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jueves, 2 de septiembre de 2010

La imitación y creación en el habla infantil

Imitación y creación en el habla infantil.

Samuel Gili Gaya

Para mi primera intervención académica he elegido un tema de interés general, y desde luego más entrañable para mí que una seca aportación de especialista a cualquier capítulo de nuestro idioma. Al llegar la hora grave en que transponemos los umbrales de la vejez y nos preguntamos a nosotros mismos lo que somos y lo que quisimos ser, yo me veo a mí mismo como un aspirante perpetuo a maestro de escuela; nada más y nada menos que maestro de escuela. No sorprenderá, pues, que os traiga algunas reflexiones sobre la actividad expresiva del niño y del adolescente, largamente observada durante cuarenta años de ejercicio profesional.

La curiosidad por el lenguaje infantil despierta en el siglo xix con las ideas de evolución y progreso indefinido que empapan la atmósfera intelectual de nuestros abuelos e informan toda la investigación científica. Las Ciencias Naturales se sitúan en primer plano, tienden a desbordar su propio ámbito, y propagan sus métodos a las Humanidades, entre ellas la Lingüística. A aquella dirección del pensamiento debemos el desarrollo de la Gramática histórica, la Dialectología y la Fonética experimental, cuyos frutos están todavía muy lejos de agotarse. Por entonces se extiende también el principio biológico mal comprobado, aunque fecundo como hipótesis de trabajo, de que la Ontogenia reproduce la Filogenia, y de tal manera se infiltra entre los filólogos, que hoy todavía vive entre nosotros como un supuesto informulado que reaparece aquí y allá con la fuerza de todo pensamiento que se utiliza sin examen: Si el desarrollo del ser individual reproduce en compendio el desarrollo de su especie o de 'su grupo taxonómico, el habla del niño reproduciría también las etapas más primitivas del lenguaje humano. Dicho de otro modo, estudiar la psicogénesis del habla individual nos conduciría al conocimiento de la palingenesia idiomática.

Sin embargo, todos pensamos que no es así, entre otros motivos porque los idiomas, tal como los heredamos de nuestros antepasados, son un producto de cultura. Desde que los primeros balbuceos adquieren validez consciente de signos expresivos, el aprendizaje de la lengua materna es un proceso artificial de imitación, y no una formación natural a partir de un embrión originario. Aun los mismos embriólogos del siglo actual, en contraste con la ilusión que en otro tiempo había despertado la pretendida ley biológica, adoptan una actitud muy cauta antes de aceptar como posible una explicación palingenésica de los caracteres morfológicos, y sólo se deciden a ello, como última hipótesis, después de haber agotado todas las interpretaciones cenogenésicas aplicables a cada caso concreto. A pesar de esto, nuestros hábitos mentales son más fuertes que nuestras convicciones, y seguimos usando en Filología, por lo menos a manera de símil, el concepto del habla del niño y del salvaje como espejo de los primeros pasos en la actividad expresiva de la especie humana.

Por otra parte, hemos aprendido que en materia idiomática lo sencillo no precede necesariamente a lo complicado. La historia conocida de las lenguas no es alentadora para mantener el supuesto de que lo primitivo es sencillo y lo evolucionado es complejo: Así, la tendencia analítica de los idiomas europeos modernos produce, a lo largo de la historia, una simplificación creciente de su estructura gramatical. En las hablas individuales y en la expresión artística, es fácil observar que nuestra palabra puede ser sencilla por falta y por sobra de pensamiento: los poetas saben mucho de la sencillez lograda por eliminación integradora, y ellos nos la explicarían mejor que yo pudiera hacerlo. Por mi parte trataré de mostrar ejemplos concretos de ambos tipos de sencillez en la dicción de los niños.

No puede haber dudas en que aprendemos nuestra lengua materna por imitación de las personas que nos rodean. La comunidad parlante impone de buenas a primeras un sistema cerrado y autosuficiente de signos verbales que el niño trata de imitar; y el proceso de imitación y ajuste a la norma social recorre varias etapas, con velocidad variable según las facultades miméticas individuales y según la presión mayor o menor que el medio familiar, primero, y social después, ejerce sobre cada niño. Todos sabemos, por ejemplo, que las niñas son por lo general mejores imitadoras que los niños varones, y consiguientemente aprenden a hablar antes y mejor que ellos. Por otro lado, en las escuelas rurales, rodeadas de un ambiente social relativamente silencioso, se advierte un desarrollo idiomático algo más tardío que en las escuelas situadas en la locuacidad de los medios urbanos. Pero, aun en igualdad de edades, de sexos y del nivel social en que el niño vive, las diferencias individuales son muy grandes: no es excepcional que un niño de seis años hable con mayor riqueza y soltura que otro de ocho, y que encontremos niños de seis años con menos recursos verbales que sus hermanitos de cuatro. La cronología del proceso no debe contarse por meses o por años. Es una cronología relativa que trata de establecer lo que viene antes y lo que viene después en el desarrollo idiomático individual. En este sentido, el método más adecuado para iniciar la investigación de ese aprendizaje escalonado, consistiría en observar día por día el habla de un solo niño durante varios años seguidos. 

Después veríamos que las etapas observadas se repiten en los demás niños; pero más rápidas o más lentas, según las cualidades y circunstancias de cada uno.

Al razonar así, parto del supuesto de que los niños son simples imitadores del habla adulta, es decir, aprendices más o menos adelantados de un arte que sólo sabrán ejercer bien cuando sean mayores. ¿Y si resultara que los niños toman lo que les conviene, desechan lo que no les importa, e inventan lo que necesitan para sus impulsos expresivos propios? Esta pregunta nos pondría otra vez en contacto con uno de los fines generales de la educación, que aun antes de que Rousseau lo formulara en forma explosiva, venía preocupando a los educadores; es decir, si el niño es sólo un hombre imperfecto, un aprendiz del hombre que será, o bien si su vida tiene estructura y sustantividad propias, aunque no fuera a desembocar en el vivir adulto. Las consecuencias habrán de ser igualmente importantes para la Lingüística, porque, si la infancia, además de imitadora es creadora de idioma, nos obligará a tenerla en cuenta como factor operante en el bullir de la sincronía, y de paso nos ayudará a ver mejor ciertos cambios históricos.

Veamos, pues, lo que nos dicen unas muestras de lenguaje infantil espontáneo. Mis observaciones, unas publicadas y otras inéditas, se basan en mi propia experiencia profesional desde las escuelas de párvulos hasta la enseñanza superior; han sido contrastadas con opiniones de muchos colegas hispanoamericanos y españoles, y hace poco tiem¬po pude llevar a cabo una investigación sistemática en la Universidad de Puerto Rico, en colaboración con un grupo de maestros de aquel país.2 En todos los casos me valí de conversaciones espontáneas de niños entre sí, sin intervención de personas mayores; porque lo que importa no es el repertorio de formas lingüísticas que los niños son capaces de entender, sino las que efectivamente usan en su lenguaje activo.
- Esta disertación no aspira a ser un estudio completo del habla infantil española, que necesitaría un libro nada breve. Me propongo sólo agrupar unos cuantos ejemplos que nos muestren varios tipos de imitación idiomática; y a continuación veremos algunos casos en que el niño discrepa de su comunidad parlante y la utiliza para crear su expresión propia.

- IMITACIÓN
Excluiré la simple repetición de sílabas, palabras o frases breves oídas, que los niños practican sin tener idea alguna de su significado. Los psicólogos la llaman Ecolalia, es decir, reproducción, como un eco, de sonidos o agrupaciones sonoras. Aunque es muy importante, sobre todo en la primera infancia, deseo ceñirme ahora a la palabra verdadera/el signo lingüístico, que consiste en la asociación de un significante y un significado. Cuando un niño se vale de signos verbales, pocos o muchos, no es un mero repetidor, sino que ajusta su habla a la imagen o situación que trata de expresar. Practica una imitación selectiva y condicionada, de un lado por sus vivencias, y de otro por los recursos verbales que sabe manejar. El procedimiento no se distingue más que cuantitativamente del habla adulta; la diferencia consiste en que el niño se mira en el espejo normativo concreto de las personas mayores, y los adultos nos amoldamos al sentimiento de esa entidad abstracta, indefinida y borrosa que llamamos la lengua.

Los maestros saben cuan escaso es el número de adjetivos calificativos que los niños emplean en su conversación espontánea. Antes de los siete años, la adjetivación valorativa de carácter estético se reduce a la oposición entre la pareja bonito-feo? La calificación moral está limitada generalmente a la oposición entre bueno y malo. La adjetivación descriptiva {grande, azul, dulce, alegre, etcétera) cuenta asimismo con un repertorio extremadamente pobre, que se amplía muy despacio, hasta el punto de que, según mis datos, los niños de diez años no hacen más que doblar el promedio de adjetivos de uno efectivo entre los de seis o siete, a pesar de que la influencia de la lectura y de la escuela harían prever una riqueza mayor de matices calificativos. No es que los niños no reconozcan y entiendan muchos más; es que no los necesitan, y por esto no los emplean en su habla espontánea con otros niños. No los necesitan, porque calificar supone una actitud en cierto modo contemplativa, descriptiva, estática; y el habla infantil va ligada a la acción, y salta del sujeto al verbo sin detenerse en las cualidades de las cosas. La lengua se pliega —como siempre— a la mente de los hablantes. 

Cuando en la pubertad se sacude la vida afectiva y los escolares escriben sus primeros ensayos literarios, los profesores de enseñanza media asistimos a un despliegue multicolor de adjetivos en su función de epítetos, casi siempre antepuestos ingenuamente al sustantivo para dar mayor realce a un descubrimiento interior recién estrenado. Los profesores expertos reconocen que la pubertad va siendo superada, cuando las composiciones literarias comienzan a frenar aquella abundancia torrencial de calificativos, y éstos se anteponen o se posponen según el sentimiento más fino y exacto del idioma.

Caracteriza también la redacción entre infantil y adolescente el hallazgo del pues causal, como una nota que presta al estilo cierto empaque literario y llega a barrer la conjunción porque. Esta fase suele durar poco, aunque en algunos casos es muy intensa. La busca afanosa de elegante dignidad conduce pronto al adolescente al descubrimiento de los lugares comunes, que para él no son comunes todavía. Ahí es nada para un muchacho de 4.° ó 5.° año de bachillerato poder escribir que alguien brilla por su ausencia, o cierra con broche de oro una reunión. Hay que dejarle que descubra sus mediterráneos literarios, y quizá un poco más tarde podremos conducirlo a que forcejee por la expresión personalmente acuñada, a sabiendas de que fracasaremos en muchos casos, ya que la mayoría de los hombres maduros que pasaron por las aulas no se desprenden nunca del lugar común.

Decía una vez Ortega y Gaset que la lengua es un servicio municipal del que más o menos hemos de valemos todos.
Los enlaces conjuntivos nos facilitan abundante información para el objeto que perseguimos. Es bien sabido que los niños y las personas de escasa instrucción emplean muy pocas conjunciones, suficientes sin embargo para señalar la dependencia recíproca de las oraciones. El habla de los adultos satisface el sentimiento de coordinación y subordinación mental valiéndose de dos signos expresivos concomitantes: la entonación tensa o distendida con que pronunciamos los componentes del período, y un sistema de conjunciones, más o menos extenso, para indicar las soldaduras. Cada uno de estos dos medios bastaría por sí solo para asegurar los enlaces sintácticos, aunque de hecho van inseparablemente unidos. El hombre culto confía en la mayor calidad intelectual de su repertorio variado de conjunciones, y puede atenuar, si quiere hacerlo, los recursos musicales de la entonación. El hombre sin instrucción literaria suple su pobreza de palabras conjuntivas aumentando el rendimiento expresivo de las curvas melódicas. Estos hechos fueron ya observados por Meillet; y Bally los formula, a manera de ley lingüística general, diciendo que «en las lenguas, el empleo de medios gramaticales y el de medios musicales están en razón inversa». Pero he aquí que los niños nos van a dar una lección que complete esta doctrina. Cualquiera que los observe notará en seguida que los niños hablan con melodía desentonada; disciplinar la voz a las inflexiones que la lengua común exige con validez de signo requiere un aprendizaje tan duro y gradual como el léxico y las formas gramaticales: la meta, que pocos adultos alcanzan, es nada menos que el Arte de la Declamación. Los programas escolares del mundo entero se preocupan de que los maestros practiquen la llamada lectura expresiva, que no es otra cosa que el juego musical de los acentos, la entonación y las pausas, según normas peculiares de cada comunidad parlante, a fin de que la enunciación, la pregunta, el mandato, la duda, las emociones todas, sean entendidos como tales. La entonación está muy lejos de ser espontánea; es aprendida con largos tanteos, aunque no nos demos cuenta del esfuerzo realizado.

En lo que se refiere al valor sintáctico de la melodía, muchos filólogos propenden a pensar que la entonación es un recurso primitivo, que va siendo superado a medida que las lenguas adquieren precisión intelectual con los medios gramaticales de enlace. No es que lo digan con la crudeza que yo empleo; pero en la forma con que discurren se palpa una actitud compasiva hacia las pobres gentes que, en su primitivismo, se valen preferentemente de la entonación. Aquí yo cedería la palabra a los poetas, tan refractarios a las conjunciones propias del estilo lógico-discursivo, para que nos digan si la dicción poética es en algo inferior a la expresión racionaliazda. Apelaría también al testimonio de nuestra lengua castellana, tan capaz de precisión racional como las lenguas más intelectualizadas, y al mismo tiempo tan cuidadosa y exigente con la entonación, que aun en boca de los hombres más cultos —y más sosos— demuestra la firme base oral en que se sustenta. Y conste que no me guía la menor intención panegírica. Busco sólo una caracterización exacta.

Los niños nos enseñan, pues, que la entonación lingüística no es primitiva ni espontánea. Y si su sistema de conjunciones es extremadamente reducido, podemos preguntarnos de qué medios se valen para indicar la continuidad y la dependencia de frases y oraciones. Estos medios son dos: erprimero es la simple sucesión, sin signo alguno fonológico ni gramatical. El habla infantil practica el sofisma de que la secuencia es consecuencia, y el habla adulta no es ajena a este procedimiento. El segundo medio consiste en habilitar las pocas conjunciones de su repertorio para toda clase de valores coordinante y subordinantes. La conjunción y es en boca de un niño: copulativa, adversativa, consecutiva, causal, final, etc. La conjunción porque, que es de las primeras en el léxico infantil, ha engañado a algunos hasta hacerles pensar que los niños perciben muy pronto la relación de causa a efecto. Pero vistas las cosas más de cerca notaremos que porque sirve para todo, y sólo alguna vez funciona como causal. Mejor nos lo dirá el interrogativo ¿por qué?, tan profusamente usado por los niños a los tres o cuatro años, que son muy preguntones. A veces nos abruman de tal manera con sus reiterados ¿por qué?, que los familiares suelen exclamar: ¡qué preguntas tan absurdas hace este chico! Si los entendiésemos mejor, sabríamos que raras veces el porqué tiene entre ellos el sentido causal del lenguaje adulto. Si decimos a un pequeñín: viene un caballo, es muy probable que nos sorprenda con la pregunta: ¿y por qué caballo?, que quiere decir ¿dónde está el caballo?, o cual es, o qué caballo es ése, o cuándo pasará?..., es decir, es una forma interrogativa general e indiferenciada, que no pregunta precisamente la causa. A medida que penetramos en el lenguaje de la niñez, nos damos cuenta de que sus palabras tienen con frecuencia significado diferente del nuestro. ¡Bah, inexperiencia de niño! —dirán algunos—. En efecto, es inexperiencia, si la miramos desde la altura presuntuosa de la madurez; mirada más de cerca, nos revela que el sistema expresivo infantil es autosuficiente y dotado en cualquier momento de coherencia interna. Es una organización, y no un amontonamiento amorfo de expresiones no maduras. Por esto nunca acabamos de entender a los niños.

Recuerdo a este propósito la anécdota muy conocida de un padre que llevó a un hijo suyo, de poco más de cuatro años, a un museo de pinturas. Se detuvieron ante un cuadro que representaba un circo romano donde los cristianos eran despedazados por las fieras. El padre creyó oportuna una leccioncita para exaltar el heroísmo de los mártires; y a medida que hablaba, notaba que el niño parecía afligirse con el espectáculo bárbaro: —¿Te pones triste, verdad?; —Sí, mira ese pobre tigre no tiene cristiano. Las palabras tigre y cristiano sona¬ban lo mismo, pero su repercusión evocadora, sus adherencias representativas y sentimentales eran diferentes para los dos interlocutores. Entre los materiales que me sirven de base se halla la experiencia siguiente: Las maestras de escuelas maternales enseñaban individualmente una colección de láminas a niños de cuatro, cinco y seis años, y transcribían con sus propias palabras el comentario o descripción que uno por uno hacían de cada lámina. Utilicé las transcripciones así obtenidas, y de ellas extraje datos abundantes y homogéneos. Si los filólogos buscan y comparan formas en los documentos notariales del pasado, bien podemos ampliar el método a la exploración del habla infantil contemporánea. La explicación de cada lámina va siempre acompañada de gestos mostrativos o indicadores. El dedo señala figuras y describe movimientos. Los ademanes y las palabras que los acompañan pertenecen al campo deictico o mostrativo, según la denominación de Bühler. No hay que decir con cuánta frecuencia aparecen los pronombres demostrativos, y junto a ellos buen número de adverbios de lugar (aquí, ahí, acá, allí, allá) que sirven para localizar las figuras siguiendo el movimiento indicador del dedo. El repertorio de tales adverbios mostrativos es más o menos extenso en cada niño: niños hay que usan uno solo, comúnmente ahí o aquí. Ambos son los de localización más adaptable a cualquier situación del objeto designado, si van unidos al gesto indicador. Otros niños se valen de la pareja ahí-allá en oposición; otros oponen el trío ahí-aquí-allí, y no faltan algunos que manejan con precisión de significado cuatro, cinco o más adverbios mostrativos. Lo que importa subrayar es que cada niño, en un momento determinado de su desarrollo, emplea un sistema completo y conexo de adverbios que abarca todas sus representaciones espaciales y, por consiguiente, es perfecto o acabado en sí mismo. La comunidad lingüística le prestará nuevas formas cuando necesite precisar más su sistema.

Claro es que aquí surge la pregunta de si la presencia de las formas crea el sistema de relaciones mentales, o si son éstas las que buscan su forma adecuada. Cassirer diría, siguiendo a Humboldt, que la forma del lenguaje es el instrumento con que interpretamos el mundo objetivo y damos universalidad a imágenes y conceptos. Los símbolos verbales no deben ser considerados como forma formato, sino como forma formans, y por consiguiente pueden preceder a su contenido representativo o conceptual, o por lo menos ser simultáneos. En efecto, el proceso adquisitivo del idioma materno prueba que así ocurre a menudo. Pero no se puede negar razonablemente que la representación y el concepto pueden existir asimismo antes que la palabra que los simboliza, y pugnan por encontrar en el idioma su forma adecuada de expresión. No voy a enredarme ahora en la controversia de los universales, que tanto se agitó en la Escolástica medieval, porque nuestro problema no es de Lógica ni de Teoría del conocimiento, sino simplemente lingüístico.

Volviendo a mi objetivo, traeré un ejemplo, característico en mi opinión, de cómo la forma puede ser anterior a la vivencia de que es portadora. Me refiero al empleo del subjuntivo entre nuestros niños. Los modos imperativo e indicativo pueden considerarse como naturales y necesarios: el niño manda y enuncia desde que empieza a hablar. Pero la categoría modal del subjuntivo, que envuelve la acción verbal en una actitud de incertidumbre o de deseo, es evidentemente aprendida, y aun innecesaria: muchas lenguas no tienen subjuntivo, entre ellas el inglés, que lo ha perdido a lo largo de su historia. Sin embargo, los niños de lengua española usan ya el subjuntivo antes de los cuatro años; pero sólo ciertos significados del subjuntivo, con exclusión de otros que no llegan a consolidarse hasta mucho después. Los numerosos casos recogidos entre niños españoles e hispanoamericanos me permiten afirmar con mucha aproximación que el 80 por 100 son subjuntivos finales apoyados en la locución conjuntiva a que o para que: vienen a que les den de comer, para que veas, para que no lo encuentre, para que la vistieran. El 20 por 100 restante se reparte entre subjuntivos dependientes de verbos de voluntad, oraciones condicionales y temporales, y oraciones independientes de deseo. El subjuntivo potencial o dubitativo es esporádico antes de los siete años, y sigue siendo raro hasta los nueve o diez años. Resulta, pues, que la forma del subjuntivo penetra en el habla infantil por el ancho cauce que le abre la repetición mecánica de para que como fórmula o cliché lingüístico prefabricado; pero su valor modal de irrealidad, desconocido al principio, va tanteando trabajosamente por analogía en la mente, cuando no encuentra el apoyo formal de un sintagma fijo. La forma es aquí anterior al significado, que sólo muy tarde llegará a llenarse de contenido según el patrón del habla adulta. Notemos de paso que la infancia es muy consecuente con las formaciones por analogía: dice ande y cabí, y cuando aprende con extrañeza que debe decirse anduve y cupe, recibe y siente estas formas como imposición arbitraria de padres y maestros.

CREACIÓN
Con los ejemplos que acabo de aducir rozamos ya el campo de la creación idiomática. Entendamos bien que en lo humano no cabe crear de la nada. Cuando hablamos de creación de idioma aludimos a la capacidad de combinar los recursos lingüísticos para ajustados a vivencias que nunca se repiten idénticas. En el acto de hablar, como en el río de Heráclito, nunca podemos bañarnos en la misma agua. En este sentido general, todos los hablantes somos creadores. Cuando un niño emplea dos, o tres, o más adverbios mostrativos en oposición consciente de significados, ordena el caos de sus representaciones espaciales y las sitúa en su microcosmos mental. Convertir el Caos en Cosmos es la segunda parte de la Creación divina y la única creación en que a la pequenez humana le es dado participar.

Todos sabemos que los niños inventan palabras, generalmente de vida efímera, que llegan a imponerse dentro de la familia (nursery words). A veces llegan a lexicalizarse de modo permanente en la tradición familiar. No me refiero a las deformaciones transitorias que la pronunciación infantil imprime a vocablos ya existentes, sino a verdaderos hallazgos léxicos: unos se forman por onomatopeya; los más obedecen a la motivación evocadora de los fonemas y hacen pensar en el celebrado soneto de Rimbaud a las vocales. Pero más que el vocabulario me atraen ahora algunos fenómenos complicados de estructura gramatical, en los cuales los niños alteran el modelo del habla adulta, no por impericia, sino por exigencia de su ideación pro¬pia. Me limitaré a un par de ejemplos muy característicos.

Es bien sabido que la lengua española general emplea el pretérito simple o indefinido (canté) y el compuesto o pretérito perfecto (he cantado). Canté es la forma absoluta del pasado, cuando se siente como desligado de toda relación con el presente. He cantado establece una relación real, mental o afectiva con el momento en que hablamos. No hacen falta más pormenores para definir un uso que todas las gramáticas registran. Pero es natural que en la realidad del habla los límites entre una y otra forma aparezcan borrosos, y que a veces la preferencia en favor de una de ellas se debe a circunstancias de la conversación y al estilo personal del hablante. El francés moderno ha resuelto el posible conflicto con la eliminación práctica del passé definí en la lengua hablada, aun entre las personas más cultas. Por más que la Academia Francesa lamente este empobrecimiento, nadie dice fuera de los libros nous parlámes, sino nous auons parlé; al nous arrivámes clásico le sustituye nous sommes arrivés. La lengua literaria italiana practica bien la diferencia entre el pretérito próximo y el pretérito remoto; pero el uso hablado permite dividir el territorio de Italia en dos zonas claramente delimitadas, según el predominio (a veces exclusivo en los dialectos) de una u otra forma del pasado. 

El español mantiene en general la distinción entre los dos pretéritos; pero en ciertas regiones, como Galicia y Asturias, predomina canté sobre he cantado: vengo de la plaza, encontré a Fulano y díjome..., es construcción habitual en ambas regiones, a pesar de tratarse de un pasado inmediatamente anterior al presente. Por el contrario, el habla popular madrileña parece preferir he cantado (el año pasado han derribado una casa que tapaba la calle), como si se dibujara en el lenguaje vulgar una tendencia vacilante, parecida a la del francés. Por supuesto, las personas cultas y la lengua literaria no se han conta¬minado de este uso, que suena a plebeyo. La mayor parte de los países hispanoamericanos tienden a la fusión de los dos pretéritos en benefi¬cio de canté, como Galicia y Asturias; el grado de tal fusión varía según los lugares. Puerto Rico prefiere decididamente canté en todas las clases sociales; el empleo de he cantado es enfático, aunque siempre posible. Hasta donde se pueda definir un uso en franco retroceso, que puede variar en treinta años y que no afecta por igual a todos los hablantes, yo diría que el habla puertorriqueña echa mano del perfecto enfático cuando quiere recalcar las consecuencias de la acción pasada: me siento mal, he comido demasiado; también para indicar el pasado habitual y que continúa: he comprado en esta tienda durante veinte años, significa que sigo comprando; compré en esta tienda... significaría que ya no compro en ella. Este es hoy el nivel medio de la evolución en toda la isla.

Pues bien: Al estudiar el habla infantil en las escuelas públicas del país, lo mismo rurales que urbanas, tuve la sorpresa desconcertante de observar que, dentro del predominio general de canté, los niños usan he cantado con frecuencia mucho mayor que los adultos. Debe observarse que en todos los países hispánicos, entre los 3-4 años, el participio pasivo (cantado, caído) se emplea solo, sin verbo auxiliar, como forma verbal que opone el ahora con el no ahora, con carácter aspectivo más que temporal: nene comido, papá venido, son expresiones propias de la niñez en España y en América. Simultánea¬mente, o poco después (4-5 años), se refuerza el sentido del participio como tiempo pasado en oposición al presente, a la vez que aparece acompañado del verbo auxiliar como refuerzo de su sentido temporal según el uso de las personas mayores: nene (ha) caído.

Para explicar la anomalía de que los niños rebasen la norma de la comunidad parlante que les sirve de modelo, pensé primero en Rousselot y en Gauchat, cuyos estudios sobre los cambios de pronunciación en el patois de ciertas localidades aisladas de influjos exteriores, les inclinaron a creer que las alteraciones fonéticas se iniciaban entre los niños y se propagaban en parte a los jóvenes y a la generación madura, en tanto que los viejos tendían a mantener la pronunciación local antigua. Pero después, E. Hermann puso en claro que no siempre los viejos representan el elemento conservador del dialecto, y que no es raro que niños y jóvenes inicien cambios regresivos que restauran las formas antiguas. No parece, sin embargo, que un fenómeno gramatical de tanto bulto como la contraposición de dos formas del verbo sea comparable a los casi imperceptibles cambios fonéticos entre varias generaciones que conviven en una localidad. Es notable que los niños puertorriqueños, que hasta los seis o siete años emplean he cantado con frecuencia relativamente elevada, se acomodan de modo casi súbito hacia los siete-ocho años al uso general del país. A mi modo de ver, hay que explicar tan curioso fenómeno en motivos peculiares del alma infantil.

Con la timidez del que se adentra por un camino inexplorado, propongo una explicación, para la cual he de dar un pequeño rodeo. Los pedagogos saben bien que el lenguaje de la primera infancia es en gran parte egocéntrico: los niños pequeños hablan a menudo para sí mismos, como un comentario a la propia acción; o bien conversan con otros niños sin escucharse unos a otros y sin esperar respuesta a lo que dicen. El diálogo incoherente de los niños entre sí ha sido bautizado por Piaget con el nombre paradójico y expresivo de «monólogo colectivo». Según sus investigaciones en el Instituto Internacional de Educación de Ginebra, los diferentes tipos de lenguaje egocéntrico suman, a los seis años, un promedio que se acerca al 45 por 100 de toda la actividad verbal. Pero observó también que en un momento, que puede fijarse hacia los siete años, se produce un cambio casi brusco que hace descender el lenguaje egocéntrico al 25 por 100, y que esta proporción baja rápidamente a medida que los niños se acercan a los ocho años. Algo ocurre, pues, en esa edad, que nos autoriza a pensar que si en el mundo físico se producen mutaciones súbitas, también en el lenguaje infantil asistimos después de los seis años a una transformación rápida hacia el habla socializada, como si la mente del niño, medio encerrada en sí misma, saliera de pronto a la intemperie de su comunidad lingüística. El fenómeno está seguramente relacionado con el uso de razón, que la tradición eclesiástica establece justamente a esa edad.

Así pues, el niño puertorriqueño, que encuentra en su medio do¬méstico un pretérito simple que domina entre los mayores, y un pretérito compuesto declinante, pero muy empapado de subjetividad enfática, tiende a asirse a su he cantado, he visto, he jugado, adscritos de modo inmediato a su persona. Confirma esta interpretación el hecho bien establecido de que la casi totalidad de los ejemplos recogidos están en primera persona del singular, y son muy raros los casos de pretérito perfecto en las demás personas gramaticales. Asistimos a una manifestación de egocentrismo, que desaparece y se acomoda al uso general en el momento en que la expresión se socializa. El hecho está en paralelismo completo con la disminución, por la misma edad, de la frecuencia proporcional con que usan el pronombre yo y el posesivo mío: Antes de que la transición se produzca, el niño habla casi siempre de sí mismo; es sujeto y objeto preferente de su conversación. Resulta, pues, que los niños no son meros aprendices pasivos de su lengua, sino usuarios con iniciativa propia para alterar la norma aprendida, es decir, para re-crearla. Esto hacemos también los adultos, en escala mayor o menor según la originalidad expresiva de cada uno, y especialmente los artistas de la palabra a quienes los griegos llamaron hacedores o creadores.

Para terminar con este espigueo, vamos a ver cómo los niños saben también atribuir a las formas verbales significados nuevos o no previstos en la gramática del adulto. Todos hemos observado que en ciertos juegos infantiles se distribuyen los papeles que los niños van a representar, por medio del imperfecto de indicativo: Tú eras la maestra, y yo me sentaba ahí a decir la lección; Nosotros éramos los ladrones, y éstos eran los guardias. Claro es que podrían emplear, y emplean a veces, el presente; pero el imperfecto da al juego un sig¬nificado de ficción consciente; como si corriera el telón de una escena imaginaria en la que van a ser actores. Notemos que la forma en-ría, potencial o condicional, no se incorporará hasta muy tarde a la conjugación espontánea del niño. Estamos, por lo tanto, en presencia de un hallazgo expresivo que apenas sobrevive en ciertos estratos del habla popular adulta. Acaso en su base mental está empa¬rentado con el uso popular de las oraciones condicionales en imperfecto de indicativo: Si me lo decía, le daba una bofetada; Si me tocaba la lotería, me compraba un coche.

Se me ocurre pensar que la aplicación infantil del imperfecto para introducir una acción imaginaria es quizás una propagación del imperfecto narrativo en las fórmulas que encabezan los cuentos: Esto era un rey...; Había una vez una niña que caminaba por el bosque..., y el auditorio abre sus ojitos claros a una maravilla que vive como presente. Cuando vayan a jugar a personajes irreales, pensarán acaso que si Esto era un rey, yo era un ladrón y me escapaba...; Tú eras la princesa y nosotras las damas que te servían; etc.

En conclusión: la palabra infantil no debe ser mirada como simple esbozo de algo más perfecto que vendrá después, sino como un decir estructurado y valioso de por sí. La imitación, más que calco del habla adulta, es una actividad creadora que adapta las formas aprendidas, y con ellas se abre caminos hacia la interpretación del mundo. Pero nuestra lengua, que es cauce liberador del pensamiento, puede convertirse también en prisión que embote la expresividad original. Para los niños el cauce idiomático no tiene todavía demasiada profundidad; las resistencias que opone el hábito son débiles aún; por esto pueden romper las normas fácilmente y ensayar formas de su invención. Para la gran mayoría de los adultos el cauce es hondo, y es muy cómodo atenerse a él. Sólo los artistas de la palabra, al poner en tensión los recursos reales y potenciales de su idioma, saben abrirle senderos inexplorables. Niños y poetas juntos otra vez, para que no se nos seque a los hombres serios el rocío matinal de la palabra recién nacida.

El maestro que pretenda dirigir la actividad expresiva de los niños debe aprender primero a conocerla y respetarla. Y esta es la lección que mis discípulos grandes y chicos me enseñaron, y hoy he venido a recitar ante la Academia.

1. Del Discurso de recepción en la Real Academia Española; Madrid, 1961, págs. 13-31.

2. Fue publicada con el título de Funciones gramaticales en el habla infan¬til, Puerto Rico, 1960. El Consejo Superior de Enseñanza de Puerto Rico, con generosidad que nunca agradeceré bastante, puso en mis manos una copiosa colección de transcripciones de habla infantil, escrupulosamente obtenidas por los maestros de las escuelas públicas, rurales y urbanas, en toda la isla. Mis publicaciones anteriores sobre el mismo asunto se hallan dispersas en varias revistas: Revista de Pedagogía, Bordón, Revista de Educación. La proceden¬cia de mis materiales, publicados e inéditos, me permite creer que las conclu¬siones que ofrezco en este discurso son aplicables en general a todo el mundo hispánico. Las ligeras variantes locales no afectan al problema que aquí me propongo.
Por lo que se refiere al español, abundan las observaciones sueltas sobre pronunciación y morfología del habla infantil, hechas por los maestros de todos los países hispánicos con el criterio de corregir las formas defectuosas o anómalas que los niños emplean. No han sido nunca recogidas, que yo sepa, con fines de investigación lingüística. Contamos también con dos inventarios léxicos impresos: uno en Madrid, por D. Víctor García Hoz, y otro en Puerto Rico, dirigido por D. Ismael Rodríguez Bou. Es de advertir que la biblio¬grafía extranjera sólo puede ser utilizada para el enfoque metódico general, porque siendo cada lengua un sistema estructural en el que todo está trabado, no pueden emplearse en las encuestas de un idioma los cuestionarios que pedagogos y psicólogos idearon para otro idioma diferente.

3. En América lindo suele sustituir a bonito. Tratándose de personas, es general en todo el dominio del idioma la oposición guapo-feo.

Fuente: Estudios del lenguaje infantil.

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