tiene en el lenguaje nada menos que la propia condición de posibilidad. La experiencia sensible que puede darse provocada por afirmaciones, cálculos, metáforas; que acompaña a la palabra o la presupone, y, en cada caso, depende. En cuanto resultado de secuencias lógicas, y todavía en sí y para siempre inmediata, ella, si queremos usar el término kantiano, abre el campo a una estética que, lejos de fundarla, sucede a una analítica. Se podría también utilizar la expresión sensismo de segundo grado, entendiendo con ella la percepción (táctil, visual, etc.) por completo inconcebible sin una previa familiaridad con una red de conceptos verbales. Para entendernos: llamo sensación de primer grado a un dolor de muelas y sensación de segundo grado al advertir una exorbitante fluidez en la palabra “aéreo”, o en el ver un diseño oval como un rostro triste. El sensismo de segundo grado se hace cargo de un no-lingüístico que, sin embargo, es radicalmente post-lingüístico. Vale al respecto el principio de Hermes: lo más bajo coincide con lo más alto, el contacto sensorial elemental se representa también como logro extremo del pensamiento estructurado lógicamente.

Sólo un sensismo a la segunda potencia puede postular una conexión directa palabra-sensible. Sólo en su ámbito enunciados y percepciones dejan de configurar dos series paralelas, entre las cuales rige una compleja relación de traducibilidad. Excepto que, en el sensismo de segundo grado, no es lo sensible lo que suscita la palabra correspondientes, sino, al contrario, es la palabra la que instituye su propia sensación. Es el adjetivo “triste” el que entreabre la percepción inmediata de una expresión de tristeza, o permite oír en una melodía algo triste o atormentado.

A mí me parece que el sensismo de segundo grado, o sea la elaboración de una “estética” colocada después de la “analítica”, había alcanzado un adecuado desarrollo en la segunda parte de la Ricerche filosofiche (en particular el capítulo XI), allí donde Wittgenstein se detiene en las sensaciones que no pueden ni llegar a tener lugar sin el “dominio de una técnica”. Hace más de dos siglos, en su Trattato delle sensazioni, Condillac imaginó una estatua “sin ninguna especie de ideas”, que comienza a conocer primero con un solo sentido, el olfativo, luego también con el auditivo, y luego, gradualmente, con todos los demás sentidos. Wittgenstein procede a la inversa. Puesto que se haya dotado de lenguaje verbal, el animal humano posee desde el principio “toda especie de ideas”: conviene preguntarse ante todo cuales percepciones inmediatas están sostenidas e introducidas por una vasta competencia semántica. Se podría decir: Wittgenstein se ocupa de los casos en que la sensación olfativa de la rosa (con la cual inicia Condillac su experimento mental) no es un preludio, sino una culminación y una consumación.

En la primera mitad del capítulo (2-4), trataremos de señalar algunos aspectos característicos de la sensación producida por una red de significados verbales; en la siguiente (5-9) comentaremos una frase de Wittgenstein que, compendiando todo el tema, parece perfilar una especie de fisiognomía del lenguaje: “aquí lo fisiológico es el símbolo de lo lógico” 

2. Enunciación y contacto directo

Wittgenstein bosqueja la posibilidad de un sensismo de segundo grado cuando habla, en el capítulo XI de la segunda parte de la Ricerche filosofiche, de un “concepto modificado de sensación”.

A la impresión que sentimos viendo aquel rostro, reaccionamos en un modo distinto de quien no se reconoce como tímido (en el pleno sentido de la palabra).-Pero no quiero decir, aquí, que sentíamos esta reacción en los músculos y las articulaciones, y que esta es la “sensación”.-No, aquí tenemos un concepto modificado de sensación (Wittgenstein 1953, p. 275).

¿Cómo se ha modificado el concepto del ver o del oír? “Pata esta “sensación” no se puede no siquiera indicar un órgano de sentido” (ibid.); ella no posee una base fisiológica. La visión de quien no llega a aprehender la timidez impresa sobre un determinado rostro no es de ningún modo defectuosa. Wittgenstein rechaza también la tesis (de gran peso en la historia del arte, cfr. Gombrich 1972, pp. 40-44) que atribuye a la empatía, o sea a una contracción muscular o a otra alteración propioceptiva, el reconocimiento de una expresión característica en la fisonomía ajena. ¿Entonces, cómo son las cosas? Cuando atribuyo la percepción inmediata de la tristeza a un sentido particular, o a más de uno (“la tristeza, en la medida en que puedo verla, puedo también oírla”), no se trata del contenido informativo adoptado por el órgano sensorial, sino de la combinación inextricable entre el funcionamiento específico de este último y el pensamiento verbal. Afirmando “ver la tristeza”, tomo a la parte por el todo. La sensación, precisa Wittgenstein, “aparece mitad como una experiencia vista al ver, mitad como un pensamiento” (Wittgenstein 1953, p. 260).

A pesar de que se modifique el concepto, se trata nada menos que de una sensación. Un rostro alegre es aceptado como un objeto no descomponible, no ya como una figura oval de la que se pueda afirmar la alegría. “La impresión que sentimos viendo aquel rostro” es, con fuerte sentido (o sea, lógico), innegable. La alegría percibida, siendo por lo dicho innegable, no se somete a los valores de veracidad. Resulta totalmente perspicuo aquí lo que argumenta Aristóteles en el libro IX de la Metafísica, cuando a propósito de los objetos simples (ta asuntheta), se pregunta “¿en qué consiste su ser o su no ser, su verdad o su falsedad?”. Si para los entes compuestos es evidente que la predicación apropiada corresponde a lo verdadero y la equivocada a lo falso, las cosas son diferentes para los simples: en ellos “lo verdadero está en el tener contacto directo (thigein) con una cosa y en enunciarla (phanai) (en efecto, no es lo mismo aserción que enunciación), mientras que no tener contacto directo con ella significa no conocerla” (Met. 1051b, 23-25). Pues bien, la expresión melancólica de un rostro es un “objeto simple” (o sea, sin partes), respecto del cual la verdad consiste en un contacto directo y en una enunciación, no en una afirmación predicativa. Cuando observando una figura ambigua (el pato que puede ser visto también como una liebre), reconozco de improviso el aspecto que hasta ahora se me escapaba y exclamo: “Es una liebre”, o bien, cuando en el enredo de líneas de un acertijo reconozco por fin un perfil humano y digo: “¡He aquí de qué se trata!”, en ambos casos no afirmo nada verdadero o falso, sino que me limito a thigein y phanai.

“Quien en una figura (1) busca otra figura (2), y finalmente la halla, la ve (1) de un modo nuevo. No sólo puede dar una nueva descripción; sino que lo observado es una nueva experiencia vista al ver” (Wittgenstein 1953, p. 262).

3. Dominio de una técnica.

El sensismo de segundo grado (o sea “el concepto modificado de sensación”) tiene por fundamento a la familiaridad con una gramática, con un saber, con un determinado juego lingüístico. Escribe Wittgenstein:

Solamente de aquel que está en grado de efectuar expeditivamente ciertas aplicaciones de la figura se dice que ahora la ve de este modo, ahora de este otro. El sustrato de esta experiencia vivida es el dominio de una técnica. ¡Pero es extraño que esta deba ser la condición lógica del hecho de que uno tenga la experiencia vivida de esto o aquello! Por cierto que tu no dices que uno “tiene dolor de muelas” solamente solo a condición de hacer esto o aquello. (ibid., p. 274).

En la diferencia entre padecer dolor de muelas y percibir un triángulo ahora como un agujero, ahora como una flecha (ibid., p. 264), en el hiato que separa a estas dos “experiencias vividas” se puede vislumbrar nítidamente la diferencia entre sensismo de primer y segundo grado. La sensación variable del triángulo es a la segunda potencia porque, como hemos dicho, en ella “resuena un pensamiento”. La experiencia vivida del dolor de muelas es una representación subjetiva, de por sí incomunicable; la experiencia vivida consistente en ver un triángulo diseñado de diversos modos tiene, al contrario, como base a un pensamiento objetivo, público. Frege distingue entre representaciones (el dolor de muelas) y pensamiento “sin portador”, válido independientemente del consentimiento de los individuos (la prerrogativa geométrica del triángulo). Wittgenstein delinea, sin embargo, una tercera eventualidad: puesto que los diferentes modos de percibir el triángulo (como un hueco, una flecha, un cuadro, etc.) no serían posibles sin un cierto dominio del concepto-triángulo, se debe contemplar también el caso de la representación que presupone al pensamiento; o, si se prefiere, de la percepción sensorial de un pensamiento. Escribe Wittgenstein: “Puedo pensar ahora en esto, ahora en aquello; puedo considerarlo una vez como esta cosa, otra como aquella otra, y entonces la veré ahora de este modo y luego de este otro” (ibid.).

Otro ejemplo de un “dominio de técnica” es la capacidad del hablante de saborear separadamente aquellas mínimas unidades fonológicas que son las vocales. Ejemplo importante, porque contiene in nuce las consideraciones, decisivas desde muchos aspectos, acerca de la fisonomía o el “aroma” de las palabras (cfr. § 7). Leamos del Libro marrone:

Considera este caso: habíamos enseñado a alguien el uso de los términos “más oscuro” y “más claro”. Él podía, como ejemplo, seguir una orden como: “Pinta una mancha de color más oscuro que la que te muestro”. Supongamos ahora que yo le ordeno: “Escucha las cinco vocales a, e, i, o, u, y disponlas en orden de oscuridad”. Es posible que él reaccione con embarazo y no haga nada, pero es también posible que disponga las vocales en un cierto orden (probablemente i, e, a, o, u). [...]

Ahora, a la pregunta sobre si u es “realmente” más oscura que e, él responderá casi seguro algo como: “No es que u sea realmente más oscura, pero a mí me da de algún modo una impresión más oscura” (Wittgenstein 1958, pp. 174 y sig.)

A propósito de atribuirle colores a las vocales, Wittgenstein efectúa una observación que vale, en general para todas las sensaciones de segundo grado:

Aquí se podría hablar del significado “primario” y del significado “secundario” de una palabra. Sólo aquel para quien la palabra tiene significado primario la emplea en su significado secundario [...]. El significado secundario no es un significado “traducido”. Cuando digo: “Para mí la vocal e es amarilla”, no entiendo “amarillo” en sentido traducido-verdaderamente, aquello que quiero decir no podría expresarlo de ningún otro modo si no por medio del concepto “amarillo” (Wittgenstein 1953, p. 284).

Lo mismo vale para nuestra propensión a calificar los días de la semana como “gordos” o “flacos”. Como para los verbos “ver” y “oír” empleados en “ver la tristeza” y “oír la melancolía de una sonata”. Significado secundario es aquel que tiene que ver con la previa familiaridad con una gramática, es decir, con ciertos conceptos y técnicas; al contrario, primario es aquel que puede minimizarse. El punto decisivo está sin embargo en el hecho que el significado secundario no se acomoda al papel de similitud o metáfora. Si fuese una traducción, podría regresar, apenas fuera dicho, a la correspondiente locución literal, expresándose otra vez “en prosa”. Pero no se nos concede nada semejante: aquella locución literal no existe. El amarillo de la vocal “e”, el tamaño raquítico del martes, la melancolía de un sonido: ese es el único modo de decir lo que se quiere decir. El significado es “secundario” porque se refiere a sensaciones de segundo grado, pero no es una contrafigura provisoria cambiable a gusto, puesto que se trata para siempre de una percepción inmediata.
Vale recordar que la distinción entre “primario” y “secundario”, y también que la precisión sobre que el “secundario” no es de hecho una traducción, jugó un papel fundamental en el análisis de las proposiciones éticas al que Wittgenstein dedicó la conferencia llevada a cabo en Cambridge en 1930, en el círculo “The Heretics” [los Heréticos]. Diciendo “demuestro maravilla por la existencia del mundo” o “me siento absolutamente seguro, ocurra lo que ocurra”, no utilizo la palabra según su significado natural (Wittgenstein 1966, pp. 10-15). Pero no por esto debo creer que estoy acuñando metáforas: eso que quiero expresar lo puedo expresar solamente mediante estas locuciones. Idéntica constatación es válida para aquellos modos de decir tales como “tener tacto”, o “la vida de este hombre tiene valor”: significados secundarios, es cierto, pero no traducciones. También la ética, entonces, vuelve a penetrar en el ámbito del sensismo de segundo grado. La “buena vida” es una “sensación concluyente”.

4. Percibir la propiedad de un concepto.

Justo al comienzo del capítulo XI de la segunda parte de la Ricerche se lee:

Dos empleos de la palabra “ver”. El primero: “¿Qué ves allá?”-“Veo esta cosa” (sigue una descripción, un diseño, una copia). El segundo: “Veo una semejanza entre estos dos rostros”-el que diga esta cosa podrá ver los dos rostros tan diferentemente como yo los vea. Lo importante: la diferencia categórica entre los dos “objetos” del ver (Wittgenstein 1953, p. 255).

Pies bien, para comprender esta “categórica diferencia” (y también, en general, el “concepto modificado de sensación”), es de importancia capital el 53 de los Fondamenti dell´aritmetica de Frege.
En este texto se introduce la distinción entre las “notas características” de un concepto (los predicados que pertenecen al ente al cual se destina el concepto en cuestión) y su “propiedad” (los predicados que, al contrario, conciernen al concepto como tal).

Hablando de propiedad que sea atribuida a un concepto, yo no entiendo, naturalmente, las notas características que componen a dicho concepto. Estas notas características son propiedad de los objetos que entran bajo el concepto, no del concepto en sí. Por ejemplo, hablando del concepto “triángulo rectángulo” [...] se dirá que la proposición “no existen triángulos rectángulos plano equiláteros” expresa una propiedad del concepto “triángulo rectángulo plano equilátero”; dicha proposición atribuye a este concepto el número cero. Bajo el aspecto ahora considerado, la existencia presenta alguna analogía con el número. Afirmar la existencia equivale a negar al número cero.
Es precisamente porque la existencia constituye una propiedad del concepto (y no una nota característica), que la prueba ontológica de la existencia de Dios no logra su objetivo.

Otro tanto puede repetirse sobre la unicidad; ella [...] no puede ser utilizada para la definición del concepto “Dios”, del mismo modo que no pueden ser usadas, para la construcción de una casa, la solidez, la espaciosidad, la habitabilidad; para definir un concepto se usan sus notas características, para construir una casa se usan las piedras, el cemento, las vigas (Frege 1884, p. 288).

Notas características del concepto “rostro de Pablo” son el tener una nariz de cierto tamaño, una boca así y así, dos grande orejas, etc.; propiedad del mismo concepto son, en cambio, la existencia de dicho rostro, su unicidad, y también la eventual similitud entre él y los de otra persona. La diferencia, para Frage lógicamente decisiva, entre notas características y propiedad de un concepto equivale a los dos empleos de la palabra “ver” mencionados por Wittgenstein: “Veo esta cosa (sigue una descripción, un diseño, una copia)”; “Veo una semejanza entre estos dos rostros”. Excepto que, en el caso de Wittgenstein no está en juego (como para Frege) una sutil distinción filosófica, sino una percepción directa, una simple sensación visual.

Frege reconoce que en algunos casos es posible obtener la propiedad del concepto (número, existencia, relación, equivalencia) de la percepción de sus notas características, pero subraya el carácter indirecto y tardío de esta deducción: “ella no constituye nunca algo tan inmediato como la atribución de las notas características de un concepto a los objetos que entra en él” (ibid.). En los ejemplos utilizados por Wittgenstein no hay, en cambio, ningún desfasaje diacrónico entre la aprehensión de las notas características y la aprehensión de la propiedad de determinado concepto. Ni subsiste una variación de intensidad. Junto a las líneas de un rostro, dispuestas de este modo, se vislumbra también, con igual inmediatez, su semejanza con el rostro de Ticiano o Cayo.; o su unicidad (cuando se reconozca en él a una persona frecuentada tiempo atrás y luego olvidada); o la disimulación maliciosa que lo diferencia. En el mismo acto de ver (no en un segundo momento, mediante una reflexión) recibo sensiblemente un predicado del concepto. “Esto que percibo en el súbito relampagueo del aspecto no es una propiedad del objeto, sino una relación interna entre el objeto y otros objetos” (Wittgenstein 1953, p. 278). Esta “relación interna”, que seguramente no pertenece al objeto en cuanto tal, sino solamente al pensamiento que se da, relampaguea todavía con irrefutable (e impostergable) evidencia. Aprehender la habitabilidad de una casa, o la unicidad del rostro de Eleonora, es “la expresión de una nueva percepción, y, al mismo tiempo, la expresión de la percepción que se mantiene inmutable” (ibid., pp. 258 y sig.). Nueva pero inmutable, dicha percepción es sin embargo thigein, contacto directo, knowledge by acquaintance [conocimiento por relación directa].

Quizá valga la pena mencionar otra vez un caso, distinto de los examinados por Wittgenstein, en el cual se tiene la “experiencia vivida” de la propiedad de un concepto. Se trata de la caricatura. Consideremos, por ejemplo, a los famosos dibujos de Charles Philipon, titulados Les Poires [las peras] (1834), en los que el rey Luis Felipe es refigurado precisamente como una pera. Las notas características de un determinado objeto (el rostro de Luis Felipe) son representadas aquí de modo de expresar la equivalencia entre ellas y un fruto que simboliza la estupidez. Tal equivalencia es una propiedad del concepto “Luis Felipe”, no un atributo del objeto. Sin embargo, en la caricatura, la propiedad de “ser igual a” se manifiesta sensiblemente: se la percibe súbita y vívidamente, tal como si se viera una piedra o un atardecer.

La caricatura no es un ejemplo casual o arbitrario de lo que debe entenderse por sensismo de segundo grado. No debe escaparse el hecho de que el capítulo XI de la segunda parte de la Ricerche retoma, a veces hasta en los detalles técnicos, algunos problemas eminentes de la pintura, analizados velozmente por los propios artistas o los críticos de arte. El capítulo que comienza con el tema de la semejanza entre dos rostros termina evocando la posibilidad de fijar sobre tela la simulación del sentimiento amoroso: “Si fuese un pintor de gran talento, se podría pensar que expresara en imágenes la mirada sincera y la que simula” (ibid., p. 298). Un contrapunto necesario a la lectura de estas anotaciones wittgensteinianas es ofrecido por los ensayos de Gombrich, recolectados en Art and Illusion. A Study in the Psychology of Pictorial Representation (1959): pensamos, por ejemplo, en La psicologia e l´enigma dello stile (donde es discutida la figura ambigua del pato-conejo), o en L´esperimento della caricatura (donde se examina la percepción del bosquejo rudimentario de un rostro humano, estos mismos bosquejos que aparecen en el Libro marrone y en la Ricerche). De dichas consonancias, innumerables e instructivas, no podemos dar cuenta aquí. Baste con decir que Gombrich-junto con Alberti, Vasari, Hogarth, Daumier- disputa con gesto no poco filosófico de vocales pintadas y otras sinestesias, acerca del dominio de una técnica como condición necesaria del ver más inmediato (“el descubrimiento de las apariencias se debe no tanto a una atenta observación de la naturaleza como a la invención de ciertos efectos pictóricos” [Gombrich 1959, p. 401]), sobre la “evidencia imponderable” con que cuenta un conocedor de arte (y también, para Wittgenstein, un conocedor de hombres). Y, sobre todo, Gombrich indaga a lo largo y a lo ancho los paralelismos y desvíos entre percepción fisonómica y comunicación verbal.



5. Lo fisiológico como símbolo de lo lógico.

El banco de pruebas del sensismo de segundo grado está constituido por una afirmación de Wittgenstein, que recapitula icásticamente todas las demás analogías: “Aquí lo fisiológico es el símbolo de lo lógico” (1953, p. 275, cursivas del autor). La frase indica de modo inmejorable el punto principal: si habitualmente se considera que el lenguaje verbal reelabora la esquematización preliminar del contexto ambiental efectuada por los sentidos, ahora conviene considerar el caso inverso, o sea la posible reelaboración por parte de los sentidos de una esquematización lingüística originaria.

Lo que sigue es una glosa al margen de la frase de Wittgenstein, con la finalidad de ensayar las diversas acepciones e implicaciones. Tal vez al paso, es oportuno recordar en primer lugar el empleo del término Symbol (equiparado a Ausdruck, “expresión”) en el Tractatus. Símbolo o expresión es el sentido compartido de una clase de proposiciones (Wittgenstein 1922, proa. 3.317). Un signo puede significar diversos símbolos (pensemos en “lira” o “marcha”), así como muchos signos pueden significar el mismo símbolo (“hombre soltero” y “célibe”). De hecho, en el lenguaje siempre tenemos que manejarnos con signos, nunca con el símbolo como tal: “El signo es eso que en el símbolo es perceptible mediante los sentidos” (ibid., proa. 3.32). Ahora, a la luz de la antigua formulación, ¿cómo conviene entender que “lo fisiológico es el símbolo de lo lógico”? Tal vez así: son juegos lingüísticos en los que el símbolo (o sentido final) de los enunciados está aferrado mediante prestaciones “fisiológicas” que prolongan y completan la comunicación verbal (prestaciones como aprehender la semejanza entre dos rostros, reconocer una actitud simuladora, atribuir un color a las vocales, etc.). La misma enunciación puede corresponder a diversos “símbolos” fisiológicos: “¡Veo aquella figura!” (allí donde uno reconoce en ella el diseño de un rostro, otro vislumbra solamente un garabato). O, a la inversa, diversos enunciados reenvían al mismo “símbolo” visual o auditivo: “aquí es una nota falsa”, “advierto un tono de voz mentiroso”. Parafraseando la proposición 3.32 del Tractatus, se podría decir que, en este género de juegos lingüísticos, el símbolo es eso que en el enunciado es perceptible sólo mediante los sentidos.

No es difícil advertir que la frase de Wittgenstein ofrece una síntesis fulminante de toda la tradición fisonómica. Lo “fisiológico” es apariencia corpórea, expresión, rostro; lo “lógico” hace las veces de eso que los fisonomistas han llamado cada tanto carácter, destino, intencionalidad. Ahora bien, la pregunta a efectuar, a propósito de Wittgenstein pero también independientemente de él, es más o menos así: ¿cómo poner a punto un concepto verdaderamente filosófico de fisiognomía, de modo tal que no constituya un pasatiempo recreativo al cual mirar con la condescendencia reservada a la excentricidad, sino una categoría central del pensamiento, parangonable a la de “inducción” o la de “a priori”?

Queda claro que, a fin de elaborar un concepto filosófico de fisonomía, es preciso ser lo suficientemente sagaz como para desatender sin hesitaciones la mayor parte del discurso de la fisognómica. Es necesario ante todo hallar análisis y reflexiones que, ocupándose aparentemente de otro, instalen con fuerza el problema del rostro o, si se prefiere, de la encarnación de lo “lógico”. Precisamente las páginas de Wittgenstein que hemos examinado, como plantean una parousia fisiológica del pensamiento verbal, delinean una noción sutil e innovadora de la fisiognómica.



6. Reconocer un rostro, comprender un enunciado.

Argumentos, términos y, sobre todo, ejemplos específicamente fisonómicos se agolpan en los escritos redactados por Wittgenstein en los últimos quince años de su vida. Algunas citas algo fragmentarias, tanto como para acostumbrar el oído:

Observo un rostro, e de improviso noto su semejanza con otro. Veo que no ha cambiado; y aún lo veo de otro modo. Denomino a esta experiencia “el notar un aspecto” (Wittgenstein 1953, p. 255).

Encuentro a un fulano al que no he visto en años; lo veo claramente pero no lo reconozco. De golpe lo reconozco: veo en su rostro cambiado el rostro de otro tiempo. Creo que, si fuera capaz de pintar, ahora lo retrataría de otro modo (ibid., p. 261).

Cuando reconozco a un conocido entre la multitud, quizá tras haber mirado largo rato en su dirección-el mío ¿es un modo particular de ver? ¿Es un ver y un pensar? ¿O una mezcla de ver y de pensar-como estaría casi tentado de decir? La cuestión es: ¿porqué se quiere decir esto? (ibid.).

En el aspecto está presente una fisonomía, que luego desaparece. Es más o menos como si fuese un rostro que primeramente imito y luego acepto sin imitar (ibid., p. 276).

Junto a las innumerables sugerencias lexicales, me parece oportuno aislar tres grandes temas fisiognómicos en Wittgenstein:

a) el paralelismo entre el modo en que sucede el reconocimiento de un rostro y el modo en que se comprende un enunciado (de dicho aspecto se ocupará este mismo parágrafo);

b) la inconfundible fisonomía de la que parece dotada, a veces, la palabra en cuanto significante material, entidad acústica o gráfica (7); c) la gestualidad del lenguaje (no confundir, obviamente, con el lenguaje de los gestos) al que se refiere un dicho de Lichtenberg, “Habla, para que pueda verte” (8).

Comencemos por la primera cuestión. Wittgenstein piensa que la identificación fisonómica de una persona conocida procede de modo análogo a la comprensión de un enunciado verbal. Se podría decir: aquella identificación es el símbolo (fisiológico) de esta comprensión (lógica). La correlación sirve para destruir la mala mitología según la cual el reconocimiento del rostro y la comprensión del enunciado consisten en misteriosos procesos mentales, independientes de las líneas del rostro o, respectivamente, de las palabras escuchadas. El enfoque fisiognómico tiene aquí, por lo tanto, una tonalidad polémica. Sigamos en detalle la marcha de un pasaje estratégico del Libro marrone (II, 17).

Puede ser ilustrativo para todas estas consideraciones confrontar lo que sucede cuando recordamos el rostro de alguien que entra en nuestra habitación, cuando reconocemos en él a fulano de tal, cuando confrontamos aquello que en dichos casos ocurre con la representación que a veces nos proponemos dar de los eventos. En efecto, estamos súbitamente poseídos por una concesión primitiva, es decir, confrontamos aquello que vemos con una imagen mnemónica de nuestra mente, y hallamos que la persona y la imagen concuerdan. En otros términos, el “reconocer a alguien” lo representamos como un proceso de identificación mediante una imagen (así como un criminal es identificado mediante su fotografía” (Wittgenstein 1958, p. 211).

Según Wittgenstein, las imágenes mnemónicas, sobre cuya existencia no puede quedar ninguna duda, se presentan sin embargo “ante la mente inmediatamente después que hemos reconocido a alguien” (ibid.). Después, no antes: primero veo un rostro como persona, sólo luego me viene a la mente “la postura en que estaba, cuando, hace diez años atrás, nos vimos por última vez” (ibid.). El reconocimiento del viejo amigo perdido de vista no se realiza mediante una comparación entre los que ahora miro y un precedente modelo mental: “en nuestra experiencia no interviene tal huella, tal confrontación” (ibid.); la única cosa que cuenta es la evidente fisonomía que está ante mí.

Al desciframiento de un rostro Wittgenstein enlaza la recepción, no menos fisonómica por cierto, de una melodía musical:

La misma extraña ilusión a la que estamos sujetos cuando parecemos buscar algo que expresa un rostro, mientras, en realidad, nos abandonamos a los rasgos que están ante nosotros-esa misma ilusión se posee, incluso más fuertemente, si repetimos para nosotros una melodía y al sentir toda su impresión sobre nosotros decimos: “Esta melodía dice algo”, y es como si yo debiera hallar qué cosa ella dice. Sin embargo, yo sé que ella no dice algo que pueda expresar en palabras o imágenes. Y si, reconociendo esto, me resigno a decir: “Ella es un pensamiento musical”, eso significará solamente que: “Ella se expresa a sí misma”-“Pero, seguramente, cuando la toques, tu no la tocarás de cualquier modo, sino de este modo particular, con un crescendo aquí, un diminuendo allí, una cesura aquí, etc.”-Precisamente, y eso es (o puede ser) todo lo que yo no puedo decir [...]. Pero, si alguien me preguntase: “¿Cómo piensa que deba sonar esta melodía?”, yo, es respuesta, me limitaré a silbarla de un modo particular, y en mi mente no habrá otra cosa presente más que la melodía efectivamente silbada (y no una imagen de ella) (ibid., p, 212).

Y he aquí el pasaje concluyente: la comprensión de un enunciado-tal como la identificación lograda de una fisonomía humana o el modo justo de percibir una melodía musical- no se basa sobre precedentes (o simultáneas) imágenes mentales. No implica nada, en suma, por fuera del mismo enunciado. También el lenguaje verbal tiene un rostro (un aspecto), y este rostro es todo lo que puede ser conocido, reconocido, comprendido.

Eso que llamamos “comprender un enunciado” es, con frecuencia, mucho más similar al comprender un tema musical de lo que pensamos. Pero no quiero decir que el comprender un tema musical corresponda a la imagen que tendemos a hacer de la comprensión de un enunciado; lo que quiero decir es, sobre todo, que esta imagen de la comprensión del enunciado es errónea, y que el comprender un enunciado es mucho más similar de lo que parece a primera vista a eso que sucede cuando comprendemos una melodía. En efecto, comprender un enunciado, decíamos, indica una realidad por fuera del enunciado. Y, sin embargo, se podría decir: “Comprender un enunciado significa aferrar su contenido; y el contenido del enunciado está en el enunciado” (ibid., p. 213).

Recapitulemos: el modo en el cual se aferra la fisonomía de un rostro, o la de un tema musical, simboliza la comprensión del lenguaje verbal. Esta conexión puede ser recorrida, sin embargo, también en sentido inverso. Vale decir: un nivel refinado de percepción fisonómica-para entendernos: la percepción de la timidez o de una hábil simulación- es posible sólo a partir del lenguaje verbal, de la “comprensión de un enunciado”. Somos muecas faciales algo complicadas, que comprendemos inmediatamente, sí, pero solamente porque estamos habituados a significados, modos de decir, metáforas y metonimias.


7. La fisonomía de la palabra.

La culminación del sensismo de segundo grado (o, aunque es lo mismo, de una fisiognómica realmente filosófica) se da, quizá, cuando la misma palabra deviene objeto de sensación. Es bastante conocido que, en ciertas patologías, el hablante está oprimido por caracteres materiales, gráfico-acústicos, del signo verbal. No logra proseguir la frase porque se deja hipnotizar por el número exorbitante de vocales contenidas en el nombre “Paolo”, o por el aspecto rumiante del verbo “murmurar”. Lo mismo sucede al niño, que saborea los significantes en la repetición ecolálica. Y tampoco es diferente la experiencia del poeta. Wittgenstein describe este fenómeno de modo muy sugestivo, refiriéndose, además, a todos los locutores:

La fisonomía familiar de una palabra, la sensación de que ella ha absorbido en sí su significado, que es el retrato de su significado. [...]. ¿Y cómo se manifiestan entre nosotros estas sensaciones?-En el hecho que elegimos y valoramos la palabra. ¿Cómo hallo la palabra “justa”? Es cierto que cada vez sucede como si paragonase la palabra según sutiles diferencias de su perfume: Esta es muy..., esta otra muy..., esta es la palabra justa.-Pero no siempre debo pronunciar juicios, dar explicaciones; la mayoría de las veces puedo limitarme a decir: “Simplemente, no va ahora”. Estamos insatisfechos, seguimos buscando. Finalmente, me llega una palabra: “¡Es ésta!” Alguna vez podré decir por qué. Este es, aquí el aspecto del buscar, y éste el aspecto del hallar (Wittgenstein 1953, p. 286).

En ciertas ocasiones, según Wittgenstein, la palabra muestra una fisonomía familiar: parece, entonces, el retrato de su significado, se podría, también, decir: la palabra posee un rostro (es más: es un rostro) cuando ya no es posible distinguir en ella el significante del significado. En las palabras utilizadas por Franco Lo Piparo en un importante ensayo: cuando se advierte plenamente, sin tapujos, la originaria monofacialidad del signo. O, si se quiere, cada vez que la apariencia bifacial (sonido y concepto, significante y significado) se retira y empequeñece, mostrándose por aquello que efectivamente es: una “ficción didáctica”. Escribe Lo Piparo: “Los significantes y los significados [...] son puntos dinámicos de un universo dinámico que es eso: unitario, no porque se vuelve sino porque nace unitario. En cuanto universo de una sola cara, no se puede distinguir en él un lado interno y otro externo” (Lo Piparo 1991, p. 219).

Cuando el significante absorbe en sí al propio significado (en los casos en que la monofacialidad se filtra a simple vista), la palabra exhibe integralmente su propia corporeidad constitutiva. El significante es, sí, el rostro del lenguaje, pero, conviene agregar, en este rostro se puede y se debe hallar todo lo que es propio del lenguaje. El significado será tenido, en el mejor de los casos, por una peculiar tonalidad fisonómica de la palabra en tanto realidad sensible. A quien observe que el signo material garantiza para siempre la visibilidad del invisible contenido semántico convendrá preguntarle: ¿qué te autoriza a creer que exista esto de invisible, antes de su lograda visibilidad? Si precisamente tú consideras al concepto-signifié como un rasgo del rostro-signifiant que hasta ahora permaneció inobservado. Nada diferente, si se lo piensa bien, de aquello que te acontece cuando te tropiezas con la figura ambigua estudiada por Wittgenstein: ahora ves al pato y no al conejo, ahora al conejo y no al pato; pero ante tus ojos hay siempre un único y mismo diseño.

8. “Habla, para que pueda verte”.

Y he aquí la tercera y última variación sobre la petite phrase wittgeinsteiniana “aquí lo fisiológico es el símbolo de lo lógico”. Para llegar rápidamente al punto es necesaria antes una digresión.

A la fisognómica de Johann C. Lavater, concentrada sobre los rasgos físicos de la figura humana, Georg Ch. Lichtenberg contrapone el análisis minucioso de los rasgos móviles, de la mímica, de los gestos. Y denominó patognomónica a dicha investigación. Me parece que esta bifurcación posee un gran peso en la reconstrucción de las reflexiones del Wittgenstein fisonomista. Por otra parte, es conocida su simpatía por la obra de Lichtenberg. Pero veamos mejor esto.

En Lavater, la fisognómica posee un fundamento religioso: como el invisible Iddio se ha manifestado con el semblante humano de Cristo, así cada hombre desea filtrar en la estructura del rostro el propio “interior”, de otro modo oculto. Lichtenberg, al contrario, presta atención a los aspectos más hábiles y mercuriales del comportamiento: la expresión corpórea de emociones contingentes, es cierto, pero también modos de decir, tic lingüísticos, lapsus (cfr. Gurisatti 1991). La atención de Lichtenberg oscila sin pausa del lenguaje de los gestos a la gestualidad del lenguaje. Si Lavater colecciona silhouettes de rostros, Lichtenberg sale a la caza de juegos de palabra, comportamientos verbales, proverbios, expresiones idiomáticas, ocurrencias, usos retóricos. Él se propone dar cuenta de las “reglas fisonómicas” del lenguaje: “por asociación de ideas puede suceder que una palabra se transforme en un rostro y un rostro en una palabra” (Lichtenberg 1778, p. 128).

Wittgenstein, en tanto fisónomo del lenguaje, recorre por completo la parábola que va de Lavater a Lichtenberg: de los rasgos físicos a los móviles, del Tractatus fisonómico a la Ricerche patognomónica, del lenguaje como imagen al lenguaje como gesto. O también, para utilizar una distinción introducida por Johann Jacob Engel a propósito de los actores de teatro, él entiende la proposición primeramente como “gesto pictórico” (o sea reproductivo), luego como “gesto expresivo” (o sea mímico). El punto de llegada de este recorrido wittgensteiniano puede ser indicado con bastante precisión citando una frase de Lichtenberg atribuida abusivamente a Platón (Lichtenberg 1778, p. 119): “Habla-dice Sócrates a Carmide-para que pueda verte”.
Habla, para que yo pueda verte. La fisognómica tradicional opone una alocución similar, puesto que es una cuestión de honor negar “que el acceso privilegiado a la verdad del humano ocurra en el ámbito de la comunicación lingüística” (Gurisatti 1991, p. 11). Pero hay una fisognómica del lenguaje, por la cual la frase apócrifa de Platón (inventada honestamente por el mismo Lichtenberg) funciona óptimamente. Dado que tu hablar es en sí mismo gesto, comportamiento, mímica, sólo si me hablas a mí puedo aprehender tu aspecto sensible (incluido el dolor de muelas que te aflige). Si no hablas no logro siquiera fijar tu rostro por lo que realmente es. No se trata, por otra parte, de un ver metafórico (recordamos siempre las precisiones de Wittgenstein: el significado secundario de una palabra no es en absoluto una traducción): cuando hablas te veo en el sentido pleno de la palabra, o sea, te percibo inmediatamente, de un modo no distinto de cómo percibo con un golpe de vista una manzana verde y redonda.

En Wittgenstein, la fisognómica del lenguaje prevé dos posibles desarrollos, complementarios entre ambos. La palabra, que a menudo es el más explicativo de los gestos, y permite literalmente ver al locutor, necesita a veces, a fin de poder ser, a su turno, vista, de gestos suplementarios extralingüísticos, es decir, aquellos “sutiles matices del comportamiento” (Wittgenstein 1953, p. 268) a los que se refiere aprisa el último Wittgenstein. Es muy cierto que la experiencia del animal humano se despliega por completo en público, en la unidad inextricable de una forma de vida y de un juego lingüístico. Pero entre estos dos lados, que se implican mutuamente, no siempre hay simetría. En muchos casos los juegos lingüísticos procuran una fisonomía a una Lebensform de otro modo poco evidente, revelando luces y sombras de ella. En otras situaciones, sin embargo, es la forma de vida la que se presenta como fisonomía explicativa de un juego lingüístico antes indescifrable:

Una cosa de esta clase se experimenta al arribar a un país con tradiciones que nos resultan por completo extrañas; y precisamente también cuando se domina la lengua de aquel país. No se comprende a los hombres. (Y no porque no se sepa qué cosa dicen esos hombres cuando hablan a sí mismos). No podemos encontrarnos con ellos (ibid., p. 292).

Dos eventualidades, entonces: o el lenguaje como rostro mímicamente compuesto de costumbres y creencias e idiosincrasias; o el lenguaje como tótem enigmático, que requiere, para ser reanimado, de un rostro no-lingüístico (la familiaridad con los “sutiles matices del comportamiento”). En ambos casos, sin embargo, la dificultad a que está sujeta la comprensión no depende ni mucho ni poco de la existencia de un ámbito de experiencia sustraído al mundo de las apariencias, recóndito, en suma, interior: no se entiende a los hombres, pero “no porque no se sepa qué cosa dicen cuando se hablan a sí mismos”. La dificultado consiste ante todo en el hecho de que una parte más o menos amplia de nuestra realidad exterior (la única que poseemos) está por el momento en penumbras. La fisognómica realmente filosófica, de la que el último Wittgenstein ha trazado el programa, no busca aferrar lo “interior” mediante indicios visibles auxiliares.

Deja de buena gana este objetivo a los perros truferos y a los cazafantasmas (una trufa fantasmal es, por ejemplo, la “intencionalidad”). En cambio, se dedica a dilucidar una apariencia inexpresiva con ayuda de una apariencia locuaz. No ambiciona ir más allá de la fisonomía, creyendo que una fisonomía plenamente esclarecida constituya el digno punto de llegada de la “fatiga del concepto”.

9. La “evidencia imponderable” y el rescate de la fisiognomía.

El sensismo de segundo grado es una paráfrasis naturalista del versículo de Juan “Y el verbo se ha vuelto carne”. Las sensaciones conclusivas, es decir aquellas que sólo el pensamiento verbal vuelve posibles, son para todos los efectos experiencias fisiológicas: pero se debe agregar aquí que, “lo fisiológico es el símbolo de lo lógico”. Y: el símbolo, en la acepción wittgeinsteiniana (cfr.5), no es un revestimiento facultativo, sino el sentido final de las proposiciones.

Las sensaciones conclusivas son “evidencias imponderables”. Wittgenstein llama así a las impresiones perceptivas que, por lo dicho, sobrevienen al final de la partida, cuando ya todo ha sido dicho. Ellas se instalan en el borde extremo del discurso verbal. No se las puede refutar: por esto son evidencias; pero tampoco se las puede aducir como pruebas o síntomas de otra cosa: por esto son imponderables.

De la evidencia imponderable forman parte los matices de la mirada, del gesto, del tono, de las voces. Puedo reconocer la mirada sincera del amor, distinguirla de la mirada que simula amor [...]. Pero puedo ser absolutamente incapaz de describir la diferencia. Y esto no solamente porque la lengua que conozco no tiene las palabras adecuadas (Wittgenstein 1953, p. 298).

El sensismo de segundo grado, que indaga las “evidencias imponderables” a la luz de su presupuestos lingüísticos, parece tener algún punto de contacto con la fisognómica tradicional. También para esta última el logos se hace carne, manifestándose en los “sutiles matices del comportamiento”. Pero, más allá de los puntos de contacto, cuenta un discriminante radical.

La fisognómica tradicional es la versión paródica de la Revelación cristiana: el espíritu se asoma al mundo profano con arrugas, cabellos, protuberancias. El rostro es testimonio del carácter invisible. Aquellos ojos son memorables porque, mediante la mirada descarada o de soslayo, anuncian al Verbo: vale decir, al carácter, los pensamientos, las pasiones. Pues bien, una impostación similar valoriza a la apariencia sensible, pero solamente como un trámite para atrapar a las “representaciones mentales” u otras exquisiteces impalpables. La fisognómica tradicional es una pseudo-ciencia pícara incluso porque no toma en serio la encarnación del verbo: puesto que considera a la carne nada más que la contrafigura, el signo, de una realidad ulterior. El sensismo de segundo grado se coloca en las antípodas de todo esto. Se ocupa precisa y solamente de las sensaciones que, siendo el resultado final de un vasto trabajo semiótico, no pueden ser consideradas a su vez como signos. Como se ha dicho, la “evidencia imponderable” no es un agujero a través del cual pasa disimuladamente la interioridad, sino una salida consistente en sí. No alude a algo más elevado, puesto que ella misma es la culminación de una experiencia vista.

El sensismo de segundo grado rescata la instancia fisognómica: restituir significado y dignidad a los cuerpos, a los rostros, a las distensiones y contracciones musculares. Pero la rescata en la precisa medida en que se opone a toda la tradición fisognómica. Antes que considerar a la percepción de un rostro como un signo que remite a algo distinto y oculto, el sensismo de segundo grado la trata como una “evidencia imponderable”, fruto maduro de innumerables descripciones lingüísticas (“triste”, “tímido”, “simulador”, etc.). La apariencia corpórea, por ejemplo una sonrisa, no reenvía a otra, no “está-para”, es más allá de los signos. De la imponderable sonrisa, diría Agustín obispo de Ipona, puede hacerse frui, goce, no más uti, uso semiótico. Es precisamente en esta fruición no semiótica de lo sensible donde se deja ver una noción radicalmente antiteológica de la “encarnación del verbo”.


 

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