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lunes, 14 de junio de 2010

Lenguaje, la acción de enunciar, cuando el verbo se hace carne

Cuando el verbo se hace carne.

"Lenguaje y naturaleza humana"



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Elogio de la reificación.

1. Resarcimiento por daños.

La furia denigratoria con la que las más diversas escuelas de pensamiento se han arrojado contra la reificación señala solamente un vistoso jaque del pensamiento. Largamente injustificada sobre el plano teórico, tamaña furia deriva de ciertas supersticiones tenaces según las cuales lo que realmente importa en la experiencia del animal humano es invisible, impalpable, interior. Este capítulo busca defender el concepto de reificación de los malévolos prejuicios que lo rodean, y también liberarlo de algunos equívocos genuinos, debidos a usos lingüísticos consolidados, pero engañosos. Pretende mostrar (sólo mostrar, por otra parte) el papel crucial que él podría cumplir dentro de un materialismo no vergonzoso de sí mismo. La arenga defensiva no invoca atenuantes genéricos, sino pretende la absolución plena, y también un resarcimiento por los daños sufridos por el imputado. No inapropiada, sino inevitable y hasta atractiva es la reificación de las facultades propiamente humanas.

Reificación es un término dinámico: indica el pasaje de un estado a otro, una transformación progresiva del interior en exterior, de lo recóndito en manifiesto, de lo inalcanzable a priori en hechos empíricamente observables. En cuestión no es algo ya dado, sino el volverse cosa de eso que, en sí, no es, o al menos a primera vista parece no ser una cosa. Eso que se refica es, entonces, una prerrogativa de la mente, un postulado lógico, un modo de ser, una condición de posibilidad de la experiencia. Se vuelve cosa, en suma, aquel que por sí solo consiente y regula la relación del Homo sapiens con las cosas del mundo. En términos kantianos: en los procesos de reificación no están en juego los fenómenos representados mediante categorías trascendentales, sino los fenómenos que corresponden a la misma existencia de las categorías trascendentales sobre los que se basa toda representación. En términos heideggerianos: en los procesos de reificación no tiene lugar un “olvido del ser”, sino su efectiva recordación; y el horizonte del sentido (o sea el ser en cuanto ser), contra el que se perfila todo objeto y evento, para mostrarse al final o una vez más, como objeto y evento (es decir, sobre el plano óntico).

El punto de destino de la reificación es una res ulterior, antes desconocida o insubsistente, en la que se conforma un rasgo saliente de la naturaleza humana (disposiciones biológicas innatas, actitudes cognitivas y éticas, relaciones con aquel peculiar contexto vital que llamamos “mundo”, etc.). Una facultad o un modo de ser, oportunamente deificado, adquiere una apariencia incontrovertible: la res es, siempre y de todos modos, una res pública. La cosa que llega a la reificación es externa a la conciencia del individuo: perdura también allá donde no sea percibida ni pensada (así como “2+3=5” permanece verdadero aunque nadie lo crea). La cosa es externa a la conciencia, pero tiene mucho que ver con la subjetividad. Para decirlo mejor: da semblanza empírica a los aspectos de la subjetividad que huyen sistemáticamente de la conciencia precisamente porque constituyen los presupuestos o las formas de esta última. Utilizando una imagen aproximativa: la reificación es un disparo fotográfico que fija la nuca del sujeto, confiriendo plena visibilidad a cuanto queda a la espalda de la conciencia.

2. Un antídoto contra la alienación y el fetichismo.

Sobre la reificación pesa la sospecha de provocar o exasperar aquel empobrecimiento de la persona que, en la cultura moderna, lleva el nombre de alienación. Se dice: lo que me pertenece íntimamente me es sustraído en el momento en que deviene cosa exterior, o sea que deviene cosa exterior en el momento en que me es sustraído. Creo que este tipo de acusación carece de fundamento. Lejos de implicarse mutuamente, los conceptos de alienación y reificación se colocan en las antípodas. Es más: ellos se contraponen como veneno y antídoto. La reificación es el único remedio al desposeimiento alienante. Y viceversa: alienados son la existencia, el pensamiento, el modo de ser insuficientemente deificado.

Omito aquí lo que más importa: el sedimento social y político de estas nociones. Me limito a su estatuto lógico, con la tenue esperanza de que su aclaración pueda tener alguna significativa recaída también sobre aquel sedimento. Se habla de alienación cuando un aspecto de nuestra vida, de nuestro pensamiento, de nuestra praxis, toma formas extrañas y resulta indisponible, ejerciendo, es más, un insondable despotismo sobre nosotros. Pues bien, no hay motivo para identificar el extrañamiento e indisponibilidad que constituyen la alienación con el carácter exterior, público, empírico que distingue a una res. Por el contrario, precisamente la res es, a menudo, familiar y alcanzable en grado sumo. Indebido y capcioso es el nexo entre merma de la subjetividad y su eventual concreción cosal. Fuente de alienación es, ante todo, todo lo que en el animal humano se presenta como presupuesto inalcanzable pero vinculante, privado de una fisonomía sensible, de modo de eludir de una vez para siempre el mundo de las apariencias. Extraño e indisponible es el conjunto de condiciones que, si por un lado fundan la experiencia, por el otro parecen no dejarse nunca llevar a cabo. Ejemplo canónico (sobre el que se retornará extensamente en el 5): el Yo pensante permite la representación de todo tipo de fenómenos, pero, por lo que se dice, no llega en ningún caso, a su vez, al rango de fenómeno. Realmente alienante es el regreso al infinito que se despliega en la interioridad beatamente no reificada: según el ejemplo aducido, toda reflexión sobre la naturaleza del Yo pensante, puesto que se basa sobre este mismo Yo, parece destinada a remontar siempre de nuevo hacia atrás, sin apresar nunca al propio objeto. La exterioridad insita en la reificación detiene, y luego inhibe, tal retroceso: la imagen de un Yo antes que el Yo cede el lugar a aquella, mucho más perspicua, de un Yo fuera del Yo. Precisamente cuando nos volvemos cosas externas a la conciencia, ciertos aspectos de la subjetividad dejan de ser enigmáticos y despóticos. Es lícito hipotetizar que el animal humano llega a aferrar lo que le es más propio sólo si esto último logra (o ha tenido siempre) la autonomía de una res. Intimidad y cosalidad estrechan no raramente un pacto de ayuda mutua.

Igualmente drástica, pero más sutil o menos evidente, es la oposición entre reificación y fetichismo. La institución de un fetiche es una respuesta polémica a la alienación insita en la vida interior: el alma se echa en un objeto visible y tangible. Pero, y he aquí el punto, se trata de una respuesta subalterna y engañosa: antes que reificar el alma se limita a espiritualizar al objeto. La reificación tiene en el fetichismo su abyecta y ridícula caricatura. Verdaderamente radical es solamente la antítesis entre dos modos alternativos de satisfacer la misma instancia. Verdaderamente radical, entonces, es el contraste entre fetichismo y reificación en tanto vías divergentes para salir de la alienación. Quien no entiende este contraste, y asimila ambos términos para volverlos sinónimos, estará fatalmente inclinado, por entretener al fetichismo, a defender la interioridad alienada de la reificación. Allí donde, al contrario, sólo una reificación integral de la naturaleza humana (o, si se quiere, de los presupuestos trascendentales de la experiencia) podría bloquear la ilimitada proliferación de los fetiches.

El fetichismo consiste en asignar a una cosa cualquiera requisitos  que pertenecen en forma exclusiva a la mente; la reificación, en poner en evidencia el aspecto cosal de la mente. El fetichismo vuelve abstracto, o sea misterioso e inescrutable, a un objeto sensible; la reificación muestra la realidad espacio-temporal a la que llega la abstracción en cuanto tal, es decir que comprueba la existencia de abstracciones reales. El fetichismo hace pasar lo empírico por trascendental; la reificación culmina en la revelación empírica de lo trascendental. Si atribuyo al fenómeno que estoy representando las prerrogativas pertenecientes únicamente a las categorías a priori de las que depende la representación, transformo aquel fenómeno en un fetiche. Pero si tengo que ver con fenómenos que reflejan punto por punto la estructura lógica de las mismas categorías a priori, estoy ante una genuina reificación de la actividad representativa. Un ejemplo de fetichismo es la noción de “objeto simple” acuñada por Bertrand Russell: la simplicidad, o indescriptibilidad, de la cosa designada y obtenida transfiriendo subrepticiamente sobre ella la indeterminación semántica de las palabras llamadas a designarla, los deícticos “esto” y “yo” (Russell 1911, pp. 210 y sig.). Un ejemplo de reificación es la reproducibilidad técnica de la obra de arte: los instrumentos de que ella se vale introyectan los principios básicos de la percepción visual, la organización subjetiva del espacio, un conjunto de disposiciones fisiológicas y mentales.

El análisis de la reificación posee su propio antecedente teológico en la disputa patrística sobre la encarnación de Cristo. Et verbum caro factum est: no importa tanto que el espíritu, o sea el pensamiento verbal, dé lugar, como sus efectos o consecuencias, a ciertos fenómenos sensibles; importa ante todo que el mismo espíritu, sin perder sus caracteres peculiares, tome un cuerpo determinado y contingente. Sería alienante el Verbo que no se hiciese carne. Desencarnado, el Verbo queda como un presupuesto trascendental inaferrable, una condición incondicionada que escapa a la experiencia en la precisa medida en que la vuelve posible. ¿Pero de qué modo el pensamiento verbal se vuelve carne, convirtiéndose en una cosa externa a la conciencia, un hecho entre los hechos? Aquí es muy fuerte el riesgo de dar una respuesta fetichista. En De carne Christi (XIII, 1), Tertuliano observa que si el cuerpo asumido por el Verbo para mostrarse a los hombres fuese igual a cualquier otro cuerpo, no tendría nada que lo calificara como cuerpo del Verbo. “Si el alma es carne, no es más alma sino carne; si la carne es alma, no es más carne sino alma [...]. Es el más tortuoso de los razonamientos el nominar a la carne pensando, en vez, en el alma, o señalar al alma queriendo significar la carne”. Esta doble contorsión es la marca del fetichismo. El punto crucial, afirmado en el evangelio de Juan, es que la carne del Verbo no proviene del “limo de la tierra”, sino del propio Verbo. Es de sí, en sí, por sí, que el pensamiento verbal se hace carne. La reificación, repitámoslo, concierne precisa y solamente a la cosalidad específica del pensamiento, mientras que es típico del fetichismo poner una cosa en el lugar del pensamiento.

El contraste entre fetichismo y reificación se despliega en dos ámbitos diferentes. Fetichista o adecuadamente deificado puede resultar, en primer lugar, eso que en el sujeto es preindividual o supraindividual, no atribuible por lo tanto a un único Yo autoconciente: relación biológica con el ambiente, relación social con los propios semejantes (§ §3-4). Fetichista o adecuadamente deificado puede resultar, en segundo lugar, el modo de ser del propio Yo individuado o, en suma, el género de realidad al que remite la fatídica proposición “Yo pienso” (§ § 5-6). Que invada la esfera pública o que concierna a las estructura basales de la conciencia, la alternativa entre fetichismo y reificación radica sin embargo en la experiencia, al mismo tiempo preindividual e individuante, del lenguaje. La crítica del fetichismo y el elogio de la reificación se resuelven, finalmente, en una atenta evaluación de la índole exterior, fenoménica, cosal, del lenguaje verbal humano.


3. Publicidad de la mente.

Volvamos a recorrer otra vez el memorable diagnóstico del fetichismo efectuado por Marx. En el modo capitalista de producción, la actividad finalizada para la realización de un valor de uso específico no es más el centro, ni el criterio inspirador, del proceso laboral. Se convierte en prioritario y preponderante el elemento abstracto que une todas las actividades singulares finalizadas: el simple gasto de energía psicofísica por parte del trabajador. La duración temporal de este gasto define lo que realmente importa, o sea el valor de cambio de las mercancías. En términos lógico-lingüísticos, se asiste a una inversión entre sujeto gramatical (trabajo concreto, valor de uso) y predicado (trabajo en general, valor de cambio). El atributo toma el lugar de la sustancia, lo consecuente figura ahora como punto de partida. La más descarada pretensión del idealismo halla así una aseveración práctica: el género existe independientemente de la especie, la caballunidad prevalece por sobre los caballos de carne y hueso. Los innumerables trabajos particulares se degradan a manifestaciones contingentes e inesenciales del trabajo sin calidad. Las mercancías, que son depositarias del trabajo sin calidad, se presentan finalmente como los auténticos sujetos-gramaticales y éticos-de la vida social. Las relaciones entre los productores son absorbidas en las relaciones entre los valores de cambio de los productos. Sociable, emprendedora, graciosa, arisca, es vez a vez, la mercancía, en presencia de las otras mercancías. Vicios y virtudes típicamente humanos parecen ser inherentes, ahora, a un metro de tela o un hectogramo de tabaco. Plenamente fetichista es, según Marx, este vuelco de la relación entre los hombres a una relación entre cosas.

El arcano de la forma de mercancía consiste entonces simplemente en el hecho de que tal forma devuelve a los hombres como un espejo los caracteres sociales de su propio trabajo transformados en caracteres objetivos de los productos de aquel trabajo, en propiedades sociales naturales de aquellas cosas, y refleja también la relación social entre productores y trabajo global como una relación social de objetos que existe por fuera de ellos. Mediante este quid pro quo los productos del trabajo humano se vuelven mercancía, cosas sensiblemente supersensibles, o sea, cosas sociales [...]. Aquello que asume para los hombres la forma fantasmagórica de una relación entre cosas es solamente la relación social determinada entre los mismos hombres. Para hallar una analogía deberíamos entrar en las regiones nebulosas del mundo religioso. Aquí, los productos de la cabeza humana parecen estar dotados de vida propia, figuras independientes que están relacionadas unas  con otras y con los hombres. Así sucede para los productos de la mano humana en el mundo de las mercancías. Esto y aquello que llamo fetichismo, que se une a los productos del trabajo cuando los productos llegan a mercancía, y que por ello es inseparable de la producción de las mercancías (Marx 1867, pp. 68 y sig.).


El fetiche es “una cosa sensiblemente supersensible”. Sobre esta expresión, sin dudas sugestiva, convendrá retornar: ella se adapta muy bien, en efecto, también a los procesos de reificación que, lejos de confluir, constituyen la única réplica eficaz al fetichismo. Es intuitivo, por otra parte, que “sensiblemente supersensible” se presta a dos interpretaciones no sólo distintas, sino además antitéticas: puede referirse tanto a un ente sensible que usurpe las prerrogativas del concepto invisible, como, al contrario, a un concepto metafísico que revele al fin la propia realidad sensible. El fetichismo coincide con la primera acepción, la reificación con la segunda. Pensemos en el fetiche por antonomasia: el dinero. Él es el representante tangible del trabajo sin calidad incorporado a las mercancías, la unidad de medida de los diversos valores de cambio.

Pero esta, su función exquisitamente social es atribuida a los materiales naturales que lo componen. Pregunta Marx: “¿De donde provienen las ilusiones del sistema monetario? Este último no se ha percatado que el oro y la plata, como dinero, indican una relación social de producción, sino que los ha examinado bajo la forma de cosas naturales con extrañas cualidades sociales” (ibid., p. 83). Las características físico-químicas de un cierto objeto son transfiguradas en valores espirituales, actitudes lógicas, requisitos jurídicos. Es así que el objeto en cuestión se vuelve un fetiche sensiblemente supersensible.

Las metamorfosis de la relación entre los hombres en una relación entre las cosas: he allí entonces un rasgo distintivo (no el único, pero uno eminente) del fetichismo. Aún queda por preguntarse si la relación entre los hombres, allí donde huye hacia esta perniciosa metamorfosis, da lugar a su propia res, no fetichistas, cierto, pero sin embargo exteriores y aparentes. Al fetichismo de las mercancías no se contrapone la invisible introspección de los pensamientos y de las relaciones, sino una efectiva reificación de los nexos sociales. La relación entre los hombres, en caso que quede como un asunto de la conciencia, se explica fatalmente como dependencia personal directa: aquella que muestra, en el plano histórico, la comunidad orgánica precapitalista en la que la relación entre los hombres, transparente por no estar mediada por cosas, está plagada de minuciosas jerarquías institucionales, corporativas, religiosas. La interiorización re-deificada de la vida pública marcha al mismo paso con la sumisión más ruda y también, no queriendo renunciar al desgraciado vocablo, con la máxima “alienación”. Si la alternativa al fetichismo es la reificación, no ya el fútil rumor del foro interior, debemos aún especificar con cuidado en qué consiste la cosalidad no fetichista que pertenece al vínculo social.

La reificación no concierne a los hombres que entran en relación entre ellos, sino a la relación como tal. Es esta última la que se manifestará como res, número de objetos, conjunto de fenómenos sensibles. La relación entre los hombres, nunca reducible a representación mental, se encarna en las cosas de la relación: eventualidad esta muy diferente de su transformación fetichista en una relación entre cosas. La reificación implica a la propia relación, mientras que el fetichismo obra sobre términos correlativos. Entre una y otra subsiste, entonces, un desnivel lógico. Como resulta natural, por otra parte, si sólo se refleja sobre el hecho de que el fetichismo trasvalora los objetos dados, espiritualizándolos, mientras que la reificación se mueve desde conceptos abstractos (clases o relaciones), tornándolos extrínsecos y cosales. Se podría decir también: la reificación concierne a la preposición “entre”, que poco se cuida cuando se habla de relación entre hombres. El “entre” no compete a individuos singulares, sino que representa aquello que en cada animal humano es precisamente supraindividual, atinente a la especie, común y compartido aún antes que el Yo singular emerja con todo su relieve. Pues bien, el “entre”, antepuesto a las conciencias individuales, se manifiesta por fuera de esta conciencia en cuanto res aparente. Lo que precede al Yo cesa de sobrepasar al Yo con la semblanza del presupuesto trascendental (y también de la jerarquía estatal o religiosa) en la medida en que se vuelve un objeto externo al Yo. La reificación enuclea las cosas del “entre” o, aunque es lo mismo, pone el “entre” como una cosa.

A enfocar la cosalidad del “entre”, o sea la reificación de las relaciones en cuanto tal, se ha dedicado, más o mejor que otros, un psicoanalista que ha atendido especialmente niños, Donald W. Winnicott, y un filósofo que se ha ocupado con similar insistencia de la técnica y el principio de individuación, Gilbert Simondon. Queda claro que los contextos teóricos en que se ubican ambos autores son muy diferentes, con rasgos inconfrontables. Pero precisamente por esto resultan tan significativas algunas convergencias objetivas entre ellos.

Tanto Winnicott como Simondon afirman que la relación con el mundo  y con los otros hombres no se enraíza en el Yo interior, completamente individualizado, sino en una tierra de nadie en la que no es posible discriminar el Yo del no-Yo. A propósito de esta tierra de nadie, Winnicott habla de un “espacio potencial” entre el sujeto y el ambiente, Simondon de una “naturaleza preindividual” no atribuible a la autoconciencia. Ambos afirman, además, que la tierra de nadie del “entre” (en la cual, dice Winnicott, pasamos gran parte de nuestra vida) se manifiesta en cosas y eventos empíricos. Estas cosas visibles y tangibles no son “mías” ni “tuyas”, sino que pertenecen a eso que en el sujeto no es, ni puede ser, individualizado. Se trata de res publicae en sentido propio y fuerte: con la condición de entender por “público” el estado originario que precede a la misma división de la experiencia en experiencia psíquica y experiencia social. El “entre” de la relación se materializa, según Winnicott, en los objetos transicionales (eje portador del juego y la cultura en general). El mismo “entre” se deifica, según Simondon, en los objetos transindividuales (principalmente en los objetos técnicos). Transicional y transindividual es la reificación que, por sí sola, suprime al fetichismo de las mercancías.

El primer objeto transicional se identifica, según Winnicott (1971, pp. 27-36) con el seno de la madre. Para el neonato, él representa una res intermedia entre el propio cuerpo y los de los otros, un umbral indiferenciado entre el sí (aún no delimitado) y el ambiente (aún no “repudiado como no-yo” [ibid., p. 89]). La res intermedia no une dos entidades ya constituidas, sino, por el contrario, vuelve posible su sucesiva constitución como polaridades distintas. La relación preexiste a los términos correlatos: al principio no hay otra cosa más que el “entre”, y el “entre” está siempre deificado. Los objetos transicionales, o sea las cosas de la relación, no son un adorno exclusivo de la primera infancia. Se hacen valer, al contrario, a lo largo de toda nuestra existencia: no son un episodio cronológico, sino una perdurable modalidad de experiencia del animal humano. Típicamente transicionales son, para Winnicott, las cosas de las que está colmada la actividad lúdica. Tanto que se trate del muñeco de trapo del cual nunca se desprende el niño o del mazo de cartas manejado por un jugador impenitente, de la máscara utilizada en una charada o de un crucigrama complejo, los objetos del juego exhiben tangiblemente el “espacio potencial” entre mente y mundo: un espacio subjetivo pero nunca totalmente interior, público pero aún no social (en la medida en que “social” designa la interacción entre personas de identidad definida establemente).

Si las cosas transicionales se arriesgan a pasar inadvertidas, es solamente porque se propagan en cada rincón de la experiencia adulta. Ellas inervan por entero a la cultura, al arte, la religión (Winnicott 1988, 179 y sig.). La creatividad y la invención se establecen en la zona de frontera entre el Yo y el no-Yo, a propósito de la cual es lícito hablar de una mente pública, o, aunque es lo mismo, de una subjetividad totalmente extrínseca. Los productos culturales, junto con el oso de peluche (y también, además, con los sacramentos bautismales y de la eucaristía en la doctrina cristiana), dan cuerpo al ámbito pre-personal donde sobresale el puro “entre”. Los productos culturales, en tanto transicionales, son las cosas sensiblemente supersensibles en las que se deifica la relación original del animal humano con el ambiente y los semejantes. Cosas sensiblemente supersensibles, pero no fetichistas, dado que encarnan la condición de posibilidad de la relación entre hombres (el “entre”, precisamente), en lugar de reducir esta relación a la “objetualidad espectral” del intercambio de mercancías. Cómplice confiable del fetichismo es más bien aquel que se esfuerza ansiosamente en enmendar la cultura de toda tonalidad cosal, desconociendo así la publicidad básica de la mente.

Detengámonos brevemente ahora en la filosofía de la técnica de Simondon. El proceso de individuación, que hace de un animal humano una unidad discreta irrepetible, es siempre, a su juicio, circunscrito y parcial; es más, interminable por definición. El “sujeto” traspasa los límites del “individuo”, puesto que comprende en sí, como sus componentes ineliminables, una cuota de realidad preindividual todavía indeterminada, rica en potenciales e inestable. Esta realidad preindividual coexiste duraderamente con el Yo singular, pero sin dejarse asimilar nunca a él. Dispone entonces de sus expresiones autónomas. Del preindividual surge la experiencia colectiva: la cual, para Simondon, no consiste en una convergencia entre muchos individuos individuados, sino en los diversos  modos en que se extrínseca eso que en cada mente no es pasible de individuación. Transindividuales son llamadas por Simondon las cosas que deifican todo aquello que escapa a la autoconciencia individual precisamente porque no constituyen el presupuesto heterogéneo (preindividual). El objeto transindividual por excelencia es el objeto técnico.

Mediante el objeto técnico se crea una relación interhumana que es el modelo de la transindividualidad. Se puede entender con ello una relación que no relaciona a los individuos mediante su individualidad constituida, separándolos unos de otros, por ejemplo la forma a priori de la sensibilidad, sino por medio de aquella carga de realidad preindividual, de aquella carga de naturaleza que se conserva con el ser individual y que contiene potenciales y virtualidad. El objeto que sale de la invención técnica lleva consigo algo del ser que lo ha producido, expresa de este ser eso que está menos unido a un hic et nunc; se podría decir que hay de la naturaleza human en el ser técnico, en el sentido en que la palabra humana podría ser empleada para designar lo que queda de originario, de anterior incluso a la humanidad constituida en el hombre; el hombre inventa poniendo en obra su soporte natural, aquel apeiron que resta en cada ser individual. Ninguna antropología que parta del hombre como ser individual puede dar cuenta de la relación técnica transindividual [...]. No es el individuo quien inventa, es el sujeto, más amplio que el individuo, más rico que él, que implica, además de la individualidad del ser individuado, una cierta carga de naturaleza, de ser no individuado (Simondon 1958, p. 248).



La máquina procura semblanzas espacio-temporales a cuanto hay de colectivo, o sea de especie-específico, en el pensamiento humano. La realidad preindividual presente en el sujeto, no pudiendo hallar un equivalente adecuado en las representaciones de la conciencia individuada, se proyecta al exterior como complejo de signos universalmente útiles, dispositivos inteligentes, esquemas lógicos vueltos res. Vuelve aquí el punto que me parece crucial desde la perspectiva filosófica: en virtud de la técnica, lo que es anterior al individuo se muestra por fuera del individuo. El presupuesto indisponible se convierte en un post-puesto deificado, al alcance de la mano y la mirada. También la máquina merece el apelativo de cosa sensiblemente supersensible. Pero, a diferencia del fetiche-dinero, que es “sensiblemente supersensible” porque a su cuerpo natural (ya sea de oro o de cobre) se le atribuyen considerables virtudes sociales, la máquina es tal porque, mediante procedimientos opuestos y especulares, da a una estructura de la mente el relieve independiente que concierne a las cosas del mundo. La esfera de experiencia transindividual, de la cual la técnica es soporte y símbolo, no se confunde, por motivos obvios, con el ámbito psicológico, ni tampoco puede ser equiparada al conjunto de papeles sociales. Los objetos técnicos, junto a los transicionales estudiados por Winnicott, demarcan ante todo una región intermedia: “La actividad técnica no forma parte del ámbito social puro ni del puro ámbito psíquico. Ella es el modelo de la relación colectiva” (ibid., p. 245). Para Simondon, además, sería un error capital considerar a la técnica un simple engranaje del trabajo. Ambos términos son asimétricos y heterogéneos: la técnica es transindividual, el trabajo interindividual; la primera deifica al “entre”, el segundo está siempre expuesto al riesgo del fetichismo. “Necesitamos una conversión que permita a los que hay de humano en el objeto técnico aparecer directamente, sin pasar por la relación laboral. Es el trabajo el que queda comprendido como fase de la tecnicidad, no la tecnicidad como fase del trabajo” (ibid. P. 241). El contraste latente entre técnica y trabajo había sido delineado, por otra parte, por el propio Marx: baste con recordar aquí las célebres páginas en las que adscribe al “general intellect”, o sea al pensamiento en cuanto recurso público (o mejor aún: transindividual), el gran mérito de reducir a un “residuo miserable” al trabajo asalariado, bajo patrón, sin calidad (Marx 1939-41, vol. II, pp. 389-411).

4. Palabras transindividuales.

Los objetos transicionales de Winnicott y los objetos transindividuales de Simondon deifican el “entre” que rige toda relación entre los hombres. Pero es necesario efectuar ahora un paso. Nos preguntamos: ¿cuál es la res que, antes y más radicalmente que el juego y la técnica, encarna el “espacio potencial” entre mente y mundo, confiriendo un aspecto sensible y extrínseco a la “realidad preindividual” insita en el animal humano?

La respuesta es intuitiva: transicional y transindividual en sumo grado es, sin ninguna duda, el lenguaje verbal. La reificación del “entre”, de la relación en cuanto tal, es efectuada siempre por las trilladas palabras de que disponemos. Son estas palabras, preexistentes al proceso de individuación de la persona singular, las que instituyen la tierra de nadie (y de todos) puesto en medio del Yo y el no-Yo. La lengua histórico-natural es el ámbito exterior, subjetivo pero no atribuible a las operaciones de la conciencia, público pero no coincidente con los roles sociales, en el cual las categorías trascendentales de las que depende la posibilidad de la experiencia se presentan finalmente (o, más verosímilmente, desde el principio) como objetos realizables.


Deificado por el léxico y la sintaxis, el a priori colectivo se convierte en un complejo de hechos empíricos. Es ante todo gracias al lenguaje si los presupuestos transindividuales del Yo autoconciente se dejan ver por fuera de este mismo Yo, acomodándose al status para nada deshonroso de los fenómenos.

El lenguaje es la “cosa sensiblemente supersensible” por excelencia. El contenido conceptual de la palabra es inseparable de sus caracteres acústicos o gráficos. En un bello ensayo dedicado a la “monofacialidad del signo”, o sea a la inexistencia de un significado ideal previo o por fuera del significante material, Franco Lo Piparo ha mostrado los callejones sin salida en los que entra quien asigna un valor sustancial a la distinción entre los dos planos, en vez de considerarlo un mero artificio didáctico (Lo Piparo 1991). Son los mismos callejones sin salida en los que entran todo el tiempo, según Tertuliano, todos los que conciben a la encarnación del Verbo con una óptica, por así decirlo, bifacial: “Es el más tortuoso de los razonamientos el nombrar la carne [el sonoro signifiant] pensando, al contrario, en el alma [el incorpóreo signifié], o el indicar el alma queriendo significar la carne”. La monofacialidad del signo, o sea la plena identidad entre “plano de expresión” y “plano de contenido”, indica con precisión qué debe entenderse, desde una perspectiva naturalista, por “carne del verbo”: el pensamiento verbal no busca un cuerpo cualquiera (este o aquel sonido articulado) para volverse fenómeno y res, sino que es en sí mismo corpóreo, fenoménico, cosal; se identifica, entonces, con el trabajo de los pulmones y de la epiglotis, que produce los sonidos articulados.

La resistencia psicológica a considerar al lenguaje como una res sensible, escuchada o vista, va junto con la inclinación fetichista a atribuir a las cosas más diversas ciertas prerrogativas que competen, en realidad, solo y precisamente al lenguaje. Aquí recordamos al Odradek de Kafka, el indefinible  objeto móvil que circunda el condominio, atormentando al padre de familia. Nada diferente del ya mencionado “objeto simple” de Russell, que ha atravesado tanto la filosofía analítica. Pero son innumerables y famosos los Odradek filosóficos. Ellos le deben su vida de fetiches a dos movimientos concatenados: primero se afirma la autonomía del pensamiento-signifié del cuerpo-signifiant; luego, el punto fuerte de la presunta bifacialidad del signo, se trasfieren ciertos rasgos del pensamiento-signifié desencarnado al objeto del cual se habla (en lugar de atribuirlos, como se debería, a aquella res altisonante que son nuestras palabras). Un ejemplo adicional: la negación. Cuando se destaca indebidamente el significado conceptual de la palabrita “no” de su “carne”, es decir del cuerpo sensible del significante, se arriba fatalmente a postular la existencia de entes o hechos en sí negativos, de modo de negar otros entes o hechos. Estas enigmáticas “cosas negativas” no son más que una proyección animista: Odradek a la enésima potencia. Quien no reconoce la realidad sensiblemente supersensible del lenguaje, es decir la reificación de la mente que ella lleva siempre con sí, termina avalando el fetichismo, atribuyendo ciertas actitudes conceptuales a un objeto no-lingüístico.

El lenguaje es el fondo cosal del pensamiento. Todo vocablo tiene mucho en común con la noción de Urphänomen elaborada por Goethe: todo vocablo es el “fenómeno originario” que manifiesta en modo contingente y empírico una idea considerada injustamente invisible. La reificación consiste, entonces, en atribuir el pensamiento a aquel conjunto de objetos transicionales y transindividuales que es el lenguaje. Ella recuerda a una anamnesis, a un recuerdo esclarecedor: se sirve de las cosas sensiblemente supersensibles, o sea de los sonoros significantes, en las que se encarna la categoría trascendental. Un auténtico ejercicio de anamnesis reificante (y por lo tanto, implícitamente, de crítica del fetichismo) es el ensayo de Emile Benveniste Catégories de pensée et catégories de langue, donde se expone la génesis rigurosamente lingüística, a veces incluso idiomática, de las diez categorías aristotélicas.

Aristóteles creía definir los atributos de los objetos, pero no enunció la de los entes lingüísticos [...]. La lengua evidentemente no ha orientado la definición metafísica del “ser”-todo pensador griego tuvo la suya-pero ha permitido hacer del “ser” una noción objetivable, que la reflexión filosófica pudiera manejar, analizar, situar como cualquier otro concepto (Benveniste 1958b, pp. 87 y sig.; cursivas del autor).

Familiar hasta la estereotipia, pero totalmente engañosa, es la frase: expresar en palabras los propios pensamientos. Al escucharla podría parecer que las palabras llegan al final, con el fin secundario de manifestar o actualizar pensamientos previos. No es así. En realidad, es a la inversa: tanto de trate de un cálculo o de una meditación metafísica, son las cogitationes las que actualizan al lenguaje. Más congruente, aunque paradojal, es la frase traducir en pensamientos las propias palabras. Corresponde a la reflexión realizar una u otra posibilidad ofrecida por los signos sensiblemente supersensibles, “monofaciales”, cuya morada estable es el mundo de las apariencias auditivas y visuales.

5. Las desventuras del “Yo pienso”.

Es preciso ahora preguntarse cómo se presenta la alternativa entre fetichismo y reificación a propósito de la autoconciencia individual. Ya no está en juego la relación entre los hombres (y su eventual vuelco en una relación entre cosas), sino todo aquello que, en la vida de la mente, asegura la unidad de una biografía particular; ya no más la región intermedia entre Yo y no-Yo, sino la constitución del mismo Yo singular. ¿A cuales malentendidos fetichistas está expuesto el sujeto de la autorreflexión, el sujeto que sabe de conocer, piensa en sí mismo, dice “Yo” en relación a sí mismo? Y, viceversa, ¿en qué consiste su adecuada reificación, o sea su equivalente objetual, fenoménico, empírico? El contraste entre fetichismo y reificación concierne aquí al “Yo pienso”, o también, en términos kantianos, a la unidad sintética del apercibimiento. Para ilustrar concisamente este contraste recurro a un texto decisivo de la filosofía moderna de la que depende, por reacción, gran parte del idealismo alemán, y también, por adhesión, más de una parte del Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein: el capítulo de la Critica della ragion pura [Crítica de la razón pura] donde Kant discute acerca de los círculos viciosos (el término técnico es “paralogismos”) en los que se implica la psicología metafísica a propósito del modo de ser del sujeto autoconciente.

El error de los psicólogos metafísicos-y también, digámoslo por pura polémica, de muchos psicólogos ultramaterialistas que tornan densos los rangos de la actual filosofía de la mente-está en querer determinar la naturaleza del Yo autoconciente aplicándole ciertas nociones (sustancia, simplicidad, indivisibilidad, etc.), que, he aquí el punto, nunca pueden ser formulables sin presuponer...un Yo autoconciente. El “Yo pienso” es la unidad sin contenido que precede y vuelve posible a la unificación del múltiple empírico por obra de las categorías. Ahora, observa Kant, es totalmente ilusorio (o sea “paralogístico”) buscar aferrar mediante conceptos aquello que figura como el fundamento del mismo pensar por conceptos: “nos enrollamos en un círculo perpetuo, debiendo servirnos siempre de la representación del “Yo pienso” para juzgar algo de él” /Kant 1787, p. 322). El modo de ser que subyace al “Yo pienso” es inasequible para el Yo pensante. Este último puede hablar libremente de su persona empírica, de las cogniciones y las pasiones que golpean la existencia: pero de ese modo será sólo un objeto de representación entre tantos. Nada podrá decir, por el contrario, de sí mismo en cuanto sujeto de la representación: y precisamente de esto se trataba. “El sujeto de las categorías no puede nunca, por el hecho de que él lo piensa, conseguir un concepto de sí mismo como objeto de las categorías; porque, para pensarlo, debe colocar como base su autoconciencia pura, que, en cambio, debía ser desplegada” (ibid. p. 333).

El paralogismo al que se abandona la psicología metafísica es un ejemplo luminoso de fetichismo. La condición de posibilidad del conocimiento es intercambiada, en efecto, por un atributo de la cosa conocida; “la explicación lógica del pensamiento en general es considerada injustamente como una determinación del objeto” (ibid., p. 325). Veamos más de cerca cómo se articula esta metamorfosis fetichista que se hace a expensas del Yo autoconciente (ya no, repitámoslo, la realidad preindividual del sujeto, o sea el “entre”). El “Yo pienso” es un texto, una producción lingüística: el “único texto” (einige Text), dice Kant (ibid., p. 320), del cual disponemos para indagar la trama de la subjetividad. El texto en cuestión exhibe (o, si se prefiere, reestablece siempre de nuevo) la unidad formal de la conciencia hacia la que converge cualquier representación, pero no da ninguna información sobre el contenido del ser conciente que es el autor de la representación. Es fetichista la pretensión de obtener de los requisitos lógico-lingüísticos de la proposición “Yo pienso” otras tantas noticias sobre la índole del Yo. He aquí cómo se explica concretamente tamaña pretensión: puesto que la palabra “Yo” es un término al que le corresponde siempre el papel de sujeto gramatical, el Yo es considerado una sustancia (inmaterial); de la “indivisible unidad de una representación, que solamente dirige al verbo hacia una persona” (Kant 1781, p. 676) se deduce, además, que el Sujeto es simple (incorruptible); seguidamente, el hecho de que “Yo” se repita como un homónimo que utiliza cada hablante singular para indicarse a sí mismo en las más diversas situaciones, basta para afirmar la identidad (personalidad) del alma. Valores y nexos infratextuales se convierten, así, en cualidades atinentes a un ente autónomo, llamado cada tanto “persona” o “sujeto” o “mente”.

Tenemos así el equívoco más llamativo, que compendia o anticipa a todos los demás: la autoconciencia es difundida por una sustancia. Pues bien, el Yo-sustancia, obtenido tomando “la unidad en la síntesis del pensamiento por una unidad percibida en el sujeto de este pensamiento” (ibid., p. 707, cursivas del autor), es una contrafigura postiza del “Yo”-palabra, el único realmente en cuestión en la proposición “Yo pienso”. El Yo-sustancia, este Frankenstein objetual forjado a imagen y semejanza de la autoconciencia, da una respuesta perversa a la insuprimible deseo de remontar el modo de ser de la subjetividad; o sea a la necesidad, en sí no despreciable, de hacer de algún modo experiencia de las mismas condiciones de posibilidad de la experiencia.

Respuesta perversa y, hasta ahora, inaceptable. El doble fetichizado del “Yo pienso” cae para siempre bajo la égida del “Yo pienso”: confirma entonces el presupuesto que creía transformar finalmente en algo puesto. El Yo-sustancia, a la par de cualquier auténtico fetiche, posee un aspecto perturbador. Comparte muchas prerrogativas del sosías, una de las figuras en la cual, según Freud, se realiza la más completa superposición entre conmovedora familiaridad y angustiante inquietud. El sosías, como el sujeto hipostatizado en el cual se resuelve el paralogismo, provoca  “una duplicación del Yo, una subdivisión del Yo, una permuta del Yo” (Freud 1919, p. 286).

La crítica kantiana de las “apariencias inevitables” en las que se enreda la razón pura a propósito del alma es, bajo cualquier mirada, una crítica resumida del fetichismo. Y más aún, una vez aclarada la neblina paralogística, ¿qué es del modo de ser del Yo? Según Kant, parece que el Yo pensante, puesto que siempre se presupone a sí mismo, debe resignarse, en caso de que los deseos den cuenta de su propia naturaleza, a la melancólica alternativa entre el regreso al infinito y la completa inefabilidad. El Yo puro sólo puede señalar el confín que lo separa del no-Yo, pero sin precisar nunca cual le compete realmente. Y si se quiere: de la parte del no-Yo (según la interpretación frenética pero no arbitraria que Fichte da del capítulo sobre los paralogismos) salen también los estados de ánimo ocasionales y las experiencias contingentes que, sin embargo, no dejan de caracterizar el curso de una vida individual. Antes de indicar el éxito muy distinto del que podría lograr la confutación del paralogismo, vale la pena detenerse por un momento en las desventuras éticas contra las que choca un sujeto que, para evitar las insidias del fetichismo, rompa los puentes con el ámbito fenoménico, encerrándose en una interioridad inefable.

Des tales desventuras ofrece un recuento muy vívido Hegel, cuando en las Lesioni di estetica, recorre a contrapelo la teoría de los románticos Schlegel y Solger, según la cual el Yo puro (aquel que ha derrotado al paralogismo) debe asumir una actitud irónica, de modo de remarcar su inconmensurabilidad respecto de las cosas y hechos del mundo empírico. La ironía arraigada en una autoconciencia privada de exterioridad constituye el signo distintivo de un Verbo que se resiste a hacerse carne. El Yo privado de determinaciones, “que permanece totalmente abstracto y formal”, tiene por verdadero sólo aquello que él mismo ha producido; pero “eso que es obra mía, puedo Yo de nuevo negar” (Hegel 1836, p. 76). El centro de la ironía romántica, y también de la posmoderna, está precisamente en la negación compulsiva de todo aquello que pueda proveer una imagen objetiva del Yo. Para no restar afecto a la cosalidad, el sujeto depone todo lo que recién ha puesto, se despide en el momento de las presentaciones, desdice con un gesto burlón aquello que poco antes dijo con gravedad. El retorno al infinito al que parece condenado el Yo que quiere aferrarse a sí mismo posee su propia equivalencia ética en la interminable corrosión irónica de toda experiencia definida. El individuo romántico (y también el “hombre flexible” mimado por el pensamiento posmoderno), si por un lado ostenta un irónico desencanto, por otro se ilusiona con hallar un centro estable en la interioridad no reificada. Nada más inverosímil, según Hegel: “Si el Yo se detiene en este estadio, todo le parece nulo y vano: excepto la propia subjetividad, que por ello deviene vacía y vana ella misma” (ibid., p. 78). Es máxima la alienación, y la indigencia, del sujeto resuelto a escapar del fetichismo mediante el diálogo introspectivo del alma consigo misma. Una alienación y una indigencia no demasiado tolerable: así sucede, observa Hegel con un rasgo de sarcasmo, que el Yo irónico, en especial él, se encuentra bien dispuesto a tener sed de lo sustancial” (ibid.).

Que es como decir: precisamente el extremado “retraerse en sí” predispone de nuevo al sujeto a aquel paralogismo (la autoconciencia vendida como sustancia) de la que creía haberse salvado para siempre. El espejismo de la autonomía interior y el fetichismo sustancialista se alimentan mutuamente, dando lugar a una perenne oscilación que algunos intercambian despreocupadamente por una desidia inconciliable.

EL Yo-sustancia no es contradicho, sino más bien avalado, por el Yo inefable y elusivo que alardea de ironía. También a propósito de la autoconciencia, como fue en el caso de la relación entre los hombres, la antítesis del fetichismo no consiste en el falso movimiento de la vida interior (el Yo antes del Yo), sino por el contrario en una reificación realmente perspicua de la naturaleza humana (el Yo fuera del Yo). Es cierto que al sujeto de la autorreflexión no podemos aplicarle las categorías que se apoyan en ella; pero nada impide que el sujeto de la autorreflexión, sobreentendido correctamente como el presupuesto de la categoría, tenga nada menos que un modo de ser extrovertido y aparente. El “Yo pienso” es, sí, precategorial, pero no por esto también incorpóreo, o sea privado de tenor cosal. Es sutil pero decisivo lo que separa al quid pro quo paralogístico de su verdadera confutación: del mismo modo que puede parecer a primera vista exigua la diferencia entre veneno y antídoto. Es fetichista la inclinación a tratar el fundamento trascendental de toda representación como un objeto representado cualquiera; pero es reificante el intento de censar los fenómenos empíricos en los que precisamente aquel fundamento se vuelve posible y manifiesto. Es fetichista sacar del “Yo”-palabra un Yo-sustancia; reificante es poner el acento sobre la realidad sensible, eventual, sin embargo extrínseca, que compete al mismo “Yo”-palabra. Contra el paralogismo resulta conveniente ilustrar en detalle los modos en que la unidad sintética del apercibimiento se encarna, en cuanto tal, en un complejo de res visibles y audibles. No está obviamente en cuestionamiento, aquí, la res conocida a partir de la autoconciencia, sino la res (en la acepción mayor del término latino: objetos, hechos, circunstancias, eventos, acciones) que corresponde en todo y por todo al andamiaje de la autoconciencia. ¿Cuál es, finalmente, el Urphänomen del Yo, o sea el evento espacio-temporal en el que se deja ver la constitución de la subjetividad trascendental? ¿Cuál es la cosa sensiblemente supersensible que exhibe la condición de posibilidad del pensamiento?

6. La autoconciencia como acto lingüístico preformativo.

Kant insiste hasta la monotonía, sobre todo en la primera edición de la Crítica, sobre el hecho de que “Yo pienso” es solamente una proposición, un texto en sentido estricto, en suma una construcción verbal. Este hecho, sigámoslo ya, es la puerta estrecha a través de la que pasa la reificación de la autoconciencia, aquella reificación que, por sí sola, puede batir en retirada al paralogismo fetichista pero sin caer en el regreso al infinito en el que arraiga la ironía. Tanto para tocar con la mano y enfocar la mirada, cualquier ejemplo (extraído casi al azar de un repertorio sobreabundante) del papel asumido por el lenguaje en el apercibimiento trascendental. Las cursivas son mías:

La proposición formal del apercibimiento, “Yo pienso”, queda como único fundamento sobre el cual la psicología racional arriesga la ampliación de sus conocimientos; dicha proposición no es en verdad una experiencia, sino la forma del apercibimiento que se une a toda experiencia y la precede (Kant 1781, p. 676).

“Yo soy simple” no significa más que esta representación “Yo” no comprende la mínima multiplicidad [...]. La tan celebrada prueba psicológica está, entonces, fundada únicamente sobre la unidad indivisible de una representación que solamente dirige al verbo hacia una persona [gramatical] (ibid.).

La simplicidad de la representación de un sujeto no es por eso un conocimiento de la simplicidad del propio sujeto, ya que se abstrae completamente de su propiedad cuando viene designado exclusivamente con esta expresión: “Yo” (que puede aplicarse a todo sujeto pensante) (ibid., p. 677).

La identidad de la conciencia de mí mismo en diversos tiempos es solamente una condición formal de mi pensamiento [...], pero no demuestra la identidad numérica de mi sujeto [...] aún cuando acepte siempre asignarle otra vez el homónimo [pronombre] Yo (ibid., p. 682).

El carácter proposicional del “Yo pienso” basta y avanza para destruir la leyenda metropolitana de un “silencio de Kant sobre el lenguaje”. El gran ausente interviene en el momento más delicado, cuando se trata de fijar la clave de todo el sistema trascendental: la unidad de la conciencia. Esta unidad, de la que depende la misma posibilidad de la experiencia, no es otra más que un texto, o sea una elemental unión sintáctica entre un pronombre personal y un verbo. La prominencia ganada por el lenguaje en el capítulo sobre los paralogismos suscita, sin embargo, un problema espinoso, formulable aproximadamente así: el texto que debería garantizar la unidad de la conciencia, ¿no resultará inadecuado para la tarea en caso de que omita mencionar explícitamente la propia naturaleza lingüística? ¿O tal vez no es cierto que, en tal caso, la conciencia se referiría a sí misma de modo sólo parcial y defectuoso? Aquí está el punto dirimente. Si el “Yo”-palabra es el auténtico sujeto trascendental, no es difícil constatar una laguna en el modo en que Kant ha concebido la autorreflexión, es decir la relación originaria del Yo con sí mismo. Aquel que dice “Yo pienso” ante su propia mirada, utiliza el lenguaje para enuclear la condición de toda representación determinada, pero no da cuenta de su propio decir: no se apercibe, entonces, como hablante. La proposición “Yo pienso” no remite de ningún modo al hecho de que ella es, por lo dicho, una proposición. Se descuida así el último y más decisivo presupuesto del Yo: la locuacidad del animal humano, la forma textual de su pensamiento. Por esto, la proposición “Yo pienso” no puede ser tomada como el fundamento de la autoconciencia. Reconocer el estatuto lingüístico, como justamente hace Kant, implica también, por paradojal que pueda parecer, su desautorización. Distinto, y también más radical, debe ser el texto que instituya, o convalide siempre de nuevo, la autorreferencialidad del sujeto, su inmediato saberse. La unidad sintética del apercibimiento coincide con la proposición que imputa al Yo la facultad del lenguaje; por lo tanto con la proposición que está en la base de todas las otras proposiciones (también de “Yo pienso”). Esta proposición realmente autorreflexiva es: “Yo hablo”.

Para medirse de cerca con un texto, conviene probar el estatuto en una situación discursiva concreta. Pues bien, ¿qué sucede si se pronuncia de veras la frase “Yo hablo”? Aquel que emite estos sonidos articulados no describe el acto de hablar, sino que lo efectúa; no se limita a dar cuenta de un estados de cosas, sino que lo crea desde el principio por el hecho mismo de mencionarlo. “Yo hablo” es un enunciado performativo. Su pronunciamiento realiza una acción. “Yo hablo” se asemeja, por lo tanto, a aquellos fragmentos de praxis que son las fórmulas verbales “Bautizo a este niño Lucas”, “La sesión está abierta”, “Te perdono”: cuando los recitan en voz alta, el cura, el presidente del senado, el amante traicionado no hablan de lo que hacen, sino que hacen algo hablando. Salta a la vista, sin embargo, la diferencia entre “Yo hablo” y los habituales enunciado performativos. Las acciones de bautizar y de abrir una sesión, si bien se resuelven diciendo algo, poseen un contenido definitorio no reducible al puro y simple decir. Pero en el caso de “Yo hablo” la acción efectuada con la palabra consiste únicamente en...hablar. No está en cuestión aquí un evento producido mediante el lenguaje (bautismo, perdón, ordenar, juramento, matrimonio, etc.), sino el evento del lenguaje, o, si se quiere, el lenguaje en cuanto evento.

El apercibimiento trascendental coincide con una acción en el curso de la cual-para citar el título casi proverbial del libro de John L. Austin (1962)-se hacen things with words, cosas con las palabras. La cosa, thing, que se hace diciendo “Yo hablo” es la atribución a sí misma de la genérica potentia loquendi, de la indeterminada facultad del lenguaje.

Esta toma de carga de la capacidad de hablar, efectuada mientras se habla, funda la autoconciencia. La autoconciencia es, entonces, una cosa, thing, que se hace con la palabra. Antes que abrir una sesión (thing determinada), se inaugura o se restablece también una vez la unidad del sujeto (thing trascendental). Antes que asignar el nombre “Lucas” a un neonato, se bautiza “Yo” al cuerpo viviente singular que está emitiendo una voz significante. La autoconciencia posee la forma y las prerrogativas de un enunciado performativo. El Yo puro, subyacente a las categorías a priori que organizan el pensamiento, no es por cierto una sustancia, pero tampoco un presupuesto inefable: consiste ante todo en un acto lingüístico. Y un acto lingüístico no puede más que ser extrínseco, fenoménico, perceptible. Si quedase como una representación mental silenciosa, el enunciado performativo “Apuesto un millón por la victoria del Roma” no tendría la menor relevancia. Lo mismo vale para “Yo hablo”: la vocalización es parte integrante de su propio significado. El movimiento laríngeo mediante el que se cumple realmente la acción locutoria que se declara cumplir, es la interfaz sensible de la unidad sintética del apercibimiento. La voz, que en el acto lingüístico “Yo hablo” emerge al rango de imprescindible requisito lógico, deifica cada vez desde el inicio al sujeto trascendental. Es la res, ora armoniosa, ora estridente, del Yo locuaz. La autoconciencia se conforma en sonidos articulados, situados en el espacio y el tiempo. Posee la consistencia de un hecho empírico, anclado establemente en el mundo de las apariencias. En la base del pensamiento categorial no hay otro pensamiento, sino una acción. Es más: una acción altisonante.

Puesto que “Yo hablo” es un enunciado performativo, o sea un evento basado sobe el ejercicio efectivo del aparato fonatorio, conviene precisar en cuales ocasiones se presenta la ocasión de pronunciarlo. El papel trascendental de esta proposición es inseparable del uso empírico que se hace de ella. El acto lingüístico “Yo hablo” (a diferencia del evanescente “Yo pienso”) garantiza la unidad sintética del apercibimiento solamente si es ejecutado; es decir solamente si asume la semblanza de una locución familiar y sumisa, desprovista de blasones especiales. ¿Pero cuando asume dicha semblanza? “Yo hablo” es sobreentendido como la  paráfrasis adecuada, o la versión explícita, de todos los enunciados en los que el mensaje comunicativo no tiene ninguna importancia, o además está ausente, mientras que alcanza un máximo relieve el aspecto que, por si sólo, pasa inadvertido: el haber tomado la palabra rompiendo el silencio, la acción de proferir en cuanto tal, la inserción del discurso en el mundo. En otro lugar he analizado en detalle los juegos lingüísticos en los que eso que se dice constituye un mero expediente para señalar el hecho que se habla, y donde el enunciado nada comunica salvo que se está produciendo un enunciado (cfr., Sutra, cap. 2). Baste aquí con cualquier ejemplo orientativo. En los monólogos en voz alta del niño en edad pre-escolar no cuenta el contenido semántico expresado cada tanto, sino la sonora comprobación de la propia facultad de lenguaje; no el texto de los enunciados sino el acto de producirlos. Libre de cargas comunicativas y denotativas, el soliloquio vocalizado permite al ser humano principiante de expresarse a sí mismo como fuente de enunciaciones. Lo mismo ocurre en la vida adulta, cuando se emprenden aquellas conversaciones sin estructura ósea que llamamos con injustificado ceño fruncido cháchara: en ella, los interlocutores muestran solamente el haber tomado la palabra; el carácter vacuo o resabido de las opiniones manifestadas hacen que la atención se concentre sobre el pronunciamiento en sí, o sea sobre el evento del lenguaje. El eclipse de eso que se dice y la concomitante prominencia del hecho que se habla caracterizan, además, a los ritos religiosos: pensemos en el uso de lenguas muertas o extranjeras en el culto, y también en el valor que no raramente se atribuye a la glosolalia. En todos estos casi decimos, efectivamente, “Yo hablo”. Es ahora cuando nos presentamos como animales dotados de lenguaje, a los demás y a nosotros mismos al mismo tiempo: la autoconciencia, lejos de ser una cuestión lejana y secreta, es inseparable de la máxima exposición de sí ante la mirada del prójimo. Trillados y domésticos son los modos de decir con los que afirmamos factualmente nuestro propio poder-decir, haciendo así experiencia empírica del presupuesto trascendental de toda representación determinada.
“Yo pienso” es un enunciado descriptivo, puesto que no hace más que constatar una incontrovertible realidad psíquica. “Yo hablo”, al contrario, es un enunciado performativo que, traspasando el ámbito psíquico, comparte la exterioridad y la apariencia de la praxis. Ambos enunciados son autorreflexivos, si bien en desigual medida. “Yo pienso”, precisamente porque es un texto lingüístico, no señala el ápice de la autorreflexión, sino que posee la propia condición de posibilidad en el más radical “Yo hablo”. Este último sobrepasa a la capacidad de producir textos lingüísticos que, en aquel, es sólo una premisa implícita o un ángulo ciego. La diferencia entre “Yo pienso” y “Yo hablo” no es reducible, sin embargo, a una diferencia de grado. Es otra cosa. La autorreferencia  insita en un acto lingüístico performativo es esencialmente distinta, desde una perspectiva lógica, de la autorreferencia que a veces da lugar a una afirmación descriptiva.

Si digo “La sesión está abierta”, el enunciado se refiere a sí mismo, pero a sí mismo en cuanto acción: mis palabras designan al estados de cosas que precisamente ellas están introduciendo en el mundo. Hay aquí un círculo virtuoso entre decir y hacer, lenguaje y praxis. El carácter bifronte del enunciado performativo (significado y también acción) provoca una autorreferencia que, por comodidad, llamaré heterogéneo. Pensemos en las figuras ambivalentes estudiadas por la psicología de la percepción: por ejemplo, en aquel único y mismo diseño en que, sin embargo, se puede divisar tanto un pato como un conejo. Aquí, en la autorreferencia performativa, el pato-significado señala al conejo-acción y viceversa. Consideremos ahora un caso clásico de autorreferencia descriptiva: “Este enunciado es falso”. El enunciado se toma como objeto de sí mismo, pero únicamente en cuanto enunciado. Afirma algo sobre los propios requisitos semánticos. El mismo diseño se desdobla, aquí, en dos patos indiscernibles, uno de los cuales es llamado a dar cuenta del otro. Estamos ante una autorreferencia homogénea. Y una autorreferencia homogénea no es nunca concluyente: al contrario, tiende hacia un retorno al infinito. El enunciado que describe, siendo idéntico al enunciado descrito, requiere a su vez de una descripción; de otro modo, la homogeneidad total entre designans y designatum hace que la nueva descripción presuponga otra a su vez; y así continuamente. La autorreferencia generada por una proposición que habla de sí en cuanto proposición se identifica con la interminable fuga hacia atrás de los metalenguajes, cada uno de los cuales, como se sabe, se degrada en un instante a lenguaje-objeto.


La reflexividad de “Yo pienso” es análoga a la de “Este enunciado es falso”; la reflexividad de “Yo hablo” lleva, en cambio, el signo del círculo virtuoso del que da pruebas “La sesión está abierta”. Entendido correctamente, el cogito cartesiano significa: cogito me cogitare, me pienso pensante. El enunciado descriptivo “Yo pienso”, apenas se lo explicita con rigor, suena así: “Yo pienso que `Yo pienso´”. Por esto, como se ha observado hace poco, el Yo penante parece anterior a sí mismo, inalcanzable, inefable. Por esto, el sujeto de la autorreflexión parece precipitarse en una interioridad abismal, caracterizada por la monótona alacridad del retorno al infinito. Pero se trata de una impresión errónea. No es fundamento de la autoconciencia el enunciado descriptivo “Yo pienso”, sino el enunciado performativo “Yo hablo”. La autorreferencia puesta en escena por este último se sirve de un elemento heterogéneo: la cosa, thing, que se hace con la palabra; el evento exterior, fenoménico, sensible que el enunciado determina. Refiriéndose a sí mismo en cuanto res (no en cuanto dictum), “Yo hablo” excluye el retorno al infinito. Antes que presuponer un nuevo meta-Yo en cada puesta de aquella soap opera que es la introspección, el sujeto acoge exhaustivamente el propio modo de ser en la unidad/diferencia entre discurso y acción. Y esta unidad/diferencia (o tautoheterología) se manifiesta en un acto lingüístico que, en cierta medida, se coloca siempre por fuera del sujeto, inscribiéndose entre los hechos del mundo. Fundamento de la autoconciencia es, por último, la circularidad entre lenguaje y praxis, su sinonimia esencial, “el devenir desigual de los iguales, y el devenir igual de los desiguales” (Hegel 1807, p. 245). En el enunciado performativo “Yo hablo” el sujeto se aferra a sí mismo como cuerpo capaz de significar, y, al mismo tiempo, como cuerpo capaz de actuar: “animal que tiene lenguaje” pero también, a la vez, “animal político”.

7. Refutación del idealismo.


Recapitulemos. Es alienada la experiencia cuyas condiciones de posibilidad no poseen el nítido relieve de las res exteriores, figurando en cambio como presupuestos incomprensibles y prepotentes. Es alienante el Verbo que no se hace carne. La reificación de la naturaleza humana pone remedio a las privaciones y la indigencia de la vida introvertida. No desprecia la dimensión trascendental, sino que, al contrario,la tiene muy en cuenta para sustraerla a la mezquina hegemonía de la conciencia. Trascendental es el “entre” de la relación entre hombres, es decir la publicidad originaria de la mente.

Pero este “entre”, sin perder ninguna de sus prerrogativas principales, se deja ver en un conjunto de cosas y hechos perceptibles: los fenómenos transicionales estudiados por Winnicott, los objetos técnicos en los que se manifiesta sensiblemente el componente preindividual del sujeto, la trama lexical y sintáctica que preexiste a la formación del Yo singular. Igualmente trascendentales son la facultad de hablar y de actuar que se ubican como fundamento de la autoconciencia pura. Pero estas facultades, conservando firme su estatuto de condiciones a priori, se encarnan siempre de nuevo en lábiles actos lingüísticos, acciones altisonantes, voces al alcance del oído. La reificación coloca lo trascendental fuera del Yo y, precisamente por esto, permite al Yo hacer una experiencia directa, evitándole así el precipitarse en aquel estado de alienación en el cual se alternan sin pausa ascetismo cruzado por melancolía y desencanto irónico.

El defecto principal del fetichismo no es el reconocer imprudentemente un tenor cosal a las condiciones de posibilidad de la experiencia, sino, al contrario, en no reconocérselo, contentándose ante todo con atribuir una indebida aureola espiritual a un ente o un hecho que en verdad depende de aquellas condiciones. El “objeto simple” de Russell, el vuelco de la relación entre productores en relación con mercancías, el paralogístico Yo-sustancia con el que se extasían los psicólogos metafísicos: todos estos son ejemplos de reificación fallida, o peor, paródica. La crítica del fetichismo consiste en indicar con precisión cual es la carne del Verbo, de modo que resulte imposible vender idolátricamente un cuerpo cualquiera por el Verbo. Consiste entonces en una reificación lo suficientemente radical y consecuente como para investir lo trascendental en cuanto trascendental. Como hemos constatado hace poco, el culto de la interioridad no suprime sino que avala y fomenta al fetichismo: si el Verbo no se hace carne, y permanece como un presupuesto inaparente, se multiplica hasta la locura y sus sucedáneos supersticiosos; si el Yo-palabra no muestra su propia cosalidad específica, es fatalmente reemplazado por aquel Frankenstein que es el Yo-sustancia. La filosofía que pretende reducir el sujeto a la conciencia, desconociendo todo aquello que en él es res exterior, permanece siempre oscilando entre el regreso al infinito y el obsequio a cualquier Odradek enigmático y atractivo.

La reificación no es una instancia de la cual hay que desear o temer su realización. Junto a la postura erecta o el pensamiento verbal, ella es un modo de ser fundamental del animal humano. Es conveniente corregir, al menos en parte, cuanto se ha dicho al inicio sobre el carácter procesal y dinámico de la reificación. Las estructuras portadoras de la subjetividad no se vuelven cosas con el transcurso del tiempo: lo son desde el principio.

No se exteriorizan progresivamente en fenómenos empíricos, hechos, acciones, sino que gozan desde siempre de la más grande visibilidad. La constitución del Yo autorreflexivo no se manifiesta de a poco en el mundo de las apariencias gracias a nuevas fisuras, sino que tiene en aquel mundo su residencia originaria.  La alienación y el fetichismo son posibilidades derivadas, que articulan negativamente, sobre el plano histórico y social, el modo basilar de ser de la reificación. Posibilidad privativa, la alienación; posibilidad distorsiva, el fetichismo. Alienadas o fetichistas son las formas de vida histórico-sociales (y también, como es obvio, las representaciones teóricas) que velan o desfiguran la cosalidad esencial de la existencia humana. La reificación es una condición ontológica que, sin embargo, puede revelarse como tal o, viceversa, puede adoptar la semblanza defectuosa de la alienación y del fetichismo. En tal sentido, si no la reificación en sí, por cierto sus expresiones genuinas poseen un índice histórico y una tonalidad  contingente (cfr., infra, cap. 6). Por todo aquello que concierne a la propia parousia o revelación, el modo de ser fundamental se somete al éxito aleatorio de las contiendas políticas y sociales. Basta con pensar en la alternativa en que está hoy encerrado el “entre” que posibilita toda relación entre los hombres: fetichismo de las mercancías o beneficiosa reificación transindividual.

En el capítulo de la Crítica de la Razón pura titulado Refutación del Idealismo, Kant afirma que “nuestra propia experiencia interna, indudable según Descartes, es posible sólo suponiendo una experiencia externa” (Kant 1787, p. 230). El acontecimiento psíquico de cada uno, considerado por lo general primario y cierto, depende, viéndolo bien, de la realidad del mundo material, que al contrario pero injustamente, parece a veces problemática y necesitada de demostraciones. De no haber objetos exteriores que persisten independientemente de una u otra representación, no habría nada  estable donde fijar el flujo heraclíteo de mi vida mental. Aquello que pruebo y pienso es pura sucesión temporal, continua mutación que exige para ordenarse en un relato autobiográfico, de un fondo duradero: “Pero esto que por permanente no puede ser algo en mí [...]. Por eso la determinación de mi existencia en el tiempo no es posible de no ser por la existencia de cosas reales, que percibo fuera de mí. (ibid.). La interioridad de Kant es entonces una reverberación o una consecuencia de nuestro roce con los entes y hechos del mundo. Es la “decisión tomada por las cosas” (para utilizar la admirable expresión del poeta francés Francis Ponge) la que hace que el diálogo del alma con ella misma no se reduzca a una queja recortada y sin sentido. De este vuelco de la habitual jerarquía entre realidad cosal y trastornos íntimos del Yo se puede recabar, quizá, un principio cardinal de la reificación. Pero a condición de radicalizar la refutación del idealismo mucho más allá de la intención de Kant.

En base a las argumentaciones adoptadas en este capítulo, pero siguiendo por comodidad la falsilla ofrecida por el texto kantiano, convendrá decir: es la determinación de la propia autoconciencia pura (no solo de la móvil vida psíquica de un Yo empírico) la que no resultaría posible sin la percepción de aquellas res exteriores.

Más precisamente: sin la percepción de aquellas res exteriores (circunstancias, eventos, acciones) en las que se encarnan las facultades del animal humano, las condiciones de posibilidad de la experiencia, las relaciones del sujeto con sí mismo. El punto dirimente no es la necesidad de un mundo objetivo estable para tener noción de aquel que sucede caóticamente in interiore homine, sino la ubicación mundana, o sea exterior a la conciencia, de los presupuestos finales de la subjetividad. Un objeto transicional, como la acción consistente en decir en voz alta “Yo hablo”, es la res trascendental sin la cual no podríamos expresar aquello que más se estima. Es decir los rasgos esenciales de la naturaleza humana. ¿Qué sucede cuando el Yo percibe estas res trascendentales? ¿Por lo tanto cuando reconoce en ciertos fenómenos exteriores la exhibición de su propio modo de ser? ¿Qué sucede, en suma, cuando representamos las cosas sensiblemente supersensibles en las que se plasma cuanto de nosotros parecía más recóndito, por ejemplo el componente preindividual de la persona o la formación de la autoconciencia? Hay ahora una sorprendente circularidad entre sujeto conocedor y objeto conocido, hechos aprendidos y requisitos de la mente que aprende. Es más: en estos casos es lícito hablar de una identidad propia y verdadera entre Yo designante y cosa designada. Desde la perspectiva cognitiva, la reificación culmina en una especie de tautología: ni vacía ni trivial, sino sumamente instructiva.

Schelling, queriendo poner de relieve la paradojal vocación empírica del concepto teológico de revelación, ha comentado así el pasaje del Evangelio de Juan sobre el Verbo que se vuelve carne, fenómeno contingente, voz perceptible: “El último objetivo puede ser entonces sólo que todo el mundo interno [...] sea expuesto como visible externamente en el mundo exterior” (Schelling 1858, p. 1247). Y esto, conviene agregar ahora, es también el “último objetivo” de una refutación del idealismo debidamente radicalizada.

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