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viernes, 17 de diciembre de 2010

DE LA TRADICION TEATRAL

DE LA TRADICIÓN TEATRAL

Fuente Jean Vilar.


1-

CIEN AÑOS DE TEATRO



El Segundo Imperio; su teatro prefectorial sala, decorado, técnicas. — De Antoine a Jouvet, las revoluciones teatrales se insertan en una crisis violenta de la cultura. — Fin del teatro de feria, desaparición del poeta y del gran público.

Cuando Napoleón III tomó el poder, hace un siglo, encontró un arte teatral que, de haberle interesado, le hubiera dado la ilusión de lo bello, y aun de lo grandioso y lo perfecto.

Si la inspiración dramática, desviada hacía mucho tiempo de sus fuentes originales, toma de la caricatura los gestos o los tics del melodrama, o da, con Scribe o Labiche particularmente, un testimonio paródico de la más grosera de las sociedades burguesas, la artesanía de la escena, por el contrario, alcanza en el modelado, la ilustración y el montaje del decorado, un grado de perfección que el porvenir no podrá sobrepasar. La Ópera Nacional, al igual que todas las escenas líricas del mundo —comprendido el Bayreuth anterior a Wieland Wagner— conservarán ese estilo basta nuestros días. Los descubrimientos mecánicos y eléctricos de los últimos cien años, aun cuando se adapten a él, no parece que puedan aportar al arte de la escena una renovación fructuosa, pues el arte del teatro, de más de veinticinco siglos de antigüedad en Occidente, rechaza una vez más el progreso. A partir de 1914 rechaza el material moderno, pues los teatros construidos con cemento armado en reemplazo de los sillares y de la madera carecen de alma, por más hermosa que sea su apariencia.

Por consiguiente, tanto Scribe como Meyerbeer, Wagner como Debussy, Becque igual que D'Annunzio y Rostand como Ibsen, se encierran en esta prisión convencional, perfectamente dispuesta y engastada en todos los encantos miliflores del telón pintado con la más extrema minuciosidad, obediente a las sacrosantas leyes de la "prospectiva" y servida por el arte complicado e industrioso de la maquinaria. Los grandes escenógrafos entre 1852 y 1900 no son Degas, Manet, Cézanne, Renoir, etc., sino que son especialistas minuciosos y honestos que arman y pintan bastidores y telones de fondo, según un arte de la decoración teatral que ya no tiene nada en común con sus orígenes italianos y al cual estos escrupulosos proveedores creen no obstante perfeccionar. Estos "decoradores" pintarrajean, pues, sobre lienzos, las vistas en profundidad de una calle, de una plaza, hasta de un pueblo íntegro; lienzos que algunos de nuestros Teatros Nacionales poseen todavía; gastados telones de fondo delante de los cuales aparecieron por primera vez, hace menos de un siglo, Chantecler, Ibsen, Bernard Shaw, Synge, y aun Pirandello y Strindberg, Margarita, Fausto, Tristán e Isolda, La Mujer Desnuda, El Hombre de la Rosa, Los Hugonotes, La Virgen Loca.

El teatro que, por muchos lazos esenciales a su vida, pertenece a las artes plásticas, no podía dejar de sufrir este modo de concebir la escena. Aunque para su uso personal D'Annunzio y Maeterlinck construyen moradas principescas que miran al cielo, al mar y a la piedra verdadera, aceptan ver sus obras representadas en un departamento de dos piezas: la escena-sala. Pero los grandes aventureros de la literatura vuelven, por cierto, la espalda a este baratillo burgués. La novela, gracias a Dostoievski, Tolstoi, Hugo a partir de 1850, Zola, Proust, Joyce, etc., se convierte en el arte del siglo. Los que como Strind-berg o Pirandello o Claudel, no pueden prescindir de la escena, intentarán, solitarios, una aventura difícil. Sin embargo, esta técnica teatral enriquece año tras año sus grotescos ornamentos. Todo le sirve, verdaderamente: la facilidad de la inspiración (Labiche, Augier, Sardou, etc.), y el progresismo de esos buenos burgueses que van a levantar la inverosímil exposición de 1889, a admirar el estilo-metro, a vivir entre el neogótico y a respirar el aire de las cumbres con Richepin y Rostand.

Según parece, este estado de cosas había sido provocado por el abstencionismo del Segundo Imperio. Prefectos y alcaldes de Napoleón III —más policías que príncipes— habían centralizado hasta el último grado, y no necesariamente por mandato, el funcionamiento administrativo y, por consiguiente, cultural del país. A los gobernadores de provincia de los siglos XVI, xvii y xviii y aun a los arrendatarios generales que habían acogido en nuestras capitales de provincia, a veces antes de París, el arte vivo, estruendoso o encantador de los italianos, a ese mecenazgo desenvuelto que a menudo había provocado el nacimiento de obras adorables y aun de las primeras manifestaciones del genio (Moliere en provincias), a estos grandes aficionados a las fiestas —no siempre galantes— sucedía un mecanismo prefectorial. París reina por todos los medios. Y París va a reinar largo tiempo. Este aparato al servicio ya del Emperador, ya de lo que la Tercera República llamará progreso, nos constriñe a la imitación más estéril. Por un Mérimée, ¡cuántos Viollet-le-Duc! Los bailes imperiales son la suprema atracción. Mientras Hussmann hace escuela, se destruyen Avignon y tantos otros lugares. El progreso se considera enemigo del pasado. El ferrocarril Séte-Bordeaux pasa a través de la abadía de Moissac. Y se construyen también muchos teatros, a fe mía. Treinta años después, la mayor parte de estas salas serán, en la mayoría de las ciudades, inutilizadas o inutilizables. En verdad, un arte tradicional se ha perdido. Y todas las deformaciones se suceden. Vivimos en la época de las hazañas. Se escribe Aída, se componen Tannhauser marsellesas. La puesta en escena espectacular, método tan poco francés com sea posible imaginar, nace y resplandece. Hasta los mejores realizadores se someten al gusto imperante, que termina por embriagarlos. El mal del siglo no es sino esta confusión entre lo grandioso y lo verdadero. Ya no se representa una obra del pasado, se hace de ella una hazaña. La tragedia del repertorio se convierte en el pretexto para actuaciones casi deportivas de grandes comediantes no siempre en buena forma física.

Es, pues, en el Segundo Imperio cuando el arte de la escena, el placer del teatro, la afición popular a ver representar o a representar, cambia de sentido y de orientación. Es entonces cuando se descarga tam bien de sus crueles verdades. Se cree que el teatro conserva su rango porque la Comedia Francesa y Cherubini resplandecen sobre el mundo. Y a esta dramaturgia hinchada corresponde un arte monumental también monstruoso.

A pesar de todo, el público continúa ávido de espectáculos. Rostand y los autores del bulevard sacarán partido de esta inclinación y esta necesidad eternas. La pequeña burguesía y las clases medias irán siempre al teatro, cualquiera sea su calidad, como se va a una fiesta. No obstante, uno y otros se instruyen como pueden. Se ha hecho mofa de las infectivas de Víctor Hugo, de sus quejas y lamentaciones a propósito de Los Miserables. Hugo no exagera. La preocupación por lo bello o por el saber, la pasión por los libros, por el genio, por el teatro, animan a esa clase media que no va al Élysée, que no es invitada a los bailes de la Ópera y para la cual instruirse es un lujo. El siglo xix vive intelectualmente un poco a la manera de esos principados italianos que Stendhal describe en su Cartuja. Los autodidactos-abundan. Se lee todo lo que se encuentra. Nacen numerosas publicaciones populares de obras maestras. Se aprende a tocar un instrumento de música por sí mismo. Esta corriente desborda, con mucho, a los que la dirigen. La Tercera República ha puesto aludía e intentado ordenar esas aficiones y esos anhelos cotidianos de saber que el burocratismo imperial ignoraba o menospreciaba.

Puede resultar significativo que la primera revolución teatral desde Le Cid haya sido provocada por un bien de sus crueles verdades. Se cree que*el teatro conserva su rango porque la Comedia Francesa y Cherubini resplandecen sobre el mundo. Y a esta dramaturgia hinchada corresponde un arte monumental también monstruoso.

A pesar de todo, el público continúa ávido de espectáculos. Rostand y los autores del bulevard sacarán partido de esta inclinación y esta necesidad eternas. La pequeña burguesía y las clases medias irán siempre al teatro, cualquiera sea su calidad, como se va a una fiesta. No obstante, uno y otros se instruyen como pueden. Se ha hecho mofa de las infectivas de Víctor Hugo, de sus quejas y lamentaciones a propósito de 

Los Miserables. Hugo no exagera. La preocupación por lo bello o por el saber, la pasión por los libros, por el genio, por el teatro, animan a esa clase media que no va al Élysée, que no es invitada a los bailes de la Ópera y para la cual instruirse es un lujo. El siglo xix vive intelectualmente un poco a la manera de esos principados italianos que Stendhal describe en su Cartuja. Los autodidactos-abundan. Se lee todo lo que se encuentra. Nacen numerosas publicaciones populares de obras maestras. Se aprende a tocar un instrumento de música por sí mismo. Esta corriente desborda, con mucho, a los que la dirigen. La Tercera República ha puesto aludía e intentado ordenar esas aficiones y esos anhelos cotidianos de saber que el burocratismo imperial ignoraba o menospreciaba.

Puede resultar significativo que la primera revolución teatral desde Le Cid haya sido provocada por unmodestó empleado del Gas de París * y que haya tenido lugar durante los primeros años de la Tercera República. Parece también significativo que el teatro de Musset, que hubiera podido provocar, después de 1830, una sana polémica, no haya servido a nadie, ni siquiera al mismo Musset, bajo la ignorante monarquía de Luis Felipe y bajo el imperio. Las revoluciones teatrales, tanto la de Gémier como la de Copeau, van a insertarse, cualquiera sea el espíritu que las provoca o las conduce, en una crisis violenta de la cultura. Y los altos funcionarios del Estado lo saben. Es Briand quien crea el Teatro Nacional Popular Francés. Blum es un autorizado crítico teatral. Clemenceau escribe una pieza cuyo tema Synge retomará luego. De Herriot a Daudet, son numerosos los políticos que conocen mejor a Shakespeare que a Francisque Sarcey. Cuando los normalistas toman el poder en Francia, artistas de sólida cultura profesional sirven al teatro y se afanan por reencontrar el arte ingenuo del espectáculo: Gémier, Laugné-Poe, Copeau, los Cuatro del Cartel. De Antoine a Jouvet, una conciencia profesional de los nuevos imperativos se crea y vence después de setenta años de lucha. Jouvet no es un obrero de la escena; sus preocupaciones esenciales son —si se las mira bien— las de la educación y de la cultura: belleza y defensa del lenguaje; inquietud por la composición dramática, frecuentación cotidiana y resurgimiento de las obras maestras antiguas o extranjeras.

El arte del teatro, a partir de Copeau, reacciona menos contra la inmoralidad tan desdichadamente vi tuperada, que contra la forma. A fe mía, que Rostand es, a su manera, un revolucionario. Un poco demasiado perfumado, sin duda. Y puede que Copeau haya errado (en La Revue Blanche) al aplastarlo con su cortés ironía. Acabado producto de la caja escénica tridimensional, intenta, sin embargo, algo nuevo.

Y nace el alejandrino acrobático. Y Chantecler. Pero transcribir La Marsellesa para la escena no es sino un acto piadoso. En verdad, para Rostand y los demás existen a lo sumo problemas de fonía particular. Ninguno de ellos, al igual que Esquilo o Moliere, se cuida del lugar escénico. La escena no es otra cosa que un reducto, una alcoba; no requiere más que el lecho. Feydeau, mecánico de la risa, más dotado que Becque, más observador que Rostand, que Ibsen, que D'Annunzio, que Maeterlink, Feydeau, escritor torrentoso, se sirve con talento de este espacio cerrado. Antoine, por su parte, cierra también la caja.

Y nace el teatro naturalista. Es el actor que vuelve la espalda al público. Es el cuarto sangrante de la res. Es la realidad cruda. Es la técnica perfectamente desbastada del Gran Guiñol. La actuación de Antoine, escrupulosa hasta el absurdo, niega siete siglos y medio de teatro de feria francés.

Del atrio al aire libre donde se representaban misterios y farsas a la manera de La Hija Elisa, apenas nos ha quedado el manejo del telón, los tres bastonazos, la iluminación por haces eléctricos que inundan un lugar que el autor quiere, no obstante, secreto. El arte del teatro va a exigir un equipo siempre mayor de maquinistas veloces, de elementos eléctricos, de circuitos más y más numerosos. El decorado natural alegórico del medioevo, el decorado natural o único y esquematizado de Corneille, de Moliere, o de Racine (las representaciones de Chambord, de Versailles y el documento de Mahelot), el decorado único de los italianos y de Marivaux, las divertidas acrobacias con la maquinaria a la vista de las óperas de los siglos XVII y xvm, están definitivamente olvidados para la industriosa locura de iluminación, de los decorados movibles y, no obstante, realistas y pesados. Se rehace el Palládio, pero sobre el lienzo. Y esos falsos Palladios se deslizan alegremente por entre los arcos y las puertas falsas. La mecánica usa de sus poderes hasta la fealdad y el absurdo. Y, hecho paradójico, el autor cree dirigir.

No obstante, verdaderos creadores del teatro mueren, desde hace más de un siglo, desconocidos del público: Büchner y Keist en Alemania, Monnier, Musset y Becque en Francia. Otros hay que ven sólo tardíamente representar sus obras (Claudel). La carrera de dramaturgo comienza alrededor de los cincuenta años. Uno la abandona: Jules Renard. ¿Los otros? Strindberg muere y es a Ibsen a quien se consagra. Bernanos no imagina que pueda escribir para el teatro. Giraudoux encuentra felizmente a Jouvet: tiene cuarenta y cinco años en ese momento.

Por primera vez, después de varios siglos en la historia del teatro occidental, el arte escénico tiende a rechazar de su campo al poeta y al gran público.

La gloria, en el teatro, deviene postuma.
1 Antoine.



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